LO que me salvó fue el tiburón…
Creo que si la película hubiera empezado de otro modo, habría salido corriendo de la sala y me habría lanzado bajo las ruedas del primer camión que hubiese pasado. Me habría unido al silencio benéfico del cedro entre el ruido atronador del tosco vehículo…
Sí, la película podría haber empezado con la imagen de una mujer que camina por la calle mientras se suceden los títulos de crédito: una mujer que «anda en busca de su destino»… O con la de un hombre al volante de su automóvil, con un rostro impasible que hipnotiza a los espectadores aún distraídos. O con una panorámica… Pero fue un tiburón.
No. Primero vimos a un hombre de aspecto sospechoso y vestido con un traje claro arrugado. Un hombre que intentaba hablar con alguien desde una cabina telefónica, en la soleada avenida de una ciudad meridional. Lanzaba miradas ansiosas, protegiendo el micrófono con la palma de la mano. No le quedaba mucho tiempo, pues en el cielo intensamente azul apareció un helicóptero… El aparato se detuvo encima de la cabina y, dejando caer unas enormes pinzas, la izó y se la llevó al cielo. En el interior, el infortunado espía agitaba el auricular intentando transmitir su mensaje ultrasecreto… Pero en ese momento se abrieron las pinzas monstruosas. La cabina caía, se hundía en el mar, tocaba fondo y dos hombres rana la amarraban con gran habilidad a una jaula alargada. El espía, aprovechando las últimas bocanadas de aire, se volvía hacia la puerta de la jaula… Y conseguía sacar la pistola y disparar, provocando un ridículo chorro de burbujas…
Un espléndido tiburón, que intuíamos terriblemente hambriento, se abalanzaba sobre la cabina sumergida dirigiendo el morro contra la tripa del espía. El agua se teñía de rojo…
Unos momentos después hacía su aparición Belmondo. Y un hombre que evidentemente era su jefe relataba el trágico final de su colega. «Hemos conseguido localizar sus restos», decía con voz muy seria. Y entonces ¡enseñaba una lata de carne de tiburón!
¡Era tan estúpido! ¡Divinamente estúpido! ¡Absolutamente inverosímil! ¡Magníficamente absurdo!
No encontrábamos palabras para expresarlo. Sencillamente, teníamos que aceptarlo y vivirlo tal como venía. Como una existencia paralela a la nuestra.
Antes de la película pasaron un informativo. Nos habíamos sentado los tres en la primera fila, la menos solicitada, pues no quedaba ningún otro sitio libre cuando llegamos. La voz en off, untuosa y enfática a la vez, vertía los comentarios de la crónica política del día. Primero vimos el esplendor imperial de cierto salón del Kremlin, donde un anciano vestido de negro prendía una condecoración en el pecho de otro anciano. «Para honrar los méritos del camarada Gromyguin a favor de la patria y del pueblo, su contribución a la causa de la distensión internacional, y en ocasión de su septuagesimoquinto aniversario», declamaba la voz en off con vibrante emoción. Y la hilera de trajes negros empezaba a aplaudir.
