6

LA ciudad, sumida en su lúgubre cotidianidad invernal, no parecía muy dispuesta a compartir mi exaltación. Las calles se estremecían pesadamente al paso de camiones enormes cargados con largos troncos de cedro. Los hombres se plantaban en el umbral de la única taberna, escondiendo las botellas en el fondo de sus pellizas. Las mujeres, con los brazos cargados de bolsas con provisiones, andaban con pasos torpes, blindadas con la armadura de sus gruesos abrigos. El viento, cada vez más fuerte, les acribillaba el rostro con cristales de nieve, pero no les quedaba ninguna mano libre para secarse la cara. Tenían que inclinar la frente de vez en cuando y soplar sacudiendo la cabeza, como hacen los caballos cuando quieren apartar un abejorro. Entre los hombres, ansiosos por borrar las huellas de la durísima jornada con un trago de vodka, y las mujeres, que se desplazaban como rompehielos entre el huracán de nieve, no había ningún vínculo imaginable. Eran dos razas extrañas. Además, el viento había provocado un corte de electricidad. Alternativamente, uno y otro lado de la calle quedaban sumergidos en la oscuridad. Las mujeres apretaban el paso, aferradas a las asas de sus bolsos. Se parecían tanto entre ellas que al cabo de un momento me pareció estar viendo las mismas caras, como si se hubieran extraviado y diesen vueltas en redondo en aquella ciudad oscura…

Yo también pasé un buen rato vagando bajo las ráfagas blancas. No me atrevía a acercarme al lugar donde todo iba a decidirse: aquel anexo desierto de la estación. El lugar donde podía encontrar a la que estaba buscando. Sabía lo que tenía que hacer. Samurai y yo lo habíamos visto un día. La mujer estaba sentada al final de una hilera de bancos de madera barnizada, en un anexo a la sala de espera, donde nadie esperaba nunca a nadie. También había un mostrador en el que una dependienta medio dormida colocaba las tazas y los bocadillos de lonchas de queso resecas. Y un quiosco con anaqueles polvorientos eternamente cerrado. Y esa mujer, que de cuando en cuando se levantaba, se acercaba al tablón de los horarios y lo escudriñaba con atención exagerada. Como si buscara un tren que sólo ella conocía. Luego se apartaba y volvía a sentarse.

Samurai y yo habíamos visto cómo el hombre sentado en el asiento contiguo enseñaba a la mujer un billete arrugado de cinco rublos. Estábamos delante del quiosco, fingiendo examinar con interés las portadas de revistas atrasadas. Les oímos hablar un momento en voz baja y les vimos irse. La mujer tenía el pelo de un rojo mortecino y lo llevaba cubierto con un pañuelo de lana calada.

La misma mujer se encontraba ahora en la sala de espera desierta. Crucé aquel espacio resonante con pasos tensos, dejando las huellas de mis botas en las baldosas resbaladizas. La mujer estaba allí mismo, sentada en su banco. Mis ojos asustados sólo lograron distinguir el color de sus cabellos. Y la silueta de su abrigo de otoño, desabrochado sobre un collar de perlas rojas de dos vueltas.

Me acerqué al quiosco cerrado, donde contemplé la fotografía de los dos últimos cosmonautas, sus sonrisas radiantes, y el rostro plano de Brezhnev en otra portada. Sólo se oía el chirrido de la puerta en el vestíbulo contiguo, y el tintineo de los vasos que la dependienta sonámbula iba ordenando en el mostrador.

Yo miraba los rostros satinados de los cosmonautas sin verlos, pero todos mis sentidos, como las antenas de un insecto, exploraban el tenebroso vínculo que empezaba a urdirse entre la pelirroja y yo. El aire mortecino de la sala de espera parecía impregnado con la sustancia invisible que formaban nuestras dos presencias. El silencio de la mujer a mi espalda. Su fingida atención a los sordos anuncios del altavoz. Su auténtica espera. Su cuerpo bajo el abrigo marrón. El cuerpo sobre el que empezaba a instalarse mi deseo. La presencia de una mujer que yo iba a poseer y que aún no lo sabía. Y que, para mí, era un ser singular y terrible en medio de un universo nevado…

Me separé con esfuerzo del quiosco y anduve algunos pasos en dirección a la mujer. Pero involuntariamente giré en mi trayectoria y, tras rodear los asientos, me encontré en el vestíbulo. Con el corazón palpitante, me acerqué al tablón de los horarios. El Transiberiano se anunciaba con grandes letras, y algunos trenes locales con una tipografía más pequeña.

