VI

Sí, allí estoy yo. Puede que entonces te des cuenta de que has tenido un sueño clarividente.

Bueno.

¿Estás haciendo algo en especial?

No. ¿Por qué?

Lo que quiero decir es si tienes algo que hacer esta tarde.

No, nada. Berit acaba de irse al teatro con su hermana.

Entonces propongo que mantengamos en marcha este diálogo. Niels Petter se ha ido a jugar al bridge con unos compañeros. Tenemos toda la tarde para nosotros. Me encanta estar aquí contemplando la ciudad. Pero estoy tensa.

¿Y tú? ¿Dónde estás tú?

Estoy en mi casa, en un pequeño cuarto de trabajo en la primera planta. Yo también tengo el escritorio delante de la ventana que da a la ciudad. La noche está a punto de posarse sobre Oslo, y las luces son cada vez más nítidas. Puedo ver hasta las de Ekeberg y Nesodden.

Yo veo hasta Vágen y la iglesia de la Cruz, y al fondo la de Johannes. También veo el parque de bomberos y el Ayuntamiento delante del lago Lille Lungegárdsvann.

Allí estaba yo, escribiste, y entonces tal vez pensaras que habías tenido un sueño clarividente.

Cuando llegué al viejo hotel de madera la noche anterior, tenía la sensación de que iba a encontrarme contigo en cualquier momento, en el salón o en el comedor. Cada escalón que subía a las habitaciones de arriba me recordaba a ti, cada cuadro de la pared, cada tapiz. Y el viejo locutorio de teléfono de madera, ¿te acuerdas? O dicho de otra manera: lo que vi con más claridad al llegar al Hotel Mundal fue que tú no estabas. Por todas partes tú. no estabas. No es, por tanto, de extrañar que soñara con los tiempos en los que vivimos juntos. Lo espectacular fue verte de repente en la terraza. Eso es lo que caracterizo como una increíble coincidencia. Pero el que estuvieras allí no fue la causa de que hubiera soñado contigo.

¿Ah, no? Toda aquella noche que estuviste dando vueltas por el planeta carbonizado yo dormía en una cama muy cerca de ti. ¿No te parece, teniendo en cuenta lo que soñaste, que es bastante probable que tuviera lugar cierta ósmosis entre nuestras mentes? ¿Sabías que uno es más receptivo a la telepatía y a la clarividencia soñando, es decir, durante lo que se llama el sueño REM? El término profesional es sueño paranormal. Se ha investigado bastante en laboratorios sobre este tema, pero también se cuenta con material antropológico que dice lo mismo. ¿Has leído la saga islandesa sobre Gunnlaug Ormstunge? Al menos recordarás los sueños de José en el libro del Génesis. Todos esos sueños eran típicamente clarividentes o premonitorios.

Mi madre me leyó la saga sobre Helga, Gunnlaug y Hrafn cuando era niño. Supongo que no habrás olvidado que nací en Islandia. La cuestión es: ¿cómo de literarios son esos sueños de las sagas? Pero estoy dispuesto a admitir que la interpretación de los sueños, me refiero a los que pretenden decir algo sobre el futuro, ha sido algo casi universal.

Al menos tu sueño tenía todas las características de lo que yo llamaría un sueño claro. Fue un típico sueño de revelación. ¿No estás de acuerdo en que era tremendamente denso y expresivo?

Sí, estoy de acuerdo en eso. Ya te dije arriba, en Fjellstølen, que había tenido un sueño excepcionalmente intenso y lleno de contenido. Y claro que resultó un poco extraño dar aquel paseo contigo sólo unas horas después de despertarme. ¿O debería decir: sólo unas horas después de que tú me hubieras bajado del espacio? Ese sueño me dijo mucho sobre cómo esos años que vivimos juntos siguen vivos dentro de mí y me siguen marcando. También tengo la sensación de que desde entonces estoy un poco «en órbita» desde que lo dejamos. Además, creo que gran parte de los sueños se nutren de lo que uno ha vivido el día anterior. Yo llevaba todo el día viajando por un paisaje lleno de niebla.

Pero a la vez fue un sueño aterrador, como una pesadilla. Parece que estás anhelando algo en qué creer. Esa idea de ser la única conciencia existente en el universo grita su deseo de ser contradicha. Te pides a ti mismo que esa falsedad sea refutada. Somos más, Steinn. Más almas en el universo, quiero decir. Creo que formamos una miríada de espíritus. Cuántas no lo sé, claro está, pero creo que sumamos casi un número infinito, más o menos como los rayos de sol que pueden verse en la superficie del mar un día de verano.

Lo siento, Solrun. Soy incapaz de acompañarte por esos caminos. ¿Me perdonas?

Hago más que perdonar. Soy condescendiente cien por cien. Al parecer, opinas que la materia sobrevivirá al espíritu, también eso se desprende de tu sueño. Todo este monstruoso universo quedará un día aquí abandonado por nosotros como chatarra externa. Yo pienso de un modo diametralmente opuesto. No dudo de que nuestras almas sobrevivirán a ese barro material. Creo que podemos estar de acuerdo en un punto, y es que toda naturaleza al fin y al cabo se disolverá.

