VII

Una tarde a finales del mes de mayo de 1976 me encuentro delante de la ventana de mi dormitorio de Kringsjá. La ventana está abierta, el día es templado e inhalo el aroma dulzón a primavera. No sé si lo que me llega es el olor al nuevo año o a la podredumbre agridulce del año anterior, pero no creo que sean los frescos brotes de los árboles lo que huelo, de modo que llego a la conclusión de que se trata de la tierra húmeda, pues de la tierra grasa del año anterior crecen nuevos y frescos brotes. Veo una alocada urraca en un matorral, y un gato que intenta asustarla para que levante el vuelo. La urraca me recuerda al pájaro aquel que tuve que enterrar en Solund, y de nuevo me vuelve esa sensación de ser naturaleza, aquella vez lo fui y ahora ocurre de nuevo, tengo uno de mis ataques. Primero se me llenan los ojos de lágrimas, y me entra un terrible dolor de cabeza. Luego me echo a llorar, creo que lo primero que hago es emitir un consternado gemido. Tú has captado lo que está a punto de suceder, porque te oigo entrar en la habitación, pasas por delante de El castillo de los Pirineos, y antes de que te dé tiempo a tocarme, me doy bruscamente la vuelta y te miro. ¡Un día ya no existiremos! Jadeo, más bien lo grito. Sigo llorando, pero te dejo que me consueles. Seguramente no paras de pensar, y tal vez llegues a la conclusión de que no sea suficiente proponer una pobre vuelta alrededor del lago Sognsvann. Creo que recuerdo cada palabra que dijiste, me abrazabas y después solías juguetear con mi pelo con la mano izquierda, mientras me ponías la otra sobre la espalda. Hay muchas maneras de abrazar a una mujer, y tú tenías la tuya propia.

Sécate ya las lágrimas, dijiste. Vamos a cruzar el glaciar de Jostedalen en esquís.

Media hora más tarde estábamos sentados en el coche con los esquís en la baca y sendas mochilas en el maletero. La última vez que habíamos hecho algo parecido había sido vivir como cavernícolas en el altiplano de Hardanger el verano anterior. El sol estaba alto en el cielo, y nos encontrábamos ante una nueva temporada de escapadas. A mí me encantaban. ¡No sabes cuánto!

Es verdad que yo sufría de bruscos cambios de humor. Ya antes de llegar a Sollihøgda, es decir, antes de llevar una hora de viaje, me sentía eufórica. Tú también. ¡Qué felices éramos, Steinn! Dije que nadie en el mundo se conocía mejor que tú y yo. Llevábamos conviviendo desde los diecinueve años, casi toda una vida, cinco años, y decíamos que ya empezábamos a hacernos viejos. Hoy resulta nostálgico pensar en ello, porque en realidad éramos muy jóvenes y podríamos haber tenido toda una vida por delante. De eso hace ahora treinta y un años.

Íbamos en el volkswagen rojo y bajando las cuestas de Sundvollen bromeábamos con que éramos –aparte de hombre y mujer– dos golondrinas que revoloteaban sobre las copas de los abetos mirando ese pequeño escarabajo rojo a vista de pájaro. ¿Lo recuerdas? Nos veíamos avanzando por el paisaje con los esquís en la baca sólo unos días antes de junio. Y sabíamos que la convivencia más lúcida del planeta se estaba desarrollando allí abajo en nuestro escarabajo rojo. Las ganancias del trabajo de dos veranos habían pagado ese coche.

Poco a poco nos hartamos de charlar, ¡pues habíamos hablado ya de todo! Desde que pasamos Bromma, nos callábamos de vez en cuando uno o dos minutos. Íbamos viendo todo el rato lo mismo, así que no hacía falta decir lo que veíamos. En una ocasión permanecimos hasta cuatro o cinco minutos sin decir nada ninguno de los dos. Entonces tú o yo nos echamos a reír y el otro se rió también. Y volvimos a hablar.

Llevábamos mucho tiempo conduciendo, pero aún teníamos por delante el valle de Hemsedal y el Oeste. En lo alto de Hemsedal, en un aparcamiento al lado derecho de la carretera, vimos un enorme camión con matrícula extranjera. Hablaríamos muchas veces de ese camión durante las siguientes semanas. Unos kilómetros más adelante nos fijamos en una mujer que iba andando por el borde de la carretera en dirección a la montaña, es decir, en nuestra misma dirección. ¡Mira!, dijiste. Y luego: ¿La ves?

Era ya tarde, y nos pareció extraño que una mujer sola estuviera paseando a esa hora del día. La única razón por la que no nos paramos a ofrecerle subir al coche era que no iba por la carretera, sino por un sendero a unos metros de la calzada. Andaba muy decidida, como si supiera bien adónde se dirigía. Llevaba un traje gris, y sobre los hombros un chal de un color carmesí. Constituía una visión pintoresca, y la imagen de esa mujer con el chal carmesí en la noche azul de verano, andando rápidamente y con paso decidido, camino, por alguna razón, de la alta montaña, sigue en mi retina como el tráiler de una película. ¡Iba a cruzar la montaña, Steinn! Iba camino del Oeste. Redujiste la velocidad, y al pasarla, los dos la miramos. En los días siguientes estábamos totalmente de acuerdo sobre el aspecto de la mujer. Una mujer mayor, decíamos. Una mujer de mediana edad con un chal carmesí sobre los hombros. O una mujer en la cincuentena.

¿Estás despierto, Steinn? ¿Te has levantado temprano tú también? Durante esta hora, mientras estoy sentada en la habitación amarilla escribiéndote, has de estar cerca de mí. Hace una generación tú y yo nos prometimos solemnemente no volver a mencionar nunca más lo que ocurrió allí arriba en la montaña. Pero ya nos hemos librado de ese pacto.

Estoy aquí. Es muy temprano, pero ya estoy en la cocina tomando un café doble. Ahora mismo voy a leer lo que me has escrito. Lo haré durante todo el día de hoy. Estaré constantemente online. Dentro de unos momentos me llevaré el portátil al despacho de la facultad. Creo que es la primera vez que salgo tan temprano de casa por la mañana, está empezando a amanecer. Berit está durmiendo y le dejo una nota diciendo que me he despertado muy temprano y no he podido volver a dormirme. Tengo mucho trabajo, pongo en la nota.

Cuéntame, estoy esperando. Tú lo recuerdas todo mejor que yo.

Arriba, en Hemsedal, te enfadaste porque tal vez no habría cama aquella noche. De repente te entraron deseos de tenerme, fue justo después de pasar por delante de la mujer del chal. Al principio no fue más que un comentario jocoso, un parloteo sin consecuencias, lo llamaría yo, pero te estabas poniendo cada vez más pesado y yo me eché a reír de nuevo, y entonces viste un desvío y te internaste unos metros en un camino forestal junto al río. Era un día seco y pensé que me llevarías hasta el brezo entre los árboles. Pero hacía frío, y estabas pensando en unos juegos muy distintos. Pobre Steinn. Por alguna razón te habías imaginado no sé qué tipo de malabarismos dentro del escarabajo rojo; eran unas imágenes de las que no eras capaz de librarte. No soy más que un ser humano, dijiste. Te miré de reojo, los ojos te daban vueltas, y confesaste: No soy más que un hombre.

Media hora más tarde estábamos de nuevo en la carretera principal y aceleraste. Reconfortados por la pasión satisfecha tenemos la sensación de volar por el aire como un proyectil. ¡A la montaña, a la montaña! Nos habíamos fijado en que nos encontrábamos en la Carretera Nacional 52, lo que nos hizo gracia, ya que los dos habíamos nacido ese año. Una carretera de buena cosecha, dijiste. O tal vez lo dijera yo.

Eras tú el que siempre iba sentado tras el volante. Yo ni siquiera tenía carné de conducir por aquel entonces. Tal vez fuera medianoche, en esa época del año no oscurece del todo. Había sido un día caluroso, pero ahora está más fresco y algo nublado, pues estamos en alta montaña. Si hubiera sido una oscura noche de otoño, los contornos habrían sido más nítidos, y habríamos visto con más claridad a la luz de los faros del coche. Pero esa noche todo era azul suave. La única excepción era un brillante resplandor en el horizonte lejano. Creo que lo comenté, al menos hablamos de ello en los días siguientes.

Justo en la línea divisoria hidrográfica y la frontera provincial por el lago Eldrevatnet, avistamos de repente algo rojo y aleteante a la luz crepuscular, de repente sentimos un golpe en el coche y que se tensaban los cinturones de seguridad. Reduces la velocidad, al menos la velocidad se reduce, pero al cabo de unos segundos vuelves a acelerar. Luego pasan cuatro o cinco minutos antes de que ninguno de los dos digamos nada. Y tal vez fuera eso el mayor enigma, porque ¿qué pensaste tú y qué pensé yo, Steinn? Tal vez no pensáramos nada en absoluto. Tal vez estuviéramos en estado de shock.

Tras pasar el largo lago nos cruzamos con una furgoneta blanca que iba en dirección al Este. Entonces dices nervioso: Creo que hemos atropellado a una persona.

Es como si pensáramos con un único cerebro, porque es el mismo pensamiento que tengo yo en ese instante, te vuelves hacia mí vehementemente, y yo asiento con la cabeza repetidas veces.

Lo sé, digo. Atropellamos a la mujer del chal carmesí.

Hemos pasado ya el refugio de Breistølen y llegamos a la primera curva cerrada bajando hacia el Oeste, y allí, en medio de la curva, frenas en seco y das la vuelta. No dices nada, pero puedo leer en tus hombros y en tu mirada tensa lo que estás pensando. Tal vez la mujer necesite ayuda. Tal vez esté gravemente herida. Tal vez hayamos matado a alguien…

Unos minutos después estamos de vuelta donde chocamos con algo en el crepúsculo. Te paras y los dos salimos disparados del coche. Hace frío, y sopla una leve brisa. No vemos a nadie. Descubres que el faro delantero derecho está roto y recoges unos trozos de vidrio de la carretera y de la cuneta. Miramos a nuestro alrededor, y de repente señalas un chal carmesí tirado sobre el brezo en la cuesta que baja hacia el lago, a sólo un par de metros del coche y de la carretera. El chal parece intacto y seco, como si hubiera sido quitado de los hombros de la mujer hace unos instantes; aletea ligeramente al viento, como si estuviera vivo, y ninguno de los dos nos atrevemos a tocarlo. Miramos a nuestro alrededor, y aunque es una noche de verano no vislumbramos ningún contorno de figura humana por ninguna parte. No tenemos nada más que un chal carmesí en que apoyarnos. Encuentras más trozos de cristal del faro delantero. Nos metemos en el coche y nos vamos rápidamente.

