14

—LA última vez que estuve en París fue en junio de 1914… Mi padre pensó que yo ya era lo bastante mayor como para subir a la torre Eiffel. Tenía once años…

Así, una tarde de abril, en una isba hundida entre montones de nieve, empezó Olga su relato.

Tras regresar de nuestro viaje a Occidente, es decir, a Extremo Oriente, Samurai decidió que ya éramos lo suficientemente maduros como para iniciarnos en el secreto de la vida de Olga. Nos lo explicó en un tono seco aunque grave:

—Olga es de la nobleza. Ha visto París…

Utkin y yo, confusos, no logramos formular ni una sola pregunta a pesar de la multitud de interrogantes que bullían en nuestra cabeza. La realidad de un ser que había visto París nos desbordaba…

Escuchábamos a Olga. El samovar emitía suaves silbidos y dulces suspiros melodiosos. La nieve repiqueteaba en la ventana. Olga se había peinado la melena gris con unas bonitas ondas sujetas con un prendedor de plata. Llevaba un vestido largo adornado con unos encajes negros que veíamos por primera vez. Sus palabras estaban teñidas de una indulgencia soñadora que parecía decir: «Para vosotros soy una vieja loca, ya lo sé… Pero mi locura es haber vivido en una época más bella y más rica de lo que os podéis imaginar. Mi locura es haber visto París…».

La escuchábamos y descubríamos, incrédulos, una época en que Occidente era casi la puerta de al lado. ¡Era el lugar donde ciertas personas iban a pasar las vacaciones! O mejor: iban allí para subirse a una torre… No dábamos crédito. Así pues, ¿Occidente no había sido siempre aquel planeta prohibido, accesible sólo a través de la fantasía cinematográfica?

No: en los recuerdos de Olga, aquel planeta se convertía en una especie de barrio pintoresco de San Petersburgo. Y un día, procedente de aquel barrio, había aparecido en su familia una tal mademoiselle Verriére, que enseñaba a Olguita un idioma de extrañas erres vibrantes y sensuales…

—Yo ya sabía un poco de francés —nos explicó Olga—, lo suficiente para entender las novelas que leía mi hermana mayor y que escondía en su mesilla de noche… En el tren que nos conducía a París conseguí hacerme por primera vez con uno de aquellos volúmenes prohibidos. Un día, al salir del compartimento, mi hermana se dejó el libro en la litera. Eché una ojeada al corredor: mi hermana estaba hablando con mademoiselle Verriére. Abrí el libro y me topé enseguida con una escena que me hizo olvidar la existencia de todos, y hasta de mí misma…

Olga nos sirve otra taza de té, luego abre un libro de páginas amarillentas y empieza a leer a media voz…

¿Leía en francés, haciéndonos una traducción resumida? ¿O era un texto en ruso? Ya no me acuerdo. Aquella noche no nos fijamos en el título de la novela ni en el nombre del autor. Nos sumergimos en el intenso torbellino de imágenes que inundaron de pronto la habitación de la isba cubierta de nieve.

Era una comida mundana, en un París fabuloso y romántico. Una gran cena, después de un baile de máscaras… El esplendor del decorado, el oro palpitante de los candelabros, los invitados elegantes y ricamente disfrazados que asistían a un refinado banquete. Mujeres resplandecientes. Manjares exquisitos, botellas, lámparas y flores. Un joven dandy, sentado frente a su amante, intercambia con ella apasionadas miradas. De pronto, distraída y torpemente, deja caer un tenedor. Se inclina, levanta un poco el mantel y… ¡el mundo se desmorona! El bonito pie de su amante reposa sobre el de su mejor amigo y lo acaricia dulcemente. Tienen las piernas juntas y de vez en cuando uno presiona la del otro… Y cuando el dandy se incorpora, lo recibe la misma sonrisa cariñosa en los ojos de la mujer… El dandy huye, se escapa franqueando las ruinas de su amor…

Nos quedamos sin palabras ante aquel delicado pie femenino que acariciaba el zapato del pérfido amigo. Ante aquellas piernas enlazadas bajo el mantel. Ante aquel tenedor… En nuestro universo no había nada equivalente a la elegante voluptuosidad de la escena. Buscábamos desesperadamente en nuestro entorno algún pie capaz de tales caricias y de tal traición. Pero sólo veíamos gruesas botas de fieltro y manos enrojecidas y cubiertas de sabañones…

Olga continuó con la lectura. El dandy desesperado confiaba en encontrar consuelo junto a la mejor amiga de su amante. Al menos ella podría comprender y compartir su pena. Y la amiga se mostraba muy comprensiva, incluso compasiva. Era un alma gemela que tendía sus alas hacia el pobre desgraciado… Pero en medio de sus lamentaciones, el protagonista observaba que el vestido de la mujer, sentada delante de la chimenea, había resbalado, evidentemente por descuido, hasta dejar al descubierto su rodilla y un trocito de la piel suave de sus muslos. El joven, discreto, pensando que aquella torpeza se debía a la emoción suscitada por su historia, apartaba la vista, esperando que su confidente advirtiese su desarreglo. Unos instantes después, el dandy le dirige otra mirada furtiva: la rodilla y el muslo se exhiben ante su vista con, al parecer, una desenvoltura aún más flagrante. Una intuición imposible se instila en su mente: ¡el alma gemela lo está invitando con esa provocación de su carne a perderse entre sus muslos! El dandy encuentra su mirada, los ojos de la mujer destilan concupiscencia…

En realidad, ¿con qué hubiésemos podido comparar la inaudita complejidad sentimental de Occidente que aquella noche nos había sido revelada? ¿Con qué palabras podíamos explicar el erotismo cargado de matices de aquella escena de seducción? La mujer sentada en su butaca, con una pierna sabiamente desnuda. Una mujer que sigue escuchando las dolorosas confesiones del joven amante traicionado, que muestra todas las señales de la compasión y que, a la vez, se sube de forma imperceptible el borde del vestido… No, ¡aquella dialéctica sensual no tenía equivalente posible en nuestro idioma de habitantes de la taiga!

