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AL salir después de la película oímos una voz entre la gente:

—El sábado es el último día que la ponen. ¿Vendremos?

Los tres nos quedamos parados, estupefactos. El edificio del cine, la nieve pisoteada, la negrura del cielo: nos pareció que todo había cambiado de golpe. Sin decir palabra, corrimos hacia la gran cartelera, un rectángulo de tela de cuatro metros por dos que representaba el rostro de nuestro héroe rodeado de mujeres, palmeras y helicópteros. Nuestros ojos se detuvieron en la fecha fatídica:

HASTA EL 19 DE MARZO

Cuando el abuelo de Utkin vio la cara que poníamos, arqueó las cejas y preguntó:

—¿Qué os pasa? ¿Han matado a Belmondo al final?

No supimos qué contestar. Aunque estábamos en la gran isba hospitalaria donde un día había nacido Occidente, nos sentíamos abandonados.

Sin embargo, la vida es así: aquello que deseamos ardientemente suele aparecer bajo los rasgos de lo que más tememos.

El día de nuestra última cita con Belmondo, aquel 19 de marzo que debía marcar un auténtico fin del mundo, ¡vimos otro cartel! Distinto del anterior, y parecido también, ya que lo iluminaban el resplandor de la sonrisa y la mirada picara que reconocimos de lejos. Seguramente el dibujante debía de haber perfeccionado su arte, porque Belmondo parecía más vivo, más relajado. Y aquel espléndido rostro estaba rodeado esta vez de animales: gorilas, elefantes, tigres…

Antes que nada estalló una alegría salvaje: «¡Es Él, él vuelve!». Luego empezó a dominarnos una ansiedad callada, una duda comenzó a roer nuestros febriles corazones: «¿Será fiel a sí mismo? ¿Nos será fiel?».

Sí, antes que nada aquel nuevo Belmondo nos hizo pensar en un audaz impostor, como uno de esos falsos zares que salpican la historia rusa. Como un falso Dimitri o un falso Pedro III, de quienes nos hablaba nuestro profesor de historia… Surgió la inquietud. La decimoséptima sesión fue extremadamente angustiosa.

A lo largo de toda la película, esperábamos inconscientemente que Belmondo nos hiciera un gesto, un guiño. O una frase convenida que, al darnos constancia de la autenticidad de la siguiente película, nos dejara tranquilos. Lo acechábamos, sobre todo en la última escena: ya está, ha salido al balcón, sonríe, tira las páginas del manuscrito… ¡En ese momento, esperábamos que nos tendiera un puente!

Pero Belmondo, con la mano izquierda sobre la cadera de la vecina seducida, seguía imperturbable. Parecía disfrutar tranquilamente del suspense, que para nosotros suponía una verdadera tortura.

Al salir del cine, volvimos a observar la cartelera. El rostro de nuestro héroe, recreado con pintura demasiado fresca y demasiado vistosa, nos pareció artificial. Interrogamos largamente su mirada a la luz blanquecina de una farola nocturna. Su misterio nos inquietaba…

El día del estreno guardamos silencio durante toda la excursión. Pese a no haberlo acordado, esa vez no hicimos nuestra habitual parada para almorzar. No teníamos el corazón para eso. Además, el tiempo tampoco se prestaba. La niebla helada se pegaba a la cara, ahogaba nuestras escasas palabras, borraba los puntos de referencia que nos servían de guía. Cada uno de nosotros notaba a los demás tensos y nerviosos.

En un bosquecillo situado a la entrada de la ciudad, nos quitamos las raquetas y las guardamos en el escondite acostumbrado. No queríamos tener pinta de pueblerinos. Sobre todo delante de Belmondo.

Cuando se apagó la luz nos pareció que llevábamos más de una hora esperando. Esa vez el noticiario duró una eternidad. Salía un cosmonauta que nadaba alrededor de su nave espacial, como un fantasma fosforescente, con una lentitud de movimientos sonámbula. Nos parecía oír el insondable silencio del espacio a su alrededor.

Y la voz en off, sin inquietarse por el mutismo interestelar, declamaba con énfasis patético: «Hoy, cuando nuestro pueblo, junto con toda la humanidad progresista del planeta, se dispone a celebrar el centésimo tercer aniversario del gran Lenin, nuestros cosmonautas, al dar este importante paso en la exploración del espacio, aportan una nueva prueba infalible que confirma la universal certeza de la doctrina marxista-leninista…».

