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EN el bosque todavía era de noche. A ratos la nieve se veía dorada por la luna, otras veces intensamente azul. Cada pino parecía un animal al acecho, cada sombra estaba viva y nos miraba. Hablábamos poco, sin atrevernos a romper el silencio solemne de aquel reino dormido. De vez en cuando, una rama de pino se despojaba de su sombrero blanco. Oíamos un roce sordo, y luego el sonido apagado de la caída. Y los cristales de nieve seguían revoloteando un rato bajo la rama recién despertada y brillaban con lentejuelas verdes, azules y malvas. Y todas las cosas volvían a quedarse quietas en la somnolencia plateada de la luna… A veces oíamos un leve roce, pero todas las ramas seguían inmóviles. Aguzábamos el oído: «¿Son lobos?». Y tras el claro del bosque veíamos pasar la sombra de una lechuza. El silencio era tan puro que nos parecía percibir la densidad y la suavidad del aire helado cuando lo hendían las grandes alas grises del ave.

A esas horas que aún conservaban algo de la oscuridad nocturna era cuando me gustaba recordar mi secreto…

Mis compañeros atravesaban el bosque para ir a ver una comedia, para aprenderse de memoria los diálogos, para reírse. Y yo, si volvía al Octubre Rojo, era para tomar parte en una milagrosa transfiguración: pronto tendría otro cuerpo, otra alma, y el pájaro de mi pecho aletearía junto a mi corazón erizando las plumas. Pero de momento el pájaro no se movía. Y yo, con un placer doloroso, iba arrastrando mi pena de adulto: la casa de la mujer pelirroja.

Yo creía que mi dolor era único, así como me parecía inimitable la transfiguración que me esperaba en la tierra prometida de Occidente. Y mucho me hubiese sorprendido saber que Samurai y Utkin, que avanzaban por la taiga dormida, también guardaban un dolor y una esperanza bajo las pellizas. Un enigma. Un pasado misterioso. No era yo el único elegido…

El misterio de Samurai era tosco y sencillo. Me lo reveló una tarde, un mes después de la llegada de nuestro héroe… Estábamos en la pequeña isba donde nos bañábamos, él dentro del barreño de cobre, yo tendido sobre la madera cálida y húmeda del banco. Las ráfagas de viento cubrían de nieve seca, la de los grandes fríos, la estrecha ventana. Samurai permaneció mucho tiempo callado y luego empezó a hablar con un tono jovial y risueño. Como cuando alguien cuenta una travesura de infancia. Pero se notaba que en cualquier momento aquella voz distante desembocaría en un grito ahogado de dolor…

En la época de su relato, Samurai debía de tener diez años. Un caluroso día de julio, uno de esos ardientes días del verano continental, Samurai —que todavía no se llamaba Samurai— salió corriendo del agua. Iba desnudo y temblaba de frío bajo el sol abrasador. El río no llegaba a calentarse durante las escasas semanas de la canícula.

Samurai salió y corrió hacia los arbustos donde había dejado la ropa. De pronto tropezó con una piedra o una raíz y se cayó. No tuvo tiempo de comprender que no había sido ninguna raíz, sino una hábil zancadilla… Dos manos lo sujetaron por la cintura. Samurai, a cuatro patas, intentó soltarse, ignorando aún lo que ocurría. En ese mismo instante, vio unas botas de cuero y notó el peso de una mano que agarraba su pelo húmedo. Gritó. El que lo sujetaba por las caderas empezó a darle puñetazos en la cintura. Samurai arqueó la espalda, gimió, intentó escapar de nuevo. Pero la manaza que lo tenía agarrado por el pelo le tapaba ahora la cara, como un bozal. Dos dedos de uñas amarillas y planas se clavaron bajo las cuencas de sus ojos; era un aviso: «Otro grito más y te arranco los ojos». No obstante, Samurai tuvo tiempo de ver que aquel hombre se había arrodillado delante de él. Escuchó palabrotas y risitas nerviosas. Samurai no entendía por qué, si querían matarlo, tardaban tanto en sacar una navaja o una pica… De pronto, le pareció que el hombre colocado detrás de él pretendía destrozar su cuerpo desnudo mientras le abría las piernas mojadas. Samurai gritó de dolor y, a través de una rendija de visión que le quedaba, observó cómo uno de sus atacantes empezaba a desabrocharse los pantalones…

En el momento del peligro, al niño le resulta más fácil convertirse en el animal que aún vive dentro de él. La agilidad de ese animal fue lo que salvó a Samurai. Su cuerpo ejecutó una serie de movimientos de una rapidez inaccesible a la percepción humana. No eran gestos, sino una especie de fulgurante vibración que le recorrió de la cabeza a los pies. El brazo de Samurai apartó la mano que lo amordazaba en el preciso instante en que su cabeza se erguía y se libraba de la presión de aquellos dedos sobre sus ojos. Su pie, alzado bruscamente, se abrió camino en el vientre de su agresor. Su hombro rozó la hierba, arrastrando aquel cuerpo vibrante por el suelo hacia el río…

