UNA noche nos topamos con un tren completamente nuevo…
En sus vagones no se había alojado todavía ningún viajero. La pintura estaba limpia y reluciente, y las placas de esmalte tenían la intensa blancura de la cerámica. Los cristales, absolutamente transparentes, parecían revelar un interior más profundo y tentador. Y ese interior, oloroso al falso cuero intacto de las literas, representaba la quintaesencia del viaje. Su espíritu, su alma, su voluptuosidad.
Aquella noche Samurai no encendió la caldera. Sacó de la mochila una extraña botella plana que iluminó con una linterna. Luego, tras colocar una taza de aluminio en la mesa, vertió unas gotas de un líquido espeso y pardusco y lo bebió lentamente como si quisiera apreciar todo su sabor.
—¿Qué es eso? —preguntamos con curiosidad.
—Algo mucho mejor que el té, creedme —respondió Samurai sonriendo con aire misterioso—. ¿Queréis un poco?
—No, ¡primero dinos qué es!
Samurai volvió a servirse el líquido pardusco, bebió entornando los ojos, y anunció:
—Es el licor de la raíz de jarg. ¿Os acordáis? La que desenterró Utkin el verano pasado…
La bebida tenía un sabor que no lográbamos identificar ni asociar con ninguna otra cosa que hubiésemos probado antes. Un sabor a alcohol que parecía separar la boca y la cabeza del resto del cuerpo. O más bien llenarlo de una luminosa ingravidez.
—Olga me ha dicho —explicó Samurai con una voz que empezaba a flotar ligeramente— que esto no es un afrodisíaco, sino un euforizante…
—¿Afro qué? —pregunté deslumbrado por lo insólito de aquellas sílabas.
—¿Eufo qué más? —dijo Utkin con unos ojos abiertos de par en par.
La sonoridad de esas palabras desconocidas tenía también algo de volátil y sutil…
Nos acostamos en las literas sin estrenar, pensando en la escena de la película que más había impactado nuestra imaginación, y que se deslizó imperceptiblemente en un sopor cargado de ensoñaciones amorosas, dignas de la raíz de jarg…
En la escena, la espléndida compañera de Belmondo, vestida con una sombra de sujetador y un atisbo de braguita, tiraba del mantel y hacía caer de la mesa un enorme jarrón con un suntuoso ramo. En un impulso salvaje, proponía a nuestro héroe la celebración de una misa carnal sobre aquella tabla rasa. El héroe declinaba la extravagante oferta. Nosotros adivinábamos que lo hacía para proteger nuestro pudor. La visión de la bacante había introducido una particular vibración entre las paredes del Octubre Rojo. Belmondo presentía que si se libraba a su deseo la revolución en Nerlug habría sido inminente. Y habría ido acompañada de la toma del achatado edificio de la milicia y de la destrucción de la fábrica de alambradas La Comunera. Así pues, rechazaba la propuesta de su compañera, pero, para salvar su virilidad ante los ojos de los espectadores, aludía a otro campo de batalla amoroso:
—¿Encima de la mesa? ¿Y por qué no de pie, en una hamaca? ¿O sobre esquís?
