¡Buenos días!
Le he dicho a Niels Petter que estás camino de Bergen. Ya está hecho, y siento un gran alivio. Ahora me voy a dar un largo paseo y estaré fuera el resto del día. Tengo mucho en que pensar. ¡Nos veremos! ¡Si no antes, al menos mañana!
Te enviaré un correo en cuanto me conecte desde el hotel en algún momento de la tarde o de la noche, y ya quedaremos entonces. Que pases un buen día. ¡Y feliz paseo! Bajaré a desayunar temprano antes de meterme otra vez en el coche. Anoche tenía todo el comedor para mí solo. Era un poco triste, así que pedí una garrafa grande de vino; puede parecer mucho, pero también tenía que beber tus copas. Me imaginaba que estabas sentada al otro lado de la mesa, y alternaba entre verte como eres hoy y como eras hace muchos años. ¡No hay mucha diferencia!
* * *
Hola de nuevo. Por fin estoy en Bergen tras un largo viaje en coche; me encuentro en la habitación del hotel mirando el lago Lille Lungegardsvann y Ulriken. Las luces de fuera son cada vez más nítidas, es de noche, y por primera vez este verano tengo sensación de cambio de estación.
Presencié un terrible accidente de tráfico justo al sur del fiordo de Sogn que me dejó temblando. Ahora voy a vaciar el minibar y a echar una ojeada al periódico antes de acostarme. ¿Te parece bien que preguntes por mí en la recepción sobre las nueve? Y luego si quieres podríamos ir en mi coche hasta Rutledal y allí coger el trasbordador hasta Solund.
Me hace mucha ilusión saber que voy a volver a verte, y que podré abrazarte.
* * *
Ya he desayunado y he estado un rato dando vueltas por la recepción. Son las nueve y cuarto. Aunque no has respondido a mis últimos correos, supongo que los has leído y que estás de camino. Si no, me llamarás, ¿no? Estoy en la habitación, constantemente online.
* * *
Son las doce y aún no has dado señales de vida. He intentado llamarte al móvil, pero lleva toda la mañana apagado. De todos modos esperaré unas horas antes de llamarte. Steinn.
Steinn:
Has metido en el ordenador el lápiz de memoria que Solrun llevaba colgado del cuello cuando ocurrió. Sólo he leído lo necesario para comprender que se trata de una larga correspondencia entre vosotros. Estas huellas electrónicas te pertenecen sólo a ti. No creo que haya copias en ninguna parte, porque ella iba borrando todo de su ordenador. He incluido en este mismo lápiz mi último saludo para ti, también he grabado los últimos correos que le enviaste en el transcurso de estas terribles veinticuatro horas.
No sé si debo referirme a nuestro último encuentro como agradable, creo que mejor no. Tampoco quiero resumir diciendo que fue un funeral digno. Opté por mantenerte en el anonimato, y aunque intercambiamos unas palabras cuando el cortejo fúnebre pasó por Lille Lungegárdsvann no quería que Ingrid y Jonas supieran quién eras, ni tampoco nadie más. Esperaba que tuvieras el suficiente sentido común –o mejor dicho, respeto– como para al menos no acudir al acto conmemorativo posterior. Un funeral es en cierto modo un acto público, pero el acto conmemorativo es privado, familiar, algo que pertenece a lo que yo llamaría el círculo íntimo. Pero dijiste que acompañarías a Solrun hasta que se hubiese dicho la última palabra. Y no tuve más remedio que permitírtelo y presentarte como un viejo compañero de carrera de Solrun. Llámalo doble moral burguesa o lo que quieras, pero uno no está entrenado para situaciones como ésa. Uno no ensaya para convertirse en viudo.
Aun arriesgándome a parecer mezquino añadiré: hacia el final del acto conmemorativo te pusiste a bromear con Ingrid. Estabas en tu salsa, te sentías muy inspirado. No sólo te colaste en el acto sin ser invitado, también querías acaparar la atención, querías público. Lo conseguiste. Me dolió la risa de Ingrid.
Reconozco que Solrun y tú tocaríais algunas cuerdas que ella y yo no compartíamos. Claro que he oído hablar de ti. O de vosotros dos, habría que decir. La pareja estrella de principios de los setenta. Cuando escribo «oído hablar» pretendo que sea irónico. Se habló bastante.
El que te envíe este lápiz y además añada unas palabras puedes considerarlo un acto obligado, me refiero a que es algo que creo que debo a la memoria de Solrun. Me siento como si estuviera administrando una herencia, porque los mensajes que os enviabais no me conciernen. No tengo la más mínima idea de lo que os escribíais. Pero sé que os escribíais, eso sí. Solrun nunca ocultaba nada.
Y he pensado: ¿Qué aspecto tendría hoy el mundo si no os hubierais vuelto a ver aquel día en la Ciudad del Libro? ¿Seguiría ella viva? Tengo el desagradable deber de plantear esta pregunta. Ella ya no puede hacerla. Además, resulta doloroso cargar con una pregunta tan enorme yo solo.
