15

TARDÉ mucho en decidirme a ir a Kajdai. Pasaban los días y nunca estaba solo. La sesión de las dieciocho treinta, el té en casa de Olga…, estábamos juntos todos los ratos libres.

Fue un día de abril, tibio y silencioso, cuando se hizo posible la cita del adiós…

Ya desde el atardecer lo habíamos percibido en el aire: el invierno se disponía a librar su última batalla de retaguardia. El cielo se veló, se suavizó, se cargó de una nebulosa espera. Los grandes copos empezaron a rodar en un viento cada vez más abundante, cada vez más vertiginoso. Empezaba la última tormenta de nieve. Con aquel débil suspiro, con aquella brisa indolente, el invierno quería demostrar su poder ante la cercana victoria de la primavera. Como un gran pájaro fatigado tras un largo viaje de siete meses, agitaba desesperadamente sus grandes alas blancas y alzaba el vuelo para cubrir nuestras isbas con la blanda capa de su plumón nevado…

Al día siguiente, el pueblo se despertó enterrado en la nieve. Pero esa vez estaba claro que era el final del invierno. La capa de nieve que perforé desde abajo con una pala tenía una ligereza luminosa y se desplomó sola, cayendo blandamente. Y el sol, en la superficie, era ya primaveral. Brillaba con cálido resplandor sobre las pocas chimeneas que despuntaban entre la nieve, sobre los remates negros de los tejados. De la taiga surgía un aroma denso, la turbadora fragancia del despertar de infinitas vidas vegetales. Y una corneja desmesuradamente grande sobre un álamo súbitamente pequeño graznaba con alegría loca y desordenada. Al verme salir del agujero se echó a volar, llenando el aire con sus gritos embriagados. Entonces, en el silencio soleado, oí el murmullo de las gotas que se formaban en el tejado calentado por los rayos del sol. Nacía en secreto el primer arroyo…

Al atardecer me dirigí a Kajdai. No fui directamente desde la aldea, sino que pasé por Nerlug. Allá, en la ciudad, acababa de comprar algo que nunca hasta entonces había tenido entre las manos: una botella de coñac. Era plana y se podía guardar fácilmente en el bolsillo de la pelliza. De vez en cuando la sacaba, desenroscaba el tapón, que cedía con un agradable crujido, y bebía un trago ardiente…

No veía más que el cuerpo de la pelirroja. Con cada trago me volvía capaz de manipularlo más hábilmente, de estrecharlo sin contemplaciones. Hurgaba en su carne para robarle todo lo que más tarde modelaría mi sueño. Y me sentía cada vez más orgulloso de mi displicente virilidad. Me parecía un símbolo de la ruptura definitiva con mi pasado. Sí, tenía que despreciar aquel cuerpo amorfo, humillarlo, imponerle mi fuerza desdeñosa. Mientras me deslizaba por la llanura inundada de luz cobriza, me excitaba ante la imagen de la carne-arcilla. Mis dedos se colmaban con la masa de los pechos de la pelirroja, que yo estiraba y amasaba, sobando y torturando su pulpa granulosa. Mi mano ya no se aferraba estúpidamente a su hombro, como la primera vez, sino que se hundía en el blando espesor de sus gruesos muslos. Me sentía escultor, un artista que obtenía su material en la naturaleza generosa pero privada del sentido de la forma. Y también un occidental: un ser que otorgaba a su deseo, a su amor, al cuerpo femenino, la orgullosa claridad del pensamiento.

Gracias a las lecturas de Olga, cada día me iba familiarizando más con aquella claridad. Estaba seguro de que esa maravillosa iluminación podía dar cuenta de nuestros sentimientos más tenebrosos. Incluso de aquella visita a la casa de una mujer que yo no había llegado a amar y cuyo cuerpo, con su abatida enormidad, me daba miedo. En mi mente, el deseo que sentía de volver a verla iba quedando asociado a la elegancia perversa de la confidente que poco a poco desvelaba la rosada palidez de su cadera. Y que conservaba en la mirada el fulgor de una compasión casi maternal…

