Ya estoy otra vez aquí. ¿Sigues en el ordenador?
Impaciente, estoy dando vueltas a su alrededor, Steinn. ¿Qué conclusiones se pueden sacar del informe climático?
Es bastante alarmante, e indica que las conclusiones del Panel Climático de la ONU han sido demasiado conservadoras hasta ahora. Han tenido muy poco en cuenta los llamados mecanismos de retroalimentación. Esto significa, muy resumido, que cuanto más calor haga, más se calentará todo. Cuando el hielo y la nieve del Ártico se derritan, la luz solar se reflejará menos y la tierra se calentará más globalmente. Esto conduce a su vez a que el permafrost se derrita para liberar nuevos gases climáticos, como por ejemplo el metano. Existen más mecanismos de autorrefuerzo de ese tipo, tal vez nos estemos acercando al punto fatal de inflexión, y de allí no habrá ninguna posibilidad de regreso de una catástrofe global. No hace mucho que todos creíamos que pasaría al menos medio siglo antes de que el hielo desapareciera del Ártico en verano. Ahora estamos viendo que este proceso va mucho más rápido de lo que se preveía, tal vez ocurra sólo en un par de décadas. El que el hielo desaparezca en el norte contribuye además a la aceleración del derretimiento de glaciares en Asia, África y América del Sur, con el resultado de que estas importantes torres de agua se reducen y los cauces de los ríos se quedan secos en algunas épocas del año, lo que perjudica las cosechas y el abastecimiento de agua potable a millones de seres humanos. Pero no sólo los seres humanos son vulnerables. El informe señala que hasta el cincuenta por ciento de las especies vegetales y animales está amenazado.
¿Qué estamos haciendo a nuestro planeta? Ésa es la cuestión. Sólo tenemos éste, y debemos compartirlo con los que vengan después de nosotros.
Pero ahora estamos hablando tú y yo. ¿Quieres que siga?
Sí, sí, sigue. Voy al salón a poner un poco de orden en revistas y demás, pero volveré disparada en cuanto oiga el pitido del ordenador.
Claro que me acuerdo del cuadro de Magritte. Lo teníamos en forma de gran póster en nuestro dormitorio, y ahora acabo de volver a verlo en la red. Se llama Le Château des Pyrénées y muestra un mundo suspendido en el aire. Al menos así solíamos interpretarlo tú y yo. Éramos agnósticos, no del todo dispuestos a aceptar la antiquísima argumentación de que todo tiene que tener una causa, y que por consiguiente tiene que haber un «Dios» creador del mundo. A veces discutíamos si existe una instancia debajo o detrás de lo que llamamos «universo». Pero ninguno de los dos creíamos en alguna forma de «revelación» de poderes supremos. En cambio, nos sentíamos constantemente asombrados ante la existencia del mundo y la nuestra propia.
Solrun, yo tengo más o menos los mismos sentimientos sobre la vida hoy que entonces. Jamás dejaré de asombrarme ante la existencia del mundo. En ese contexto, aquello que se movía arriba en el bosque de abedules aparece al fin y al cabo como un misterio bastante menor, por no decir secundario, si quieres mi opinión. Ni las artes circenses ni los teatros de variedades lograrán nunca fascinarme de la misma manera que las estepas y las selvas tropicales, los miles de millones de galaxias en el espacio y todos los miles de millones de años luz que hay entre ellas.
Como a ti en aquella época, me interesa más el hecho de que el mundo sea un enigma que «los enigmas» que hay en él. Me interesa más la naturaleza que lo «sobrenatural». Y me quedo mucho más maravillado ante nuestro cerebro inescrutable que ante todas esas anécdotas sueltas referentes a lo «sobrenatural».
Tampoco creo que se puedan transferir las paradojas de la física cuántica a la física en mayor medida, y mucho menos a fenómenos «espirituales» como la telepatía entre mamíferos superiores. Pero el hecho de que existan mamíferos superiores y yo sea uno de ellos, eso sí que me fascina enormemente. Te resultará difícil encontrar a alguien más asombrado ante su propia existencia que yo. Es una afirmación bastante fuerte, pero me atrevo a hacerla. Por lo tanto, no me siento ofendido por la acusación de sabiondo.
¿Pero qué hay de ti? ¿Qué camino tomaste exactamente?
Escribes que tienes certeza sobre el más allá, y proclamas que la muerte no existe. Pero ¿sigue intacta tu vieja capacidad de alegrarte por cada segundo que vives aquí y ahora? ¿O tu inclinación hacia el más allá está reprimiendo lo del «más acá»?
