EL día de mi partida, en septiembre, era ya totalmente otoñal. La barcaza que me conducía a la otra orilla estaba vacía. Verbin, sin prisas, tiraba del cable con la pala. Yo lo ayudaba. La superficie del agua se estremecía con pequeñas ondas grises. Los maderos de la barcaza relucían humedecidos por la llovizna…
—Una semana más y la retiro —dijo Verbin sonriente cuando el transbordador se detuvo junto al pequeño embarcadero de madera.
Recogí el maletín y salté a la arena. Verbin me siguió, encendió un cigarrillo y me ofreció otro.
Hablamos de todo y de nada en particular. Éramos como dos parientes próximos. Pero Verbin no se daba cuenta de mi emoción. Porque todo el mundo pensaba que me iba a Nerlug, a trabajar como aprendiz de mecánico en una empresa de transportes. Era una versión muy creíble, el destino típico de cualquier joven de nuestra región. Y yo, sintiendo un extraño vacío en el corazón, miraba la aldea perdida tras el velo de lluvia. Aún no sabía que era la última vez que la veía…
De repente apareció una silueta femenina en la nebulosa lejanía. Una mujer vestida con un largo impermeable caminaba por la arena, a la orilla del agua.
Verbin suspiró. Nos miramos.
—Sigue esperándolo —dijo Verbin en voz baja, como si temiera que lo oyese la mujer de la orilla opuesta—. Este invierno vi a su marido, en Nerlug… Todo el mundo sabe que está vivo. Pero ella sigue esperando que un día yo se lo traiga en la barcaza…
El barquero calló, fijando la mirada en la frágil silueta difuminada por la lluvia. Luego, dirigiéndome una mirada en la que brillaban destellos de desesperada bravuconería, empezó a hablar en voz más alta, casi jovialmente:
—Pero ¿sabes, Dimitri? A veces me digo que esa mujer es más feliz que mucha gente… He visto a su marido: es gordo, importante, parece un petrolero japonés, no puede ni abrir los ojos de tanta grasa como tiene en la cara… Pero ella espera a otra persona, a un soldado joven y delgado, de cabeza rapada y guerrera descolorida. En la primavera del cuarenta y cinco todos éramos así… Tu tía tiene razón: por eso Vera no envejece. Se le ha puesto el pelo gris, ya lo ves, pero sigue teniendo la misma cara que de joven. Y continúa esperando a su soldado…
Los escasos pasajeros empezaron a congregarse alrededor de la barcaza. Estreché la mano de Verbin y me fui por la carretera empapada de lluvia… En el recodo, a punto de abandonar el valle del Olei y entrar en la taiga, lancé una última mirada detrás de mí. La barcaza, apenas un cuadradito en la gris amplitud de la corriente, estaba ya en la mitad del río.
Llegué a Leningrado tras un largo viaje de dieciséis días. Siempre en tercera clase, a menudo sin billete. Durmiendo en el estante portaequipajes, engañando a los revisores, comiendo el pan que servían gratuitamente en las cantinas de las estaciones. Crucé el imperio de un extremo a otro: doce mil kilómetros. Atravesé sus ríos gigantescos: el Lena, el Yenisei, el Obi, el Kama, el Volga… Crucé el Ural. Vi Novosibirsk, que me pareció igual que Nerlug, sólo que mucho más grande. Descubrí Moscú, aplastante, ciclópea, infinita. Pero una ciudad oriental, en definitiva, muy cercana por tanto a mi naturaleza asiática profunda.
Finalmente, llegué a Leningrado, la única ciudad del imperio auténticamente occidental… Salí a la gran plaza de la estación, abriendo de par en par unos ojos pesados y soñolientos. Los edificios eran muy distintos: arracimados, esbeltos y orgullosos, sobrecargados de cornisas, molduras y pilastras, formaban largas hileras. Me fascinó la rectitud europea de la ciudad, pero más aún su olor, un poco ácido, fresco y excitante. Atravesé la plaza con pasos de sonámbulo y de pronto grité un «¡Oh!», que hizo volver la cabeza a los viandantes…
La perspectiva de la avenida Nevski en todo su esplendor matinal, velada por una ligera bruma azulada, se desplegaba ante mis ojos maravillados. Y, en el fondo de aquel luminoso corredor bordeado de suntuosas fachadas, resplandecía la aguja dorada del Almirantazgo. Permanecí extasiado unos instantes ante el esplendor de aquel aguijón de oro erguido en un cielo que lentamente se iba impregnando de un pálido sol nórdico. Entre la neblina que flotaba sobre el Neva veía dibujarse un esbozo de Occidente.
