Es el 17 de julio de 2007. Me despierto muy temprano, con una tormenta de truenos bastante fuertes. Es un día gris, nubes plomizas cuelgan sobre Oslo. Iré en tren hasta Gol, y desde allí en autobús hasta Lærdal y Fjærland, es un viaje de casi nueve horas. Nunca me ha gustado ir solo en coche, para eso prefiero el transporte colectivo, así estoy completamente libre, y puedo leer o simplemente relajarme.
La mañana en cuestión Berit me llevó en coche a la estación de Lysaker, pues tenía que ir de todos modos a casa de su padre a llevarle ropa de la tintorería. Esperé unos minutos en el andén, hasta que a las 08:21 llegó el tren a Bergen. Se oyen truenos a intervalos irregulares, es una mañana de verano verdaderamente siniestra. No llueve, pero las nubes color carbón crean una impresión casi nocturna, y aunque estamos en pleno día, veo los rayos cada vez que revientan el cielo. El tren entra en la estación, subo y busco mi asiento. Como siempre, lo he pedido junto a la ventana, es el número 30 del vagón 5.
Pronto llegamos a Drammen, y el viaje prosigue hacia el norte, siguiendo el curso del río hacia Vikersund y Hønefoss. Las nubes siguen bajas, las copas de los árboles están casi todas cubiertas de niebla, pero dos o tres metros por debajo de las nubes hay buena vista. El río lleva mucha agua, y a lo largo del lago Tyri ésta sube por los troncos de los árboles, y algunos muelles están sumergidos. Así ha estado en varias ocasiones este verano, un verano catastrófico, dirán muchos campesinos, porque ha habido bastantes inundaciones, sobre todo a lo largo del río Drammen, destruyendo parte de las cosechas.
No sé si tiene que ver con el tiempo, pero desde el primer momento me noto muy concentrado. De repente me siento más despabilado que la media, un poco más inteligente que antes, me siento intensamente presente en ese vagón amarillo que pasa volando por el paisaje nublado. Y me pregunto: ¿Qué es la conciencia? ¿Qué es la memoria y qué es la reflexión? ¿Qué significa «recordar» u «olvidar» algo? ¿Qué es eso de pensar y pensar en lo que es pensar? Y sobre todo: ¿Es la conciencia una casualidad cósmica? ¿Se debe a una mera coincidencia el que este universo por el momento sea consciente de sí mismo y de su propia evolución? ¿O es algo característico de la naturaleza de este universo?
No era la primera vez que reflexionaba sobre esta cuestión fundamental, y en el fondo clarísima. En algunas ocasiones he hecho esa misma pregunta tanto a biólogos como a astrofísicos, y la primera reacción ha sido siempre una especie de resistencia o pudor ante el propio planteamiento del problema. Los científicos sienten una especie de vergüenza ajena, dándome a entender que ese tipo de preguntas son imperdonablemente ingenuas. Si les repito la pregunta, precisando que no pido más que una reacción intuitiva, la respuesta suele ser afirmativa. Sí, me contestan, el fenómeno conciencia no es más que una casualidad cósmica.
Pues no hay ninguna intención, ningún objetivo o esencia en el universo, es algo que se suele acentuar como un requisito evidente. El que surgiera aquí la vida, y que luego la biosfera desarrollara lo que tú llamas «perlas mágicas de conciencia», no es más que el resultado de una casualidad ciega. O como lo expresó el biólogo y Premio Nobel francés Jacques Monod: El universo no estuvo preñado de vida, y la biosfera tampoco del ser humano. Nuestro número ha salido por azar, como en la mesa de juego en Montecarlo.
Cuando Monod rechaza así la categoría vida como un fenómeno esencial o esencialmente cósmico, lo hace con las siguientes palabras: Lo que quiero afirmar es que la biosfera no contiene una clase previsible de objetos o fenómenos, sino que constituye un acontecimiento especial, que, si bien es compatible con los primeros principios, no puede deducirse de los mismos. En consecuencia, es más bien imprevisible.
Ésta es una puntualización útil, y claro, la afirmación de Monod puede que sea correcta, aunque parece difícil señalar alguna instancia que pueda verificarlo. «Imprevisible» tendrá que significar en este contexto que estamos hablando de fenómenos tan especiales —y por ello también tan marginales— que se encuentran más bien en los límites de las leyes de la física.
Ahora bien, en ese terreno a mí no me encontrarás. Siempre, desde que vivimos juntos, he tenido una sensación intuitiva de que precisamente sea una característica de la naturaleza de este universo el que aquí hayan surgido vida y conciencia. De manera que tal vez vive en mí, a pesar de todo, un disidente, si no en calidad de ciudadano del mundo, al menos como investigador en la facultad de ciencias. Pero la mayor parte de astrónomos, físicos y biólogos a los que he conocido insisten en lo contrario: ni la vida ni la conciencia pueden remitirse a la naturaleza inanimada como un producto «esencial» o «necesario».
El propio paradigma de comprensión de la ciencia parece suponer hoy en día que los átomos y partículas subatómicas, o también las estrellas y las galaxias, la materia oscura y los agujeros negros, son expresiones más esenciales de lo que es este universo que la vida y la conciencia, las cuales, según una ciencia reduccionista, no representan más que aspectos completamente arbitrarios, casuales, y, por tanto, «no esenciales» de la naturaleza. El que existan aquí estrellas y planetas es una consecuencia necesaria del Big Bang. El que también existan vida y conciencia no se debe más que al puro azar, una monstruosa casualidad, una anomalía cósmica.
Por estos cauces voy pensando en el instante en que el tren entra en la estación de Hønefoss. En una pequeña pantalla sobre la puerta del vagón pone Hønefoss 96 msnm [metros sobre el nivel del mar]. Dos pasajeros salen disparados a encenderse un cigarrillo.
No llueve, pero sobre el paisaje cuelga un cielo tenso que puede reventar en cualquier momento. Suena un pitido, el tren se pone de nuevo en marcha y atraviesa campos amarillos y verdes por un lado, y colinas pobladas de árboles por el otro. Nubecillas oscuras corren por encima de los abetos.
Intento recordar cómo empezó todo. Intento recordar la historia del universo.
