AQUEL invierno Samurai y yo adoptamos la costumbre de acudir juntos a la cabaña de los baños…
Samurai, pese a sus aires de bravuconería, era una persona bastante sensible. La actitud de las dos rubias el día de nuestro baño veraniego no le había pasado inadvertida. A partir de aquel encuentro empezó a tratarme de igual a igual. ¡A mí, que en aquella época tenía sólo catorce años, cuando él estaba a punto de cumplir los dieciséis! La diferencia me parecía infinita.
Utkin no nos acompañaba nunca y prefería lavarse en otros baños más próximos a la isba donde vivía. Le daba miedo que se le enfriara la pierna.
Los baños públicos a los que íbamos cada domingo no se distinguían en nada de los demás. Estaban en una isba como otra cualquiera, dividida en dos zonas desiguales. Una entrada estrecha, donde dejábamos la ropa y las botas de fieltro, y una sala cuadrada, con un banco que bordeaba la pared y una estufa que se usaba para calentar un enorme recipiente de hierro, que llenábamos con agua del torrente. Alrededor del barreño había un montón de piedras que enseguida se calentaban y que teníamos que ir rociando con agua para inundar el cuarto de vapor. También había una especie de tarima hecha con dos tablones de madera en la que nos tendíamos por turnos mientras el compañero nos golpeaba la espalda con un hatillo de ramas tiernas de abedul, que remojábamos en el agua hirviendo. Estos hatillos se secaban desde el verano en la entrada, colgados del techo. Las hojas, hinchadas por el agua hirviendo, perfumaban toda la sala con su aroma penetrante.
Es cierto, eran unos baños como los demás. Pero no estaban detrás de un huerto sino apartados del pueblo, a orillas del torrente, justo donde éste desembocaba en el Olei. La isba llevaba años abandonada. Samurai y yo limpiamos el barreño de hierro, cortamos ramitas de abedul y reparamos la puerta, que se había soltado. Aquella caseta de baños, convertida en nuestro cuartel general de los domingos, parecía anunciar con sus vapores alquímicos la sorprendente transmutación de nuestros cuerpos.
Hacía tanto frío esa tarde que cuando llegamos a la caseta teníamos los dedos completamente insensibles y entumecidos.
—¡Cuarenta y ocho bajo cero! —gritó alegremente Samurai al descender por la pendiente helada que conducía a la isba—. Lo he mirado al salir…
—Seguro que por la noche llegamos a menos cincuenta —exageré, comprendiendo perfectamente su júbilo.
Las estrellas centelleaban con una fragilidad friolera y punzante. A nuestro paso la nieve se elevaba con un cuchicheo seco.
Empujamos con todas nuestras fuerzas la puerta bloqueada por el hielo. La madera cedió con un crujido quebradizo, como si se rompiera un cristal. Encendimos una vela pegada en el fondo de una lata de conservas. Una aureola irisada brilló alrededor de la llamita vacilante. Samurai, agachado, empezó a cargar la estufa; yo me puse a arrancar la corteza de abedul necesaria para encender las primeras llamas.
Poco a poco, el gélido interior de la habitación oscura fue cobrando vida. Las negras paredes de troncos fueron templándose. Sobre el barreño ascendió un fino velo de vapor.
Samurai llenaba de agua un cucharón y rociaba las piedras. Los rabiosos silbidos eran buena señal. Fuimos a desvestirnos a la entrada, que nos pareció glacial…
El auténtico baño tiene que parecerse al infierno. Las llamas sobresalen de la puertecilla de la estufa. Las piedras que vamos rociando con agua silban como un millar de serpientes. Los tablones de madera se vuelven resbaladizos. En la oscuridad, los gestos se entorpecen. ¡Los ramos de abedul son un auténtico suplicio! Pero, a la vez, un intenso placer. Primero me toca a mí. Me tiendo sobre las estrechas tablas de la tarima y Samurai empieza a fustigarme con furia. Sumerge el hatillo en el agua hirviendo y lo descarga sobre mi espalda. Grito de dolor y de placer. Parece como si las ramitas, finas y ligeras, penetrasen entre mis costillas. Mi mente se oscurece. El vapor es cada vez más cálido. Samurai, con satánico deleite, continúa asaeteando mi espalda con dolorosos pinchazos. Y no olvida derramar de vez en cuando un cucharón de agua sobre las piedras ardientes. La siguiente nube de vapor oculta por un instante a mi torturador…
Al cabo de un rato, mi mente, abotargada por el exceso de dolor y de placer, me anunció en un último mensaje que ya no tenía cuerpo. ¡Era cierto! En lugar de cuerpo sentía una beatífica ausencia, un delicioso vacío compuesto por la sombra mortecina y el aroma levemente especiado de las hojas de abedul maceradas en agua hirviendo. Y por el rítmico vaivén del hatillo que ahora golpea en el vacío, traspasándome como si estuviese hecho de aire.