Luego vimos aparecer a una mujer con un vestidito de satén con lunares, trabajando con movimientos increíblemente rápidos entre centenares de carretes de hilo que giraban a toda velocidad. La mujer interrumpía un momento su tarea, lo justo para declarar con voz estridente: «Actualmente manejo ciento veinte telares. Pero para celebrar el septuagésimo aniversario de nuestro querido partido, ¡me comprometo solemnemente a llegar a los ciento cincuenta…!». Y volvíamos a ver cómo sus ágiles dedos se deslizaban entre hilos y carretes. Hasta me pareció que ahora la mujer pasaba aún más rápido de un telar a otro, como si estuviera dispuesta a batir el récord en ese mismo momento…
Se encendió la luz, antes de apagarse otra vez para el pase de la película. Samurai me dio un codazo y me tendió un puñado de pipas de girasol. Las mantuve en la mano, presa de un torpor opaco y envolvente. «Será capaz de manejar ciento cincuenta telares», pensé. «Y luego, quizá ciento ochenta…». Me parecía que la recordwoman textil y el esplendor kremliniano guardaban una misteriosa relación con nuestra oscura capital de distrito, y con el Transiberiano que esperaba la pelirroja… Sabía que tan pronto como regresara la oscuridad tiraría las pipas al suelo y huiría hacia la carretera que temblaba con el paso de enormes camiones. Sí, lo haría cuando apareciesen las primeras imágenes: una mujer caminando en busca de su destino, o un hombre al volante de su automóvil…
Pero lo que vi ¡fue un tiburón! Probablemente, aquella absurda lata de conservas que contenía el cadáver digerido del espía era lo único capaz de retenerme en el frágil borde de la vida. Necesitaba ese grado exacto de extravagante locura para arrancarme de la realidad y proyectarme hasta la avenida meridional, hasta la jaula submarina donde se preparaba la impresionante ejecución. Era necesario ese agente secreto al que devoraba un tiburón y que aparecía más tarde dentro de una lata de conservas.
Y, además, había mujeres paseando por la avenida. Sobre todo dos que, por un momento, ocultaron la cabina telefónica con sus siluetas minifalderas, con sus cuerpos ociosos, con sus piernas morenas.
¡Oh, esas piernas divinas! Se desplazaban por la pantalla siguiendo el sensual balanceo de caderas de dos criaturas jóvenes de carnes prietas. Unos muslos bronceados que al parecer no tenían la menor idea de la existencia, en algún punto del planeta, del invierno, de Nerlug, de nuestra Siberia. Y del campo de prisioneros, en cuyas alambradas se enredaba el péndulo del sol. Esas piernas, con inaudita capacidad de persuasión aunque sin pretender convertir a nadie, demostraban la posibilidad de una vida sin Kremlin, sin telares y sin los otros logros de la emulación socialista. Eran muslos soberanamente apolíticos. Serenamente amorales. Unos muslos al margen de la historia. Al margen de cualquier ideología. Sin ninguna pretensión utilitaria. Muslos, simplemente muslos. ¡Sencillamente, unas bellas y bronceadas piernas femeninas!
El tiburón y los muslos apolíticos prepararon la aparición de nuestro héroe.
Y apareció, múltiple como una divinidad hindú en sus infinitas hipóstasis. Tan pronto iba al volante de un interminable coche blanco y se precipitaba en el mar, como barría una piscina con amplias brazadas de mariposa bajo las miradas lascivas de las guapas bañistas. Eliminaba de mil maneras a sus adversarios, se debatía en las redes que éstos le tendían, salvaba a sus compañeros de armas. Pero, sobre todo, seducía sin descanso.
Yo, subyugado, me sumergía en la nube multicolor de la pantalla. Así pues, ¡la mujer no era única!
Con una fuerza inconsciente, seguía aferrando el puñado de pipas de girasol. Se habían calentado, y en mi puño cerrado palpitaba la sangre. Como si lo que sujetara en la mano fuese mi corazón y quisiera evitar que explotase en un exceso de emoción.
Un corazón que era completamente distinto. La noche trágica que acababa de vivir había dejado de ser algo definitivo. La isba de la mujer pelirroja se iba convirtiendo rápidamente en una simple etapa, una experiencia, una aventura amorosa (¡la primera!) entre otras.
Aprovechando la oscuridad, volví un poco la cabeza para observar con disimulo el perfil de Samurai y de Utkin. Esta vez los contemplé con una sonrisa discreta e indulgente. Con un aire de desengañada superioridad. Me sentía mucho más cerca de Belmondo que de ellos dos, pues conocía mucho mejor que ellos los secretos de la sensualidad femenina.
En la pantalla, muy acrobáticamente pero con elegancia, nuestro héroe volcaba en una cabriola amorosa a una magnífica espía sobre el mueble menos adecuado para el amor… Y la noche tropical tendía un velo cómplice sobre sus cuerpos enlazados…
Con los ojos semicerrados, aspiré intensamente el olor especiado que me picaba en la nariz y me nublaba la vista.