Los protones y los neutrones fueron formados por los quarks unos microsegundos después del Big Bang, y un poco más tarde surgieron los núcleos de hidrógeno y helio. Los átomos enteros con corteza de electrones no surgieron hasta cientos de miles de años después, aunque todavía eran casi exclusivamente hidrógeno y helio, y los átomos más pesados se «cocinaron» o «cocieron» probablemente en la primera generación de estrellas, para luego ser sembrados por el universo. Sembrados, sí, con esta palabra nos ponemos tendenciosos, claro está. Pues con los átomos más pesados empezamos a aproximarnos al jardín de la vida y al nuestro, porque nosotros estamos formados por esos átomos, y lo mismo ocurre con el planeta que habitamos.
No hay nada marginal en la masa o en la capacidad de enlace de «nuestros» átomos. Los átomos de los que nosotros estamos formados se encuentran por todo el universo. Así pues, podría decirse que son esenciales para su naturaleza. La física de partículas, que recientemente nos ha permitido formarnos una imagen de los primeros minutos del universo, es además plenamente capaz de explicarnos con exactitud por qué los átomos necesariamente forman los compuestos que llamamos moléculas.
Más complicadas, y en un contexto cósmico mucho más raras, son las llamadas macromoléculas de las que está compuesta la vida. Son básicas para toda vida en nuestro propio planeta las macromoléculas tales como las proteínas y los autorreproductores ácidos nucleicos, ADN y ARN, que dirigen la formación de las proteínas y se encuentran en el material genético de todos los organismos. Algo común a toda la vida en la Tierra es que ha sido construida por compuestos de carbono, y que la energía (la luz solar) y la existencia de agua líquida desempeñan un papel decisivo.
Ya no constituye un enigma el cómo las macromoléculas de la vida pueden haberse formado en la Tierra hace cerca de cuatro mil millones de años. Quedan por resolver muchos pequeños enigmas, pero la bioquímica ha demostrado, tanto teóricamente como mediante experimentos prácticos, cómo las piezas con las que se construye la vida pueden haberse formado en la atmósfera libre de oxígeno que nuestro planeta tenía en su infancia. Hasta después de la fotosíntesis de las plantas no surgió una atmósfera rica en oxígeno, además de una capa de ozono que protege la vida en la Tierra de la radiación cósmica.
En la medida en que la ciencia se considera capaz de explicar cómo pudo surgir la vida en la Tierra, por ejemplo de un «caldo primitivo» de macromoléculas, reconoce a la vez que en un «caldo primitivo» de ese tipo sería probable que surgiera la vida. Todo lo que ocurre en la naturaleza ocurre con necesidad. ¿Por qué no sería esta regla válida también para la formación de la vida?
Hoy en día sabemos que muchas de las piezas con las que se construye la vida pueden sintetizarse a partir de compuestos químicos simples. En general, ya no existe una marcada diferencia entre lo que antes se llamaba química orgánica e inorgánica. También se han encontrado en el espacio esas moléculas, de las que está compuesta la vida. Una novedad de los últimos años ha sido el hallazgo de compuestos orgánicos como el alcohol y el ácido fórmico en nubes de polvo interestelares. Recientemente se ha mostrado también la existencia del ácido aminado llamado glicina en el espacio. Estas moléculas se encuentran en las colas de los cometas y en lejanas galaxias a miles de millones de años luz de la Vía Láctea. Pero la astroquímica es todavía una rama jovencísima de la ciencia.
La vida o las moléculas de la vida de nuestro planeta no han surgido necesariamente aquí. Las dos pueden haber venido del espacio, por ejemplo traídas por un cometa. De hecho, la mayor parte del agua de nuestro planeta nos ha llegado hasta aquí con cometas. Toda esa agua no era muy «limpia», y mucho menos esterilizada.
Lo que estoy haciendo no es ni más ni menos que resumir la historia de este universo. Lo que ha sucedido es espectacular, tan espectacular como que yo pueda estar aquí, actuando como la memoria de esta extraña historia. Por suerte voy sentado en la dirección del tren, suelo pedirlo cuando reservo el billete, y a mi izquierda voy mirando un rato el lago de Krøderen. Jirones de niebla, como de algodón, vuelan sobre el agua como zeppelines albinóticos, pero sobre los blancos dirigibles cuelga un pesado cielo de carbón que se refleja en el agua, confiriendo a Krødern un oscuro y pesado aspecto otoñal. No llueve.
Nuestro propio planeta es el único lugar en todo el universo en el que sabemos con toda seguridad que hay vida. Hace unos años se pudo demostrar por primera vez la existencia de planetas fuera de nuestro propio sistema solar. La razón por la que se tardó tanto en demostrarlo es simplemente que la tecnología de ayer no era capaz de detectar planetas extrasolares. Ahora, en poco años se ha demostrado la existencia de unos doscientos planetas, y se calcula que existen planetas en torno al menos de una cuarta parte de todas las estrellas de la Vía Láctea.
Si hoy en día preguntamos a los astrónomos si creen que existe vida en otros planetas o lunas del universo, la gran mayoría contestaría que sí. El universo es tan inmenso que lo que ha sucedido aquí abajo, en nuestro pequeño patio trasero, simplemente tiene que haber ocurrido también en muchos otros lugares, dicen ellos. Lo curioso en este contexto es que muchos de esos mismos astrónomos, sin pensárselo, sigan dispuestos a firmar el dogma de Monod, que clama que el universo no estaba «preñado» de vida. Pero si el universo no estaba preñado de vida, ¿cuál era entonces la relación del universo con su producto más espectacular?
Hace unas décadas abundaban las ideas fantásticas sobre la vida extraterrestre, pero hoy en día la astrobiología busca ante todo agua. Aparece cada vez más como un paradigma bioquímico el que allí donde hay agua líquida también podemos esperar encontrar vida. Tal vez el asombro sería mayor si un día se descubriera un exuberante pequeño planeta con placenteros lagos y agua corriente sin encontrar vida en él.
Los elementos químicos son, pues, universales y pueden derivarse directamente de «los primeros principios». Mucho más raras son las moléculas o macromoléculas, aunque esto no significa que sean menos universales.
Así pienso. Se trata de un encadenamiento de ideas lineal, pero también lógicamente claro. Puede que yo sea el único ser del planeta que justo esta mañana está reflexionando sobre su propia conciencia o agudeza. Y quién sabe, tal vez sea yo en este mismísimo segundo el único de todo el universo. En ese caso estoy sentado dentro de este vagón de tren amarillo disfrutando de un gran privilegio.