Cuando en compañía de tíos, primos y sobrinos fuimos andando desde la capilla de la Esperanza de Møllendal hasta el acto conmemorativo que tendría lugar en el Hotel Terminus, te prometí que un día me pondría en contacto contigo para contarte con más detalle lo que sucedió. También pensaba en este lápiz que te pertenecía. ¿No te diste cuenta de que me sentía violento ante mis hijos, por no decir ante toda la familia? ¿Quién eras tú?
El viudo soy yo, ese papel me lo reservo, y te pido que me entiendas cuando digo que a partir de ahora no quiero tener ningún contacto contigo.
La última vez que la vi viva fue aquel sábado. Me pareció especialmente deslumbrante esa mañana antes de despedirnos. Me había dicho que ibas a venir a Bergen. ¿Por eso estaba tan agitada? Intenté no ser mezquino y sugerí que te invitáramos a casa, algo que ella rechazó de plano. Ni hablar, dijo, al parecer era para ahorrarme el
disgusto. Creo yo, o al menos creí entonces. Pero hay algo más.
Un día de diciembre hace muchos años, tal vez diez o quince, le regalé a Solrun para el Adviento un bonito chal y una flor de Pascua. Lo recuerdo muy bien, porque la planta y el chal eran del mismo color carmesí. Primero compré la planta y luego vi en un escaparate de Sundt ese chal que era del mismo color que la planta.
Pero Solrun no se lo puso nunca. Se sintió incómoda con él ya en el momento de desenvolverlo. Le pregunté que qué pasaba y creo recordar que me dijo que se sentiría vieja con ese chal. Luego me explicó que le recordaba a algo misterioso que había vivido contigo en una ocasión. Lo menciono sólo porque ella volvió sobre ese tema cuando salíamos de la Ciudad de los Libros en el mes de julio, al pasar por el lago Jølstravatnet. Hice un breve comentario sobre el tiempo, había estado nublado todo el día, por fin empezaba a despejar, y ella se puso de repente a hablar sin parar de ese chal, de la planta y de algo que había sucedido más de treinta años antes, pero no reveló qué era esa cosa «misteriosa». Yo me limité a escucharla sin comentarios. Solrun ya había dicho otras veces cosas así. También de «Steinn». Sugerí que diéramos una vuelta por la casa de verano de Solund para quitarnos de encima algunos recuerdos, por no decir fantasmas, del pasado. Me cogió la mano y respondió que sí, que nos hacía falta.
Bueno, ya estás informado. Esto lo hago sólo por ella, y para que tengas todas las piezas del drama.
Debes entender que no pido ninguna respuesta, sólo cumplo con el deber de cualquier esposo. No hago sino poner orden tras ella.
La misma mañana en que desapareció, y por razones que desconozco, había vuelto a sacar aquel viejo chal. No lo vi hasta que regresamos del hospital y lo encontré sobre su escritorio, todavía pulcramente doblado en el mismo envoltorio en que se lo regalé hace diez o quince años. Pero ¿por qué? ¿Por qué había vuelto a sacarlo?
En el mismo paquete metí también ese lápiz de ordenador que ahora estás leyendo, pues me parecía que tanto el chal como el lápiz te pertenecían más a ti que a nosotros. Tengo el firme propósito de que nada tuyo permanezca en nuestra casa. No quiero que mi hijo Jonas hurgue en lo que Solrun y tú os escribisteis, y no tengo ningún deseo de que mi hija Ingrid herede ese chal. También yo he de intentar seguir viviendo. Después de un fallecimiento hay muchas cosas que arreglar, hay que anular cuentas, dar de baja suscripciones, en fin, liquidar. Tú también estabas en esa lista.
Yo había dicho que me daría una vuelta por la oficina esa mañana, y ella había dicho que iba a visitar a una amiga. Por una vez dejó claro que no volvería a comer, e insinuó que llegaría tarde. «Muy tarde», dijo.
No me contó de qué amiga se trataba, ni dónde vivía. Por tanto sigue siendo un misterio por qué emprendió viaje hacia el norte, hacia Sogn, esa mañana, jamás había mencionado ninguna amiga que viviera allí, pero, como ya he dicho, había subrayado que estaría fuera todo el día.
¿No habría pensado ir hasta Solund, donde hemos pasado bastantes vacaciones los últimos años? Aunque así hubiera sido ¿por qué no lo dijo? ¿Por qué no cogió el coche y por qué se puso a andar por esa carretera tan transitada?
Fue en la E39 justo al sur de Oppedal, es decir, en el desvío hacia Brekke y Rutledal, donde fue arrollada. El conductor del autobús ha confirmado que ella se subió en Bergen, y se fijó en que se bajó en Instefjord, que es una especie de tierra de nadie. Cuando ese mismo autobús volvía de Oppedal, ella seguía aún allí parada.
A veces Solrun era algo imprevisible. Pero esas cosas ya no tienen ninguna importancia. Supongo que no era a ti a quien estaba esperando. ¿Tú no viniste en tren?