De nuevo estamos en estado de shock. Tú tiemblas sobre el acelerador y en el volante, y creo que no decimos nada, pero nuestras almas están tan entrelazadas que de todos modos tenemos cierto acceso a los pensamientos y sentimientos del otro.

En las siguientes horas y días volveríamos a analizarlo todo, pero ya sentados en el escarabajo rojo teníamos muy claro que habíamos atropellado a esa misteriosa mujer a la que habíamos visto andando justo antes de permitirnos esa pequeña escapada junto al río, con lo que le habíamos dado una ventaja fatal.

El único rastro que quedaba de ella era el chal carmesí, así que los dos pensamos que la herida o la accidentada tendría que haber sido recogida por la furgoneta blanca, pues nos parecía la única explicación posible de su desaparición. Aquello ocurrió muchos años antes de que existiera el teléfono móvil, y nos imaginamos que el conductor de la furgoneta blanca se paró en la primera granja de Hemsedal con el fin de pedir ayuda y, claro está, para llamar a la policía y la ambulancia, u optó por correr todo lo que podía con el fin de llevar a la víctima de nuestra arrogancia al ambulatorio de Gol. O tal vez ya no había razón alguna para acelerar, pensamos también. Reflexivo y considerado, el conductor de la furgoneta tal vez se dirigiera a la comisaría rural de Hemsedal con el fin de entregar una mujer accidentada que había encontrado en la Carretera Nacional 52. También diría algo de un volkswagen rojo en dirección contraria.

Bajamos hacia el Oeste, y al pasar otra vez por el refugio de Breistølen y llegar a las curvas cerradas donde habíamos dado la vuelta, frenaste en seco justo donde el precipicio y me ordenaste que saliera del coche. ¡Fuera!, gritaste. ¡Fuera!

Estabas furioso, yo creía que estabas enfadado conmigo, al menos no me atreví a decir nada y salí del coche. Steinn, Steinn, gemía. ¿Qué pretendías? ¿Dejarme allí abandonada? Estaba tan asustada que pensé: ¿Me va a matar? ¿Para eliminar al único testigo? Si ha matado una vez… Aceleraste y te dirigiste hacia el precipicio. ¿Te saldrías de la carretera suicidándote? Volví a gritar. ¡Steinn! Steinn! Golpeaste el coche contra un bloque de piedra al borde del precipicio. Saliste enérgicamente y constataste que también el faro delantero izquierdo estaba roto, y el parachoques se había doblado.

Pregunté: ¿Por qué has hecho eso?

Ni siquiera me miraste, te limitaste a contestar: Aquí tuvimos un pequeño percance con el coche.

Fuiste a por los trozos de cristal que nos habíamos llevado y los esparciste delante del bloque de piedra junto a los trozos recientes. Fue como si colocaras las últimas piezas de un puzzle.

Era de noche y hacía frío. Pensé que el coche tal vez no arrancara, pero por suerte se podía conducir, aunque se había abollado un poco. Estábamos cansados e íbamos algo distraídos, y tuvimos la mala suerte de chocar contra la gran piedra que seguramente habían colocado en esa curva para proteger a los coches de una caída libre de varias decenas de metros.

Bajamos hasta Borgund, y nos estremecimos al ver erguirse de repente la iglesia medieval de madera como un decorado macabro en la nebulosa luz. Estaba además rodeada de viejas lápidas; y delante de una de ellas ardía una vela rosa en la oscura noche de verano.

Seguimos camino bordeando el río Lærdal mientras se hacía de día, y, curiosamente, nos asustábamos más conforme avanzaba la mañana y había más luz. En Lærdal ya es casi de día, pero estamos de acuerdo en que es a la vez demasiado tarde y demasiado pronto para alquilar una habitación en algún lugar; además, sería sospechoso y no nos apetece enseñar el dichoso coche a nadie, de modo que conducimos los últimos diez kilómetros hasta el embarcadero del trasbordador en Revsnes. Quedan aún unas horas para la primera salida. Aparcamos, no hay más coches en el muelle, echamos los asientos hacia atrás e intentamos dormir un poco. Pero en el fondo estamos resignados. Pensamos que la policía nos encontrará antes de que podamos cruzar el fiordo. No existen más salidas que por el trasbordador a través del fiordo. Aunque la mujer esté muerta y no pueda dar explicaciones, el conductor de la furgoneta blanca vio un volkswagen rojo con esquís en la baca unos minutos antes de encontrar a una mujer muerta o herida en la cuneta. Estaba clarísimo que la policía podía llegar en cualquier momento.

¿Por qué caminaba aquella mujer por la montaña en medio de la noche? No había nada allí arriba, ni una choza de pescador o cazador. Tampoco iba adecuadamente vestida, nada parecido a una vestimenta deportiva.

¿Quién era esa persona? ¿Podíamos dar por seguro que estaba allí sola? ¿O estaba con alguien? También nos habíamos fijado en aquel enorme camión aparcado en lo alto de Hemsedal. Quizá se estaba tramando algo.

Estamos demasiado alterados para poder dormirnos. Pero nos asusta la luz. Nos quedamos tumbados con los ojos cerrados hablándonos en susurros, como cuando los niños duermen juntos. Me parece justificado recordarte que sólo nos hemos movido un par de grados en un pequeño planeta que se mueve en una órbita alrededor del sol, y tú te apresuras a añadir que el sol no es más que una de cien mil millones de estrellas en la Vía Láctea. Y ya estábamos en marcha. Lo que acabábamos de experimentar no era más que un cabrilleo en un gran océano. Tendríamos que ampliar nuestra perspectiva. Tendríamos que salimos del enfoque. Pero esta vez no se me llenan los ojos de lágrimas y no exclamo que un día ya no estaré aquí. Ya no vale, ya no está el ambiente para el dolor, el sentimiento de culpa lo ha sustituido, porque es probable que hayamos causado la muerte a otra persona. El pensamiento resultaba tan terrible que no me atrevía a comentarlo. Pero no podía dejar de pensar en ello. ¡Haber robado a alguien la vida! Yo que no soportaba la idea de que yo misma desaparecería un día de la superficie de esta tierra y con ello de todo este inmenso universo, de todo. De ti, Steinn, sí, de ti también.

Creo que desde el momento en que llegamos al embarcadero aquella frágil mañana no hablamos casi nada de «esa mujer a la que atropellamos», tampoco hicimos ningún comentario directo sobre lo que había sucedido. Sólo decíamos aquello cuando nos veíamos obligados a tocar el tema, o lo que sucedió. Tú conducías muy deprisa arriba en el altiplano, luego bajamos una suave pendiente, aceleraste todo lo que pudiste el pequeño volkswagen, y tal vez atropellamos y matamos a una mujer en la montaña de Hemsedal. Luego fuimos incapaces de hablar de ello. Ya de vuelta en Oslo esa parte de la historia se convirtió en algo encapsulado y tabú. ¿Cómo íbamos a poder seguir viviendo juntos? Vivir juntos conlleva, entre otras cosas, dialogar, pensar en alto juntos, bromear y reírse, también el dormir juntos y el estar cerca el uno del otro.

Y sin embargo de la Mujer de los Arándanos hablábamos, al menos al principio, con toda naturalidad, y ella es el motivo de que hoy, al cabo de tantos años, pueda repetir casi sin vergüenza que por accidente atropellamos y matamos a una persona en la montaña de Hemsedal. Volveré sobre la bendita Mujer de los Arándanos, puedes estar seguro. Pero esta vez me esforzaré por narrarlo todo en orden cronológico.

¿Y tú? ¿Has llegado ya a tu despacho?

Sí, sí, no tardé mucho en entrar en Outlook. Y al cabo de muy poco recibí el primer correo de la mañana. Era tuyo. Acabo de leerlo y borrarlo.

Tú recuerdas más detalles que yo. Lo único que me pregunto es si exageras cuando aseguras que ya en esos momentos tuvimos una idea bastante clara de que la mujer a la que habíamos atropellado no sólo había resultado herida, sino que de hecho había muerto debido al golpe. Podría estar gravemente herida, tener un brazo fracturado o simplemente haberse ido con aquella furgoneta blanca a Hemsedal. Pero lo que ocurrió fue más que dramático en sí, y ahora, aquí en el despacho, acabo de revivirlo todo.

Estoy de acuerdo en que debes esperar para introducir a la «Mujer de los Arándanos» en el relato. Sé que sobre ella tendré interpretaciones divergentes a las tuyas. Pero eso ya lo sabes de antemano.

¿Interpretaciones divergentes? Es como si pudiera oler que te encuentras en un instituto de ciencias exactas. Por cierto, ¿qué aspecto tiene? Tu despacho, quiero decir.

Es un pequeño despacho de esos típicos de la Universidad de Oslo en Blindern, un cuarto rectangular en el edificio de matemáticas, también llamado Casa de Niels Henrik Abel[1]. Los estantes, la mesa y el suelo están repletos de informes, compendios y revistas científicas. Pero yo apenas me fijo ya en ese entorno tan prosaico. Leyendo en la pantalla lo que escribes tengo la sensación de estar en la misma habitación que tú, oyéndote contar, o en el mismo coche que tú. Sigue, pues. Habíamos aparcado el coche en ese embarcadero al sur del fiordo de Sogn.

Ya a las cuatro era de día, y al poco rato salió el sol, pero cerramos los ojos y seguimos hablando en susurros. Nos recordamos lo seguro que había sido vivir en la Edad de Piedra, tanto en la de hace unos miles de años, como en la del altiplano de Hardanger el año anterior. Incluso esa última nos parecía lejanísima de lo que acabábamos de vivir. Pensamos en esas largas noches en que estábamos acostados en el exterior de la cueva explorando la noche del espacio. Entonces nos había parecido estar contemplando distancias incalculables. Resultaba casi doloroso estar en un contacto tan cercano con tantos rayos a miles de años luz de distancia. Las exóticas luces se habían precipitado a través del espacio durante miles de años antes de llegar a nuestras mentes, y allí teníamos que recibirlas y atenuarlas. La luz de los astros lejanos había viajado eternamente antes de alcanzar nuestras retinas, para luego continuar viaje hasta una dimensión diferente, hasta otro cuento, a través del velo del aparato sensorial y hasta el mismísimo fondo del alma. Luego una noche llegó la luna, al comienzo como una fina hoz que fue creciendo hasta dejar inundados de luz plateada primero el altiplano de Hardanger y luego el firmamento entero. Lo vivimos como un alivio, y no sólo porque podíamos volver a mirarnos incluso de noche, sino también porque proporcionó un descanso al ojo y al alma no tener que contemplar tan dentro del espacio como las noches anteriores.