Justo antes de llegar a Nesbyen empieza a llover. Sobre la pantalla azul encima de la puerta pone con letras blancas: Nesbyen: andén a la izquierda, 168 msnm. Y después de que el tren se ponga de nuevo en marcha, la pantalla nos dice: Bienvenidos a bordo del tren a Bergen. Luego aparece otro amable saludo: Bienvenidos al café * Magnífico menú * raciones * comidas * varios.
Entre Nesbyen y Gol hay bosques a ambos lados de la vía. Observo fijamente el río a mi derecha. Veo algunas granjas. Ahora las nubes de niebla se posan en el fondo del valle, como si fueran zeppelines listos para el aterrizaje.
En la cosmología hay un concepto llamado el principio cosmológico, según el cual el universo tiene las mismas propiedades en cualquier dirección. Siempre que la escala sea lo suficientemente grande, el universo es isótropo, o bien homogéneo y de igual naturaleza.
¿Por qué no iba a ser también aplicable este principio a nuestra pregunta: ¿Se puede esperar encontrar vida en todas partes del universo, igual que planetas, estrellas y galaxias? ¿O la existencia de eso que llamamos vida sólo es algo que casualmente ocurre aquí?
Ahora bien, en el universo existen cientos de millones de galaxias, y cada una de ellas tiene del orden de cien mil millones de estrellas, lo que significa que estamos exageradamente bien surtidos de fábricas químicas. Quiero decir: ¡en ese caso se ha podido colocar una enorme cantidad de fichas en la mesa de juego de Montecarlo! ¡Y con ello desaparece parte del fundamento para declarar que un posible premio gordo es «casual»!
Obviamente no es «casual» que un gran jugador se lleve de vez en cuando un sustancioso premio. De hecho, lo propio de un gran jugador es que se lo lleve en algún momento. Pero si alguna rara vez nos topamos con gente que presume de ganar muy a menudo en la Loto o en el hipódromo, y preguntamos a los afortunados por la cantidad total apostada, a muchos no les gusta la pregunta.
No me he olvidado de la conciencia. Si miramos nuestra propia biosfera, debe poderse afirmar, al menos a posteriori, que estaba preñada del sistema nervioso y el aparato sensorial de los organismos. La vista, por ejemplo, ha surgido decenas de veces en nuestro propio planeta sin que se trate de una relación genética. Por consiguiente, podemos suponer que organismos grandes en cualquier otro planeta también habrán desarrollado una especie de capacidad visual. La razón es obvia: en cualquier biosfera será una ventaja evolutiva el ser capaz de registrar su propio contorno, como por ejemplo un terreno inhóspito, enemigos o presas. Donde existe la reproducción sexuada, se debe saber elegir una pareja adecuada. También otros sentidos constituirán una eficaz ventaja en la lucha por la vida en cualquier planeta, por ejemplo el oído, la localización de ecos, la capacidad de sentir dolor, el sabor, el olor y también algunos sentidos exóticos que no son corrientes aquí.
Con el fin de coordinar las sensaciones, cualquier organismo superior tendrá un eficaz centro de control o «cerebro». De nuevo vemos ejemplos en nuestro propio planeta de cómo las distintas familias de animales, de un modo totalmente independiente entre ellas, han desarrollado un sistema nervioso más o menos complejo. Resulta interesante que algunos investigadores se hayan dedicado a estudiar las células nerviosas del calamar con el fin de entender mejor el sistema nervioso del ser humano.
Al hilo de nuestra teoría de que la vida representa un fenómeno de la naturaleza universalmente extendido, podríamos decir lo mismo del desarrollo de un «aparato nervioso» y un «cerebro».
Gol, 207msnm. Cojo mis cosas, una chaqueta y una pequeña mochila. Próxima estación Gol, andén a la derecha.
Acto seguido me encuentro bajo la llovizna. Voy a coger un autobús local en la estación de Gol. Voy de excursión, enciendo un GPS portátil, y enseguida consigo contacto por satélite. Son las 11:19 y me encuentro en la latitud norte a 60 grados, 42 minutos y 6 segundos, y en la longitud este 08 grados, 56 minutos y 31 segundos, margen de error –20 pies. Salida del sol a las 04:21, puesta del sol a las 22:38, pero, como ya he indicado, está lloviznando. La luna sale a las 08:11, la luna se pone a las 23:23, pero aunque hubiera sido un día de verano despejado, apenas habríamos visto la luna en el firmamento. Sobre las posibilidades de caza y pesca en Gol ese día, recibo el siguiente informe: Average Day.
En la estación pido un café y un panecillo con queso y pimiento rojo y me siento. Sigo pensando, pienso cósmicamente y apenas estoy presente en el local, aunque durante unos segundos me dejo distraer por un estupendo contacto visual con una mujer mucho más joven que yo. Se me ocurre la ridícula idea de que tal vez piense que tengo diez años menos de los que tengo.
En Gol, en la única carretera principal que hay y que pasa por el centro, está lloviendo ya con mucha intensidad. Esto me pone de un humor aún más atmosférico. Me tomo un pequeño descanso en mi investigación básica mental, y anoto algunas palabras clave para ese discurso que daré durante el almuerzo dentro de dos días. Aún no tengo ni idea de que antes de eso tú y yo nos vamos a volver a encontrar. Ni falta hace mencionar que también pensé en cuando atravesamos veloces ese paisaje en un volkswagen rojo, camino del glaciar en el Oeste.
Tengo un buen rato para comerme el bocadillo, porque el autobús para Gol no sale hasta las 13:20. Un poco más tarde nos metemos en la niebla que se posa sobre el valle de Hemsedal. También en el autobús hay una pantalla. La temperatura fuera es de 14 grados. La niebla se va despejando.
Ahora bien, como hemos podido comprobar en nuestro propio planeta, hay un gran trecho desde un cerebro y un aparato nervioso a lo que llamamos «conciencia», al menos si con ello nos referimos a algo tan mordaz como la mismísima capacidad de reflexionar sobre su propio lugar en la existencia, no sólo en un bosquecillo cualquiera, sino en el universo, por no decir en la realidad. Por otra parte, cuando el vertebrado se irguió sobre dos patas, liberando así las patas delanteras para, por ejemplo, poder construir herramientas, resultó también muy ventajoso tener la habilidad de aprender algunos trucos útiles, y además ser capaz de compartir tales «experiencias de supervivencia» con otros miembros de la manada, por ejemplo con sus propios descendientes.
