16

DURANTE todo el día del deshielo, Utkin estuvo algo distraído y ausente. Pensamos que se debía al recuerdo doloroso del río. Pero por la noche, cuando nos hubimos sentado en el primer terraplén libre de nieve, Utkin sacó un papel arrugado del bolsillo y anunció con una sonrisa tensa:

—¡Voy a leeros un poema!

—¿Un poema de Pushkin? —pregunté burlón.

Utkin no respondió, bajó los ojos y empezó a leer. Con una voz desigual, seca, que parecía no pertenecerle. En las primeras líneas estuve a punto de soltar un silbido. Samurai me detuvo con una mirada rápida y fría.

Sé que tu espera bajo la nieve es más desesperada que la muerte…

Sé que cuando paso por tu lado sólo merezco una mirada de piedad.

Pero no me acercaré,

me quedaré ahí, entre la niebla fría del valle,

sólo para que haya una presencia en el blanco vacío…

Una silueta lejana. Y tú podrás soñar

con un hombre que eternamente irá en tu busca,

sin llegar nunca…

En las últimas palabras la voz de Utkin se ahogó. Se guardó el papel en el bolsillo de la pelliza, se levantó bruscamente y empezó a correr por la orilla del Olei, hundiéndose en la nieve blanda. Parecía más que nunca un pajarillo herido tratando de echarse a volar…

Nos quedamos callados. Samurai sacó un puro y lo encendió con un gesto lento y la mirada soñadora. Al exhalar el humo del habano, alzaba las cejas y cabeceaba ligeramente al ritmo de sus pensamientos silenciosos. Luego, al darse cuenta de que yo seguía con la mirada el curso de sus reflexiones, chasqueó la lengua y lanzó un suspiro.

—La verdad es que las mujeres son tontas. ¡Tendrían que estar dispuestas a todo por un poema así! Pero les gustan los guapitos como tú o los musculosos como yo. Y Utkin…, ahí va, corriendo como un loco… Míralo, pobrecito, ¡se ha caído!… No, no. Ahora hay que dejarlo solo…

Samurai calló. Veíamos cómo Utkin, a lo lejos, se levantaba de nuevo, se sacudía la nieve pegada a la pelliza y retomaba su coja carrera hacia los primeros árboles de la taiga… Súbitamente Samurai sonrió y me guiñó un ojo.

—¡Admite que nunca se habría atrevido a leernos el poema, de no haber conocido a Belmondo! A lo mejor ni lo hubiese escrito…

Volvimos a la aldea bajo la luz azulada del ocaso primaveral.

—Pasa por su casa —me pidió Samurai—. Dile que mañana ponen por última vez la película. No sabemos cuándo podremos volver a verla. Ésta o la que sea. A lo mejor no vemos ninguna más hasta el invierno que viene…

Al día siguiente, a las dieciocho treinta, después de los progresos del trabajo socialista y las condecoraciones en el Kremlin, nos introdujimos en una mansión fabulosa que emergía de la espuma marina. ¡Era Venecia! Y el indomable Belmondo corría al volante de una veloz motora, abriéndose paso entre las góndolas perezosas. Huyendo de sus perseguidores, se precipitaba directamente con su barco enloquecido en el vestíbulo de un lujoso hotel cuya planta baja apenas superaba el nivel del canal. Las puertas acristaladas estallaban en pedazos, los empleados se refugiaban en rincones apartados. Y Belmondo, con sonrisa indulgente y gesto generoso, anunciaba:

—He reservado la suite real para esta noche…

¡Y en la taiga, durante la primavera siberiana, cuántos labios murmuraron aquella palabra mágica: Venetzia…!

Samurai tenía razón: después de aquel pase, Belmondo se fue de vacaciones. Como si en verano fuera menos indispensable su presencia al final de la avenida de Lenin. Es cierto, los árboles se cubrían con la sombra verdosa de las primeras hojas e iban ocultando poco a poco el edificio achatado de la milicia y del KGB, borraban los contornos angulosos de la fábrica de alambradas.

Pero sobre todo parecía que ese Occidente que había querido aclimatarse en el suelo congelado de nuestras tierras empezaba a enraizar. El verano se encargaría del resto, debía de pensar Belmondo al irse de vacaciones.

