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SALÍA el sol cuando abandonamos la taiga en dirección al valle del Olei. Como si dejáramos la noche en el fondo del reino dormido de los pinos, a la sombra plateada surcada por las alas de una gran lechuza, en busca de un refugio para pasar el día.

El disco rojo emergía de un velo gélido e iba borrando lentamente los tonos azules y grises y tornándolos rosados. Despojándonos de nuestro torpor nocturno, empezábamos a hablar, a comunicarnos nuestras impresiones sobre la última sesión. Pero sobre todo empezábamos a imitar a Belmondo hasta agotarnos, hasta quedarnos sin voz…

Ese día, la decimosexta vez que íbamos a ver la película, Samurai se nos adelantó un poco entrando a grandes pasos en la llanura que atraía por su superficie malva y lisa. Yo me detuve para esperar a Utkin. Mi amigo, saliendo de las sombras del bosque, apareció en aquel terreno libre y luminoso, rodeó la copa de un pinito enterrado en la nieve y se me acercó.

La mirada de Utkin siempre me incomodaba un poco. Por la mezcla de celos, desesperación y resignación con que escrutaba mi rostro…

Esa vez no había nada de eso. Utkin se me acercó arrastrando la pierna mutilada, con el hombro derecho apuntando al cielo, y me sonrió. Me miraba como a uno de los suyos, sin muestras de amargura ni de celos. Parecía que no le inquietasen ya sus andares patosos. Me impresionó la serenidad de su rostro. Al ponernos de nuevo en camino, pensé que desde hacía algún tiempo veía sus ojos serenos y apaciguados. Reduje un poco el paso para que me adelantara y, respondiendo maquinalmente a las palabras de mis compañeros, me puse a pensar en el misterio de Utkin.

También para él la película de las dieciocho treinta era mucho más que una vulgar comedia…

Ese lejano día de primavera, cuando las placas de hielo que arrastraba el río destrozaron su cuerpo, la visión de sus ojos infantiles cambió por completo. En ese momento Utkin adquirió la mirada que sólo el dolor o el placer extremos pueden procurar. En esos instantes somos capaces de observarnos a distancia, como a un extranjero. Un extranjero que no logramos reconocer, entre un dolor demasiado intenso o entre los espasmos de un placer violento. Soportamos el desdoblamiento durante un instante…

Utkin se vio de esa manera. Junto a la pared clara de una habitación de hospital. Su sufrimiento era tan fuerte que casi se preguntaba: «¿Quién es ése, ese chico flaco que gime y tiembla dentro de su caparazón de yeso?». Fue muy pronto, a la edad de once años, cuando experimentó aquella visión: un cuerpo destrozado que llora y sufre y, a la vez, no se sabe bien dónde, una mirada distante y tranquila. Una presencia, amarga y serena. Similar a un claro día otoñal, que huele intensamente a hojas secas. Esa presencia era también él, Utkin lo sabía, era una parte de él, quizá la más importante. La más libre, en cualquier caso. Utkin no era capaz de expresar lo que representaba para él ese desdoblamiento. Pero en su interior percibía intuitivamente la tonalidad de aquel imaginario instante del otoño…

Bastaba con cerrar los ojos, entrar en sintonía con el sol bajo que centelleaba sobre las hojas amarillas, con el olor que destilaba el bosque, con el aire límpido… Y entonces uno podía hacerse una pregunta serena y desapasionada: «¿Quién es ése, ese chico que arrastra una pierna mutilada y apunta al cielo con un hombro…?».