De pronto sentí un minúsculo reflejo de la infinita tristeza que debía de tener todas las tardes la prostituta pelirroja ante el tablón. Las ciudades, las horas. Las llegadas y las salidas. Y siempre una única vía, la i. Los extraños trenes que fingía perder semana tras semana. A pesar de todo, la mujer se levantaba a menudo y consultaba los horarios con gran atención. Y escuchaba cada palabra procedente del altavoz enronquecido. Pero el tren partía sin ella…

De pie, delante del tablón, intenté armarme de valor antes de franquear el umbral de la salita. Comprobé si llevaba el chapka bien colocado, al estilo de los adultos, inclinado hacia una oreja y dejando asomar unos mechones sobre las sienes. Como los cosacos. Palpé el billete guardado en el bolsillo, que se empapó de sudor bajo la palma de mi mano enfebrecida. Por desgracia, no llevaba un billete de cinco rublos sino dos monedas de rublo envueltas en uno de tres, y me dije que la pelirroja sólo vería un billete de tres rublos arrugado y me enviaría a paseo con una risita desdeñosa. Pero ¡no podía desplegar ante ella todo mi tesoro! E intentar cambiarlo por un solo billete me habría delatado: me parecía que cualquier dependienta sería capaz de adivinar la tarifa a la que correspondían esos cinco rublos fatales.

Con mi pelliza corta ceñida con un cinturón de soldado —de cuero grueso, con una hebilla de bronce adornada con una estrella muy bruñida—, parecía un leñador joven. Mi edad quedaba disimulada bajo aquel atavío común a todos los hombres de la región. Además, tenía ojos de lobo, grises y ligeramente rasgados hacia las sienes, de niño que nace con ojos de adulto…

Lancé una última mirada a la hora de salida de algún tren inútil. Me di la vuelta. En el tirador de la puerta acristalada de la salita se concentró toda mi angustia y todo el furor de mi deseo. Tras la puerta, un espacio que el brillo escarlata del collar de la mujer llenaba completamente…

Empuñé el tirador. Avancé, esta vez sin desviarme, hacia la pelirroja… Estaba a dos pasos de ella cuando se apagó la luz… Se oyeron chillidos asustados de unos cuantos pasajeros en el vestíbulo principal, algunas palabrotas, los pasos de un empleado que barría la oscuridad con la linterna.

La mujer y yo nos volvimos a encontrar en el andén bajo las blancas olas de la tormenta de nieve. Era el único sitio donde había una mínima claridad. Gracias a los faros del Transiberiano, que, desperezándose pesadamente, desembocaba en la estación. Sin aliento y completamente cubierta de nieve, la locomotora perforó la tormenta blanca con la larga columna luminosa del proyector. Las ventanas de los vagones arrojaron al andén suaves rectángulos de luz. Los remolinos de nieve se abalanzaban sobre los rectángulos amarillos como las mariposas nocturnas sobre el halo de una farola.

Los escasos pasajeros que debían tomar el tren en aquella estación ya habían subido a sus vagones. Los que se apeaban allí ya se habían sumergido en la tormenta, en las retorcidas callejuelas de Kajdai… La mujer y yo nos habíamos quedado solos. ¿Éramos unos viajeros sin equipaje, dispuestos a subir al estribo de un salto al oír el toque de silbato? ¿O unos improbables parientes, decididos a esperar hasta el final, hasta ver el último reflejo del rostro de un ser querido que partía en plena noche?

Sentíamos a nuestras espaldas la mirada del temible miliciano Sorokin, quien, tapándose la nariz con el ancho cuello de su pelliza, iba y venía por el andén cubierto de nieve. Él también esperaba el pitido de salida. Parecía vacilar entre acorralar a la pelirroja y arrebatarle tres rublos, su impuesto habitual, o apresar al joven campesino, a mí, y arrastrarlo hasta un despachito lleno de humo para divertirse asustándolo durante parte de la noche. Lo que desconcertaba a ese hombre obtuso y lento de reflejos era la pareja que formábamos. Conscientes de la presencia amenazadora de aquel vigilante borrachín, nos habíamos acercado poco a poco el uno al otro. Juntos, nos volvíamos extrañamente invulnerables. Sobre todo era yo quien la protegía a ella. Sí, protegía a aquella mujer alta vestida con un abrigo de entretiempo que apenas le cubría las rodillas. Apoyando la mano en la hebilla del cinturón, sacaba pecho y observaba fijamente el cuadrado luminoso de la ventana, que la mujer contemplaba a su vez. El miliciano no conseguía disociarnos: ¿y si ese aldeano fuese un sobrino o un primo de la pelirroja?

La nieve recién caída tenía la huella de nuestros pasos, que se iban aproximando imperceptiblemente. Y detrás de la ventana, en un compartimento aislado, podía adivinarse una silueta femenina. Los gestos pausados de la noche. El gran vaso de té caliente sobre el que hay que soplar un buen rato, con la mirada perdida en la tormenta blanca que cruje en el cristal. La mirada se detiene distraída sobre dos sombras difusas en mitad de un andén desierto. ¿Qué estarán esperando ahí?