Samurai se había librado de convertirse en un animalillo cazado. En el último momento, le pareció que algo se rompía en su espalda. Lo atravesó un dolor penetrante, que llegaba hasta la nuca. Samurai creyó que no podría dar un solo paso. Pero en cuanto se lanzó al río, el dolor desapareció. Como si el agua fría y ligera de la corriente hubiera arreglado todos los desperfectos de su cuerpecillo torturado…

De repente se encontró en la orilla opuesta. Contempló el río estupefacto. Nunca había atravesado el Olei a nado. Era demasiado ancho, demasiado rápido. No sentía su cuerpo, no lograba distinguir su respiración del viento que movía los cedros. Su cabeza mojada resonaba fundiéndose en el cielo luminoso. Y en algún punto de aquel cuerpo sin límites que se difuminaba en la inmensidad de la taiga se oía el trino insistente y sonoro de un cuco…

Samurai no vio a nadie en la otra orilla. Esperó a que se hiciera de noche para volver. Esta vez nadó agarrado a un tronco que flotaba. El Olei volvía a ser infranqueable. Su ropa seguía en el mismo sitio. En la tierra removida se veían algunas colillas…

A partir de ese día, Samurai se convirtió en un obseso de la fuerza. Antes de eso, el mundo era bueno y sencillo. Como la luz tranquila de las nubes blancas en el cielo, y sus reflejos en el espejo viviente del Olei. Pero ahora había una materia viscosa, estancada en los poros oscuros de la vida, que las palabras y las sonrisas intentaban disimular: esa materia era la fuerza. En cualquier momento podía rodearte, aplastarte contra el suelo, partirte por la mitad.

Samurai empezó a odiar a los fuertes. Y, para poder plantarles cara, decidió endurecer su cuerpo. Quiso que la agilidad animal que lo había salvado se volviera algo natural…

Antes de que llegara el otoño había aprendido a cruzar el río, en los dos sentidos, sin detenerse. Fue él quien tuvo la idea de echarse desnudo sobre la nieve al salir de la isba de los baños, bajo el cielo helado. Al principio no era más que un ejercicio de entrenamiento guerrero… Samurai sabía también que tenía que endurecer el canto de las manos. Como hacían los japoneses. Enseguida fue capaz de romper gruesas ramas secas de un solo golpe. Con trece años, tenía la fuerza de un hombre adulto. Pero todavía no tenía su resistencia. Llegaba muchas veces a la escuela con la cara cubierta de moretones y los dedos llenos de arañazos. Pero sonreía. Ya no temía a los fuertes.

Luego, un día, Samurai cambió una minúscula pepita de oro (todos nosotros teníamos unas cuantas) por una bonita postal del extranjero. La imagen satinada reproducía un mar azul, una avenida bordeada de palmeras, unas casas blancas de grandes ventanales. Era Cuba. Los periódicos no hacían más que hablar de aquel país y del pueblo que había osado resistirse al poder de Estados Unidos. El odio hacia los fuertes encontró un objetivo planetario: Samurai se enamoró de la isla y empezó a odiar a Estados Unidos. Su amor romántico se encarnó en una figura femenina soñada: una hermosa compañera de armas, una joven guerrillera de encanto criollo, ataviada con un mono de mangas remangadas…

Pero el amor, al igual que el odio, llegaba demasiado tarde. El entusiasmo revolucionario quedaba muy lejano, y hasta en el rincón de Siberia donde vivíamos la gente empezaba a burlarse abiertamente de nuestro antiguo amigo de las barbas.

Y también de Samurai, cuya pasión era bien conocida. En la escuela, los chicos solían cantarle coplillas en boga, con la misma melodía que cantaban los heroicos barbudos[2] de Castro, pero con otras palabras completamente distintas, alteradas:

Cuba, devuélvenos el trigo

y nuestro vodka además…

Llévate tu azúcar podrido.

¡Castro, no te queremos más!

Samurai los miraba con desdén. No hacía caso de la insolencia de los débiles: los burlones sabían que no se rebajaría a pegarles… Pero Samurai, en su fuero interno, se planteaba muchas preguntas embarazosas… Sobre todo desde el día que la historia le asestó un último golpe bajo.

Fue después de la clase de geografía. Aquel día el profesor habló de América central. Cuando sonó el timbre y el aula quedó vacía, Samurai se acercó a la mesa y sacó de la cartera la postal que reproducía una bonita vista de La Habana. El mar azul, las palmeras, las casas blancas, los paseantes bronceados. El profesor la miró un momento y luego le dio la vuelta y se fijó en la leyenda.