¿Aún eres capaz de sentir una «pena sin límites» por la «terrible brevedad» de la vida? Estas palabras eran tuyas. ¿Aún se te llenan los ojos de lágrimas cuando piensas en palabras como «vejez» y «tiempo de vida»? ¿Aún te echas a llorar ante una puesta del sol, para luego sin previo aviso poner cara de asombro y exclamar aterrada: ¡Un día ya no estaremos aquí, Steinn! O: ¡Un día ya no existiremos!?
No todos los veinteañeros son capaces de imaginarse la ausencia de su propia existencia. Al menos no con la intensidad que tú mostrabas. Para nosotros dos era una referencia casi diaria. ¿No era también por eso por lo que nos lanzábamos constantemente a las acciones de riesgo más enloquecidas? Con el tiempo ni siquiera tenía que preguntarte por qué te echabas a llorar. Yo sabía por qué era, y tú sabías que yo lo sabía. En esos casos solía sugerir que nos fuéramos al bosque o a la montaña. Hicimos muchas excursiones de consuelo a la naturaleza. A ti te encantaban. Pero tu amor por lo que a veces llamabas «la omninaturaleza» era en cierto modo un amor «no correspondido», porque siempre sabías que un día serías traicionada por aquello que tanto amabas, y, al fin y al cabo, abandonada a tu suerte.
Así fue. Oscilabas entre la risa y el llanto. Bajo la fina capa de una desmesurada alegría de vivir arrastrabas siempre una pena. Yo también. Éramos dos. Pero creo que tu pena era más profunda que la mía. Y también tu entusiasmo y tu fascinación.
Y ahora sobre la «Mujer de los Arándanos». Intentaré no desviarme del tema, y es verdad que me derrumbé por completo aquella vez. Se parecía muchísimo. ¿Cómo podía habernos seguido?
Pero cuando me temblaba la mano el otro día, era la vida misma la que temblaba. Habían transcurrido treinta años, y paseando otra vez juntos me llegó con mucha fuerza el recuerdo de cómo era ser tan joven, y también de cómo había sido ser nosotros. De lo que sucedió entre los abedules, aquello tan complicado que dio como resultado nuestra repentina separación.
Recuerdo el estremecimiento que nos produjo treinta años antes. Recuerdo lo aterrados que nos quedamos, y no te digo que no sintiera de nuevo un atisbo de terror o un escalofrío. Pero no por miedo a volver a encontrarnos con algún fantasma. El miedo puede, además, ser miedo a que te alcance tu propia locura, o la locura del otro. El miedo puede ser contagioso. Y también puede serlo la locura.
Tú no volviste a ser la misma después de lo que ocurrió. Luego cogiste tus cosas y te marchaste. A veces, en las semanas siguientes, tenía miedo de volver a verte, a la vez que contenía el aliento esperando que volvieras. Te añoré durante muchos años después de aquello. Pensé que llamarías a la puerta en cualquier momento o que entrarías en mi casa alguna noche mientras yo dormía, porque no me habías devuelto la llave. Me acostaba en la ancha cama de matrimonio echándote de menos, pero a la vez tenía miedo de que regresaras antes de volver a ser la de antes, la Solrun que yo había conocido, y al cabo de unos años instalé una cerradura de seguridad.
La «Mujer de los Arándanos» sigue siendo un suceso enigmático en mi vida. Pero éramos tan jóvenes entonces… Además, hace más de treinta años, y ya no sé nada.
Sí, Steinn.
¿Qué quieres decir?
¡Ya está aquí otra vez! No puedo concentrarme. No soy capaz de retrotraer mis pensamientos treinta años con él subido en esa escalera de aluminio mojando constantemente la brocha en un cubo de pintura verde. ¿Es realmente necesario dar dos capas? ¿No hay que dejar pasar al menos un día para que la primera se seque bien?
Ponte a hacer otra cosa mientras tanto. Yo voy a estar aquí un par de horas más.
He ido a por un vaso de zumo de manzana con cuatro cubitos de hielo, y por fortuna han desaparecido tanto las piernas como la escalera de aluminio. ¿No se le ocurrirá dar una tercera capa?
Y los agnósticos. ¡Éramos muñecos vivos! ¿Te acuerdas? Íbamos por la vida con una constante sensación mágica de estar vivos. Y pensábamos que esa sensación la teníamos sólo nosotros. Éramos unos marginados, nos creamos una atalaya mágica que nos permitía observarlo todo de soslayo; era como si hubiéramos creado nuestra propia religión. Así lo decíamos, decíamos que teníamos nuestra propia religión.