Sentados en el escarabajo rojo recordando la Edad de Piedra, el universo y nuestro lejano pasado, seguíamos con los ojos cerrados porque era de noche. Habíamos decidido quedarnos allí el tiempo que pudiéramos, hasta que la policía o la gente del trasbordador llegara y nos despertara. Al escuchar ruidos lejanos procedentes del trasbordador en el fiordo supimos que la noche estaba a punto de acabar, y entonces uno de los dos se sintió inmediatamente obligado a recordar aquella enorme lluvia de estrellas fugaces la noche en que matamos el cordero. Tuvimos que taparnos la boca de pura impresión. En el transcurso de un par de minutos contamos hasta treinta y tres estrellas fugaces, pero estábamos tan pasmados que nos habíamos olvidado de pensar en los noventa y nueve deseos que podrían cumplirse. Estábamos saciados de tanto comer cordero asado. Y nos quedaba más para los días siguientes. ¿Y deseo? Nos teníamos el uno al otro.

Logramos cruzar el fiordo. Nos parecía que la tripulación del barco miraba con desaprobación la parte delantera del coche y luego a nosotros con compasión. Porque con los golpes de los coches ocurre como con las heridas en el cuerpo: se ven cuando son recientes. Testigos, pensamos. Creo que nos dijimos algo al respecto en voz baja. Ya entonces la programación nocturna de Radio Nacional Noruega ofrecía un breve noticiario cada hora. Lo sabíamos, pero no sabíamos qué estaban escuchando en ese momento en la caseta del timonel.

Desembarcamos en Kaupanger y seguimos dirección oeste hacia Hella. Desde allí continuaríamos en barco hasta Fjærland, que era el lugar desde el que iniciaríamos el ascenso hasta el glaciar de Jostedalen. Eso era antes de Internet, pero llevábamos un libro llamado Guía de Noruega, y sabíamos que teníamos el tiempo justo para llegar al primer trasbordador hasta Fjærland, y que si no llegábamos, habríamos de esperar medio día en Hella. Pero el juego pronto llegó a su fin, porque la policía nos paró entre Hermansverk y Leikanger. Allí nos dieron alcance.

Son dos coches de policía, uno con las luces azules encendidas. Pienso que había sido muy estúpido pensar que lograríamos escapar, pues toda la parte delantera del coche daba claro testimonio de lo que habíamos hecho. Era ya completamente de día, y aunque en aquellos tiempos no existía el teléfono móvil, la policía habría sido informada hacía horas de lo ocurrido. Aunque habías preparado con gran esmero esa ingeniosa coartada arriba en la montaña, en el instante en que la policía nos hizo señas para que paráramos dijiste con voz alta y firme: Nos damos por vencidos. No intentaremos negar nada.

Yo asentí con la cabeza. Tú proseguiste: ¿Me oyes? Nos entró pánico, eso es todo. Volví a asentir con la cabeza. Me sentía muy cansada, Steinn, y muy afligida. Estaba destrozada. Todo lo que amaba y en lo que creía, había sido pisoteado. Después de lo sucedido no tenía más voluntad que la tuya.

Pero sólo era un control rutinario. Ni siquiera nos hicieron bajar del coche, lo que en el fondo fue una suerte, porque estoy segura de que no habría conseguido mantenerme en pie. Era un lunes por la mañana, pero tampoco era un control de alcoholemia. Nos dieron no obstante un documento por el que se nos obligaba a reparar los faros delanteros en un tiempo máximo de diez días; para entonces estaríamos de vuelta en Oslo, dijeron los policías, muy amables ellos. Y aunque las noches eran ya luminosas, anotaron también la prohibición de conducir el coche por la noche antes de que los faros fueran reparados.

Nos prohibieron conducir de noche, Steinn. Así fue. Y esa resolución no podíamos recurrirla…

Llegamos a Hella a buena hora antes de la salida del trasbordador. Hella era, como Revsnes, un típico «no-lugar», sólo un embarcadero, ni siquiera había un quiosco abierto. A mí me había entrado ese invencible deseo de comer chocolate, y lo pasé un poco mal. Durante la media hora que transcurrió hasta que llegó el barco no hablamos más que de los esquís. Estábamos de acuerdo en dejar aparcado el escarabajo, no tenía ningún sentido llevárnoslo a esa pequeña población sin carretera, y tampoco resultaba muy divertido mostrarlo en el estado en el que se encontraba. Pero ¿y los esquís?

Estoy segura de que recuerdas todo eso tan bien como yo, pero por una vez hay que narrar esta historia del principio al fin. Hablábamos con la cabeza, razonábamos, calculábamos.

¿Deberíamos dar la vuelta? No. Estábamos de acuerdo en que nos debíamos el uno al otro el subir al glaciar de Jostedalen, pues era el destino de nuestra excursión, nos lo habíamos prometido, y ocurriese lo que ocurriese después, tendríamos que buscar un lugar donde dormir, nos hacía falta un buen edredón bajo el que podernos acurrucar. No podíamos saber si pasarían uno, dos o tres días hasta que nos detuvieran, pero estábamos seguros de que era cuestión de tiempo, en el mejor de los casos de unos días. Habíamos visto cómo la tripulación del barco miraba los recientes daños en el coche, y nos habían dado el alto, inspeccionado y prohibido algo durante un control rutinario de la policía. El resto, dijimos, sería cuestión de coordinación e investigación, es decir, de tiempo. Esa mañana en Hella llegamos a la conclusión de que no habría ninguna excursión en esquís por el glaciar. No teníamos tanta sangre fría como para emprender una excursión por él después de lo sucedido. Teníamos que leer los periódicos y escuchar la radio. Habíamos de estar en guardia, no nos quedaba más remedio. Sabíamos de un legendario hotel de madera en ese pueblo donde podíamos alojarnos. De modo que los esquís podrían quedarse en Hella. Pero no, la descripción era un escarabajo rojo con un par de esquís en la baca. ¡A finales del mes de mayo! Era demasiado arriesgado. ¿Y en calidad de qué nos presentaríamos en el hotel? Lo mejor sería llegar como visitantes con intención de subir al glaciar.

No obstante intuíamos cómo acabaría todo, quiero decir lo referente a la investigación policial, pues ya habíamos tenido un par de sustos. Aparte de mis ataques de angustia y tu tendencia a tomar una copa de más, habíamos vivido juntos casi sin roces hasta el instante en el que la mujer del chal carmesí fue atropellada junto al lago Eldrevatnet, y ahora nos encontrábamos por primera vez en crisis, una crisis de verdad. Pero aún no podíamos separarnos. Mañana tal vez, o pasado mañana, pero aún no.

Necesitábamos unas últimas horas y días juntos antes de que todo acabara.

Así que tuvimos una travesía casi alegre por el estrecho brazo del fiordo. Nos dirigíamos hacia el norte y el imponente glaciar. La naturaleza nos impresionó tan profundamente que algo nos ocurrió, algo parecido a una redención, o como un dique que de repente se rompe. Volvimos a bromear y a reírnos. ¿Lo recuerdas? Hicimos a la perfección los papeles de libres y despreocupados. Fuimos unos actores estupendos. No habíamos dormido, y eso seguramente influyó, pero lo principal era que aún estábamos libres y sinceros juntos –al menos durante otras doce, veinticuatro o tal vez cuarenta y ocho horas. De repente nos habíamos convertido en Bonnie & Clyde. Estábamos tan acostumbrados a estar solos tú y yo… a estar en un puesto avanzado, solíamos decir. Ahora éramos además proscritos. Nos entregamos por completo al papel, eso es algo que podemos admitir ahora, más de treinta años después. Empezamos a hacer el papel de cínicos.

En el hotel dijimos que nos quedaríamos unos días, no sabíamos exactamente cuántos. Pensábamos subir al glaciar, dijimos, porque habían visto los esquís, y nos inventamos una mentira sobre un cursillo de glaciares, etc. Tú nombraste el glaciar Svartisen…

Lo único que pretendíamos era pasar unos días juntos, pues pensábamos que tal vez sería nuestra última escapada. ¿No insinuamos que éramos recién casados? Todo eso fue sólo cuatro años después de que la llamada ley del concubinato se derogara en Noruega. Durante el primer año que vivimos juntos, nuestro estado de soltería podía ser denunciado a la policía como una situación delictiva y susceptible de escándalo.

Fuera como fuera, pedimos la habitación más bonita que tuvieran, pues íbamos a celebrar algo importante, dijimos. Creo que contamos algo sobre exámenes aprobados, y en realidad era verdad, pues yo acababa de hacer el mío de historia de las religiones, y tú algunos de física.

Lo de la habitación más bonita no supuso problema alguno, la temporada alta aún no había empezado, y nos dieron la habitación de la torre. No sé si me gusta incluir este dato en la narración, Steinn, pero casualmente esa misma habitación nos dieron a Niels Petter y a mí cuando llegamos al hotel este verano. Fue extraño estar allí de nuevo, ahora con él. Por otra parte, no estoy del todo segura de que fuera tanta casualidad el que aterrizáramos en la misma habitación. No es que esté de talante «oculto», pero fue él el que la reservó, y el hombre con el que estoy casada es un hombre muy generoso y muy considerado. Le entristeció bastante el que te dedicara casi todo el tiempo en la Ciudad del Libro, pues a Niels Petter y a mí nos hacía mucha ilusión repasar las casetas de venta en busca de todos esos libros que no leímos en la juventud por falta de tiempo. Creo no obstante que te conté que se le pasó camino de casa.

En la recepción del hotel pedimos además algo que a lo mejor fue un poco atrevido, pero no teníamos otra elección. Preguntamos si había radio en la habitación, y al recibir una respuesta negativa, pedimos prestado un transistor, pues nos sentíamos desesperadamente infrainformados. Dijimos que tú estudiabas derecho y que queríamos seguir un programa de actualidad. Ocurría algo con Alemania y la Baader-Meinhof, dije.

Eso fue sólo unos días después de que Ulrike Meinhof fuera encontrada muerta en la cárcel de Stammheim. No sé por qué dije eso, puede que fuera porque sentía de repente que tú y yo teníamos cierto parecido con Andreas Baader y Ulrike Meinhof. Me miraste indignado.

