19

ESTA noche nieva en Nueva York. O quizá tan sólo en Brighton Beach, ese archipiélago ruso donde el torbellino blanco despierta tantos recuerdos y tiñe de melancolía la mirada de los hijos del difunto imperio que desembarcan aquí cuando llegan a la tierra prometida.

Permanecemos largo rato en silencio mientras caminamos por el muelle, junto al océano. El olor del viento, que a veces es el aroma salado de las olas y a veces el frescor áspero de los copos de nieve, sustituye fácilmente a las palabras. La fría aspereza del aire nocturno nos trae el recuerdo de días pretéritos, que nos hablan con acentos graves y profundos.

—Lo siento mucho, pero no he podido venir antes —digo al fin intentando justificarme.

—¡No, si te entiendo perfectamente! —se apresura a tranquilizarme Utkin—. Cuando lo he visto ya casi ni respiraba y no podía hablar. Pero al mirarlo a los ojos me ha parecido que me reconocía… Creo que ni siquiera aquí hubieran podido salvarlo. Tenía el cuerpo lleno de metralla… Sí, creo que Samurai me ha reconocido.

Me enseña una fotografía, una imagen de colores vivos y turísticos. Ante el túmulo oblongo de la tumba, en una involuntaria posición de firme, está Utkin, aquel Utkin de «veinte años después», con perilla a lo Trotski y unos ojos absortos tras las gafas. A su lado, una mujer agachada, vista de espaldas, que coloca la tierra alrededor de una planta de grandes flores violáceas. Sus gestos precisos la convierten en un ser extrañamente lejano, ajeno a la gravedad torturada de la mirada de Utkin…

Así pues, ¿todo se reduce a ese montículo de tierra recién cavada, perdido en algún lugar bajo el cielo de América central…?

La sala del restaurante ruso, siempre medio vacía, esta noche se halla muy adornada. Es la Pascua ortodoxa. Vemos los cabellos grises y las frentes nobles de la primera emigración, algunos rostros demacrados y las expresiones amargadas de la última oleada, y muchos occidentales que han acudido a degustar el encanto eslavo a la luz de las velas. En este momento no están los músicos ni la cantante; es el obligado entreacto entre plato y plato. El repertorio se adapta al grado de embriaguez y, tras la pausa, suenan otras canciones más adecuadas para la cantidad de vodka trasegado. Las conversaciones se van acalorando, las frases se entrecruzan y cubren lentamente las mesas con un rumor confuso. Y el dueño, el famoso Sasha, como un experimentado director de orquesta, dirige la cacofonía reinante hablando con unos y con otros.

—¡Claro que sí, querido príncipe! En Nueva York ya no se hace un shashlyk como el nuestro… Desde que murió el cocinero del conde Cheremetiev… Sí, estimado amigo, este vino le ayudará a olvidar su querida Moscú caída en manos de los neobolcheviques… Por supuesto, señora, se trata de una tradición puramente rusa. Además, ya verá lo bien que queda con este ponche un poco ácido…

Sasha nos acomoda en una de las últimas mesas libres. Me siento de espaldas a la sala. Utkin, con la pierna estirada en el estrecho corredor que separa las mesas, se deja caer en el asiento de enfrente. El gran espejo que hay detrás de su silla me devuelve la profundidad abigarrada de la sala, colmada con las vivas luces de los candelabros. En las paredes, cubiertas de terciopelo rojo, hay «iconos», es decir, recortes de revistas ilustradas pegados sobre rectángulos de contrachapado y cubiertos de barniz. En una esquina, sobre una estantería, un barrigudo samovar.

Tras el primer vaso de vodka, Utkin hurga en su mochila de cuero y saca un álbum de colores que parece para niños.

—Como esta noche parece que estamos de confesiones y desengaños…

Abro el álbum, apartando el vaso. Es un cómic para adultos. Bastante fuerte, por lo que parece.

—¡Esto son mis novelas, Juan! Sí, los guiones son míos. Las situaciones, los diálogos, los textos, todo… Impresionante, ¿no?