Sí, Occidente nos parecía ya perfectamente acomodado en nuestros corazones. ¿Acaso no creaban un vacío en nuestras almas los estúpidos documentales sobre el blindaje dorado de las condecoraciones kremlinianas y sobre las tejedoras estajanovistas? Recordábamos que durante el invierno las tejedoras y los vejetes condecorados habían precedido a la aparición de nuestro héroe. Ahora casi los queríamos. Bajo sus máscaras de robots propagandísticos, descubríamos asombrados la primera nostalgia de nuestra vida: nuestras largas excursiones por la taiga nevada, las complicadas constelaciones de aromas, matices luminosos, sensaciones…

Una tarde de verano, reunidos los tres alrededor del samovar de Olga, escuchamos su historia. Olga nos habló de un escritor cuya novela no podía leernos, en primer lugar porque era un libro muy largo —según decía, harían falta años para leerlo y toda una vida para comprenderlo—, y en segundo lugar porque al parecer aquella obra no se había traducido al ruso… Así que se limitó a resumirnos un solo episodio que, según ella, expresaba la idea… El protagonista bebía té, como nosotros, aun sin tener un samovar. Un aromático sorbo y un trocito de un pastel de nombre desconocido le provocaban una maravillosa reacción gustativa: veía renacer los ruidos, los olores, el alma de los lejanos días de su infancia. Sin atrevernos a interrumpir el relato de Olga ni a confesar lo que intuíamos, nos preguntamos con un asombro incrédulo: «¿Y si la imagen cien veces vista, la de la tejedora, el fresco olor de los chapkas cubiertos de nieve derretida, la oscuridad de la sala del Octubre Rojo…, si todo eso funcionara igual que ese bizcocho del joven esteta francés? ¿Y si nosotros también pudiésemos acceder a la misteriosa nostalgia occidental con nuestros propios y rudimentarios medios?».

Tratándose de Belmondo, ya no nos sorprendía un milagro más o menos…

Pero, más que por su contenido novelesco, Occidente iba calando en nosotros gracias a su idioma…

El alemán que aprendíamos en la escuela no tenía ninguna relación con el Occidente de nuestros sueños; era el idioma del enemigo, un instrumento útil en caso de guerra, una nota, nada más. La lengua de los norteamericanos nos repugnaba. Todos los hijos de la nomenclatura local lo chapurreaban poco más o menos. Hasta habían creado una clase especial para los que aprendían inglés, donde estaban todos. Los proletarios, por su parte, tenían que aprender la lengua del enemigo…

No, para nosotros, el único idioma verdadero de Occidente era el de Belmondo. Tras ver sus películas diez, quince, veinte veces, aprendimos a distinguir en sus labios las huellas inaudibles de aquellas palabras fantasmales que borraba el doblaje. Un leve temblor en las comisuras de su boca cuando la frase en ruso ya había terminado, una rápida curvatura de sus labios, unos acentos que adivinábamos regulares…

A veces Olga nos leía en francés. Poco a poco, las palabras imaginadas cobraban forma. Belmondo empezaba a hablarnos en su idioma materno. El deseo de responderle era tan fuerte que la lengua francesa se introdujo en nosotros por impregnación, sin gramáticas ni explicaciones. Empezamos copiando los sonidos como loros, y luego como niños. Por otra parte, gracias a las películas, hablábamos francés antes de entenderlo. Nuestros labios, imitando el movimiento observado en los de Belmondo, repetían por su cuenta las estrofas que Olga leía delante de la ventana abierta, en la claridad y la suavidad del atardecer:

Imposible unión

de las almas por el cuerpo…

Todas nuestras ensoñaciones juveniles encontraban una nítida expresión en esas rimas de un poeta antiguo…

Un día, Utkin le habló a Olga del inglés. Ella, muy en su papel de gran dama, sonrió con cierta tirantez en las comisuras de la boca:

—El inglés, queridos amigos, no es más que francés degenerado. Si mi memoria no me falla, hasta el siglo XVII el francés era la lengua oficial de los ingleses. En cuanto a los norteamericanos, no hace falta ni hablar de ellos. Los pocos pensamientos que conservan consiguen expresarlos perfectamente con ayuda de las interjecciones más escuetas…

Su interpretación nos dejó maravillados. ¡Así pues, los hijos de los apparatchik estudiaban sin saberlo un infame sucedáneo de la lengua de Belmondo! Y al que, además, una serie de interjecciones y gestos primarios podía sustituir perfectamente. Utkin fue quien más contento quedó con la explicación de Olga. Los estadounidenses eran su bestia negra. No podía perdonarles el exterminio de los indios. Desde su punto de vista, los indios no eran ni más ni menos que nuestros lejanos ancestros siberianos, que habían atravesado el estrecho de Bering y se habían instalado en la gran pradera americana. «Son nuestros hermanos», repetía a menudo proyectando unirse a los indios para combatir a Estados Unidos. Al final de la batalla, Nueva York quedaría arrasada y las tierras de las que se habían apoderado los blancos volverían a ser de los bisontes y de los indios…

Belmondo se marchó. Y con él desapareció el enorme retrato colgado en el Octubre Rojo, cediendo su puesto a los rostros huraños de una película sobre la guerra civil. Pero Occidente se había quedado entre nosotros. Notábamos su presencia en el aire de la primavera, en la transparencia del viento, cuyo sabor especiado y oceánico se reflejaba a veces en la expresión relajada de los rostros.