La voz continuaba vibrando en las profundidades infinitas del cosmos, mientras que el resplandeciente fantasma, enganchado a la nave, se disponía a volver a la cápsula. Avanzaba hacia la portezuela, que se abría con la misma desesperante lentitud, centímetro a centímetro, como si el astronauta se hubiera enredado en la gelatina viscosa de una pesadilla.

En ese momento pudimos constatar que no éramos los únicos que esperábamos ansiosamente al nuevo Belmondo. Cuando el cosmonauta sonámbulo introdujo la cabeza en la puerta de la nave y la voz en off declaró que aquella salida al espacio demostraba la innegable superioridad del socialismo, se oyó la exclamación furiosa de un espectador harto:

—Pero por Dios, ¡venga ya! ¡Entra de una vez!

No, no éramos los únicos atemorizados por el posible engaño de un falso Belmondo. Todo el público del Octubre Rojo temía una traición…

Pero desde las primeras secuencias de la película todo el mundo se olvidó de sus dudas… Nuestro héroe, con los músculos totalmente en tensión, trepaba por la pared de un edificio en llamas. Unas largas llamas amenazaban con abrasar su capa de seda negra. Y en lo alto, sobre una estrecha cornisa, la heroína lanzaba unos gemidos desesperados y alzaba los ojos al cielo, a punto de desmayarse…

El centésimo tercer aniversario, el paseo del cosmonauta sonámbulo, la certeza universal de la doctrina, todo se borró de golpe. El público quedó inmóvil: ¿podrá Belmondo arrebatar de entre las llamas a la hermosa mujer desvanecida?

¡Era el Belmondo auténtico!

Cuando la tensión llegó a su punto culminante, cuando la respiración de todo el Octubre Rojo se acompasó con el ritmo de la intrépida escalada, cuando todos los dedos se aferraron a los brazos de las butacas imitando el esfuerzo de las manos enganchadas en la cornisa del último piso, cuando Belmondo pareció sostenerse tan sólo gracias al magnetismo de nuestras miradas, ocurrió algo increíble…

La cámara describió un vertiginoso zigzag y vimos el edificio extendido horizontalmente sobre el suelo de un plato de rodaje. Y a Belmondo poniéndose de pie y sacudiéndose el polvo de la capa… Un director de cine lo reñía por alguna negligencia en la interpretación. ¡La escalada era sólo un truco! Belmondo había estado arrastrándose horizontalmente sobre una maqueta de cuyas ventanas salían unas llamas perfectamente controladas.

Así pues, ¡todo era mentira! Pero Belmondo era más auténtico que nunca. Porque nos había admitido en la sacrosanta cocina del cine, autorizándonos a echar una ojeada al reverso de su magia. ¡Por lo tanto, la confianza que nos demostraba no tenía límites!

De hecho, aquel edificio tendido sobre el suelo constituía el puente soñado, de forma similar al espía encerrado en la lata de conservas. Un puente hacia un mundo más verdadero que el del centésimo tercer aniversario y de las doctrinas universales.

Y nosotros, seguros de nuestra experiencia de Occidente, acompañábamos a Belmondo en su nueva aventura. Salió del estudio de rodaje sorteando las ventanas y las paredes del edificio en llamas…

Volvimos a descubrir Occidente. Aquel mundo donde la gente vivía sin preocuparse por la sombra lúgubre de las cimas soleadas. El mundo de las hazañas acometidas por la belleza del gesto. El mundo de los cuerpos orgullosos de la potencia de los hermosos mecanismos carnales. El mundo que uno podía tomarse en serio, porque no temía resultar cómico.

Pero, sobre todo, ¡su idioma! Era un mundo donde todo podía decirse. Donde la realidad más complicada, la más tenebrosa, encontraba una palabra que la expresaba: enamorado, rival, amante, deseo, relación… La realidad amorfa e innombrable que nos rodeaba comenzaba a estructurarse, a clasificarse, a revelar su lógica. ¡Occidente era legible!

Y nosotros aprendíamos amorosamente los vocablos de aquel universo fantástico…

Esta vez Belmondo era doble cinematográfico. Aunque aún éramos medio analfabetos en la lengua de los occidentales, adivinamos una poderosa figura de estilo en ese papel. Era una metáfora de carne y hueso. ¡Doble! Un héroe cuya valentía se atribuiría siempre a otro. Condenado a permanecer largo tiempo en la sombra. A retirarse del juego en el momento mismo en que la heroína debería recompensar su bravura. Lamentablemente, el beso se posaba sobre los labios de su afortunado sosia, que nada había hecho para merecerlo…

En cierto momento, el ingrato papel de Belmondo resultaba especialmente duro. El doble tenía que repetir varias veces una cabriola desde lo alto de una escalera para esquivar las ráfagas de una metralleta. El director, que compendiaba todas las sádicas costumbres del editor de la película anterior, lo obligaba implacablemente a repetir el ejercicio. A Belmondo cada vez le resultaba más difícil subir, y la caída era más dolorosa. Y, siempre, una voz femenina estallaba con tragicómica desesperación:

—¡Dios mío, lo han matado!

