C
uando Killeen se aproximó, vio que Ledroff estaba celebrando una conferencia. Cinco miembros de la Familia estaban sentados sobre una máquina de latón cristalino, al fondo de una de las naves con techo de estaño destinadas a montajes.
—… puesto que hemos hecho callar a los encargados a palo seco, probablemente no se ha emitido ninguna llamada de socorro ni de alarma al exterior, nada de nada —estaba diciendo Ledroff cuando Killeen se dejó caer sobre un terraplén pulido.
—Um —comentó Jocelyn dubitativamente, jugando con un rebelde mechón de su cabello reluciente, que ensortijaba alrededor del pulgar—. De acuerdo, antes siempre había un par de días de tranquilidad. Pero ¿podemos asegurarlo ahora?
Ledroff replicó:
—Hemos dado un buen golpe. El mejor.
Killeen pensó que sólo había sido una incursión de rutina, pero no dijo nada. Era preferible dejar que el Capitán graznara.
Cermo el Lento miraba como una lechuza.
—Podríamos utilizar bien el descanso.
—¿De qué va la discusión? —preguntó Killeen.
Ledroff efectuó una pausa dramática aprovechando que tenía que dejar el casco sobre una repisa cercana. Estaba sentado encima de una máquina pesada en forma de pirámide y con aristas de aluminio; las palancas de mando sobresalían a su alrededor.
—Estamos decidiendo si vamos a quedarnos aquí —le informó desde su alto sitial.
Killeen soltó con un bufido:
—Aún somos capaces de dar uno o dos pasos más.
—Creo que todavía estamos cansados —objetó Ledroff en tono razonable—. Los mecs de alto rango nunca se presentan a revisar las fábricas que se quedan sin mandos antes de tres o cuatro días. Mi opinión es que nos aprovechemos de esta circunstancia y descansemos aquí.
—El Mantis podría haber alertado a los Merodeadores que estén intentando dar con nuestra pista —dijo Jocelyn.
Ledroff asintió con un movimiento de cabeza y su poblada barba pareció una espumosa explosión bajo la severidad de su cabellera encrespada. Killeen advirtió que el cuero cabelludo que circundaba el recortado cabello de Ledroff aparecía limpio. Era la prueba de que estaba dedicando más atención a su apariencia.
—Estoy de acuerdo, en terreno abierto sería así. Pero aquí no vendrán a mirar.
—¿Quién puede estar seguro? —preguntó Killeen mientras trepaba por una grada de la gran máquina silenciosa. Desde allí logró tener una vista de todo el complejo. Los peones todavía seguían ocupados de forma silenciosa y simple, en sus idas y venidas habituales. El zumbido constante de una máquina resonaba por todo el complejo. Entre las trayectorias precisas y eficientes de los mecs, la Familia se desplazaba por donde le parecía bien, apoderándose de todo lo que encontraban. Ledroff le miró fijamente.
—¡Yo estoy seguro! Esto es una costumbre. La Familia siempre se acuartela después de una incursión.
Cermo el Lento hizo gestos afirmativos con sus grandes ojos, amables y cálidos.
—Necesitamos algo de tiempo para hacer algunas exploraciones. Puede haber más servos, incluso tal vez demos con algunos aparatos estimuladores.
Jocelyn se echó a reír.
—Cermo, no hay estimuladores en una factoría.
Cermo se encogió de hombros.
—Podría haberlos. Si no los buscamos nunca lo sabremos.
Algo, a la media distancia, impresionó los ojos de Killeen y al principio no lo identificó.
Ledroff sonrió.
—¿Estás de acuerdo, entonces? Propongo que instalemos nuestras camas en la gran factoría, después…
—Esperad. ¿Veis aquello? —interrumpió Killeen.
Jocelyn bizqueó.
—Es un peón. ¿Y qué?
—¿Habías visto alguna vez uno como este?
Cermo contestó lentamente:
—Tal vez en una ocasión. No puedo estar seguro.
—Recuerdo haber visto uno en alguna parte —dijo Jocelyn.
—Ha sido hoy por la mañana. Y además, creo que estaba cerca de donde nos atacó el Mantis.
Ledroff no perdía de vista el peón que se aproximaba a ellos sobre sus bandas de arrastre. Tenía los paneles laterales con un diseño a rayas entrecruzadas, y aunque giró hacia una de las puertas de la factoría, las lentes ópticas delanteras estuvieron dirigidas hacía la pirámide de latón cristalino hasta que desapareció.
