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AQUEL tren era una fantasía, un sueño, un extraterrestre. El tiempo que transcurría apaciblemente en la caseta del guardagujas calcaba los ritmos de su paso fulgurante. Todas las noches.

La pequeña isba en la que mi tía pasaba veinticuatro horas de servicio estaba arrinconada entre los raíles y la taiga que se alzaba por encima del tejado. Para llegar a ella había que caminar durante tres horas largas. Pero mi tía tenía un trato con los transportistas de madera que atravesaban la aldea al amanecer. La llevaban hasta el Recodo del Diablo, donde se bifurcaba la carretera. Así se ahorraba un buen trecho y sólo le quedaba una hora de caminata…

Las comodidades de la casucha tenían ese toque efímero característico de las habitaciones que no son del todo nuestras. Una cama estrecha de metal. Una mesa cubierta con un hule, cuyo estampado se había borrado hacía mucho. Una estufa de hierro colado. Varias postales pegadas en la pared, en la cabecera de la cama, como un iconostasio.

El objeto más importante de aquel cuarto estrecho era un reloj de pared redondo. La esfera con agujas había llegado a adoptar la fisonomía de un ser vivo. En aquella cara familiar leíamos todos los horarios y retrasos, atribuyendo a cada hora, a cada tren, una expresión distinta. Cuando acudía a pasar la noche en la caseta de mi tía, me gustaba especialmente una de las representaciones de aquella mímica. Era la hora del crepúsculo, cuando el sol llegaba al final de su baja trayectoria invernal, rozando las puntas negras de los pinos, y dormía ya en el otro extremo de la vía férrea, al oeste, tras la aldea. Yo salía, veía el doble trazado de los raíles que centelleaba bajo la escarcha, teñido de un resplandor rosado. La niebla se volvía más espesa. La luz malva que iluminaba los raíles cubiertos de nieve empezaba a apagarse.

Volvía a entrar en la isba, oía el apacible silbido de un gran escalfador calentándose sobre la estufa, miraba a mi tía preparar la cena: unas patatas, tocino congelado que acababa de sacar de un cuartucho adosado a la isba —nuestra nevera—, té con galletas de semillas de amapola… Tras la ventanita tapizada con arabescos de hielo, el azul iba tornándose violáceo, y después negro.

Después de la última taza de té empezábamos a lanzar ojeadas al rostro del reloj. Percibíamos la llegada del tren, que serpenteaba por un recóndito lugar de la taiga dormida.

Salíamos con mucha antelación. Y en el silencio de la noche lo oíamos acercarse. Primero, un rumor alejado que parecía surgir de las profundidades de la tierra. Después, el sonido apagado de un chapka de nieve cayendo desde la copa de un pino. Finalmente, un tamborileo cada vez más ruidoso, cada vez más insistente.

Cuando aparecía el tren, yo sólo tenía ojos para la zarabanda luminosa de los vagones. Y para la locomotora —la de verdad, la antigua—, con enormes ruedas pintadas de rojo y resplandecientes bielas. Parecía un monstruo negro cubierto de copos de escarcha. ¡Y exhibía una grandiosa estrella roja sobre el pecho! Aquel bólido nocturno emitía un rugido salvaje, y su potente silbido nos obligaba a retroceder unos pasos. Mi tía agitaba la linterna mientras yo abría los ojos de par en par.

Me fascinaba el hermético confort que adivinaba tras los cristales iluminados. ¿Qué seres misteriosos abrigaría? De cuando en cuando lograba vislumbrar una figura femenina, una pareja sentada detrás de una mesita, con dos vasos de té. A veces veía una sombra tendida en su litera. Pero conseguía captar muy pocas instantáneas. La espesa escarcha o una cortina echada hacían imposible mi observación. Sin embargo, me bastaba con entrever una silueta…

Sabía que aquel tren tenía un vagón especial rotulado en tres idiomas extranjeros: Wagon-lit - Schlafwagen - Vagoni-letti. En esos vagones atravesaban el imperio los extraterrestres, que eran para nosotros los occidentales.