Por desgracia sí. Es una consecuencia inevitable de la segunda ley de la termodinámica.

Pero no existe ningún principio que diga que el paso del tiempo deje ni siquiera un rasguño en lo que es espíritu.

Porque tenemos un alma libre que sobrevive a la muerte del cuerpo. Creo que entiendo lo que quieres decir.

Imagínate que estás dando un paseo por el bosque. Vas por un sendero y hace unas semanas que estuviste por allí, y de repente llegas a una flamante cabaña de madera que nunca habías visto antes. Resulta bastante espectacular que en tan poco tiempo hayan levantado allí una cabaña de troncos, y mientras la estás mirando se abre una puerta y sale un hombre sonriente. Tiene los ojos muy azules y los dientes blanquísimos. Es un hombre hecho y derecho y recién creado. Hace una profunda reverencia. ¡Buenos días!, dice. La escena es surrealista, misteriosa.

Luego viene la pregunta: ¿Qué ha sucedido? ¿Fue la cabaña la que se levantó por sí misma a partir de unos árboles del bosque y luego creó al hombre para que le diera un alma? ¿O fue al revés, es decir, primero el hombre levantó la cabaña y luego se metió en ella?

Me limito a preguntar qué es lo más creíble, si lo que vino primero fue el espíritu o la materia. En la epístola de tu viaje concluiste intuyendo una conexión entre la conciencia y lo que ocurrió en «la primera fracción de microsegundo del universo».

De hecho, creo que has argumentado a favor de que «algo puede haber estado allí detrás o fuera de ese tiempo y ese espacio creados por el Big Bang». Son tus palabras. ¿Y no sería en realidad un robo hablar del Big Bang como del principio de todas las cosas? Lo que conocemos como el mayor abracadabra del mundo podría igualmente haber sido el cambio de un estado a otro.

No lo sé. Ya no lo sé. No sabemos nada.

En el sueño estabas muy afligido. Sentías una imperiosa necesidad de ser salvado de tu visión del mundo materialista. Llegaste incluso a rezar a un Dios en el que no crees. Lo que quiero decir es que entonces uno está realmente falto de todo.

¿Pero no ves ninguna posible dimensión conciliadora? ¿Ni siquiera después de ese sueño tan ágil? Era como una continua documentación de que en el fondo tienes una vida mental muy intensa. Además, tu oración fue escuchada, lo que significa que al menos tienes una duda inconsciente de tu propio ateísmo.

¿Nunca has tenido una vivencia, Steinn? ¿Nunca has vivido algo que se pueda interpretar como una señal de algo espiritual o trascendental?

No son más que las diez, aún falta mucho para que me vaya a la cama.

Sí, he tenido una experiencia de ese tipo, algo que ocurrió en la década de los setenta. Tenía la intención de contártelo mientras estábamos sentados en las ruinas de la vieja granja de verano aquel día de julio, pero primero tenía que sacarme del cuerpo ese intenso sueño. Luego llegaron las vaquillas, y ya sabes lo que pasó, de camino al hotel no hablamos mucho. Resulta vergonzoso admitirlo, pero había algo que nos hacía sentir un poco incómodos el uno con el otro. En ese lugar y en ese momento de repente no había nada más que decir. Por eso sugerí que nos enviáramos correos electrónicos. ¿Recuerdas que lo mencioné abajo, donde el campo de tiro y el granero rojo? De todos modos, en el momento en el que nos encontramos con tu marido en aquellas casetas de libros se acabó toda conversación entre nosotros. Yo había pensado que podíamos despedirnos con un café los tres, pero no pudo ser.

Un año después de marcharte, volví a tener por fin noticias tuyas. Me pediste que embalara algunos de tus objetos personales y te los enviara a Bergen. No fue para mí un encargo fácil de cumplir, algo que tú también dijiste en tu correo electrónico, porque casi todo lo que teníamos lo habíamos comprado entre los dos. Llevábamos compartiendo piso desde los diecinueve años, de manera que cinco años más tarde no era fácil distinguir entre lo tuyo y lo mío. Pero creo que fui generoso y que no saliste perjudicada. Muchas cosas tenían sobre todo un valor sentimental, y yo sabía lo que tú más apreciabas, aunque no siempre lo que tiene valor sentimental para uno lo tiene también para el otro. Muchas veces ocurre todo lo contrario. Seguro que te acuerdas de aquella campana de cristal que compramos en Smaland después de haber estado en Skane. Para mí tenía un gran valor, pero la envolví con mucho cuidado en papel seda y te la envié. Espero que resistiera el trasporte y que aún la mantengas intacta.