Nos dieron la habitación y la radio. Teníamos nuestro propio balcón en forma de semicírculo con unas vistas impresionantes al glaciar, el fiordo y las dos tiendas que había en el viejo embarcadero. Ya en la habitación nos metimos directamente en la cama con el transistor encendido. No miramos ni siquiera la hora, y estábamos convencidos de que todo lo que saliera del pequeño transistor trataría sobre nosotros. Antes de sucumbir al sueño, escuchamos un noticiario de los de todos los días, con noticias nacionales e internacionales. El Senado había apoyado la propuesta de rebajar la edad del servicio militar obligatorio de veinte a diecinueve años, y el filósofo alemán Martin Heidegger había muerto. Pero no había ninguna novedad en el frente montañoso.

Esa ausencia de señales empezaba ya a molestarnos. De los seminarios de champán en la cama de matrimonio de nuestra casa, teníamos aún muy presente el Raskolnikov de Dostoievski, y como él, empezamos a sentir la necesidad de ser descubiertos, o al menos de que nos hablaran o interrogaran. Pero nos dormimos al instante, no creo que ni siquiera apagáramos la radio, y no nos despertamos hasta bien entrada la tarde.

Al despertarme estabas llorando. Esa vez eras tú quien lloraba. Te puse un brazo sobre el pecho, te besé la nuca e intenté acunarte.

Nos incorporamos en la cama y escuchamos la radio. Escuchamos con los cinco sentidos un noticiario de media hora, pero no dijeron nada. Eran las siete de la tarde, habían pasado más de doce horas desde lo ocurrido en la montaña de Hemsedal, tal vez un atropello mortal, en el que el delincuente se había dado a la fuga, abandonando a la herida o fallecida, sin llamar a la ambulancia o entregarse a la policía. «Un gran efectivo de policías está investigando.» Pero no, no dijeron nada de eso, aunque estábamos en una habitación de un hotel muy dentro de un brazo del fiordo de Sogn sabiendo que habíamos abandonado a la mujer del chal carmesí después de –nublados por nuestra propia felicidad– haberla atropellado y simplemente seguido camino a través del país. Encontramos su chal, así que el conductor de la furgoneta blanca la habría recogido después de que nos fuéramos. ¿Y él no había avisado a la policía?

¿Qué era aquello? ¿Por qué no hablaban en la radio de lo sucedido? ¿Por qué se estaba ocultando esa noticia? Alguna explicación tendría que haber. ¿Cuál sería? ¿Por qué las autoridades no hacían público lo que sabían? ¿Qué hacía esa mujer de traje gris y chal carmesí arriba en la montaña en medio de la noche? ¿Por qué estaba allí? ¿Podría tener implicaciones militares o de espionaje? ¿Nos habíamos topado con algún asunto importante que tenía que ver con la seguridad del reino?

Yo tenía la imaginación más descabellada de los dos. ¿Podíamos estar seguros de que la mujer a la que habíamos atropellado era un ser humano normal y corriente?, pregunté. No decían nada por la radio. La policía no buscaba testigos. Tal vez ella fuera una extraña, una visitante del espacio. Porque sí que había una luz muy especial en el cielo aquella noche. Intenté hacerte reaccionar a ese comentario, diciendo que habíamos visto una luz brillante en el cielo.

No entendíamos nada. ¿Quién era la accidentada? Si no era una «extraterrestre» o algún fantasma, tendría que haber alguien que se preguntara quién había sido el autor del crimen. Porque tenía que ser un hombre, no cabía duda, intentamos trazar un perfil, y concluimos que ninguna mujer habría huido de esa manera. Tal vez la policía intentara encontrar al autor de los hechos antes de informar a los medios de lo ocurrido.

Habíamos dejado el coche aparcado en Hella. ¿Deberíamos simplemente entregarnos? Podríamos hacer una llamada anónima e informar sobre el volkswagen averiado en el embarcadero, poniendo así fin a nuestro calvario. El coche ya estaba registrado en los papeles de la policía como un vehículo sospechoso.

Pero de ese caos de preguntas y respuestas tentativas surgió por fin un nuevo empuje de cálculo frío. Yo lo dije primero. Querido Steinn, dije, llevamos cinco años viviendo juntos. De repente hemos tenido muy mala suerte, por una vez hemos hecho algo estúpido los dos juntos. Ha sido muy poco inteligente seguir camino después de ese golpe. Pero sea lo que sea lo que le haya ocurrido a la pobre mujer atropellada, ya no podemos ayudarla. Así que ¿por qué no sacamos lo que podamos de belleza de estos últimos días?

Sirio, supliqué. Andrómeda, Steinn. ¡Captaste inmediatamente la asociación con lo que habíamos estado hablando en Revsnes!

Yo recé por nosotros, y a ti te pareció bien. Con ello marcamos el inicio de los últimos días maravillosos que pasamos juntos. Nos dimos una ducha, y media hora más tarde bajamos al salón museal a tomar un aperitivo. No tenían Golden Power, pero sí Smirnoff y lima.

Después de cenar nos sentamos frente a la chimenea con una taza de café, pero desde entonces y durante lo que quedaba de esa semana teníamos los horarios de los noticiarios de la radio muy presentes, y subimos a la habitación a escuchar el de las veintidós. Pero no dijeron nada.

No necesito entrar en detalles sobre la semana que pasamos en el hotel, porque tú lo recuerdas y algo hablamos de ello cuando nos volvimos a encontrar hace poco. Dimos largos paseos todos los días. El primer día subimos por el valle Suppehelledalen hasta el borde del glaciar. ¿Recuerdas todo lo que ocurrió aquel día, Steinn? ¿Recuerdas lo que encontramos en el musgo cerca del río después de comer tarta de chocolate y comprar guantes de lana tejidos a mano en la acogedora cabaña de Hjerdis, junto al glaciar Suppehellen? Al día siguiente nos prestaron unas bicicletas y subimos a los valles de Horpedalen y Beyadalen. En Beyadalen nos quedamos unas horas en la morrena del siglo XVIII, viendo cómo se resquebrajaba el glaciar.

A todas las excursiones nos llevábamos el pequeño transistor que nos habían prestado. Una vez, al pasar por la recepción, una chica llamada Laila, lo señaló y preguntó con un atisbo de ironía: ¿Baader-Meinhof?

Pretendimos ignorarlo. En la radio no decían nada. A nadie le importaba lo que habían hecho Bonnie & Clyde en su enloquecido viaje por el país. Así podríamos disfrutar de otro día más. No teníamos una perspectiva más larga. Nos alegrábamos por cada hora que nos era concedida.

Hablábamos y especulábamos. ¿Era intencionado el que esa mujer fuera atropellada por un coche para morir en el accidente? De ser así, nosotros éramos un poco menos culpables y nos sentíamos utilizados por alguien. Tal vez ella fuera empujada a la carretera en el momento de pasar nosotros, porque sí había algo de luz y sin embargo no vimos nada hasta que algo rojo apareció de repente delante del coche. Además no vimos quién podía estar escondido entre los matorrales cuando volvimos al lugar de los hechos. También podría haber estado ya muerta antes de recibir el golpe de nuestro coche. ¿Por qué no? Sólo vimos «algo rojo delante del coche», fue una expresión que repetimos muchas veces. A la mujer no la vimos, tal vez sólo fuera su chal en ese aire tan ligero de montaña. Alguien la había matado ya y necesitaba simular un accidente de coche para encubrir un crimen.

¡Sería extranjera! Estábamos cada vez más convencidos de ello. Por esa razón nadie la había echado de menos o reclamado. ¿Y no vimos de hecho un camión con matrícula extranjera –de repente estábamos seguros de que era alemán– aparcado en Hemsedal, justo antes de que te… metieras por aquel camino forestal, Steinn?

Quizá fuera el camionero el que la recogiera. O tal vez hubiera alguna relación entre la furgoneta blanca y el camión. Como todo había ocurrido en medio de la noche. Algunos encuentros suelen tener lugar en medio de la noche.

Empezamos a fantasear sobre un camión alemán que había llegado al este de Noruega y una mujer de unos cincuenta años –tal vez fuera una mensajera– cruzando la montaña para que la recogiera una furgoneta del Oeste. Ni siquiera con nuestra gran capacidad de imaginarnos cosas conseguíamos avanzar.

¿Estás ahí?

Sí, y ya empezaba a impacientarme porque tardabas mucho. Hoy no he hecho casi nada más que esperar correos tuyos. He estado aquí, dando vueltas como un animal enjaulado, esperando a que me dieras un toque, en el ordenador quiero decir. Creo que este despacho mide nueve metros cuadrados. Pero bueno, poco a poco me he ido tranquilizando y me he puesto a hacer algo práctico. He ordenado y clasificado un montón de papeles y tesis doctorales, es algo que uno hace sólo cada cinco años. Además, estoy empezando a sentir una especie de desasosiego. Pero, bueno, cuéntame y no te sientas presionada por mi impaciencia a enviar algo muy resumido demasiado pronto.

«Los últimos días» antes de ser descubiertos no parecían llegar nunca a su fin, y fue una semana muy romántica precisamente porque vivíamos en una tensión constante por no saber cuánto duraría nuestra felicidad. Por otra parte, la incertidumbre tampoco resultaba muy llevadera. Agradecidos por esa «semana de gracia», como la llamó uno de nosotros el último día, empezamos a hablar con cierta expectación de cómo serían por fin arrestados los Bonnie & Clyde del Oeste. Hablábamos de cómo sería la presentación de la noticia en los periódicos, discutíamos los titulares. Ni se nos ocurría pensar que pudiéramos salir de aquello completamente indemnes y no ser nunca acusados de lo que habíamos hecho. Y, no sé, pero tampoco quiero descartar por completo que si se nos hubiera presentado la oportunidad de vivir el resto de nuestros días con lo que había pasado sin que se descubriera jamás, nos habría parecido terrible. Ahora bien, lo insoportable era el no saber. Ya había pasado casi una semana y aún no se había mencionado en ninguna parte que una mujer había sido atropellada en ese puerto de montaña. O que de un modo vil y brutal había sido abandonada en el lugar de los hechos una noche en la montaña de Hemsedal.

¿¿¿Quién era esa mujer, Steinn???

Empezamos a tener un problema de veracidad ante la gente del hotel. ¿Por qué no subíamos al glaciar, tal y cómo habíamos dicho que haríamos? Dijiste que yo no me encontraba del todo bien, y yo asentí obedientemente cuando mentiste sobre una supuesta migraña mía. Después de haber escapado tras un accidente de tráfico, dejando abandonada a una persona gravemente herida o muerta, resultaba fácil mentir. Estábamos esperando a ver, dijimos. Dimos a entender que yo tenía la regla. Pero no era así. A lo mejor te parece innecesario recordarte esto ahora, pero no tuvimos un solo «día inhábil», y yo nunca sufro de jaquecas. Estábamos tan unidos en todo que me pareció bastante feo por tu parte que me echaras la culpa a mí.

