I

Aquí estoy, Steinn. Fue mágico volver a verte. ¡Y justo allí! Te quedaste tan aturdido que casi te caes de espaldas. Aquello no fue una «casualidad». ¡Intervinieron las fuerzas! ¡Las fuerzas!

Pudimos disfrutar de cuatro horas para nosotros solos. Aunque, para decir la verdad, después Niels Petter no estaba muy contento que digamos. No abrió la boca hasta que llegamos a Førde.

Tú y yo nos fuimos derechos valle arriba. Media hora después nos encontrábamos de nuevo en la arboleda de abedules…

Ninguno de los dos dijimos ni una palabra durante el paseo. Sobre aquello, quiero decir. Hablamos de un montón de cosas, pero no de eso. Igual que entonces. Éramos incapaces de enfrentarnos juntos a lo que había sucedido. Así se nos secó la raíz, tal vez no la tuya, ni la mía por separado, sino la de los dos como pareja. Aquella vez hace tantos años ni siquiera conseguimos darnos las buenas noches. Recuerdo que esa última noche dormí en el sofá. Y recuerdo el olor a ti, fumando en la habitación contigua. Me parecía ver tu nuca inclinada a través de la pared y la puerta cerrada. Estabas inclinado sobre el escritorio fumando. Al día siguiente me marché de la casa, y no nos volvimos a ver en más de treinta años. Resulta increíble.

Y de repente nos despertamos tras un sueño de Bella Durmiente de años y años, ¡como con el mismo y milagroso despertador! Y los dos vamos de nuevo a ese lugar, sin saber que el otro está haciendo lo mismo. El mismo día, Steinn, en un nuevo milenio, en un nuevo mundo. ¡Qué te parece! ¡Después de más de treinta años!

¡No me digas que es una casualidad! ¡No me digas que no existe la Providencia!

Lo más surrealista de todo fue cuando de repente salió a la terraza la dueña del hotel, que entonces era la joven hija de la casa. También por ella habían pasado treinta años. Creo que se encontró con el mayor déjà-vu de toda su vida. ¿Recuerdas lo que dijo? Cuánto me alegro de que sigáis juntos. Esas palabras fueron hirientes, a la vez que algo cómicas, teniendo en cuenta que tú y yo no nos veíamos desde una mañana a mediados de los setenta, en que cuidábamos a las tres niñas de la mujer. Era un favor que le hacíamos en agradecimiento por habernos prestado las bicicletas y una radio.

Me están llamando. Es una noche de julio y estamos aquí, junto al mar, pasando las vacaciones como manda la tradición. Creo que ya han puesto algunas truchas en la barbacoa, y Niels Petter entra a servirme una copa. Me concede diez minutos para acabar lo que estoy haciendo, y necesito esos minutos porque tengo que pedirte algo importante.

¿Podemos llegar al acuerdo solemne de borrar todos los correos electrónicos que nos enviemos, conforme los vayamos leyendo? Quiero decir inmediatamente, enseguida, y claro, ni pensar en imprimirlos.

Me imagino este nuevo contacto como una vibrante corriente de pensamientos entre dos almas más que como un intercambio de cartas que quedarían tras nosotros para siempre. Así podremos permitirnos el lujo de escribir sobre cualquier asunto.

Están además nuestros cónyuges e hijos. No me gusta la idea de tener almacenada cualquier cosa en el ordenador.

No sabemos cuándo nos marcharemos. Pero un día escaparemos de este carnaval con todas sus máscaras y roles, dejando sólo unos fugaces accesorios tras nosotros, antes de que también ellos sean barridos del escenario.

Saldremos del tiempo, saldremos de lo que llamamos la «realidad».

Transcurren los años, pero nunca me abandona el miedo de que algo relacionado con lo que sucedió aquel día vuelva a aparecer de repente. Tengo la sensación de que algo me pisa los talones, como si alguien estuviera a punto de atraparme.

No me olvido de las luces azules de Leikanger, y aún hoy me estremezco cada vez que noto que tengo un coche de policía detrás. Una vez, hace unos años, un policía uniformado llamó a mi puerta. Tuvo que darse cuenta del susto que me llevé. Sólo quería preguntar por una dirección en el barrio.

Seguramente pensarás que me preocupo innecesariamente. Además, ha prescrito cualquier responsabilidad penal.

Pero la vergüenza no prescribe…

¡Prométeme que lo borrarás!

No me dijiste por qué estabas allí hasta que nos sentamos en la ruinas de aquella vieja granja de verano. Intentaste contarme lo que habías hecho durante los últimos treinta años, y me explicaste lo de tu proyecto climático. Luego te dio tiempo justo a decir algo de un sueño muy intenso que habías tenido justo la noche antes de encontrar nos en la terraza. Un sueño cómico, dijiste, pero no pudiste decir nada más antes de que esas vaquillas vinieran brincando y nos echaran de allí, haciéndonos bajar de nuevo al valle. No volviste a decir nada sobre ese sueño.

Pero claro, el que tengas sueños cómicos forma parte de todo esto… Íbamos a dormir unas horas, pero estábamos demasiado nerviosos para dormir, y nos quedamos tumbados susurrándonos cosas con los ojos cerrados. Sobre estrellas, galaxias y cosas por el estilo. Sólo sobre cosas grandes, lejanas y superiores, por así decirlo…

Resulta extraño pensar en todo eso hoy. Aquello sucedió antes de que yo empezara a creer en algo. Eso sí, justo antes.

Me están llamando otra vez. Sólo un último comentario antes de enviarte esto. El lago de entonces se llama Eldrevatnet, es decir, el lago de los Mayores. ¿No te parece un nombre extraño para un pequeño lago de alta montaña, lejos de la gente y del ganado? Quiero decir: ¿quiénes eran, en su tiempo, los «mayores» de ese lugar de allí arriba, entre picos y cormoranes?

Esta vez, viniendo en el coche con Niels Petter, no hacía sino mirar fijamente el libro de carreteras. No había estado allí desde entonces, y era incapaz de levantar la vista cuando llegamos al lago. Unos minutos después pasamos también por el otro lugar, me refiero al del precipicio, ése fue el punto más doloroso por el que pasamos.

Creo que no levanté la mirada del mapa hasta que nos encontramos abajo en el valle. Así aprendí un montón de topónimos que iba leyendo a Niels Petter en voz alta. Tenía que hacer algo. Temía derrumbarme y tener que contarle todo.