A Utkin le gustaba adentrarse en aquel día que no había visto nunca, pasar un tiempo en medio de unos árboles desconocidos de anchas hojas recortadas, amarillas y rojas, unos árboles que no se veían en la taiga. Mirar, a través del follaje lleno de sol, a la figurilla que se alejaba cojeando, agachando la cabeza bajo las ráfagas de nieve…

El misterio de Utkin… Lo esencial era que cuando el enorme triángulo de hielo se separó de pronto de la orilla congelada del río, Utkin había tenido tiempo de pensar en lo que estaba ocurriendo. Tuvo tiempo de ver la multitud de curiosos que retrocedían al percibir el peligroso crujido, de oír sus gritos. Y de tener miedo. Y de comprender que tenía miedo. Y de intentar salvarse sin que la muchedumbre se riera de sus saltos. Y de comprender que era una estupidez preocuparse por las risas de los demás. Y de pensar: soy yo, sí, soy yo, estoy solo sobre esta placa de hielo que se quiebra y entra en la corriente, soy yo, hace sol, es primavera, tengo miedo…

Su dolor, como un cristal mancillado por las impurezas incrustadas, conservó el polvo de esos pensamientos febriles y triviales. Las ideas quedaron grabadas en el cristal, en su transparencia de lágrimas heladas.

El río era demasiado poderoso y su aliento, incluso en el momento del deshielo, demasiado lento para poder soportar la desgracia. Los ojos del muchacho vivían el instante a cámara lenta. El hombre que salvó a Utkin, arriesgándose a morir él también aplastado por el hielo, exclamó jovialmente:

—¡Pobre patito mojado! Un poco más y se ahoga… ¡Pobre patito!

Continuó soltando risitas para disimular su propio miedo y tranquilizar a los curiosos. Utkin, que en ese momento pasó a ser el Patito-Utkin, estaba sentado sobre la nieve, acurrucado como una bola mojada, y observaba a ese hombre que se reía al secarse en los pantalones las manos llenas de arañazos. Lo miraba con ojos febriles, aprovechando los últimos instantes antes de que se le declarara el dolor. Gracias a un presentimiento inexpresable, Utkin adivinó que aquella risa procedía de una época completamente distinta de su vida. Y los gritos de ánimo de los curiosos, que se preguntaban si había que llamar a una ambulancia, o si el Patito se recuperaría sin ayuda tras secarse y tomar un té caliente. Aquel sol era también un sol de otro tiempo. Igual que la belleza de la primavera. Y el apodo que acababa de recibir «Utkin» se refería de hecho a un ser que ya no existía, a un muchacho igual que los demás, que esa normal mañana de su vida había ido a ver cómo se deshelaba el río…

Y cuando de pronto la nieve se volvió negra, cuando el sol empezó a resonar y vibrar, penetrando en el cuerpo con su masa ardiente, cuando las aristas de las primeras oleadas de dolor empezaron a rozarle la cara, Utkin oyó por primera vez una voz lejana: «Pero ¿quién es ése, ese niño que llora su dolor escupiendo la sangre de sus pulmones aplastados, agitándose en la nieve fundida como un pajarillo con las alas rotas?».

El hecho de que el dolor hubiera llegado sin prisas, al ritmo de la corriente y de la inmensidad de los hielos, inspiró una extraña reflexión a Utkin, muy alejada de sus preocupaciones infantiles. Empezó a dudar de la realidad de todo lo que le rodeaba, a dudar de la propia realidad…

El mismo día que lo llevaron a casa desde el hospital surgió la duda. Utkin estaba sentado en su habitación de la isba, una habitación muy limpia, llena de objetos amigos, donde todo desprendía el leve eco de los recuerdos, una habitación con la suave tonalidad de la presencia materna. Su madre trajo un escalfador de la cocina, colocó dos tazas sobre la mesa y preparó el té. Utkin sabía ya que su vida no volvería a ser como antes. Que a partir de entonces el mundo iría a su encuentro imitando las sacudidas de su cojera. Que el torbellino de los juegos de sus compañeros lo empujaría del centro a la periferia, a la inacción. A la exclusión. A la inexistencia. Sabía que su madre tendría siempre aquella entonación alegre en la voz y aquel sombrío resplandor desesperado en los ojos que ningún gesto de ternura lograría disimular.

