L
as sombras se extendían largas y amenazantes, apuntando a lo lejos a partir del ojo cálido del Comilón. La intensa radiación lanzaba lenguas a través de la llanura erosionada por las corrientes de agua, unas lenguas que se alargaban hacia la marea humana que avanzaba con esfuerzo.
Cada roca erosionada por el viento, aunque por sí misma fuera sombría y consumida, originaba unas sombras vivamente coloreadas. El anillo externo del Comilón estaba al rojo y ardía lentamente, mientras que el interior de aquella diana brillaba con un intenso azul. Cuando llegó el ocaso del disco y el Comilón se hundió tras el horizonte, dibujó a partir del último promontorio pétreo una cola de cintas de colores. Las sombras cambiantes deformaban la tierra, alargando las perspectivas. La visión resultaba difícil.
Esta era la situación antes de que Killeen estuviera seguro. Guiñó los ojos, paseando la mirada por todo el espectro, y apenas si pudo obtener una imagen fugaz del ondulante destello color verde helecho.
—Atención —gritó—. ¡Ledroff! Mira con atención hacia la izquierda.
La Familia se extendía por el cañón destrozado en alguna antigua batalla. Todos avanzaban manteniendo una separación mínima de un kilómetro. Disminuyeron la marcha, contentos de poder descansar después de las muchas horas de huida continua y temerosa.
—¿Para qué? —transmitió Ledroff.
—¿Ves un Comedero?
—No.
Killeen jadeaba lenta y contenidamente, porque no quería que el desagradable ruido de su fatiga llegara a los demás. La contestación de Ledroff era lenta y mínima. Killeen sabía que si la orden hubiera partido de Fanny, Ledroff habría reaccionado agudo y rápido. Según la tradición de la Familia, debían elegir un nuevo Capitán tan pronto como encontraran un lugar seguro para acampar. Hasta que aquello sucediera, Killeen era el hombre en cabeza y ordenaba sus maniobras. Ledroff lo comprendía, pero no por eso dejaba de protestar.
Se habían detenido para hacer una rápida ceremonia para el sepelio de Fanny y habían escondido su cuerpo en un túmulo de piedras hecho a toda prisa. Después habían corrido con todas sus fuerzas durante largo tiempo. No iban a llegar mucho más lejos. Killeen tenía que encontrar un refugio.
—¿Jocelyn? ¿Ves algo?
—Pues… tal vez.
—¿Dónde?
—Es algo pequeño… quizá me equivoco… —El esfuerzo era patente en su débil voz.
—¿Podrás hacer una observación cruzada conmigo?
—Yo… allí…
Una fugaz imagen brilló en el ojo derecho de Killeen. La sobreposición de Jocelyn mostraba un destello vacilante.
—Vamos a buscarlo —indicó.
—No me parece buena idea —dijo Ledroff severamente—. Será mejor que durmamos en terreno abierto.
—¿Y quedar todos aislados unos de otros? —preguntó Jocelyn con desconfianza.
—Sería lo más seguro. Los mecs no creerán que somos nosotros.
—Estamos demasiado cansados —objetó Killeen. Sabía que Ledroff podría tener razón de no ser por el agotamiento de la Familia. Por lo general, los mecs no podían encontrar a un humano si desconectaba su traje. Los mecs podían oler los circuitos, pero no la piel de los humanos.
—¿Comedero? ¿Habéis encontrado un Comedero? —la voz de Toby parecía un farfulleo a causa de la agotadora marcha.
—Tal vez —contestó Killeen—. Vamos a verlo.
Ledroff gritó:
—¡De ninguna manera!
Pero un coro de protestas ahogó su voz. Ledroff empezó a discutir, hecho que no le extrañó porque la Familia marchaba sin haber elegido un nuevo Capitán.
Todos necesitaban descansar y reflexionar.