Pero no sólo nos interesábamos por nosotros mismos; durante un tiempo llevamos a cabo cierta actividad misionera. Seguro que recuerdas todos aquellos sábados en que corríamos por el centro con una bolsa llena de papelitos que repartíamos a nuestro prójimo como panfletos. En casa habíamos escrito pequeños mensajes en una vieja máquina de escribir. MENSAJE IMPORTANTE A TODOS LOS HABITANTES DE ESTA CIUDAD: ¡EL MUNDO ESTÁ AQUÍ AHORA! Escribimos ese mensaje miles de veces, luego cortamos y doblamos los papelitos y fuimos en metro hasta el Teatro Nacional. Nos pusimos en el Parque de los Estudiantes o delante de las escaleras del Metro y repartimos nuestros pensamientos en un intento de despertar a la ciudad de lo que nos parecía un letargo espiritual. Era divertido. Nos encontramos con muchas sonrisas amables, pero también con un número sorprendente de gritos irritados. Algunas personas se sienten molestas si se les recuerda que existen.
Además, a principios de los setenta, no era políticamente correcto entregarse a un inactivo asombro por la existencia. Mucha gente de izquierdas opinaba que era contrarrevolucionario señalar que el universo era un enigma. Lo importante no era entender el mundo, sino cambiarlo.
La idea de hacer papelitos la sacamos de esos chistes tan tontos que venían en las kransekake, y creo que la idea original era hacer una tarta alternativa y servirla en una fiesta de estudiantes. ¿Te acuerdas? Soñábamos además con organizar una manifestación alternativa, por ejemplo el 2 de mayo. No llegamos más que a formular algunas consignas copiando algunos precedentes, como por ejemplo una usada en la revuelta estudiantil de París, como «¡La imaginación al poder!» y «¡La muerte es contrarrevolucionaria!», escritas en los muros de la Sorbona. Nos imaginábamos un desfile entero con ese tipo de consignas. Eras muy ingenioso, Steinn.
Solíamos visitar galerías e ir a conciertos –no para vivir el arte o la música, sino con el fin de observar a todos los muñecos vivos– y decíamos que participábamos en un «teatro mágico». Eso fue después de haber leído El lobo estepario, de Hermann Hesse. A veces nos sentábamos en un café a estudiar de cerca algunos ejemplares sueltos. Cada uno de ellos era como un pequeño universo. ¿No decíamos también que eran «almas»? Creo que sí. Pues no eran muñecos mecánicos lo que contemplábamos. Eran muñecos vivos. Eso era lo que decíamos entonces. ¿Te acuerdas cuando nos sentábamos en un rincón de un café y nos poníamos a inventar complicadas historias sobre la gente que nos rodeaba? Eran «espíritus» que luego podíamos llevarnos a casa para seguir inventando. Les poníamos nombre y les proporcionábamos historias enteras sobre sus vidas, construyéndonos así un panteón de referencias ficticias. Un elemento importante de nuestra religión era ese culto casi desenfrenado al ser humano.
Luego colgamos el póster de Magritte en nuestro dormitorio, creo que lo compramos en el Centro de Arte Henie Onstad…
Hablando de dormitorios, a veces nos íbamos a la cama en pleno día, a menudo con una botella de champán y dos vasos corrientes sobre la mesilla de noche, y nos pasábamos horas sentados en la cama leyendo en voz alta a los poetas Stein Mehren y Olaf Bull. Nos lo permitíamos aunque la llamada «poesía central» estaba vedada. Pero también recitábamos todo lo que escribía Jan Erik Vold. Y las novelas Crimen y castigo y La montaña mágica, pues también novelas enteras podían constituir tales proyectos de cama y champán. Eso que llamábamos «champán» era Golden Power. Sabía dulce y era barato, pero a la vez muy potente, de ahí su nombre.
Nos parecía maravilloso ser cuerpos de carne y hueso. Era maravilloso ser hombre y mujer, gozábamos mucho. Pero precisamente en nuestra felicidad corporal estaba a la vez el constante recuerdo de que éramos mortales. El otoño empieza en la primavera, solíamos decir. Estábamos en la veintena, pero nos confesábamos que ya teníamos la sensación de empezar a ser viejos.
La vida era un milagro, y siempre nos empeñábamos en tener algo que celebrar. Podía ser una excursión espontánea al bosque una noche de verano, o un viaje en coche igual de improvisado. Vámonos a Suecia, dijiste, a Skáne. Cinco minutos después estábamos sentados en el coche, listos para iniciar el viaje. Ninguno de los dos habíamos estado allí antes, y no teníamos la más remota idea de dónde dormiríamos.