Y si nosotros tres, amantes de Occidente, buscábamos su esencia secreta en la lectura y en la sonoridad de su idioma, los demás fieles la descubrían en otras señales más tangibles. Por ejemplo, en el golpe de efecto de nuestra directora.

Sí, aquella mujer que, según rumores tan insistentes como inverosímiles, se abandonaba a orgías sexuales sobre estrechas literas en las cabinas de los camiones que transportaban enormes cargamentos de madera. Aquella mujer perpetuamente envuelta en un mantón, ataviada con una chaqueta y una falda de lana muy gruesa —tan tiesa y tupida como la de una alfombra—, calzada con grandes botas forradas de pieles que dejaban a la vista tan sólo unos centímetros de sus piernas protegidas con leotardos de punto. En una palabra, un cuerpo inabordable, inimaginable, inexistente. Y su cara, una cara de mujer apagada, recordaba una puerta cerrada con candado en la que nadie querría entrar de todos modos… Y de pronto, ¡aquel golpe de efecto!

Un día de mayo, en una callejuela contigua al edificio de la escuela, vimos detenerse un coche extraordinario. Era de una marca extranjera que sólo se veía en las películas sobre los horrores del capitalismo agonizante. Y en las de Belmondo, claro… Sabíamos que, con ciertas artimañas, era posible adquirir un coche así entre los japoneses en Extremo Oriente. Pero era la primera vez que veíamos uno «en carne y hueso».

No era un coche nuevo. Lo habían pintado y repintado, lo habían reparado más de una vez, quizás estaba trucado… La placa de la matrícula era como la de cualquier camión. Pero ¿qué más nos daba? Lo que importaba era su perfil elegante, su esbelta silueta, su rareza. En resumen, su aire occidental.

Todo ocurrió muy deprisa. Viandantes y alumnos apenas tuvimos tiempo de congregarnos alrededor del hermoso coche extranjero. Se oyó el ruido de la portezuela, y un hombre alto y corpulento, vestido con uniforme de oficial de la marina mercante, avanzó unos pasos mientras observaba la puerta de la escuela. Todo el mundo siguió su mirada.

Una mujer descendía por las escaleras de la entrada. ¡Era la directora! Sí, era ella… Nos olvidamos del coche. Pues la mujer que se acercaba al capitán era muy guapa. Veíamos sus piernas descubiertas hasta las rodillas, largas, esbeltas, exhibiendo los reflejos transparentes de las medias negras. Veíamos sus rodillas, de una elegante fragilidad oblonga. Y además, ¡aquella mujer tenía pechos y caderas! Los pechos estaban levemente realzados con unas bonitas puntillas que enmarcaban el púdico escote de su vestido. Las caderas llenaban el fino tejido con el ritmo de su movimiento. Era, sencillamente, una mujer hermosa y segura de sus gestos, que caminaba sonriendo al encuentro de un hombre que la esperaba. Su pelo recogido mostraba la delicada curva del cuello, en sus orejas brillaban unos pendientes adornados con bolitas de ámbar. Y su rostro, con su candor fresco y natural, parecía un ramillete de flores del campo.

En el momento del encuentro, sólo nos fijamos en el ramillete. Los demás rasgos de la directora transfigurada se imprimieron en nuestros ojos, pero el juego de la memoria colectiva no los examinó hasta más tarde. El golpe de efecto fue demasiado rápido.

La directora atravesó la calle primaveral. El capitán dio unos pasos hacia ella; en su rostro flotaba una sonrisa algo misteriosa. Luego, con ademán de prestidigitador, se quitó la bonita gorra azul marino y se inclinó hacia aquella mujer que se había detenido frente a él. Los espectadores contuvieron el aliento… El capitán besó a la directora en la mejilla…

¡De manera que sabían hacer todo eso! Ella era capaz de vestirse con elegancia, peinarse, estar viva y ser deseable. Él podía conducir aquella hermosa máquina, abrir la portezuela ante una dama dirigiéndole una palabra cortés. Pero, sobre todo, ¡sabía arrancar el coche igual que Belmondo!