Una vez oí una historia de una pareja que se iba a separar. La separación era de mutuo acuerdo y empezaron a repartir los libros de un modo fraternal. Pero pronto descubrieron que libro que uno quería, también lo quería el otro. Esa situación era cada vez más clara conforme intentaban seguir adelante con el reparto. Entonces empezaron a hablar de algunos de los títulos y descubrieron que estaban demasiado compenetrados como para separarse. Hoy siguen viviendo juntos y consideran el motivo inicial de su intención de separarse un episodio insignificante.

También en nuestro caso los libros desempeñaron un papel muy importante, pero para nosotros fue al revés. Estoy pensando en toda esa biblioteca tuya sobre esos temas, y ante todo tengo en mente un libro determinado, ya sabes a cuál me refiero. A veces puede haber más explosivos en un libro que en un «episodio» aislado.

Cuando hube embalado y enviado tus cosas, sentí que el divorcio en sí estaba sellado. No necesitábamos ningún papel que dijera si vivíamos juntos o si nos habíamos ido a vivir cada uno por nuestro lado.

Pero cuando aquella mañana salí de Correos tras haber expedido las tres cajas, no volví a casa. Me metí en el volkswagen, salí al Periférico y bajé hacia Drammensveien, más o menos como tú y yo hacíamos a veces, sin rumbo, porque no sabía adónde me dirigía hasta después de pasar Sandvika, camino de Sollihøgda y Hønefoss.

Cinco horas más tarde pasé por Haugastøl. Seguí un poco hacia el sur y subí al altiplano de Hardanger, aparqué el coche y busqué el camino que conducía a nuestro antiguo lugar. Me di una vuelta por allí y me senté un buen rato antes de volver al coche y proseguir viaje.

El lugar que habíamos habitado aquellos días seguía como si hubiéramos estado allí el día anterior. Me metí en la «cueva» y encontré nuestro catre, donde también habíamos dejado aquella piel de cordero sin curtir. Tú decías que si alguien la encontraba durante la recogida de las ovejas en el otoño, tal vez el granjero recibiera una indemnización. Tú siempre querías pagar tus deudas. Pero la piel de cordero seguía allí.

No voy a decir que aún subía humo del hogar, pero los restos carbonizados de nebrina y abedul seguían entre las piedras, tal y cómo los dejamos. También encontré muchos otros vestigios nuestros. Más o menos sistemáticamente me puse a realizar una investigación arqueológica erótica. Habías dejado olvidado uno de tus guantes verdes, una moneda de cinco coronas, y un pasador de pelo de aluminio, aunque pensándolo bien, ¿lo del pasador no era en realidad una infracción de las reglas vigentes en la edad de la piedra? No recuerdo que lo usaras, tal vez simplemente se te cayera de algún bolsillo. Conforme pasaban los días, los dos íbamos llevando el pelo cada vez más desarreglado, el jabón y el champú estaban sin duda en la lista negra, en lugar de jabón usábamos ramas de abedul enano, liquen y musgo. Encontré un par de nuestros anzuelos caseros, y me sentí algo avergonzado al comprobar cómo habíamos sembrado espinas de pescado por todas partes, pero seguramente eso harían también en los alrededores de la famosa cueva de Crô-Mag-non. Creo que tú y yo nos dijimos algo así. Tenemos derecho a ir un poco desaliñados, decíamos. Nos esforzamos por vivir lo más auténticamente posible. Éramos seres humanos, pero por muy poco, acabábamos de evolucionar, de manera que tampoco podíamos mostrarnos demasiado exquisitos, teníamos que mostrarnos rudos y un poco salvajes.

Y entonces de repente —porque fue muy de repente— es como si perdiera el control sobre mí mismo y me confundiera con el paisaje que me rodea. El que ocurra allí y en ese instante es para mí algo casual, porque no se trata de nada que yo haya buscado. Lo que ocurre es que me invade la sensación de que lo que suelo considerar como «yo» y «lo mío» ya no rige, no ha sido más que una ilusión.

Me pierdo a mí mismo, y no lo siento como una pérdida, sino como algo liberador y enriquecedor, porque al mismo tiempo comprendo que soy mucho más que ese miserable ego que tanto me ha preocupado hasta ahora. No soy sólo yo. Así de simple. También soy todo ese altiplano que me rodea, todo el país, todo lo que hay, desde el más pequeño insecto hasta las galaxias en el cielo. Todo soy yo, porque soy yo el que es todo esto.

Me encuentro en un estado de conciencia completamente indescriptible. Noto y sé que soy la piedra sobre la que estoy sentado, y ésa y aquélla, y todo el brezo, nebrina y abedul enano con los que me visto. Entonces oigo el canto melancólico del chorlito dorado, pero también el canto es mío, soy yo quien canta, y es mi propia atención la que estoy llamando.

Sonrío. Debajo de una agitada superficie de impresiones sensoriales, de voluntad y deseo, también he tenido siempre una identidad más profunda, algo callado y tranquilo emparentado con todo lo que es, y ahora, en cuanto me doy cuenta, también se serena la superficie agitada. He sido víctima del mayor engaño del mundo, es decir, creer que «yo» es algo completamente independiente de todo lo demás. Pero lo que estoy experimentando no es nada trascendental. Al contrario, es radicalmente de este mundo.