Tras ser despertado por el silbato, el tren se estremeció y alejó de nuestros pies el cuadrado de luz. La estación continuaba sumida en la oscuridad. A la pareja que formábamos le quedaban solamente unos instantes de vida…

Bruscamente, a la luz del último vagón, saqué los cinco rublos. La mujer vio mi gesto, me dedicó una sonrisa un poco desdeñosa (seguramente había adivinado el sentido de mis idas y venidas por la sala de espera) e inclinó levemente la cabeza. No supe si se trataba de una negativa o de una invitación. No obstante, la seguí.

Anduvimos mucho rato por estrechos senderos bordeados de cercas cubiertas de nieve. La tormenta había desplegado sus alas en total libertad y nos azotaba en plena cara, cortándonos el aliento. Yo caminaba detrás de la pelirroja, que sujetaba con una mano el pañuelo de lana anudado bajo la barbilla y se ajustaba con la otra los faldones del abrigo. Veía sus piernas, que a ratos quedaban al descubierto, y no entendía nada, ensordecido por el silbido del viento, extenuado por la intensidad del deseo. «¿Adónde vamos?», preguntaba una voz sorda y extraña en mi interior. «¿Y qué sentido oculto tienen esas piernas tan robustas, de muslos rellenos, y esas gruesas pantorrillas encerradas en las botas de cuero negro? ¿Y ese cuerpo cubierto con un abrigo demasiado ligero? ¿Qué tiene que ver conmigo? Ese cuerpo bajo un fino envoltorio de tela, ese calor que ya ha penetrado hasta el fondo de mí… ¿Por qué la densidad cálida y viva bajo este cielo helado, en medio de las calles muertas?».

Caminamos largo rato por una ciudad en blanco y negro. Y avanzar en la tormenta, contra las ráfagas de nieve, da sueño. El crujido de los pasos, el rumor del viento que se desliza bajo el gorro de piel y murmura al oído la queja de los copos que se derriten sobre la cara… En un momento dado, percibí en el viento el olor de la leña de cedro ardiendo, el olor del fuego.

Alcé el rostro y contemplé con una mirada completamente distinta a la mujer que caminaba delante de mí. De pronto pensé que me llevaba a una casa que me esperaba desde hacía mucho tiempo, y que era mi verdadera casa, y que esa mujer era el ser más cercano a mí. Un ser que volvía a encontrar como por ensalmo bajo aquella tormenta de nieve.

Era una isba situada en el extremo del pueblo, una cabaña agazapada al fondo de un corralillo nevado. La pelirroja, que no me había dirigido la palabra desde la estación, sonrió de pronto y, en un tono casi jovial, subiendo la escalera exterior, dijo:

—¡Ya hemos llegado! ¡Bienvenido, marinero!

Su voz resonó de un modo extraño en aquella frontera entre la blanca furia de la tormenta y el negro interior de la isba. Asistía a la réplica de algún ritual que la mujer celebraba siempre, una vez franqueada la frontera. Allí me convertía en su hombre, en su cliente.

Atravesamos la entrada oscura y subimos unos escalones que chirriaron bajo nuestros pasos. La pelirroja empujó la puerta, palpó la pared buscando el interruptor y lo apretó varias veces. Entonces soltó una risilla divertida:

—¡Qué tonta! Todo el pueblo jugando a la gallinita ciega y yo dale que dale con la dinamo.

La oí abrir un cajón y encender una cerilla. La habitación se iluminó con el difuso resplandor de una vela. Seguramente, fue esa llamita vacilante la que me cansó la vista. Los gestos, las palabras, los olores empezaron a separarse de la temblorosa oscuridad. Uno detrás del otro, sin interrupción. Desprendían sombras de gestos, de palabras, de olores.

La silueta de la mujer se recortó contra la pared —negro sobre amarillo—, y con ella la de un vaso cuyo pardusco contenido derramaba entre unos labios que lo absorbían con avidez. Volvió a llenar el vaso y me lo tendió. Reconocí la bebida local: alcohol mezclado con confitura de arándanos. El licor penetró en mi cuerpo como una de esas sombras que resbalaban sobre la pared desnuda de la isba. Quemaba, me desollaba el paladar, me llenaba de oscuridad. Sólo veía fragmentos, como antes. La vela se había quedado en la habitación de al lado, y los pedazos dispersos se apagaban y perdían brillo. Todo se rompía. Un relámpago: el torso de la mujer surgía ante mi vista en su intensa y temible blancura. (¡Nunca imaginamos que pueda ser tan vasto!). La blancura teñida de sombra amarillenta. La mancha clara enseguida se ahogó en la oscuridad, que estalló y extrajo de la cama crujidos metálicos. Otro fragmento: la mano de la mujer, grande y roja, que ajustaba la colcha sobre mi hombro desnudo. Con una solicitud y una insistencia absurdas. Y también una figurita de cerámica en el estante que había junto a la cama: una bailarina abrazada a su compañero. Súbitamente vislumbré muy cerca de mí sus rostros finos, sus ojos inmóviles.