Killeen hizo caso omiso de Ledroff y avanzó a largos saltos de baja altura hacia la colina más próxima. Tenía que apretar los dientes con fuerza para avanzar con suavidad, pero sabía que la Familia que iba tras él estaba tomando nota de ello. Sin pensar conscientemente en ello, comprendía que, aunque reducida a una mínima expresión, la Familia necesitaba una exhibición de fuerza para recuperar la confianza, para volver a adquirir las directrices.
Ledroff iba detrás de él. Los ojos de Killeen integraron rápidamente la imagen que le mandaba Jocelyn, y pudo captar de nuevo aquella vacilante señal de promesa. Pasó sobre unas destrozadas y chamuscadas colinas y se dio cuenta de que había ido demasiado lejos, cuando la señal se debilitó.
—Está enterrado —indicó.
—¿Dónde? —preguntó Ledroff, con un acento cortante e impaciente.
—Debajo de aquella vieja fábrica.
Apretados dentro de una accidentada línea de falla, se alzaban unos cobertizos inclinados de metal rocoso pulido. Los peones cloqueaban, daban vueltas y trabajaban alrededor de ellos, transportando la inagotable producción que había proporcionado a los mecs su permanente dominio sobre la humanidad. Levantaban aquellos cobertizos donde quiera que la tierra ofreciera un rico filón de minerales puesto al descubierto por la acción de la intemperie. Aquella era una estación olvidada, muy alejada de la zona que los mecs habían elegido para edificar sus mayestáticas madrigueras construidas con materiales de cerámica. Pero la inacabable sucesión de aquellas estaciones menores inundaba el mundo con vida mec y pronto, reflexionaba Killeen, se llegaría al fin de la larga batalla entablada entre los mecs y todo lo demás.
—¡No me gusta! No está aquí. —Sunyat transmitía desde muy lejos. Siempre era la más precavida de toda la Familia—. Puede tratarse de una trampa.
Killeen fingió no haberla oído, la misma estrategia que había seguido con Ledroff. En general, aquella solución siempre era mejor que ponerse a discutir.
—El Comedero está enterrado. Los peones han edificado encima de él.
—¿Tan antiguo es? —preguntó Jocelyn.
—Es viejo como los mecs, tan viejo como los hombres —contestó Killeen. Aterrizó junto a un peón y siguió a aquel objeto medio ciego cuando entró rodando en la fábrica. No cabía duda de que los peones estaban refinando algún material de base cerámica que extraían de las rocas, sin darse cuenta de la gran puerta oxidada que formaba toda una pared de su pequeño mundo.
En unos instantes, toda la Familia convergía en la fábrica. Sacaron energía de todos los peones, extrayéndoles algunas baterías portátiles, pero no las suficientes para que el peón lo registrara como una avería. Lo hicieron con su acostumbrada habilidad. Aquel puesto reducido no contaba con supervisores mecs a los que enfrentarse, no había peligros. Los peones eran presas fáciles. El hecho de actuar como ratones, robando migajas de una despensa, no les produjo el más mínimo inconveniente ni preocupación.
Ledroff fue el primero en entrar en el Comedero; Killeen iba detrás. Era un amplio establo muy antiguo, lleno de olores que Killeen saboreaba en el aire. La Familia fue entrando de forma casi automática, cada uno avanzaba al interior mientras los demás permanecían en absoluto silencio. Killeen y Jocelyn pasaron con cautela y cuidado por entre las hileras de rezumantes tinajas, las botas les resbalaban sobre los charcos que había en el suelo.
Nada. Ningún peón salió a recibirles, confundiéndoles con unos mecs. Esto significaba que el Comedero estaba muy mal atendido y esperaba muy pocos visitantes. Había prestado los peones a la factoría del exterior.
—Fuera de uso —gruñó Ledroff, sentándose en un marco de ventana con refuerzos de hierro. Empezó a desprenderse del traje.
—La comida es buena —dijo Jocelyn, quien ya había introducido el puño dentro de una urna que contenía algo espeso. Lo lamió con gusto. El largo cabello castaño desbordaba del casco, escapándose. Su cara huesuda se relajó con cansado alivio.