¡Y cuál no sería nuestro amor y nuestra confianza en Belmondo que nos tomamos en serio la sugerencia! Aquella hazaña erótica puramente occidental nos pareció absolutamente creíble. Dos cuerpos morenos, de pie (¡de pie!) en una hamaca amarrada a los velludos troncos de las palmeras. La fogosidad del deseo era proporcional al feliz desequilibrio bajo los pies de los amantes. El furor de los abrazos acrecentaba la amplitud del balanceo. La profundidad de la fusión invertía el cielo y la tierra. Los amantes de la noche tropical volvían a encontrarse en el fondo de la hamaca, en aquella cuna amorosa, cuyo vaivén iba calmándose lentamente…
En cuanto al amor sobre esquís, podíamos imaginarnos la escena perfectamente. ¿Quién mejor que nosotros, que nos pasábamos media vida sobre las raquetas de nieve, podía imaginar el intenso calor que embarga al cuerpo tras dos o tres horas de camino? Los amantes soltaban los bastones, la pista se desdoblaba y ya no se oía más que la respiración jadeante, los acompasados crujidos de la nieve bajo los esquís y las risas de una indiscreta urraca apostada en la rama de un cedro…
No obstante, preferíamos la hamaca, que nos resultaba más exótica. Aquella noche, flotando en los vapores de la raíz del amor, nos abandonamos a su balanceo. En sueños oímos el roce de las largas hojas de las palmeras, aspiramos el aliento nocturno del océano. De vez en cuando caía un coco maduro sobre la arena y una ola lánguida moría junto a nuestras sandalias trenzadas. Y un cielo cargado de constelaciones tropicales se mecía al ritmo de nuestro deseo…
Tras despertarnos en plena noche, permanecimos largo rato con los ojos abiertos, sin movernos. Sin que ninguno osara confiar a los demás su sorprendente intuición. Era como si siguiéramos balanceándonos. Primero pensamos que algún tren había pasado rozando la vía en la que estábamos y había sacudido ligeramente nuestro vagón… Finalmente, Utkin, que se había instalado en la litera de abajo, pegó la frente al cristal negro intentando traspasar la oscuridad. Oímos una exclamación inquieta:
—¿Adónde demonios vamos?
Nuestro tren avanzaba velozmente por la taiga. No se trataba de simples maniobras en las vías de la estación, sino de un avance rápido y regular. No se veía ni una luz, sólo la muralla impenetrable de la taiga y una franja de nieve paralela a la vía.
Samurai miró el reloj: eran las dos menos cinco.
—¿Y si saltásemos? —propuse presa del pánico pero sintiendo a la vez una exaltante embriaguez.
Los tres nos acercamos a la salida. Samurai abrió la portezuela. Nos pareció que una rama de pino congelada nos golpeaba en plena cara, dejándonos sin aliento. Era el último frío del invierno, la batalla de retaguardia. Las agujas del viento, el polvo de nieve y la sombra infinita de la taiga… Samurai cerró la portezuela de golpe.
—Si saltamos aquí nos metemos directamente en la boca del lobo. Seguro que llevamos al menos tres horas de marcha. Y además, a esta velocidad… Sólo conozco a un hombre capaz de hacerlo —añadió.
—¿Quién es?
Samurai sonrió y nos guiñó un ojo:
—¡Belmondo!
Nos echamos a reír. Nuestro miedo se desvaneció. De vuelta al compartimento, decidimos bajar en la primera parada, en el primer sitio habitado… Utkin sacó una brújula y, tras minuciosas manipulaciones, anunció:
—¡Vamos hacia el este!
Hubiéramos preferido ir en dirección contraria, pero ¿podíamos elegir?
El balanceo del vagón acabó pronto con nuestra heroica resistencia al sueño. Nos dormimos imaginando la misma escena los tres: Belmondo empuja la puerta del vagón, observa la noche glacial que desfila a toda velocidad en el torbellino de nieve y, apoyándose en el descansillo, se abalanza sobre la densa sombra de la taiga…
El silencio y la absoluta quietud acabaron por despertarnos. Y también la luminosa frescura de la mañana. Recogimos los chapkas y las mochilas y nos abalanzamos hacia la salida. Pero tras la puerta no se veía ningún indicio de viviendas ni de actividad humana. Sólo la ladera boscosa de una colina, cuya cima blanca se iba impregnando de la nitidez del alba…
Nos quedamos delante de la portezuela abierta, olfateando el aire. No era gélido y seco como el de Svetlaia. Penetraba en nuestros pulmones con dulce y acariciante suavidad. No necesitábamos calentarlo en la boca antes de aspirarlo, como hacíamos con las ásperas bocanadas de aire en el lugar donde vivíamos. Las nieves que se extendían ante nuestra vista nos hicieron pensar en un buen tiempo eterno. Y el bosque que trepaba por la ladera de la colina era también muy distinto de nuestra taiga. Los árboles mostraban una delicadeza sinuosa, algo amanerada, en el trazado de las ramas. Se diría que los habían dibujado con tinta china sobre un fondo de nieve reblandecida, a la luz tamizada del amanecer. Y alrededor de los troncos se enroscaban largas lianas como serpientes. Era la jungla, el bosque tropical súbitamente congelado…
De pronto, entre los árboles, vimos una naranja… Sí, una mancha de color semejante a una peladura de naranja que hubiese caído sobre la nieve, entre los troncos y las ramas negras. Fue Samurai —tenía presbicia— quien gritó:
—¡Es un tigre!