Luego llegamos a los nuevos túneles. Insistí en que fuéramos por ellos en lugar de pasar por la iglesia medieval y luego bajar hasta la vieja carretera a lo largo del río. Me inventé una tontería de que era tarde y que andábamos mal de tiempo.

Conque el lago de los Mayores…

La Mujer de los Arándanos sí que era «mayor». Al menos nos lo parecía entonces. Una señora mayor, decíamos. Una señora mayor con un chal carmesí sobre los hombros. Teníamos que asegurarnos de que habíamos visto lo mismo. Eso era mientras aún nos hablábamos.

La verdad es que ella tenía la misma edad que yo tengo hoy, ni más ni menos. Era lo que se suele llamar una mujer de mediana edad.

Cuando saliste a la terraza fue para mí como encontrarme conmigo misma en la puerta. Hacía treinta años que no nos veíamos. Pero no sólo eso. Tuve una sensación muy real de verme a mí misma desde fuera, desde tu punto de vista, quiero decir, y con tu mirada. De repente yo era la Mujer de los Arándanos. Una sensación inquietante se me vino encima.

Vuelven a llamarme para que salga. Ya es la tercera vez. Envío y borro. Un abrazo, Solrun.

Es como si tuviera que cuidarme de no escribir «tu Solrun», porque nunca llegó a haber entre nosotros una ruptura. Simplemente cogí algunas de mis cosas y me fui aquel día. Pero no volví nunca. Pasó casi un año entero hasta que te escribí desde Bergen para pedirte que embalaras mis cosas y me las enviaras, y ni siquiera entonces mencioné que se trataba de una ruptura formal, sino sólo que sería lo más práctico, después de llevar tanto tiempo al otro lado de las montañas, es decir, en Bergen. Pasaron aún unos años hasta que conocí a Niels Petter. Y ahora sé que transcurrieron más de diez hasta que Berit y tú os conocisteis.

Tú sí que fuiste paciente. Fue como si nunca dejaras de creer en nosotros dos del todo. Yo, por mi parte, he tenido a veces la sensación de ser una bígama.

Jamás olvidaré lo que ocurrió arriba, en el puerto de montaña. Tengo la sensación de que no pasa ni una hora sin que piense en ello.

Pero luego ocurrió algo, en realidad algo maravilloso y esperanzador. Hoy lo considero un regalo.

Imagínate que hubiésemos sabido recibir juntos ese regalo. Pero estábamos aterrados. Primero caíste fulminado y yo tuve que consolarte. Luego te levantaste de repente y echaste a correr.

A los pocos días ya mirábamos cada uno hacia un lado. Habíamos perdido la habilidad o la voluntad de mirarnos a los ojos.

Nosotros dos, Steinn. Fue increíble…

¡Solrun, Solrun! ¡Qué bella eras! ¡Qué espléndida con aquel vestido rojo, de espaldas al fiordo, el jardín y la barandilla blanca!

Te reconocí al instante, claro que sí. ¿O estaba viendo visiones? No, eras tú, como esculpida de otra época.

Y que quede claro: no te asocié en ningún momento con la «Mujer de los Arándanos».

¡Qué bien que me hayas escrito! Durante las semanas que han pasado desde que volví a verte he albergado la esperanza de que lo hicieras. Fui yo el que sugerí que nos enviáramos correos, pero en el último momento fuiste tú la que dijiste que te pondrías en contacto conmigo cuando surgiera la ocasión. Y de esa manera la iniciativa estaba en tu mano.

Me resulta abrumador habernos vuelto a encontrar justo en ese mismo recoleto lugar de entonces. Era como si hubiéramos vivido con un acuerdo ancestral de volvernos a reunir justamente allí y entonces. Pero no teníamos tal acuerdo. Fue una exuberante casualidad.

Yo salía del comedor con una taza de café en un plato y me llevé tal sorpresa que se me cayó un poco de café y me quemé la muñeca; tienes razón al decir que apenas conseguí mantenerme en pie, pues tuve que sujetar la taza para que no se fuera al suelo.

Saludé escuetamente a tu marido, al que le entró una repentina necesidad de ir a por algo al coche, y así tú y yo pudimos intercambiar un par de frases. En ese momento llegó la dueña del hotel, tal vez me hubiera visto pasar por la recepción y me reconociera de treinta años atrás, de cuando su madre era la jefa del hotel.

Ella nos vio muy compenetrados y nos tomaría por un matrimonio de mediana edad que en un tiempo remoto habíamos estado allí de novios, antes de establecernos y vivir juntos toda una vida —he intentado imaginármelo— y que, por fin, tal vez por un arrebato de nostalgia, habíamos vuelto al escenario de nuestra aventura juvenil. Y luego, después del desayuno, salimos a la terraza, aunque, claro está, acordes con los tiempos, los dos habíamos dejado de fumar, faltaría más, pero salimos a contemplar el haya roja, el fiordo y las montañas. Porque así lo hacíamos siempre entonces.

Habían reformado la recepción del hotel y también habían puesto un nuevo café para la gente de paso. Pero los árboles, el fiordo y las montañas eran las mismas. También lo eran los muebles y los cuadros del salón de la chimenea, incluso la mesa de billar estaba exactamente igual que entonces, y dudo de que el viejo piano se haya afinado alguna vez. Tocaste a Debussy en ese instrumento, y algunos nocturnos de Chopin. No se me olvida cómo los demás huéspedes se agrupaban en torno al piano para escucharte, y que te aplaudían mucho.

Habían transcurrido treinta años, pero el tiempo apenas se había movido.

Acabo de olvidarme del único verdadero cambio. ¡Los túneles eran nuevos! En aquellos tiempos llegabas en barco y te ibas en barco. No había otra posibilidad.

¿Te acuerdas del alivio que sentimos cuando supimos que había llegado el último trasbordador? El pueblo entero quedó cerrado al exterior, y pudimos aprovechar lo que quedaba de tarde, la noche y la mañana siguiente antes de que el trasbordador M/FNesøy saliera por el fiordo para volver más tarde con nuevos pasajeros. Una tregua, dijimos. Si hubiera sido hoy, habríamos estado sentados en la terraza toda la noche mirando los coches que salían del túnel. ¿Se dirigirían todos hacia el oeste o se desviaría alguno donde el Museo Glaciar para venir a recogernos? Para arrestarnos, quiero decir.

Por cierto, me había olvidado de que un día cuidamos a sus hijas. Como ves, no me acuerdo de todo.