—¿Y qué? —preguntó.
—Creo que es un explorador —aventuró Killeen.
Ledroff bizqueó desde su alto pedestal.
—Puede ser que en cada sitio tengan peones diferentes.
—También podría ser que no fuera así —se opuso Jocelyn sin ambages.
—Una clase nueva de peones —propuso Cermo—. Puede que haya muchas.
—Explorador, ¿para quién va a explorar?
—Para los Merodeadores —explicó Killeen.
—Los Merodeadores no utilizan exploradores. Lo sé —objetó Cermo.
—¿Y qué pasa? —replicó Jocelyn con sarcasmo—. ¿Sólo porque no conoces otra cosa, ha de ser necesariamente así?
Cermo se puso a la defensiva.
—Fanny sí lo sabía.
—Esto lo dices tú. No tenemos el Aspecto de Fanny para poder preguntárselo —espetó Jocelyn con aspereza.
—¡Hemos de aprovechar nuestra experiencia! —le escupió Cermo como respuesta.
—¡Lo que tenemos que aprovechar es el sentido común! —manifestó Jocelyn.
—Creo que debemos usar ambas cosas —intervino Ledroff.
Killeen frunció el ceño y dijo:
—Yo opino lo mismo que Jocelyn.
Ella se lo agradeció con una breve inclinación de cabeza, y su energía revelaba una tensión contenida. También Jocelyn había aprendido la técnica de Fanny, pero no había olvidado la lección principal de la anciana, que era la que le había costado el más alto precio: Anticiparse. Comprende a los mecs antes de que te comprendan ellos a ti.
Killeen descubrió un rescoldo en los ojos de la muchacha que indicaba un resentimiento contra Ledroff. Sorprendido, comprendió que Jocelyn había querido ser Capitana. Él había estado demasiado enredado consigo mismo para poder darse cuenta.
—Los peones pueden servir de porteadores de un Merodeador —insisto Jocelyn. Había vuelto a ensortijarse el cabello con los dedos. Lo volvió a alisar con cuidado para dejarlo en su sitio, formando unas ondas sobrepuestas, detrás de las orejas.
Cermo se encogió de hombros.
—Este peón no llevaba nada.
—No. Ahora no. Tal vez ha dejado la carga —aventuró Jocelyn.
—¿Para hacer qué? —preguntó Ledroff.
—Para averiguar lo que estábamos haciendo —intervino Killeen.
—Fanny nunca comentó nada sobre esto —objetó Ledroff, pero se dio cuenta de lo poco convincentes que sonaban sus argumentos y añadió—: Los Merodeadores son demasiado rápidos para los peones. Les habrían dejado muy atrás.
—Podría ser que el Mantis fuera lento —apuntó Killeen—. Nunca hemos podido ver bien cómo se movía.
Ledroff frunció las cejas. Killeen había visto cómo actuaba Ledroff en las largas marchas y en batalla, y sabía que era un hombre precavido y con conocimientos. Ahora, convertido de pronto en Capitán, Ledroff trataba de equilibrar los puntos de vista de los demás y conseguir un consenso comunal. Tal vez aquello era lo más conveniente, pero Killeen notaba en Jocelyn, y hasta en Cermo, una irritación que poco a poco dominaba el ambiente. Ledroff tenía que hacerla desaparecer cuanto antes. Una Familia no puede andar o descansar si mantiene resentimientos entre sus componentes.
Ledroff estaba acosado por el inevitable legado de cualquier Capitán: los deseos de la Familia, que giraban alrededor de él como un torbellino natural. Representaban un pequeño pero constante drenaje de su autoridad. Aquel chaparrón de quejas se dirigía siempre a obtener un descanso, a permitir un respiro a los viejos y a los menos resistentes. Y cualquier Capitán, viendo los constantes inconvenientes que suponía la incesante marcha forzada, estaba inclinado a escuchar aquellas bien intencionadas y, de hecho, casi lastimeras voces. Era una buena obra el dejar que la Familia se repusiera de sus heridas y de sus esfuerzos. Pero, con frecuencia, aquella actitud no era demasiado inteligente.
Ledroff dijo pausadamente:
—Tenía la esperanza de que todos estuvierais de acuerdo.