Mi mirada, en un relámpago cegador, lo captó todo: el encanto nostálgico de la infancia de Olga, que había caminado por las calles elegantes de la ciudad para tomar el tren San Petersburgo-París con sus padres; el alma noble de aquella antigua capital, que nunca se acostumbraría al apodo que le habían impuesto sus nuevos dueños; la sombra de Raskolnikov errando por algún lugar sumido en la densidad de las calles brumosas.
Pero sobre todo entendí que no me habría sorprendido demasiado encontrar a Belmondo en medio de aquella perspectiva teñida de luz otoñal. Al verdadero, al único Belmondo. De pronto era concebible su presencia material… Me ajusté la mochila y me dirigí con paso resuelto a la parada del tranvía. No sabía si era la mejor manera de llegar a mi escuela, pero el sonido de las campanillas en el aire matinal era tan hermoso…
En mis tres años de estudios recibí pocas noticias de Svetlaia. Unas pocas cartas de mi tía, al principio inquietas y reprobatorias, luego más calmadas, llenas de detalles cotidianos que cada vez me costaba más reconocer. Por descuido, o sencillamente por hablar de algo, mi tía se refería en cada carta al Olei y a la barcaza: y yo veía a Verbin reparando los maderos, cambiando el cable… «El cuento del viejo chino no se acaba», me decía caminando por la ciudad que encarnaba nuestros sueños occidentales…
También hubo una carta de Samurai, pero no venía de la aldea. De hecho, se trataba más bien de una fotografía de aficionado con unas pocas frases escritas al dorso en un tono algo distante. Estaba claro que Samurai no podía perdonarme mi fuga, que, como Utkin, consideraba una traición a nuestra amistad… Samurai me anunciaba la muerte de Olga, decía que hasta el último momento había seguido con sus sesiones de lectura vespertinas, lamentando que «don Juan» ya no participara en ellas… No me sorprendió demasiado que en la fotografía apareciera Samurai vestido con el uniforme de la infantería de marina, encaramado al puente de un barco. Como tampoco me chocaron las manchas blancas de los edificios y las sombras de las palmeras. Las letras escritas con tinta azul decían: La Habana, el puerto. Adiviné que el puente de aquel buque constituía una etapa decisiva en su proyecto juvenil, un sueño loco del que Samurai me había hablado un día en Svetlaia: unirse a los guerrilleros de América central para avivar las cenizas de la aventura del Che…
Utkin, por su parte, no me escribió nunca desde Svetlaia. Pero dos años después de mi fuga, en el fondo de un pasillo oscuro de la residencia de estudiantes, vislumbré una silueta que reconocí enseguida. Utkin vino cojeando a mi encuentro, me tendió la mano… Nos pasamos toda la noche hablando en el pasillo para no molestar a mis tres compañeros de habitación. Con Utkin sentado en el alféizar de una ventana cubierta de escarcha, conversamos bebiendo té frío…
Supe que Utkin también se había marchado de Svetlaia. Consiguió llegar más lejos que yo, a Kiev, al oeste. Estudiaba en la facultad de periodismo, y esperaba escribir algún día «auténtica literatura», según precisó con un tono grave y bajando la mirada.
Y esa misma noche descubrí en qué circunstancias había abandonado Belmondo el Octubre Rojo, desapareciendo, quizá para siempre, en una esquina de la avenida de Lenin.
Fue durante el invierno que siguió a mi evasión. Samurai y Utkin se deslizaban con sus raquetas por la taiga inmersa en la penumbra de las primeras horas matinales. Iban a Nerlug, a la sesión de las dieciocho treinta. Sin mí. ¿Querían volver a ver una película? ¿O acaso demostrar —¿a quién?— que mi traición no afectaba a su relación con Belmondo?