Me imaginaba a una mujer que llevaba ya todo un día en su compartimento y que aún pasaría una semana en él. Me dedicaba a reconstruir mentalmente su largo periplo: Baikal, Ural, Volga, Moscú… ¡Cómo me habría gustado acompañar a la desconocida viajera! Entrar en el recinto cálido y exiguo del compartimento, donde uno tiene que sentarse tan cerca de los demás que cada gesto y cada mirada adquieren, especialmente al anochecer, un significado amoroso. Y en el rítmico cabeceo del vagón la noche es larga, larguísima…

Pero el torbellino de nieve que el paso de aquel tren fabuloso había provocado empezaba a calmarse, y en la fría niebla que cubría los raíles no se veían más que dos luces rojas que se difuminaban rápidamente…

Una tarde gris de febrero volví a visitar a mi tía en la caseta del guardagujas. Mientras atravesaba la taiga, advertí una extraña languidez en el aire. En el horizonte flotaba un azul brumoso, pero la bruma no brillaba como la niebla de los días especialmente fríos, sino que tamizaba más bien el resplandor de la nieve y fundía los contornos de los objetos. La taiga ya no parecía quieta como un bloque de hielo estriado por las líneas negras de los pinos. No, la taiga vivía en cada árbol, a la espera de un aviso, y empezaba a salir de la larga inmovilidad invernal.

Sobre las ramas de un pino que rozaban el tejado de la caseta vislumbré dos cornejas. Parecían conversar intercambiando sus graznidos guturales. Y en sus graznidos había también un abatimiento suave y lánguido. La voz de las cornejas no sonaba igual que en pleno invierno, sino que quedaba suspendida en la agradable tibieza del aire despertando de vez en cuando un eco perezoso.

—¡Parece que tendremos una primavera adelantada! —exclamó mi tía cuando aparecí en el umbral—. Además, si empieza a nevar, seguro que durará varios días…

Aquel día, la brumosa languidez de la naturaleza me resultó extrañamente cercana. Desde hacía varias semanas, notaba —más en el corazón que en la cabeza— una rara incomodidad. Su presencia me resultaba tan nueva que la percibía como algo físico, casi podía palparla, como la caja de cerillas que llevaba en el bolsillo. Pero no comprendía el motivo.

A veces pensaba que todo había empezado la tarde que fuimos a la caseta de los baños, cuando Samurai me habló de la belleza del cuerpo femenino, según él capaz de detener el tiempo… Desde entonces, la fragancia de sus habanos me inspiraba una extraña nostalgia. La más terrible, la nostalgia de los lugares y rostros que nunca hemos visto y que sin embargo echamos de menos como si los hubiésemos perdido para siempre. En mi agreste juventud, no podía saber que se trataba simplemente del amor, que aún no había encontrado su objeto. Por eso tenía una intensidad violenta y ciega.

Sí, un momento antes había estado a punto de echarme a correr tras las cornejas que alzaban lentamente el vuelo, para fundirme en la lasciva pereza de sus gritos guturales. Sentía que la naturaleza preparaba instintivamente la ceremonia amorosa de la primavera. Deseaba tomar parte en ella y entregarme por completo… Pero ¿a quién?

Odiaba a Samurai por hablar de aquellos graves asuntos —el amor, la vida, la muerte— de un modo que me resultaba incomprensible, doctoral y pedante. Yo estaba acostumbrado a pensar la vida de forma muy concreta. Al hablar del amor, veía la delicada curva del cuerpo de la bella desconocida, al otro lado de la hoguera. Al hablar de la vida, recordaba la vivaz sucesión de rostros que gravitaba alrededor de los tres polos de nuestro universo: la taiga, el oro y el campo de prisioneros. Al hablar de la muerte, pensaba en un camión hundiéndose lentamente en una larga brecha bajo el hielo en el maldito Recodo del Diablo. Y también en ese lobo grande y hermoso que habían abatido los leñadores y arrojado desde el tractor, cerca de la isba de Verbin, gritando: «¡Para que te hagas un gorro decente, viejo!». El lobo estaba rígido, con las patas duras e inertes. Y en el borde de uno de sus ojos altaneros había una gran lágrima congelada…

Yo habría preferido percibir la vida solamente de ese modo, en toda su alegría y en todo su dolor, inmediatamente y sin reflexión. Samurai me molestaba con sus preguntas sin respuesta.

