EN el sueño, el pasillo del vagón dormido conducía a un compartimento que reproducía, en tamaño aún más pequeño, el interior de la isba del guardagujas. Como si la caseta, al formar parte del pasillo, estuviera posada sobre los raíles, a la espera de la improbable partida. Había una mujer sentada a la mesita bajo la ventana de aquel compartimento tan extraño, y tan natural. Parecía mirar hacia afuera, a la oscuridad nocturna, detrás del cristal. No lo hacía para ver qué ocultaba la espesa capa de escarcha, sino para no ver lo que ocurría a su alrededor. En el centro de la mesilla había un bulbo extraño y carnoso, partido por la mitad. En el interior se veía una especie de crisálida formada por hojas semitransparentes, delicadamente replegadas las unas sobre las otras. Parecía un recién nacido envuelto en pañales. Yo, no sabía por qué, tenía que desplegar las frágiles hojas de la crisálida sin atraer la atención de la silenciosa pasajera. Con dedos entumecidos y torpes, manipulaba aquella crisálida, aquel tubo de seda. Empezaba a presentir que lo que aparecería al fin sería doloroso de ver… Y cuanto más avanzaba en mi meticuloso empeño, más crecía la angustia del descubrimiento. Iba a ver algo vivo, cuyo nacimiento peligraba por culpa de mi curiosidad, pero cuya vida sólo podía constatar arrancando las hojas. Era algo que yo mismo mataría al abrir el bulbo, pero que no hubiese existido de no haberme atrevido a reventar la crisálida. En el sueño, la dimensión trágica de mi gesto no se manifestaba con tanta claridad. Se expresaba en la lenta germinación de un grito desgarrador. Un grito que subía hasta mi garganta, seco y ahogado. Mis dedos arrancaban las hojas sin ningún cuidado. Y en ese momento la mujer sentada junto a la ventana empezaba a volver lentamente la cabeza en mi dirección… El grito surgió, me sacudió, me despertó…
Vi el resplandor de una vela y la cara de la pelirroja: un óvalo plácido y borroso. Su mano me rozó la cabeza.
Al verme despierto, la mujer me sonrió y apagó la vela de un soplo. Entorné rápidamente los párpados. Quería volver a dormirme antes de que ella apartara la mano…
Después del té, por la mañana, la mujer me dijo con voz neutra, como si se tratara de una nadería cotidiana:
—La nieve llega hasta la chimenea. Ya es mediodía, y mira las ventanas: como si fuera de noche.
—¡Voy a excavar un corredor! —exclamé con alegría—. ¡Sé cómo hacerlo! Ya verá…
—¡No, no! Haz sólo un agujero para salir, y márchate…
No discutí. Comprendí que mi alegría era estúpida. Tenía que irme. Enseguida, sin mirar atrás…
Con las raquetas sujetas al cinturón, me lancé al asalto del muro de nieve que se alzaba tras la puerta de entrada. Era topo, serpiente y delfín a la vez. Excavaba, me arrastraba y nadaba. Me agitaba en medio de un derrumbamiento blanco y ascendía en la oleada que, a medida que me alejaba de la casa, se iba oscureciendo. El caudal de nieve penetraba hasta mi cuerpo, lo quemaba y volvía mi avance más agitado. Abría la boca para aspirar las escasas bocanadas de aire, engullía los puntiagudos cristales que saltaban. Mis pestañas quedaban inmovilizadas bajo el peso de minúsculos diamantes de hielo. En un momento dado tuve la sensación de haber perdido el rumbo, de no saber qué era arriba y qué era abajo. Me arrastraba horizontalmente en el interior de una mole donde cada vez quedaba menos aire. O, peor aún, me hundía hacia su interior. Ese momento de pánico era casi inevitable siempre que uno abría un pasadizo después de una gran tormenta. El corazón me dio un vuelco. Torcí convulsivamente el ángulo de mi escalada hacia lo alto. Subí hacia la luz como un pez que salta contracorriente en una cascada…
Mi cabeza, con un crujido sonoro, quebró la fina capa de hielo.