Eso es lo que hizo para nosotros, saliendo disparado con el semáforo en rojo, mofándose de los uniformes grises, huyendo de las calles de Nerlug con sus cuatro ruedas furibundas. Nos ensordeció el estruendoso rugido de la hermosa máquina extranjera; la velocidad deformó las perspectivas cotidianas, y los árboles y las casas parecieron desplomarse sobre nosotros. El coche, haciendo rechinar los neumáticos, ya doblaba por la avenida de Lenin. Y, en la ventanilla abierta, vimos agitarse al viento un extremo de la bufanda rosada de nuestra directora. Como si nos dijera adiós…

Una semana más tarde, la ciudad descubrió la clave del misterio… El día de la última tormenta de nieve, aprovechando que la escuela estaba cerrada, la directora había decidido ir a ver la película (en la primera sesión, para que no la descubrieran sus alumnos). La gente llevaba meses hablando de un tal Belmondo, pero ella no podía rebajarse a consumir aquel tipo de cultura de masas. Sin embargo, la tentación era enorme. Seguramente, la directora sintió un aire nuevo flotando en las calles de Nerlug…

El día que siguió a la tormenta, apenas despejaron los quitanieves las principales arterias de la ciudad, la directora se dirigió al cine. Blindada en su espeso caparazón de lana, advirtió contenta que estaba prácticamente sola en la sala…

El capitán apareció después del noticiario. Disciplinadamente, miró la entrada, buscó la fila y el asiento y se sentó al lado de la directora. Era uno de sus días de malhumor, uno de esos días en que había que bajar del barco y sumergirse en la agitación cotidiana, convirtiéndose en un hombre como los demás. Iba a Novosibirsk, su tren había quedado bloqueado en Nerlug por culpa del último combate del invierno, la partida no estaba prevista para antes de veinticuatro horas. Molesto por la inutilidad de la espera, mal afeitado y hosco, el capitán desembocó en la fría sala del Octubre Rojo, al lado de una mujer que le inspiró repugnancia: «Conque aquí tenemos a una nerluguesa… ¡Madre mía! ¿Cómo puede ir una mujer tan mal vestida? Mis marineros son más elegantes que ella. Es guapa de cara, pero ¡vaya pinta! Parece una monja en plena cuaresma…».

Se apagó la luz. La pantalla se llenó de color. Una fabulosa mansión emergió del mar intensamente azul. Con sus palacios, sus torres reflejándose en el agua… Y el capitán, que de repente había olvidado Nerlug y su tren y el Octubre Rojo, murmuró al reconocer la silueta aérea:

—¡Venetzia!

Las largas pestañas de la directora temblaron…

Belmondo hizo su aparición, concentró en su mirada toda la magnificencia del cielo, del mar, de la ciudad, y se precipitó a través de los canales con un barco enloquecido.

—¡He reservado una suite real para esta noche! —anunció tras irrumpir en el vestíbulo del hotel al volante de una lancha motora.

En el corazón de los dos espectadores solitarios sonó un suave eco: «Una suite real… Para esta noche…».

Y en la suite en cuestión, una especie de bacante calzada con tacones de aguja y someramente vestida arrancaba el mantel, invitando al héroe a una orgía salvaje:

—¡Vas a poseerme ahora mismo, sobre esta mesa!

La directora se puso tensa, notando cómo se le erizaba el vello en las sienes. El capitán carraspeó.

—¿Y por qué no en una hamaca o sobre unos esquís? —replicó Belmondo.

¡Era absurdo! ¡Maravillosamente absurdo! ¡Asombroso! El capitán se echó a reír a carcajadas. La directora, que ya no pudo reprimir más la ebullición de sus risas, lo imitó tapándose los labios con un pañuelito de encaje…

Y de nuevo, vieron cómo surgía la ciudad entre las ondas de la laguna, ataviada esta vez con su belleza nocturna. Apareció Belmondo, sorprendido en ese instante fugaz en que el alma divaga entre dos hazañas. Estaba sentado en un pretil de granito, con la mirada apagada y el aire melancólico. A nosotros, esos momentos siempre nos habían parecido una pausa imprescindible entre las exhibiciones de audacia. Pero los dos espectadores solitarios atribuyeron un sentido muy distinto a aquel paréntesis silencioso… En ese momento el capitán, volviendo levemente la cabeza hacia su vecina, repitió con voz soñadora:

—¡Venetzia!

Nosotros, por nuestra parte, fascinados por el vehículo occidental, aquel día de mayo comprendimos claramente el alcance del trastorno que había supuesto Belmondo en nuestras vidas. Si un coche recién salido de sus películas podía volver del revés la estática perspectiva de la avenida de Lenin y convertir a nuestra directora en una criatura de ensueño, es que se había producido algún cambio definitivo. Ya sabíamos que los uniformes grises volverían a invadir las calles; la fábrica de alambradas La Comunera aumentaría la productividad y superaría el programa; regresaría el invierno… Pero nada volvería a ser como antes. A partir de entonces nuestra vida se abría sobre un más allá infinito. El sol enredado entre las torres de vigilancia empezaba a recuperar su vaivén majestuoso.

Nada volvería a ser como antes. ¡Teníamos tantas ganas de creérnoslo!