Utkin volvió a recordar la desgracia en cámara lenta: el avance pesado y majestuoso del hielo, la titánica colisión, el ruido ensordecedor del choque, el amontonamiento de enormes esquirlas que dejaban al descubierto bloques de transparencia verdosa de más de un metro de espesor. Su memoria reprodujo con precisión infalible la sucesión sincopada de pensamientos. De pie sobre el triángulo de hielo, aferrándose a un equilibrio imposible, había tenido miedo de que los demás se riesen… Y seguramente fue el temor al ridículo la causa de su desgracia…

Sí, todo había dependido de muy poca cosa. Si hubiese sido un poco más rápido, si se hubiera preocupado menos por las miradas de la gente concentrada en la orilla, nada habría cambiado. Si se hubiera apartado unos centímetros de la orilla, aquel té que tomaría luego con su madre podría haber tenido un sabor completamente distinto, y el día primaveral que lucía detrás de las ventanas, un sentido muy diferente. Sí, la realidad no habría cambiado.

Utkin descubrió con asombro que aquel mundo sólido, evidente, gobernado por unos adultos que todo lo sabían, de pronto resultaba frágil e improbable. Unos pocos centímetros más, unas miradas burlonas interceptadas, y uno se encontraba en una dimensión completamente distinta, en otra vida. Una vida donde los antiguos compañeros avanzan a toda prisa mientras uno se queda cojeando sobre la nieve derretida, donde la madre hace esfuerzos sobrehumanos para sonreír, donde uno se acostumbra poco a poco a ser así, a verse inmovilizado para siempre en su nueva apariencia.

Aquel universo súbitamente incierto aterrorizaba a Utkin. Pero a veces, sin poder expresarlo claramente, sentía una vertiginosa libertad al pensar en lo que había descubierto. Efectivamente, todas aquellas personas se tomaban el mundo en serio, convencidos de su evidencia. Sólo él sabía que cualquier tontería podía convertirlo en un universo desconocido.

Fue entonces cuando empezó a visitar el soleado día de otoño que no había conocido nunca, entre anchas hojas amarillas que nunca había visto. Utkin no hubiera sido capaz de explicar cómo nacía ese día dentro de él. Pero nacía. Utkin cerraba los ojos y aspiraba el fuerte y fresco aroma del follaje… De vez en cuando, un rumor desagradable empezaba a chirriar en su cabeza: «Este día no es real, y la realidad es que eres un cojo con el que nadie quiere jugar». Utkin no sabía cómo responder a esa voz. Adivinaba inconscientemente que la realidad, dependiendo de unos pocos centímetros y de las risitas burlonas de los curiosos, podía ser más irreal que cualquier sueño. Utkin, sin poder expresarlo, sonreía y entornaba los ojos ante el sol bajo de su día otoñal. El aire era traslúcido, las telarañas revoloteaban ondulando levemente… Y toda esa belleza era su mejor argumento.

Y luego, un día, cuando ya tenía trece años —dos años de la nueva vida—, su abuelo le dio a leer una historia. El abuelo, aquel oso polar taciturno y solitario, había sido periodista. Su texto, dos páginas y media tecleadas a máquina, exhibía la huella imborrable del estilo periodístico, casi tan tenaz como la letra «K» de su firma, que parecía querer subir más alto que las demás. Pero Utkin no se fijó en esos detalles del estilo, pues la historia le había impresionado enormemente. Aunque el relato no tenía nada de extraordinario.

Como corresponsal destinado al país de su juventud, el abuelo describía una columna de soldados enfangados en algún punto de los caminos de la guerra, bajo la lluvia helada de noviembre. Su ejército había sido vencido y dispersado, así que la columna retrocedía ante el avance de las divisiones alemanas y se acercaba al corazón de Rusia en busca de refugio… Los bosques desnudos, los pueblos muertos, el barro…