Killeen escuchaba mientras otros miembros de la Familia buscaban por los largos pasillos, transmitiéndole el mismo informe: no había moros en la costa. Regresó a la entrada y ayudó a desplazar la gran compuerta de policarbono para dejarla cerrada. Ya había hecho todo su trabajo. En aquel refugio estaban a salvo y podía permitirse el lujo de echarse al suelo, sintiendo cómo le envolvía la callada y húmeda bienvenida del Comedero.
A su alrededor, la Familia se estaba quitando los trajes. Les miró con pereza. Jocelyn se despojó de las abultadas rodilleras con un fuerte suspiro. El barro había impregnado las espinilleras; tuvo que hacer saltar las clavijas con el canto de la mano. Sus bien musculadas piernas se movían con gracia bajo aquella luz salpicada de sombras, pero no inspiraban el menor deseo en Killeen.
La Familia se quitó las armaduras formadas por tres capas de aluminio y una tela con la red eléctrica incorporada, descubriendo sus pieles de porcelana, chocolate o color amarillo. Los cuerpos tenían zonas rojas y escamosas donde el aislamiento les apretaba o rozaba. Algunos mostraban unas rubicundas cicatrices procedentes de operaciones ya olvidadas. Otros presentaban unas señales como de venas azules de antiguos implantes. Eran añadidos que procedían de la época en que la Familia todavía tenía la técnica para aquellos trabajos. Unas lustrosas franjas hablaban de heridas cicatrizadas. Pero nada podía sostener las carnes fláccidas y colgantes, las barrigas dilatadas por los órganos inflamados. La Familia arrastraba un pesado castigo de problemas biológicos que se habían ido acumulando lentamente y que no se podían solucionar al faltarles la tecnología que habían perdido junto con la Ciudadela.
Jocelyn había encontrado un burbujeante caldero de levadura dulce. Killeen comió un poco de aquella espuma amarillenta con la feroz decisión que los años de vagabundeo les había proporcionado a cada uno de ellos. Habían transcurrido ya cuatro semanas desde la última vez que habían encontrado un Comedero. Habían estado manteniéndose con raciones de alimentos comprimidos y con agua amarga que bebían en el cuenco de las manos cuando de tarde en tarde encontraban alguna débil corriente de agua.
Sólo los Comederos podían mantenerles vivos. Aquellos húmedos y malsanos lugares oscuros habían sido construidos por los mecs Merodeadores, y desde luego por los de más elevada clasificación. Los humanos no disponían de nombres específicos para esos mecs porque jamás sobrevivían al encuentro con uno de ellos. Los Merodeadores, como por ejemplo los Lanceros, Rastreadores y Batidores, necesitaban alimentos biológicos. En sus correrías, algunas veces se detenían en los Comederos distribuidos al azar, para mantener sus partes orgánicas interiores.
—¿Te parece mejor así? —preguntó en voz baja Jocelyn. Tenía toda la cabellera extendida, después de haberla lavado. Killeen se dio cuenta de que había estado dormitando.
—Se ve diferente, sí. Es hermosa.
Durante aquellos días nunca sabía qué decirle. Ella se estaba rizando el pelo con los dedos formando un mechón de apretados tirabuzones que parecían escaparse desde la elevada frente. Cermo el Lento le peinaba las sienes con mucho cuidado a partir de la coronilla. Jocelyn ya había separado y alisado la poblada cabellera rubia de Cermo, que le caía sobre las orejas como cascadas de amarillo y blanco. Una cinta azul reunía los abundantes mechones formando un apretado nudo en la base del cráneo.