El vivir con lo que llamamos «conciencia» estaba ahí, como un nicho libre para la familia de los antropoides. Si nosotros no hubiéramos llegado antes, tal vez habría habido, más tarde o más temprano, representantes de otro orden de vertebrados que hubiesen sido los primeros en meditar sobre cómo había surgido este universo, incluidas la vida y la conciencia.
Puede que sea un punto fácil, pero no obstante debe tenerse en cuenta que, hasta el momento, el cien por cien de todos los cuerpos celestes en los que se sabe con toda seguridad que existe vida también han producido conciencia con un posible horizonte de comprensión que se extiende hacia atrás casi hasta el Big Bang.
La evolución del universo también trata de la formación de procesos físicos cada vez más diferenciados o integrados. Hasta el momento, el cerebro humano es el sistema más complicado o complejo que conocemos. Es la conciencia que habita este órgano la que constantemente contempla el fir mamento preguntando de parte de todo el cosmos: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos?
Semánticamente, estas breves frases son tan sencillas y básicas que no sería de extrañar que también hubieran sido lanzadas a la noche universal desde otros puntos cardinales a muchos años luz de distancia de nuestro propio patio galáctico. El idioma en sí puede que tuviera una estructura muy diferente, y fonéticamente, los sonidos podrían ser de tal índole que no comprendiéramos que se trataba de un lenguaje. Pero no es seguro que una civilización extraterrestre pensara de un modo muy diferente al nuestro, ni que hubiera tenido una historia de la ciencia muy diferente a la nuestra. También allí sus habitantes más destacados habrían ido tanteando por el largo y laborioso camino hacia una visión de conjunto de la naturaleza de este mundo, del origen del universo y el sistema periódico de los elementos.
Si el llamado proyecto SETI (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre) gasta enormes sumas en la escucha de señales de vida en el universo, y, por definición, de una vida inteligente, no será porque se esté buscando algo tan improbable como una casualidad cósmica a sólo unos pobres años luz de nuestra propia estrella. Tiene que ser porque buscamos una confirmación de que nuestra propia estirpe representa algo característico o esencial de todo el universo.
Pero también existen argumentos a favor de la idea de que sólo aquí haya seres con una conciencia universal. Aunque han surgido formas primitivas de vida también en otros astros, no debemos olvidar que transcurrieron unos cuatro mil millones de años desde el principio de la vida en este planeta hasta el nacimiento de la estirpe humana, y cuatro mil millones de años es una avanzada edad para un planeta. Ya dentro de mil millones de años lo más probable es que hayan desaparecido las condiciones de vida en nuestro propio planeta, la Tierra habrá perdido su atmósfera, y el agua se habrá evaporado.
A pesar de todo, tal vez seamos los únicos que estemos aquí. Aunque por ahora no podemos estar completamente seguros de que este universo no sea una fuente humeante de almas y espíritus en sus formas externas más diversas.
Cuando era niño, recuerdo que pensaba muchas veces precisamente esto. Tal vez haya un hervidero de vida en el universo, pensaba. Era un pensamiento estimulante. Al mismo tiempo me sobrevenía justo la idea contraria. Tal vez sólo haya vida aquí y en ningún otro lugar de todo el universo. Ése también era un pensamiento estimulante. Las dos posibilidades resaltaban ese increíble milagro que suponía para mí estar vivo.
El autobús pasa velozmente por Hemsedal. Naturalmente sé que dentro de un rato voy a pasar por aquel lugar. Intento prepararme. Tal vez todos esos pensamientos sobre el universo que me han tenido ocupado durante el viaje formen parte de esta preparación. Supongo que te acordarás de lo del muelle de Revsnes. Estábamos obligados a hablar de algo tan abrumador que un suceso casual de nuestro propio planeta era eclipsado por un orden superior y un contexto casi infinitamente mayor.
Las nubes siguen bajas, aunque ¿cómo distinguir entre un mar de niebla y una capa de nubes? Las nubes cuelgan a tres metros sobre el suelo.
Un letrero en la carretera nos informa de que la Carretera Nacional 52 sobre la montaña de Hemsedal está abierta al tráfico. Cómo no, estamos en verano.
Durante mucho tiempo vamos por el lado derecho del río, que lleva una gran abundancia de agua debido a unas precipitaciones récord durante las últimas semanas, pero también debido al tardío derretimiento de nieve en la sierra este verano. Pasamos por un embalse tan lleno que se está desbordando. Ésa es la explicación de la enorme cantidad de agua que llevaba el río que acabamos de ver. También encaja con los muelles inundados del lago Tyri, pues se trata del mismo sistema fluvial.
Los jirones de niebla, que casi se pueden tocar, dormitan sobre el valle en cantidades muy concentradas. El tiempo está a punto de convertirse en una broma meteorológica. Luego vuelve a espesarse, sólo se ve el fondo del valle, las dos laderas están embaladas en una espesa niebla.
Observo todo esto a la vez que me concentro en el inconcebible hecho de poder estar aquí sentado con unas claras ideas sobre la historia y la geografía del universo. Además, me permito tener ciertas opiniones sobre cómo o por qué hemos surgido seres como yo.
«El universo no estuvo preñado de la vida, y la biosfera tampoco del ser humano. Nuestro número ha salido por azar, como en la mesa de juego en Montecarlo.»
Pero resulta tentador intentar soplar la floritura reduccionista de Jacques Monod hacia atrás, sólo para escuchar lo armonioso o lo no armonioso que sonaría: El universo estuvo preñado de la vida, y la vida de la conciencia de este universo de sí mismo.
A mí no me suena mal. Al menos no está en total desacuerdo con mi intuición. Este universo es consciente de sí mismo, tiene conciencia de sí mismo. Un hecho tan evidente, pero a la vez tan asombroso, no se puede dejar exclusivamente a interpretaciones esotéricas.
Porque algo hay en un nivel superior, pienso cuando nos acercamos a la línea hidrográfica, por no decir al nivel más alto al que se puede argumentar científicamente. A lo mejor no «debería» haber surgido la conciencia, y tampoco la vida. Así argumentaba Monod. Y a lo mejor tampoco «debería» haber surgido este universo.
