VIMOS la película diecisiete veces. La verdad es que, más que verla, vivíamos dentro de ella. Entrando a tientas en la avenida soleada, empezamos a explorar los rincones más íntimos de aquel mundo secreto. Nos aprendimos el argumento de memoria. A partir de entonces pudimos dedicarnos a analizar el entorno y los decorados. Un mueble en el apartamento del protagonista, un armarito de uso desconocido, en el que ni siquiera el director de la película habría reparado. Una esquina de la calle, que el operador había incluido en el encuadre sin darle ninguna importancia. O el reflejo gris de una primaveral mañana parisina sobre el largo muslo de la guapa vecina, que dormía, medio desnuda, junto a la puerta de nuestro héroe. ¡Ah, ese reflejo! ¡Nos parecía el octavo color del arco iris! Y el más esencial para la armonía cromática del mundo.
Pero sobre todo Belmondo… Belmondo reunía en su persona todo aquel complicado conjunto de aventuras, colores, abrazos apasionados, rugidos, saltos, besos, olas marinas, salvajes fragancias, fracasos fatales. Él era la llave de aquel universo mágico, su eje, su motor. Su dios…
Al final comprendimos la razón de su extrema movilidad. Claro: si vivía a aquel ritmo endiablado, si se metía en una nueva escena de acción antes de que acabase la anterior, era porque quería alcanzar la omnipresencia divina. Unir en su cuerpo musculoso y flexible todos los elementos del universo. Convertirse en la materia misma de su fusión. Como un mezclador viviente, Belmondo amalgamaba en un cóctel embriagador los deslumbrantes haces de las olas, la pulpa sensual de los cuerpos femeninos, los jadeos del amor, los gritos de guerra, las languideces tropicales, los bíceps triunfantes y una multitud de personajes engendrados con la colosal fecundidad de los dioses paganos: buenos, malos, anodinos, sensibles, obsesos, falsamente tiernos, perversos, mitómanos…
Belmondo, relojero celeste, izaba el gigantesco resorte de aquel universo asombroso y activaba el recorrido del sol meridional y el curso de las lánguidas estrellas. Y sus pulmones de boxeador insuflaban vida en todas las almas que gravitaban a su alrededor. El tiovivo se aceleraba, y las escenas de acción se sucedían en burlesca precipitación. Nos dejábamos llevar por el torrente…
Sin embargo, nuestro héroe, en plena fiebre amorosa y guerrera, aparecía a veces como un ser solitario, triste e incomprendido. Parecía un dios en medio de su creación que ya no lo necesitaba… Al cabo de un momento ascendía al cielo en un impetuoso helicóptero. Pero nosotros, agazapados en un oscuro rincón de su universo, habíamos logrado adivinar aquel momento de melancolía y soledad…
La exploración de Occidente prosiguió. Con sus fracasos y sus victorias. Un día conseguimos precisar el papel del editor. Lo clasificamos como un malvado cuyos apetitos sexuales contrastaban con su insignificancia física e intelectual, como un hombre que vivía a costa de la más noble capacidad humana, la del sueño.
Aquel descubrimiento coincidió con otro, tres o cuatro sesiones después. ¡Llegamos a traspasar el misterio del desdoblamiento de Belmondo!
Aquel ir y venir entre las lujosas mansiones que visitaba el célebre espía y la modesta vivienda del escritor, entre el atleta de cuerpo moreno y el esclavo de la máquina de escribir, depresivo y corroído por el tabaquismo, toda aquella desconcertante alternancia, acabó por revelarnos su secreto. Y la bella espía fue quien facilitó en gran parte nuestra investigación.
Ella también era un personaje bastante ambiguo. Atada a la pared del subterráneo, se debatía de forma muy provocadora. Los jirones de su vestido casi arrojaban un pecho generoso en las lúbricas manos del editor. Aquel pecho magnífico, destinado a una sádica ablación. Sus ojos de esmeralda, admirablemente rasgados, eran los de una antílope acosada. Su cuerpo exhibía las aerodinámicas curvas de ese noble animal. La abundante cabellera resplandecía sobre los hombros desnudos. El sádico se le acercaba blandiendo el cuchillo, y casi lamentábamos que las cadenas del protagonista hubieran cedido tan rápidamente. Un instante más, y el editor-verdugo habría apartado los inútiles jirones del cuerpo de la maravillosa antílope…
Necesitamos unas diez sesiones para empezar a distinguir los rasgos de la antílope bajo la imagen de esa estudiante paliducha que vivía en el mismo edificio que el escritor. Aquel lejano prototipo de la espléndida espía, aquella pálida copia, surgía en el vulgar marco de los lluviosos días parisinos: era una chica alta vestida con vaqueros, de corpulencia borrosa y apagada. Un jersey grueso ocultaba cualquier atisbo de redondez, ahogaba cualquier indicio de sensualidad. Sus gafas de estudiante aplicada mitigaban el brillo de sus ojos. Y sin embargo seguía siendo ella, nuestra antílope de grupa musculada y nerviosa, nuestra espía cuyo pecho palpitante se curvaba bajo los jirones del vestido.