Una vez pronunciada la palabra, los fragmentos de la piel de naranja se agruparon para formar el cuerpo de un imponente felino.
—¡Un tigre de Usuri! —Samurai silbó con admiración.
El tigre estaba plantado a doscientos metros del tren y parecía contemplarnos plácidamente. Seguramente todas las mañanas atravesaba la vía por aquel punto, y debía de estar muy sorprendido al ver cómo aquel tren flamante alteraba sus costumbres de rey de la taiga.
El tren se estremeció, y creímos vislumbrar la tensión que acababa de invadir los músculos de aquel cuerpo regio, a punto de saltar para huir del peligro…
No volvimos a detenernos hasta el final. Al comprender que nuestro viaje, que al principio era una escapada banal, había pasado a ser una auténtica aventura, dejamos de preocuparnos. Había que vivirla como lo que era. ¿Acaso aquel tren loco no se detendría nunca?
Ahora la brújula de Utkin indicaba el sur. El cielo se iba oscureciendo, se difuminaban las siluetas de las colinas. Y el viento que penetraba por la ventanilla bajada escapaba a toda definición: ¿tibio?, ¿húmedo?, ¿libre?, ¿loco?
Su extraordinaria fragancia era cada vez más fuerte y más densa. Y como si la locomotora se hubiera cansado de luchar contra un aire cada vez más espeso, como si los vagones nuevos no pudieran avanzar en aquel fluido lleno de olores, el tren redujo la velocidad, atravesó algunos barrios anodinos, entró en un largo andén y acabó deteniéndose.
Nos apeamos en medio de una ciudad desconocida. Guiados por nuestro olfato agreste, recorrimos la avenida colmada del intenso aroma que habíamos percibido en el vagón. Queríamos averiguar de dónde venía. Primero vimos un montón de edificios feos y bajos, de almacenes con puertas bostezantes, y luego las flechas negras de las grúas…
Y, de pronto, ¡el fin del mundo!
El horizonte había desaparecido detrás de la suave bruma. La tierra parecía cortada a unos pasos de nosotros. El cielo empezaba a nuestros pies.
Nos detuvimos al borde del Pacífico. Era su aliento profundo lo que había detenido el tren…
Habíamos recorrido el mismo trayecto fabuloso que los antiguos cosacos. Y, como ellos, nos quedamos un buen rato callados, aspirando la fragancia yodada de las algas, intentando comprender lo inconcebible.
En ese momento se hizo patente el sentido de nuestro viaje. Al no poder llegar al Occidente de nuestros sueños, habíamos empleado un ardid. Habíamos avanzado hacia el este, hasta el confín más lejano. Sí, hasta Extremo Oriente, donde el este y el oeste coinciden en el abismo brumoso del océano. Inconscientemente habíamos empleado la astucia asiática de los tigres de Usuri: para confundir al cazador que sigue sus huellas, describen un ancho círculo por la taiga y, en un momento dado, se colocan detrás de su perseguidor…
Y así, fingiendo huir del Occidente inaccesible, habíamos llegado hasta su misma espalda.
Tendimos la mano hacia la ola que murmuraba bajo guijarros. El agua tenía un sabor áspero y salado. Nos echamos a reír, lamiéndonos los dedos…
Ante la inmensidad del océano, la ciudad casi parecía pequeña. Era como cualquier ciudad media del imperio, como Nerlug, por ejemplo: idénticas hileras de casas prefabricadas, idénticos nombres de las calles —avenida de Lenin, plaza de Octubre—, idénticas consignas en bandas de calicó rojo. Pero había un puerto, y el barrio adyacente…
Allí era donde mejor se adivinaba la presencia de Occidente. En primer lugar por los barcos. Sus enormes moles blancas dominaban la agitación de los muelles, los rimeros de cajas, los edificios destartalados de los almacenes. Poníamos la cabeza boca abajo para leer los nombres de los navíos, para admirar el juego de las banderolas multicolores.