Tengo una intensa sensación de intemporalidad. Aunque tampoco es como si hubiese sido arrancado del tiempo, diría más bien que me siento unido a él, y no sólo metido a presión en este rato aquí y ahora, sino en todos los tiempos. Porque no sólo vivo mi propia vida, no sólo estoy aquí y ahora, soy antes, ahora y después. Crezco en todas las direcciones y lo haré siempre, porque todo es uno y todo soy yo.

Entonces todo empieza a desaparecer, porque también lo que describo es una experiencia terrible. He sentido un feliz roce de la eternidad, de todo lo que hay antes y después de mí, aunque la experiencia en sí haya durado sólo unos segundos. Pero de ese estado he extraído un nuevo conocimiento, una dimensión que sé que me acompañará durante toda la vida.

Basta ya de hablar de la experiencia o estado de conciencia en sí. Aunque se trata de una experiencia auténtica que he intentado revocar, opino a posteriori que es posible, al menos hasta cierto punto, alcanzar esa misma comprensión mediante la reflexión.

Solemos decir que estamos en el mundo, en el universo o en el planeta. De acuerdo. ¿Pero no podría ser un juego tentador, por no decir un ejercicio de liberación, suprimir esas pesadas preposiciones y cambiar el verbo? Yo soy el mundo. Yo soy este universo.

Allí arriba, en el altiplano, entré en un estado de conciencia casi indescriptible. Pero lo que experimenté fue verdad. El que yo sea el mundo, eso es verdad.

¿O tú qué dices? ¿Visualizas una esperanza de conciliación a lo largo del eje que he descrito? ¿Eres capaz de alegrarte al pensar que dentro de cien, mil o un millón de años correrán por el altiplano de Hardanger liebres, perdices y renos? ¿Eres a la vez capaz de sentir que en cierta manera eres esa variedad que surgirá después de ti? ¿Un conocimiento así también te puede proporcionar un poco de paz en el alma, y tal vez una idea etérea de que tu pequeño «yo» sobreviva a su existencia terrestre como «espíritu» en un paraíso del alma?

Imagínate el siguiente dilema. Delante de ti en la mesa hay dos botones incrustados. Puedes elegir cuál de ellos pulsar. Si pulsas uno, morirás inmediatamente, y no existe ninguna existencia individual después de ésta, pero en cambio la humanidad y toda vida en el planeta seguirán vivas dentro de un futuro incalculable. Durante innumerables generaciones correrán niñas por las islas e islotes como hacías tú a finales de los cincuenta. ¿Sabes?, me las imagino claramente. Me parece que hay un montón de gente allí, detrás de la curva. Pero hay otro botón en la mesa delante de ti, y si optas por pulsarlo, vivirás estupendamente hasta que tengas más de cien años. En cambio, y he aquí el dilema: toda la humanidad y toda la vida en la Tierra morirán contigo.

¿Qué elegirías tú?

Creo que yo elegiría la primera alternativa sin vacilar. Con ello no pretendo atribuirme ninguna forma de piedad o voluntad de sacrificio. Pero yo no soy sólo yo, y no sólo vivo mi vida. Si sondeo más profundamente soy también la humanidad, y espero que ella florezca después de mí. De eso tengo una esperanza egoísta, porque gran parte de lo que considero yo está anclado en algo fuera de mi propio cuerpo. Creo que sobre ese punto estamos en cierta forma de acuerdo. Yo no soy sólo este cuerpo. No todo depende de él.

En nuestra época se nos engaña a menudo haciéndonos creer que nuestro ego es el centro del universo. ¿Pero no resulta muy fatigoso vivir así? ¿Con la certeza de que al centro del universo sólo le quedan unos años o décadas de existencia?

Sentí una liberación mental arriba en el altiplano. Me sentí liberado de una esclavitud egocéntrica. Fue como si se rompieran algunos cercos, los cercos del ego o del yo.

Pero tengo más que contarte.

Cuando volví al coche serían las cuatro de la tarde, y se me ocurrió seguir hacia el oeste en lugar de volver a Oslo. Crucé el altiplano y decidí bajar al valle de Mabø. Cogí el trasbordador para cruzar el fiordo desde Kinsarvik y luego continuar hasta Nordheimsund, pasando por Kvamskogen, hasta Arna. Me pareció que ya era hora de dar la vuelta, porque había empezado a anochecer, y estaba a cuatrocientos kilómetros de mi casa en Kringsja.

Pero me resultó imposible dar la vuelta estando tan cerca de ti, de manera que continué hasta Bergen, aparqué el volkswagen rojo en Nordnes y me puse a dar vueltas por las calles de la ciudad. Cuando había cruzado el fiordo de Hardanger pensé que todo era un poco absurdo, porque podría haberme traído tus cajas en el coche en lugar de haberlas enviado por correo. Todo era muy tonto, porque si hubiese traído esas cajas habría tenido un pretexto para ir a verte.