Me parece estupenda tu sugerencia de borrar los correos electrónicos inmediatamente después de haberlos leído, contestar a continuación y borrar la respuesta en cuanto se haya enviado. Tampoco a mí me gusta tener demasiados asuntos almacenados en el disco. A veces resulta liberador airear pensamientos y asociaciones. En nuestros días se almacenan y se guardan demasiadas palabras, en la red, en lápices de memoria o en discos duros.

Ya he borrado el correo que me enviaste, y ahora me he sentado cómodamente a contestarte. Debo reconocer que lo de borrar también tiene sus desventajas, porque ahora, en el momento de escribirte, echo de menos la posibilidad de volver a leer alguna de tus frases. Tendré que fiarme de mi memoria, y así ha de continuar nuestro intercambio de correos electrónicos.

Insinúas que detrás de nuestro flagrante reencuentro en la terraza del hotel puede haber fuerzas sobrenaturales. Respecto a asuntos de esa índole debo decirte desde el principio que me expresaré con la misma sinceridad que en aquella ocasión. No puedo sino considerar esa clase de coincidencias como sucesos casuales, detrás de los que no hay ni una voluntad ni una «providencia». Cierto es que en este caso se trató de una enorme coincidencia nada trivial. Tenlo presente todos esos días en los que no ocurre nada parecido.

Aun arriesgando animar tu tendencia a lo oculto, voy a confesarte algo. Cuando el autobús en el que llegué salió del largo túnel en Bergshovden, el fiordo estaba como empaquetado en niebla, y no veía nada debajo de mí. Veía las cimas, pero tanto el fiordo como los valles estaban como borrados del paisaje. Luego entramos en otro túnel, y cuando salimos me encontraba ya debajo de la capa de nubes. Veía el fiordo y los fondos de los tres valles, pero ya no podía avistar las laderas de las montañas.

Pensé: ¿Estará ella? ¿Vendrá ella también?

Y llegaste. A la mañana siguiente estabas en la terraza con un vestido casi de niña cuando salí del comedor balanceando una taza rebosante de café.

Tuve la sensación de que te había creado allí, en ese instante, en ese lugar, como si hubieras salido de mi imaginación, como si te hubiera colocado en ese viejo hotel de madera justo ese día. Era como si nacieras en esa terraza, como si nacieras de mi recuerdo y mi añoranza.

Ahora bien, tampoco es de extrañar que te tuviera tan presente en mis pensamientos, pues me encontraba de nuevo en aquello que tú y yo habíamos llamado un «recoleto lugar erótico». Pero el que llegáramos al mismo tiempo claro que no era más que una increíble casualidad.

Había desayunado en el comedor del hotel pensando en ti, mientras bebía el zumo de naranja y picaba el huevo pasado por agua. Me sentía muy aturdido tras el impresionante sueño que había tenido, así que me llevé el café a la terraza. ¡Y zas! ¡Allí estás tú!

Me dio pena tu marido. Sentí mucha simpatía por él cuando una hora más tarde tú y yo le dimos la espalda y subimos juntos a la montaña, en soledad dual.

La manera en la que andábamos y empezamos a conversar se me antojó una dulce réplica de aquella vez en que, de jóvenes, estuvimos allí. El valle era el mismo, y, como te dije: tú aún pareces joven.

Pero yo no creo en el destino, Solrun. Decididamente no.

Vuelves a mencionar a la «Mujer de los Arándanos». Con ello tocas uno de los sucesos más extraños que he vivido. Porque no la he olvidado, y tampoco niego que fuera real. Pero espera un momento. Fui testigo de algo camino de casa.

Cuando vosotros os habíais marchado, yo me quedé para estar presente en la inauguración del nuevo centro climático a la mañana siguiente. Te dije que me tocaría pronunciar un pequeño discurso durante el almuerzo. El viernes por la mañana me fui en el barco expreso de Balestrand a Flam, y después de estar allí un par de horas, cogí el primer tren para Myrdal y luego me vine a Oslo.

Como sabes, justo antes de llegar a Myrdal, el tren se detiene junto a una imponente cascada llamada Kjosfossen. A los turistas casi los obligan a salir del tren para sacar fotos de la cascada o al menos echar un vistazo a esa espumeante catarata.

Mientras estábamos en el andén, en la ladera de la derecha de la cascada apareció de repente una hulder, una diablesa. Fue como si saliera de un salto de la nada. Desapareció igual de repente, pero sólo durante una fracción de segundo, porque volvió a aparecer a unos treinta o cincuenta metros de distancia.

Eso se repitió varias veces.

¿Qué me dices? ¿Acaso esa clase de subterráneos no están sujetos a las leyes naturales?

Ahora bien, no saquemos conclusiones precipitadas. ¿Vi visiones? Vamos a ver: había allí unas doscientas personas que vieron exactamente lo mismo que yo. ¿Fuimos todos testigos de algo sobrenatural, de un auténtico duende o espíritu de la naturaleza? No, no… era algo preparado para los turistas, claro está, y lo único que ignoro respecto del suceso es lo que le pagan a la chica por hora.

Pero ¿me he olvidado de algo? Sí, porque fuera como fuera, esa chica no se movía de un modo natural por el paisaje, sino que saltaba de lugar en lugar a la velocidad del rayo. Eso también, sí, sí. ¡Era un truco! No conozco el número exacto de «diablesas» que actuaban aquella tarde en Kjosfossen. Supongo que eran dos o tres. Recibirían la misma paga, digo yo.

Escribo estas líneas porque ahora se me ocurre que aquella vez hace treinta años quizá hubiera algo en lo que no reparamos, pero que, en mi opinión, aún no es demasiado tarde tomar en consideración. También la «Mujer de los Arándanos» podría haber sido colocada allí. Pudo haber desempeñado un papel, pudo habernos gastado una broma, y tampoco es seguro que fuéramos las únicas víctimas de su existencia «arandanera» tan exhibicionista. En todas partes hay originales locales de ese tipo.

Pero me he olvidado de algo más, ¿no? También esta vez. No sólo parecía llegar de la nada y de ninguna parte. También fue como si simplemente se la tragase la tierra al término de su pequeña actuación. Y tal vez fuera exactamente eso lo que ocurrió. Tal vez fuera una bromista que se dejaba caer en un viejo foso de animales, o justo detrás de unos montones de hojas o algo por el estilo, ¿qué sé yo? Tú y yo no investigamos a fondo aquel suelo, la verdad es que salimos corriendo valle arriba, como si tuviéramos al mismísimo diablo en los talones.