Me tendí deslumbrado sobre la superficie lisa y resplandeciente. De tan fresco, el aire soleado resonaba, parecía hecho de una sustancia completamente distinta a la que había respirado hasta entonces. El cielo, que la primavera anticipada había reavivado, se alzaba rehuyendo la mirada. El silencio de la taiga era tan profundo que todos los ruiditos se concentraban a mi alrededor, provocados únicamente por mis aspavientos: el crujir de la nieve bajo mi codo, el sonido de mi respiración ávida, el sonoro resbalar de las placas blancas que se rompían al caer desde mi chapka o desde el cuello de mi pelliza…
De Kajdai sólo se veían algunas manchas oscuras: los tejados de las casas más altas. Y también algunos trazos rectos: los trenes dormidos sobre las vías cubiertas de nieve. Podía distinguir las calles por las columnas de humo blanco que subían de las chimeneas. Y aquellos minúsculos puntitos negros que se afanaban alrededor de las columnas eran los lugareños construyendo los pasadizos.
La casa que acababa de dejar estaba algo apartada del pueblo, junto al borde de la taiga. El humo que salía de ella parecía elevarse en mitad de una llanura desierta. Y, en una rama de abedul sumida en la nieve, vi una casita que servía de refugio a los pájaros.
Me coloqué las raquetas y me acerqué a la chimenea solitaria. Inclinándome sobre la boca cubierta con un casquete de hierro ennegrecido, grité con todas mis fuerzas. Era lo habitual. La señal para el que se quedaba… Oí rechinar la puerta de la estufa, y luego un eco que parecía surgir del fondo de la tierra. Una especie de suspiro lento disipándose en la deslumbrante claridad del día después de la tormenta…
Con el vaivén apresurado de mis raquetas, atravesé el valle que descendía hacia el Olei. La taiga, medio despierta, me seguía a lo lejos. Los grandes pinos cubiertos de nieve conservaban en su sombra un resplandor de plata azulada y transparente. Y sus copas centelleaban, salpicadas de pepitas de oro.
De vez en cuando lanzaba una rápida mirada detrás de mí. La columna de humo en mitad de la llanura seguía señalando la isba enterrada, la habitación oculta bajo la nieve, la luz vacilante de una vela, ese recinto que conservaba la oscuridad de la noche anterior. Una noche irreal en el fondo del silencio compacto de las nieves… ¡La pelirroja!
Me detuve un momento. Observé la llanura de mil cristales inundada de sol, el cielo sin fondo que exhalaba un frescor azul, la sombra tornasolada de la taiga. Y, a lo lejos, la columna de humo, blanca y solitaria, en medio de todo… De pronto, con una claridad insoportable, lo entendí: estaba condenado tanto a esa belleza como al sufrimiento que encerraba. La nieve se desharía. Kajdai volvería a ser un pueblo oscuro. El Transiberiano se iría y recuperaría el retraso. Y la prostituta pelirroja volvería a la sala de espera. No podía haber otra vida.
Seguí durante un rato el ancho meandro del Olei dominado por inmensas dunas de nieve.
Al pasar junto a los tres cedros legendarios de los ahorcados de la guerra civil, me detuve, estupefacto. Los grandes clavos oxidados que solía ver en lo alto si levantaba la cabeza, esa mañana quedaban al alcance de la mano. Sí, ahí estaban, delante de mi vista. Me acerqué y, quitándome las manoplas, palpé el metal pardusco y rugoso. Un frío lento, acumulado durante largos decenios, me traspasó los dedos. Aparté la mano rápidamente. Acaricié las rugosas escamas del tronco. Parecían encerrar una calidez adormecida, pero viva. De pronto, lo que en el pasado había ocurrido al pie de aquellos árboles gigantescos —la muerte atroz, aunque rápida— no me pareció tan terrible como antes. Un instante de agudo dolor y luego el silencio del aire soleado, aquella vida secreta y adormecida, en perfecta fusión con el aliento del tronco enorme, con el acre olor de los racimos de agujas, con el brillo de la resina congelada en las estrías de la corteza. Aquella vida sin pensamiento ni recuerdos. Aquel olvido.