Si este universo desde sus primerísimos inicios hubiera sido de una naturaleza un pelín diferente a la que de hecho es, se habría derrumbado en unas millonésimas de segundo después de haber emergido. Incluso diferencias microscópicas en lo que Monod llamaba «los primeros principios» habrían conllevado la consecuencia inexorable de que ningún universo hubiese surgido. Me limitaré a dar un par de ejemplos. Si no fuera porque el universo tuvo desde el primer momento un poco más de masa positiva que negativa, éste se habría aniquilado al instante después del estallido. Si la interacción nuclear fuerte hubiera sido sólo un poco menos fuerte, no habría contenido absolutamente nada de hidrógeno. Pero la lista es mucho más larga. O como dijo en una ocasión Stephen Hawking: Las probabilidades en contra de que surgiera del Big Bang un universo como el nuestro son enormes.
Tan «casual» como que la vida y la conciencia surgieran aquí es el hecho de que surgiera un universo sostenible. También «los primeros principios» de Monod han salido al azar, como en la mesa de juego en Montecarlo. ¿O a pesar de todo podemos permitirnos especular sobre si habría algo incluso antes del tiempo y del espacio? No existe ninguna base científica para descartar del todo que «algo» pueda haber estado «preñado» de este universo.
Para que un universo pueda sacar por arte de magia una conciencia de sí mismo y de su propia belleza, ha de concurrir una serie de criterios, y eso ya antes de los primeros micro–segundos posteriores al Big Bang. Este universo es un universo de ese tipo. Deberíamos prestar atención a ese hecho.
Eso es lo que pienso. Muchos colegas lo describirían como una herejía. Lo que yo pienso sobrepasa con mucho los marcos de lo que está anclado dentro de la ciencia. Pero es esto lo que yo llamo intuición.
La carretera sigue el curso del río, que queda a la izquierda; durante un rato pasamos por un paisaje cultivado, campos labrados y bosques, para acto seguido volver a la orilla del río. Luego empezamos el ascenso hacia el refugio montañero de Bjøberg. Veo un atrevido puente colgante sobre el río. Tal vez estemos a unos 700 metros sobre el nivel del mar. Una maraña de abedules crece a ambos lados del río.
La niebla es aún más espesa, pero veo la nieve en la montaña de mi izquierda, y algunas cabañas a la derecha, las últimas, creo, antes de subir a alta montaña, donde está prohibido edificar.
Nos acercamos al lago Eldrevatn, ya en la frontera provincial y por donde pasa la línea hidrográfica. Es la primera vez que estoy aquí desde entonces. Pero me he armado de valor, y me alegro de no ir conduciendo. Al pasar no miro hacia el lago. Miro el reloj. Son las 14:20. No lo había planeado, pero llevo media botella de vodka en la mochila. La saco discretamente, le quito el tapón y doy un largo trago. No creo que ninguno de los pasajeros se haya dado cuenta. Hace más de treinta años y ahora está tan cerca… Ella fue un misterio. La del chal, quiero decir.
Y bajamos hacia el Oeste. Son las 14:29 en el momento en el que pasamos por la primera curva cerrada cerca del precipicio. Doy otro trago de aguardiente. Es como si todo lo que estoy pensando tuviera que ver con lo que pasó aquel día. Íbamos a intentar dormir unas horas en Revsnes, pero nos quedamos charlando con los ojos cerrados.
Bajamos a lo largo del virulento río hacia Laerdal, pero a partir de la iglesia medieval de Borgund, la carretera transcurre por dentro de túneles. Espesas nubecillas vuelan sobre el valle como corderos ingrávidos. Entramos en el centro del pueblo de Lærdal, donde optamos por no hacer noche aquella vez, ¿recuerdas? Suben más pasajeros y nos metemos en el largo túnel que lleva hasta Fodnes. Me alegro de que hayan hecho este túnel, así no tengo que ver otra vez el enervante lugar de Revsnes.
Durante la breve travesía en barco hasta Mannheller hago balance de todo lo que he estado pensando en el viaje desde Oslo.
Aparte de una serie de detalles, hoy en día la ciencia se enfrenta a dos gigantescos enigmas: ¿qué ocurrió durante aquella primera fracción de microsegundo del universo?, y la cuestión sobre la naturaleza de la conciencia. Tal vez no tengamos ninguna razón para creer que hay alguna relación entre estos dos únicos grandes misterios para el ser humano y la ciencia. Pero, por otra parte, tal relación tampoco se puede descartar. Si tuviera que adivinarlo, diría que sí existe.
Creo que tiene que haber una explicación más profunda, o una raíz y base detrás de las leyes físicas que han formado nuestro universo. Éste es mi credo minimalista. Si existe algo «divino» tendrá que estar debajo o detrás el Big Bang. A partir de allí rigen, según mi entendimiento, las leyes naturales y sólo las leyes naturales, y todo, absolutamente todo lo que pasa tiene causas naturales.
Si se quieren buscar «pruebas de la existencia de Dios», lo más natural sería buscarlas en las constantes cósmicas, o en aquello que el ateo Jacques Monod llamó «los primeros principios». Como ya he dicho: en lo único que no tengo ninguna fe es en las «revelaciones» de fuerzas naturales.
He llegado al final de mi razonamiento, y dentro de un rato también habré llegado al final de este recorrido por el país en autobús. Sólo quiero añadir que creo que tendrás que buscar mucho para encontrar a un físico dispuesto a señalar, como yo lo hago, que la vida y la conciencia pueden ser características esenciales de este universo. Y yo no baso mi razonamiento en ninguna revelación o fe, sino en cómo interpreto la naturaleza.
Nuevo túnel desde Mannheller. Pronto bajaremos a Kaupanger, donde nos dejaron bajar del trasbordador aquel día, luego volveremos a subir por el mar de niebla antes de atravesar el pueblo de Sogndal hasta un nuevo puerto de montaña.
Cuando salimos del largo túnel muy arriba en la ladera que sube del fiordo de Fjærland, no veo más que niebla por debajo de mí, pero aunque nunca he venido antes por este camino, sé que debajo de la niebla me está esperando el viejo paisaje. Entramos en otro túnel, y cuando salimos, estamos debajo de la capa de niebla y puedo ver los valles de Suppedalen, Bøyadalen y Mundalsdalen.