A veces decimos: Si no lo veo, no lo creo. Pero tampoco es seguro que tengamos que creerlo ni siquiera al verlo. Algunas veces tenemos que frotarnos los ojos antes de pronunciarnos. Tenemos que preguntarnos cómo algo o alguien puede haber logrado engañarnos por completo. Nosotros no lo hicimos entonces. Estábamos aterrados. Estábamos además muy tocados por lo que había sucedido unos días antes. Si uno de los dos hubiera perdido los estribos, estoy convencido de que también los habría perdido el otro.

No debes sentirte rechazada. Me alegré mucho de volver a verte, y estos días sonrío un montón. No es que piense que haya algo indiferente o absurdo en esas casualidades. Pueden ser muy significativas simplemente porque nos emocionan y se nos quedan grabadas en la mente. Además, pueden resultar decisivas para lo que ocurra más adelante.

De todos los sitios posibles, tenía que ser ése el lugar de nuestro reencuentro. Y sin más, subimos de nuevo hasta Fjellstølen. ¿Quién habría dicho que algo así volvería a ocurrir?

Una marcha de cuatro horas no es mucho tiempo si se tienen pequeños encuentros, digamos una o dos veces al año. Pero cuando han pasado varias décadas, cuatro horas es mucho tiempo, y la diferencia entre ese único encuentro y nada se hace inmensa.

Vale, Steinn. Me alegra saber de ti. Pero a la vez se me viene a la memoria por qué nos separamos. Una de las razones fue que interpretamos de muy distinto modo ciertas cosas vividas por los dos. Otra, que siempre hablabas de una manera condescendiente de mi manera de interpretar las cosas.

Y sin embargo me resulta grato saber de ti. Te echo de menos. Dame un poco de tiempo y te responderé cuando esté de mejor humor.

No era mi intención mostrarme condescendiente, pero no soy capaz de recordar exactamente las palabras que usé. ¿Qué escribí? ¿No te dije que iba por casa sonriendo porque nos habíamos vuelto a encontrar?

Por cierto, hay algo más que quiero contarte. Me fui al fiordo en un trasbordador que tenía el mismo nombre que ese brazo del fiordo. Primero atracamos en Hella, donde en aquellos tiempos aparcamos nuestro miserable vehículo —resultaba muy extraño estar en cubierta y contemplar de nuevo aquel desembarcadero— y luego cruzamos el fiordo grande hasta Vangsnes, antes de dar la vuelta y desembarcar en Balestrand. Allí estuve haciendo tiempo, en la punta junto al hotel Kvikne, mientras esperaba al barco expreso que me llevaría a Bergen. Por fin llegó, aunque algo tarde, creo que con un retraso de media hora, y ¡cuando embarqué descubrí que el nombre del barco era M/S Solundir!

Me sobresalté. Pensé, claro está, en ti. No pensaba nada más que en ti desde que nos despedimos agitando los brazos en el viejo muelle unos días antes. Al ver el nombre me acordé de aquel verano en que visitamos a tu abuela en las islas de Solund. Ella se llamaba Randi, ¿no? ¿Randi Hjønnevag?

No sólo me puse a pensar, más bien lo llamaría entrar en un estado especial de conciencia, porque de repente se me vinieron encima un montón de viejas vivencias, imágenes vivas e impresiones de aquellos tiempos en que tú y yo, con veinte años, estuvimos como una pareja en esa boca de mar. Parecían tráilers de película, de episodios que ya ni recordaba haber filmado, y no era cine mudo, no creas, pues era como si oyera tu voz, te oía reírte y hablarme. ¿Y no oía también la brisa y los gritos de las aves marinas? ¿Y no podía oler tu largo pelo negro? Olía a mar y a algas. No eran unos pensamientos normales y corrientes, pues me subían empujando por dentro como un géiser de felicidad reprimida, o llegaban como un flashback a aquellos tiempos que fueron nuestros tiempos.

Primero me encuentro contigo en ese viejo hotel de madera tras más de treinta años sin vernos, y cuando me marcho de allí, lo hago en un barco llamado como ese pequeño pueblo isleño de donde es oriunda la familia de tu madre. ¿No me dijiste entonces que en realidad tú te llamabas así por ese pueblo? Por lo demás, hablábamos más bien de Ytre Sula, que era el nombre de la isla más adentrada en el mar, donde vivía tu abuela. ¡Solrun y Solundir! ¡No es de extrañar que me sobresaltara!

De todos modos no debemos dejarnos tentar a sacar conclusiones ocultas de semejantes casualidades. El barco llevaba simplemente el nombre de uno de los municipios costeros de la provincia en la que me encontraba, no era más raro que eso. De manera que me tranquilicé, pero me quedé sonriendo en cubierta.

¿O tú qué crees?

Ahora estoy aquí. En Solund, quiero decir. Estoy en la vieja casa de Kolgrov, mirando los islotes. Lo único que me quita algo de vista en este momento son unas piernas de hombre. Pues Niels Petter está fuera subido en una escalera de aluminio pintando los marcos de las ventanas del piso de arriba.

Cuando tú y yo bajamos de Fjellstølen aquel miércoles, a mi marido le entraron de repente las prisas y quería que nos marcháramos cuanto antes. Debíamos estar en Bergen al menos a la hora del último telediario, dijo.

Fuimos en el coche por el valle Bøyadalen y entramos en el túnel cerca del glaciar sobre las tres de la tarde. Al salir del túnel vimos cómo se disolvía la niebla y el sol irrumpía en las nubes mientras íbamos bordeando el lago Jølstervatn. El único comentario que hizo Niels Petter antes de pasar Førde fue sobre la niebla. Está despejando, dijo, justo en el momento de rodear el lago junto a Skei. Intenté empezar una conversación, pero no pude sonsacarle más. Luego se me ocurrió que ese comentario suyo tal vez tuviera más que ver con su estado mental que con la meteorología.