Hojeo las páginas de vivos colores. Exceptuando algunas diferencias, todas las historias se parecen: al principio los personajes van vestidos, y al final están desnudos. Como telón de fondo de su desnudez, la exuberante naturaleza tropical, el lujoso interior de una mansión, incluso la ingravidez de una nave espacial… Del abanico de páginas surge una complicada pirotecnia de redondos traseros aferrados por velludas manos masculinas, nalgas rosadas o morenas, penes erectos, labios ávidos, muslos fosforescentes. ¡Súbitamente lo comprendo todo!

—¿Para eso utilizabas mis historias de amor?

Utkin me dirige una mirada avergonzada. Sirve más vodka para los dos.

—Sí, ¿qué quieres? ¡Tú has vivido tantas! ¡Y a veces he tenido que inventar una historia al día!

Hojeo maquinalmente las últimas páginas del álbum. Descubro una serie de imágenes que me resultan extrañamente familiares.

Utkin adivina qué escena acabo de descubrir. Se sonroja, tiende la mano con brusquedad y, al agarrar el álbum, vuelca mi vaso. Pero me da tiempo a ver la última secuencia: la mujer está tendida sobre la tapa del piano de cola, y el hombre, escindiendo su cuerpo, lanza rugidos encerrados en nubecillas blancas, como las de una locomotora de dibujos animados…

Enjuagamos el vodka. Utkin balbucea excusas. El camarero nos trae bortsch y deja junto a los platos una cazuela llena de trigo caliente.

—Ya ves lo bajo que he caído —se lamenta mi amigo de la infancia con una sonrisa azorada.

—No es grave. De todos modos, como habrás adivinado, mi princesa es una pura invención. Te mentí, Utkin. Toda esa historia no pasó en la Costa Azul sino en Crimea, hace cien años, o mil, ya no me acuerdo. Y ella no llevaba un vestido de noche como en las imágenes de tu cómic, sino un sarafán de satén desteñido por el sol… Su cuerpo olía a las rocas sumergidas en luz cálida. En cuanto a los candelabros del piano, creo que desde la Revolución no habían encendido las velas…

Callamos mientras vertíamos nata fresca en el bortsch.

—Qué estupidez. No tenía que haberte enseñado mi obra maestra —dijo por fin Utkin.

—No, al contrario… Además, los dibujos son muy bonitos.

Utkin baja la mirada. Comprendo que le emociona el cumplido.

—Gracias… Los dibuja mi mujer.

—¡¿Estás casado?! ¿Por qué no me habías dicho nada?

—Sí, sí, un día te hablé de ella… Pero acabamos de casarnos, hace mes y medio. Es india. Y se parece a mí… Es decir…, bueno, es un poco jorobada. Se cayó de un caballo cuando era pequeña… Pero es una chica muy guapa.

Inclino la cabeza con convicción y me apresuro a decir:

—¿Así que has recuperado tus raíces euroasiáticas?

—Sí… Ya ves, creo que los que hacemos cómics somos menos peligrosos que los que se dedican a vender esas bobadas kitsch que en Estados Unidos pasan por literatura… Además, si te fijas, los cuerpos siempre son hermosos. Mi mujer los quiere así…

Utkin abre el álbum sobre el plato y empieza a enseñarme los dibujos.

—Mira, lo esencial es que en cada escena hay un trocito de horizonte, un espacio abierto, un pedazo de cielo…

No puedo evitar reírme.

—¿De verdad crees que los lectores se entretendrán a mirar el pedacito de cielo?

Utkin calla. El camarero se lleva los platos y nos deja el shashlyk. Nos bebemos el vodka. Mi amigo, sumido en sus reflexiones, alza las cejas con la mirada perdida en el fondo de su vaso. De pronto anuncia:

—¿Sabes, Juan? A veces los norteamericanos me recuerdan a unos monos que se divierten con un muñeco mecánico. Pulsan un botón, activan el resorte, y el muñequito de plástico empieza a dar volteretas. Es lo que esperaban… Eso es lo que pasa aquí, en el mundo de la cultura. Fabrican otro genio, lo encumbran en la televisión, y a nadie le importan sus libros mientras la máquina siga rodando. El botón, el resorte y el muñequito de plástico haciendo cabriolas. Todo el mundo está contento. Poder fabricar genios tranquiliza mucho. Con ayuda de la palabra… Juegan con ideas tan viejas como el mundo, las combinan indefinidamente y sacrifican la vida por ellas. Palabras, palabras, palabras…

Utkin agarra la botella vacía y hace una señal al camarero.