¿Recuerdas cuando llegamos a aquel café llamado Las Chicas de Skäret? No habíamos pegado ojo y nos partíamos de risa. Por fin nos quedamos dormidos en la hierba. Nos despertó una vaca, y si ella no hubiera aparecido nos habría despertado unos segundos después un montón de hormigas. Saltábamos como locos intentando sacudirnos de encima a esos bichos, no sólo estaban en la parte de fuera de nuestra ropa, sino también dentro y debajo de ella. Te enfadaste mucho con lo que llamabas hormigas suecas. Te tomaste su ataque como una ofensa personal.
El capricho de esquiar en el glaciar Jostedalen fue una escapada de esas que ahora llamas acciones de riesgo. Una tarde del mes de mayo, hace más de treinta años, anunciaste: ¡Vamos a cruzar el glaciar Jostedalen! Y eso se consideraba una orden, porque habíamos hecho un pacto de que la otra parte tenía que adherirse a ese tipo de caprichos sin protestar. Hicimos el equipaje en unos minutos, nos metimos en el coche y enfilamos la carretera. Podríamos dormir en la sierra, en el pueblo de Lærdal o en el mismo coche. Éramos intransigentes y desenfrenados. Cuando llegamos al fiordo, la idea era subir directamente hasta el glaciar con los esquís al hombro. Habíamos oído hablar de un refugio en el que podríamos hacer noche si se hacía demasiado tarde para esquiar. Ninguno de los dos sabíamos nada de glaciares, no habíamos hecho ningún cursillo, en ese sentido éramos completamente irresponsables. Pero esa excursión de esquí en el glaciar no se llegó a hacer. Por primera vez había algo que chirriaba, sabes a lo que me refiero, y nos quedamos una semana entera en el hotel, antes de volver a casa con las orejas gachas. No fue una estancia barata, pues entonces no había ningún descuento para estudiantes. Pero teníamos cosas más importantes en las que ocupar la mente, y por suerte también un talonario.
Escribo esto para acto seguido subrayar que hoy tengo la mismísima mágica sensación de estar viva. «¿Conservas intacta tu vieja habilidad de gozar de cada segundo que vives aquí y ahora?», me preguntas. La respuesta es que sí.
Y sin embargo son muchas las cosas que han cambiado, se ha añadido algo más, en realidad una dimensión com pletamente nueva. Me preguntas: ¿Todavía sientes un tremendo dolor por el hecho de que la vida sea tan corta…? ¿Todavía se te escapan las lágrimas al pensar en palabras tales como vejez y tiempo de vida? A eso puedo contestar hoy un rotundo no. Ya no lloro. Con relación a lo que me espera, vivo en un estado de… calma.
También hoy me produce un gran placer mi vida física, aunque no tanto como entonces. Ahora vivo con el cuerpo como una funda, y con ello como algo externo e insignificante. No es algo que llevaré conmigo mucho tiempo. Hoy estoy convencida de que lo que llamo yo, sobrevivirá a la muerte del cuerpo. Mi cuerpo ya no es yo para mí. No es más «yo» o «mío» que todos esos viejos vestidos que cuelgan en el armario. No me los voy a llevar al otro lado. Tampoco la lavadora. Ni el coche, ni la tarjeta del banco…
Hablo de todo esto con mucho gusto. Ahora leo la Biblia con frecuencia, lo que significa que no me limito a leer parapsicología. Para mí una cosa no excluye la otra, pero tú a lo mejor las excluyes ambas.
Ahora te pregunto: ¿En qué crees tú hoy? Sé de dónde vienes, pero ¿también para ti se ha añadido algo nuevo?
Gracias por el último correo. Has bajado un poco el tono respecto a las primeras cartas. Ahora me tiendes las manos. Pero están vacías, Steinn. Tenía muchas ganas de colocar algo maravilloso en ellas. Me encantaría servirte una fehaciente prueba de que la muerte no existe. Espera. ¡Algún día lo haré! Por ahora te agradezco tu disponibilidad a abrir este canal después de más de treinta años de habérsenos cerrado.
Fue doloroso comprobar que me tenías miedo. Nunca me lo dijiste. Pensaba que te habías encerrado en ti mismo y que te aburría con mis nuevas ideas.
Sea como sea, nos debemos el uno al otro mantener lo que teníamos juntos antes de que ocurriera aquello, y antes de que yo en tu opinión perdiera la razón. Nunca perdí la razón, pero lo que sucedió fue muy dramático, de eso no cabe duda. Pasé repentinamente de una concepción de la vida a otra. La ruptura fue más dramática porque la asociación que abandoné sólo tenía dos socios.
