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¿CUÁNDO se produjo el cambio en definitiva?

El joven cuerpo femenino que me acogió, moldeándome, aspirándome, absorbiéndome en sus aromas, en la fugitiva suavidad de su piel, en el humo negro de su cabellera tendida sobre la hierba. Y la brisa fuerte y cálida de principios del verano, el viento de las estepas, que tanto contrastaba con el gélido frescor del Olei crecido. Por todas partes nos rodeaban sus aguas cristalinas. Y aquella hamaca que se balanceaba al viento… ¡Sí, una hamaca! ¡No habíamos olvidado nada, Belmondo! El viento, el cielo reflejado en sus ojos rasgados cegados por el placer, sus gemidos jadeantes… ¿Cuándo ocurrió?

La llegada de Belmondo había interrumpido el curso normal del tiempo. El invierno había perdido su sentido de sueño eterno. Las noches, por culpa de las películas, el de calma vespertina. El momento de las dieciocho treinta se imponía sobre los demás con evidencia cósmica. Vivíamos a merced de un ritmo nuevo: hoy estábamos en México, mañana en Venecia. Cualquier otra temporalidad había perdido su vigencia…

No logro recordar si era el Año I o el Año II de la nueva cronología. No puedo decir si tenía quince años, como en la primavera que huimos a Extremo Oriente, o dieciséis, es decir, un año después del regreso de Belmondo. No lo sé. Según todos los indicios, era la segunda primavera. Porque no es posible haber vivido todo aquello en un solo año: ¡me habría estallado el corazón!

Quince años, dieciséis… De todos modos, estas barreras son aún más relativas por la intensidad con que vivíamos nuestras pasiones. No, yo tenía la edad de la noche pasada en la isba de la mujer pelirroja, y la del primer trago de coñac, y la del sabor salado del Pacífico. La edad en la que descubrí que la frágil belleza de una rodilla femenina podía causar un dolor desgarrador, constituir un apacible suplicio. La edad en que la carne blanca y opulenta de una prostituta madura me obsesionaba con su materialidad infranqueable. La edad del misterio desvelado del Transiberiano. La edad en que el cuerpo femenino me enseñaba su lenguaje, palabra tras palabra y gesto tras gesto. La edad en que la infancia había quedado reducida a un eco apagado, como el recuerdo de una lágrima congelada en el ojo de un lobo tendido en toda su longitud sobre la nieve azulada del atardecer.

Quince años, dieciséis… No. Yo era más bien una extraña mezcla que mezclaba los vientos, los silencios y los rumores de la taiga con los lugares visitados o imaginados. Era alguien que sabía ya, gracias a la biblioteca de Olga, que las señoras feudales llevaban un vestido largo como el de la pobre Emma. Que en los baños, los hombros de las odaliscas revestían el color del ámbar… Y que había que ser un verdadero granuja, como aquel hidalgo rural de Maupassant, para pedirle a la posadera que le preparase la cama al mediodía, revelando así sus intenciones respecto a su joven esposa sonrojada… Musset me había enseñado que los amores románticos eligen siempre una mañana fría y soleada de diciembre para la separación definitiva, con la claridad de los sentimientos consumados y la amargura que destilan las pasiones saciadas. Yo era alguien que, al observar la monstruosa descomposición de las carnes de Nana, cabeceaba con violento rechazo: no, no, ¡hay otra cosa más allá de este magma carnal condenado a disgregarse! Está la canción que surge de las nieves y asciende en el cielo violáceo de abril… Y había descubierto algo que muchos lectores occidentales no habían ni siquiera advertido: en un rápido quiebro de la escritura, podían entreverse dos grandes conchas sobre la chimenea de la habitación del Lion Rouge. Bastaba con acercarlas al oído —¿acaso Emma lo había hecho?, me preguntaba a menudo— para escuchar el rumor del mar. ¡Qué cerca nos sentíamos entonces, con nuestros locos sueños del Pacífico, de aquella mujer adúltera!