Pero estaba convencido de que en cualquier momento te vería por alguna de esas calles, pues había hecho un largo viaje, y al doblar una esquina y no encontrarte, estaba seguro de que te encontraría en la siguiente. Al final subí a Skansen y seguí dando vueltas, había estado un par de veces en el piso de tus padres en Søndre Blekeveien, pero no podía presentarme allí sin más. Habría resultado demasiado melodramático. Tenía miedo de involucrar a tus padres.

Pensé que darías un paseo nocturno, tú que siempre sentías dónde estaba yo y cuándo iba a aparecer, podrías usar esas habilidades tuyas y salir a mi encuentro. Pero no tenías esas artes, Solrun, al menos no aquella noche. Tampoco sabía si estabas en casa, podrías haber estado en Roma o París. Se puso a llover. No tenía dinero para un hotel, así que volví andando a Nordnes, todavía con la sensación de que iba a encontrarme contigo antes de llegar al coche. Pero tuve que meterme solo, empapado y cansado en el volkswagen rojo. Arranqué el motor, la batalla aún no estaba del todo perdida, te seguía buscando mientras salía de la ciudad, pensando que tal vez hubieras ido a visitar a una amiga y estuvieras volviendo a tu casa. En Nordheim avisté una persona que se parecía a ti, pero no eras tú. Crucé el fiordo y llegué a casa, a Kringsja, a mediodía del día siguiente. Me eché a llorar. Bebí y me quedé dormido.

La ruptura entre nosotros fue quirúrgica, y se hizo sin anestesia.

Sí, Steinn…

Después de escribirte aquella carta tenía una pequeña e íntima esperanza de que en lugar de enviarme mis cosas las metieras en el coche y me las trajeras a Bergen. Era nuestra ultimísima oportunidad. Claro que pensé mucho en ti en los días siguientes, y una noche se me ocurrió la idea de que andabas infeliz por Bergen. Se me ocurrió que llevabas mis cosas en tu coche rojo, pero que no tenías el valor suficiente para venir a mi casa y entregármelas personalmente. De modo que salí a la calle. Había empezado a llover, y volví corriendo a casa a buscar un paraguas, aunque tenía la sensación de que debía darme prisa en encontrarte. Fui al Mercado del Pescado y a Torgallmenningen, estuve en Engen y en Nøstet, e incluso fui hasta Nordnes. Pero no te encontré por ninguna parte. Luego no me sentía completamente segura de que realmente hubieras estado en Bergen ese día, pero estaba convencida de que al menos habías pensado intensamente en mí, y sabía que seguíamos queriéndonos.

Después de aquello transcurrió primero un año y luego muchos más. Creo recordar que te envié unas líneas para informarte de que me había ido a vivir con Niels Petter, y unos años más tarde me llegaron rumores de que tú habías conocido a tu Berit. Curiosamente no me alegró saberlo. Sentía celos…

Me parece muy extraño lo que me cuentas de tu visita a aquella cueva en donde vivimos. Estoy segura de no haberme puesto ningún pasador. Seguro que se me cayó del bolsillo del anorak, y la moneda de cinco coronas puede que fuera tuya.

No encontraste ninguna colilla, ¿no? ¿Lo recuerdas? Por supuesto no nos llevaríamos cigarrillos a la Edad de Piedra, lo que significaba que teníamos que dejar de fumar, o al menos darnos un respiro mientras estábamos allí. Pero un día cuando volviste de pescar noté que habías fumado a escondidas, porque no lograste evitar mi beso. Confesaste enseguida y te sentías muy culpable. Estabas muy arrepentido. Me diste el paquete de tabaco, que esa misma noche ardió en las llamas de nuestra hoguera.

¿Qué te parece lo que experimenté arriba en el altiplano al año siguiente?

Bueno, creo que entiendo lo que describes, y tal vez tu vivencia no necesariamente tenga que ser irreconciliable con mis propias vivencias. Porque claro, en la materia todo es uno –con sólidas raíces hacia ese Big Bang tuyo–. ¿Pero no somos ante todo personas únicas? Eso ya lo decíamos entonces. Hoy yo digo además que somos seres espirituales.

Obviamente puede resultar divertido pensar que los átomos y moléculas que vayan a dejar mi cuerpo formen parte luego de una liebre o un zorro montañés. Pero para mí no es más que una idea divertida. ¡Porque de esa forma yo desaparezco, Steinn! ¿Me oyes? Era eso en lo que no soportaba pensar entonces. Que yo sería yo por muy poco tiempo. ¡Quería durar! Y hoy tengo una esperanza, una fe más maravillosa que tú.

No pretendo quitarle importancia a tu bonita experiencia en el altiplano al año siguiente de haberte dejado. Pero tengo mis dudas respecto a tu conformidad con esa perspectiva panteística que introduces, y tampoco sé si fiarme del todo de lo que dices sobre los dos botones entre los que podías elegir. De hecho, en el sueño hiciste exactamente lo contrario. Sacrificaste el futuro de la humanidad entera con el fin de tener unas horas más de vida. Y encima fuiste capaz de matar a tus dos compañeros y de robarles el oxígeno para que tú pudieras estar en esa nave espacial reflejándote en tu conciencia unas horas más.