«Cada soldado llevaba con él el recuerdo de un rostro amado, pero yo no tenía a nadie. No tenía ninguna amiga, me creía feo y era muy tímido, no tenía novia, y, además, era muy joven, y huérfano, porque así lo quiso el destino. No tenía a nadie en quien pensar. Era el que más solo estaba bajo el cielo gris. De vez en cuando, una telega adelantaba a nuestra columna. Con un caballo flaco, un montón de maletas y algunas caras atemorizadas. Para ellos éramos los soldados de la derrota. Un día nos cruzamos con una telega parada en medio del campo. Un crepúsculo lluvioso, el viento, la carretera destrozada. Yo caminaba detrás de los demás. Ya no había orden alguno en las filas. Una mujer, con un niño pequeño en brazos, alzó el rostro como si quisiera despedirse de nosotros. Su mirada se cruzó con la mía. Fue un instante… Se hizo de noche y seguíamos andando. Yo no sabía aún que toda la vida recordaría esa mirada. Durante la guerra, y luego, en los siete largos años pasados en el campo de concentración. Y hoy… Caminando a la luz del atardecer, me decía: “Por la noche, cada uno de nosotros guarda su recuerdo. Pero ahora yo tengo esa mirada…”. ¿Una ilusión? ¿Una quimera? Puede ser… Pero gracias a esa ilusión logré atravesar el infierno. Sí, si estoy vivo, es gracias a esa mirada. A ese refugio donde no alcanzaban las balas, un refugio en cuyo interior no conseguían penetrar las botas de los guardianes que me pateaban las costillas…».

Utkin leyó y releyó el relato, se lo repitió a sí mismo varias veces. Y un día, recordando otra vez la sencilla historia, pensó: «Si no me hubiese pasado lo que me pasó, nunca habría comprendido el sentido de aquella mirada que conservaban los ojos de un soldado a través de la noche de la guerra…».

Utkin estaba seguro de la existencia de su luminoso día otoñal. Pero ya empezaba a despuntar el hombre en su cuerpo adolescente, en aquel envoltorio frágil y lisiado. El mundo segregaba el sabroso veneno de la primavera, el ámbar mortal del amor, la lava de los cuerpos femeninos. Utkin habría querido volar para alcanzarnos, a nosotros que flotábamos ya en las embriagadoras emanaciones. Pero se quedaba sin impulso, y su vuelo lo proyectaba hacia la tierra.

Aquel invierno memorable, Utkin tenía la misma edad que yo, catorce años. En el momento de la desgracia y durante algún tiempo después, la parte femenina de la escuela manifestó una atención especial por él. Una especie de reacción maternal por un niño herido. Pero muy pronto el estado de Utkin pasó a ser habitual, y por lo tanto perdió interés. Aquellas futuras madres, que lo querían como a una muñeca enferma, aquellas niñas, se convertían en futuras novias. Utkin ya no les interesaba.

Fue entonces cuando empecé a sorprender la mirada que depositaba Utkin en mi rostro: una mezcla de celos, odio y desesperación. Una pregunta muda pero conmovedora. Y el día que fuimos a bañarnos y las dos jóvenes desconocidas nos contemplaron desnudos, a Samurai y a mí, sobre todo a mí, a través de la danza de las llamas, comprendí que la intensidad de aquella pregunta podía llegar a matar a Utkin.

Pero llegó Belmondo. Y, al ir a ver su película por decimosexta vez, Utkin salió de la sombra violácea de la taiga, avanzó unos pasos hacia mí mirándome con una sonrisa vaga, como si acabara de despertarse en medio de aquella llanura nevada, iluminada con el velo malva del sol matinal. Y ya no vi en sus ojos ninguna señal de enfermiza hostilidad. Su leve sonrisa parecía la respuesta al antiguo interrogante. Utkin agitó el brazo y señaló a Samurai, que caminaba delante de nosotros, a un centenar de metros. Luego rió suavemente:

—¿Éste quiere ver más espías guapas que nosotros, o qué?