Sí, en cierto momento me sentí perverso. Y, por consiguiente, grande. Liberado, por tanto, de las revueltas nimiedades sentimentales que mi espíritu había confundido hasta entonces en un flujo indistinto. Era perverso, y lo comprendía; así pues, ¡era un occidental! Y era libre, puesto que iba a hacer lo que quisiera, sin escrúpulo alguno, con aquel cuerpo que me estaba esperando. Y lo abandonaría, sin que la pelirroja supiera que ésa iba a ser nuestra última cita…

Feliz por haberlo comprendido todo al fin, me detuve en lo alto de una gran duna de nieve que se alzaba sobre el valle del Olei. Entornando los ojos bajo el sol poniente, desenrosqué el tapón y bebí un largo trago del líquido pardusco cuyo nombre extranjero sonaba tan bien al oído. Y en mi cabeza resonaron unas frases con toda su nitidez occidental, unas frases que expresaban idealmente aquello que yo me disponía a vivir:

No sé qué fuerza desesperada me impulsaba, tenía un deseo sordo de poseerla una vez más, de beber todas aquellas lágrimas amargas sobre su cuerpo magnífico y de matarnos después los dos. En fin, la aborrecía y la idolatraba…

En la estación, entré resueltamente en el vestíbulo con la desenvoltura de un conquistador. Después del puerto del Pacífico, todo lo que había en el edificio me pareció pequeño y pueblerino. Los horarios de los trenes en la cartelera polvorienta, la mortecina hilera de bombillas cubiertas de una esfera de cristal mate, los escasos viajeros, con sus rústicas maletas. Entré en la salita de espera. Ya creía ver el reflejo de su melena pelirroja sobre las filas de asientos… Pero la mujer no estaba.

Desconcertado, recorrí la sala: el escaparate del quiosco con las sonrisas deslavazadas de los cosmonautas, el mostrador con la vendedora soñolienta, las ventanas cubiertas de escarcha… No se me había ocurrido que la pelirroja pudiese no estar. Especialmente el día de la tormenta de nieve… ¡El día que yo debía tomar una opción tan importante y definitiva!

Salí al andén. Los vagones dormían bajo espesos edredones de nieve. Una barredora armada con un largo recogedor limpiaba un estrecho pasillo que conducía a los almacenes. «¿Qué estará haciendo a estas horas?», me preguntaba irritado observando toda aquella inmovilidad provinciana.

De pronto, me vino a la mente una respuesta muy sencilla: «¡Qué tonto soy! Debe de estar con alguien… Con alguien que ahora mismo lo está haciendo».

Sentí una alegría malvada que dibujó una sonrisa perversa en mis labios. Atravesé la estación con pasos rápidos y, aprovechando los pasajes abiertos entre los montones de nieve, me dirigí al otro extremo de Kajdai, hacia la isba de la pelirroja…

«Eso, esperaré a dos pasos de su puerta», me dije; «esperaré a que la cosa acabe…». Y la perversidad de mi deseo se volvió más intensa. Sentía su sabor en mis labios irritados por el alcohol. El cuerpo de la pelirroja estaría aún caliente. Una masa ardiente que podría moldear de inmediato…

De su isba se veía tan sólo la parte superior del tejado, la chimenea bajo la cubierta ennegrecida. Y el abedul, sumergido hasta la mitad en la nieve, con la casita para los pájaros. El sol ya se había ocultado tras la franja recortada de la taiga. En el crepúsculo de abril, azul y límpido, las ramas del abedul, el remate del tejado y los contornos de las dunas inmaculadas se perfilaban con una nitidez sobrenatural. Y yo, en medio de aquella serenidad, percibía mi propia presencia con un extraño distanciamiento, como si fuera un resorte tensado al máximo.

Vislumbré una larga línea oscura entre la nieve: el pasaje que conducía hasta la puerta de su isba. Me acerqué con precaución para que no se oyera el crujido de mis pasos. El corredor estaba lleno de la sombra violácea de la noche.

Vi los escalones de nieve aplastada que bajaban al fondo, hacia la entrada. Inclinándome sobre la estrecha abertura, atravesé su profundidad con la mirada…

Para mi asombro, la puerta de la isba no estaba cerrada. Una luz tamizada iluminaba la escalera exterior y el umbral de la casa. Primero oí un suave martilleo, una serie de golpecitos como los que produce un hacha al partir astillas para avivar la estufa. Sí, había alguien cortando leña que había abierto la puerta para ventilar la isba cubierta de nieve. Aquel ruido familiar me desconcertó. ¿Debía bajar enseguida? ¿O esperar un poco?