De los tres, yo era el único capaz de imaginar a la seductora confidente que descubría el suave rosado de un muslo. ¡Porque la había visto! Era la viajera nocturna, la de la noche en que regresamos del Pacífico. Era ella. Ella era también aquella amante infiel cuyo pie acariciaba bajo la mesa el del pérfido invitado. Reconocí la palidez de su carne y la elegancia de su botín apoyado en el saliente de la pared. «Y quién sabe», me dije la noche de la lectura. «Si yo no hubiese huido como un imbécil, quizá la viajera, apartando el faldón de la pelliza, habría empezado a subirse lentamente el borde del vestido sin dejar de mirar atentamente por la ventana oscura».

Así pues, la sonrisa que nos dirigía Belmondo al final de la avenida de Lenin no era tan sencilla. El Occidente veraniego de las hermosas antílopes doradas, el Occidente heroico y aventurero de las escenas de acción vertiginosas, ocultaba otro: un Occidente voluptuoso, un reino de inimaginables perversiones sensuales, de sofisticadas florituras eróticas, de caprichosos encabalgamientos afectivos…

Nos detuvimos en el lindero de aquel continente desconocido. Nuestra guía era aquella niña de principios de siglo que un día, en el tren San Petersburgo-París, había abierto una novela y había recalado en unas líneas que la subyugaron:

Mi amante me había dado cita para esa noche, y yo me estaba llevando lentamente el vaso a los labios mientras la miraba. Cuando iba a darme la vuelta para tomar un plato, se me cayó el tenedor…

Durante todo ese tiempo no dejé de pensar en la mujer pelirroja, en su isba enterrada en la nieve. Mi recuerdo era aún más intenso que antes. El descubrimiento de Occidente había despojado a la noche de tormenta de su sentido trágico, y la prostituta pelirroja había pasado a ser con toda naturalidad mi primera experiencia amorosa, mi primera conquista. Esperaba ardientemente lo que vendría a continuación. Veía aparecer a mis futuras amantes: a veces en la figura de hermosas espías de carnes prietas y morenas, que prometían un tórrido cuerpo a cuerpo sobre la arena cálida del océano; a veces en la de lánguidas seductoras, de encantos decadentes y perversos…

La pelirroja se convirtió en la materia de mis fantasías: en una arcilla de carne, en un magma corporal que yo deseaba anónimo. Tan sólo necesitaba su pesadez física, la gravidez de sus senos, el peso de sus muslos, el cálido volumen de sus caderas. Esculpía infinitamente aquella masa, imprimiéndole la forma de mis ensoñaciones de Occidente. Sí, era la materia amorfa que se dejaba modelar con el cincel de la razón occidental. El desorden jadeante de la noche de tormenta se incluía en una intriga amorosa, el cuerpo robusto de la pelirroja estaba cubierto de hermosos vestidos, y sus piernas, de la pátina transparente de las medias. Y, de nuestra penosa cópula a la luz de una bombilla cegadora, no quedaba más que la sensación de un abrazo que resbalaba bajo la discreta luz de un compartimento de lujo, hacia la penumbra de un salón donde, frente al fuego de la chimenea, una mujer desvelaba de forma inadvertida su delicada desnudez…

La claridad occidental eliminaba todo el desorden de esa noche. Las fotografías extendidas sobre la colcha, las lágrimas de la mujer y su torpeza de borracha me parecían ahora minúsculas escorias, trocitos de arcilla desechados por un cincel sabio y preciso.

La pelirroja estaba allí todo el tiempo, ante mi mirada invadida por los cuerpos femeninos que iba gestando. Y dejaba de ser ella, transformada por mi ciencia occidental, desconocida bajo su nueva vestimenta. En cuanto a su rostro, después de aquella noche olvidé su expresión. La nieve, el cansancio y la borrachera lo convirtieron en una especie de acuarela deslavazada, lo que facilitaba en gran manera mi amoroso esculpir.

Extrañamente, cuanto más se difuminaba el perfil de la prostituta pelirroja, más sentía yo la necesidad de volver a verla, de repetir aquella primera experiencia, pero con una mirada completamente distinta. Volver a hacer acopio de magma carnal para mis fantasías. Poseer aquel cuerpo corpulento y gastado para extraer una materia prima de sensaciones que posteriormente podría refinar. Utilizar su fácil abundancia mientras esperaba a Occidente.

Y además, para mí volver a verla revestía la importancia de un símbolo. Ya no soportaba aquel destino de «ni una cosa ni otra». Tenía que elegir. Ya no podía vivir en aquel ir y venir entre el chino medio loco enfrascado en su relato interminable y el universo de Belmondo, entre Oriente y Occidente. Y la elección sería definitiva. La visita a la prostituta pelirroja tenía que servir para acabar con el cuento de Asia. Era un adiós sin vuelta atrás.