Me aferré al clavo y tiré de él con todo el peso de mi cuerpo. Cerré los ojos e intenté penetrar en la estrecha zona que me separaba del plácido silencio del tronco…
De pronto, a través de los párpados entornados, los vi: dos puntos negros recorrían la arista azul de las dunas de nieve que dominaban el río. Enseguida llegaron a la altura de los tres cedros. Descendieron la pendiente y atravesaron el Olei. Sus minúsculas siluetas se iban precisando. El primero avanzaba a grandes pasos, parándose de vez en cuando para esperar al segundo. Los reconocí, y me chocó su aspecto de ingenuos campesinos. En su forma de andar, en sus pellizas, en sus caras que iba distinguiendo cada vez mejor, había algo infantil. Las orejeras de sus chapkas se agitaban como las orejas de los perros. Bordeaban ya el ángulo del bosque, y al cabo de un momento pasarían por mi lado. Me entraron ganas de huir. Esconderme entre los pinos cubiertos de nieve. Sabía que nunca podría regresar a su vida…
Pero el primer esquiador, Samurai, ya me había visto. Su áspero grito quebró el silencio. Se dirigió hacia mí.
Sonrisas, saludos y bromas. Me dieron golpecitos amistosos en el hombro. Explicaron las novedades de la aldea… «Son niños», decía una voz profunda en mi interior. «Auténticos niños, despreocupados y divinamente triviales».
Me costaba comprender que tan sólo la mañana anterior hubiésemos coincidido en la escuela. Que tan sólo el día anterior yo fuese aún como ellos.
—¿Se te ha comido la lengua el gato o qué? —gritó Samurai hundiéndome el chapka hasta las cejas—. Míralo, Utkin, ¡ya no es un don Juan, sino un oso medio dormido!
Me vinieron lágrimas a los ojos. Habría querido gritar a voces mi envidia. Ser otra vez su igual. Correr por la llanura, ligero como el viento, traslúcido como aquel aire soleado, fresco como el viento de la taiga. ¡Inocente!
Samurai advirtió mi expresión torturada. Se dio la vuelta y, tomando aliento, dijo sin mirarme:
—¡Venga, no perdamos tiempo! Si no, ya no habrá sitio. ¡Date prisa, oso durmiente del bosque!
Les seguí maquinalmente, sin preguntarme siquiera adónde íbamos.
Tras una hora de camino, vi que Samurai, trazando tina trayectoria oblicua, se alejaba de Kajdai y se dirigía hacia una lejana nube gris suspendida sobre la taiga, sobre la ciudad, sobre Nerlug.
«Dos horas y media más de camino», pensé con rabia. «¿Por qué corro tras ellos? ¿Qué se me ha perdido a mí en ese pueblo?».
Mis amigos caminaban ahora el uno junto al otro, charlando. Todo era luminoso y sereno en el pequeño mundo soleado que se desplazaba con ellos. Mi mirada penetraba en él como desde el fondo de un calabozo. De vez en cuando, Samurai se daba la vuelta y me decía alegremente:
—¡Venga, oso, mueve esas patazas!