La espera del tren nocturno me parecía estúpida. ¡Menuda tontería esperar el dichoso Transiberiano con los ojos abiertos de par en par y el corazón palpitante, para entrever una sombra que ni siquiera sospechaba mi existencia! ¿Y de cuántas siluetas femeninas me había llegado a enamorar, acompañándolas en su viaje a través del imperio, sin saber si junto a mis bellas desconocidas roncaban tranquilamente sus maridos?

Me sentía decepcionado y engañado, casi traicionado por mi noctámbula occidental.

Fuera, en el aire gris, revoloteaban los grandes copos algodonosos que habíamos previsto. Tejían filamentos blancos en el hueco bajo los raíles.

Me acerqué a mi tía, que frotaba las tuercas de las agujas con un trapo empapado de aceite.

—Me voy —le dije empuñando la palanca.

—¿Qué te ha dado ahora? ¿Sin cenar? Si enseguida se hará de noche…

—No, acabo de mirar el reloj y son sólo las seis y media.

—Pero cuando llegues al Recodo del Diablo ya será de noche… Y mira el cielo: dentro de una hora tendremos tormenta.

Mi tía quería a toda costa que me quedase. ¿Presentía algo, con su aguda intuición de mujer solitaria y desgraciada? Buscó todas las maneras posibles de convencerme.

—¿Y los lobos? No estamos en otoño, que es cuando tienen la barriga llena…

—Llevo la pica… Y puedo encender una antorcha.

Mi tía intentó tentarme con algo irresistible.

—¿No quieres esperar a que pase el Transiberiano?

—Hoy no —contesté tras vacilar un momento—. Además, si cae la tormenta de nieve el tren llegará con mucho retraso.

—Eso es verdad —asintió mi tía viendo que nada podía retenerme.

Deslizó unas galletas de semillas de amapola en mi bolsillo y me dio otra caja de cerillas… por si acaso.

Agarré la pica —una larga vara con una punta de acero— y me despedí de mi tía. Me marché bordeando los raíles, por delante de aquel tren que transportaba en uno de sus compartimentos a la desconocida de mis sueños. Pero ella no sabía aún que yo faltaría a nuestra cita…

Las murallas almenadas de la taiga conservaban su expresión de feliz abandono, de dulce pereza. La cortina de plumas nevadas embrujaba la mirada con su mudo ondular. Empezaba una noche oscura y tibia… ¡Y yo percibía con tanta intensidad su belleza y su insomne espera!

La mujer se hacía presente en cada soplo de aire. ¡La naturaleza misma era mujer! Con el vértigo embriagador de los copos de nieve que acariciaban mi rostro. Con los lánguidos gritos de las cornejas, que saludaban la llegada de la primavera adelantada. Con el color agreste de los troncos de los pinos, avivado por el húmedo brillo de la escarcha derretida.

La nieve blanda, los cantos de los pájaros, la roja y húmeda corteza de los árboles: todo era femenino. Y, sin saber cómo expresar mi deseo de una mujer, lancé de pronto un temible y bestial rugido.

Respirando pesadamente, oí cómo el largo eco de mi grito penetraba en la callada tibieza del aire, en las profundidades secretas de la taiga…

Avancé un rato por la vía, caminando sobre los travesaños. Después, cuando los raíles empezaron a cubrirse con una capa de nieve más espesa, me coloqué las raquetas y me adentré en el bosque, en busca de un atajo. Decidí ir a Kajdai. No podía esperar más. Tenía que entender de inmediato quién era yo. Hacer algo conmigo. Darme forma. Transformarme, refundirme. Ponerme a prueba. Y sobre todo, descubrir el amor. Adelantarme a la hermosa pasajera, a la fulgurante occidental del Transiberiano. Sí, antes de que pasara el tren, tenía que introducirme en el corazón y en el cuerpo de ese órgano misterioso: el amor.