—Jocelyn y yo hemos visto a este peón con el Mantis. Estamos seguros —dijo Killeen con voz cortante, en parte para descargar la tensión y en parte para indicar a Ledroff que, como Capitán, debía tomar una decisión.
—Tu memoria está nublada por el alcohol —reprochó Ledroff con mordacidad.
—Aquello ya pasó. —Killeen se daba cuenta de que se había sonrojado.
Cermo bromeó:
—Killeen, tú deberías estar de nuestro lado. Si nos quedamos aquí, esta noche podrás volverte a entrompar.
—No tengo tu barriga llena de grasa, para que se empape de alcohol. Eso es todo —respondió con sarcasmo Killeen. Cermo tenía en la cintura un rollo de grasa que se podía apreciar a través de la tela impermeable plateada. A pesar de lo difíciles que los tiempos pudieran ser para la Familia, el pequeño abultamiento de Cermo no desaparecía, lo que, de hecho, representaba para él un cierto orgullo.
—Cuando estamos en marcha, esta barriga te deja atrás tragando polvo —replicó Cermo con mala idea.
—No será tanto, porque tienes las botas atadas una con otra —devolvió Killeen.
—Muchachos, ¿estáis de humor para sostener un torneo verbal? —invitó Ledroff sin alterarse.
Aquella señal sólo la podía dar el Capitán, y ningún miembro de la Familia podía ignorarla. Killeen se dio cuenta de que aquello era lo que había estado deseando a medias. Necesitaban librarse de las tensiones que se habían ido acumulando desde la pérdida de Fanny.
—Desde luego. —Killeen había iniciado el torneo—. Esto huele como si convirtieras tu grasa en gases.
—Al menos yo tengo cierto arte en tirarme pedos —replicó Cermo.
—En ese caso, ve a bombardear con gases a los Merodeadores, y déjame a mí tranquilo con mis amigos.
—Con lo único que puedes soplar es con tu barriga —se burló Ledroff de Cermo.
—Voy a soplarme a tu madre con mucho gusto, ya ves —contestó Cermo.
—Ni te la encontrarías, escondida debajo de esa barriga —le escupió Ledroff, que ya iba pillando el ritmo.
—Es telescópica, amigo. Se alarga mucho —rio Cermo—. La próxima vez que la enseñe, quédate por ahí cerca y oirás cómo suenan las piezas.
Jocelyn sonrió al oír esto, e intervino.
—Creo que podría mirar fácilmente por ese telescopio.
—Puedes hacerlo gratis —gritó Cermo con regocijo. Recordó que debía taparse la boca, pero aquellas normas de educación no eran imprescindibles en un torneo.
—Querrás decir microscopio… ¡Es tan pequeño!
Siguieron a lo largo de varios asaltos, y en cada uno de ellos tenían que poner en juego unos rápidos chispazos de humor incisivo. El Capitán siempre podía ordenar un torneo-debate para dar salida a las tensiones que de forma continua van apareciendo y que si quedan cerradas pueden infectarse. Las rápidas ofensas de palabra pueden herir o divertir, aunque lo ideal es que hagan ambas cosas. A medida que todo el grupo va lanzando pullas, cada persona ataca y los demás responden con réplicas o con aplausos.
—Nunca sé si Cermo habla o si se está tirando pedos.
—¿Pero quieres decir que es capaz de hablar?
—Tiene más práctica con el culo que con la boca.
—Y además las pronuncia mejor por allí.
—Y no babea tanto.
—Es tu madre quien no puede ni hablar cuando me la paso por el telescopio.
—Yo al menos soy amable cuando le doy a tu madre algo agradable y a punto para que se lo coma.
—¡Un bocazas, eso es lo que eres!
—Tu mujer es como una alfombra, todos pasan por encima de ella.
—¡Esto es condenadamente cierto!
—Tu padre nunca lo intenta. Es tan feo que cuando monta a tu madre ella cree que es un peón.
—El tuyo tiene tantas arrugas en la cabeza que lleva el casco enroscado.
—Bueno, al menos se enrosca algo.
—Es un asco de hombre: se enrosca el casco.
—Esta es buena. ¡Estás ganando puntos!
—Tu papaíto es tan feo que cuando llora las lágrimas le corren por la espalda.
—¡Ooooo!