Pero el héroe se levantaba tras la terrible caída y anunciaba:

—No, ¡todavía no me he fumado el último cigarro!

Esa frase, repetida cuatro o cinco veces, halló un asombroso eco en el alma de los espectadores del Octubre Rojo. Utkin y yo pensamos enseguida en los puros de Samurai, y en los de su antiguo ídolo habanero. Pero la exclamación de Belmondo tuvo una repercusión aún más profunda. La frase concentraba lo que muchos espectadores intentaban expresar desde hacía mucho: «No, no», deseaban decir muchos de ellos, «todavía no he…». Y no encontraban las palabras justas para explicar que, tras diez años en un campo de prisioneros, aún podían intentar rehacer su vida. Que, a pesar de ser viuda desde la guerra, una tenía aún derecho a esperar. Que incluso en ese rincón apartado de Siberia existía la primavera, y que aquel año, seguro, sería una primavera llena de felicidad y de encuentros gozosos.

—No, ¡todavía no me he fumado el último cigarro!

Todo el mundo encontró la expresión que buscaba.

Y sólo Dios sabe cuántos habitantes de Nerlug, en los momentos más sombríos de la vida, han formulado mentalmente esa frase lanzándose un guiño de ánimo a sí mismos.

Después de aquella sesión pasamos por primera vez la noche en un vagón en lugar de en casa del abuelo…

Samurai nos llevó a la estación de Nerlug y allí, caminando sobre los raíles, se dirigió hacia las vías más alejadas, medio cubiertas por la nieve… Nos aproximamos a un convoy aparcado junto a un solar. Había varios trenes durmiendo en las vías del apartadero. Samurai parecía saber lo que buscaba. Avanzó entre dos trenes de mercancías y de pronto se metió bajo un vagón y nos hizo ademán de seguirlo…

Nos encontramos ante un tren de viajeros con ventanillas negras. La ciudad, los ruidos y las luces de la estación habían desaparecido. Samurai se sacó del bolsillo una fina vara de acero y la introdujo en la cerradura. Oímos un leve crujido y la puerta se abrió…

Una hora después, estábamos cómodamente instalados dentro de un compartimento. No había luz, pero nos bastaba con el resplandor lejano de una farola y el reflejo de la nieve. Samurai, que había encendido la caldera instalada al final del pasillo, nos preparó un té auténtico: el más auténtico que puede haber, el que se sirve en los trenes las noches de invierno. Colocamos sobre la mesa las provisiones que no habíamos comido al mediodía. El aroma del fuego y del té fuerte flotaba por el compartimento. El aroma de los largos viajes a través del imperio… Más tarde, tendidos en las literas, estuvimos mucho rato hablando de Belmondo. Esta vez sin gritos ni grandes gestos. Belmondo estaba demasiado cerca de nosotros y no necesitábamos imitarlo…

Por la noche soñé con la nueva compañera de nuestro héroe. Con la bonita especialista de cine. Mi sopor era transparente, como la nieve que había empezado a caer tras la ventanilla ennegrecida. Me despertaba a menudo, y me volvía a dormir al cabo de un instante. La mujer no me abandonaba, sino que se instalaba durante unos segundos en el compartimento vecino. Con los ojos llenos de oscuridad, notaba su presencia silenciosa detrás de la fina pared que nos separaba. Sabía que tenía que levantarme, salir al pasillo y esperarla allí. Estaba seguro de que iba a encontrarla precisamente a ella, a la misteriosa pasajera del Transiberiano. Pero cada vez que mi sueño estaba a punto de cobrar forma, oía el ruido de un tren que pasaba por una vía paralela a la nuestra. Tenía una alucinación: éramos nosotros los que volábamos a través de la noche. Me dormía. Y la mujer regresaba, estaba de nuevo conmigo. El vagón se dirigía rápidamente hacia el oeste. Desafiando el frío y la nieve. Hacia Occidente.

De modo que no se acabó el mundo. Y Nerlug todavía pudo ver dos o tres películas de Belmondo. Como si sus comedias se hubieran extraviado tras un gigantesco desfase temporal, como si el curso de los días las hubiera abandonado en alguna orilla desierta, donde hubiesen esperado largos años hasta llegar por fin a la ciudad, una tras otra.