Belmondo aportaba una estructura a la mezcla que era yo, la dotaba de un movimiento, la personificación de una silueta. Con su jovial energía, acercaba el presente y el sueño. Tenía yo la edad en que aún parecía posible tal aproximación…

Fue, pues, a principios del verano. Una noche cargada con el viento azul de las estepas. En una isla rodeada por el río crecido, una estrecha franja de hierba donde había una isba en ruinas y los restos de un huerto, unos manzanos cubiertos con la espuma blanca de las flores.

A lo lejos, en la bruma dorada del crepúsculo, se alzaba la taiga, sumergiendo los pies en el río y reflejándose en los espejos oscuros del agua, que alcanzaba hasta sus rincones más sombríos.

La islita navegaba en la luminosidad del atardecer. El sonoro fluir del torrente se fundía con el rumor del viento en las ramas floridas. Las frescas olas, insistentes, chapoteaban al romper contra el borde de la vieja barca amarrada a la barandilla del porche anegado de la isba. El día se iba apagando lentamente, la luz viraba al malva, al lila, más tarde al violeta. La oscuridad parecía aguzar la viviente armonía de los sonidos. Oíamos el leve roce de la barca contra la madera de la terraza, la serena queja de un pájaro, el sedoso murmullo de la hierba.

Nos tendimos al pie de los manzanos, el uno junto al otro, y dejamos vagar la mirada entre las primeras estrellas. Los dos desnudos, ella y yo; la brisa cálida envolvía nuestros cuerpos con su aliento cargado de aromas esteparios. Y por encima de nuestras cabezas, sujeta a las gruesas ramas raquíticas del manzano, una hamaca se balanceaba suavemente. Sí, habíamos sido fieles a Belmondo hasta en los detalles más nimios de la escenografía amorosa. Trepamos a aquella inestable barquita. Intentamos ponernos de pie, abrazados, ansiosos… Pero, o bien el deseo era demasiado violento, o bien aún no dominábamos las técnicas eróticas occidentales…

Acabamos sobre la hierba salpicada de pétalos blancos casi sin advertir nuestra caída. Nos pareció que seguíamos cayendo, volando, amándonos en el vuelo…

Su cuerpo suave resbalaba y huía en la etérea caída. Yo no conseguía retenerlo. Con frenéticas sacudidas lo empujaba sobre la hierba lisa, hacia la efímera frontera de la isla, al borde del agua. Tuve que enredar su cabello en mi muñeca. Como hacían antiguamente los cosacos en la yurta, sobre las pieles de oso. Mi deseo había recordado el gesto…

La muchacha era una nivj originaria de esas selvas de Extremo Oriente donde un día habíamos visto un llameante tigre entre las nieves… Su rostro se enmarcaba en una larga melena, negra y lisa. Unos ojos rasgados, una sonrisa enigmática de buda. Su cuerpo, con la piel recubierta por una especie de barniz dorado, tenía reflejos de liana. Cuando sintió que ya no la soltaría, su cuerpo me enlazó, me moldeó, se impregnó de mí en todos sus huecos temblorosos. Me cubrió con su olor, su aliento, su sangre… Yo ya no era capaz de distinguir dónde su carne se convertía en la hierba exuberante del viento de las estepas, dónde se mezclaba el sabor de sus pechos redondos y firmes con el de las flores de los manzanos, dónde acababa el cielo de sus ojos ofuscados y empezaba la oscura profundidad adornada de estrellas.