—¡Oye, oye!
Si el debate no canalizaba el enfrentamiento de una pareja determinada, el grupo llegaba a forzar la situación.
Usando frases que permitían la intervención, o animando las llamadas, podían hacer entrar a la pareja en la competición. En aquella ocasión, la rabia que Killeen sentía hacia Ledroff —que al principio había disimulado pero que había ido aumentando durante días— salió a flote cuando empezaron a lanzarse pullas y se acabó cuando Killeen levantó las manos en alto, con las palmas hacia adelante y sacudió la cabeza con sabiduría.
—No hablemos más del tema de las madres, Ledroff… porque acabo de tirarme a la tuya.
—¡Oooo!
—¡Puntos!
—¡Chúpate esa!
Todos se levantaron, riendo y dándose palmadas unos a otros en los hombros, con la calma agridulce de las ofensas ya aireadas. Algunos miembros de la Familia se habían acercado para ser testigos y no intervenían. Abrazaban a los demás cuando les llegaba el turno, riendo y tomándose el pelo todavía, pero el parloteo, que ya no tenía un objetivo determinado a pesar de mantener una alegre vivacidad, seguía ofreciendo propiedades curativas. La Familia no podía permitirse guardar rencores antiguos. El torneo oral, que en otros tiempos era una agradable convención en la Ciudadela, era una costumbre tan corriente y vital en la Familia como un apretón de manos.
Cuando Ledroff se acercó a Killeen para abrazarse, le dijo sin restos de rencor:
—Es muy posible que tengas razón. Alejémonos de este complejo.
Killeen asintió, sonrió y dio una fuerte palmada en la espalda del compañero, y por primera vez, honestamente, pensó en Ledroff como en su Capitán.
A Killeen le resultó más fácil hablar con Ledroff cuando ya se hubo iniciado la marcha.
—¿Crees que esta factoría significa que los mecs están usando los Salpicados? —preguntó Ledroff mientras avanzaban jadeantes, andando a saltos con una fila de colinas bajas entre ellos.
Toby se movía a la izquierda de Killeen, una posición más atrás en el borde del triángulo móvil. Estaban atravesando una llanura oscura de barro seco. Se formaban unas grandes grietas, que se retorcían al caer sobre ellas el resplandor abrasante del Comilón, formando escamas. Aquellas grandes hojas de arcilla rojiza eran más delgadas que la muñeca de un hombre, pero se levantaban a mayor altura que un edificio. Killeen tenía la sensación de que avanzaba sobre un lago pardo cuya superficie era rota en mil pedazos por la tempestad y de alguna manera se quedaba solidificada al ser lanzada hacia arriba. Cayó sobre una gran lámina de barro que se derrumbó a su alrededor como una hoja podrida. Cayó atravesando aquella nube que se disolvía al tocarla hasta que tomó tierra con un ruido sordo y hundió por completo las botas en el polvo empalagoso.
Estornudó con violencia y gritó:
—Arthur dice que cuanto vimos en aquel complejo estaba hecho a base de plantas. —Saltó fuera del pozo de polvo buscando aire límpido, fino y seco.
—Y yo he encontrado algunos peones que transportaban semillas —intervino Toby—, no te olvides.
La voz de Ledroff sonó inquieta.
—Así pues, tal vez los mecs se están trasladando hacia los Salpicados.
—Así parece.
—¡Maldita sea! ¿Por qué no pueden quedarse en sus ciudades de mierda?
—Arthur dice que planean apoderarse de todo Nieveclara.
—Sí señor, uno de mis Aspectos me está diciendo lo mismo. Maldita sea, los Aspectos se preocupan y hablan, se preocupan y hablan, como si no tuvieran nada más que hacer —gruñó Ledroff.
Killeen soltó un murmullo para declarar que estaba de acuerdo con él.
—Puede ser que los mecs se estén preparando para cuando el Comilón se acerque.
Toby preguntó:
—¿Más cerca? ¿Se mantendrá suspendido en el cielo?
—¿Te acuerdas de las órbitas que te dibujé? —le preguntó Killeen.
—Un poco.
El muchacho no estaba acostumbrado al mundo interior de imágenes proyectadas, rectas y curvas que aparecían suspendidas en el aire, cascadas de datos que en otros tiempos estaban al alcance de los humanos y que eran el legado de sus ancestros, quienes no podían imaginar que sus descendientes las mirarían sin comprender su sentido. Toby prefería las cosas reales que podía tocar.