En aquel momento oí su voz…

Era un canto que parecía venir de muy lejos, como si hubiera recorrido espacios infinitos antes de brotar en la isba enterrada por la nieve. La voz era casi débil, pero había en ella la asombrosa libertad pura y verdadera de las canciones que se cantan en soledad, para uno mismo, para el viento, para el silencio de la noche. Las palabras surgían al ritmo de la respiración, interrumpidas de vez en cuando por el crujido de la leña cortada. No se dirigían a nadie, sino que se fundían imperceptiblemente en la sombra azul del aire fresco, en el olor de la nieve, en el cielo.

Me quedé quieto, aguzando el oído hacia esa voz que salía del fondo de las nieves.

La letra de la canción era muy sencilla. Era lo que cantaría cualquier mujer, de noche, con la mirada perdida en la danza de las llamas. La ansiosa espera del amado, el pájaro que se marcha —¡feliz él!— volando por encima de la estepa, los fríos que abrasan las flores del verano…

Sí, me sabía de memoria la historia. Sólo escuchaba la voz. ¡Y ya no entendía nada!

Estaba esa voz sencilla y dulce, el cielo en cuya profundidad oscura aparecían las primeras estrellas, el hálito penetrante de la taiga tan cercana. Y el abedul solitario con su casita de pájaros aún vacía, aquel árbol que mantenía un silencio atento en el aire malva del crepúsculo.

Me incorporé sobre el hueco abierto en la nieve y miré a mi alrededor. La voz que fluía bajo el cielo, surgiendo de la sombra violácea estancada a mis pies, parecía poner misteriosamente en contacto el nítido silencio de la noche y nuestras dos presencias, tan cercanas y tan distintas. Y cuanto más me impregnaba yo de aquella secreta armonía, más insignificantes me parecían mis sueños enfebrecidos. En mi joven cabeza exaltada se iban apagando las frases que me excitaban desde hacía tantos días. Al principio eran palabras monótonas, como las del viejo chino que iba en nuestro vagón: «Sí», decía el anciano, «así avanza la vida, hay una prostituta pelirroja con un cuerpo que saciará los deseos de hombres jóvenes y viejos; cada uno de ellos morirá en su momento, y luego llegará otra mujer, morena o quizá rubia, y otros hombres buscarán en su cuerpo el inencontrable chispazo del amor; habrá nuevos inviernos y nuevas primaveras, y nuevas tormentas, y veranos breves como el instante del placer, y seguirá habiendo una noche en la vida de esa mujer en la que ella se sentará junto al fuego y entonará a media voz una canción que nadie podrá oír…».

Así hablaba en mi cabeza la imperturbable voz de Asia.

Otra voz la interrumpió con un susurro: «La primera vez eras ingenuo e inconsciente, pero ahora trata de disfrutar del deseo pensado, de la comprensión del deseo, de tu pensamiento victorioso. Con este cuerpo, con el catálogo de tus sensaciones, compón una hermosa historia de amor. ¡Dila, cuéntala, piénsala!».

El eco de estas palabras se apagó… Me alejé de la isba de la pelirroja y me senté en la nieve, apoyando la espalda en el tronco de un cedro. Me quité el chapka y me desabroché la pelliza. El viento ondulante me heló la frente húmeda. En el cielo brillaba una estrella baja, como una lágrima vacilante. El instante que estaba viviendo tenía también la pureza frágil de una lágrima. Todo el universo nocturno era como ese cristal vivo, suspendido en el batir de las pestañas de alguien invisible. Me parecía como si me contemplasen sus ojos inmensos. Estaba en el interior de esa lágrima frágil, dentro de su densidad clara.

Desde la estrecha abertura ascendía la voz lejana de la pelirroja. La voz de aquella mujer de cuerpo grande y ajado, de rostro gastado por las miradas de todos los hombres que se habían agitado sobre su vientre, de aquella mujer con su eterna espera de un tren hacia ninguna parte, con sus fotografías de bordes recortados, con sus lágrimas borrachas…

La pelirroja era todo eso. Y era algo muy distinto. La voz, que se elevaba hacia el estremecimiento de la primera estrella. La llanura blanca, que se iba cubriendo con la azulada transparencia de la noche. La fragancia del humo de la hoguera reavivada. Y unos ojos inmensos que llenaban toda la profundidad del cielo.