Yendo hacia el sur desde Førde, Niels Petter se volvió de repente hacia mí y dijo que le parecía un viaje muy largo para un día, y que podríamos quedarnos una noche en la casa de la familia de mi madre, a la que ahora sólo llamamos «la casa de verano». En un principio pensábamos volver directamente a casa, sobre todo por sus compromisos para el día siguiente, pero su sugerencia era su aportación a una reconciliación, tanto por habérselo tomado tan mal cuando yo insistí en dar un largo paseo contigo –por primera vez en treinta años, Steinn– como por haber ido tan callado en el coche. Y así fue. Cruzamos el fiordo desde Rysjedalsvika hasta Rutledal, y desde allí fuimos hasta las islas de Solund. Pasamos un espléndido día junto al mar mientras tú estabas en la inauguración de ese centro climático. Como es natural, te dediqué algún pensamiento a lo largo de aquel día, recuerdos, quiero decir, instantáneas, momentos que vivimos juntos entonces, y seguí recordándote en los días siguientes; eran recuerdos intensos, y veo que algunos te llegaron en forma de pequeños tráilers que no recordabas haber filmado.

Volvimos a nuestra casa de Bergen el jueves por la noche, y temprano a la mañana siguiente bajé al muelle Strand para ver zarpar al M/S Solundir. Sale de Bergen a las ocho. Sabía que tú te ibas de Balestrand esa mañana, me lo habías dicho, y como de todos modos me había levantado temprano, me di un paseo matutino y bajé al muelle. Con el fin de desearte buen viaje, Steinn, para despedirme de nuevo. Seguramente algo muy irracional, pero se me antojó y quise hacerlo. No me digas que ese saludo no te llegó. Me parecía divertido que fueras en el Solundir, y me imaginé que pensarías en mí y en nuestra aventura veraniega en ese lugar.

El barco no lleva su nombre por mí, sino como bien dices por ese municipio isleño en el oeste, junto a la desembocadura del fiordo de Sogn, donde había pasado casi todo el día anterior, y donde estoy sentada en este momento, mirando el mar. Por suerte han desaparecido ya esas piernas, pues estorbaban bastante, tanto a la vista como a los pensamientos…

Solundir es simplemente una forma plural de Solund en antiguo nórdico, pues aquí hay varios cientos de islas Solund. Sól significa «surco» y -und significa «equipado con». Es decir que las islas Solund están equipadas de surcos. No es una mala descripción de la geología de este lugar. Como dice nuestro himno nacional «Con surcos, curtido por la intemperie y el agua…».

Supongo que recordarás cómo corríamos por aquí jugando al escondite entre las psicodélicas formaciones de piedras, constituidas por un conglomerado de colores, y tampoco habrás olvidado que nos pasábamos horas y horas recogiendo piedras del escultural paisaje. Tú coleccionabas mármol, yo unas piedras rojas. Aquí siguen brillando, tanto las tuyas como las mías. Las uso para los macizos de flores.

Es verdad que mi abuela se llamaba Randi, y me da un poco de pena que tenga que recordártelo, con lo bien que os caíais el uno al otro. Recuerdo que una vez describiste a mi abuela como la persona más cálida y maravillosa que habías conocido jamás, y ella, por su parte, salía constantemente al jardín canturreando para sus adentros: Ese tal Steinn. «Ese tal Steinn» era algo muy especial. La abuela no había conocido a un hombre más maravilloso en su vida.

También mi madre se crió aquí, ya lo sabes, en el lugar más al oeste del país. Su apellido era Hjønnevág, eso también lo recuerdas, y cuando mis padres me pusieron el nombre de Solrun no fue por casualidad, sino que se inspiraron en la historia de nuestra familia.

Ahora estamos aquí los cuatro, antes de que la vida cotidiana y la rutina diaria nos reclamen dentro de unos días. Ingrid ya va a la universidad. Aquí, tan cerca del mar, hay una calma inusual, y ayer hicimos una barbacoa en el jardín, lo cual no es nada frecuente por estos lares.

El mundo no es un mundo de casualidades, Steinn. Es coherente.

Qué bien que hayas contestado. No tardaste mucho en ponerte de mejor humor.

Me resulta muy curioso pensar que estás ahora allí. Es como si yo también estuviera, por el hecho de estar enviándonos correos, quiero decir. Pues opino que dos seres pueden estar cerca el uno del otro a pesar de que la distancia física que los separa sea grande. En ese sentido estoy de acuerdo en que el mundo es coherente.

Me ha emocionado saber que bajaste al muelle Strand aquella mañana para enviarme un saludo con el barco expreso. Te imagino bajando las escaleras de Skansen, y esa visión me hace pensar en una película española. Te aseguro que tu saludo me llegó.

Subiendo un día por el valle Mundal dijiste que rechazas cualquier tipo de «fenómenos llamados sobrenaturales». Dejaste muy claro que ni siquiera creías en la telepatía, ni en ninguna forma de clarividencia. Lo dijiste después de que yo te contara unos jugosos ejemplos de sucesos de esa clase. En tu caso tal vez se trata de no aprovechar tus antenas, de no querer quitarte las anteojeras, o de no admitir que de vez en cuando «recibes» lo que sólo crees son tus propios impulsos.

Ahora bien, no eres tú solo, Steinn. Hay mucha ceguera psíquica en nuestros tiempos, mucha pobreza espiritual.

En cambio yo soy tan ingenua que no me siento capaz de calificar como una simple casualidad el que nos volviéramos a encontrar en aquella terraza. Creo que hay algo que dirige todo eso. No me preguntes cómo, porque no lo sé. Pero no entender, no es lo mismo que cerrar los ojos. El rey Edipo tampoco descubrió los hilos del destino que tiraban de él, y cuando le fueron mostrados, se sintió tan avergonzado que se cegó. En cuanto a su destino, había estado ciego siempre.

Esto es como un partido de ping-pong. Tal vez deberíamos seguir enviándonos correos toda la tarde. Así yo también me doy una vuelta por Solund en este día de verano. ¿Te parece?

Pues sí, es como si estuviéramos charlando. Yo estoy de vacaciones, y en esta casa hay una ley no escrita de que durante las vacaciones todos hacemos lo que nos apetece. Únicamente nos atenemos a ciertas reglas respecto a las comidas, que se hacen todas en común excepto el desayuno, que cada uno tomamos conforme nos vamos levantando. Ahora hace poco que hemos comido, así que no tengo ninguna obligación hasta la cena de esta noche. Si no se levanta viento, tal vez hagamos una barbacoa también hoy.

¿Y tú? ¿Por dónde te darás una vuelta esta tarde?