—Arthur dice que las cosas están cambiando y que el Comilón está creciendo.
—¿Y qué?
—Pues que los mecs también están cambiando.
Toby se rio en son de burla.
—Vaya, vaya. Este Arthur es un pedo viejo.
Killeen rio por lo bajo. Dejemos que el muchacho se conserve así un poco más de tiempo. No hay ningún mal en ello.
Después de abandonar la saqueada factoría, había estado explicando a su hijo las informaciones de Arthur. Era mejor explicárselo en términos sencillos que obligar a Toby a soportar el alambicado discurso de los Aspectos. Aquello ya le llegaría demasiado pronto.
Killeen no quería que Toby llevara todavía un Aspecto, aunque ya tenía edad suficiente para que la Familia se lo permitiera. Los Aspectos dominaban de un modo más fuerte a las mentes jóvenes. En los antiguos días de la Ciudadela, la Familia habría esperado a que Toby completara su desarrollo mental. Entonces, cada adulto transportaba la máxima carga posible de Aspectos. Aquellas presencias vivas mantenían sus pactos con el pasado, y esto les convertía en los herederos de una gran raza, y no sólo de una mermada banda en perpetua huida. Aquello representaba una apertura a las tradiciones del pasado y a los antiguos oficios. La continuidad con los días más gloriosos de la humanidad representaba mucho más, porque pocos de la Familia tenían tiempo para aprender de sus Aspectos y Rostros mientras estaban en la huida.
Ledroff jadeaba mientras mantenía su paso al trote con largos saltos.
—Si supiésemos lo que están haciendo, si supiéramos por qué… ¡aghhh!
El inarticulado grito procedente de Ledroff no necesitaba ninguna interpretación por parte de Killeen. La Familia jamás había averiguado por qué los mecs habían atacado la Ciudadela de repente, de la misma manera que en eras anteriores el Clan jamás había sospechado el futuro que los mecs planeaban para Nieveclara.
Todos los intentos para llegar hasta los altos niveles mecs, para hablarles, para negociar, habían fracasado. Pocos humanos sabían cómo comunicarse con los mecs, ni siquiera a un nivel elemental. Moase, una anciana que viajaba en el vehículo mec, había efectuado algunas traducciones cuando era muy joven. Durante mucho tiempo, la Familia no había tenido la oportunidad de usar su habilidad, porque todos estaban muy ocupados en las tareas básicas de correr, comer y volver a correr.
Killeen tenía una presencia más antigua, un Rostro llamado Bud, que había sido maestro traductor hacía mucho tiempo. Pero Killeen jamás había utilizado aquel saber de Bud, sólo se apoyaba en aquel anciano ingeniero para las tareas más sencillas. Invocó al Rostro para preguntarle:
—¿Sabes algo sobre los cambios del clima?
La respuesta del Rostro de Bud le llegó en forma de unidades cortas, puesto que los Rostros sólo conservaban unos limitados fragmentos de la personalidad original.
—Mi respuesta es «no», lo siento —contestó al Rostro con educación, conmovido por la voz lastimera y ahogada con que se había esforzado en hablarle. Hacía mucho tiempo que no había llamado a Bud. Era muy difícil liberar a un simple Rostro y mantenerse alerta, mientras se estaba de viaje.
Meditó la pregunta de Bud. Llamó a Arthur y recibió un rápido resumen de los antiguos métodos para hablar con los mecs. Gran parte de toda aquella explicación le resultaba incomprensible.
Cuando la humanidad se vio obligada a abandonar las cómodas Arcologías, había intentado, con mucha astucia, vender sus conocimientos sobre la recogida de restos a las ciudades mecs. Unos equipos efectuaban incursiones en las ciudades lejanas, y después dejaban lo mejor del botín cerca de un enclave donde habitaran los mecs. Efectuadas regularmente, aquellas ofertas de paz persuadían al enclave vecino para que dejara de asaltar las Ciudadelas humanas. Aquella política funcionó durante cierto tiempo. Los humanos creyeron que sus Ciudadelas, menores y menos peligrosas que las grandes Arcologías, quedarían a salvo.