Pero aquello fue un sueño. ¿Tú nunca has hecho en un sueño algo que no habrías hecho en la realidad?

Claro que sí, y sé que eres una persona considerada. Por cierto, me emocioné al leer todas las molestias que te tomaste en embalar mis cosas y enviármelas. Y es verdad que las repartiste de una manera muy generosa. Me tranquilizó saber que al menos te habías quedado con el coche. Ese tema ni siquiera se tocó, porque yo no tenía carné de conducir. Y tú pagaste la reparación del guardabarros y los faros delanteros.

La vieja campana de cristal está en el alféizar de la ventana justo delante de mí, y ahora la levanto con la mano izquierda y la hago sonar. ¿La oyes?

¡Sí! Y no me olvido de Smaland. En la laguna de juncos nadaba una pareja de cisnes. Los señalaste y dijiste que eran tú y yo, y que lo que contemplábamos en el tranquilo lago eran nuestras almas. ¿Lo recuerdas? Yo te abracé y expresé una opinión diferente, pero no por ello menos cálida y entrañable. Dije: Estos cisnes son el alma universal. Ellos no lo saben, pero ahí dentro nada el alma universal.

Siempre he sido un romántico de la naturaleza. Tú también lo eras. Pero tú además te sentías amenazada por la naturaleza.

Berit está durmiendo. ¿Vas a escribir más esta noche?

Recuerdo los cisnes. Y también que no llegamos a ponernos de acuerdo en lo que simbolizaban. Te escribo y te lo envío esta noche. Pero no te esfuerces por mantenerte despierto. Ve a dormir, Steinn, mañana lo leerás.

Ni hablar. Esta noche estamos navegando juntos.

¿Qué dices? ¿Espero que no hayas estado bebiendo?

Relájate. ¿Acaso he escrito algo grosero? Tú escribe… Yo estaré despierto.

Intentaré ser breve, porque ya sabes casi todo lo que voy a decir.

Yo tenía diez u once años cuando pasaba las vacaciones de verano en Ytre Sula, y de repente una golondrina chocó contra la ventana del salón de mi abuela. Ella opinó que deberíamos esperar un poco antes de hacer algo con el pájaro, porque a veces los pájaros simplemente se desmayaban cuando chocaban así, decía, y al cabo de un cuarto o de media hora podían volver en sí y seguir volando. Dijo que algunos pájaros tenían una segunda vida, una vida después de la muerte, porque veíamos que el pájaro moría, y de repente estaba volando otra vez. Pero pasó todo el día, y luego toda la noche, y la golondrina no volvió en sí. A la mañana siguiente parecía un desecho y tuve que enterrarla sola, porque mis padres estaban en Bergen. Pensé que mi abuela podía haberme ayudado, pero ella opinaba que era tarea de los niños enterrar a los pájaros muertos. Tú y yo hablamos de eso, en relación con aquellos ataques míos.

Desde entonces, desde que tenía diez u once años, crecí con el intenso convencimiento de que no soy más que uno de esos pobres pájaros, que yo misma soy naturaleza. Ya no era una niña pequeña. La época de la inocencia y la despreocupación había acabado.

Sí, Steinn, resulta maravilloso pensar que constantemente llegan al mundo nuevos niños que van a poder vivir un rato sin conciencia de la muerte, sin dolor o miedo. Para mí una parte de la vida acabó cuando tenía diez u once años, o al menos tomó un rumbo completamente diferente. Mucho antes de llegar a la pubertad ya estaba aterrada, y en cierta manera algo alejada de este mundo, o al menos alejándome de él.

Luego llegué a Oslo y te conocí a ti, el tiempo hasta ese momento no tiene importancia, sólo lo recuerdo como una sucesión infinita de clases de piano, tenis y estudios para los exámenes, y en la última fase cierta dosis de ligues y borracheras. Pero tú te encontraste conmigo en mi propia herida, porque tú también tenías una superficie herida, o una superficie de seriedad, tal vez suene mejor. Reconociste ante mí que para la gente como nosotros no había más esperanza que la vida aquí y ahora. Estábamos tan desnudos, tan indefensos, tan entregados el uno al otro para poder estimularnos mediante el éxtasis y la naturaleza… algo que al menos por algún tiempo fue capaz de frenar nuestros pensamientos respecto a dónde íbamos inexorablemente.

Pero yo tuve siempre una visión dual de la existencia, algo que también me ha acompañado desde aquel verano en casa de mi abuela. Experimenté que ante todo somos almas, y que las necesidades físicas que constantemente nos enardecían, y que también resultaban fáciles de satisfacer, era algo muy distinto, algo que nos caracterizaba como hombre y mujer y que en los ratos de pasión nos deleitaba, pero que en el fondo, creo, considerábamos algo efímero y externo. ¿No lo vivías tú también así?