Su sangre fluía por mis venas. Su respiración henchía mis pulmones. Su cuerpo serpenteaba en mí. Al besar sus pechos, bebía la espuma de los racimos nevados del huerto. Me hundía en el espacio nocturno que el viento había recorrido perfumándose con mil aromas, arrastrando el polen de innumerables flores. Ella gritaba adivinando la cercanía de la cima, sus uñas me laceraban los hombros. Era una liana enloquecida, embriagada con la savia del tronco que enlazaba. Yo la inundaba, la llenaba de mí. Tocaba en ella el fondo vertiginoso del cielo, el frescor de los negros torrentes. Su cuerpo palpitaba ya en algún lugar alejado de la taiga nocturna…

El viento sembraba pétalos blancos sobre nuestros cuerpos tendidos con la feliz fatiga del amor. La hoguera que habíamos encendido al llegar se alzaba de vez en cuando con un largo penacho rojo, luego se calmaba y se arrastraba por la tierra con el silencioso centelleo de las brasas. La barca amarrada a la barandilla de la isba, al rozarla de vez en cuando una ola, emitía un susurro seguido de un chapoteo adormilado. Y la hamaca, la hamaca de nuestros sueños de locura, se balanceaba por encima de nuestras cabezas, entre la agitación de la espuma floral. Parecía una caña fabulosa que hubiera lanzado un pescador demente en el cielo negro para capturar estrellas palpitantes…

Ese mismo verano, un día gris y tranquilo de julio, caminaba yo por las calles de Nerlug con una bolsa de provisiones en la mano. Las cercas desbordaban con la abundancia del follaje de los huertos. En los corrales se oía el perezoso cacareo de las gallinas. Los gorriones retozaban en la tierra tibia que bordeaba las callejuelas. ¡Todo era tan familiar, tan cotidiano! Sólo estaba yo, arrastrando a través de aquel día tranquilo la temblorosa inmensidad de mi primer amor.

En el pequeño edificio de la estación de autobuses, me puse a hacer cola en la taquilla junto a algunas mujeres. Inmerso en mi fiebre secreta, al principio no presté atención a sus conversaciones. De pronto, el nombre de la pelirroja quebró mi pacífica distracción.

—¿Qué iba a hacer él? La sacaron del agua cinco kilómetros más allá del puente. Por muy médico que sea, ¿qué querías que hiciese?

—No sé… La respiración artificial, por ejemplo. A veces sirve de ayuda…

—De todos modos, la chica estaba hecha polvo. De no ser eso habría sido la sífilis o cualquier otra cosa…

—¡Le está bien empleado! Cuando pienso en toda la gente a la que le ha pasado porquerías…

Las mujeres encontraron demasiado rudo este último comentario. Callaron, bajaron los ojos y se dieron la vuelta, aunque en su fuero interno aprobaban lo dicho. En ese momento empezó a hablar una vieja de labios pálidos y finos que no había abierto la boca hasta entonces, soltando risillas que pretendían relajar el ambiente:

—¡A esa chica, ji, ji, la vi muchas veces en la estación! ¡Era lista, más lista que el hambre! Siempre fingía estar esperando un tren. Iba y venía, mirando el horario. Como si fuera una viajera. ¡Ji, ji, ji!

—¡Una viajera, dices! ¡Una guarra, eso es lo que era! —cortó una mujer, ajustándose los tirantes de la mochila—. Que Dios me perdone, pero ¡la verdad es que le está bien empleado!

Salí de la cola y empujé la puerta; en mi cabeza retumbaba aquella risilla semejante a un estallido de cristales rotos… Iba a Kajdai.

No me atreví a acercarme a su isba. Vi la puerta atrancada con dos anchos tablones en cruz, la ventana con los cristales rotos. Las ramas del abedul ocultaban en su follaje la vida ligera y voluble de unos pájaros invisibles. Un canto puro y frágil en aquel jardín silencioso.

Me marché, tomando el mismo camino que en invierno. Pero esta vez el valle que descendía hasta el Olei estaba cubierto de flores.