Lamento no poder ofrecer nada parecido a tu entorno. Estoy sentado en un aburrido despacho de la Universidad de Oslo, y aquí seguiré hasta casi las siete, que he quedado con Berit en Majorstua. Vamos a ir a Bærum a visitar a su padre —viejo, aunque muy despierto y con la mente muy despejada—. Pero para eso todavía falta, aún podemos disfrutar de unas horas juntos.

No te olvides de que yo estudié en esa universidad durante cinco años. Aquellos años, Steinn… A mí me resulta ya exótico soñar con esa época.

No creo que ni soñaras con llegar a ser catedrático de la Universidad de Oslo en aquel entonces. ¿No aspirabas a un puesto de profesor de instituto?

Cuando te marchaste me encontré con un excedente de tiempo casi amenazador, de modo que me puse a trabajar en una tesis doctoral, y luego conseguí una beca postdoc de investigación. Pero tal vez deberíamos esperar para hablar de «entonces». Lo que ahora quiero saber es quién eres hoy.

Bueno, yo sí que acabé siendo profesora de instituto, ya lo hablábamos entonces. Nunca me he arrepentido de esa elección. Considero un privilegio ganarme el sustento pasando todos los días unas cuantas horas en compañía de unos jóvenes comprometidos, en un contexto profesional que me interesa. Eso de que siempre se aprende de los alumnos no es un tópico. En una de cada dos clases que me han tocado, siempre había algún chico de rizos rubios que me recordaba a ti, a nosotros dos en aquella época. Un año hubo uno que se te parecía de verdad, y casi tenía tu misma voz.

Pero tú tienes la palabra ahora. Creo que mencioné que no considero una casualidad el que de repente nos encontráramos de nuevo en esa terraza.

Exactamente, de eso estábamos hablando. Pero palabras como «casualidad» o «coincidencia» indican precisamente algo que es poco probable. En una ocasión calculé la posibilidad de sacar una serie de doce seises seguidos tirando con un dado, es decir, doce iguales seguidos: no es más que una entre más de dos mil millones. Eso no significa que nunca haya sucedido que alguien por casualidad haya sacado el mismo número doce veces seguidas; es simplemente porque en este planeta vivimos unos cuantos miles de millones de seres humanos, y porque en todas partes se juega a los dados. Pero en ese caso nos encontramos ante una «bomba de casualidades» o probabilidades de dimensiones astronómicas, y en esas situaciones mucha gente se echa a reír histéricamente, porque desde un punto de vista estadístico habría que estar tirando dados durante miles de años, antes de tener una posibilidad razonable de conseguir una serie de doce iguales, aunque también puede ocurrir espontáneamente, es decir, en el transcurso de unos segundos. ¿No te parece fantástico?

Al menos fue una bomba encontrarme contigo en el fondo del fiordo. Estremecedor, para decir la verdad. Tampoco dudo en llamarlo un golpe de suerte. Pero no fue algo «sobrenatural».

¿Estás totalmente convencido de ello?

Casi sí. Igual que estoy seguro de que no existe ningún destino, providencia o fuerza mental capaz de influir sobre el resultado de, por ejemplo, una tirada de dados. Se puede hacer trampas, de acuerdo, y uno puede tener recuerdos falsos y dar información falsa sobre ellos, pero los sucesos físicos no se dejan influir ni por el destino, ni por una providencia divina, ni por ese pseudofenómeno que algunos llaman «psicogenesia».

¿Has oído hablar alguna vez de alguien que se haya hecho multimillonario porque mediante la fuerza del pensamiento haya sido capaz de dirigir o prever con exactitud dónde se va a acabar colocando la bola en la ruleta? En ese caso sólo se necesitaría un mínimo de previsión para asegurarse una fortuna millonaria. Pero nadie tiene tales habilidades. ¡Nadie! Por esa misma razón tampoco encontrarás colgado en ningún casino un cartel prohibiendo la entrada a adivinadores de pensamientos y videntes. Una prohibición de ese tipo no es necesaria.

Y además, tanto en lo referente a los juegos de azar, como a nuestras vidas en general, debemos tener en cuenta otro factor. La casualidad más asombrosa del mundo tiene una tendencia inherente a ser recordada o mimada por la cultura en la que vivimos, y, a los ojos de un inexperto, un ramillete de anécdotas sobre sucesos extraños puede entenderse como que en todas partes existen unas «fuerzas» que intervienen en nuestras vidas.

En mi opinión resulta indispensable entender ese mecanismo. La propia selección de los «boletos ganadores» que se recuerdan y se transmiten puede hacer pensar en la teoría de Darwin sobre la evolución por selección natural. La única diferencia es que en nuestro caso hablamos de una selección artificial. Por desgracia, así surgen también las ideas artificiales.

Más o menos conscientemente podemos llegar a sumar circunstancias que no tienen nada que ver entre ellas. Creo que esto es algo típicamente humano. Al contrario que los animales, buscamos muchas veces una causa «oculta», por ejemplo un destino, una providencia u otro fundamento que dirige, incluso donde no hay nada de todo eso.

De modo que pienso que fue una mera coincidencia el que nos encontráramos en el valle aquel día de verano. La posibilidad de que ocurriera era mínima —ninguno de los dos habíamos estado allí desde aquella vez—, pero aunque la posibilidad fuera microscópica, eso no es en sí una indicación de que se trata de algo más que de una enorme casualidad.

Si hubiéramos logrado recoger en un grueso libro algunos de los ejemplos más llamativos de coincidencias llenas de sentido —me refiero a los boletos ganadores— tendríamos que haber hecho sitio para muchos miles de millones de tomos si hubiéramos querido incluir también todos los boletos perdedores. No hay bosques para tantos libros. De hecho, en nuestro planeta no cabrían ni tantos libros ni tantos árboles.

En esta ocasión voy a centrarme en un solo boleto perdedor, y pregunto: ¿Recuerdas haber leído alguna vez una amplia entrevista con el o con la que no ganó en la Loto?

No has cambiado mucho. Eso está bien, Steinn. Hay algo fresco y juvenil en tu obstinación.

Pero tal vez estés ciego. Tal vez eres de miras estrechas, aunque seas un sabiondo.

¿Te acuerdas de ese cuadro de Magritte de un enorme bloque de piedra suspendido en el aire sobre el paisaje, con un pequeño castillo en la punta, si no recuerdo mal? No puedes haberlo olvidado.

Si hoy hubieras sido testigo de algo parecido, habrías intentado buscar razones para justificarlo. Tal vez habrías dicho que lo que veías había sido amañado. Que la piedra estaba hueca y llena de helio. O que era sustentada por una ingeniosa red de rodamientos y cordajes invisibles.