El frío era muy intenso, incluso para los inviernos de nuestro país. De vez en cuando se oía un largo eco como el de un escopetazo. Eran los troncos de árboles al estallar minados por la savia y la resina congeladas. Cuando hacía un tiempo así en la aldea las mujeres, al descolgar la ropa tendida, la rompían como si fuese cristal. Los camioneros maldecían al ver los depósitos llenos de polvo blanco: la gasolina se congelaba. Los niños se divertían al escuchar el tintineo de sus escupitajos convertidos en hielo al caer sobre el suelo duro como una roca.
Al salir los primeros rayos del sol, Utkin y Samurai lo descubrieron sobre la horca que formaban las dos grandes ramas de un pino. Samurai fue el primero que lo vio, y tuvo un momento de vacilación: ¿debía mostrárselo a Utkin? Sabía que la visión impresionaría a su amigo. Samurai siempre se había mostrado muy protector con Utkin, y aún más tras mi partida. Al principio quiso pasar de largo, como si no ocurriera nada. Pero, en la calma absoluta de la taiga, Utkin debió de advertir su vacilación, el aliento contenido de Samurai. Se paró también, alzó los ojos y lanzó un grito…
En la horca, abrazado al tronco rugoso, había un hombre sentado, con la cara blanca y cubierta de escarcha y los ojos completamente abiertos. Su postura tenía la aterradora rigidez de la muerte. Sus piernas no colgaban sino que se mantenían inmóviles en el vacío, a dos metros del suelo. El hombre parecía mirarlos, dirigiéndoles una horrible mueca. En la nieve que rodeaba el árbol se dibujaban las huellas de los lobos…
Samurai observaba en silencio el rostro congelado. Utkin, afectado por aquella visión en la taiga dormida, quiso disimular su turbación. Habló deprisa y por los codos, haciéndose el duro:
—Debe de ser un preso político que se ha fugado. No, estoy seguro de que es un disidente. A lo mejor ha escrito novelas antisoviéticas, lo han enviado al Gulag y alguien lo ha ayudado a escaparse. Puede que tenga un manuscrito escondido entre la ropa… Quizá quería…
—¡Cállate, Pato! —gritó de pronto Samurai. Y con una rudeza violenta que nunca había utilizado con Utkin, prosiguió—: ¡Preso político! ¡Gulag! ¿Qué dices? El campo de prisioneros que se ve desde Svetlaia es un campo normal. ¿Me entiendes? ¿Normal? Allí hay reclusos normales. Tipos normales que han robado algo, o le han partido la cara a alguien. Y esa gente normal juega a las cartas después de trabajar, con toda normalidad, escribe cartas o se echa la siesta. Y luego esos tíos normales se buscan una víctima, que normalmente es un chico joven que ha perdido a las cartas. ¿Has perdido?, pues la pagas. Normal, ¿no? ¡Y esos hombres normales lo joden por la boca y por el culo, por turnos, todo el barracón, uno tras otro! Al final, en lugar de boca no le queda más que una papilla, y entre las piernas, carne picada… Y después, el pobre desgraciado se convierte en un intocable, tiene que dormir junto al cubo de la basura, no puede beber del grifo que usan los demás. Pero todos pueden follárselo cuando les apetece. Y si quiere huir le queda una sola vía: precipitarse sobre las alambradas. Y entonces el soldado le vacía el cargador en la cabeza. Directo al cielo… Éste ha debido de escaparse mientras trabajaban en las obras…
Utkin emitió un sonido extraño, mitad gemido mitad protesta.
—¡Cállate, te digo! —volvió a reprenderlo Samurai—. ¡Deja ya tus novelerías de mierda! Eso es la vida normal, ¿sabes? Tipos que después de diez años viviendo así, salen y viven con nosotros… Y todos nosotros, quien más quien menos, somos como ellos. Su vida normal es la nuestra. Ningún animal viviría así…
—Pero Olga, y Belmon… Bel… —suspiró Utkin con voz angustiada, sin poder seguir.
Samurai no dijo nada. Miró a su alrededor para identificar correctamente el lugar. Luego tomó la pica e hizo un gesto a Utkin para que lo siguiera… Ese día no fueron a Nerlug. Faltaron a su cita de las dieciocho treinta.