Estaba salvado.
En realidad, en aquella primera sesión llegamos a comprender muy pocas cosas del universo de Belmondo. No creo que todos los enredos de esa absurda parodia de las películas de espionaje nos resultaran inteligibles. Ni el eterno vaivén entre el protagonista, autor de novelas de aventuras, y su doble, el invencible agente secreto gracias al cual el novelista sublima las miserias y los fracasos de su existencia personal.
No, no llegamos a captar un juego que sin embargo era evidente. Pero sí entendimos lo esencial: la sorprendente libertad de un mundo múltiple, donde las personas parecían escapar a las implacables leyes que gobernaban nuestra vida: desde la cantina obrera más humilde hasta el salón imperial del Kremlin, pasando por las siluetas de las torres de vigilancia petrificadas sobre el campo de concentración.
Es cierto que aquellos seres excepcionales también tenían sus penas y sus limitaciones. Pero las penas no eran irremediables, y las limitaciones estimulaban su audacia. Toda su vida consistía en una jovial autosuperación. Los músculos se tensaban y rompían las cadenas, la mirada de acero ahuyentaba al agresor, las balas siempre se retrasaban un instante antes de fijar en el suelo la sombra de aquellas criaturas saltarinas…
Y el Belmondo novelista llevaba aquella libertad combativa a su cima simbólica: el coche del agente secreto tomaba mal una curva y caía desde lo alto de un acantilado, pero enseguida la imaginación desatada volvía a sacar el coche del agua dando marcha atrás. ¡En aquel universo, ni siquiera el momento decisivo de la muerte tenía una importancia definitiva!
Normalmente, después de la sesión de tarde los espectadores se dispersaban enseguida. Tenían prisa por adentrarse en una callejuela oscura, volver a casa y meterse en la cama.
Esta vez todo era distinto. La gente salía poco a poco, con pasos sonámbulos y una sonrisa distante en los labios. Los espectadores se entretenían un momento en un solar que había detrás del cine, inmóviles, ciegos y sordos. Borrachos. Se cruzaban sonrisas. Los desconocidos formaban parejas y círculos inauditos, efímeros, como si ejecutaran un baile lentísimo, graciosamente desordenado. Y las estrellas que tachonaban el cielo en calma parecían mayores y más cercanas.
Bajo aquella luz tibia atravesamos las callejuelas retorcidas, que ahora se veían reducidas a un estrecho pasadizo entre montañas de nieve. Nos dirigíamos a casa del abuelo de Utkin, que nos alojaba en su gran isba cuando visitábamos la ciudad.
Mientras avanzábamos en fila india por los laberintos de nieve, permanecimos callados. El universo al que acabábamos de acceder continuaba siendo inefable por el momento. Sólo se expresaba en la lánguida belleza de la noche del deshielo, la discreta respiración de la taiga, las estrellas cercanas, el tinte más denso del cielo y la viveza de las nieves. El mundo había cambiado. Pero de momento sólo lo percibíamos en nuestra carne, en el pálpito de los orificios de la nariz, en nuestros cuerpos jóvenes, que absorbían el cielo estrellado y los aromas de la taiga. Llenos hasta los topes de ese universo nuevo, lo transportábamos en silencio, temerosos de perder su mágico contenido. Y de aquel exceso de emociones sólo escapaba de vez en cuando un suspiro reprimido:
—Belmondo…
Fue en la isba del abuelo de Utkin donde se produjo el estallido. Empezamos a gritar todos a la vez, agitando los brazos, saltando, compitiendo en evocar la película de la manera más viva. Lanzábamos rugidos mientras nos debatíamos en la red tendida por los enemigos, arrancábamos a la hermosa criatura de las sádicas manos de esos verdugos en el momento en que iban a cortarle un pecho, ametrallábamos las paredes antes de caer rodando por el sofá. ¡Éramos al mismo tiempo el espía encerrado en la cabina de teléfonos, el tiburón que abría la boca agresivamente y hasta la lata de conservas!