Killeen estaba sentado en cuclillas, somnoliento, observando cómo Cermo acicalaba a Jocelyn. Toda una vida de correrías había proporcionado a la Familia unas piernas que podían permanecer en cuclillas durante días y estar listas para emprender la marcha al instante. También les había provisto de cascos de protección, que les convertían el cabello en un revoltijo. Durante el tiempo en que la humanidad había habitado la Ciudadela, todos los que salían a efectuar correrías para aprovisionarse, por el mundo que cada vez pertenecía más a los mecs, eran sometidos a un ritual de limpieza cuando regresaban. Este rito evolucionó desde un simple lavado eficiente a un baño prolongado con un posterior servicio de peluquería. Los que eran lo bastante valientes como para arriesgarse sucesivas veces, merecían un distintivo, y el cabello se convertía en su insignia. Cada vez que regresaban, se lo modelaban de un modo distinto; no importaba que fueran hombres o mujeres, siempre se elaboraban peinados muy complicados. Lucían brillantes pinzas unidas ligeramente por una diadema de joyas, o unas gruesas melenas a lado y lado, o bien dos franjas estrechas con una banda negra que las separaba; este último peinado se llamaba un Mohawk inverso, a pesar de que nadie se acordaba de qué significaba aquel nombre.
A Killeen le gustaba como al que más llevar el pelo bien arreglado. Lo tenía largo, con unas aplastadas mechas que al llegar al cuello se convertían en unas marañas prácticamente imposibles de desenredar. Iba a necesitar mucha paciencia para deshacer los daños que había sufrido durante la marcha.
Decidió que no era el momento oportuno para pedírselo a Jocelyn. Últimamente le había prestado muy poca atención, sus sentimientos hacia ella no iban más allá de la sencilla y automática hermandad que concedía a cualquiera de los demás miembros de la Familia. Habían dormido juntos, de vez en cuando, como sucedía por entonces con todas las cosas, durante años. Pero hacía un centenar de días que, en un Consejo General, la Familia había decidido insensibilizar los centros sexuales de todos ellos.
Era algo necesario, que debían haber hecho mucho antes. El mismo Killeen había votado a favor. No podían desperdiciar la energía, tanto física como psíquica, que un hombre y una mujer gastaban el uno con el otro. Aquella fue la más firme muestra de su desesperación. El sexo era un gran vínculo. Pero la atención y la energía dedicadas exclusivamente a una sola finalidad eran recompensadas con la supervivencia. La Familia había aprendido la lección después de muchos sufrimientos.
En la magia trascendental entre hombre y mujer se escondía mucho más que la libido controlada por chips. Sentía esto cada vez que hablaba con Jocelyn. Unos antiguos ecos resonaban dentro de él, avivando las tensiones.
Pero con Jocelyn, jamás había sido como con Verónica. Y ahora sabía que nunca lo podría ser. No volvería a experimentar aquel sentimiento nunca más.
Pero no obstante, podían compartir los placeres del aseo. Se estaban desplazando continuamente, cada pieza del equipo tenía una importancia vital para los que se debatían al borde de la supervivencia, y el cabello se había convertido en la única muestra que les quedaba de su propio orgullo. Se peinaban, ondulaban y teñían ellos mismos, como para enfrentarse a las crudas penalidades de su entorno. El poder descubrir la belleza que se ocultaba en una enredada y maloliente mata de pelo les proporcionaba un pequeño consuelo.
La levadura dulce había terminado su cometido. Cermo había dejado caer una pizca de catalizador en las tinas en cuanto la Familia hubo entrado. Mucho tiempo atrás, los mecs habían transformado sus proteínas orgánicas, haciendo que las hélices moleculares giraran en sentido inverso al de los alimentos que los humanos podían digerir. El precioso catalizador de Cermo, un legado de la Ciudadela cada vez más escaso, volvía a transformar la hélice molecular y la hacía apta para el consumo humano.
Cermo y Killeen hicieron saltar la válvula de una gran tinaja y suministraron tazones de espuma a la impaciente Familia. Para forzar la válvula, Killeen había usado el puntal de la pierna que había arrancado al Mantis. Parecía muy adecuado utilizar aquel trofeo como una herramienta de saqueo.