Un día, la amable dueña del hotel nos preguntó, medio o totalmente en broma si estábamos huyendo de algo o de alguien. ¿Recuerdas lo que contestamos? Los dos fuimos igual de coquetos. Estamos huyendo de todas nuestras obligaciones, dijimos. Nos hemos escondido del trajín de todos los días. Ella nos miró con desconfianza, nos escrutó. Nos desconcertó bastante, y tú dijiste, con una pizca de agresividad: ¿No es esto un lugar de vacaciones?

Lo que acabo de relatar sucedió justo antes del desayuno, y mientras desayunábamos, acordamos que ya había llegado la hora de partir. No sólo por ese interrogatorio de la dueña. Lo que más nos urgía era volver al lugar de los hechos. Se suele decir que el malhechor tiende a volver al lugar de los hechos, y nos asistía una buena razón. Teníamos que averiguar si habíamos dejado alguna huella sin borrar. Al menos ver si el chal carmesí seguía allí.

Y había algo más. Esa mañana yo me desperté antes que tú, y cuando te levantaste, me viste tumbada en la vieja cama turca, concentrada en el libro que había encontrado en la sala de billar y que habíamos ojeado la noche anterior, me refiero a El libro de los espíritus, que habías calificado como un «libro espiritista de revelaciones». Al verme con él te enojaste, por no decir enfadaste, y no sé… pero tuve la sospecha de que también querías que nos marcháramos para apartarme de mi nueva lectura. Había que devolver el libro a su sitio antes de irnos, pero, sin que lo supieras, me lo metí en la mochila y no volví a sacarlo hasta que estuvimos de vuelta en Oslo.

Al atravesar el salón para salir a la terraza y admirar el fiordo y las hayas rojas esa última mañana antes de subir a hacer el equipaje, la hija de la dueña del hotel, es decir, la que regenta hoy el hotel, nos preguntó si podíamos quedarnos media hora con sus tres hijas, mientras ella iba al banco, pues curiosamente en aquellos tiempos había una sucursal del Banco del Oeste en esa pequeña población de montaña. Contestamos que sí al instante, ya las conocíamos, la más pequeña no tendría más de dos años. Por cierto, en el transcurso de los dos últimos meses yo había hablado en serio sobre la posibilidad de dejar de tomar la píldora anticonceptiva. Nos alegramos por la confianza que nos mostraba, porque ¿quién habría confiado sus hijos a Bonnie & Clyde? No recuerdo por qué, pero al final resultó que cuidamos de las niñas más tiempo de lo previsto, y dijimos que eso era lo mínimo que podíamos hacer a cambio de habernos prestado bicicletas y transistor. No habríamos necesitado decir eso, porque la verdad es que nos dejamos una fortuna en ese hotel. Fuimos buenos clientes y no ahorramos ni en vino en las comidas, ni en una copa después del café. ¡Tenían calvados, Steinn! Tu memoria no te engaña. En aquellos tiempos eso no era muy normal, al menos en pequeños hoteles alejados de las ciudades. Después de aquel viaje a Normandía adorábamos el calvados. Ahora no me acuerdo de si a mediados de los setenta vendían siquiera calvados en la Tienda Estatal de Vinos, y, de todos modos, era un lujo que en circunstancias normales estaba muy por encima de nuestro presupuesto. Pero allí, en unas profundas cicatrices de varias épocas de hielo, tomamos calvados todas las noches después de cenar.

Nos quedamos, pues, una noche más en el hotel. Cuando a las doce volvió la madre de las niñas, teníamos el resto de la tarde para nosotros. Habíamos estado en casi todos los rincones de ese pequeño valle, y también habíamos subido a algunos de los picos más altos (lo notábamos en las rodillas al día siguiente), pero curiosamente no habíamos subido a Fjellstølen, en el valle detrás del hotel. Al día siguiente volveríamos a nuestra casa de Oslo, siempre y cuando el coche siguiera aparcado en Hella y la policía no lo hubiera inmovilizado. Nos quedaba sólo una excursión por hacer, y era a Fjellstølen. Hacía un tiempo magnífico, de hecho apenas había llovido desde que llegamos.

Nos equiparon con bocadillos y un termo de té, y emprendimos la marcha a través del valle Mundal, donde volvimos tú y yo hace sólo unas semanas. Estoy segura de que recuerdas tanto esa reciente excursión como la que hicimos hace muchos años, pero ahora escribo todo lo que yo recuerdo para obligarte a reflexionar una vez más sobre lo que sucedió.

Pasamos por delante de la última granja con su granero pintado de rojo a la izquierda del camino, y el campo de tiro a la derecha, para continuar un buen trecho a lo largo del alegre río Mundal a nuestra izquierda. Al cabo de un rato llegamos a Heimstølen, teníamos que ir dando saltos para no pisar montones de excrementos de ovejas y vacas, pues hacía poco que habían soltado a los animales en el monte.

Disfrutamos de la excursión. Había transcurrido ya una semana y no sabíamos lo que nos esperaba. Aunque nunca nos acusaran de lo ocurrido en la montaña de Hemsedal, sabíamos que nos marcaría para toda la vida y que sería difícil convivir con los recuerdos de lo ocurrido. Pero aún bromeábamos y nos reíamos, como los que habíamos sido, a la vez que sabíamos con cierta nostalgia que ése era el último día en el Paraíso, en «ese recoleto lugar erótico», decíamos, aunque lo erótico no era el lugar, sino nosotros, que llevábamos una semana disfrutando allí.

Y mientras andamos, tú insistes en abrazarme todo el tiempo. Incluso pides algo más muy en serio, tenemos todo el valle para nosotros, dices suplicando, es fácil esconderse entre los matorrales y hace calor, pero yo me pongo seria y digo que primero tenemos que llegar a Fjellstølen. Ya veremos lo que queda de tu virilidad cuando lleguemos allí arriba, bromeo. Recuerdo muy bien ese comentario, porque te ofendiste mucho. Pero entremedias sucedió algo que te quitó la virilidad durante los días e incluso semanas siguientes. La verdad es que nunca volvimos a estar juntos después de aquello. No nos conocimos desde entonces.

A unos doscientos metros de Heimstelen crece en la cuneta izquierda un gran ramo de dedaleras, Digitalis purpurea, en latín. Son rectas y rosáceas, sé que son mortales si se comen, pero también sé que las hojas de dedalera pueden salvar vidas humanas. Hay algo seductor en esas flores con forma de campana. Me libero de tus brazos y me acerco a tocar las flores. ¡Ven!, digo.

Nos paramos un rato junto a las dedaleras, luego seguimos hacia la derecha, donde los altos abedules se yerguen muy juntos en una suave pendiente que baja hacia el camino. Hay un pequeño claro entre los troncos blancos y negros, un trozo de musgo verde claro, y allí vemos de repente una mujer con un traje gris y un chal carmesí sobre los hombros, es del mismo color que la dedalera, he pensado mucho en eso desde entonces.

La mujer nos mira atentamente y sonríe. ¡Es la mujer a la que atropellamos en la montaña de Hemsedal, Steinn! Es como si de repente hubiera sido trasplantada al paisaje por una mano superior y sólo en honor a nosotros. Hoy sé lo que era y de dónde venía. ¡Espera!

Después estamos completamente de acuerdo en lo que hemos visto. Se trata de la mujer a la que habíamos visto caminando a unos metros de la carretera nacional arriba en el valle de Hemsedal una semana antes. Lleva el mismo chal, ese que quedó tras ella junto al lago, y es la misma figura. Estamos, pues, totalmente de acuerdo en lo que acabamos de ver. Lo curioso es, sin embargo, que no hay forma de que nos pongamos de acuerdo en lo que ella dijo. Fue realmente curioso, en aquel entonces lo viví como algo muy extraño, aunque ya tengo una explicación razonable de ello.

¿Qué dijo ella? Recuerdo con toda nitidez que se volvió hacia mí y dijo: Tú eres la que yo fui, y yo soy la que tú serás. Pero tú insististe en que había dicho algo muy distinto. ¿No es curioso eso, después de habernos puesto de acuerdo en que habíamos visto lo mismo? Tú insististe en que ella te había mirado a ti diciendo: Deberían haberte puesto una multa por exceso de velocidad, hijo.

Quiero decir: desde un punto de vista fonético no se puede decir que esos dos enunciados sean tan parecidos que puedan confundirse. Yo añadiría, ni semánticamente, ni en cuanto a contenido. «Tú eres la que yo fui, y yo soy la que tú serás.» Y luego: «Deberían haberte puesto una multa por exceso de velocidad, hijo». A ti te llegaron unas palabras y a mí otras muy distintas. ¿Pero por qué iba ella a lanzarnos un doble mensaje? ¿Y cómo consiguió ese malabarismo? Ése era el enigma más grande en ese momento y en ese lugar. Espera…

Hoy estoy convencida de que «la mujer mayor con el chal carmesí» era a quien atropellamos y matamos, y luego se nos apareció desde el otro lado. ¡Y lo hizo para consolarnos! Nos sonrió, no voy a decir que fuera una sonrisa cálida, porque lo de «calor» y «frío» debe ser algo muy físico, pero al menos no fue una sonrisa malvada. Era juguetona, pícara y burlona. Era cautivadora, Steinn. ¡Ven, ven, ven!, decía la sonrisa. No existe la muerte, ¡ven, ven, ven! A continuación su imagen desapareció lentamente.

Tú te arrodillaste sobre el camino, te cubriste la cara y lloraste. No querías mirarme a los ojos, pero yo me incliné sobre ti y te acuné en mis brazos.

Steinn, dije, ya se ha ido.

Pero tú no parabas de sollozar. Yo estaba muerta de miedo, porque en aquellos tiempos no tenía fe en nada, pero me sirvió de ayuda tener un niño de quien cuidar.

De repente te levantaste de un salto y echaste a correr valle arriba. Corrías como si tu vida dependiera de ello y yo intenté seguirte. No quería que te alejaras. Al cabo de un rato andábamos juntos de nuevo y poco a poco comenzamos a hablar de lo ocurrido. Los dos estábamos igual de conmocionados.

Aún no habíamos empezado a posicionarnos. Nos hicimos preguntas el uno al otro, deliberamos, estudiamos los pros y los contras. Pero estábamos de acuerdo en que la mujer que habíamos visto en el bosque de abedules era la misma que habíamos observado en la montaña de Hemsedal, y a quien, en mi opinión, habíamos atropellado y sin duda matado, mientras tú, por otra parte, argumentabas enérgicamente a favor de la teoría de que ella no sólo había sobrevivido, sino que aparentemente había salido muy bien parada de aquello.