Fue arrollada por un gran camión con remolque unos kilómetros al sur del fiordo de Sogn. Era un tramo limitado a la velocidad máxima, a 80, pero el tráiler bajaba la larga cuesta hacia Instfjord a casi el doble de velocidad, había poca visibilidad y al conductor, un hombre joven que intentaba llegar a tiempo para coger un trasbordador en Oppedal, le espera un juicio y, ojalá una larga estancia en la cárcel.
También él tuvo la desfachatez de acudir al funeral. Pero al menos tuvo la decencia suficiente como para no ir al acto conmemorativo. Si lo hubiera hecho, lo habría echado, claro. Habría llamado a la policía.
Aquel sábado cuando me llamaron del Hospital Haukeland estaba trabajando en mi oficina. Me comunicaron lo sucedido y dijeron que Solrun había sido recogida en un helicóptero ambulancia y que su estado era crítico. Salí disparado y llamé a Ingrid y a Jonas desde el taxi. Dispongo de unos minutos a solas con ella antes de que lleguen nuestros hijos. Está muy mal, pero de repente abre los ojos y con una mirada totalmente despejada dice: ¿Y si me equivoqué? ¡Tal vez Steinn tenía razón!
No sólo los niños y los borrachos dicen la verdad. También de los moribundos pueden salir palabras muy meditadas.
Tal vez tú tenías razón, Steinn. Qué bien suena, ¿verdad?
Por un sentimiento de deber hacia Solrun te transmito su último saludo. ¿O debería mejor decir «frase teatral»? No tengo ni idea de lo que hablaba, pero tú quizá sí. Ahora bien, reconozco que hay algo que me inquieta, es decir, tengo una sospecha.
Resumiendo, no puedo sino pensar que ese reencuentro que tuvisteis en el viejo hotel fue realmente fatal. Ella no volvió a ser la misma.
Sé, y quizá tú también lo sepas, que Solrun era una persona profundamente religiosa. Toda su existencia estuvo fuertemente marcada por su fe en una vida después de ésta. No sé si debo pensar que tú eres más bien racionalista. Al menos eres, en calidad de investigador del clima, un científico. Me atrevo a pensar que Solrun y tú erais muy distintos en cuanto a vuestra visión de la vida.
No obstante, me he preguntado si lo mejor no habría sido dejar a Solrun tener sus ideas en paz. Ella era una luz, una llamarada, y había en su naturaleza algo clarividente.
¡Tal vez Steinn tenía razón!
Me miró con pánico. Vi en su mirada un inmenso dolor, una fuerte rebelión y una desesperación insoportable. Entonces desapareció de nuevo, antes de volver por última vez. Entonces sólo me miró, vacía y desamparada. No quedaba nada más por decir. Tal vez le quedaran aún fuerzas para despedirse, pero no lo hizo.
Había perdido la fe, Steinn. Se había quedado hueca. Estaba desierta y vacía.
¿Qué quiso decir con que eras tú el que tenía razón? ¿Es eso algo tan importante? ¿Tener razón? ¿Por no decir tener la capacidad o la voluntad de sembrar una duda atormentadora en la fe de otras personas? No, no, ya he dicho que no quiero ninguna respuesta tuya, se han acabado ya las conmemoraciones.
No sé por qué, pero se me ha ocurrido pensar que entraste en la vida de Solrun y mía como uno de esos malhumorados personajes de los dramas de Ibsen que resurgen del pasado. Como un hombre del mar[2], por así decirlo. ¿O apareciste más bien como un Gregers Werle? En ese caso, asumo gustosamente el papel de Relling. Estoy sentado en la dorada habitación de Solrun, en la buhardilla, contemplando la ciudad.
Solrun dijo algo de que tal vez iría uno de estos días a Solund para despedirse del mar antes de que llegara el invierno. No era propio de ella planificar ese tipo de excursiones sola. ¿Acaso ibais a despediros del mar los dos? Vosotros dos, que os largasteis a la montaña tan repentinamente aquel día de julio.
No sé muy bien por qué pregunto, porque no quiero ninguna respuesta, y tampoco significa ya nada.
¡Viniste a Bergen, chico! Pero era demasiado tarde. Luego llamaste a casa por la tarde cuando todo había terminado. Acabábamos de volver del hospital. Fue Ingrid la que cogió el teléfono. Pero ella sólo dijo que no sabía quién eras y que no quería hablar contigo. Yo tampoco. El que se puso al final y te informó fue Jonas. Le dejé hacerlo.
¿Qué hiciste a continuación? ¿Te quedaste en Bergen hasta el funeral? ¿O te fuiste a ver el mar?
Las preguntas son retóricas.
A partir de ahora rechazaré todo contacto contigo, y espero que respetes esta decisión. Durante mucho tiempo mis hijos y yo tendremos de sobra con protegernos los unos a los otros.
La casa se ha quedado muy vacía sin ella. También a este lado de las montañas había alguien que la quería. Aunque he asumido el papel de Relling, no pensaré nunca en Solrun como en una persona vulgar.
Eso es todo,
Niels Petter