La muerte de la pelirroja —o la conversación sobre su suicidio— me hizo tomar una decisión definitiva: tenía que irme. Dejar el pueblo, irme de Nerlug, no volver a ver aquellos sitios donde el relato del viejo chino acabaría venciendo a la elegancia de la aventura occidental. O donde, en un rincón oscuro de una estación de autobuses, retumbaría el crujido de unos cristales rotos. Y ahora que Belmondo se había ido, ese crujido se extendería por todas partes. Así sonarían las pesadas botas de los prisioneros al conducirlos en apretadas hileras a los trabajos forzados, y el estridente silbido de las sierras hundiéndose en la tierna madera de los cedros, y el rechinar de los enganches entre los vagones de un Transiberiano que ya nadie esperaría en Kajdai.

Aquel crujido pasaría a ser la sustancia misma de la ruda existencia de los lugareños. Es decir, de los que no habrían logrado escapar al otro lado del Baikal, al otro lado del Ural, detrás de aquella frontera invisible pero absolutamente material de Europa.

Sí, estaba decidido a escapar lo antes posible. Quería librarme de la liana que todas las noches penetraba más a fondo en mi cuerpo. Escapar de mi amor, de aquel amor mudo. Mi hermosa nivj volcaba sobre mí el cielo estrellado que centelleaba en sus ojos rasgados, me arrastraba en una caída vertiginosa a través del viento de las estepas. Su amor fundía nuestros gritos con los bramidos de los ciervos en los claros iluminados por la luna, nuestros cuerpos con la salvaje lava de resina que recorría los troncos de los cedros, el latido de nuestros corazones con el pálpito de las estrellas. Pero…

Pero era un amor mudo. No requería palabras. Era impenetrable al pensamiento. Y yo, por mi parte, ya había recibido una educación europea. Había sucumbido ya a la terrible tentación occidental de la palabra. «¡Lo que no se dice no existe!», me susurraba aquella voz tentadora. ¿Y qué podía decir del rostro de sonrisa búdica de mi nivj? ¿Cómo podía pensar en la fusión de nuestro deseo, la poderosa respiración de la taiga, la corriente del Olei, sin dividirla en palabras? ¿Sin matar su armonía viviente?

Yo aspiraba a una historia de amor. Contada con toda la complejidad de las novelas occidentales. Soñaba con declaraciones confesadas sin aliento, con cartas de amor, con estratagemas de seducción, con las angustias de los celos, con la intriga. Soñaba con «palabras de amor». Soñaba con palabras…

Y un día que caminábamos por la taiga, de repente mi nivj se arrodilló y apartó con cuidado el revoltillo de hojas y la blanda capa de musgo. Vislumbré un bulbo pardusco del que surgía, al final de un pálido tallito, una flor de una belleza y una elegancia inexpresables. Su cuerpo oblongo, de un malva transparente, parecía temblar suavemente en la penumbra del sotobosque. Y como siempre, la nivj no dijo nada. El cáliz de la flor parecía iluminar tenuemente sus manos hundidas en el musgo…

Tomé una decisión. Y dado que la intensidad de nuestros sueños lógicamente provoca coincidencias que no se dan en un momento normal, recibí enseguida un estímulo clarísimo…

Al volver de Kajdai, saqué un periódico arrugado de la mochila donde llevaba la comida. Era un periódico poco habitual, que costaba encontrar incluso en los quioscos de Nerlug. Uno de esos periódicos que nos encantaba descubrir sobre el asiento del autocar o en la sala de espera de una estación. Un ejemplar del Leningrado vespertino, olvidado sin duda por algún viajero que algún extravagante azar había hecho recalar en nuestros antros de perdición.