¿Cómo ha conseguido seguirnos?, preguntaste asustado. Tenías miedo de que ella nos siguiera aún. Pensabas que tal vez hubiera ido al hotel y nos la encontráramos en la cena. De esa manera tus preocupaciones se inclinaban cada vez más hacia un firme fundamento materialista. Yo por mi parte empecé a adoptar una postura totalmente distinta a la tuya. Dudaba de que ella hubiera pedido una habitación en el hotel y de que la viéramos en la cena. Dije: Ella murió, Steinn. Tú me miraste, me escrutaste. Yo proseguí: A lo mejor no vino tras nosotros, sino a nosotros. Desde el otro lado, Steinn. Tú me miraste fijamente. Pero en tu mirada no había fuerza. Lo que había era impotencia.

Sí, era impotencia. Porque me di cuenta de que nos estábamos alejando el uno del otro. No creía entonces, y no creo hoy, que los muertos sean capaces de visitarnos, o que se encuentren en algún lugar determinado. Tú sí lo creías. Hoy soy capaz de respetar tus ideas, de modo que algo he evolucionado durante estos treinta años o más, pero tienes razón, en aquel entonces me resultaba imposible.

Sigue contando. Me parece que eres muy fiel a nuestra historia.

Tras haber estado toda la mañana dando vueltas en estos nueve metros cuadrados, me siento cada vez más inquieto y nervioso. Tengo que hacer algo, son las doce, y he tomado una decisión.

Escribe ya los tres últimos capítulos. Tengo bastante claro lo que van a decir, porque hablamos de ello día y noche cuando rompiste con todo y te volviste a Bergen. Te contestaré antes de acabar el día, te lo prometo.

Arriba, en Fjellstølen acordamos dejar de lado toda clase de interpretaciones mientras fuera posible. Al día siguiente nos esperaba un largo viaje en coche hasta casa, y además pasaríamos por el puerto de montaña entre las provincias de Sogn og Fjordane y Buskerud. ¿No deberíamos por tanto contentarnos con ponernos de acuerdo sobre lo que realmente habíamos vivido, mientras lo tuviéramos reciente en la memoria?

Estábamos de acuerdo en que yo estaba agachada tocando las campanas color carmesí. Te acercaste a mí por detrás y me tocaste el pelo. Luego te sentaste y también tú te pusiste a juguetear con las dedaleras. No era capaz de recordar si oímos un ruido al otro lado del camino, pero de repente algo nos hizo girarnos. En ese mismo instante la figura de una mujer aparece en el paisaje entre los abedules. Con los pies bien plantados en el musgo y un chal color carmesí sobre los hombros parece «la mujer de los arándanos del cuento». Ésas fueron mis palabras. Fui yo quien introduje la denominación «mujer de los arándanos», y nos sirvió de ayuda retórica, como un tabla verbal de salvación para dos almas en apuros. Hablamos durante muchos días de la Mujer de los Arándanos, e incluso hoy, más de treinta años después, seguimos hablando de ella. Por aquel entonces no podíamos hablar con naturalidad del encuentro con un fantasma, un espectro o un espíritu que había aparecido ante nosotros. Te recuerdo que estoy hablando de mediados de los setenta. Unos días antes habían encontrado muerta a Ulrike Meinhof en la cárcel de Stammheim, y en esa misma época se publicaron en Noruega novelas tituladas Han despedido a Jenny, Lucha, Entra en tu época, La Cruz de Hierro, La campaña y Graffiti. Aunque, por otra parte, se oían voces que postulaban que estábamos entrando en una nueva era, que nos encontrábamos en una encrucijada, en el umbral de «la época de Acuario».

Desde tu punto de vista materialista –frente a mi incipiente orientación espiritualista– lanzaste una teoría muy divertida impulsado por tu febril esfuerzo de querer comprender. Como ya he dicho, estábamos de acuerdo en que la Mujer de los Arándanos era idéntica a la mujer que habíamos visto en la montaña de Hemsedal. Luego te llegó la inspiración y dijiste: ¡Intenta verlo como una película, o leerlo como una novela policíaca! Me interesaba mucho saber cómo continuarías. Dijiste: Tal vez la mujer que vimos en el bosque de abedules fuera gemela de la otra.

¡Y tal vez Jesucristo pudo andar sobre el agua porque el lago de Nazaret se había helado!

De vuelta al hotel teníamos que pasar de nuevo por aquel sitio. Íbamos cogidos de la mano y andando muy deprisa, pero habíamos acordado que no nos entraría el pánico. Los dos estábamos igual de aterrados. Conseguiste no echar a correr, pero yo tuve que pagar el precio por ello, porque me apretaste con tanta fuerza los nudillos que la mano me estuvo doliendo durante muchos días después. Recuerdo que en la cena tomamos vino en abundancia. Lo necesitábamos, nos bebimos una botella entera y tuvimos que pedir otra media, y también recuerdo que apenas podía coger la copa porque me habías quitado la fuerza de la mano de tanto apretarme.

Recuerdo esa noche, Steinn. Esa vez fui yo la que intenté seducirte a ti. Fui muy directa. Pensé que era mi última oportunidad. Si no lo lograba, jamás volveríamos a estar juntos. Intenté seducirte con toda clase de artimañas e ingenios, y si hubiera sido sólo unas horas antes, tal vez habría conseguido aturdirte y hechizarte de deseo. Pero eras intocable. Y debido a la tristeza que sentías, y porque seguramente pensabas en el futuro, te emborrachaste bastante. Después de la cena y el licor de manzana, nos subimos una botella de vino blanco a la habitación. Yo ni lo probé. ¿Recuerdas cómo terminó aquello? Tú te echaste a dormir con la cabeza a los pies de la cama, y yo en sentido contrario, con los pies junto a tu cabeza. Intenté acariciarte la mejilla con el pie, pero lo apartaste, no con dureza ni falta de amabilidad, pero sí con decisión. Ninguno de los dos logramos dormir las primeras horas. Estábamos despiertos y sabíamos que el otro también lo estaba, pero los dos intentábamos hacernos los dormidos. Al final nos dormimos de verdad, al menos tú, con esa cantidad de alcohol en el cuerpo te resultaba imposible seguir despierto.

Me arrepentí amargamente de no haberme rendido ante ti arriba entre los matorrales antes de encontrarnos con la Mujer de los Arándanos. Sabía que nos íbamos a separar, y ya empezaba a echarte de menos.

Una añoranza entre dos en la misma cama puede resultar más dolorosa e intensa que una añoranza a través de un continente.

El cuento había acabado. En el barco fuimos charlando amablemente. Tomamos café y comimos tortas de cebada típicas del lugar. Desembarcamos con nuestras mochilas y esquís en Hella, y allí estaba el coche, exactamente como lo habíamos dejado, como sintiéndose abandonado y echándonos de menos. Pobres faros, pensé, creo que lo dije en voz alta. Tú te descolgaste con un comentario de humor negro. Nos metimos en el coche y arrancamos.

¿Qué queríamos averiguar en la montaña? ¿Qué se nos había escapado cuando abandonamos el lugar? ¿Buscábamos rastro de sangre? ¿De piel y pelo?

Pero no sólo hablamos de eso. Teniendo en cuenta las circunstancias tuvimos un agradable viaje hasta Oslo. Tal vez porque sabíamos que se trataba de nuestro último viaje juntos. Habíamos empezado a comportarnos con el otro con una especie de consideración postsimbiótica. A partir de ese momento quedaba descartado cualquier desvío espontáneo y pasional hacia un nuevo nido de amor. Pero nos mostramos amables. Educados y considerados.

Primero teníamos que cruzar el fiordo para llegar a Lærdal, al río y a la iglesia medieval de madera. Tuve un pequeño ataque de depresión al pasar la curva en la que una semana antes pensé que ibas a matarme, o que te ibas a suicidar. Quitaste el brazo derecho del volante y me abrazaste. Eso me ayudó. Y de nuevo nos encontramos en la alta montaña.

Yo voy en sentido contrario. Estoy en Gol, y me he metido en una zona wifi en el Hotel Per. He leído tu último correo, y te estoy contestando desde aquí.

Siento que me miran con malos ojos, pues no me alojo en el hotel, no soy más que un casual viajero de paso. Antiguamente uno entraba a hurtadillas en los hoteles para ir al servicio. En nuestros tiempos se hace para entrar en la red.

Sentí una imperante necesidad de cruzar de nuevo la montaña. Pero primero acaba tú. Te quedan cuatro o cinco horas hasta que yo esté online en el viejo hotel. Allí es adonde me estoy dirigiendo ahora. He llamado diciendo que voy. Queda poco para que acabe la temporada y me han dicho que a lo mejor soy el único huésped esta noche.

¿Vas a ir a Fjærland, Steinn? Nos saludaremos con la mano en Hemsedal. Nos cruzaremos en algún lugar de por allí, y entonces sólo nos separarán un metro y treinta años…

Vemos la fría y resplandeciente superficie del lago Eldrevatnet, y noto que vuelves a temblar sobre el volante y el acelerador. Ya estamos allí. Sacas el coche de la carretera y aparcas. Los dos salimos del escarabajo rojo, y seguimos queriéndonos mucho, pero el dolor, el miedo, el arrepentimiento y la amargura por lo que ha sucedido han roto el vínculo erótico entre nosotros. Gritas unas palabras feas, verdaderamente vulgares. No sabía que tuvieras semejante vocabulario. No hago más que llorar.

El chal color carmesí ha desaparecido. Se trata de un espacio grande, y aunque estamos buscando algo de un color muy llamativo, no se ve por ninguna parte. ¿Se lo habrá llevado alguien? ¿O habrá sido el viento?

No sé si nos produce alivio o decepción encontrarnos con unos trozos más de cristal del faro delantero. No se trata, pues, de una película. Allí atropellamos a una persona, e íbamos muy deprisa. No encontramos más huellas. No vemos sangre, ni una piedra grande contra la que el coche podría haber chocado.

Volvimos al escarabajo y seguimos camino. Comentaste algo de ese extraño pico de montaña al final del lago, parecía un terrón de azúcar, como si eso tuviera algo que ver con nuestro misterio.

Bajando por Hemsedal sólo hablamos de lo que había sucedido cuando íbamos en dirección contraria. Creo que empezaste tú, y fue justamente al pasar por ese desvío que cogiste cuando habías empezado a seducirme. Ahora nos resultaba impensable comentar aquella escapada.