—¡Sí, la vida no está ahí, pero la máquina funciona! —añade mirándome con ojos de profeta achispado—. Y fíjate: con una división del trabajo perfecta… La plebe se alimenta de productos como mis cómics, y la elite, de ilegibles rompecabezas verbales. ¿Y has visto con qué seriedad otorgan los premios literarios? Parecen Brezhnev condecorando a un decrépito miembro del Politburó. ¡Todo el mundo sabe quién recibirá el premio y por qué, pero continúan jugando al Politburó! Es la hiedra funeraria, que está ahogando a Occidente. La hiedra de las palabras, que ha matado la vida.

En ese momento, en el espejo situado detrás de la nuca de Utkin, veo aparecer a los músicos. El violín ensaya un leve gemido de prueba, la guitarra emite un largo suspiro gutural, el bandoneón hincha sus pulmones con un susurro melodioso. Finalmente, en la humosa imagen del espejo, la veo a ella…

Con su vestido negro, parece una pluma de ave estilizada. Tiene una tez pálida, sin rastros de maquillaje folclórico.

«Sí, efectivamente, la máquina funciona», me digo. «Sasha sabe bien cuándo hay que ofrecer un poco de encanto eslavo… Las caras están abotargadas por la abundancia de comida, los ojos empañados, los corazones derretidos…».

Sin embargo, la canción que se alza en la sala no parece seguir la línea trazada por Sasha. Al principio es una nota muy débil, que enseguida mitiga la energía de los músicos. Un sonido que parece llegar de muy lejos y no logra sobreponerse al ruido de las mesas. Y si esa frágil vocecita se impone unos instantes después es porque todo el mundo, a pesar de la borrachera y del sopor, siente desplegarse el horizonte nevado tras las paredes cubiertas de terciopelo rojo con sus iconos de papel. La voz sube ligeramente, los comensales ya sólo miran a aquella cara pálida, con los ojos perdidos en el velo de los días evocados por la canción. Yo la veo, en la profundidad engañosa del espejo, quizá mejor que los demás. La larga pluma negra de su cuerpo, su rostro sin maquillar, sin defensas. Canta como si cantara para sí misma, para esta fría noche de abril, para alguien invisible. Como cantó una noche una mujer delante del fuego, en una isba cubierta de nieve… Todo el mundo se sabe la canción de memoria. Pero al margen de las palabras accedemos a una lejana noche perdida en una tormenta de nieve, observando la llama de las velas hasta que la cantante empieza a crecer y nos deja entrar en su aureola transparente. Y la música se convierte en el aire frío de una isba que huele a tormenta, en el calor luminoso de la hoguera, en la fragancia de la leña de cedro al arder, en el silencio nítido de la soledad…

—Es extraño —murmura Utkin—, esta canción me recuerda una historia que me contó un día Samurai. Lamentaba haberme hablado de los prisioneros violados en el campo, de esas porquerías que yo, por otra parte, ya sabía. Para él yo era un niño, y además, ya sabes cómo era Samurai… Cuando los milicianos se llevaron al prisionero congelado y nos dejaron solos, Samurai me enseñó la nariz, ¿te acuerdas de esa nariz de boxeador que tenía?, y me explicó cómo le había ocurrido.