Cuando Killeen advirtió que aquella savia azucarada le causaba efecto, proporcionándole un rescoldo de interés, se puso en pie y empezó a andar a través del Comedero. Aquellos largos y oscuros pasillos apestaban a grano fermentado, a sopa grasienta y a olores indescriptibles de alimentos demasiado maduros.
Podían haber transcurrido mil años desde que un Especialista o un Ojeador hubieran pasado por allí, en busca de comida. Pero el Comedero seguía murmurando y cocinando. Las instalaciones de reparaciones continuaban abiertas, con los brazos articulados dispuestos en espera del abrazo de un mec. Unas auras eléctricas zumbaban, tratando de seducir a las máquinas vagabundas con indescifrables crujidos que eran promesas de renovadas energías. Los mecs desgastados o averiados que se acercaban a un Comedero sabían sólo muy vagamente lo que necesitaban, apenas eran conscientes de que necesitaban alguna cosa. El Comedero los seducía con la promesa de una lubricación sensual, de nuevos componentes que se les podía añadir, de una riqueza de elementos mecs que los humanos podían aprovechar sólo a muy pequeña escala.
Killeen descubrió una gran caverna, donde unos enormes líquenes verdiazules colgaban formando unos filamentos que revoloteaban por efecto de la brisa, dejando en el aire un olor de almendras. Sabía que eran el manjar predilecto de los Batidores. Pero bastaba que un hombre hecho y derecho los lamiera para que resultara muerto.
En un pasillo lateral había montañas de bolas de pasta grasienta. Algunos decían que los mecs se comían aquellas pepitas viscosas, pero otros opinaban que eran un lubricante. Killeen destrozó las cajas al abrirlas y miró cómo se esparcían por el suelo. Al hacerlo, soltaba maldiciones en voz baja: si los humanos pasaban hambre, también pasarían hambre los mecs.
Otra de las cavernas contenía grandes trozos negros de algo con aspecto de musgo. Los Rastreadores los utilizaban para reemplazar las múltiples junturas orgánicas. El padre de Killeen le había enseñado todas aquellas cosas y por eso conocía sus funciones. Pero ahora la Familia sólo se podía aprovechar de lo que se pudiera llevar con ella.
—¿Papá?
Killeen se sorprendió.
—No digas nada —musitó en voz baja y con rapidez—. Guíate por mi chispa.
—¿Por qué? —La voz de Toby le llegó tranquila y suave por vía eléctrica.
—¡Cállate!
Toby llegó revoloteando por los intervalos de sombra que había entre los depósitos de vapores humeantes. El muchacho se desplazaba automáticamente para sacar partido de la engañosa oscuridad y de la luz, como había aprendido a lo largo de sus doce años.
Toby llegó junto a su padre y le miró aprovechando la penumbra ambarina. En su rostro no había señal de temor y sus ojos oscuros se abrían a un mundo sin fin de nuevas aventuras.
—¿Por qué hemos de permanecer tan callados?
—Si hay algunos mecs de defensa, estarán escondidos al final del pasillo.
—¡Tonterías! ¿De verdad crees eso?
En realidad, Killeen no lo creía, pero cualquier situación que pudiera enseñar al chico a ser precavido, era útil.
—Lo que digo es que podría haber alguno.
—No he visto ninguno —observó Toby entre jadeos. Todos los miembros de la Familia se cogían y acariciaban mutuamente en la oscuridad, hablando con las manos, confiando en el toque de la piel humana más que en cualquier otra identificación.
—Llevan cortadores. Te cortan el espinazo en la oscuridad. —Abofeteó ligeramente a Toby, sonriendo.
—Yo les cortaría a ellos.
—No podrías.
—Sí podría.
—¿Con qué?
—Con esto.
Toby le mostró un cortocircuitador en forma de horquilla. Tenía unas largas púas que podían introducirse en cualquier toma de entrada de los mecs. Algunos opinaban que los extremos sensibles eran algo técnico y vivo, orgánico.
—¿De dónde has sacado esto?
Toby sonrió con picardía. Sus inteligentes ojos brillaban alegremente al observar la perplejidad de su padre.