Llegamos a un acuerdo: podemos discutir el fatal atropello durante todo el camino de vuelta a casa, pero desde el momento en que estemos de nuevo en el apartamento de Kringsjá, jamás volveremos a hablar de lo que ha sucedido en el puerto de montaña, ni entre nosotros ni con nadie más. Y eso hicimos desde que llegamos a Oslo. A partir de entonces el suceso junto al lago Eldrevatnet no se mencionó nunca más que como eso. Con estos correos estoy rompiendo el viejo pacto, y no creo que vaya a evocarnos nuevas desgracias, sino todo lo contrario. Por eso escribo.

El chal carmesí ya no estaba en la montaña. Por otra parte, habría sido muy raro encontrarlo después de tantos días, pero en el fondo me decepcioné un poco, porque si lo hubiéramos vuelto a encontrar en ese lugar, aunque roto por algún animal, al menos habría sido un indicio de que la mujer que vimos en el bosque de abedules no era un ser humano de carne y hueso, sino un espíritu que apareció ante nosotros, porque en ese caso habría dos chales, el que perteneció a la mujer atropellada y el que seguía sobre los hombros de la Mujer de los Arándanos.

Dado que el terrible accidente nunca fue mencionado en las noticias, los dos estábamos de acuerdo en que tuvo que ser el conductor de la furgoneta blanca el que se encargó de la mujer del chal. Pero no logramos ponernos de acuerdo sobre el estado en que se encontraba en ese momento. El reencuentro con ella en el bosque de abedules se convirtió para ti en un testimonio de que sólo resultó con heridas insignificantes, y para mí en la prueba decisiva de lo contrario, es decir, de que murió por las lesiones, y de que hay algo al otro lado. ¡Steinn! Tú opinabas que tal vez ella se hubiera levantado al instante y hubiera hecho autostop al pasar la furgoneta blanca, pues te había entrado la manía de pensar que la mujer volvía a Hemsedal y que tenía algo que ver con el camión extranjero. Tal solución al enigma sería una explicación razonable de por qué no habíamos oído nada en las noticias sobre un accidente de tráfico aquella noche de verano. Yo, por mi parte, estaba convencida de que la mujer del chal carmesí o estaba gravemente herida o muerta cuando la metieron en la furgoneta blanca. Paradójicamente había sin embargo algo sobre lo que logramos ponernos de acuerdo: ya a la semana después de atropellar a la mujer del chal carmesí, se encontraba bien. Tú te referías a este mundo, y yo al otro.

Discutimos el tiempo y la hora. Si sólo la rozamos ¿no era precipitado relacionarla con la furgoneta blanca que pasó por allí unos minutos más tarde? ¿Y si ella siguió andando sin más? En ese caso, ¿para qué tendría que llamar a la policía el conductor de la furgoneta blanca simplemente por haber visto a una mujer de mediana edad andar por la Carretera Nacional 52?

Dije: No vimos ni rastro de ella, era como si se hubiera evaporado. Y aunque sólo la hubiéramos rozado, estaría tan cabreada con nosotros que lo primero que haría al llegar donde había gente sería llamar a la policía y denunciar que había estado a punto de ser atropellada por un volkswagen con esquís en la baca.

Agarrabas el volante con más fuerza que a la ida, negaste con la cabeza y razonaste: Para ella no era cuestión de acudir a la policía, porque ¿qué estaba haciendo allí arriba en mitad de la noche? No se va de paseo por la montaña a esas horas, y tampoco había salido a tomar el aire, porque se encontraba a muchos kilómetros de la población o cabaña más cercana. Naturalmente se puede cruzar la montaña de noche, porque la oscuridad no es total en esta época, y tampoco hace demasiado frío, pero si se hace es por necesidad, es decir, porque se tiene una razón muy poderosa o porque se está huyendo de algo.

Yo escuchaba. Ahora estábamos hablando bajo tus premisas. Pregunté: ¿Y de qué podría estar huyendo?

Seguiste conduciendo durante cuatro o cinco minutos sin contestar. Habíamos empezado a hablar de una manera nueva y extraña. Ya no éramos novios. Habíamos dejado de conversar, habíamos dejado de reírnos. Pero, como ya he dicho, nos mostrábamos amables y considerados. Deseábamos lo mejor el uno para el otro, pero ya no éramos capaces de crear lo mejor para los dos.

¿De quién o de qué estaría huyendo?, repetí.

Del conductor del camión del aparcamiento, contestaste. Algo había pasado, y ella se refugió en la montaña. Tal vez conociera la región, y de hecho no requiere mucha destreza cruzar ese puerto de montaña a pie, pues los dos grandes valles del este y del oeste están poco separados. Casi espalda contra espalda, en realidad lo único que los separa es el lago Eldrevatnet.

Me miraste como si estuvieras pidiendo ayuda para seguir con tu razonamiento. Dijiste: También puede que estuviera huyendo de un crimen, de haber asesinado brutalmente a un hombre que llevaba años maltratándola y que yacía muerto en la cabina del camión con matrícula extranjera. En una situación así no corres a la policía a denunciar que te han molestado un poco.

Quedé tan impresionada con tu ingenio que me tapé la boca para que no vieras que me estaba riendo. Pero te diste cuenta y dijiste: ¡Olvídalo! ¡Ella era la conductora del camión! No había nadie en la cabina cuando paramos donde estaba aparcado. Pero vimos a la conductora cruzar la montaña unos minutos más tarde, hacía frío y se había puesto un chal sobre los hombros. Nos dio la espalda porque no quería que nadie la viera. El conductor de la furgoneta blanca y ella habían acordado encontrarse en un lugar algo retirado de la carretera principal. Se reunirían en la línea divisoria hidrográfica, y se entregarían algo muy valioso. Unos kilos de polvo blanco quizá, o sólo unos billetes o ¿por qué no billetes a cambio de polvo blanco? ¿O esperaban una importante entrega lanzada desde un avión? En esos casos no vas a ver ni a la policía ni a los granjeros locales. No obstante, si un volkswagen te tira y te golpea puedes obsesionarte con la idea de la venganza, y si vas caminando por las carreteras no es extraño que al cabo de una semana la persona en cuestión se tope con nuestro escarabajo en Hella. Nosotros nos habíamos ido a esconder donde el glaciar, en un lugar donde no había conexión por carretera con el mundo exterior, por ejemplo para camiones. Ella nos siguió. En primer lugar con el fin de gastarnos una broma. Aunque llamarlo broma…, dijiste, hay muchas maneras de destrozar la vida de alguien. Si tienes imaginación, hay muchas maneras de imponer a alguien cadena perpetua. Tú mismo has mencionado algo parecido en uno de tus correos, sobre un mago árabe que mediante artes mágicas incitó a una pareja de enamorados a separarse.

Con esto último dejé de intentar ocultar que tu ingenio me resultaba hasta divertido. Te puse una mano sobre el muslo, creo que te gustó, pero también creo que fue una de las últimas veces que hubo entre nosotros cercanía física y dije: ¿Y el chal, Steinn? Si no hubiera resultado gravemente herida, ¿por qué se lo iba a haber quitado o perdido en el frío de la noche?

No sé si tú mismo tenías mucha fe en todas esas teorías tuyas. Decías que sólo intentabas pensar racionalmente. Estabas en tu derecho, Steinn, pero lo singular de la Mujer de los Arándanos no era que se pareciera por completo a la mujer a la que atropellamos, sino la forma en que apareció en el bosque cuando tú y yo estábamos tocando las dedaleras –esas campanas carmesí tan carnosas y frescas– y en la que volvió a desaparecer igual de repente. Yo ya había empezado a desarrollar mi interpretación espiritualista, y en el coche camino de casa, durante el trayecto hacia Gol y Nesbyen, y luego Krøderen, Sokna, Hønefoss y Sollihøgda, me escuchabas atentamente, y no sólo como una amabilidad postsimbiótica. Todo era aún muy reciente, estabas realmente perdido. No dije nada del libro que había mangado de la sala de billar del hotel, y que estuve leyendo a primera hora de la mañana, mientras tú aún dormías. ¿Y no era, por cierto, bastante curioso que diéramos justo con ese libro sólo unas horas antes de encontrarnos con la Mujer de los Arándanos?

Poco a poco fui comprendiendo que el encuentro con la Mujer de los Arándanos también podía interpretarse como algo prometedor. Nosotros, que siempre habíamos compartido la misma intensa sensación de vivir, y por ello también la misma profundísima tristeza de saber que un día todo acabaría, habíamos recibido una señal de que sólo estábamos de paso en la vida y de que nuestras almas tendrán una vida después de ésta. Su sonrisa tenía algo de Mona Lisa, burlona y pícara. ¡Ven! Nos hizo partícipes de un gran regalo. Aún hoy, en este momento, me hubiera gustado compartir ese triunfo contigo. No tiene por qué ser demasiado tarde.

Había otro factor muy positivo: la mujer del chal carmesí ya no se encontraba en un estado lamentable. ¿No nos hizo sentir eso un poco menos culpables? Habíamos interrumpido la existencia terrenal de la mujer, porque está claro que su cuerpo murió, bien inmediatamente o en el transcurso de la siguiente semana. Todavía nos puede resultar un poco tenebroso pensar en ello, pero la Mujer de los Arándanos nos reveló que había pasado a otra dimensión. ¿No fue precisamente por eso por lo que apareció ante nosotros? ¡Para perdonarnos y darnos nuevo coraje! A mí me dijo: «Tú eres la que yo fui, y yo soy la que tú serás». No te preocupes, dijo. Tú serás como yo. No morirás nunca. También a ti te dio un mensaje de consuelo: «Deberían haberte puesto una multa por exceso de velocidad, hijo». Desde su punto de vista, quiero decir, desde su nuevo punto de vista, no eras culpable de nada más grave que una infracción de tráfico, que cualquiera puede cometer mientras nos movemos en este barro que es la vida terrenal. Lo que ocurrió no fue tan grave, porque de todos modos nuestros cuerpos son frágiles y efímeros, y hay una existencia más pura y más estable después de ésta.

Así que en cierto modo a los dos nos dijo lo mismo.

Por fin llegamos a casa, y ya no podíamos hablar de lo sucedido. Pero el trauma seguía dentro de nosotros y cargábamos con una culpa y una vergüenza que afloraba cada vez que nos mirábamos, cada vez que freíamos un huevo juntos, y cada vez que servíamos al otro una taza de té o de café.

Con el tiempo he pensado que no fue la vergüenza lo que imposibilitó nuestra convivencia, ya que hubiéramos conseguido dejarla atrás. Creo que habríamos ido a la policía a entregarnos. ¡Así de sencillo! Habríamos soportado el castigo y la deshonra que nos hubiera correspondido, apoyados fuertemente el uno en el otro.