Yo por mi parte soy un alma más sencilla. Yo simplemente habría extendido los brazos hacia la roca exclamando un «aleluya» o un «amén».

En tu primer correo escribes: «Decimos a veces: Si no lo veo, no lo creo. Pero tampoco es seguro que tengamos que creerlo ni siquiera al verlo…».

He de confesar que ese enunciado me deja algo perpleja. Pues en mis oídos suena poco empírico no depositar tu confianza en tus percepciones sensuales. Me suena, para decir la verdad, un poco medieval…

Cuando los sentidos contaban algo que no encajaba en las teorías de Aristóteles, eran éstos los que se equivocaban, y cuando las observaciones de las órbitas de los cuerpos celestes no encajaban en el concepto geocéntrico del mundo, se introdujo algo misterioso llamado «epiciclos», con el fin de explicar lo que realmente se estaba viendo. Los fieles servidores de la Iglesia y de la Inquisición practicaban además autocensura al negarse a mirar por el telescopio de Galileo. Pero tú ya sabes todo eso…

¿Has pensado en lo siguiente? Nosotros dos observamos realmente algo parecido a un enorme bloque de piedra suspendido en el aire por encima del musgo y del brezo. Un milagro, amigo. ¡Un milagro de este mundo! Y déjame añadir: en aquel instante observamos exactamente lo mismo, en eso estábamos de acuerdo.

¿Estás segura?

¡Completamente! Pero para volver al tema de nuestro reencuentro, si quieres podemos dejar de lado toda esa clase de hilos del destino.

¿Qué quieres decir?

Tal vez esa «casualidad» se deba a algo tan banal como un poco de telepatía, aunque eso a ti te dé igual, ya que de antemano has decidido no «creer» tampoco en la telepatía.

Sí crees en la fuerza de la gravedad. Pero ¿la puedes explicar?

Acaso ahora me des la oportunidad y por lo menos eches un vistazo a mi telescopio Galileo.

No puedo explicar la fuerza de la gravedad. Simplemente existe. Y claro que presto mis ojos a tu telescopio Galileo. Aunque tuvieras una docena de telescopios, miraría por todos ellos. Ahora dame el primero.

Para Niels Petter y para mí se trataba de un viaje totalmente espontáneo, seguro que fui yo la que sugerí que fuéramos un día a Fjærland a visitar la Ciudad del Libro y el Museo Glaciar. Volvíamos a Bergen desde el Este, y pensé que después de tantos años podríamos darnos una vuelta por allí, aunque no dudaba de que también me resultaría doloroso. La idea surgió de repente, como llegada de ninguna parte.

En cambio tú tuviste un horizonte de planificación mucho más largo, de modo que en este caso serías tú el remitente y yo la receptora. Pues no sería tan excepcional que me enviaras un pensamiento, teniendo en cuenta que era la primera vez que ibas a visitar el viejo hotel de madera desde que tú y yo nos alojamos allí mucho tiempo atrás. Lo que ocurre es que uno no nota nada ni cuando emite ni cuando recibe. Tampoco notas nada cuando piensas. Ni siquiera cuando piensas en algo muy dramático, violento o triste notas crujidos, tintineos o fricciones dentro de la cabeza. Eso es porque los pensamientos no suelen tener nada que ver con el cuerpo o los procesos corporales.

La explicación más sencilla de que volviéramos a aparecer los dos al mismo tiempo en ese lugar que en otra época fue nuestro lugar más maravilloso y más amargo de la tierra es, en mi opinión, la telepatía. Tus explicaciones, o mejor dicho, intentos de explicaciones, son más intricados, y me parece que apestan a estadísticas manipuladas.

Empleando un cálculo de probabilidades, nuestro reencuentro en la vieja terraza es más o menos como si hubiéramos estado cada uno a un lado del fiordo y desde allí hubiéramos disparado cada uno una bala de fusil apuntando al otro, y las dos balas se encontraran en el medio del fiordo para caer al fondo como un solo objeto. Eso tal vez hubiera sido sobrenatural. Al menos tendría que caracterizarse como una milagrosa precisión. A mí me resulta mucho más fácil entender que dos almas que en el pasado han estado muy unidas sean capaces de comunicarse la una con la otra a distancia, sobre algo con lo que las dos han tenido una relación profundamente emocional. Tú me enviaste una señal de que ibas a volver a ese lugar, yo la recibí ¡y allí me fui!

De modo que… telepatía. Ese fenómeno bien documentado que menciono como una explicación razonable de lo que tú defines como una «enorme casualidad», es algo con lo que han experimentado muchos investigadores en varias universidades. Entre los pioneros se encuentra el matrimonio Rhine, en la Duke University de Carolina del Norte, ya en la década de los treinta. Si quieres, te envío con mucho gusto algunas referencias, pues tengo una bibliografía completa.

¿Y no es correcto que la mecánica cuántica nos muestra cómo todo en el universo, hasta la partícula más pequeña, está relacionado?

Ayudada por varios colegas, últimamente he leído bastante sobre física cuántica. En mi instituto llevamos ya un año celebrando un coloquio interdisciplinario por las tardes. Es un club y lo llamamos simplemente In vino veritas, lo que tal vez te indique algo del carácter social que tiene, pero después de haber pasado algunas veladas con físicos y gente de ciencias, no tengo para nada la impresión de que la física moderna haya convertido el mundo en algo menos misterioso de lo que era en tiempos de Platón. Pero corrígeme, Steinn, si opinas que tú lo sabes mejor.

Si dos partículas, por ejemplo dos fotones, tienen un origen o punto de partida común y luego se separan o se abandonan a gran velocidad, las dos partículas siguen relacionadas como una entidad. Aunque se envíen cada una en una dirección al espacio y se alejen años luz entre ellas, siguen enmarañadas, cada una de las partículas lleva consigo información sobre las cualidades de la otra, y las «partículas gemelas» se ven marcadas por lo que ocurra a la otra. Aquí no se trata, claro está, de comunicación, sino de correlación, o de lo que llamamos «no localidad». A nivel cuántico el mundo es, de hecho, no local. Es extraño, quizá igual de extraño que la fuerza de la gravedad, y Einstein rechazó el fenómeno porque lo tomó como una provocación contra la razón, pero después de Einstein ha sido confirmado experimentalmente.