Entonces me sobreviene con mucha fuerza la pregunta: ¿Estará ella allí? ¿Vendrá ella también? Fue un mero reflejo. Sabía lo irracional que era.
Bajo del autobús junto al Museo Glaciar, llamo al hotel y al cabo de unos minutos me recoge un coche. Estoy de vuelta en el viejo hotel de madera, más de treinta años después. Me dan la habitación 235, con vistas al fiordo, a la tienda y a la librería, pero también al glaciar y a las montañas. Una vez más la niebla ha pasado a la fase de jirones que vuelan bajo sobre el fiordo, puedo verlos desde la ventana del hotel.
El comedor está lleno de gente. Me alegra ver que el hotel tiene muchos huéspedes; tal vez se deba a la inauguración de la nueva exposición climática. Pido una garrafa pequeña del tinto de la casa, 25 cl por 90 coronas. No soy capaz de adivinar ni de qué tipo de uva se trata, ni de dónde viene, pero es un vino bueno, tal vez sea un Cabernet Sauvignon. Me sirven una cena de cuatro platos: ensalada costera, sopa de coliflor, asado de ternera y fresón con nata.
Después de la cena subo a la habitación a deshacer la mochila. Doy un trago de aguardiente y contemplo la noche de verano. Llueve a cántaros. Las gaviotas chillan sobre el fiordo y desde el tejado del supermercado de la cooperativa. Doy otro trago antes de acostarme.
A la mañana siguiente me topo contigo en la terraza. Habíais llegado la noche anterior, justo después de la cena, es decir, cuando yo estaba en mi habitación con la botella de vodka. Pensé en nosotros, claro que sí. Pero tú ya estabas en el hotel. Os habían servido una cena ligera en la cafetería mucho tiempo después de que el comedor se quedara vacío.
Me quedo despierto en la cama escuchando a las gaviotas antes de dormirme. En el momento de poner la cabeza en la almohada y cerrar los ojos, pienso: aquí dentro. Resulta tan confortable y tan bien estar aquí dentro. Resulta tan confortable y tan bien ser yo.
Me duermo y tengo ese extraño sueño. Da la sensación de que dura toda la noche, por no decir mucho más tiempo aún, y al recordarlo ahora lo siento como algo que realmente he vivido.
Lo he vivido.
Y aquí pongo punto final a mi pequeña odisea. Llevo todo el día escribiendo, casi ni he comido. He tomado un café y un té, y he ido un par de veces a la rinconera a por un trago.
¿Y tú? ¿Has vuelto a casa después del día de planificación?
Sí, ya estoy en casa, y me parece que deberías mantenerte lejos de esa rinconera. Son sólo las cinco. ¿No podrías acostumbrarte a no abrir ese armario hasta las ocho o las nueve de la noche? Ya hemos hablado de eso antes. Alguna tarde me pasaba por el restaurante de la universidad a buscarte. ¡Y ya estabas allí con tu cerveza!
Porque también entonces estaba agobiado con esas enormes perspectivas. ¿Tú no sientes cierto mareo cuando piensas que formas parte de este universo? Te cuento que intuyo cierta conexión entre mi propia conciencia y el Big Bang hace 13,7 mil millones de años. ¡Y tú te pones a moralizar sobre unas gotitas sacadas de un podrido armario de mi casa de Kongleveien! Resulta casi conmovedor que todavía seas capaz de sentir… preocupación por mí.
Lo sé. Tal vez sea conmovedor.
Pero contéstame ya. ¿Qué piensas de mis meditaciones en el viaje de Lysaker a Fjærland?
No sé qué decirte. Diré más o menos como tu joven estudiante: ¡Qué interesante, Steinn! Y esta vez no soy irónica, lo digo de verdad. Verte formular una frase como esta me resulta muy gozoso: «…por ahora no podemos descartar la posibilidad de que este universo sea un hervidero de almas y espíritus en las formas más dispersas». Tampoco me parece tan descabellado lo de «Creo que tiene que haber una explicación más profunda –una raíz o una causa– detrás de las leyes físicas que han formado nuestro universo». Tal vez baste con esas palabras que llamas un credo minimalista, con ello has intentado al menos responder a la pregunta que te he hecho, es decir, en qué crees.
Pero también te pedí algo más. Quería oírte hablar de tu sueño. Y de nuevo me presentas una tesis materialista. No dudo un instante de que sea suficiente como un tour de force científico, o por qué no, como una crónica de viaje, pero sólo escribes sobre la corteza exterior de nuestra naturaleza espiritual. Para mí eso equivale a ocuparse más de la concha de la madreperla que de la perla que hay dentro. Puedes ver unos cuantos miles de conchas vacías hasta encontrar una que tenga una perla dentro.
¡No dejas de asombrarme!
Me encuentro en una nave espacial que se mueve en una órbita alrededor de la Tierra. Me siento ingrávido. Como si no tuviera cuerpo. Soy pura conciencia.
El planeta por debajo de mí está cubierto de hollín y polvo. Todo el planeta está negro. No veo mar y no veo tierra. En el Himalaya no hay siquiera nunataks emergiendo del negro invierno atómico. Grito: ¡Houston! ¡Houston! Pero sé que no sirve de nada. La radio está muerta. Ese asteroide al que iba a cortar el paso, seguramente ha exterminado a la humanidad entera, y tal vez también a todos los vertebrados, al menos a los que vivían en la tierra.
Sigo dando vueltas en órbita alrededor del planeta carbonizado y pienso en lo que ha sucedido. Una vez más el impacto de un asteroide ha acabado con toda vida, exactamente como en la transición del Cretácico al Terciario, o del Pérmico al Triásico. La vez anterior fueron exterminados los dinosaurios. Esta vez es probable que no quede ni un mamífero. ¡Y todo por mi culpa! ¡Yo soy el único responsable de lo ocurrido!
El asteroide tenía un diámetro de muchos kilómetros y llevaba ya tiempo en rumbo de colisión con la Tierra. La ONU había creado un Consejo de Crisis, y por primera vez en la historia todas las naciones habían colaborado en salvar al planeta del exterminio.
Se había planificado rigurosamente lanzar una nave espacial tripulada y con una abundante carga atómica. Sería necesariamente una misión suicida. Yo me había ofrecido a participar, junto con Hassan y Jeff. Se haría detonar la bomba cuando el asteroide se acercara, pero a una distancia tan grande que no se hiciera pedazos. Teníamos que soplar el asteroide hacia otro rumbo para que con un buen margen evitara la Tierra.