Nos habíamos convertido en un fuego artificial de gestos, muecas y gritos. Estábamos descubriendo el inefable lenguaje de nuestro nuevo universo: ¡el de Belmondo!
En otras circunstancias, el abuelo de Utkin, un hombre con la corpulencia de un gigante cansado y melancólico que recordaba a un oso polar por su pelo blanco y su andar pesado, nos hubiese reñido enseguida. Pero esta vez contempló en silencio nuestra triple puesta en escena. Entre los tres conseguimos recrear la atmósfera de la película. Y el abuelo de Utkin pudo imaginar el dédalo subterráneo iluminado por las lúgubres llamas de las antorchas, la pared a la que estaba encadenada una hermosa mártir. Vio a un personaje vil, arrugado y barrigón que, cloqueando de concupiscencia impotente y perversa, se acercaba a una víctima escasamente vestida y tendía un cuchillo de crueles reflejos hacia su sabroso seno.
Pero de nuestras tres gargantas indignadas surgió un rugido. El héroe, con fuerza y belleza triplicadas, tensaba los músculos, rompía las cadenas y se lanzaba en auxilio de la espléndida mujer encadenada…
El oso polar entornó los ojos con malicia y salió de la habitación.
Samurai y yo interrumpimos el espectáculo creyendo que habíamos molestado al abuelo. Sólo Utkin seguía en su trance teatral, agitándose como si fuese él quien estuviera a punto de perder un pecho.
El abuelo regresó a la habitación sosteniendo con sus dedos gruesos y nudosos el cuello de una botella de champagne. Abrí desmesuradamente los ojos. Samurai lanzó un sonoro «¡Ah!». Y Utkin, emergiendo de la crisis epiléptica, formuló todas nuestras emociones en una sola exclamación, hablando aún de la película:
—¡Así es Occidente!
El abuelo colocó sobre la mesa tres tazas de loza desportilladas y un vaso de cristal tallado.
—Guardaba esta botella para un amigo —explicó mientras liberaba el tapón de los alambres—, y el pobre tuvo la estúpida idea de morirse antes. Un amigo del frente…
Casi no oímos sus explicaciones. El tapón saltó con un estallido alegre, al que siguió un momento de agradable precipitación: la abundante espuma, la efervescencia airada de las burbujas, el blanco borboteo derramándose sobre el mantel. Y, por fin, el primer trago de champagne, el primero de nuestra vida…
Muchos años después, gracias a esa amarga clarificación del pasado que aporta la edad, nos acordamos de aquel amigo del frente…
Pero en esa lejana noche del deshielo sólo existía la fría comezón en nuestras gargantas ardientes que nos provocaba lágrimas de alegría. Un cansancio feliz, como el de los actores después del estreno. Y la frase de Utkin, que resonaba aún en nuestros oídos:
—¡Así es Occidente!
Sí, Occidente nació entre burbujas de champagne de Crimea, en medio de una gran isba inmersa en la nieve, después de haber visto una película francesa rodada varios años atrás.
Era el Occidente más auténtico, ya que había sido engendrado in vitro, sí, en aquel vaso lavado con ríos de vodka. Y también en nuestra imaginación virgen. En la pureza cristalina del aire de la taiga.
Occidente estaba allí mismo. Y, por la noche, con los ojos abiertos en la oscuridad azulada de la isba, soñábamos con él… Sin duda, las veraneantes que pasean por la avenida meridional no se han fijado en tres sombras indecisas. Las tres siluetas rodeaban una cabina telefónica, bordeaban la terraza de un café y seguían con ojos tímidos a dos jóvenes criaturas de hermosas piernas morenas…
Fueron nuestros primeros pasos en Occidente.