Sí, era ella. Pero ¡qué diferencia! Aquella estudiante que caminaba bajo la lluvia parisina parecía un sosia malogrado de la antílope de las noches tropicales.
Pero al comparar la deslucida réplica con el original, logramos entrever el secreto que encerraban las fantasías del hombre occidental. O más bien del marido occidental… La espléndida antílope, aquel original dotado de todos los privilegios carnales, era su amante, real o soñada. Y la copia, desprovista de cualquier exceso sensual, era su esposa…
¡Qué perspicaz fue nuestro descubrimiento juvenil! Veinte años después, errando por las capitales de Occidente, volvimos a descubrir la ambigüedad erótica que nos había sugerido Belmondo. Las mujeres de las fantasías masculinas —en las portadas de las revistas o en los barrios de mala fama— tenían unos pechos capaces de tentar a cualquier editor sádico y unos muslos macizos y morenos como los de nuestra fabulosa antílope. Las esposas, en cambio, exhibían los huesudos ángulos de sus hombros, de sus inexistentes caderas, de su pecho plano. Nos hablarían de la moda, del espíritu de los tiempos, del ideal puritano, de la igualdad de los sexos… Pero no nos engañarían. ¡Porque nosotros habíamos explorado Occidente hasta alcanzar sus tenebrosas profundidades subconscientes!
¿Por qué Belmondo? ¿Por qué en aquellos lejanos días de una primavera adelantada? Y en aquel crepúsculo azul de febrero. En la sesión de las dieciocho treinta, donde lo normal era que exhibieran largas películas de guerra. En el cine Octubre Rojo, medio enterrado en la nieve…
Se trataba, efectivamente, de una auténtica epidemia belmondófila. De una belmondomanía en nada comparable con el capricho pasajero por una comedia italiana o con la pasión fugaz por un western hollywoodiense. En la segunda sesión, la dirección del Octubre Rojo se vio obligada a añadir una fila suplementaria de asientos. Llegamos a ver a un espectador sentado en un taburete que se había traído de casa… ¡Y la fascinación no remitía!
En la larga cola que casi igualaba la de los visitantes al mausoleo de Lenin, veíamos aparecer personas cada vez más insólitas. Los dos hermanos Nerestov, famosos cazadores de cebellinas, que venían muy poco a la ciudad, sólo para derramar raudales de piel suave que sacaban de sus zurrones. Resultaba muy extraño verlos hacer cola ante las taquillas rodeados de lugareños bien vestidos. Sus rostros curtidos por el viento helado, sus enormes chapkas de piel de zorro, sus barbas rizadas, todo en ellos evocaba una vida solitaria en lo más profundo de la taiga…
Y también fue Sova, la legendaria destiladora, una vieja robusta e intrépida que la milicia nunca había logrado atrapar en flagrante delito. Según decían algunos, Sova se consagraba a su actividad delictiva en una mina abandonada, cuya entrada medio desmantelada quedaba oculta entre los groselleros de su huerto. Siempre nos la imaginábamos bajo las bóvedas negras de la mina de oro, bajo los armazones de madera iluminados con el incierto resplandor de una lámpara de petróleo. Como una bruja que se afanaba entre los alambiques…
De aquella mina oscura al subterráneo de la hermosa encadenada salvada por nuestro héroe, no había más que un paso. Y la anciana Sova lo dio, con la cabeza erguida, al sentarse un día en primera fila, vestida con su ancha pelliza de piel de cordero y tocada con un monumental casquete de piel de zorro…
Pronto, la belmondomanía se tornó una corriente submarina que arrojaba sorprendentes especímenes humanos a la superficie de nuestra vida. La oleada recorrió las aldeas más apartadas, se introdujo en las viviendas del bosque y llegó a trastornar visiblemente la gélida calma de las torres de vigilancia… Cada sesión traía nuevas sorpresas.