Belmondo era un poco más viejo, luego volvía a ser más joven, cambiaba de compañera, de país, de continente, de pistola, de peinado, de tono de bronceado… Pero todo eso nos parecía muy natural. Atribuíamos al actor una especial inmortalidad, la más emocionante, la que permite viajar a través de las edades, volver atrás, o rozar la decadencia para luego saborear mejor la juventud.

No nos extrañaba en absoluto que aquel viaje a través del tiempo combinase tantos cuerpos femeninos magníficos, tantas noches tórridas, tanto sol y tanto viento.

Belmondo se quedó, instaló sus cuarteles en el Octubre Rojo, a medio camino entre el achaparrado edificio de la milicia y el KGB local y la fábrica La Comunera, donde se fabricaban las alambradas destinadas a todos los campos de prisioneros de aquella zona de Siberia…

Ocupó la gran cartelera y, desde entonces, las gentes que recorrían la avenida de Lenin ya no vieron los grises uniformes de los milicianos ni las enormes bobinas de alambre de espino que transportaban los camiones, sino la sonrisa de Belmondo.

Aunque no lo admitieran, estaban convencidos de que las autoridades habían cometido un tremendo error al permitir que se instalase en la avenida ese hombre con una sonrisa como ésa. A pesar de que no podían explicar su intuición, comprendían que un día la sonrisa de Belmondo acabaría volviéndose contra los dirigentes de la ciudad. Algún día ocurriría… Porque los espectadores empezaban a sorprenderse al no temblar ante la vista de los uniformes grises, al no sentir malestar alguno ante los temibles erizos acerados sobre los camiones. Veían aquella sonrisa al final de la avenida de Lenin, cerca del cine, y ellos también sonreían, sintiendo un acceso de confianza en medio de la neblina helada.

Y en las puertas de la bodega asistimos por primera vez en nuestra vida a un ataque de risa en lugar de una pelea… Todos aquellos hombres rudos de rostros rubicundos estaban riéndose a mandíbula batiente; sus cuerpos se doblaban, no bajo el efecto de un puñetazo en pleno plexo solar, sino ¡a causa de la risa! ¡Se golpeaban los muslos con sus puños de acero, se enjugaban las lágrimas, soltaban palabrotas, reían! Y en sus gestos, en sus gritos, podíamos reconocer al último Belmondo. Estaba ahí, entre aquellos siberianos, los buscadores de oro, los cazadores de cebellinas, los leñadores…

Una vez más, las gentes que pasaban junto a la tienda se decían con secreta alegría: «¡Vaya estupidez han cometido los apparatchiks al instalar el cartel en plena avenida!».

Belmondo, imperturbable, nos sonreía a lo lejos.

Cegados por el amor, explicábamos cualquier cambio por la presencia del actor. Todo estaba más o menos directamente relacionado con él. Como el trueno y los relámpagos en los primeros días de abril, en un cielo aún invernal, sobre la ciudad cubierta de nieve.

Oímos caer la intempestiva tormenta por la noche, después de la película, tendidos en las literas del compartimento. Nuestros rostros asombrados quedaron petrificados a la luz de un relámpago. Rugió un trueno. Lo oímos a través del sopor rebosante de sueños que nos embargaba. Era como si el inmóvil tren emprendiera un viaje en el que reinaba un maravilloso desorden de estaciones, climas y épocas. Como si cayera una tormenta tropical en pleno reino de las nieves.

Nos apresurábamos a dormir otra vez, esperando tener sueños fastuosos. Pero lo que yo vi en mi viaje soñado resultó de una inesperada simplicidad…

Era una estación pequeña, mucho más modesta que la de Nerlug, una casa perdida entre pinos silenciosos.

Con un vestíbulo tenuemente iluminado por una lámpara invisible. El ruido amortiguado de unos pocos viajeros, invisibles también, los bostezos sofocados de un empleado. El olor de una estufa en la que ardían troncos de abedul. Y, en medio de la sala, ante un horario con unas pocas líneas escritas, una mujer. La mujer inspeccionaba atentamente las horas de llegada, mirando de vez en cuando el gran reloj de la pared. En mi sueño, yo comprendía que esta vez su espera no era en vano, que alguien iba a llegar inevitablemente en cualquier momento. Vendría en un extraño tren cuya llegada no estaba anunciada en ningún cartel…

El aire nocturno, cargado con la fragancia especiada de la tormenta, se introducía en el vagón dormido. Era el frescor de la primera bocanada de aire que aspira el viajero al bajar del tren, por la noche, en una estación desconocida donde lo espera una mujer…