Volábamos por la taiga, tendidos junto a los troncos recién cortados de los cedros sobre el remolque de un potente tractor, como los que transportaban cohetes en el ejército. Con la rugosa corteza bajo nuestra espalda, el cielo resplandeciendo sobre nuestros ojos, la sombra argentada del bosque a ambos lados de la carretera. El aire soleado hinchaba nuestras pellizas como si fueran velas y nos atravesaba con su olor a resina.
Estaba absolutamente prohibido transportar personas en un remolque, sobre todo si iba cargado. Pero el chófer nos había aceptado con jovial despreocupación. Era la primera señal tangible de los cambios que había aportado Belmondo a nuestra existencia…
El aire de aquella mañana parecía tan suave que el conductor había bajado la ventanilla de la cabina. Y todo el trayecto estuvo explicando la película a su pasajero, el capataz de los leñadores. Tumbados sobre los troncos, escuchábamos el relato hecho de exclamaciones, palabrotas y gestos con las manos, que se apartaban peligrosamente del volante.
De vez en cuando, el conductor profería un grito especialmente ruidoso:
—¡A mi pequeño le ha salido el primer diente! ¡Ja, ja! Ya tiene uno, ¿sabes? Me ha escrito mi mujer… —Y volvía a su relato—: Entonces él va y tira de las cadenas con todas sus fuerzas… Casi podías oír cómo le crujían los huesos… ¡Yiiii! ¡Y, hala, las arranca! Y el otro con la navaja, a dos pasos de la chica. Y ella, ¡vaya par de peras! Y el bestia ese quería cortarle una. ¿Qué te parece? El tío se le echa encima y ¡toma!… No te preocupes, no, que no vuelvo a soltar el volante…
Y otra vez interrumpía el relato para declarar su orgullo de padre:
—¡El muy pillín! Su primer diente… Milka me dice en la carta: ya no le puedo dar de mamar, me muerde el pecho hasta hacerme sangre. ¡Ja, ja! ¡Es igualito que yo!
El mundo parecía maravillosamente transfigurado. Para convencernos definitivamente faltaba solamente un milagro. Y el milagro se produjo.
Fue cerca del Recodo del Diablo, aún más peligroso por las dunas que había formado la tormenta. Tendríamos que haber recorrido aquel tramo lentamente, descendiendo poco a poco hacia el borde del Olei. Pero el relato había llegado a su punto culminante…
El vehículo, arrastrando el pesado remolque, descendió la pendiente a toda prisa y, sin reducir la velocidad, se instaló sobre la frágil capa de hielo minada por las corrientes de agua tibia…
Se oyó un chillido rápidamente sofocado en el interior de la cabina, un juramento lanzado por Samurai.
Y después unos fulgurantes e interminables segundos, llenos de los crujidos del hielo hundiéndose bajo las ruedas…
Recuperamos la conciencia un centenar de metros más allá, en la otra orilla. El conductor paró el motor y bajó a la nieve, y el pasajero lo siguió. Dos marcas negras que se iban llenando lentamente de agua surcaban la superficie blanca del río…
En medio del silencio perfecto sólo se oía un débil silbido procedente del motor. El cielo brillaba con un nuevo resplandor.
Seguramente, el conductor y el capataz hablarían después de una suerte absurda. O de la velocidad del vehículo, que había planeado sin apenas rozar el suelo. Pensarían, sin decírselo, en las ruinas de la iglesia que se alzaba en el punto más alto a la orilla del río.
Y también, incapaces de pensarlo o expresarlo, soñarían con aquella lejana existencia infantil (¡el primer diente!), que había logrado retener misteriosamente el tractor sobre un hielo tan frágil…
Pero nosotros preferíamos atribuirlo sencillamente a un milagro, algo que había pasado a ser muy natural en nuestra vida.