Un día advertí que estaba libre el asiento contiguo al mío. Nos habíamos sentado en primera fila, como siempre. No porque hubiéramos llegado tarde, sino para estar solos frente a Belmondo, para introducirnos en la avenida soleada sin tener que sortear cabezas y casquetes de piel de zorro… No me sorprendió demasiado encontrar un asiento libre a mi izquierda. Pensé que alguien había decidido entrar después del informativo, aprovechando los diez minutos de noticias sobre el Kremlin para fumarse un cigarrillo en el vestíbulo.
Sin embargo, se acabó el noticiario —esa vez, además de las inevitables condecoraciones, vimos a unos pescadores que habían superado el programa de capturas en un treinta por ciento—, se encendió y volvió a apagarse la luz, pero el asiento continuó desocupado. Estuve a punto de trasladarme, pensando que aquella butaca libre quedaba más centrada…
Y, justo en ese momento, la enorme silueta de un hombre encorvado se deslizó sobre la pantalla, que empezaba a animarse con los reflejos meridionales, y noté cómo una de sus grandes botas tropezaba con mis pies en la oscuridad. El espectador rezagado ocupó su sitio. Antes de que el helicóptero sobrevolase la cabina telefónica, miré furtivamente a mi vecino de asiento…
En cuanto lo reconocí empecé a deslizarme lentamente entre los brazos de la butaca. Quería volverme minúsculo, invisible, inexistente.
Porque se trataba de Güera. Guerasim Tugai era su verdadero nombre. Un nombre que todos los habitantes de la región pronunciaban con respetuoso temor. Era el hombre que «robaba el oro del Estado», según decían mi tía y sus amigas. El hombre que la milicia buscaba desesperadamente y con el que nos habíamos tropezado un día de verano en medio de la taiga. El hombre que, escondido en los rincones más salvajes e inaccesibles, lavaba las arenas auríferas de un arroyo ligero y claro, en el silencio centenario de los cedros.
Esforzándome por controlar el miedo, me puse a observarlo con discreción. Su ancho chaquetón de piel de oso olía al viento fresco de los campos nevados. Su chapka, con las orejeras atadas sobre la nuca, recordaba el casco de un guerrero nórdico. Sentado con una actitud independiente y salvaje, su enorme figura sobresalía de la fila de espectadores.
Y cuanto más examinaba yo su perfil a la luz cambiante y multicolor de la pantalla, más encontraba en sus rasgos un aire extrañamente familiar. Sí, Güera me recordaba a alguna persona que conocía muy bien… ¿Quién sería? Por el gorro asomaba un mechón de pelo que le caía sobre la frente… Una nariz chata, producto sin duda de alguna pelea… Labios de líneas voluntariosas, sonrisa levemente carnívora. Mandíbula inferior poderosa y maciza. Y ojos marrones y vivos…
Desconcertado, sin querer dar crédito a mi intuición, miré la pantalla. Belmondo, saliendo del azul cegador de una piscina, se instalaba en una tumbona junto a la magnífica espía. Observé su perfil. El mechón que el actor apartaba de la frente mojada, la nariz, los labios. Los ojos… Me volví hacia mi vecino, y luego otra vez hacia la pantalla. Y de nuevo hacia el hombre vestido con pieles de oso…
Sí, era él… La magia no tiene explicación posible, de modo que no me esforcé en comprender. Me encontraba en un extraño territorio entre dos mundos, entre aquellos dos rostros absolutamente parecidos, unidos en el matraz de alquimista en que se había convertido la oscura sala del Octubre Rojo. En medio de una lenta transmutación de la realidad en otra cosa más cierta y más hermosa…
Volví en mí con un sobresalto. Las botas de mi vecino rozaron mis pies al salir. Abandonaba la sala uno o dos minutos antes del final. El matraz se rompió. Estuve a punto de correr tras él para susurrarle: «¡Espere, espere, se va a perder la escena más bonita de la película!». Era aquélla en que la joven vecina se quedaba dormida junto a la puerta del protagonista, mostrando un muslo larguísimo, del octavo color del arco iris…
No corrí. No dije nada. Oí cómo se cerraba suavemente la puerta lateral. El hombre vestido con pieles de oso desapareció…
Cuando se encendió la luz, vimos a dos oficiales entre la multitud lenta, fascinada y sonriente. Los cuellos de sus guerreras eran de color carmín, el distintivo de las unidades encargadas de vigilar el campo de prisioneros. Los espectadores les dirigían miradas furtivas y risueñas, como si dijesen: «¡Ah, conque vosotros también…!».