Y todo lo que pasó en el hueco de aquella cama, que olía a humo frío y a perfume dulzón, no fue más que bruscas y vanas tentativas de reunir todos los destellos fragmentarios.

Por casualidad, por miedo a no hacer lo que debe hacer un hombre, palpé un pecho, pesado y frío. No respondía a la presión de mis dedos. Lo solté, como quien deja un pájaro muerto sobre la hierba. Intenté aplastar con todo mi peso aquel cuerpo que se dispersaba en la sombra, retenerlo en la unidad del deseo. Mi rostro se ahogó entre los rizos pelirrojos. Y me volví a encontrar con un fragmento aislado: las gotas de nieve fundida en su pelo; y un pendiente, sencillo y gastado, que me cayó en los labios…

Había creído que el amor tendría la intensidad de aquellos momentos en que Samurai y yo nos lanzábamos sobre la nieve bajo el cielo helado. De aquel instante extraordinario en que el fuego de los baños y el frío de las estrellas alumbraban una fusión fulgurante. Había creído que no habría nada que tocar, que palpar, que reconocer, ya que todo se reduciría a mero tacto ardiente. Que todo yo, mi exterior y mi interior, sería el instrumento de ese tacto inefable…

La prostituta pelirroja debió de adivinar mi turbación. Separó torpemente las piernas y me dejó colocarme entre sus ingles. Su cuerpo se concentró y se tensó. Su mano penetró bajo mi vientre, me atrapó y me introdujo dentro de ella. Con un gesto hábil y preciso. Parecía encajarme, ajustarme a su carne… Irguiéndose ligeramente, me sacudió y me obligó a actuar.

Yo me debatía entre sus gruesos muslos. No me despegaba de sus pechos, que se entregaban con blanda y perezosa resignación. Bajo su vientre, el mío parecía abrir una ancha herida pegajosa y caliente. Así era, pues, la sustancia del amor: resbaladiza y viscosa. Y los amantes, pesados, sin aliento. Era como si cada uno tirara con gran esfuerzo del cuerpo del otro… Pero ¿hacia dónde?

Fue más tarde cuando lo comprendí todo. Lo vi después, cuando, con el cuerpo doblado contra las ráfagas de nieve, corría para huir del fondo cenagoso de aquella cama y del olor a humo frío de la isba. Me ardía la mejilla tras dos terribles bofetadas. La prostituta pelirroja me había pegado lanzando un grito ronco, con una mirada de odio.

Corría hacia el gran puente que se alzaba sobre el Olei. Me sumergía en las blancas olas sin pensar en lo que iba a hacer. Todo estaba demasiado claro para poder pensar. Claro como el abismo blanco que se abriría a mis pies desde lo alto del puente. En ese abismo podría escapar de la mirada de la pelirroja. De su mirada y de aquel horrible lodazal que era el amor. Subir a la barandilla y librarme de la visión que se iba definiendo en mi cabeza…

La visión había surgido cuando, hallándome en plena agitación febril sobre su cuerpo grueso, se encendió la luz. Absurdamente, volvió la electricidad. Una gran bombilla petrificó el cuarto en una lívida estupefacción. La prostituta pelirroja entornó los párpados, con el rostro crispado con una mueca de asco. Contemplé aquel rostro ancho, aquella máscara intensamente maquillada, aquellos afeites cansados, aquellos poros brillantes. Me parecía indefenso bajo una luz tan cruda. Burlado por la estúpida vuelta de la corriente. Pero yo también había caído en la trampa. No podía apartar la mirada. La máscara la inmovilizaba. Me debatía a pocos centímetros de esa mueca de dolor. Sentí una extraña piedad por aquel rostro, y fue entonces cuando estalló el deseo.

Yo ignoraba si lo que sentía era miedo, piedad, amor o asco. Estaba ese rostro, con su mueca conmovedora, esos labios rojos con un aliento dulzón a alcohol, esa cabellera rojo oscuro, recamada de gotas de nieve… Y ese espasmo violento que me retorcía el vientre, una réplica deformada de nuestro éxtasis nocturno en la nieve, a orillas del Olei.