Ya no me daban envidia, sino que me despertaban una especie de agresivo desdén. Sobre todo Samurai. Me acordaba de sus largos discursos en la isba de los baños. Sobre las mujeres, sobre el amor. Citando eternamente a Olga, la vieja loca. ¿Qué decía? «El amor es una consonancia». ¡Vaya imbécil! El amor, querido Samurai, es una isba que huele a humo frío. Y la horrible soledad de dos cuerpos desnudos bajo una bombilla de un amarillo violento. Y las rodillas heladas de la prostituta pelirroja que rocé cuando al fin salí de su vientre humedecido. Y los rasgos de su cara babeados. Y sus tetas pesadas, que habrían sobado tantas manos encallecidas, ciegas, presurosas. Como las manos de mi camionero fantasmal, cubiertas de cicatrices y sucias de grasa. ¡Ah, Samurai! ¡Si lo hubieras visto! Antes de encarar el Recodo del Diablo, frenó, se desabrochó el pantalón y se llevó a la palma de la mano la enorme carne hinchada, como un trozo de carne cruda, tibia y fláccida. ¡El amor, dices…! Y tú serás como él, Samurai, a pesar de tus habanos y de las mentiras que te cuenta Olga. ¡No te librarás! Ni yo, ni siquiera Utkin. Y nos quedaremos en esta capital de distrito, donde la eterna pelea sólo acaba cuando se va la luz bajo las ráfagas de la tormenta. En nuestra aldea, donde el único recuerdo es esa guerra de hace treinta años, que convirtió toda la vida en un recuerdo. Y esa estación, donde la única mujer que uno podría amar espera el Transiberiano, que nunca la llevará a ninguna parte. Este mundo nunca nos soltará… Los dos os reís, corriendo, allá, en vuestro redondel de sol. Pero yo sí sé cómo escapar, ya lo veréis. Lo sé…
Me detuve un momento. Se alejaban, llevándose con ellos la aureola llena de voces sonoras. Pensé en los cedros, con los enormes clavos oxidados. Qué cerca estaba aquel silencio definitivo, aquella huida sin retorno. ¡Qué agradable era!
—¡Ni siquiera nos has preguntado qué pensamos hacer en la ciudad, Juan!
La voz de Samurai resonó de pronto y me hizo volver en mí.
Entonces explotó el torrente verbal que había estado reprimiendo:
—¿Y qué vais a hacer? Ir como imbéciles a Correos, a escuchar a las telefonistas: «Por favor, ¿quién es el estúpido que ha pedido una llamada a Novosibirsk? ¡Cabina número dos!». ¡Ah, Novosibirsk! Ya se os cae la baba…
En lugar de ofenderse, Samurai se echó a reír.
—Utkin, mira. El oso se despierta. ¡Ja, ja! —Luego, guiñándole un ojo a su compañero, anunció—: Vamos a ver… ¡a Belmondó!
—Bel-mon-do —lo corrigió Utkin riendo.
—No, ¡es Belmondó! ¡Cállate, patito, que no tienes ni idea de cine!
Seguramente estaban embriagados por el aire de la taiga. Se echaron a reír, vociferando aquella palabra incomprensible, cada vez más fuerte, insistiendo cada cual en su forma de acentuarla. Samurai empujó a Utkin y lo tiró al suelo, sin dejar de gritar las tres sílabas resonantes. Utkin se defendía lanzándole bolas de nieve a la cara:
—¡Bel-mon-dó!
—¡Bel-mon-do! En italiano se dice Bel-mon-do…
—¿Es un hombre o una mujer? —pregunté yo con peligrosa seriedad.
Sus risas se hicieron torrenciales.
—¡Ah, Samurai! Escucha lo que dice. Si no es una chica, no viene con nosotros. ¡Ja, ja!
—Sí, sí, es una mujer, Juan. Con bigotes… Y con una…, una enorme…, una enorme…
Samurai no pudo acabar la frase… Reían como locos, arrastrándose a cuatro patas, torciendo los pies con las raquetas de nieve todavía puestas. Aquel nombre sonaba tan extraño en plena taiga…
Seguramente creyeron que me habían convencido con sus risas. Me dejé caer en la nieve, a su lado. Sacudiendo frenéticamente la cabeza y riendo a carcajadas. Sí, gracias a las risas pude llorar por fin mi saciedad…
Después, cuando se apagaron los últimos gemidos de nuestra orgía, los tres tendidos en un claro soleado, con los ojos llenos de cielo, Samurai gritó con una voz suave pero vibrante:
—¡Belmondó!