—Estaba en un montón de chatarra.
—¿Dónde? —Killeen intentaba no traslucir su preocupación.
—Vamos.
Toby tenía necesidad de compañeros de juegos. Durante los años que siguieron a la Calamidad, la Familia se había visto obligada a seguir una vida nómada, que no les permitía quedarse más que unos pocos días en un mismo lugar. Si se establecían por más tiempo o había la menor alarma, podrían atraer a los Lanceros o a algo peor.
Y de esta manera, los muchachos y muchachas de la Familia no habían conocido nunca la permanencia, jamás se detenían en un lugar el tiempo suficiente como para construir un fuerte para jugar o aprender las complejidades de los juegos inventados y compartidos. Al ver cómo Toby se alejaba por aquella semioscuridad, Killeen se preguntaba si su hijo en realidad necesitaba algún tipo de juegos. Para él, la larga huida desde la Calamidad era como un inacabable juego de persecución. La vida misma era un deporte.
Toby había visto morir a muchos, pero con la característica indiferencia ante la muerte que define a los jóvenes, podía despreocuparse de ello. La infortunada historia de la Familia era solamente un telón de fondo del cual se hablaba, pero que tenía poca importancia. Y Toby era demasiado joven para poder comprender a los Aspectos, aunque sabía que, en cierto modo, los muertos seguían viviendo entre ellos. Al parecer, con aquello ya tenía suficiente.
Más adelante, Toby desapareció por un lóbrego pasillo. Killeen tuvo que inclinarse para poder seguirle y la nariz se le llenó del inconfundible olor de la grasa enmohecida.
—Allí —susurró Toby.
Killeen notó que le recorría un escalofrío cuando vio que estaba escarbando en un montón de chatarra. Carbones, ejes, ruedas de cadena, enchufes, casquillos y depósitos. Eran componentes que reconocía, aunque no comprendía su funcionamiento.
Todo aquello había pertenecido a un mec Merodeador. Todo era de los últimos modelos.
Todo estaba desgastado por el uso pero todavía se apreciaba el brillo plateado en los lugares que habían quedado protegidos de la suciedad exterior.
—Buen género —comentó Killeen sin darle demasiada importancia.
—¿Verdad que sí?
—Ummm —asintió, y pensó: ¿De dónde deben de proceder estos elementos?
—Así pues, ¿puedo utilizarlo? Killeen sopesó un bloque de refuerzo. Era lo bastante grande como para encajar en un Ojeador.
—¿Para qué lo quieres?
—¡Para matar peones!
Killeen miró a su alrededor, estudiando los rincones, que eran mares de sombras. Si un Ojeador estaba allí, tenía que haber oído a la Familia cuando entraron por la compuerta, y ahora se estaba tomando su tiempo para actuar…
—¿Bien?
Todo aquello eran especulaciones; y un sentimiento de inquietud. Nada más.
Killeen miró a su hijo y vio en él el testamento de todo lo que él podía aspirar a transmitir, el tenue hilo que le conectaría con la posteridad. Pero si a Toby se le arrebataba la niñez, no podría llegar a ser un humano completo.
Necesitaba una sensación de seguridad, de certidumbre. Y si Toby se volvía miedoso, dormiría mal. Y mañana no sería tan vivaracho.
—Vámonos, regresemos para aprovechar los depósitos de comida. Comeremos algo más.
—Auuuu.
—Luego tal vez salgamos a cargarnos algunos peones.
Toby se puso radiante de satisfacción. Era el último chiquillo de la Familia. Los mecs, los accidentes y las devastadoras enfermedades se habían llevado a todos los demás. ¡Tonterías!
Killeen procuró que el muchacho jugara con él al escondite durante el camino de regreso, manteniéndole por delante de él. Esto le permitió vigilar la retaguardia, sin que se notara que lo estaba haciendo, con los oídos muy atentos. No descubrió nada raro. Las cavernas sonaban a hueco profundo, estaban a la espera.