Me encantaba cuando te acercabas a mí por detrás, me ponías una mano en la frente, me soplabas en la nuca, me levantabas el pelo y me susurrabas al oído: ¡Hola, alma! Esas veces, que no eran muy raras, no ibas buscando acostarte conmigo. ¿Sabes?, en esos momentos estabas realmente hablando a mi alma, abrías una ventanilla a una categoría completamente distinta, al espíritu, y era mi alma la que contestaba. Simplemente solía decir: Tú… Y bastaba. ¿Qué otra cosa puede decir un alma a otra? Más cerca de ti era imposible llegar.

De modo que tuviste un presagio, Steinn. Para mí es muy importante recordártelo. A menudo te oía abrir la puerta de Kringsjá media hora antes de que realmente llegaras. Las primeras veces estaba segura de que realmente eras tú, e iba corriendo hacia la puerta a recibirte, en alguna ocasión también para llevarte directamente al dormitorio, a veces lo había planificado todo. Pero me di cuenta de que sólo era un presagio que me indicaba que estabas de camino. En realidad esos avisos resultaban muy prácticos. Me daba tiempo a poner la mesa o a cocinar algo apetitoso, o incluso a arreglarme cuando quería seducirte, lo que conseguía cada vez que me lo proponía. Seguramente recuerdas que algunas tardes de invierno volvías a una casa con velas encendidas y un dormitorio calentito, tú sabías lo que te esperaba, lo llamabas sauna de amor, y te reías lleno de esperanza. Steinn, escribo sobre este tema ahora sólo para recordarte mi «tendencia» a lo oculto. Ha sido para mí una realidad viva al menos desde que tú y yo nos conocemos.

Porque hay algo más. Un día de mayo del año 1976, no muchos días antes de que atravesáramos las montañas para caminar sobre el glaciar Jostedal, nos despertamos juntos. Yo había tenido un sueño y me volví desconcertada hacia ti. Te asustaste porque me quedé mirándote fijamente. ¿Se trataba de un nuevo ataque que estaba de camino?

Dijiste: ¿Qué pasa?

Yo te contesté: He soñado que Bjørneboe había muerto.

Qué tontería, dijiste, siempre pensabas que esos presagios eran una tontería.

Pero yo repetí: No, que Jens Bjørneboe ha muerto. Y ¿sabes? Steinn, añadí, él no soportaba vivir más.

Y me eché a llorar. Acabábamos de leer El sueño y la rueda, el libro sobre Ragnhild Jølsen. Habíamos leído casi todo lo que Bjørneboe había escrito. Estabas irritado. Te fuiste a la cocina y pusiste la radio, y en ese instante empezaban las noticias. La noticia principal era la muerte del escritor Jens Bjørneboe. Volviste asustado a la cama y te tumbaste junto a mí.

Dijiste: ¿Qué haces, Solrun? ¡Déjalo! Me asustas.

Pues sí, he tenido algunas experiencias de «clarividencia» de ese tipo, más en aquellos tiempos que ahora. Cuando tu alma, tu «portador de presagios» o «predecesor», seguía volviendo a casa media hora antes que tú, o cuando yo tenía sueños premonitorios de los que los dos podíamos obtener una clara confirmación al día siguiente, me iba acercando a la idea de que los seres humanos tenemos realmente un alma libre, en el sentido de que es independiente de los cuerpos que habitamos.

De todos modos, eso no bastaba para que pudiera conciliarme con mi destino como «huésped en la realidad». Yo lloraba y tú eras fuerte, me aguantabas. Un día de septiembre tuve un nuevo ataque. Habíamos quedado en la puerta del auditorio Sophus Bugge de la universidad después de la clase de Edvard Beyer sobre el poeta Wergeland, y tú me consolaste como pudiste. Luego dijiste: Esta noche vas a ser la reina del Theatercafeen.

No podíamos permitirnos el lujo de frecuentar restaurantes de esa categoría, pero acabábamos de recibir nuestros préstamos estudiantiles, y nos permitimos una velada de lujo. Yo tomé dos postres. Te portaste muy bien conmigo, pero estabas cada vez más escéptico. Me parecía que te mostrabas muy frío. Nunca fuiste malo conmigo, pero te convertiste en un cínico, en cuanto al conocimiento, me refiero. Canalizaste tu amargura de esa manera y bueno, la mía tomó otro camino, el camino de la esperanza.

La telepatía, la percepción extrasensorial o la clarividencia son para mí fenómenos auténticos desde el día en que oí tu primer «presagio». Oí que llegabas, pero en realidad no llegabas. ¡Pero al final sí que llegaste!