La muchedumbre de las calles portuarias no tenía nada que ver con la triste galería de rostros que veíamos en Nerlug. Los abrigos claros de las mujeres, sonrientes y jóvenes, las chaquetas oscuras de los marineros, cuyos ojos vivaces absorbían hambrientos todo aquel hormigueo de objetos y de seres después del desierto brumoso del océano. De vez en cuando oíamos frases dispersas en idiomas extranjeros. Nos girábamos: unas veces era el rostro de ojos rasgados de un japonés, otras la barba rubia de un escandinavo. Por supuesto, no era difícil ver carteles llamando al pueblo a aumentar la productividad del trabajo, o a encaminarse hacia la victoria final del comunismo. Pero allí no eran más que un toque de color en el cuadro vivo que se representaba ante nuestros ojos…
Nos sentíamos como verdaderos extraterrestres entre las mujeres que caminaban con la cabeza descubierta, los marineros con su chaquetilla y su gorra de cintas ondeando al viento y los extranjeros vestidos con prendas ligeras y elegantes. Las pellizas de piel de cordero, los grandes gorros de pieles deslustradas y las grandes botas forradas de fieltro delataban nuestra procedencia del invierno siberiano. Pero, curiosamente, no nos sentíamos incómodos. Enseguida adivinamos el espíritu hospitalario de aquellas calles. Eran capaces de acoger a personas procedentes de los rincones más exóticos del planeta, a personas que no se sorprendían ante nada. Y caminábamos entre la animada muchedumbre aspirando el aliento yodado del océano… ¡Ya no éramos nosotros!
Éramos nuestros dobles soñados: Amante, Guerrero y Poeta.
Mi mirada, como la de un gavilán, interceptaba al vuelo las rápidas ojeadas que lanzaban las mujeres en nuestra dirección. Samurai se adelantaba orgulloso, con una fina sonrisa en los labios y un reflejo de cansancio en los ojos: era un soldado después de una victoria efímera en una guerra infinita. Utkin, por su parte, advertía que por primera vez nadie se fijaba en su forma de andar. Porque era la única forma posible de desplazarse por aquellas calles, donde el viento separaba los faldones de los abrigos claros de las mujeres, agitaba los anchos pantalones de los marineros y hacía tambalearse a los extranjeros. Utkin apuntaba al cielo con el hombro y su gesto era absolutamente natural; todos los paseantes tenían la impresión de ir a echarse a volar en cualquier momento, arrastrados por el viento del Pacífico. Además, había tantas cosas por ver que nos deteníamos continuamente. En el pasado, Utkin había agradecido las pausas en las que su cojera se esfumaba… Pero en aquellas calles no servía de nada ocultarla: al contrario, su pie mutilado era la expresión de un pasado particular, único entre la teatral agitación de la muchedumbre…
—Tendríamos que comprar algo de comer —propuso al fin el Poeta.
—Me quedan catorce copecs —dijo el Amante—. Podemos comprar una hogaza de pan para los tres.
El Guerrero callaba. De pronto, sin dar explicaciones, se dirigió hacia uno de los torbellinos humanos que se agitaban en medio de la placita. Había gente intercambiando paquetes, examinando prendas de ropa o zapatos. Era un mercadillo portuario. Samurai se perdió unos minutos entre el gentío y regresó con una sonrisa.
—Comeremos en el restaurante —nos anunció.
Era inútil hacer preguntas. Sabíamos que Samurai acababa de vender su «rinoceronte», una pepita de oro con una protuberancia que recordaba el cuerno de este animal, una pepita grande como la uña del pulgar. Siempre nos decía que la guardaba para una ocasión excepcional…
Los camareros nos miraron con aire indeciso, preguntándose si debían echarnos o permitirnos entrar. La expresión resuelta de Samurai y su tono decidido los subyugaron. Nos dieron una carta.
Una vez a la mesa, estuvimos hablando de Belmondo. Sin llegar a pronunciar su nombre, referíamos sus aventuras como si las hubiera vivido algún conocido, o nosotros mismos. Entablamos una conversación que era mitad charla mundana y mitad diálogo de agentes secretos.
—Se equivocó al involucrarse en el asunto del robo del cuadro —empezó diciendo Samurai con tono sentencioso mientras cortaba su entrecot.
—¡Sí, sobre todo estando en Venecia! —insistió Utkin entrando alegremente en el juego.