¿Pero recuerdas todo lo demás? ¡Sí que recuerdas nuestras escapadas! ¡Yo creo que recuerdas lo que quieres!
Claro que me acuerdo, he pensado muchas veces en esos cinco años que convivimos como la columna vertebral de mi vida.
Decidimos ir andando a Trondheim. ¡Y lo hicimos! Decidimos navegar por el lago Mjøsa. ¡Y lo hicimos! Sentados en el café de la Casa de los Artistas se nos ocurrió la idea de ir en bicicleta a Estocolmo. Fuimos primero a casa a dormir un par de horas. Y luego nos fuimos en bicicleta a Estocolmo.
Pero lo más descabellado que se nos ocurrió fue sin duda aquella acción de riesgo en el altiplano de Hardanger. Nos dio por que teníamos que vivir unas semanas como las personas de la Edad de Piedra. Nos fuimos a la montaña en tren y nos buscamos un cobijo debajo de una roca en una pendiente a unos kilómetros al sureste de Haugastøl. Llevábamos ropa de abrigo y mantas de lana. También nos habíamos llevado unos grandes bocadillos para asegurarnos la comida las primeras horas mientras preparábamos el campamento, y pan crujiente y galletas como víveres de emergencia por si acaso. Llevábamos un caldero y un rollo de sedal, un cuchillo de caza y dos cajas de cerillas. Eso era todo. Bueno —y he aquí el único anacronismo real—, tú llevabas un blíster de píldoras anticonceptivas, que nos sirvió además de calendario. El primer día nos alimentamos estupendamente de frutos del bosque —frambuesas árticas y arándanos— y repusimos fuerzas tomando té caliente de nebrina. Al día siguiente encontramos unos huesos de pájaro que nos sirvieron como aparejos de pesca y cavamos en busca de gusanos que usamos de cebo para pescar truchas que freímos sobre una piedra de pizarra. Albergábamos la esperanza de cazar una liebre o una perdiz blanca. Pero las liebres corrían mucho y las perdices siempre levantaban el vuelo en el momento de lanzarnos sobre ellas. Teníamos cada vez más hambre de carne y cuando avistamos una gran manada de renos, movimos algunas piedras y cavamos una fosa que cubrimos de ramas de abedul enano, líquenes y musgo. No volvimos a ver ningún reno, pero un cordero cayó por fin a la fosa, el cual matamos, despellejamos y devoramos, sin un atisbo de sentimentalismo. Nos alimentó durante varios días. Con las patas del cordero fabricamos anzuelos y utensilios de cocina, y yo limé un hueso y le puse un pegajoso tallo vegetal que colgué a tu cuello como una alhaja. Además, teníamos una piel de cordero que nos vino de maravilla, porque los días empezaban a acortarse, y una mañana nos encontramos con escarcha en el suelo. Entonces, y sólo entonces, recogimos los bártulos. Lo vivimos como un triunfo. Quedaban cuatro píldoras en el blíster, lo que significaba que llevábamos diecisiete días viviendo como cavernícolas. Nos habíamos escondido bien, porque no nos topamos con un alma en todos esos días. Nos habíamos demostrado el uno al otro que éramos capaces de sobrevivir como los hombres de la Edad de Piedra. Fue maravilloso volver a casa, a la ducha, a la cama de matrimonio y a una botella de Golden Power. Apenas nos movimos de la cama en dos días. Teníamos agujetas. Teníamos jet-lag. Teníamos la sensación de haber estado viajando durante miles de años.
Resulta extraño volver a pensar en todo aquello. La mismísima columna vertebral de mi vida es tal vez algo tan estrecho como esos diecisiete días en que nos aislamos del mundo, tú y yo solos, allí arriba bajo el cielo. Pero ¿qué piensas hoy? ¿En qué crees?
Tal vez la pregunta quede como en el aire. Pero ¿por qué no jugamos un poco? Ahí estás tú, recostado en tu sillón de catedrático en un despacho de la universidad, aburridísimo. Yo soy una estudiante que de repente llama a tu puerta, me dejas entrar, la verdad es que te encanta recibir visitas, y yo te digo: Escuchamos lo que nos enseña, profesor. Es todo muy fascinante, pero ¿cuál es su creencia respecto a todas esas cosas que no sabe? Te sientes halagado por esa pregunta tan directa y, en el fondo, muy personal, de tu estudiante favorita, y con ello sueltas una miniconferencia. ¡Adelante, Steinn! Ésa es la miniconferencia que estoy esperando. (Pero no te alargues demasiado, creo que vamos a hacer una barbacoa hoy también, y tendría que preparar una ensalada.)