En el momento en que fuimos lanzados al espacio, la última información comunicó que la probabilidad de que el asteroide alcanzara la Tierra era ya de un 99 por ciento. Nosotros no haríamos nada para detonar la bomba. Los ordenadores se ocuparían de eso. Teníamos que mantener el rumbo hacia el objetivo hostil, y la bomba estallaría cuando se llegara a la distancia minuciosamente medida. Era una misión fácil.
Éramos tres entre cientos de astronautas dispuestos a participar. Había sido un largo proceso de pruebas de aptitud físicas y psíquicas, pero la última selección había sido una lotería. De esa manera cada uno de los seleccionados tendría una posibilidad razonable de librarse a pesar de todo. Había supuesto un gran esfuerzo común, sólo la última vuelta había sido una ruleta rusa. Pero cuando se supo que íbamos a ser nosotros los boletos ganadores o perdedores, según se mire, nos convertimos en héroes. Éramos los hombres que saldríamos al espacio a salvar el planeta de la destrucción. Éramos pioneros. Estábamos henchidos de orgullo por haber sido seleccionados.
Íbamos a acercarnos al asteroide entre Marte y Júpiter. Toda la humanidad, y tal vez toda la biosfera dependían de nosotros, de nuestra precisión y sangre fría.
Fui yo el que falló. De repente me entró pánico. Faltaban unos minutos para que muriéramos. Lo último que se nos dijo por la radio fue: ¡Mucha suerte, chicos! Tomad un trago. ¡Y gracias!
Pero yo no quería morir. Quería vivir un poco más, y en el momento decisivo desvié la nave unos grados hacia un lado, imposibilitando así el cumplimiento de la misión. Recuerdo que Hassan y Jeff se pusieron a gritar, pero ya era demasiado tarde. Yo no estaba lo suficientemente entrenado. O me habían hecho demasiadas pocas pruebas.
A la luz del sol vemos el asteroide pasarnos velozmente. Ya es seguro que alcanzará la Tierra, y cuando esto suceda, hay un 99 por cien de probabilidad de que toda la humanidad sea exterminada.
El asteroide es enorme. Tiene una forma vergonzosa. Recuerda a un cuadro de Magritte. Alcanzará Asia Central, pero la localización del impacto no significa nada, una colisión con la Tierra será igual de fatal para todo el planeta.
Estoy dando vueltas alrededor de un planeta carbonizado y no vislumbro los continentes. El hollín y el polvo suben a grandes alturas de la atmósfera, y lógicamente ésta está muy dañada. Pienso en lo que ha sucedido dentro de la cápsula.
Recuerdo que estaba avergonzado. Hassan y Jeff se quedaron boquiabiertos. Jeff extiende las manos en un gesto de abatimiento, como se hace cuando uno ha fracasado, y se reclina en su asiento resignado, pero Hassan se echa a llorar. Intuyo escarnio por parte de Jeff y un profundísimo dolor en Hassan. Él era musulmán creyente y estaba convencido de ir al cielo si teníamos éxito en nuestra misión. A mí esa convicción me resultaba difícil de entender, ya que él estaba a la vez igual de convencido de que era Dios el que decidiría si íbamos a lograr nuestro objetivo o no. En ese sentido Dios ya había hecho valer su voluntad. Pero yo ya no soporto toda esa vergüenza. Con un par de movimientos muy ingeniosos consigo desconectarlos a los dos del suministro de oxígeno. De esa manera prolongo a la vez mi estancia en la cápsula. Ya me queda tres veces más tiempo de vida que hace unos minutos. Maniobro la nave de nuevo hacia la Tierra. Tengo que ver lo que le está pasando a mi planeta. Y veo que ha sucedido lo peor de lo peor. Me queda combustible suficiente para poner la nave en órbita alrededor del planeta negro, y oxígeno suficiente para unas cuantas vueltas.
Quiero emplear esas horas que me quedan para repasar y pensar en lo que fue todo. Ha llegado la hora de la reflexión. ¿Qué era vida? ¿Qué era conciencia? Porque aquí y ahora estoy totalmente convencido de que la razón y la vida espiritual sólo han surgido en este carbonizado planeta por el que estoy dando vueltas en este momento, y en ningún otro lugar de todo el universo. Yo soy ya la única conciencia de sí misma en este universo.
De parte del cosmos me siento de repente terriblemente triste cuando pienso que ahora. ahora este universo va a entrar en una fase de anquilosamiento. Un universo con conciencia y un universo inconsciente son dos cosas fundamentalmente diferentes. Pero también estoy triste por mí. Me queda muy poco tiempo de ser yo. Si no hubiera conseguido robar para mí el tiempo de Jeff y Hassan, estaríamos todos muertos, y la conciencia del universo ya se habría apagado por completo. Me parece importante haber alargado la conciencia de sí mismo del universo.
Luego me pongo a pensar en mi propia vida. En realidad no creo que piense, sólo estoy de vuelta en la década de los setenta y te veo en la residencia estudiantil de Kringsja, estás muy alegre, sonríes divertida y hacemos esas cosas que solíamos hacer. Preparamos la comida y damos un largo paseo por el bosque, vamos en bicicleta a la universidad y nos quedamos en casa, cada uno sentado en su lado del sofá estudiando para los exámenes. Vamos en coche a Normandía y andamos hasta la pequeña isla cuando la marea está baja. Tú coges una estrella de mar azul del fondo. Vamos en bicicleta a Estocolmo. Estamos en el viejo bote que nos prestó un anciano campesino de la región de Toten. Le pareció que estábamos chiflados. Sólo por eso nos lo prestó. Al hombre le dimos pena porque comprendió que tú y yo estábamos mentalmente perturbados.
Miro hacia abajo a un planeta carbonizado. Se trata de mi propia cuna, y de la cuna de la conciencia. Al mismo tiempo puedo elegir estar en la Tierra en cualquier momento y en cualquier lugar durante el rato que viví en la Tierra, como por ejemplo en la cuneta cerca del lago Mälaren de Suecia, cuando tuvimos que detenernos porque se me pinchó la rueda de la bicicleta. Me cabreé muchísimo, pero tú me reñiste, y ahora, aquí arriba en órbita, después del derrumbamiento tuyo y del mundo entero, comprendo que aquella mañana tenías razón. No puedes ponerte de mal humor sólo porque tienes que reparar la cámara de la rueda de la bicicleta, dijiste. ¡Es verano, tonto! ¡Y estamos vivos!