Leí las cuatro páginas de un tirón, sin omitir los programas de la televisión de Leningrado ni las previsiones meteorológicas. Resultaba extraño descubrir que hacía dos semanas, en aquella ciudad fabulosamente lejana, había llovido y había soplado viento del nordeste. En la cuarta página, entre las ofertas de empleo y los anuncios de venta de animales (cachorros de caniche, gatos siameses…), mi mirada se topó con unas pocas líneas rodeadas por un marco decorativo:

Mi tía entró en la habitación. Escondí el periódico con un movimiento rápido, como si ella pudiese adivinar el gran proyecto que me iluminaba. Ya no se trataba de un simple deseo de evasión, sino de un objetivo preciso. Leningrado, aquella brumosa ciudad situada al otro lado del mundo, se convertía en un gran paso en dirección a Belmondo. Un trampolín que, no lo dudaba, me propulsaría en su busca…

A finales de agosto, una noche muy clara que anunciaba ya el frescor del otoño, mi tía me llamó a la cocina con una voz que se me antojó extraña. Estaba sentada muy erguida a la mesa y llevaba el vestido que reservaba para los días festivos, cuando recibía a sus amigas. Sus largas manos de dedos firmes y huesudos toqueteaban maquinalmente la punta del mantel. No hablaba.

Al fin se decidió y dijo sin mirarme:

—Bueno, Mitia, tengo que decírtelo: Verbin y yo hemos estado pensándolo y… La semana que viene nos casamos. Ya somos viejos y seguramente la gente se reirá, pero… las cosas son así. —Se le cortó la voz. Carraspeó tapándose los labios con la mano y añadió—: Espérale, ahora vendrá. Quería conocerte…

«Pero si ya nos conocemos», estuve a punto de soltar. Y callé al comprender que aquello era más un ritual que una simple presentación…

El barquero apareció casi enseguida. Seguramente estaba esperando en el patio. Se había puesto una camisa clara, de cuello muy ancho para su garganta llena de arrugas. Entró con paso torpe, exhibiendo una sonrisa azorada y tendiéndome su mano única de manco. Se la estreché con gran cordialidad. Tenía muchas ganas de decirle algo agradable y animoso, pero no encontraba las palabras. Sin abandonar su torpeza, Verbin se acercó a mi tía y se colocó a su lado, como en una indecisa posición de firme.

—Ya ves —dijo moviendo un poco el brazo, como diciendo: «Lo que está hecho, hecho está».

Y cuando los vi así, el uno junto al otro, con dos vidas tan distintas y tan cercanas en su largo y sereno sufrimiento, cuando advertí en sus rostros sencillos e inquietos el reflejo de la tímida ternura que los había unido, salí corriendo de la habitación. Sentí cómo una bola salada me oprimía la garganta. Salí al porche de nuestra isba, aparté el panel lateral cubierto de hierbajos y saqué una caja de hojalata. Volví a la habitación y, delante de mi tía y de Verbin, que me miraban atónitos, volqué el contenido de la caja. El oro brilló. Era arena, pepitas menudas y unos pocos guijarros amarillos. Todo lo que llevaba años acumulando. Sin decir nada, me di la vuelta y salí a la calle.

Estuve caminando junto al Olei y luego me acerqué al transbordador y me senté en los tablones de la balsa…

Lo que acababa de ocurrir me había convencido del todo: tenía que marcharme. Aquellas personas que tanto quería —ahora lo entendía— tenían su propio destino. El destino de aquel enorme imperio que las había aplastado, mutilado, asesinado. Sólo al final de su vida conseguían sobreponerse. Descubrían que la guerra había acabado hacía mucho tiempo. Que sus recuerdos ya no interesaban a nadie. Que los cristales de nieve que se posaban en las mangas de sus pellizas seguían teniendo una delicadeza estrellada. Que la brisa de la primavera continuaba trayendo el aliento perfumado de las estepas… En ese momento, al final de la avenida de Lenin, vieron asomar el esplendor de una sonrisa extraordinaria. Una sonrisa que parecía templar el aire glacial en cien metros a la redonda. Sintieron aquella oleada de calor. En primavera, descubrieron de nuevo la belleza oculta de las primeras hojas. Aprendieron de nuevo a escuchar el sonido de las transparentes bóvedas del follaje, a distinguir las flores, a respirar. Su destino, como una gran herida, se cerraba por fin…

Pero yo no pintaba nada en aquella vida convaleciente. Tenía que irme.