Aceleramos un poco el paso para alcanzar a Samurai…

Sí, un día llegó Belmondo… Y Utkin descubrió que su sufrimiento y sus interrogantes sin respuesta habían encontrado hacía tiempo en Occidente una expresión clásica: la miseria de la vida considerada real y los fuegos artificiales de lo imaginario; la cotidianidad y el sueño. Utkin se enamoró de aquel pobre hombre esclavizado por la máquina de escribir. Era ese Belmondo el que sentía cercano. El que al subir la escalera se quedaba sin resuello, llenando con gran dificultad sus pulmones consumidos por el tabaco. Aquel ser tremendamente vulnerable, en definitiva. Al que unas veces hería la falta de consideración de su propio hijo, y otras veces la traición involuntaria de su joven vecina…

Sin embargo, sólo con poner una hoja de papel en blanco en la máquina de escribir, la realidad se transfiguraba. La noche tropical, con el filtro mágico de sus fragancias, lo convertía en un ser fuerte, rápido como las balas de su revólver, irresistible. Y nunca se cansaba de viajar entre los dos mundos, para unirlos, al fin, con titánica energía: las hojas de papel escrito caían revoloteando al fondo del patio y la hermosa vecina abrazaba a ese héroe tan poco heroico. En aquel abrazo, Utkin veía una promesa inefable.

Y al subir la gran escalera de la escuela arrastrando el pie con esfuerzo, Utkin se imaginaba a aquel escritor acosado por las miserias de la vida diaria, a aquel Belmondo de los días lluviosos. Sólo que, en la película, en lo alto de la escalera estaba la guapa vecina, rebosante de amistosa solicitud. Mientras que en la escuela, entre todos aquellos rostros risueños, nadie esperaba a Utkin en lo alto del rellano. «La vida es estúpida», decía una voz amarga en su interior. «Estúpida y malvada…». «Pero está Belmondo», murmuraba otra voz…

A medio camino, cuando el luminoso recorrido del sol llegaba a la mitad, nos parábamos a comer un poco. A lo largo del valle soplaba un viento áspero. Buscábamos refugio y nos instalábamos bajo una duna de nieve que había modelado la tormenta. El viento glacial sobrevolaba la aguda arista de la duna, y el día nos parecía silencioso, carente del más mínimo movimiento de aire. El sol, el deslumbrante centelleo de la nieve, la calma absoluta. Se diría que ya era primavera. De vez en cuando, Utkin o yo colocábamos las palmas de las manos sobre el cuero de la pelliza de Samurai. Su chaqueta, pintada de negro, estaba caliente. Nuestro amigo sonreía:

—Es una auténtica batería solar, ¿no?

Estábamos a mediados de marzo, era aún pleno invierno. Pero nunca habíamos percibido con tanta intensidad la secreta presencia de la primavera. La primavera estaba ahí, sólo había que conocer los sitios donde permanecía al abrigo, a la espera de su momento.

La frescura del viento, la comida y la luz cálida nos emborrachaban, nos sumergían en un agradable torpor… Pero de pronto una ráfaga de viento chocaba contra la arista de la duna soltando un agudo silbido y salpicaba con finos cristales de nieve nuestras provisiones: los trozos de pan, los huevos duros, las lonchas de pan con mantequilla. Era hora de terminar el almuerzo y ponernos en marcha. Nos colocábamos las raquetas de nieve y subíamos la pendiente blanca, abandonando el refugio. El viento glacial nos azotaba con largas serpientes de nieve fina…

Cuando se ponía el sol, recuperábamos el silencio de la mañana. Hablábamos cada vez menos y acabábamos callándonos por completo. En la bruma azulada del horizonte, empezaba a perfilarse lentamente la silueta de la ciudad. Nos concentrábamos antes de la película…

En esa decimosexta excursión, aprendí una verdad asombrosa: ¡cada uno de nosotros se disponía a ver un Belmondo distinto! Y una hora después, en la oscuridad de la sala, observé discretamente los rostros de Utkin y de Samurai.

Creí entender por qué Utkin no se unía a las risas divertidas de los espectadores cuando el escritor jadeaba intentando subir los altos escalones. Y por qué la expresión de Samurai permanecía dura e impenetrable cuando el extraño editor se acercaba a la hermosa cautiva para arrancarle un pecho…