—¡Ah, claro! Es de antes de la revolución —constató—. Ya me parecía…

Calló, y acto seguido, al entregarle la postal a Samurai, explicó mientras apartaba la vista:

—¿Sabes? Pasan por una situación económica bastante difícil… Sería muy duro si no recibieran nuestra ayuda. Un viejo amigo mío trabajó en Cuba como cooperante. Dice que hasta los calcetines están racionados, cada habitante recibe un par al año. Bueno, es culpa del bloqueo imperialista, evidentemente…

Samurai se quedó muy impresionado. ¡Costaba imaginarse a aquellos heroicos barbudos haciendo cola, metralleta en mano, para conseguir otro par de calcetines!

Cuando llegó Belmondo, Samurai tenía dieciséis años. Todas aquellas preguntas malditas que su amor traicionado había hecho surgir empezaban a convertirse en una obsesión que le impedía ver, respirar o sonreír. Samurai ya era fuerte, pero el mal que se proponía combatir renacía como las cabezas de la Hidra cada vez que llegaba otra brigada de leñadores o había otra pelea de borrachos a la entrada de la bodega. Apenas logró conquistar una estrecha zona de seguridad en torno a su persona. La vida seguía igual. Y la hermosa compañera de armas, con sus pantalones caqui y su mono de mangas remangadas, se hacía esperar. Además, los vaqueros yanquis, que habían hecho su aparición sobre las rollizas piernas del hijo de un apparatchik local, hacían estragos en las jóvenes almas siberianas…

¿Tenía que seguir rompiendo ramas con el canto de la mano? ¿Cruzar el río sosteniendo en la cabeza una barra de hierro, réplica de la futura metralleta? ¿Enviar a paseo a los leñadores borrachos? ¿Cortar las cabezas de la Hidra, duplicando así el mal? ¿Vivir igual que en una isla asediada? ¿Defender a los débiles, que se ríen pérfidamente a las espaldas de uno?

En ese momento fue cuando Samurai conoció a Belmondo. Samurai observó sus hazañas sin propósito, su lucha por amor a la lucha. Descubrió que una pelea podía ser bonita. Que los golpes tenían su elegancia, que muchas veces un gesto era más importante que el objetivo que se escondía detrás. Que era el brillo lo que contaba.

Samurai descubrió la amarga estética de la lucha desesperada contra el mal. En ella vio la única salida posible del laberinto que formaban sus preguntas malditas. ¡Eso: pelearse solamente por la belleza de la contienda! Sumergirse como un caballero andante en las hazañas guerreras. Y abandonar el campo de batalla antes de que los débiles, agradecidos, vengan a agasajarte o a reprocharte algún exceso. Pelear, aun sabiendo lo poco que dura la victoria. Como en la película… El editor, vencido, ridiculizado, desposeído de su peluca, entraría en su despacho inaccesible, pero la belleza del instante final sería la mejor recompensa para el héroe: éste, abrazando a la guapa vecina reconquistada, tira las páginas del manuscrito por el balcón, sobre el editor y su pandilla, que se baten en retirada. Qué locura, pero ¡qué gesto!

Una semana después de la primera sesión de cine, Samurai se peleó con dos camioneros borrachos en la cantina de los obreros. Se repitieron todos los elementos del guión de una riña clásica. Los chillidos estridentes de la cantinera, el silencio de un rebaño humano paralizado por el miedo y por la típica reacción de mantenerse al margen. Y el joven estudiante, que se pone de pie en el fondo de la sala y se acerca a los dos agresores. Los camioneros acababan de llegar al pueblo y no sabían que la mano de aquel muchacho era capaz de romper una rama gruesa con un solo golpe. Bastaron dos o tres batidas de aquella mano-sable para echarlos. Pero Samurai ya no podía contentarse con aquel desenlace. Regresó a la cantina y, mientras los clientes mantenían la mirada fija en sus platos, depositó un rublo arrugado junto a la cajera escondida detrás del mostrador diciendo:

—¡Esos desgraciados se han olvidado de pagar la sopa!

Y salió al viento helado, acompañado de un rumor de admiración…

Al volver a casa, Samurai se sentó delante de un espejo y se estuvo contemplando con atención. Un mechón de pelo oscuro que le cruzaba la frente, nariz un poco chata —resultado de algún combate desigual—, labios que se doblaban en un pliegue voluntarioso, mandíbula inferior sólida, acostumbrada al impacto de los puños masculinos. Samurai guiñó amistosamente el ojo a aquel que lo contemplaba desde el espejo. Lo había reconocido. Se había reconocido… ¡Nunca le había parecido tan cercano nuestro Occidente fabuloso!