—Por lo menos tendría que haberse librado primero de su amante —añadí yo en un impulso—. Porque tener una chica así en los brazos, y además desnuda, con el culo al aire y el marido enfadado como un perro rabioso, es algo suicida para un espía…
Los ocupantes de las mesas contiguas callaron y volvieron la cabeza hacia nosotros. Era evidente que les intrigaba nuestra conversación. Los tres camareros continuaban observándonos con expresión ceñuda y desdeñosa. Ignoraban si éramos unos jóvenes koljosianos en pleno delirio o tres grumetillos que acababan de dar la vuelta al mundo.
Por fin, uno de ellos, el más alérgico a los sueños, se nos acercó y, con una mueca desagradable, murmuró:
—¡Venga, jóvenes! ¡Pagad y volved al colegio! Ya nos hemos hartado de vuestras historias…
Vimos algunas sonrisas curiosas en las mesas contiguas. Formábamos un trío demasiado insólito, incluso en aquel restaurante del barrio portuario.
Samurai dirigió una mirada indulgente y socarrona al camarero y anunció, alzando un poco la voz para que todo el mundo lo oyera:
—¡Un poco de paciencia, que aún no me he fumado el último cigarro!
Y, sin ninguna prisa, sacó un elegante estuche de fino aluminio y extrajo un auténtico habano de más de veinte centímetros de largo. Con un gesto preciso, cortó el extremo y lo encendió.
Aspirando la primera nube de humo aromático, Samurai añadió dirigiéndose al camarero hipnotizado:
—Ha olvidado usted traernos un cenicero, joven…
Su frase tuvo un efecto espectacular. Los comensales de las mesas vecinas apagaron sus ridículos cigarrillos. Los camareros, estupefactos, se retiraron a la cocina. Reclinándose contra el respaldo de la silla, Samurai empezó a saborear el habano; los párpados entornados, la mirada perdida en un sueño lejano desde el que Belmondo nos dirigía una cálida sonrisa…
De modo que nos comimos el rinoceronte de oro de Samurai. Lo vendió deprisa, y por lo tanto barato.
Con los rublos que le quedaban pudimos pagar tres asientos en tercera clase de un tren nocturno. Eran plazas sin numerar en un vagón abarrotado, repleto de los heterogéneos equipajes de unos viajeros poco exigentes en cuestión de comodidades, y con una bombilla mortecina suspendida del techo que iluminaba las caras vulgares y las prendas de abrigo. Y la radio de la pared transmitía las noticias de la tarde: «… para celebrar el septuagésimo aniversario… El colectivo ha decidido aumentar en un once por ciento…».
La locomotora lanzó un rugido y el sonido de su grito de despedida nos trajo por última vez el aire fresco y húmedo del Pacífico…
Los pasajeros lanzaron un suspiro de alivio —¡por fin!—, y empezaron a sacar de las bolsas sus meriendas envueltas en trozos de papel manchados de aceite. El vagón se llenó de olor a pollo asado, a salchichón ahumado, a queso fundido. Incapaces de soportar tantos aromas alimenticios, trepamos al portaequipajes. Allí nos llegaba el rumor de las conversaciones debilitado por el tamborileo de las ruedas. Era un flujo constante en el que todo se mezclaba: las inquietantes historias sobre los legendarios retrasos que había sufrido el tren por culpa de tormentas de nieve de proporciones cósmicas, el miedo a que el pescado congelado empezara a fundirse y goteara sobre el abrigo del vecino, las anécdotas de cazadores, las diatribas contra los japoneses «que nos roban la taiga», y, evidentemente, los inevitables recuerdos de la guerra alternados con la muletilla: «Con Stalin había más orden».