Apenas pude entrever el resplandor del cielo oscuro cubierto de constelaciones… La prostituta pelirroja dejó caer los muslos y me empujó con suavidad para liberarse. Me desenganchaba de su cuerpo…

Faltaba el calor húmedo de los baños, donde habría podido recuperarme, y el embriagador aroma del habano de Samurai. Una luz implacable, de blancura seca y harinosa. Vi cómo la pelirroja se levantaba, cómo se ponía de pie en medio del cuarto. Me asustó su desnudez, sobre todo vista de espaldas. Pensé que iba a apagar la luz. Pero empezó a vestirse. Su cuerpo se movía con dificultad, balanceándose torpemente, ya sobre una pierna, ya sobre la otra. De vez en cuando veía su perfil inclinado hacia las prendas que iba abrochándose. Sus labios se movían con lentitud, como si se dirigiera a sí misma palabras silenciosas. Sus párpados pesaban, adormecidos. El efecto del alcohol debía de ser cada vez mayor.

Al fin se dio la vuelta, probablemente para darme prisa. Nuestras miradas se cruzaron. Sus ojos se abrieron de par en par. ¡Me vio! Le temblaron los labios. Llevándose una mano gordezuela a la boca, reprimió un grito. En su lugar se oyó una especie de jadeo ahogado.

Con la blusa a medio abrochar, la mujer se abalanzó a un anaquel, lo abrió con un gesto violento y sacó una botella. Luego, sin la menor explicación, se sentó en el borde de la cama, a mi lado, y retiró la colcha. No tuve tiempo de reaccionar. Vertió un líquido que me pareció agua en la palma de su mano y empezó a frotarme con fuerza el sexo y el bajo vientre. La dejé hacer, desconcertado. Me quemaba la piel. El agua resultó ser alcohol…

De cuando en cuando la mujer me lanzaba una mirada que yo no lograba comprender. Era una mirada dolorosa y tierna a la vez. Como la que había observado en la madre de Utkin cuando veía a su hijo cruzar el patio.

Por otro lado, ya no quedaba nada por comprender. Sencillamente, lo que estaba viviendo no se prestaba al pensamiento. La quemazón del alcohol, incomprensible también, era de agradecer: se correspondía con la embriaguez que iba invadiendo lentamente cada rincón de mi cuerpo.

Esa embriaguez me impidió sentir alguna extrañeza. Lo que me ocurría se convertía en algo absurdamente natural. Aquella mujer pelirroja que, antes de guardar la botella, llenaba un vaso con los bordes manchados de carmín. La luz que súbitamente volvía a apagarse. Y aquel paquete de fotos viejas que traía la mujer, junto con una vela…

Todo era natural. Esa mujer alta con la blusa desabrochada, sentada a mi lado y que extendía sobre la colcha unas fotos en blanco y negro. Lloraba en silencio y murmuraba explicaciones que yo no llegaba a oír. Yo no veía las fotos, vivía las imágenes deslucidas. En casi todas aparecía una mujer joven y sonriente que se protegía los ojos del sol. Llevaba en brazos a un niño que se le parecía. A veces, a su lado, se veía a un hombre ataviado con un pantalón ancho y una camisa con el cuello abierto, de un estilo que nadie llevaba desde hacía mucho. Y yo respiraba el aire de esos días ignorados, que reconocía a la luz vacilante de la vela. Un tramo de río, la sombra de un bosque. Sus miradas, sus sonrisas. Su complicidad familiar. A mi pesar, vivía la alegría de unas personas desconocidas.

Los comentarios que me hacía la pelirroja a través de sus lágrimas silenciosas se referían siempre a un verano paradisíaco. Y a la fatal dispersión del calor concentrado en aquellas fotos amarillentas. Alguien se había ido, había desaparecido, estaba muerto. Y el sol que obligaba a la joven a entornar los ojos en las fotografías se había convertido en el resplandor engañoso de los trenes nocturnos, en la estación nevada de Kajdai…

Los márgenes de las fotos estaban recortados. Quien hizo el trabajo debió de soñar con la larga historia familiar que un día recordarían las imágenes reunidas en un álbum. Yo tomaba una fotografía, acariciaba la ondulación de los márgenes, sentía en mi cara el viento de aquellos días soleados, oía las risas de la joven, las exclamaciones del niño…

La llama de la vela crecía y palpitaba, la tormenta se agitaba ruidosamente en la chimenea, el fuego avivado perfumaba la oscuridad con su fragancia cálida y penetrante. La borrachera separó aquel instante de todo lo que lo había precedido. La isba de la pelirroja se convirtió en mi hogar recuperado. Y aquella mujer sentada a mi lado era alguien cercano, cuya ausencia se me presentaba ahora en toda su magnitud…

Cuando se acabaron las fotos, la mujer trató de sonreírme a través de la bruma de sus lágrimas. Cerró los ojos y se inclinó hacia mí. Rocé su hombro con una mano vacilante. En mi cabeza juvenil y embriagada se mezcló todo. La mujer era ese cuerpo, y esa noche de tormenta, y ese instante que olía a hoguera… Y aquel ser querido que por fin volvía a ver. Tuve ganas de aferrarme a ella, de vivir a la sombra de su cuerpo, al ritmo de sus silenciosos suspiros. De no abandonar aquel instante.