No creo que hayas olvidado lo que hicimos antes de dar todo por zanjado. Al final llamamos a la policía, aunque anónimamente, es cierto. Preguntamos si había tenido lugar algún accidente de tráfico o atropello en la frontera entre las dos provincias la noche en la que pasamos por allí. Dijimos que llamábamos porque tal vez habíamos sido testigos de algo. Tomaron nota de la hora y del lugar, y quedamos en volver a llamar, porque insistimos en mantener el anonimato. Dejamos pasar dos o tres días antes de volver a llamar, y la policía nos dijo entonces que no habían recibido ningún aviso ni la noche en cuestión ni nunca en ese lugar, pues la carretera justo en ese tramo es inusualmente recta y previsible.

De repente nos encontramos con que no había rastro alguno de lo sucedido, lo que convirtió esa parte terrenal en un misterio aún mayor, e incluso hoy sigue siendo un enigma de suspense. Porque éramos dos, y sabíamos que habíamos atropellado a una mujer. Alguien, que no fuera ni la policía ni otras autoridades, tendría que haberse ocupado de su cuerpo. Yo, por mi parte, estaba cada vez más convencida de que habíamos estado en contacto con el espíritu de esa mujer unos días después de que ella pasara al otro lado. Justo en este punto radicaba la profunda diferencia de opinión entre nosotros. Yo saqué conclusiones muy distintas a las tuyas de lo que habíamos vivido. Por esa razón no podíamos seguir juntos. Empecé enseguida a leer filosofía espiritualista, y también tenía el libro de la sala de billar. Cuando lo descubriste en casa tuve miedo de que me lo tiraras a la cabeza. Con el tiempo también leí la Biblia, y hoy me considero cristiana.

Cristo resucitado se apareció a sus discípulos, y creo que fue algo parecido a lo que hizo la mujer que se reveló ante nosotros. Hablamos de eso entonces. A mí me resultaba de todos modo demasiado simple creer que Jesucristo primero muriese y luego su cuerpo muerto volviera a estar vivo. En ese sentido no me adhería al dogma de la iglesia sobre la «resurrección del cuerpo», o sobre esas ideas arcaicas de tumbas que se abrirán el último día. Yo creo en la resurrección del alma. Como Pablo, creo que después de la muerte de nuestro cuerpo, resurgiremos con un «cuerpo espiritual» en una dimensión muy diferente al mundo físico en el que vivimos aquí y ahora.

Yo había encontrado una síntesis entre el cristianismo y una fe en mi visión racional de que poseemos un alma inmortal. Aunque para mí no se trataba sólo de fe. Yo había visto una aparición de la mujer a la que atropellamos y matamos, de la misma manera que los discípulos de Jesucristo, según los cristianos de la primera iglesia, vieron a Jesús después de que «resucitara de entre los muertos». ¿No crees tú también que Jesús se apareció ante los discípulos para mostrarles misericordia, es decir, para infundirles esperanza y fe?

O para decirlo con palabras de Pablo: «Pues si de Cristo se predica que ha resucitado de los muertos, ¿cómo entre vosotros dicen algunos que no hay resurrección de los muertos? Si la resurrección de los muertos no se da, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana vuestra fe».

De los dos, yo fui la que lloré con amargura aquella vez que para consolarnos nos metimos en el escarabajo para ir a esquiar al glaciar de Jostedalen; yo que siempre había sentido tanta tristeza porque jamás me hartaría de vivir, de repente había encontrado una fe conciliadora en una vida eterna después de ésta.

Ya un par de días después de nuestro regreso a casa, el pequeño apartamento se fue llenando de escritos comprados y prestados sobre esos fenómenos que tú llamas «sobrenaturales». No creo que te dieras cuenta de que además leía la Biblia. Fue todo eso lo que no soportaste. No tenías ninguna fe que encajara con mi nueva orientación. La viviste como una traición. Tú y yo habíamos tenido nuestra propia comunidad religiosa. Ahora se había quedado con un solo miembro.

Porque no fue al revés. No fui yo la que no soporté vivir contigo debido a tu ateísmo. De verdad que no. Pero a la larga no sabía cómo relacionarme con tu rechazo a mi nueva convicción. No tenías ningún margen de variación. No mostrabas ninguna tolerancia, ninguna piedad. Resultó tan doloroso que al final tuve que coger aquel tren para Bergen…

Luego, más de treinta años después, se añadió un nuevo capítulo a esta historia. Sales a la terraza con una taza en la mano y de repente me descubres. En ese instante me parece poder verme a mí misma desde tu ángulo, y tengo una sensación inquietante.

Acompáñame en una última hipótesis. Para mí es importante, porque representa una atormentadora duda que me ha sobrevenido en los últimos tiempos. Sí, Steinn, yo también dudo.

Imagínanos cruzando la montaña aquella vez, e imagínate que hubiéramos montado una cámara de cine en el capó del coche. Si hubiera filmado la carretera delante de nosotros inmediatamente antes del momento del choque, ¿puedes hoy estar totalmente seguro de que la mujer del chal hubiera quedado grabada en el rollo de película?

Supongo que mi manera de expresarme te resulta extraña. Pero estoy escribiendo sobre algo verdaderamente extraño.

Aquello que llamamos la Mujer de los Arándanos fue una aparición del más allá, y como ya te he dicho no estoy segura de que hubiéramos podido sacarle una foto, de la misma manera que no hubiéramos podido grabar lo que nos dijo en una grabadora portátil. Ella era un espíritu que visitó a dos personas vivas de carne y hueso. Por eso no es correcto insinuar que se «materializó». Tampoco los dos oímos lo mismo. Llegó a nosotros con un pensamiento para ti y otro para mí. Fueron dos frases muy distintas entre sí, aunque el mensaje fuera esencialmente el mismo.

Gracias a la literatura me considero relativamente bien informada sobre gente que ha tenido experiencias análogas a las nuestras. Déjame subrayar un punto esencial. Los espíritus no están, huelga decirlo, sujetos al tiempo ni al espacio de nuestra existencia cuatridimensional, por no decir nuestra existencia cuadrada. ¿Qué podría sujetarlos? En ese sentido no es seguro que la Mujer de los Arándanos hubiera pasado ya al otro lado, o si eso es algo que aún queda por suceder visto desde nuestra perspectiva, quiero decir desde nuestro rincón físico de este misterio. Ella pudo ser un aviso, y es posible que siga entre nosotros.

Pero sí que la atropellamos, dirás para tus adentros, y la verdad es que yo he argumentado siempre que ella murió allí y en aquel momento, o en el transcurso de los siguientes días. Eso es lo que me pregunto, Steinn. Eso es lo que de repente se ha convertido en mi pequeña duda. Tal vez lo que nos ocurrió en aquel lago de montaña fuera el aviso de algo que va a suceder.

Pero los faros se rompieron, ¿no? Y los cinturones de seguridad se tensaron. Sí, se tensaron, aunque no mucho, y sí que nos dimos cuenta de ello.

Ya entonces pensé que teniendo en cuenta las circunstancias, los daños en el coche eran más bien pequeños. Además seguiste camino. ¿Lo habrías hecho si hubieras atropellado a un reno o a un alce?

Cuando volvimos poco después encontramos al menos el chal. Es verdad, y ahora digo como tú que hace mucho tiempo de eso y que ahora ya no lo sé. Pero la policía confirmó que en ese lugar no había ocurrido ningún accidente.

Para estar completamente segura de haber mencionado todas las posibilidades, acabaré por insinuar que la Mujer de los Arándanos apareció ante nosotros hasta en tres ocasiones. Primero en el sendero de Hemsedal, luego junto al lago y por tercera vez en el bosque de abedules detrás del viejo hotel de madera. ¿Tú qué crees, Steinn?

Nunca se nos ha vuelto a aparecer a ninguno de los dos. De hecho, fue lo primero que nos preguntamos cuando nos quedamos solos. Fue muy claro que vino a nosotros. Quizá no existan más testigos de ella que tú y yo.

Espero que este resumen no te haya resultado demasiado desgarrador. Puede que tenga miedo de que rompas de nuevo el contacto debido a nuestras opiniones divergentes. A lo mejor sigues pensando que estoy mentalmente perturbada. Pero sé que dentro de ti hay espacio para una interpretación más abierta del misterio que vivimos juntos, aunque con el tiempo hayamos llegado a conclusiones muy diferentes. Recuerdo cómo dialogamos las primeras veinticuatro horas, y recuerdo el viaje de vuelta a Oslo. Fue cuando empecé a llenar el apartamento de todos esos libros cuando tú te encerraste en ti mismo. Ahora, más de treinta años después, me escribes que te daba miedo.

Pero no dejemos que esto sea lo último que se diga. También hemos sido cavernícolas juntos, no debemos olvidarlo. Hemos sido Homo erectus, Homo habilis y Australopithecus africanus. En un planeta que bulle de vida, en un universo intensamente enigmático. No niego nada de eso.

Pero ese gran misterio del que formamos parte no tiene necesariamente sólo una parte física o material. Además, somos quizá espíritus inmortales, y tal vez eso sea el verdadero núcleo de nuestra personalidad. Todo lo demás –estrellas y estegocéfalos– en comparación no son nada más que tonterías. Ni siquiera el sol sabe más que un sapo, y ni siquiera una galaxia sabe más que un piojo. No saben hacer más que quemar el tiempo que les ha sido concedido.

Tú has dicho siempre que nuestros cuerpos están emparentados con sapos y reptiles. Pero a pesar del parentesco genético entre vertebrados primitivos y el Homo sapiens, el ser humano es en mi opinión esencialmente distinto al sapo. Nosotros podemos ponernos frente al espejo y mirarnos a los ojos, y los ojos son el espejo del alma. De esa manera somos testigos de nuestro propio enigma. Un sabio de la India lo expresó así: el ateísmo es no tener fe en el esplendor de tu propia alma.

Aquí y ahora somos cuerpo y alma a la vez. Pero sobreviviremos a los sapos que hay dentro de nosotros. La Mujer de los Arándanos ya no tenía cuerpo de carne y hueso, era un milagro por encima de este mundo. Ojalá un día llegues a sentir el misterio divino del que ella fue mensajera.

Luego pienso, con un sonrisa, en cómo tú y yo, una y otra vez y casi insaciables, nos entregamos el uno al otro. Sobre todo tengo pequeños tráilers mentales de esa última semana que pasamos juntos en el pueblo junto al fiordo. Son buenos recuerdos, pues no me avergüenzo de mi naturaleza carnal, nunca lo he hecho. Pero hoy me produce gran placer ser mucho más que eso. Algo más duradero.

Espero tu respuesta.