Algunas Ciudadelas de la Familia capitalizaron este negocio y se especializaron en hablar con los enviados mecs y organizar el comercio. La Familia King había sido la mejor en esta tarea, pero incluso sus más expertos traductores en ocasiones habían sido víctimas de una traición y habían acabado asesinados. Era una vida con muchos riesgos.
Killeen se dio cuenta, con ironía, de que aquella vez sería él mismo quien arriesgara la vida. Bud captó esto y se retiró, amilanado. Los Aspectos y los Rostros presentaban una curiosa indiferencia hacia las consecuencias de sus consejos, puesto que no podían sentir los dolores y malos tragos de Killeen. A pesar de esto morirían si él muriese.
Sin que lo hubiera invocado, un Aspecto mordaz y amargado se coló. Killeen hizo rechinar los dientes.
Los pecadores que trafiquen con los mecs encontrarán el castigo que merecen. Los compromisos con aquellos que no viven son imposibles. ¡Seguramente la historia te habrá enseñado esto!
El Aspecto, llamado Nialdi, se introdujo en el sistema sensorial de Killeen como un relámpago amarillo de tormenta, descargándose de tantos años de frustración reprimida. Nialdi era muy antiguo, vivió en los días en que la humanidad se había desparramado sin esfuerzo por las zonas templadas de Nieveclara. Había sido un famoso representante de la religión de aquella era.
—Estoy buscando la manera de salvar el pellejo, viejo bastardo —soltó a bulto Killeen en voz alta. Mentalmente, intentó sujetar al Aspecto, pero este se le escabulló en todas direcciones, como si fuera una bandada de furiosos pájaros anaranjados.
¿Rechazas la Palabra? ¿Acaso la furia salvaje de los mecs no te ha enseñado que no hay manera de escapar de nuestras manos? ¡El Santo Grial habla por mi boca!
—¡Vuelve a tu sitio! —gritó Killeen, que tuvo un arrebato de ira provocado por las amenazas de Nialdi. El Aspecto continuó lanzándole su jerga religiosa que conmocionaba todo su aparato sensorial. Killeen estaba tan empeñado en engañar al Aspecto que él mismo tropezó. Cayó. La placa curvada del casco se desplazó hacia atrás y a él se le llenó la boca de arena. Se levantó lanzando improperios.
—¿No puedes dominar a tus Aspectos? —preguntó Ledroff en tono de burla.
—Este hombre es un plomo —bromeó Jocelyn.
Molesto, Killeen obligó a Nialdi a permanecer en un rincón alejado de su mente e impuso silencio a aquel zumbido de avispa con un golpe que lo acalló. Los miembros de la Familia tenían cada vez más dificultades en controlar a los Aspectos. Esta era otra razón para no hacer cargar con uno de ellos a Toby, pensó con amargura.
Dejaron atrás la llanura de barro y ascendieron hasta una erosionada línea de crestas. Dénix y el Comilón arrojaban sus crudos resplandores sobre la tierra. Los arbustos crecían en las sombras. La Familia fue adentrándose en el Salpicado. Los lechos de los riachuelos mostraban restos de humedad, como si hubiera llovido un poco durante los últimos días. De vez en cuando, unas nubes de polvo subían muy alto, empujadas por unos vientos raudos. Grandes extensiones de cantos rodados y de arena hablaban de torrentes que en otro tiempo se habían deslizado por allí, bajando por las inclinadas laderas de arcilla.
La Familia avanzaba muy dispersa. Incluso si un mec volador les descubría y soltaba una bomba explosiva o un interferidor, sólo unos pocos quedarían dentro de la zona de alcance.
—Mira a la izquierda —llamó Ledroff a Killeen—. ¿Descubres algo?
El paisaje adquirió un aspecto brillante cuando Killeen aterrizó encima de un armazón carcomido por el orín. Había sido un vehículo oruga. De diseño muy anticuado, lo habían despojado de todas las partes aprovechables, y se consideraba como un depósito abandonado. Desde allí estudió el horizonte.
—Parecen mecs, sólo que…
—¿Qué señala tu Largo-Alcance?
—Metal de mec; con seguridad, mucho metal. Pero no huelo a mec.
Los sensores de Killeen tenían una biblioteca de las señales electrónicas mecs típicas, y habían tomado muestra de los débiles destellos de transmisión no protegida emitidas por los artefactos que tenían delante. Killeen no podría haber leído ni comprendido una imagen gráfica que detallara las señales de origen mec. Los datos le llegaban como aromas empalagosos, mezclados con unos olores punzantes.