Sí, también ellos habían estado en el matraz mágico. Al lado del temible Güera…
No hablé de Güera con Samurai ni con Utkin. Sin duda, se me habrían reído en plena cara. Pero, después de aquella extraña sesión, comprendí que la magia se rompe precisamente cuando no queremos hablar de ella ni creer en ella. El hombre se muestra indigno del milagro cuando intenta reducirlo a una vulgar causa material.
Por otra parte, hacía buen tiempo y cualquier milagro era posible. Al día siguiente de la misteriosa aparición del hombre de las pieles de oso, vimos al abuelo de Utkin en la cola… Se azoró mucho, como un adulto pillado en flagrante delito de infantilismo. Y se apresuró a justificarse:
—¿Qué queréis? Pero si todo el mundo habla de la película… Según me ha contado un amigo mío que es médico, un paciente le pidió que retrasara la operación para poder venir al cine. Así que yo…
Para que le disculpáramos, pagó las cuatro entradas.
¿Por qué Belmondo?
Con su nariz chata se parecía a muchos de nosotros. Nuestra vida —la taiga, el vodka, el campo de prisioneros— esculpía rostros como el suyo. Caras de una bárbara belleza visible entre la rudeza de los rasgos torturados.
¿Por qué él? Porque nos esperaba. No nos abandonaba a la entrada de un palacio lujoso, sino que, yendo y viniendo entre sus sueños y su vida cotidiana, volvía siempre a nuestro lado. Y nosotros le seguíamos cuando entraba en lo inimaginable.
También nos gustaba la magnífica inutilidad de sus hazañas. La alegría absurda de sus victorias y sus conquistas. El mundo en el que vivíamos reposaba sobre la aplastante finalidad de un futuro radiante. Todos estábamos inmersos en esa lógica: la tejedora que se afanaba entre sus ciento cincuenta telares, los pescadores que surcaban los catorce mares del imperio, los leñadores que se comprometían a cortar más árboles cada año.
Esa progresión irresistible era la razón de nuestra presencia en el planeta. Y las condecoraciones en el Kremlin constituían el símbolo supremo del progreso. Y hasta el campo de prisioneros encontraba su lugar en aquella armonía calculada, pues en algún sitio había que meter a los que se mostraban provisionalmente indignos del gran proyecto, a la inevitable escoria de nuestra existencia paradisíaca.
Pero llegó Belmondo, con sus inútiles hazañas y sus absurdas exhibiciones, con su heroísmo gratuito. Presenciamos aquella fuerza que se exaltaba sin que importase el resultado, el esplendor de unos músculos ignorantes de las consignas de productividad. Descubrimos que la presencia carnal del hombre podía tener belleza por sí misma. Sin ninguna pretensión mesiánica, ideológica o futurista. Ahora sabíamos que aquel fenómeno fabuloso se llamaba «Occidente».
Y, además, estaba la cita en el aeropuerto. La espía que recibía a nuestro héroe tenía que llevar un objeto acordado, una señal para reconocerse. Y resultó ser un karavai, una hogaza de pan negro ruso, ruso a más no poder, que recibía su nombre ruso en una película francesa. Un alarido de placer y orgullo nacional recorrió las filas del Octubre Rojo… Al volver ese día a Svetlaia, no hablamos más que de aquello: ¡así que allí, en Occidente, tenían idea de que existíamos!
¿Por qué Belmondo?
Porque llegó en el momento oportuno. Apareció en medio de la taiga nevada, como propulsado desde una fantástica escena de acción. Sí, era una de sus escenas peligrosas: una espectacular sucesión de saltos, persecuciones, disparos y puñetazos, volteretas, volantazos, despegues y aterrizajes. ¡De este modo aterrizó Belmondo en plena taiga!
Llegó en el momento justo en que el desfase entre el futuro prometido y el verdadero presente estaba a punto de volvernos totalmente esquizofrénicos. Cuando los pescadores, en nombre de un proyecto mesiánico, se disponían a no dejar ni un solo pez en los mares, y los leñadores a convertir la taiga en un desierto de hielo. Cuando un viejo condecoraba a otro en el Kremlin, y lo honraba como «triple héroe del trabajo socialista» y «cuádruple héroe de la Unión Soviética». Y sobre el exiguo pecho del condecorado ya no quedaba sitio para colocar tanta estrella dorada…
En la escena siberiana de Belmondo estaba todo eso. El Kremlin, los ciento cincuenta telares, el vodka como único medio de combatir la ruptura esquizofrénica entre el futuro y el presente. Y también el disco del crepúsculo, enredado entre las alambradas…
Belmondo saltó de un helicóptero suspendido en pleno cielo siberiano, rodó por la nieve y apareció en la pantalla, invitándonos a seguirlo… Era una avenida que bordeaba un mar caluroso. Volviéndonos continuamente hacia la lejana silueta del futuro radiante, avanzamos de puntillas por aquella terra incognita que era Occidente.