Cuando llegaron junto a las tinajas, Toby estaba sin aliento. Killeen le llevó una ración de aquel material espeso y espumado que olía a cuero y a especias. Luego comunicó a Ledroff el descubrimiento de las piezas mecánicas.
—¿Y qué? He inspeccionado todo este lugar —dijo Ledroff—. Y también hice que Jake el Sanador lo registrara conmigo.
—Aquellas piezas no eran antiguas. Eran de un último modelo.
—Entonces es que algún mec las había dejado allí.
—Y tal vez regrese.
—O quizá no. —Ledroff miró de reojo a Killeen. La exuberante barba negra le crecía hasta los ojos y ocultaba su expresión, pero el tono cortante de la voz no ofrecía duda.
—Tú decías que nos quedáramos a dormir allí, en el valle. ¿Te acuerdas? —comentó Killeen como quien no quiere la cosa.
—¿Y qué?
—Tal vez tenías razón.
Ledroff se encogió de hombros, en un gesto muy estudiado.
—Ahora es diferente.
Algo debía de haber cambiado desde que llegaron allí, algo que daba más confianza a Ledroff. Killeen movió la cabeza de un lado a otro.
—Es condenadamente raro. ¿Por qué hay componentes abandonados en un montón? Por lo general los peones los recogen.
Ledroff sonrió, mostrando su poderosa dentadura amarillenta. Miró a su alrededor, hacia los pocos miembros de la Familia que podían oírle y alzó la voz:
—¿Por qué estás tan asustado?
—Por aquel Mantis de hoy.
—¿Qué pasa con él? —inquirió Ledroff en voz alta.
—Fanny comentó en cierta ocasión que los Mantis nunca trabajaban solos. Siempre se encontraban otros en sus cercanías.
—¿Qué otros? —Las cejas de Ledroff, que se movían sin cesar, ahora bajaron y dejaron sus ojos en la sombra.
—Había una manada de peones, allí en el valle.
—¿Cerca de dónde estaba el Mantis? —Los labios de Ledroff se entretenían en las palabras, dándoles la vuelta para estudiarlas bien.
—Sí. Por lo menos eran diez…
—Estos no nos pueden perjudicar —observó Ledroff con burla—. Te estás volviendo tonto. Killeen sonrió severamente.
—¿Alguna vez has visto un mec Merodeador que viaje con peones?
—Me cabrean los mecs y no los peones —rio a grandes voces Ledroff. El tono declamatorio, con algo de burla, confirmó las sospechas de Killeen. Ledroff estaba actuando para la audiencia. Pero ¿por qué?
—Un mec que tiene peones puede ir con otros mecs. Ojeadores o Lanceros.
—Pues en este caso, haz tú la guardia de noche —replicó Ledroff con suavidad—. Utiliza tus cabreos para hacer un buen trabajo.
Despegó un trozo de pasta orgánica que llevaba en el cinturón y se lo ofreció a Killeen. Los miembros de la Familia que estaban cerca asintieron, como si se hubiera llegado a alguna decisión, y volvieron a concentrarse en la digestión de su copiosa comida. Killeen no captó del todo qué pretendía Ledroff con aquella actuación pero decidió prescindir de ello. La muerte de Fanny les había sacado de quicio a todos.
Killeen cogió la comida y dio cuenta de ella, lo que significaba un antiguo signo de amistad. Ledroff sonrió y se fue. Toby se acercó para recoger más dulce y se echó junto a su padre, haciendo una seña en dirección a Ledroff.
—¿Qué quería?
—Preparábamos el funeral —contestó Killeen. No había motivo para inquietar al muchacho con sus recelos.
—¿Cuándo será?
—Dentro de un rato.
—¿Tengo tiempo todavía de comer un poco más de esta cosa tan pegajosa?
—Claro que sí.
Toby dudó un momento.
—Esto está muy bueno, pero ¿cuándo volveremos a encontrar una Casa?
—Mañana empezaremos a buscarla.