Entre la cacofonía sofocada por el martilleo de los raíles, sobresalía la voz monótona de un hombre bajito y sin edad, una especie de chino rusificado de cara redonda, con unas finas rendijas negras y brillantes por las que brotaba su mirada. Se había sentado en un rincón y refería sin descanso anécdotas de su vida a la orilla del gran río. Las historias se encadenaban, formando una saga épica dirigida no se sabía a quién. En cualquier caso, fue quien más resistió al cansancio nocturno. Los demás pasajeros llevaban rato callados, acomodados sobre los duros asientos, buscando la mejor postura entre los pies y los codos de sus vecinos. Pero el relato del anciano chino proseguía sin descanso. La voz monótona y casi infantil de aquel hombre sin edad llenaba la oscuridad:
—… estábamos en junio ya, y de repente empezó a caer la nieve. Tenía patatas, que se helaron, y zanahorias, que se helaron, y tres manzanos, que se helaron, se heló todo. La capa de hielo del río se hizo aún más gruesa. No se podía pescar. Entonces Nikolai me dijo: «En la ciudad, en la inspección de caza, dan cincuenta rublos por cada lobo muerto». Y yo le contesté: «Pero primero hay que matarlo». Y él me dijo: «Los plantaremos». Y yo le dije: «¿Cómo que los plantaremos?». «Como las patatas», me dijo. Y eso es lo que hicimos: fuimos a la taiga y encontramos la madriguera. La loba no estaba. Y en la guarida había seis lobeznos. Pero la inspección no da nada por las crías. Entonces Nikolai les ató las patas con un alambre. Y nos fuimos. Me dijo: «La loba no abandonará nunca a sus crías, y esos lobitos crecerán. Pero no podrán irse…».
En otoño volvimos. Y Nikolai los mató a todos, con un garrote para no gastar cartuchos. Le ayudé a llevarlos a la telega, y luego hasta la ciudad. En la inspección le dieron trescientos rublos. Nikolai se compró ocho botellas de vodka para celebrarlo. Bebió demasiado, el médico dijo que se había quemado el estómago. Luego lo enterraron y su mujer, con el dinero que quedaba, encargó una buena lápida de granito negro. Pero los obreros que la transportaban bebieron y…
No podía seguir oyendo aquella voz. Me tapé los oídos. Pero era como si la historia se hubiera introducido en mi cabeza sin necesidad de palabras; después de tanto escuchar, podía anticipar perfectamente la continuación: «… y bebieron y la lápida se cayó y se rompió…».
Incapaz de resistirlo más, me dejé caer del estrecho estante y empecé a recorrer el pasillo, sorteando las maletas y los pies de los viajeros adormilados. Atravesé dos vagones parecidos al nuestro, con el mismo olor a comida, el mismo rumor apagado de gente apretujada y cansada, como están siempre los pasajeros de los últimos vagones. Siguieron algunos vagones de segunda, cuyos ocupantes dormían sobre las literas y obstruían el estrecho corredor con sus pies descalzos o enfundados en gruesos calcetines de lana. Había que esquivarlos con agilidad… Luego aparecí en un pasillo vacío. Todas las puertas de los compartimentos estaban cerradas. Los viajeros del vagón ya dormían…
Recorrí otros tres o cuatro corredores que olían a jabón de tocador, limpios y desiertos. Sentí que se acercaba el final de mi recorrido… Aquel misterioso coche-cama, el vagón de mis sueños… Donde viajaban los pocos occidentales que se aventuraban en los agrestes territorios de nuestra patria.
Empujé la puerta, olfateé el aire y, en ese momento, ¡la vi!
Estaba de pie frente a la ventanilla del vagón, en el estrecho espacio que quedaba entre el corredor y la plataforma de las puertas de salida. Allí estaba, con la mirada perdida en las tinieblas de la noche siberiana. Fumaba. Un cigarrillo fino, larguísimo y de color marrón, en el que reconocí de inmediato la réplica femenina del habano de Samurai. Sobre los hombros llevaba un ligero y reluciente chaquetón de pieles. A la luz tamizada del vagón de lujo, su rostro no brillaba. Tenía los finos rasgos teñidos de la serena palidez de los viajes de regreso…
Me detuve a unos metros de ella, como si chocara contra el aura invisible que rodeaba su figura. La devoré con los ojos. La mano que sujetaba el cigarro y abría ligeramente el chaquetón por un lado. El pie calzado con un botín y apoyado en un pequeño reborde contra la pared. Me fascinó su rodilla bajo la oscura transparencia de la media. Aquella rodilla frágil dejaba adivinar una pierna que no tenía nada de la morena redondez de las antílopes del cine. Sólo un muslo alargado y nervioso, y una piel de terciopelo dorado.