¿Qué es un ser humano, Steinn? ¿Cuántas veces piensas en el hecho de que tu muslo o tu antebrazo sean carne y hueso justo debajo de esa finísima película de piel sensible al tacto? ¿Alguna vez has intentado imaginarte qué aspecto tienen tus vísceras o tus intestinos? ¡Por dentro, quiero decir! ¿Eso eres tú? ¿Dónde quieres situar dentro de ti lo que constituye tu verdadero sujeto y que habla, piensa y sueña como tu yo? ¿En la bilis o en el bazo? ¿En el corazón o en los riñones? ¿Acaso en el intestino delgado? ¿O mejor debemos buscar el punto de anclaje en el alma, en el espíritu, en aquello que es, porque todo lo demás no es sino el tictac del reloj y granos de un reloj de arena? Barro y lodo, diría yo.

Ahora salto hasta la penúltima noche en el viejo hotel de madera, la noche antes de que la hija del director nos pidiera que cuidáramos media hora a sus tres hijas mientras ella iba al banco.

Habíamos tomado una copita de aguardiente de manzana y estábamos a punto de subir a acostarnos, pero nos pasamos por la sala del billar a jugar una partida. Me resulta curioso pensar que las mismas tres bolas de marfil siguen todavía sobre el fieltro verde. Me pregunto cuántas veces se han tocado.

La sala de billar también servía de biblioteca y de bar, y cuando yo había conseguido diez puntos y tú sólo ocho, nos acercamos a las estanterías, como hacíamos todas las noches. Había una colección sumamente selectiva de libros, casi todos muy antiguos, y la mayoría pertenecientes a las categorías de geografía, geología y glaciología. Pero –como una contrapartida espiritual– me topé de repente con aquel libro: El libro de los espíritus, editado en Christiania en el año 1893, sólo dos años después de la construcción del hotel. Estaba traducido del francés, y el título original era Le Livre des Esprits, editado en París en 1857.

Fue la noche antes de nuestro encuentro con la Mujer de los Arándanos. Todavía abajo, en la sala de billar, empezamos a hojear ese libro, creo que yo te leí un par de frases en voz alta antes de llevárnoslo a la habitación. Empezamos leyéndonos el uno al otro en voz alta y riéndonos. Porque aunque el libro había sido redactado por una persona de carne y hueso, era un continuo manifiesto de apariciones del mundo de los espíritus. Contenía una colección de testimonios de espíritus de personas muertas recibidos por personas vivas a través de sesiones espiritistas. Recuerdo que al final dejaste el libro sobre la mesilla y me confesaste: Prefiero una mujer viva en los brazos que diez espíritus volando. Me dejé llevar, lo confieso. Era de noche.

Pero ese libro había sembrado algo dentro de mí. En el transcurso de unas semanas me convertí en espiritualista, mejor dicho, en espiritualista cristiana. Se convirtió en mi fe, mi paz y mi sosiego.

Al día siguiente por la tarde nos encontramos con la Mujer de los Arándanos. Es curioso, ¿pero no crees que cuando uno está a punto de abrirse ante algo, algo se abre al mismo tiempo ante él?

Lo que es seguro es que no puede entrar ningún pájaro volando en una casa con todas las ventanas cerradas. En ese caso choca contra el cristal.

Cuando se viven fenómenos tales como presagios, telepatía, clarividencia o sueños premonitorios, uno descubre que aparte de los cuerpos que habitamos de momento, también somos almas pertenecientes a un orden muy distinto al material. Para mí el camino desde allí hasta la fe en la inmortalidad del alma fue muy corto.

¿Cómo van las cosas por Oslo? ¿Duermes?

No, he estado leyendo. Son cerca de las dos. ¿Sigues junto al ordenador?

Sí.

Resulta casi increíble. Entonces encontraste realmente la salvación. Una salvación para tu alma asustadiza. Te envidio, porque yo quedo tiritando fuera de tu nueva fe.

Aún no te doy por perdido. Te voy a regalar algo, Steinn. Te lo prometo. Algún día te convenceré.

No voy a impedirte que lo intentes. A lo mejor yo tampoco creo del todo en ese panteísmo mío. Pero ahora hay que irse a dormir….

Sí, vamos a dormir. Curioso que tú, por una vez, lo digas antes que yo.

¡Buenas noches!

¡Buenas noches!

Sólo una cosa más. He reservado todo el día de mañana para reproducir con exactitud lo que sucedió aquel día hace más de treinta años. Ahora me voy a dormir unas horas, y mañana a primera hora me sentaré junto al ordenador. Intentaré enviarte algunos correos en el transcurso del día. Si eres capaz de recordar la historia entera de este universo, uno de nosotros también se acordará de todo lo que ocurrió entonces. ¿Te parece bien? ¿Estamos por fin lo suficientemente maduros para poner palabras a lo que sucedió?

Tendremos que arriesgarnos. Un día nos prometimos no volver a hurgar nunca en ello, pero creo que ya podemos desligarnos de nuestra promesa de silencio.

¿Sabes lo que he estado bebiendo toda la noche?

¡Calvados! Lo huelo desde aquí. Manzana quemada…

Impresionante. Realmente tienes esas artes. ¡Que duermas bien! Espero tus correos mañana.

¡Buenas noches!