—¿No podrían haber estado situados a favor del viento para que no pudieras olerlos?
Killeen se enfadó.
—Soy capaz de descubrir un pedo mec más aprisa que nadie —dijo.
Aquello no era del todo exacto: Cermo el Lento tenía mejor olfato, pero el hombretón carecía de precisión y velocidad.
Killeen, a regañadientes, llamó a Arthur para pedirle ayuda.
¿Me preguntas si los mecs pueden esconderse de esta manera? No, dudo mucho que puedan evitar que captemos sus transmisiones. Y que puedan eludir nuestros sensores.
—¿Estás seguro?
Debo recordarte que he participado en el desarrollo de estas técnicas.
—Si permitimos que un número tan grande de mecs se nos acerque, que nos capten en sus pantallas…
Te aseguro que…
—Papi, oigo voces —llamó Toby.
—¿Qué clase de voces?
—No las reconozco. No sé quién…
Ledroff transmitió:
—Puede tratarse de un truco de los mecs.
Killeen estaba confuso. El instinto le ordenaba que corriera, y de forma automática se inclinó para comprobar si tenía las botas bien ajustadas, haciendo que sus enguantados dedos se deslizaran sobre los cierres de fibra vítrea. Volvió la cabeza. Una pequeña alteración de la capacitancia de sus sensores le permitió recibir el débil murmullo de una conversación. Se quedó inmóvil. Se superponían y no las reconocía, pero eran voces humanas:
—Se están acercando.
—Son demasiados. No puedo captarlos de uno en uno.
—Creo que deberíamos desviarnos ahora mismo.
—Comprueba a tu izquierda. ¿Hay señales de que nos estén rodeando?
—Tal vez no sean más que peones.
—No. Dan unos pasos demasiado altos.
—Huelo mucho metal de mec en ellos. Apesta terriblemente.
Toby gritó:
—¡Son personas!
Era cierto, allí estaban, una delgada cuña se dispersaba por la llanura cubierta de profundos surcos. La boca de Killeen adquirió una expresión de incredulidad. Una voz que sonaba a lo lejos preguntó:
—¿De qué Familia? ¿De qué Familia?
—¡Bishop! ¡Llevamos seis años fuera de la Ciudadela! —contestó Ledroff.
—Somos Rooks —replicó una voz femenina.
—Tenemos parentesco vuestro aquí, parientes vuestros.
—¡Primos, tíos y tías!
Las botas se hundieron en la arena desgastada por el tiempo y los dos triángulos que avanzaban por la llanura se precipitaron uno hacia el otro. Corrían mezclados, se gritaban entre ellos. Preguntas relacionadas con parientes desaparecidos retumbaban en los receptores auditivos, y se cruzaban respuestas articuladas con voz ronca. Unos rápidos movimientos de piernas cuando alcanzaban el punto más alto en los saltos. Luego los dos vértices de los triángulos se encontraron y los hombres y las mujeres se echaron unos en brazos de otros. Detrás de los cascos llenos de arañazos había unas caras apenas recordadas, gente que momentos antes sólo eran imágenes borrosas de una vida maravillosa que había desaparecido. Las caras tenían arrugas y heridas cubiertas de costras oscuras, heridas cicatrizadas e incluso cuencas de ojo vacías que evidenciaban la escasez de piezas de repuesto. Las bocas descubrían unos dientes arruinados de los que sólo quedaban unos restos grisáceos y unos labios enmarcados en sangre. Gritaban y hablaban unos con otros, a pesar de que la mayoría de ellos en realidad sólo conocía a una pequeña parte de las caras gesticulantes que se acercaban a través de la accidentada llanura. En la Ciudadela habían convivido millares de individuos. Habían ido tan lejos con su pequeño grupo, cerrado y hermético, y sus memorias estaban tan sobrecargadas con un peso tan grande de terrores cotidianos, que cualquier rostro era un recordatorio inmediato, innegable y palpable, de la colectividad de su especie. Los amigos perdidos se abrazaban. Se intercambiaban gritos en el aire. De pronto se veían a ellos mismos como algo más que una banda desordenada de criaturas perseguidas. Con sus gritos y su alegría incontenible celebraban a la misma humanidad.