A la vuelta, todo lo que había en nuestra isba me pareció extraño. Con la rareza de unos objetos familiares que me observaban con curiosidad, como si esperasen mi primer gesto. Había salido de aquella habitación el día anterior, por la mañana, para ir a la escuela. Luego siguió la caseta del guardagujas, la sala de espera de la estación, la tormenta, la casa de la pelirroja, el puente, el camionero… Cabeceé presa de un vértigo extraordinario. Y luego siguió mi regreso por el valle nevado, los clavos oxidados de los ahorcados…
Mi tía entró cargada con el enorme escalfador.
—He hecho tortitas, pero hay algunas que se han quemado; me las puedes dejar a mí —dijo con voz normalísima mientras colocaba sobre la mesa un plato con un montón de tortitas doradas.
Miré perplejo a aquella mujer. Entraba en la habitación, procedente de otra época. La de antes de la tormenta de nieve… De pronto recordé que también había habido la avenida soleada al borde del mar, el tiburón, el subterráneo con la hermosa mujer encadenada… Noté que me tambaleaba. Sin dar ninguna explicación a mi tía, salí de la habitación y empujé la puerta de la entrada.
El sol del atardecer dormitaba tras la línea ondulada de la taiga, enredado en la trampa invisible de las torres de vigilancia. Gracias al velo violáceo que había traído el buen tiempo, podía contemplar el disco cobrizo sin entornar los ojos. Y el disco, de eso estaba seguro, oscilaba rozando apenas las alambradas…
Al día siguiente, cuando Samurai llamó a la puerta y me dijo «¡Vamos!», guiñándome un ojo, el sentido de su propuesta no tenía confusión posible.
Nos colocamos las raquetas, recogimos a Utkin cerca de su isba y salimos de Svetlaia…
La ciudad estaba a treinta y siete kilómetros yendo por la carretera. A treinta y dos si cruzábamos la taiga. Ocho horas de camino, contando dos paradas para comer algo y sobre todo para que Utkin recobrara el aliento. Un día entero de viaje. Y, al final, una puesta de sol, y las brumas de la ciudad entre las dos alas de la taiga que se desplegaban lentamente. Y una hora cada vez más cercana y cada vez más mágica: las dieciocho treinta. La sesión de tarde. La de Belmondo.
Se abrían las profundidades de la taiga y nuestro camino nevado nos conducía a la avenida marítima, entre la muchedumbre bronceada de occidentales extraterrestres…
La verdad es que la primera vez entendimos poco. Por otra parte, ciertos elementos de la película nos resultaban difícilmente comprensibles. El personaje del editor, por ejemplo. Para nosotros, las relaciones que mantenía con nuestro héroe eran un absoluto misterio. ¿Por qué temía Belmondo a ese hombre barrigudo y vulgar, que disimulaba su calvicie bajo una peluca? ¿Qué influencia podía ejercer ese tipo sobre nuestro superman, y por qué motivo? ¿Cómo osaba tirar desdeñosamente a la papelera el manuscrito que nuestro héroe había llevado a su despacho?
A falta de una explicación creíble, concluimos que todo se debía a la rivalidad sexual. En efecto, la guapa vecina del protagonista se convertía en el blanco de los sucesivos acosos del infame burócrata literario. La sala contenía el aliento cuando ese individuo, babeando de concupiscencia, devoraba con su mirada indiscreta el gracioso trasero de la joven, que había cometido la imprudencia de inclinarse demasiado sobre su escritorio. Y después se abalanzaba sobre la pobrecilla y cubría de besos con sus gruesos labios aquel cuerpo indefenso bajo los efectos narcotizantes de un pérfido cigarrillo…
Muchos de los matices de la película se nos escapaban. No obstante, gracias a nuestro olfato de jóvenes salvajes de la taiga, captábamos por intuición lo que la vida de los occidentales ocultaba a nuestra inteligencia. ¡Y estábamos dispuestos a ver la película diez o veinte veces si era necesario, con tal de entenderlo todo! Todo, hasta un detalle que nos atormentó durante varios días: ¿por qué la hermosa criatura que había acudido a la casa del protagonista, quien se había comportado como un anfitrión eminentemente hospitalario, por qué razón no aceptaba un vaso de whisky?