Me rozó la frente con la barbilla. Acaricié con las manos el cuello de su blusa, toqué sus pechos. Cerré los ojos…

Me apartó con violencia. En la pared, pude ver el rápido vaivén de una sombra. Dos sonoros bofetones me hicieron estremecerme de la cabeza a los pies. Entonces volví en mí.

La pelirroja estaba de pie, con expresión dura e impenetrable.

—Es que… yo… —balbucí totalmente desorientado.

—¡Lárgate ahora mismo, cerdo! —dijo ella con la voz cansada, harta. Y, con un rápido movimiento del brazo, me arrojó la ropa.

Si no me abalancé enseguida al abismo blanco fue porque al llegar a lo alto del puente comprobé que yo ya no era nada. No quedaba nadie a quien precipitar en el río helado.

En su lugar había sólo una sombra del pasado: el adolescente que escuchaba ávidamente todo lo que oía sobre el amor, el coleccionista de las confidencias sexuales que soltaban los groseros leñadores en la cantina de los obreros. Una sombra irreconocible.

También estaba ese otro que, hacía sólo un momento, se debatía entre los muslos de una mujer desconocida, con los ojos fijos en su rostro pisoteado por una luz implacable. Era otro extraño.

En cuanto a ese que acababan de descubrir las fotos antiguas era un ser que nunca había reconocido en mí…

Me hallaba otra vez en el puente con los pocos jirones de mi ser que se dispersaban en la oscuridad azotada por la nieve. El viento era tan violento que parecía llevarse de mi cuerpo todo el calor de la pelliza. Ya no sentía los labios, ni las mejillas cubiertas por una capa de cristales. Yo ya no era.

La infelicidad, y también la locura, tienen su propia lógica…

De acuerdo con esa lógica, el puente se iluminó de pronto. Eran los faros de un camión retrasado, intempestivo, fortuito, demente. El conductor debería haber cruzado el puente a toda velocidad y desaparecer en pos de su oscuro objetivo. Pero frenó bruscamente. Porque de hecho no tenía ningún objetivo, aparte de aquella absurda carrera a través de la tormenta. Sencillamente, estaba borracho. Borracho y triste. Como la pelea en la que acababa de participar, en la entrada de la bodega, bajo una farola mortecina. Se fue la luz y no llegó a golpear al hombre que le había rajado la mejilla con un casco de botella. Finalmente se habían dispersado todos en la oscuridad, entre maldiciones…

Ahora, sobre todo, no debía detenerse. Las dos manchas amarillas de los faros eran la única fuente de luz, y el rugido del motor, la única reserva de calor. Sí, los latidos de su corazón borracho y aquel motor. El universo entero era negro, a pesar de la nieve.

Y si el conductor se paró de pronto en lo alto del puente, fue porque debió de advertir la presencia de una minúscula partícula de vida entre el desfile glacial. Vio una sombra inmóvil detrás de la barandilla, aferrada a la barra metálica. Una sombra que parecía estar esperando la extinción definitiva del último destello. Cuando se soltaran los dedos ateridos…

O quizá, sencillamente, el camionero atisbo una silueta solitaria y en su mente brumosa imaginó a una mujer. Una mujer a quien podía llamar, y hacerla feliz con el vodka que quedaba en una botella oculta detrás de su asiento. Una chica perdida cuya vida entera se asemejara a aquel balanceo sobre la barandilla de un puente nocturno. Un cuerpo ajado que podría acostar sobre la estrecha banqueta detrás de los asientos. Una mujer con la que podría «hacerlo».

O, quizás, adivinando de qué sombra se trataba, se arrepintió de lo que había pensado y hasta sintió piedad por aquella mujer congelada que había querido atraer a la cabina.

Quizá… Cualquiera sabe qué pasaba por la cabeza de un camionero siberiano borracho, un hombre fuerte y rudo, de antebrazos cubiertos de tatuajes (anclas, cruces sobre la losa de una tumba, mujeres pechugonas), con una costra de sangre reseca en la mejilla y unos ojos grises y tristes, esforzándose por traspasar las nieblas de la borrachera.

El camionero vio una sombra, pensó en un cuerpo fácil tendido en la banqueta, sintió una agradable pesadez en el bajo vientre. Y se indignó: toda la vida está regida por ese peso. ¡La comida, la mujer, la sangre!