Ahora no estamos hablando de telepatía, sino de telefísica, aunque para mí el contacto mental a gran distancia es más importante para el ser humano que la física cuántica, simplemente porque nosotros somos los espíritus en este contexto. Levanta la vista y busca astros y galaxias. Mira los cometas y asteroides que pasan veloces y ríete un rato con ellos. A pesar de los imponentes cuerpos celestes, nosotros somos al fin y al cabo las almas vivas de este universo. ¿Qué saben hacer los cometas y los asteroides? ¿Qué son capaces de percibir? ¿Qué conciencia tienen de ellos mismos?

Si hubiera sido supersticiosa, habría dicho que los fotones tienen conciencia y se comunican a distancia «telepateando» entre ellos. Bueno, no creo eso. Creo que los seres humanos disfrutamos de una situación especial. ¡Nosotros somos los espíritus en este teatro del universo!

¡Steinn! Mientras lees esta frase pasan a toda velocidad por tu cerebro unos mil millones de neutrinos, vienen del sol, vienen de otras estrellas de la Vía Láctea, y vienen de otras galaxias completamente diferentes al universo. También son, en cierto modo, expresiones de la no localidad del universo.

Otra paradoja es que las partículas de la mecánica cuántica unas veces se comportan como ondas y otras como partículas. Algunos experimentos muestran que un electrón, que, como sabemos, es una pequeña partícula puntual o «cosa», es capaz de atravesar dos rendijas u orificios distintos a la vez. Esto resulta igual de asombroso que imaginarse que una sola pelota de tenis se lanzara al mismo tiempo a través de dos agujeros distintos de la valla.

No te pido ni que entiendas ni que me expliques cómo algo puede ser ondas y partículas a la vez, o en un momento una cosa y en otro otra. Sólo te pido que te inclines ante el universo tal y como está organizado. Si las leyes de la física son enigmáticas, a nuestros ojos quiero decir, que lo sean pues. Se puede uno lamentar de que no seamos capaces de explicar todo lo que hay entre la tierra y el cielo, sería para los poetas un buen ejercicio matutino –quiero decir, un sacudir la cabeza ante lo poco que entendemos de este universo tan profundamente misterioso en el que nos encontramos– pero por ahora es algo que tenemos que aceptar.

El que tú me puedas enviar un pensamiento que yo, más o menos conscientemente, sea capaz de captar, tal vez no pueda entenderse sobre una base matemática y física. Pero tal vez no sea más difícil que aceptar la física cuántica dominante.

¿O sí?

El matemático y astrofísico británico James Jeans lo expresó así: «El universo empieza a parecerse más a un gran pensamiento que a una máquina».

Acabo de recibir un flamante informe climático que es más alarmante de lo que nos temíamos, y he estado hablando con un par de airados periodistas que a toda costa quieren un comentario mío antes del cierre. Como sabes, en nuestros días hay una cierta histeria creada por los medios en torno a estas cuestiones. Tendré que hacer, pues, una breve pausa en nuestra conversación, pero no estaré fuera toda la tarde. Mientras tanto, sólo quiero decirte que respeto tu convicción y más que eso. Por encima de los ismos que cada uno podamos defender, te estimo muchísimo como persona. Perdóname, pues, mi falta de fe en los llamados «fenómenos sobrenaturales».

Bueno, bueno. Hay en ti muchas capas, querido. En otro tiempo te conocía, y ahora voy a escribir unas palabras sobre la Mujer de los Arándanos. Puedo imaginarme cómo te estás resistiendo, casi como aquella noche en que estabas sentado fumando podía imaginarte a través de la puerta y de la pared, pero ahora vas a escucharme.

Aquella noche lloraste, sollozaste como un niño, y tuve que acunarte en mis brazos. ¿Y qué sucedió más de treinta años después, cuando estábamos otra vez en ese lugar?

Escribes que no tienes fe en que fuerzas desconocidas intervengan en nuestras vidas. Pero allí arriba temblaste cuando nos detuvimos de nuevo ante el bosque de abedules. El cuerpo no miente.

Al acercarnos al lugar, me agarraste de repente de la mano. En otros tiempos íbamos muchas veces así, pero que me cogieras de la mano ahora era casi inaudito, aunque pensé que sería porque nos encontrábamos ya muy cerca y necesitabas apoyarte en mí. ¡Porque tenías miedo! No eras un tipo duro allí arriba entre los abedules. Tenías miedo de lo que no es de este mundo.

Tienes una mano grande, Steinn. ¡Pero estaba temblando!

También yo me sentía afectada por la gravedad del momento, pero estaba más comedida que tú, más segura de mí misma, tal vez porque en un principio yo me había elaborado una especie de convicción del más allá. Para mí lo «paranormal» es normal. Estaba preparada para la posibilidad de que ella volviera a materializarse. Aunque «materializarse» es una palabra engañosa, ya que ella no es material. A lo mejor ni siquiera se hubiera dejado captar por una cámara fotográfica. Ella era lo que solemos llamar una aparición. La historia, así como la parapsicología, están llenas de informes sobre esa clase de fenómenos, es decir, de relatos sobre personas que se han aparecido a las almas de otras, incluso cuando esas personas se encontraban a una distancia de miles de kilómetros en el mundo físico. La literatura abunda además en historias sobre personas que han visto y recibido mensajes de alguien recientemente –no fallecido, sino resucitado. El ejemplo más famoso es Jesucristo, claro. Vivimos inmersos en una cultura sumamente materializada que ha cerrado casi por completo el contacto con lo espiritual, por no decir con el más allá. Pero lee a Shakespeare, lee las sagas islandesas y echa de nuevo un vistazo a la Biblia y a Homero. O escucha lo que las diferentes culturas cuentan sobre sus chamanes o antepasados.

¿Sabes? Creo que el incidente de aquel día puede habernos servido ante todo de consuelo. He pensado muchísimas veces luego en aquello que tú llamaste su «numerito». Ella no nos miró con reproche ni con odio. Nos miró con dulzura. Sonrió. Ella ya se había ido al otro lado, y allí no existe el odio. Donde no hay materia, tampoco hay odio, eso está claro.

Todo aquello fue un episodio estremecedor, también para mí: estábamos aterrados. En realidad llevábamos una semana aterrados. Si hubiera aparecido de nuevo, yo la habría recibido con los brazos abiertos.

Pero esta vez no apareció.

No existe ninguna muerte, Steinn. Y tampoco ningún muerto.