Toby encontró inmediatamente a un muchacho y a dos chicas, que llegaron saltando por delante de los más rápidos hombres que corrían. Se abrazaban, hablaban entrecortadamente, hacían cabriolas y hasta luchaban en su frenesí espontáneo, mientras alrededor de ellos las dos Familias colisionaban, como dos fluidos separados desde mucho tiempo atrás que confluyeran en un torrente de cuerpos, de conversaciones, de simples gritos inarticulados, de llantos con repentinas lágrimas.
Killeen se encontró con un hombre al que había conocido cuando trabajaba en los campos: Sanhakan, de cejas grandes y perfectamente afeitado. Sus ojos danzaban en una red de arrugas entretejidas y bronceadas por el sol. Sanhakan le dio palmadas en la espalda, juró y levantó a Killeen del suelo con un abrazo de oso. Ambos reían como salvajes y se miraban mutuamente a través de los cascos empañados como para asegurarse de que el otro era en efecto algo real y no un sueño febril. Se quitaron los cascos, al igual que todos los que estaban a su alrededor, y se besaron en señal de bienvenida incrédula. A partir de entonces, sólo confiaron en el gusto y el tacto, en el toque humano de su caliente y áspera carne. Killeen aspiró el olor a sudor que precedía a Sanhakan. Después recibió el olor algo más almizcleño de una mujer que apareció de repente a su lado, ofreciéndole los labios. Otra mujer vieja y arrugada, que tenía el salobre olor del cansancio, con el pelo cano, y que poseía algo indefiniblemente dulce. Entre golpes, caricias y abrazos consiguió abrirse camino por entre la confusión de cuerpos que casi le derribaron con sus embates de alegría. Caras roñosas y llenas de pelo. Llorosas. Llegó junto a un hombre anciano cuyos ojos eran apenas una ínfima rendija, pero que en cambio conservaba una dentadura reluciente y casi juvenil. Killeen le abrazó, incapaz de oír lo que el otro le estaba gritando sobre la riada de voces confusas que les rodeaba. Después, unas manos impacientes arrastraron a Killeen hasta el siguiente, y mientras daba la espalda al anciano, oyó un repentino estallido que pareció penetrarle por el extremo de la columna, siguió hacia arriba y salió despedido de su cabeza. Su visión quedó oscurecida por un velo rojo. Algo le golpeó en la nariz, y notó en la boca el espeso sabor de la sangre. Su visión se aclaró ligeramente, las nubes rojas se fueron apartando y vio que yacía de bruces. Movió los músculos, que le parecían de plomo, y rodó sobre sí mismo. El anciano había caído a su lado, con los brazos y piernas en cruz. La lengua le asomaba y tenía un determinado rictus en la cara que provocó una inmediata frialdad en Killeen. Era el mismo horroroso aspecto retorcido que había descubierto en el rostro de Fanny.
Con mucho trabajo, logró elevarse apoyado sobre un codo. El torrente de palabras que flotaba a su alrededor había adquirido un tono duro y agudo. Eran alaridos. Cuerpos que caían. Killeen intentó disminuir el umbral de su equipo sensor para descubrir lo que estaba pasando. Era algo espeso, nublado, apagado, era como nadar en polvo. Se puso de rodillas y vio que algunos miembros de ambas Familias estaban en el suelo, inertes. Otros huían. Algunos estaban paralizados por la impresión.
Toby.
Un punzante dolor le recorrió las extremidades. Killeen buscó a tientas por allí. Descubrió que su hijo se tambaleaba con incertidumbre a muy poca distancia de él.
—¡Toby! —gritó Killeen, sosteniéndose sobre las rodillas—. ¡Resguárdate, busca refugio!
Toby le había visto.
—¿Por dónde?
—¡Ven!
Tambaleándose en precario equilibrio sobre los pies, que le parecían tan pesados como si fueran de madera, Killeen consiguió llegar a un reborde de peñascos dentados.
—Ven… aquí.
Ambos cayeron detrás de la mayor de las piedras. Entonces Killeen se dio cuenta de que no sabía desde qué dirección había partido el ataque.
Toby miraba fijamente hacia las figuras que huían y tenía los ojos casi en blanco.
—¿Qué…?
—Es el Mantis —lo interrumpió Killeen.