Frenó y, tras cerrar de golpe la puerta de la cabina, bajó a la nieve de un salto. Frotándose la mejilla con un trozo de hielo sacado de un lado del camión, se acercó a la sombra. No se veía nada a cuatro pasos. Las oleadas de nieve eran tan densas que se diría que la propia tierra se había dado la vuelta y se estaba derramando en el Olei.

El conductor dio un golpecito en el hombro de la persona que estaba al otro lado de la barandilla, sobre el blanco abismo del río. Luego miró hacia abajo, con los ojos desorbitados. Era el vacío, la frontera invisible de un vertiginoso más allá. Agarró el cuello de la pelliza cubierta de nieve y tiró de él por encima de la barandilla.

—¿Qué demonios haces? —preguntó arrastrando el fardo hasta el camión—. ¿Dónde te has emborrachado así, imbécil? ¡Yo, a tu edad, ya estaba currando en la fábrica! Pero los jóvenes de ahora sólo piensan en pillar una buena curda.

La sombra no respondía. Además, el camionero hablaba para sí, mientras pensaba en algo muy distinto. En aquel abismo sin nombre, en la soledad que lo había asaltado en plena noche, en el débil hilillo de calor que irradiaba todavía la sombra.

El camionero continuó hablando dentro de la cabina. El viento de la tormenta lo había despejado, lo había vuelto locuaz. Esos fragmentos de su monólogo nocturno fueron lo primero que oí cuando mi ser empezó a ocupar la sombra inanimada sacudida por los baches de la carretera.

Iba entrando en calor, volvía a ser yo mismo. Tenía que adoptar mi nueva identidad. Los desconocidos volvían a reunirse dentro de mí: el niñato que hacía unos días era virgen y estaba ansioso por oír confidencias adultas; el cuerpo joven y febril que rasgaba con su sexo el vientre de una prostituta; la silueta en medio de la tormenta, esperando el último paso, el cansancio de sus dedos ateridos… ¡Todo aquello era yo!

El hombre me preguntó dónde vivía, y leyó la respuesta en mis labios temblorosos, que aún no podía controlar del todo. Lo miré fijamente. Su cara abotargada por el frío, por el alcohol, por los golpes que acababa de recibir. Sus muñecas gruesas y peludas. Las manos cubiertas de cicatrices relucientes, sus gruesos dedos de uñas anchas y endurecidas…

Y, sin poder formular del todo mi pensamiento, sentí que en ese momento era como él, sí, estaba en su misma situación, prácticamente en su piel. ¡En lugar de la alegría inmensa con que había imaginado durante años aquel momento de mi vida, sentía una cruel desesperación! Como el camionero… Pronto tendría las mismas manos tatuadas sobre el volante de un camión, la misma cara, el mismo olor a vodka. Pero, sobre todo, la misma experiencia con las mujeres. Eché una mirada de soslayo a sus piernas robustas, me imaginé la fuerza con que debían de separar los muslos de las mujeres. Los muslos de la mujer… ¡De la pelirroja! Noté algo que se estremecía dentro de mí: evidentemente, el camionero lo había «hecho» con ella. Antes que yo…

—¿Qué me miras? —refunfuñó al advertir la intensidad de mi mirada—. No podemos ir más deprisa. ¿Has visto la carretera?

Los limpiaparabrisas retiraban una y otra vez una espesa capa de nieve pegajosa. La taiga parecía conducir al camión, que se adentraba con esfuerzo en la tormenta.

Aparté la mirada. Ya no tenía por qué mirar a ese hombre: era mi réplica exacta, con algunos años más…

Ahora sí sabía con exactitud lo que iba a ocurrir. ¡Sabía que sólo nos quedaban unos minutos de vida!

Esperaba llegar al Recodo del Diablo. Seguro que el camionero, borracho como iba, tomaba mal la curva. Ya veía la larga trayectoria oblicua del camión resbalando, los volantazos desesperados e inútiles; oía el motor que se ahogaba en un rugido impotente. Y el agujero negro en el hielo, que en ese lugar era siempre muy fino a causa de unas corrientes templadas que surcaban el Olei.