Toby pareció conformarse con aquella respuesta rutinaria y se alejó. Killeen encontró cierto material rancio pero nutritivo que sabía a limaduras de metal mezcladas con cartón.
El sensor de la uña del pulgar le aseguró que no estaba envenenado; los Merodeadores solían hacerlo muchas veces.
Mordió el material gomoso mientras pensaba. No podía acordarse de cuántos meses hacía que la Familia no se había quedado en una Casa. Un año, quizás, aunque no tenía muy claro cuánto duraba un año. Sólo sabía que tenía más meses de los que podía contar con los dedos. Para una información más precisa, tendría que invocar a alguno de los Aspectos, y no le gustaba hacerlo.
Sin habérselo pedido, aprovechándose de la distracción de Killeen, el Aspecto de Arthur le habló. La débil pero modulada voz parecía salir de un punto situado exactamente detrás de su oreja derecha. En realidad, el chip que contenía a Arthur y a muchos otros Aspectos estaba situado en la parte alta del cuello de Killeen.
Nuestra última estancia en una Casa fue hace 1,27 años. Años de Nieveclara, desde luego.
El Aspecto estaba irritado porque no le habían llamado durante mucho tiempo. Esto se notaba en la precisa y remilgada exactitud de su voz.
La Familia ya no utiliza la semana o el mes; de no ser así, yo utilizaría estos términos. Estas medidas de tiempo tan cortas son artificios de los pueblos sedentarios, que se ajustan a las prioridades de la agricultura. En mis días…
—No empieces con eso —saltó Killeen.
Solamente intentaba señalar que incluso el año ha dejado de tener un significado, ya que los mecs han eliminado las estaciones.
—No quiero oír hablar de «aquellos viejos días».
Recluyó al Aspecto en los rincones de su mente. Chillaba mientras le comprimía allí.
Killeen llamaba cada vez menos a sus Aspectos. Tenía el Aspecto de Arthur sólo desde la Calamidad, y le había consultado muy pocas veces. Los Aspectos habían vivido en el tiempo en que las Familias moraban en las Ciudadelas o en las todavía mayores y más antiguas Arcologías.
No tenían ni idea de lo que significaba tener que estar huyendo sin cesar. Y aunque no fuera así, a Killeen le molestaba que siempre estuvieran hablando de lo grandes que habían sido sus tiempos. Killeen siempre acallaba la charla técnica de Arthur. Aunque lo expresaban en formas muy distintas, los Aspectos siempre acababan reprochando a la Familia que hubiera caído tan bajo.
Killeen no quería oír nada sobre esto ni sobre el ataque del Mantis.
La larga huida le había permitido mantener su pena aparte. Pero sentía que seguía oprimiéndole y que necesitaba librarse de ella.
Ledroff estaba pululando por entre los agazapados miembros de la Familia, disponiendo la guardia nocturna. Pronto iba a dar inicio el Testimonio. Discutirían la muerte de Fanny, cantarían y después elegirían a un nuevo Capitán.
Killeen se levantó, tenía las piernas rígidas debido a la larga carrera, y la espalda tensa y dolorida. Pero estaría obligado a bailar en honor de Fanny y a cantar los ásperos gritos de adiós.
—Esto nos irá al pelo —se dijo a sí mismo. No había caído antes en ello, pero su olfato captaba unos fuertes efluvios de alcohol procedentes de una tinaja cercana.
Los Comederos lo producían como un subproducto de sus inacabables ciclos químicos. Una antigua leyenda sostenía que los mecs también se ponían alegres con el alcohol, a pesar de que no había la menor evidencia de ello. Y puesto a pensar en la historia, Killeen decidió que tampoco había la menor prueba de que los mecs pudieran llegar a achisparse ni sentir euforia.
No le gustaba el alcohol ni los sensibilizadores de que disponían en una Casa. A nadie le gustaban. Pero el alcohol le mantendría en forma durante las exequias. Lo necesitaba. Sí. Sí. Se fue en la dirección que le indicaba su olfato.