¡Eres única! ¿Cómo quieres que resista tal tentación?
No la resistas.
Entonces puedo retomar el hilo donde lo dejé, porque creo que provenimos de esos cavernícolas, lo que quiere decir que no se atiborraron de píldoras anticonceptivas. Como ellos, pertenecemos a la especie Homo sapiens, descendientes directos del Homo erectus, descendiente a su vez del Homo habilis y, aún más atrás, del Australopithecus africanus.
Somos primates, Solrun. ¿Lo recuerdas? Si retrocedemos unos millones de años, tenemos el mismo origen que los chimpancés y los gorilas. Pero eso ya lo sabes, hablamos mucho de ello y formaba parte de nuestra intensa sensación de vivir, de nuestra sensación de ser naturaleza. En la segunda vuelta somos mamíferos, igual que las liebres y los renos del altiplano de Hardanger, y esta clase de vertebrados se desarrollaron hace un par de millones de años a partir de unos reptiles parecidos a los mamíferos, los llamados terápsidos.
Pero ¿por qué mirar hacia atrás? Es como ir contracorriente. ¿Por qué no optamos por tomar asiento en la otra punta y participar en ese vertiginoso viaje desde el principio? Me contentaré con una panorámica a grandes rasgos.
Este universo intensamente enigmático tiene, según los últimos cálculos, unos 13,7 mil millones de años. Entonces sucedió algo que solemos denominar el Big Bang o la Gran Explosión. ¿Cómo? ¿Por qué? No me lo preguntes. Y no se lo preguntes tampoco a otros, porque nadie lo sabe. Pero en una fracción de segundo esa enorme descarga de energía se materializó y se formaron protones y neutrones, además de electrones y los llamados leptones. Conforme el universo se fue enfriando, surgieron los átomos ligeros, y con el tiempo también las estrellas y los planetas, las galaxias y los cúmulos de galaxias. Nuestro sistema solar y nuestro planeta tienen 4,6 mil millones de años, es decir, aproximadamente una tercera parte de la edad del universo. Y de la historia y la evolución de la Tierra sabemos ya bastante.
La primera vida primitiva surgió aquí ya hace tres o cuatro mil millones de años, puede que formándose aquí desde el principio —in situ, por así decirlo—, con las piezas con las que se construye la vida, una especie de material prebiótico, llegado desde lejos con las caídas de cometas o asteroides. Si retrocedemos hasta allí, los planetas aún carecían de una atmósfera de oxígeno, y tampoco hubo desde el principio ninguna capa protectora de ozono alrededor de nuestro globo. Ambas materias fueron muy importantes para la formación de las macromoléculas de la vida, y nos encontramos aquí con una interesante paradoja. Las condiciones necesarias para que pueda haber vida (tales como una atmósfera de oxígeno y una capa protectora de ozono) no pueden estar presentes para que ésta surja. Por tanto, las primeras células vivas seguramente surgieron en el mar, y tal vez a grandes profundidades. El oxígeno libre y una capa de ozono son una consecuencia de la fotosíntesis, es decir, de la vida misma, y una condición necesaria para que organismos superiores puedan vivir aquí. Pero no puede volver a surgir una nueva vida. Es muy probable que toda vida de este planeta tenga exactamente la misma edad.
Hasta que no surgieron los organismos fotosintetizantes en los tiempos primitivos de la Tierra, o en lo que llamamos el Precámbrico no se crearon las condiciones para los organismos superiores tales como plantas y animales. En el Cámbrico (hace de 543 a 510 millones de años) surgieron los primeros moluscos y articulados, y en el Ordovícico (hace entre 510 y 440 millones de años) los primeros vertebrados. Proporcionaron a la vida nuevas posibilidades de un esqueleto y eran representantes de una pequeña rama de la especie animal que quinientos millones de años después conquistó el espacio e inició la investigación de nuestro origen cósmico.