Más tarde, sentados en el humoso local de la milicia de Kajdai, esperaron largamente a que un empleado terminara su tarea y los acompañara al lugar de los hechos. Samurai callaba, inclinando la cabeza a ratos. Sus ojos contemplaban los reflejos de días invisibles. Utkin observaba de soslayo las sombras huidizas. Y pensaba que Samurai pronto se aclararía la voz y, azorado, le pediría perdón.
Sentado en el alféizar de la ventana, Utkin me contaba cómo había terminado la era de Belmondo en el país de nuestra infancia… ¡Su voz resonaba de forma tan extraña en el pasillo vacío de la residencia! A través de su rostro —el de un hombre joven, con su primer bigote— se transparentaban los rasgos del antiguo niño herido. Aquel niño que esperaba con tanta emoción el inicio de la vida adulta, que ansiaba conocer el amor —como los demás—, a pesar de todo. Y yo, que vivía ya tranquilamente mi rutina amorosa de machito despreocupado, percibí de pronto la infinita desesperación que llevaba mi amigo en su interior. Se diría que la indiferencia de las miradas femeninas había pulido su rostro, alisado por la ceguera de las mujeres, tan natural y tan despiadada…
Utkin captó la intensidad de mi mirada. En sus labios afloró una sombra de sonrisa desilusionada. Volvió la cara hacia el cristal, tras el cual palidecía la noche helada de Leningrado.
—Y cuando volvimos al lugar de los hechos con los soldados de la milicia —continuó contando—, cuando vimos al preso fugado aferrado a su rama, dejé de sentir miedo. Ni tristeza, ni dolor. Me da vergüenza decirlo, pero sentía… una alegría extraña. Sí…, me dije (ya sabes, en ese idioma tan profundo que se articula sin palabras dentro de nosotros)…, me dije que si el mundo era así de atroz, no podía ser verdadero, y, sobre todo, no podía ser único. Me dije que no podíamos tomárnoslo en serio…
Al observar a los milicianos que, con la ayuda de Samurai, intentaban arrancar al muerto del árbol, Utkin vivió una misteriosa revelación. Aquel joven prisionero, cuyos dedos congelados torcían los soldados, jadeantes por el esfuerzo, marcaba un límite. ¿Igual que el cuerpo mutilado de Utkin? El límite de la crueldad y del dolor. Una frontera…
Finalmente, el cadáver cedió. Los tres milicianos y Samurai lo llevaron hasta el todoterreno estacionado al borde de la taiga. El chapka del prisionero cayó al suelo, y Utkin lo recogió. Iba detrás de los otros, apuntando al cielo con su hombro a cada paso, como si quisiera echar una ojeada al otro lado de la frontera…
Pasamos un día entero recorriendo las húmedas calles de Leningrado. Entramos en los museos, cruzamos el Neva. Me enorgullecía poder enseñarle a Utkin la única ciudad occidental del imperio. Pero ni él ni yo teníamos ánimos para pasear. Incluso en el Ermitage hablábamos de otra cosa. Por la noche, Utkin me pasó una treintena de páginas mecanografiadas: era un fragmento de su futura novela. «En la línea de El archipiélago Gulag», precisó. Me las escondí debajo de la chaqueta, sintiéndome como un verdadero disidente.
Así que seguimos hablando en voz baja de los horrores del régimen incluso en el palacio imperial. Lo criticábamos todo, lo rechazábamos en bloque. El Belmondo de nuestra adolescencia y su Occidente mítico se convertían en un ideal de libertad, en un programa de combate. Seguíamos viendo el sol enredado en las alambradas, empalado en las torres de vigilancia. ¡Había que conseguir que el gigantesco péndulo volviera a oscilar! ¡Había que liberar el tiempo, nuestro tiempo, aquel pobre rehén de la dictadura!
Nuestros enfurecidos cuchicheos amenazaban con convertirse en un grito en cualquier momento. Y gracias a Utkin, la amenaza se concretó.
—Yo no tengo nada que perder, ¡voy a luchar, aunque sea en el campo de prisioneros…!
Tosí para ahogar el eco de sus palabras bajo los techos fastuosos. La vigilante nos lanzó una mirada de desconfianza. Salimos de nuestros proyectos regicidas. Ante nosotros, bajo un baldaquino rojo, se alzaba el trono imperial de los Romanov…