Ahora estoy allí y lo revivo todo. Tus padres nos han prestado su coche y vamos de Bergen al valle Rutledal. Estamos en la cubierta del trasbordador mirando hacia el principio del fiordo de Sogn. Luego desembarcamos en Krakhella, en el pequeño estrecho entre Losna y Sula. Cruzamos las islas en coche y cogemos el pequeño trasbordador hasta Nara. Ese archipiélago escultural es como un mundo aparte, con todas sus bahías y cabos, estrechos y lagos. Conducimos los últimos kilómetros hasta Kolgrov, pero quieres que nos paremos en un determinado lugar para poder enseñarme la mejor vista del mar. Estás muy contenta por haberme traído al Edén de tu infancia. Detenemos el coche delante de la casa de tu abuela Randi, y cuando la saludo, es como si la conociera de toda la vida. Es porque en ella te veo a ti. Nos comportamos como niños. Vamos andando a la tienda de Eide a comprar chucherías y helados. Por las noches nos acostamos en la habitación azul, cada uno en su cama, hablando en susurros de lo que hemos visto e investigado en el transcurso del largo día de verano.
Se trata siempre de dos historias, mi propia historia y la de todo este universo, pero las dos confluyen, porque yo no habría tenido ninguna historia si el universo no hubiera tenido la suya. Yo, además, me he pasado media vida estudiando la historia del universo, y si no fuera por mí, el universo no habría tenido ninguna conciencia de sus méritos. Ya no existe otra memoria que la mía.
Me paso largos ratos en la cápsula viendo pasar la historia del planeta y del universo como un continuo desfile cósmico antes de que la era de la memoria y la conciencia hayan acabado irrevocablemente dentro de unas horas. Cuando pienso así, es decir, en nombre de muchísimo más que yo solo, es como si estuviera realmente allí cuando pienso todo eso. Ni una vez, como ocurre a menudo en los sueños, alcanzo una especie de estado de vigilia paralelo cuando me doy cuenta de que estoy soñando, sino que sigo soñando como si nada. Estoy en esta nave después de que un enorme asteroide alcanzara ese planeta que se encuentra debajo de mí, recuerdo los detalles del cuadro de instrumentos, todas las pantallas, y veo claramente a Jeff y Hassan, los conozco muy bien, mejor que nadie, las facciones y los rasgos de sus caras, hemos pasado juntos muchas horas en la pequeña cápsula, y ahora yacen sin vida cada uno en su silla de la nave espacial.
Pero hay una dualidad en cómo vivo todo esto, porque a la vez que soy capaz de estar contigo en todos esos lugares que visitamos juntos, pienso que tengo unas vivencias muy poderosas denominadas «extracorpóreas». Todo esto carece por completo de lógica y coherencia, pero al menos puedo, en cierta medida, elegir dónde estar allí abajo, o cuándo, casi como el viaje del alma de un chamán. Cuando estamos juntos en Normandía, estamos realmente allí. Cuando estamos sentados en una piedra comiendo trucha frita en el altiplano de Hardanger, es de verdad, porque incluso soy capaz de evocar el olor a pescado frito. No ha habido ninguna vida entremedias, no existe ningún tiempo cronológico, sólo existe un continuo, una eternidad, como una enorme fuente de la que se pueden coger trocitos de mosaico, o mejor dicho, las piezas de mosaico están hechas de cristal policromado y metidas en un calidoscopio por el que estoy mirando, y puedo elegir qué trozo de mosaico quiero enfocar y volver a vivir.
De repente se me ocurre la idea de que tú sigas viviendo allí, debajo de la gruesa manta de sol, polvo y carbón. Se me antoja que tal vez seas la única superviviente. Eso es pura lógica de sueños, o mejor dicho, la falta total de lógica de los sueños. Empiezo a pensar que tú tienes que ayudarme a bajar. Has sobrevivido porque te refugiaste en uno de los profundos túneles del oeste de Noruega. Sólo tú sabrás bajarme. Pronto voy a caer dentro de un pequeño fiordo debajo del glaciar de Jostedalsbreen, y tú serás la que abra la cápsula flotando en medio del fiordo. En el sueño todo parece muy sencillo, porque puedes ir sin más a por un bote y venir a buscarme.
Vuelvo a vivir el día que cruzamos el fiordo en una barca de remos. Al otro lado nos tumbamos a tomar el sol en la hierba junto al viejo granero. No te parecía apropiado tomar el sol en topless en el césped delante del hotel. Estamos allí ahora mismo, hace calor, seguro que veinte grados, y hemos puesto una botella grande de refresco de naranja en el agua para que se enfríe. Luego volvemos remando a casa y descubrimos a las dos marsopas que entran nadando por el fiordo desde Balestrand. Dan un par de vueltas alrededor de la barca, y nos entra miedo, pero al cabo de un rato vuelven a alejarse.
Doy una vuelta tras otra alrededor del planeta negro. Me duele profundamente que dentro de unas horas el universo ya no tenga alma. Entrelazo las manos y rezo a un Dios en quien no creo. ¡Por favor, hazlo todo de nuevo y dame una nueva oportunidad! ¡Da a este mundo sólo una oportunidad más!
Entonces ocurre algo curioso, en cine no habría funcionado, pero esto es un género muy distinto, es un sueño. Jeff y Hassan empiezan de repente a moverse, y parpadean. ¿Y luego? Luego se disuelve todo el polvo y el hollín alrededor del planeta, y veo el Atlántico azul oscuro debajo de mí, la cápsula va camino de la costa oeste de África…
Entonces me despierto. No entiendo cómo es posible que sólo haya sido un sueño. Lo más extraño de todo eran Jeff y Hassan. Habían sido muy vivos y muy reales, y no se parecían a nadie que conociera en la vida real. Me queda la sensación de que tiene que haber realidades paralelas y que estos viajes del alma son realmente posibles.
Fuera vuelan todavía los jirones de niebla entre las laderas. Pero hay buena vista del fiordo.
Bajo al comedor a desayunar, todavía absorto en lo que acabo de soñar. Luego me llevo una taza rebosante de café a la terraza.
¡Y allí estás tú!