En el Silúrico (hace de 440 a 409 millones de años) surgieron las primeras plantas terrestres, al mismo tiempo que también aparecieron los primeros animales terrestres, que fueron los escorpiones. Como vemos, fueron unos representantes de los artrópodos, la clase arañas, para ser exactos, los primeros en subir a la tierra seca. Pero ya hacia finales del Devónico, (hace de 409 a 354 millones de años) los anfibios reptaban hacia la tierra, y me refiero a los estegocéfalos, que descendían de los llamados sarcopterigios. En el Carbónico (hace de 354 a 290 millones de años) los vertebrados terrestres se desarrollaron rápidamente, y nació una familia muy ramificada, primero de anfibios y poco a poco también de reptiles. Esta evolución continuó en el Pérmico (hace de 290 a 245 millones de años). Muy característica de este período fue la adaptación de una serie de reptiles a un clima más seco, y en ese período surgieron los primeros terápsidos, el orden de reptiles de los que descienden todos los mamíferos.
En el Triásico (hace de 245 a 206 millones de años) surgieron los primeros mamíferos y también los primeros dinosaurios. Los dinosaurios dominaron la vida en la tierra desde finales del Triásico y durante todo el Jurásico (hace de 206 a 144 millones de años) hasta que una catástrofe global, probablemente el impacto de un meteorito en Yucatán, en el golfo de México, exterminara los últimos dinosaurios a finales del período Cretácico (hace de 144 a 65 millones de años). Sin embargo, no habíamos terminado del todo con los dinosaurios, pues todo indica que esas perdices sobre las que nos lanzamos tú y yo en el altiplano de Hardanger eran descendientes de una determinada familia de dinosaurios, orígenes que comparten con todas las demás aves.
Pero tú, yo y la totalidad de los primates descendemos de unos insectos musarañas que se aventuraron a salir al acabar la tiranía de los dinosaurios carnívoros hace 65 millones de años. ¿Recuerdas cómo bromeábamos con eso? ¿Con que éramos musarañas?
Durante el Terciario (hace de 65 a 1,8 millones de años) nuestro orden de mamíferos, los primates, experimentó una rápida evolución, y nuestro tatarabuelo, el Australopithecus, o «cerca del hombre», al que ya he mencionado, aparece en el umbral del Cuaternario (hace 1,8 millones de años), que es nuestro propio período geológico.
¡En eso creo yo! Creo en la competencia de la cosmología y la astrofísica, y creo en lo que son capaces de contarnos la biología y la paleontología sobre la evolución de la vida en la Tierra. Creo profundamente en la visión del mundo que nos ofrece la ciencia. Es una visión que se va ajustando continuamente, la investigación da dos pasos hacia delante y uno hacia un lado, o un paso hacia delante y dos hacia un lado. Pero yo creo en las leyes de la naturaleza, lo que en última instancia significa las leyes de la física y de las matemáticas.
Creo en lo que es. Creo en los hechos. Aún no tenemos conocimiento de todos los fenómenos ni entendemos todo, existen muchas lagunas en nuestra comprensión. Pero sabemos y comprendemos mucho más que nuestros antepasados.
¿No te parece impresionante todo lo que hemos aprendido sólo en el transcurso de los últimos cien años? Podríamos situar el principio de esta perspectiva de cien años en la teoría de la relatividad de Einstein de 1905. Detrás de la ecuación E=mc2 hay una profundísima comprensión de la naturaleza de este universo. La energía puede transformarse en masa, y la masa puede transformarse en energía. En la década de los veinte, Hubble descubrió el desplazamiento cósmico hacia el rojo y pudo constatar que las galaxias se alejan entre ellas a una velocidad directamente proporcional a su distancia. Esto hay que considerarlo uno de los grandes descubrimientos del siglo, pues con él llegó el conocimiento de que el universo se expande y que el origen del universo fue el Big Bang, una teoría que de muchas maneras fue confirmada más adelante, entre otras cosas por la demostración de la radiación cósmica de fondo, que nos cuenta que el universo sigue caliente tras la enorme explosión hace 13,7 mil millones de años. En 1990 el gran telescopio espacial —llamado Hubble— era puesto en órbita alrededor de la Tierra, y tras las reparaciones y ajustes necesarios ha conseguido proporcionarnos imágenes muy significativas del universo a muchos miles de millones de años luz en el espacio, y con ello también de la historia del universo igual de miles de millones de años hacia atrás. Mirar hacia el universo es lo mismo que mirar hacia atrás en el tiempo. Hoy en día no hay mucho que nos separe de poder mirar hacia atrás hasta el mismísimo origen del universo, aunque con el telescopio Hubble es imposible mirar más atrás de hasta 300.000 años después del Big Bang. En el transcurso del siglo XX la bioquímica y nuestra comprensión de lo que es vida han experimentado una enorme evolución. Un punto culminante fue la descripción de Crick y Watson de la materia genética —me refiero a la molécula ADN helicoidal— en 1953. Otro gran logro fue conseguir cartografiar el genoma humano, es decir, los aproximadamente tres mil millones de pares de bases de los que consta el material genético. Este mapa estaba terminado hacia finales de siglo. El próximo hito en nuestro conocimiento del universo y de lo que es la materia será el experimento de física más grande del mundo realizado en el CERN en algún momento de 2008.