Me temblaron las pestañas, todo se fundió y se enturbió. Una huella cálida cosquilleó en mi mejilla…

Nunca había vuelto a la aldea en plena noche. Nunca había caminado tanto tiempo por la larga cresta de dunas suspendidas sobre el Olei, a la sombra de la taiga dormida. Avanzaba con dificultad, sin pensar en los peligros, ni siquiera en la presencia invisible de los lobos. En momentos como ése, es el destino lo que domina al hombre; es la claridad de la luna la que lo guía como a un sonámbulo… Me esforzaba en vano por recordar el rostro de la mujer pelirroja. Donde buscaba sus rasgos aparecía un óvalo mortecino, pintado con pálidas acuarelas. De pronto, volví a recordar las fotografías. Una joven con un niño en brazos, su silueta sobre la hierba iluminada por el sol, el centelleo de un río… Caminaba mirando aquellos ojos sonrientes.

Y, como un monograma descubierto entre líneas esquemáticas, de repente se iluminó y precisó aquel óvalo borroso. La mujer pelirroja me miraba con los ojos de la joven desconocida de las fotografías. Recuperaba su antiguo rostro. Lo recuperaba en el recuerdo que yo tenía de ella.

Cuando regresé a casa, mi tía no me dijo nada. Abrió la puerta tratando de esquivar mi mirada y se fue a dormir pensando probablemente que volvía de mi primera cita de amor, de mi primera aventura viril…

Me desperté en mitad de la noche. En sueños creí entender por fin por qué la casita para pájaros me inspiraba obstinadamente un vago recuerdo. Y es que la habían construido con gran cuidado y delicadeza. Las paredes, las vertientes del tejado y la percha tenían muescas talladas en la madera. Me recordaban los bordes recortados de las fotografías. Eran los restos de una vida soñada que alguien quiso hermosa, incluso en aquellas pequeñeces cotidianas. «¡Cómo debió de quererla, a esa mujer!», susurré en voz baja en la oscuridad sorprendido de mis propias palabras.

Unos días más tarde, bajo el ardiente resplandor del sol, la aldea soltó las amarras: el Olei se agitó, rompió los hielos y fluyó hacia el sur. Hacia el río Amur.

Embriagados con aquel movimiento pleno de luminoso frescor, nos llenamos de vértigo. El cielo se volcó en el fluir de la corriente. Las isbas de la aldea navegaban entre la nieve aún intacta, entre las oscuras paredes de la taiga.

Los tres contemplábamos el lento deslizamiento de los hielos. Utkin estaba unos pasos detrás de nosotros. Después de tantos años, era la primera vez que acudía a ver el deshielo…

Por otra parte, la liberación de las aguas primaverales no tenía nada de la fuerza devastadora del Amur. Tampoco simbolizaba nada. Era, sencillamente, la ruptura del caparazón invernal del río. Un caparazón hecho de días, recuerdos y momentos que se dirigía hacia el sur, sumido en el melodioso crujido del hielo, en el chapoteo de las corrientes liberadas, en los haces de sol.

Sobre los bloques de hielo flotantes vimos pasar las huellas de nuestras raquetas y los agujeros que habíamos dejado con las picas. Luego vimos las líneas del Recodo del Diablo, las profundas roderas que habían surcado en la nieve los pesados camiones, las manchas negras de grasa…

De pronto hubo un movimiento inesperado. Cerca de la pequeña isba de los baños se separó un enorme bloque de hielo y, deslizándose junto a la orilla, se unió a la navegación general. Fijamos los ojos en su superficie angulosa. Sobre ella vislumbramos claramente las huellas de dos cuerpos desnudos moldeadas en la nieve. Eran las que habíamos dejado Samurai y yo hacía dos días en nuestro último baño nocturno; eran la marca de nuestra silenciosa beatitud bajo el cielo estrellado. Aquellos dos cuerpos de largas piernas separadas y brazos en cruz se alejaban lentamente hacia el gran río. Hacia el sol de Asia. Hacia el Amur…