Aquel día, hace mil años, Samurai se había quedado dormido en el tejado de un granero abandonado, cerca de Kajdai. La tierra todavía estaba blanca, pero el tejado, bajo el sol de la primavera, se libraba de los últimos charcos de nieve derretida. Lo despertó una voz femenina que llegaba de abajo. Samurai lanzó una mirada desde el tejado y vio cómo tres hombres atacaban a una mujer. Ella luchaba pero sin mucha energía, porque en nuestra tierra es fácil clavarle a uno una navaja entre las costillas, y la mujer lo sabía. Por sus gritos, Samurai comprendió que no se trataba exactamente de una violación: sencillamente, esos tipos no querían pagar. En caso contrario la mujer habría consentido sin ningún problema. En resumen, se resignó… Samurai, tenso como un perro delante de su presa, los observó. Los hombres sólo destaparon las partes que querían usar del cuerpo de la mujer: descubrieron el vientre, desnudaron los pechos y sujetaron la barbilla y la boca, porque también la necesitaban. Y todo ello deprisa, jadeando, soltando risitas obscenas. Samurai, sobre el tejado, a tres metros de ellos, veía por primera vez en la vida cómo se prepara para «eso» un cuerpo femenino. La mujer, rendida, cerró los ojos. Para no verlo…, Samurai, estupefacto, contuvo una exclamación: ¡el corazón de la mujer había caído en la nieve! Pero no, seguramente era un pañuelito o alguna compra envuelta en un papel pálido…, un paquetito rosado oculto en el bolsillo interior del abrigo que los agresores habían desabrochado violentamente… Pero por un momento a Samurai le pareció ver un corazón que se hundía en la nieve. Empezó a gritar y se dejó caer del tejado, con el rostro angustiado por el dolor que penetraba en sus ojos. Agitó en el aire sus brazos de sable y los dejó caer sobre la cabeza y las costillas de sus enemigos, se escabulló bajo los golpes de sus puños pesados como mazos y se levantó esquivando las manos que intentaban capturarlo. De pronto, la sangre inundó el cielo. Samurai, ciego, cortaba con sus brazos de sable el aire y la carne humana. Pero, en la sangre que le anegaba los ojos se derretía el viscoso coágulo del mal… Y cuando consiguió limpiarse la cara con la manga de la chaqueta, vio cómo los hombres subían a un camión aparcado junto a la carretera. Y la mujer, lejos, muy lejos, caminaba por la orilla del Olei…

Escuché la historia y me pareció reconocer al Utkin de hacía años. Su cara se definió, sus pesados gestos de hombre corpulento recordaron de nuevo las tentativas de un pájaro herido que pretende despegarse de la tierra. Y con su voz de antaño, grave y dolorosa, me confió:

—Aquella mujer era la prostituta pelirroja, la que esperaba todas las noches el Transiberiano, como recordarás… Es a ella a quien dediqué mis primeros poemas…

Utkin se sirve otro vaso y lo bebe lentamente. ¿Ha hablado realmente? ¿O ha sido en mi cabeza ebria donde ha surgido aquel recuerdo enterrado bajo la nieve? Y la sangre que inunda los ojos de Samurai, ¿no tiene la cálida fragancia de las selvas de América central? Samurai está tendido bajo un árbol, y la poca visión que le queda entre la roja exuberancia le informa de que dos hombres vestidos de caqui se acercan a él con precaución. Para rematarlo. Sí, es a él a quien veo: su cuerpo acribillado por la metralla, su sonrisa que se mofa del dolor, leal al héroe de nuestra juventud, a quien nos enseñó que las balas no dolían y que la muerte no llegaba nunca si uno sabía mirarla de frente.

Abandonando el sofocante calor de la sala, nos detuvimos un momento en el muelle, frente a la inmensa oscuridad del océano. No se ve ninguna luz. El infinito nocturno de las aguas, la nieve, la nada…

Vamos al local de Gueorgui, el minúsculo restaurante georgiano que existe gracias a las largas conversaciones de clientes medio borrachos, a las vistas del mar Negro en las paredes, a los sueños de Kazbek, el antiguo pastor, que nos recibe con su mirada melancólica. Gueorgui nos saluda y trae lo que sabe que necesitamos. Coñac, café y limón verde.

—En Tbilisi, un obús ha destruido la casa de mi infancia —explica a media voz, dejando la botella y los vasos sobre la mesa—. Una casa que tenía doscientos años. El mundo se está volviendo loco…

Permanecemos callados. Nos vemos veinte años atrás, en medio de una infinita llanura nevada… En el horizonte, el sol bajo del invierno —el péndulo de la historia— inmóvil entre las torres de vigilancia… Utkin y yo, y tantos otros, pasamos varios años de nuestra vida agitándonos alrededor de aquel disco enredado en las alambradas, escribiendo libros subversivos, disintiendo, protestando. Con la fuerza de nuestros brazos —¡y de nuestra palabra!—, empujamos aquel peso inerte. Poco a poco, el péndulo de la historia empezó a responder a nuestro esfuerzo. Cada vez se balanceaba más libremente, y su vaivén a través del inmenso imperio empezó a resultar amenazador. Un día, su movimiento vertiginoso nos arrastró en su estela y nos envió al otro lado de las fronteras del imperio, a la orilla del Occidente mítico. Y desde esa tierra observábamos el péndulo enloquecido —¿o libre al fin?—, demoliendo el mismísimo imperio… «Y hoy día, a pesar de toda mi sabiduría occidental», me digo con una amarga sonrisa, «no comprendo ni esa lágrima congelada en el ojo de un lobo abatido, ni la vida que fluye silenciosa bajo la corteza del cedro secular, con un gran clavo oxidado hundido en el tronco, ni la soledad de la pelirroja que canta junto al fuego para alguien invisible, en una isba enterrada por la nieve…».