Tragué saliva nerviosamente, observando la carretera. Me sentía como la bala de un revólver a punto de dispararse. La tensión llegó a su punto máximo con los pensamientos fugaces y abrasados, las imaginaciones ardientes. Esas manos apoyadas en el volante habían aplastado los pechos de la pelirroja. Los dos nos habíamos sumergido en la misma herida húmeda de su bajo vientre. Los dos nos agitaríamos siempre en el mismo espacio exiguo, en el límite del infinito siberiano: las tristes calles de la capital del distrito, las cabinas de los camiones apestando a gasoil, la taiga mutilada, saqueada y hostil. Y la pelirroja, abierta para todos. Y la noche de tormenta, que nos aislaba del mundo. Y la cabina estrecha, repleta de una misma carne homogénea, mancillada, que estaba a punto de desaparecer. Las uñas de mis dedos, aferrados a la empuñadura de la puerta, empalidecieron completamente…

El camionero frenó y me dijo con una sonrisa:

—Antes de esta mierda de curva, voy a cambiar el agua…

Le vi abrir la portezuela, bajar al estribo y empezar a desabrocharse los pantalones acolchados. Mi espera era tan frenética que advertí algo implícito en su sonrisa, como si dijera: «¡Vaya mocoso! ¿Conque pensabas que me engañarías con tu recodo de mierda? ¡No soy tan tonto!».

Comprendí que aquel mundo negro y absurdo contenía además una trampa desconfiada y burlona. No era tan fácil anularlo matándose. El mundo, aunque uno se deslizara sobre el filo de un cuchillo, sabía pararse en seco y sonreír con fingida sencillez. «¿Una pelirroja, dices? ¿Fotos dispersas sobre la colcha? ¿El primer amor? ¿La soledad? Pues mira: ¡voy a desabrocharme los pantalones y a mearme en tu primer amor y en tu soledad!».

Me apeé de un salto del camión y empecé a correr en sentido contrario, siguiendo las roderas…

Contra todo pronóstico, no oí ni los gritos del hombre ni el ruido del motor. No, el camionero no gritó ni se lanzó en mi busca, no dio media vuelta para venir a recogerme… Cuando me detuve, a unos veinte metros de distancia, no pude distinguir la silueta del camión ni oí sonido alguno. El blanco tumulto, el feroz silbido del viento en las ramas de los cedros, y nada más. ¡El camión había desaparecido! Al retomar la marcha, me pregunté si la pelirroja, el puente y el camionero borracho no serían un sueño. Una especie de delirio, como el que había tenido un día, enfermo de escarlatina… Hasta las roderas se volvían menos visibles cada vez, y al final desaparecieron.

Volví a las negras calles de Kajdai. Maquinalmente, me dirigí a la estación. Entré en el vestíbulo, apenas iluminado. Pero el reflejo blanco de la tormenta dotaba a aquel espacio desierto de una luminiscencia un poco irreal.

Me acerqué al reloj. Eran las diez y media. El Transiberiano había salido a las nueve. Asombrado como estaba no conseguía efectuar un sencillo cálculo, cuyo resultado me parecía increíble: ¡había vivido todo aquello en sólo hora y media! La interminable espera ante el quiosco, la isba de la pelirroja, su cuerpo y aquel sufrimiento que llaman «amor», mi huida, la eternidad helada sobre el puente, el camión borracho… Su desaparición, mi regreso.

Entonces, como sumándose a la irrealidad de lo que estaba viviendo, una voz a mi espalda, probablemente la del subjefe de estación, explicó a un viajero:

—Ya sabe, mientras no pare de nevar… Ya lo ha visto, hasta el Transiberiano ha tenido que volver. Acababa de salir de la estación, y ya había un metro de nieve en las vías…

Empujé la puerta acristalada y salí al andén. ¡Así que aquella colección de vagones durmientes era el Transiberiano! Las ventanillas brillaban levemente con el reflejo azul de las lamparillas suspendidas en el techo de cada compartimento, cuyo silencioso confort se adivinaba a través del ramaje de escarcha. Y la presencia de la hermosa occidental, que había sido fiel a nuestra cita. Me acordé de ella, o, más concretamente, de mis viejas esperas junto a la isba del guardagujas; me acordé de todo con tal intensidad que los acontecimientos de aquella noche acabaron convirtiéndose en una fantasía con visos de realidad. Temeroso de perder aquella certeza, volví a la estación. Así pues, no había pasado nada. Nada… ¡Nada!

Se abrió la puerta de la fachada, la que daba a la plaza frente a la estación. En la penumbra del vestíbulo, vi entrar a una mujer que lanzaba miradas rápidas a su alrededor. Llevaba un abrigo de entretiempo y un grueso chal de lana. Venía hacia mí, como si encontrarme allá fuera lo más natural del mundo. La vi aproximarse. Me pareció que ya no tenía rostro. Sus rasgos, sin maquillaje, borrosos —difuminados por la nieve o por las lágrimas—, no eran más que vagos contornos de acuarela. Solamente se distinguía la expresión de su cara: la claridad del sufrimiento y un cansancio absoluto.

—Ven, pasarás la noche en nuestra casa —dijo con una voz muy serena, a la que sólo se podía obedecer.