Antes se solía decir que discutir las grandes cuestiones sobre el origen del mundo o sobre la naturaleza misma de la vida era igual de inútil que discutir la cara oculta de la Luna, pues la Luna nos muestra siempre el mismo lado. Pero hoy en día esa frase resulta no sólo ingenua, sino también inválida, ya que ahora —tras los viajes a la Luna— podemos conseguir fotografías detalladas de la otra cara de la Luna en cualquier librería.
Estoy impresionada. No es verdad, estoy hablando irónicamente.
Me recuerdas a un niño que no sabe contestar a lo que le preguntan y se explaya sobre algo que no tiene nada que ver. Te pregunté qué crees acerca del milagro del mundo, no lo que piensas que tú y el resto de la humanidad sabéis.
¿No creerás de verdad que fue eso lo que te preguntó la joven estudiante cuando llegó a tu despacho? No creo que fuera a verte para que le sirvieras de enciclopedia.
No siento ninguna necesidad de distanciarme de tu explicación astronómica, paleontológica o histórico-científica. Allá tú. Pero sólo hablas de lo material. No contestas a nada. No tienes ninguna teoría de cómo o por qué sucedió todo. No haces más que reflejar el mundo tal y cómo se nos revela a todos.
No dices ni una sola palabra de lo más enigmático de todo –que tal vez sea también lo más esencial– y es que somos a la vez unos luminosos espíritus. Cada uno de nosotros somos una de las almas de este universo. ¿No eran las almas lo que veíamos en «los muñecos» entonces?
Intenta imaginarte a un niño que pregunta a su madre: ¿Quién soy yo? O: ¿Qué es un ser humano? Entonces la madre saca un cuchillo y se pone a cortar el cuerpo del niño para poder responder mejor a la pregunta.
Y sin embargo leí uno de tus párrafos varias veces. Escribes: «Este universo intensamente enigmático tiene, según los últimos cálculos, unos 13,7 mil millones de años. Entonces ocurrió algo que denominamos el Big Bang o la Gran Explosión. ¿Cómo? ¿Por qué? No me lo preguntes y no se lo preguntes tampoco a otros, porque nadie lo sabe…».
En ese límite tan ardiente nos colocamos entonces. Nos entregamos a un agnosticismo extático ante lo «intensamente enigmático». Tal vez fuera ese ardor el que nos dio fuerzas para vivir durante diecisiete días como cavernícolas. Estábamos mareados de asombro y determinados a investigar absolutamente todo. La respuesta de cómo era vivir como seres de la Edad de Piedra estuvo al menos a nuestro alcance.
Mas la distancia entre nosotros hoy no es necesariamente enorme. Tal vez la diferencia se reduce a que lo que tú llamas «Big Bang», yo lo llamo el momento de la creación, o, como se dice en el tercer versículo del libro del Génesis: Dijo Dios:«Haya luz, y hubo luz».
Lo que tú reduces a «descarga de energía» es para mí un acto de creación, y he de confesar que me parece increíblemente soso llegar a una distancia de 0,000000000001 de la mano creadora de Dios sin tener siquiera una vaga sensación de la presencia divina. No indica mucha sensibilidad.
Pero ahora te doy otra posibilidad. ¿Qué crees? O, mejor dicho, ¿qué opinas sobre esas cosas que no sabemos?
¿Estás borrando?
¿Cómo?
¿Te acuerdas de borrar mis correos antes de contestarlos?
Bueno.
Lo que ocurre es que me parece que tienes una memoria espléndida en cuanto a cómo me he expresado. Como ese «párrafo» al que te refieres. Lo pusiste incluso entre comillas. Por lo que puedo ver, me has citado palabra por palabra.
Qué majo eres. Siempre he tenido una memoria excelente. Tengo ciertas habilidades.
Bueno…
Jonas y Niels Petter han encendido ya la barbacoa, y a mí me toca hacer la ensalada. Me estoy dando cuenta en este instante de que el chico ya es más alto que su padre. Bueno, veo que voy a estar ocupada lo que queda de noche. ¿Qué tal mañana?
Vale. Mañana tendré tiempo. ¡Que pases una buena velada con tu familia!
Y tú, que te lo pases bien con ese suegro tuyo tan espiritual.