Aunque yo era joven y agreste, logré comprender el íntimo misterio de aquel rostro, de aquel cuerpo. No era capaz de pensarlo, ni siquiera de decir a quién había visto. Pero el sabor del largo cigarrillo y el reflejo de la rodilla de la mujer sustentaban mi intuición. La miraba y sentía que poco a poco se iba disipando su aureola protectora. Y cada vez me parecía menos imposible abalanzarme sobre aquella rodilla, besarla y morderla, romper la media, alzar mi rostro ciego más y más arriba…
La viajera nocturna debió de sospechar mi tortura. En su perfil asomó la sombra de una sonrisa. Sabía que su aura era inviolable. Le divertía ver a aquel joven bárbaro a dos pasos de ella, a aquel salvaje vestido con una piel de cordero y un chapka que olía a hoguera y a resina de cedro. «¿De dónde viene este oso?», pensaría con una sonrisa. «Se diría que quiere devorarme…».
Mi tortura contemplativa empezaba a hacerse insoportable. Sentía cómo la sangre me palpitaba en las sienes, y en respuesta las palabras que resonaban como un eco y que no pretendían expresar nada, y que sin embargo lo explicaban todo: «¡Una occidental! ¡Es una occidental! ¡He visto a una occidental de verdad!».
En ese momento el tren aminoró la marcha y, tras adentrarse en un puente interminable, avanzó pesadamente sobre unos raíles súbitamente más sonoros. Por la ventana empezaron a desfilar enormes travesaños de acero. Me precipité hacia la puerta de salida y me agarré con fuerza al tirador. La intensidad del viento y la profundidad del negro abismo que se abría bajo mis pies me empujaron para atrás.
Estábamos atravesando el río Amur.
El deshielo que se materializaba en su negra inmensidad era muy distinto al avance simbólico de los bloques de hielo que en las películas propagandísticas ilustraba «la toma de conciencia revolucionaria del pueblo». Nos disgustaban esos símbolos, con su relumbrosa esterilidad: por ejemplo, un intelectual en crisis contemplaba el Neva deshelándose y decidía súbitamente luchar por la Revolución…
No, al Amur no le afectaba la presencia de espectadores. Parecía inmóvil, hasta tal punto era lenta su gestación nocturna. Primero veíamos una llanura nevada que se abría igual que unos párpados gigantescos. Aparecía una pupila negra —el agua—, que crecía hasta convertirse en otro cielo, en un cielo invertido. Era un dragón fabuloso despertándose, despojándose poco a poco de su antigua piel, de las escamas de hielo que iba arrancando con morosidad de su cuerpo. Aquella piel usada, porosa, llena de surcos verdosos formaba pliegues, se quebraba, lanzaba los fragmentos contra los pilares del puente. Oíamos el fragor de la potente colisión, cuya onda hacía vibrar las paredes del vagón. El dragón emitía un largo silbido sordo frotándose contra el granito de los pilares, rompiendo con sus garras la nieve lisa de las márgenes. Y el viento traía las brumas del Pacífico, hacia donde tendía la cabeza el dragón, y el aire de las estepas heladas, donde su cola se perdía…
Tras volver lentamente en mí, miré a la occidental. La perfecta serenidad de su perfil me sorprendió. Al parecer, el espectáculo la divertía. Sólo eso. Yo la observaba, y sentía de forma casi física que su aureola transparente era mucho más impenetrable de lo que había creído.
«Es el río Amur deshelándose», se leía en sus labios. Así nombraba ella aquella noche, la entendía, la decía.
Pero ¡yo no entendía nada! No entendía dónde acababa el colosal avance del río y dónde empezaba mi respiración, mi vida. No entendía por qué me torturaba tanto el reflejo de la rodilla de una desconocida, y por qué ese reflejo sabía en mi boca como la bruma saturada de fragancias marinas. No entendía cómo, sin saber nada de aquella mujer, era yo capaz de percibir con tanta intensidad la delicadeza aterciopelada de sus muslos, imaginar su suave color dorado bajo mis dedos, bajo mi mejilla, bajo mis labios. Por qué, una vez descubierto el secreto de su calidez dorada, había dejado de ser tan importante poseer aquel cuerpo. Y por qué esa calidez que difundía en el aire agreste de la noche me parecía una posesión muchísimo más viva…
No entendía nada. Pero inconscientemente me alegraba de no entenderlo…
Desfilaron los últimos pilares del puente. El Amur se fundió en la noche. El Transiberiano entraba en el denso silencio de la taiga.