Utkin se quita las gafas y, desde el fondo de su borrachera, me habla lentamente, envolviendo mi cara en su mirada turbia:

—En el momento que vi su nombre escrito en caracteres latinos sobre la losa de la tumba (sí, su verdadero nombre y no aquel «Samurai» al que estábamos tan acostumbrados), en aquel momento lo recordé todo. Recordé un día lejano, aquel paseo con mi abuelo a orillas del Olei… Había un sendero en la nieve, ¿recuerdas?, un surco estrecho que bordeaba el talud de la orilla del río… Yo solía torturar a mi abuelo con una pregunta impertinente: ¿qué hay que hacer para escribir? Aquel día quizás insistí más de lo normal, ya que acababa de leer su relato sobre la guerra y además el silencio de la taiga era más misterioso que nunca. Mi abuelo reía o cambiaba de conversación. Finalmente, sin poder soportarlo más, soltó una palabrota y me dio un empujón en el hombro, sin duda en broma. Me encontré en el borde del talud, sobre la pendiente helada que bajaba hasta el río. Perdí el equilibrio y empecé a descender a toda velocidad por aquel terreno tan resbaladizo. El cielo giraba ante mis ojos, la muralla de la taiga se volcaba sobre mí, perdí el sentido de lo que era arriba y de lo que era abajo, mi cuerpo ya no tenía peso, de tan suave y rápida que era mi caída. Y sobre todo, una sensación nueva: ¡alguien me había empujado como si fuera su igual, sin pensar en mi pierna coja! Me detuve abajo, hundido en un montón de nieve entre unos pinos jóvenes. Con los ojos cegados y la cabeza turbia, miré a mi alrededor. A unos pasos del talud, a la luz azul de la noche invernal, los vi… Un hombre y una mujer, desnudos. Estaban de pie el uno contra el otro, cadera contra cadera, con los cuerpos enlazados. Callaban y se miraban a los ojos. Reinaba un silencio perfecto. El cielo violáceo sobre ellos… El olor a nieve y resina de pino… Mi presencia muda… Y aquellos dos cuerpos, de una belleza casi irreal. Mi abuelo me llamó desde lo alto de la pendiente. Su voz retumbó en el silencio. Los dos amantes se separaron y huyeron hacia la pequeña isba de los baños… Eran Samurai y una chica que yo no había visto nunca y que nunca volví a ver. Como si hubiera nacido en aquel momento de belleza y silencio y se hubiera desvanecido con él…

Fuera, la nieve se nos pega a la cara y despierta sensaciones que llevan largo tiempo dormidas. Utkin se sube el cuello del abrigo para protegerse de las ráfagas blancas. Sus palabras se confunden con el rumor del viento. Me doy la vuelta: las huellas de nuestros pasos en el muelle desierto parecen las de unas raquetas bordeando la vía en medio de la taiga. Como si Utkin me acompañara hasta un tren que duerme sobre los raíles nevados… Un vagón vacío, con las ventanas cubiertas de escarcha, se dispone a recibir en silencio nuestra visita nocturna. Instalados en un compartimento oscuro, esperaremos sin movernos. Vendrá. Atravesará el corredor con su paso de guerrero cansado y aparecerá en el umbral de la puerta.

¡Vendrá! Cargado con la brisa salada y el sol de todas las latitudes, con el tiempo vencido y el espacio conquistado. Y, con una voz aún lejana pero sonriente, dirá:

—¡No, todavía no me he fumado el último cigarro!

Y, en ese momento, el tren se estremecerá lentamente y las estrellas de nieve dibujarán líneas cada vez más oblicuas en las ventanas negras. Y en una larga conversación nocturna, conoceremos el indecible nombre de aquella que nació un instante de belleza y silencio cuando vivíamos a orillas del amor.

FIN