Pero, por encima de todo, estaba el amor…
¿Qué sabía yo del amor? ¿Qué sabían los demás espectadores antes de la llegada de Belmondo? Sabíamos que existía un amor que se reducía a «hacerlo». El más extendido, moneda corriente en la vida sentimental de nuestra ruda región. Y un amor que era esperar eternamente junto a la barcaza… Y, finalmente, otro amor, el que solíamos descubrir en la pantalla del Octubre Rojo. Recuerdo una película muy típica sobre el amor…
Ella y él. Un sendero entre campos de avena al atardecer. Caminan en silencio, con artística timidez, emitiendo un suspiro elocuente de vez en cuando. Se acerca el momento decisivo. La sala se queda inmóvil y absorta, a la espera del lógico abrazo. El joven koljosiano se quita la gorra, hace un amplio ademán circular y declara:
—Masha, ¡este año sacaremos doce quintales de avena por hectárea!
Un murmullo de frustración sacudió la oscuridad de la sala…
Sobre todo porque la protagonista era muy guapa, y su compañero, muy viril. Si hubiésemos hecho jirones el vestido de la chica habríamos podido contemplar los mismos pechos turgentes que había estado a punto de perder la encantadora prisionera de la película de Belmondo. Si se hubiese dejado caer sobre la hierba —algo que toda la sala deseaba ardientemente—, el perfil de sus muslos habría rivalizado tranquilamente con las sensuales curvas de la espía…
Pero más allá de los campos al atardecer, los enamorados sólo veían la brumosa silueta del proyecto mesiánico y las soleadas cumbres del porvenir. Y se ponían a hablar de la cosecha, reprimiendo sus impulsos naturales… El beso era un suplemento más o menos facultativo. Con él se apagaba la pantalla. Y antes de que volviera a iluminarse, oíamos los primeros sollozos del niño que aparecía en brazos de la feliz mamá. Estaba claro que las momentáneas tinieblas eran la expresión cinematográfica del oscuro periodo uterino…
Entre el pudor oficial y el amor de «hacerlo» de los camioneros, había el mismo abismo que separaba el futuro profético del presente de Nerlug. Y en el fondo del precipicio, la casa de la prostituta pelirroja. Una mujer de cuerpo grueso y cansado. Una mujer que, sin dejar de llorar, coloca sobre la colcha unas fotografías de bordes recortados. No sabemos por qué llora. Llora delante de un adolescente que no piensa más que en el pájaro que acaba de morir dentro de él: su sueño de amor. En el fondo del precipicio, la noche de tormenta, el Transiberiano que retrocede. Y el rostro borrado de la mujer sobre la llama de una vela, y sus dedos acariciándome el pelo…
Belmondo tendió los brazos a aquel adolescente que guardaba un pájaro muerto acurrucado junto a su corazón. Lo llevó hasta el sol meridional. Y el temible, el inefable magma del amor empezó a expresarse con claridad occidental: seducción, deseo, conquista, sexo, erotismo, pasión. Belmondo, como un auténtico profesional del amor, llegó incluso a analizar el eventual fracaso y la eventual decepción que acechan al joven seductor en las primeras etapas de su aventura. Vimos cómo preparaba una cena a la luz de las velas, a la que invitó a la vecina. Se puso un traje negro, esperó indefinidamente y… se quedó dormido en una postura de gladiador vencido. La vecina no apareció…
Aquel salto al precipicio del amor formaba también parte de la aventura siberiana de Belmondo. Y, para que no cupiera ninguna duda a ese respecto, él mismo se instaló a mi lado, disfrazado de Guerasim Tugai, en la primera fila del Octubre Rojo…
El deshielo sólo duró unos días. El invierno, vengándose del paréntesis luminoso, trajo un acerado viento polar y fijó las estrellas en el cristal negro del cielo.
Pero Belmondo resistió. Todos los días libres, o haciendo novillos la mayoría de las veces, nos levantábamos antes del amanecer y nos íbamos a la ciudad. Catorce veces, quince, dieciséis… Nunca nos cansábamos.