Vi cómo la viajera nocturna aplastaba la colilla en el cenicero de la pared… Sin cerrar la puerta, me fui corriendo por los vagones.
Sabía que estaba regresando a Oriente, a Asia y a la historia interminable del chino sin edad. A esa vida donde todo era fortuito y fatal a la vez, donde la muerte y el dolor se aceptaban con la resignación y la indiferencia de la hierba de las estepas. Donde una loba llevaba comida todas las noches a seis crías con las patas atadas con alambre, y las miraba comer, y a veces lanzaba un prolongado alarido de pena, como si adivinara que iban a matarlas y que a su absurda muerte le seguiría poco después la de su asesino, igual de cruel y absurda. Y nadie podía decir por qué ocurrían así las cosas, y sólo la monótona saga en el fondo de un compartimento atestado podía dar cuenta de todo ese absurdo…
Atravesé corredores vacíos y corredores donde pendían pies desnudos o enfundados en calcetines de lana, vagones colmados con la pesada respiración y los gemidos de los durmientes, y vagones atestados de interminables historias sobre la guerra, los campos de prisioneros y la taiga…, todos los vagones que nos separaban de Occidente.
Al trepar al estrecho estante de las maletas, susurré en la oscuridad dirigiéndome a Samurai, acostado delante de mí:
—Es Asia, Samurai, es Asia…
Una sola palabra lo explica todo. No podemos evitarlo. Asia nos retiene con sus espacios infinitos, con la eternidad de sus inviernos y con la saga interminable que un chino rusificado y loco —lo que viene a ser lo mismo— cuenta sin parar en un rincón oscuro. El vagón abarrotado es Asia. Pero he visto a una mujer…, ¡una mujer! Samurai… En el otro extremo del tren. Más allá de los montones de maletas sucias, de las bolsas goteantes por el pescado que se descongela, de los centenares de cuerpos murmurando sus historias de la guerra y de los campos de prisioneros. Aquella mujer, Samurai, era el Occidente que nos reveló Belmondo.
Pero fíjate: Belmondo no nos dijo que era preciso elegir un vagón, que no se puede estar a la vez aquí y allá. El tren es largo, Samurai. Y el vagón de la occidental ya ha atravesado el Amur, mientras que a nosotros todavía nos embriaga su hálito salvaje…
Fui soltando frases desordenadas en la oscuridad, sin saber siquiera si Samurai me oía. Hablé de la occidental, del reflejo de su rodilla bajo la pátina transparente de esa media que nunca habíamos visto sobre unas piernas femeninas. Pero cuanto más hablaba, más me parecía que se apagaba la palpitante seguridad de nuestro encuentro… Al cabo de un rato me callé. Y no fue Samurai, sino Utkin (yo estaba acostado a sus pies en el portaequipajes) quien preguntó en un nervioso susurro:
—Y nosotros, ¿dónde estamos?
Le respondió la voz de Samurai, que parecía salir de una larga reflexión nocturna:
—Nosotros, en el péndulo. Entre ambos… Rusia es un péndulo.
—O sea que no es nada —refunfuñó Utkin—. Ni una cosa ni otra.
Samurai suspiró en la oscuridad, giró sobre su espalda y murmuró:
—Mira, Patito, no ser ni una cosa ni otra es ya un destino…
Me desperté con un sobresalto. Utkin, durmiendo, me había dado una patada. Samurai también dormía; su largo brazo colgaba en el vacío. «Asia… Occidente…». Así que todo aquello era un sueño. Utkin y Samurai no sabían nada de mi encuentro. Sentí un extraño alivio: su Occidente seguía intacto. Y el chino, en su rincón, continuaba murmurando:
—… Y el vecino, al volver de la guerra, se casó con otra, y ya tienen tres nietos, y hace mucho que olvidó a su primera mujer, a su novia. Pero ella lo espera todas las noches en la orilla. Continúa esperando a que él regrese… Lo espera desde la guerra… Lo espera… Lo espera…