En ese momento Samurai, extenuado, se detuvo, dejó caer el hatillo y se tendió en las tablas perpendiculares a las mías. Me puse a golpear sintiéndome aún extranjero en mi propio cuerpo. Eran mis brazos los que se alzaban y volvían a caer fustigando la musculosa espalda de Samurai, quien gemía de placer. Todo ocurría sin advertir…
Curiosamente, el robusto cuerpo de Samurai fue el primero que me reveló la belleza que podía existir en la carne desnuda…
El vapor era tan caliente que ya no podíamos respirar. Nos zumbaba la cabeza y ante nuestros ojos surgían y estallaban burbujas coloradas. Había llegado el momento de lo esencial…
Abrimos la puerta de la sala y luego la de la entrada. Salimos corriendo bajo el sonoro estremecimiento de las estrellas, al denso frío nocturno…
Un instante después, desnudos, nos detuvimos al pie del talud que bajaba hasta el Olei. ¡Una, dos y tres! Nos tiramos boca abajo sobre la nieve recién caída. No sentíamos frío, pues ya no teníamos cuerpo.
El sonido cristalino de las estrellas. El rumor sordo de nuestro corazón. Un corazón que parece abandonado y solo, sumido en la nieve pura y seca. El cielo negro nos atrae hasta el interior de un abismo tachonado de constelaciones.
Era un momento… Y enseguida se disipaba el ligero vapor que emanaba de nuestro cuerpo. Empezábamos a sentir de nuevo la piel que quemaba la nieve fundida, los hombros, el pelo húmedo, tirante por la capa de hielo que ya empezaba a formarse…
Regresábamos a nuestro cuerpo.
Enseguida, irguiéndonos de un salto para no destruir las preciosas siluetas que habíamos dejado en la nieve, corríamos a los baños…
Esa noche, Samurai, como siempre, estaba sentado dentro de su barreño preferido. Era una especie de bañerita de cobre que él bruñía a veces con la arena del río. Samurai se sumergía en ella doblando sus largas piernas. Yo estaba echado en un banco.
Después de retozar bajo el cielo helado, la habitación nos parecía completamente distinta. El calor ya no nos resultaba agobiante, sino que envolvía agradablemente nuestro cuerpo recobrado. Los olores seguían siendo fuertes, pero más definidos y claros. Y era muy agradable respirar el vapor cálido y seco que exhalaban las piedras, para luego, ladeando ligeramente la cabeza, sentir el aroma del hatillo de abedul olvidado en el barreño. Y, en la oscuridad, seguir la lenta progresión de otra fragancia, la de la corteza que ardía en el interior de la estufa.
Tras la agitación del infierno, tras el instante de olvido bajo las estrellas, aquel cuarto en el que reinaba una penumbra suave y tibia se convertía al caer la noche en un extraño paraíso. Permanecíamos mucho rato inmóviles, soñando despiertos. Entonces Samurai encendía un puro…
Esa noche también encendió uno. Un habano auténtico, que sacó de un fino estuche de aluminio. Yo sabía que aquellos cigarros sólo podían comprarse en la ciudad de Nerlug, a treinta y siete kilómetros de nuestra aldea, y que valían sesenta copecs cada uno, estuche incluido: ¡una fortuna, equivalente a cuatro almuerzos en la escuela!
Pero a Samurai no parecía importarle el precio. Tendió el brazo, agarró el hacha que había junto a la estufa y, tras apoyar el puro en el borde plano del barreño, cortó con un gesto breve y preciso el extremo de color marrón.
Después de la primera calada, Samurai se instaló más cómodamente dentro del agua y declaró a bote pronto, mirando el techo ennegrecido de la isba:
—Olga dice que todos esos mujiks que fuman cigarrillos apestosos no saben vivir.
—¿Cómo que no saben vivir? —pregunté alzando la cabeza desde el banco.
—Que se resignan a la mediocridad.
—¿Qué…?
—Pues eso, que quieren ser como todo el mundo. Eso es lo que dice Olga. Se copian los unos a los otros. Un trabajo mediocre, una mujer mediocre con quien harán mediocremente el amor. Unos mediocres, vamos…
—¿Y tú?
—Yo fumo puros.
—¿Es porque son más caros, entonces?
—No es sólo eso. Fumarse un puro es… Bueno… Es un acto estético.
—¿Cómo?
—¿Cómo te lo explicaría? Olga lo dice tan bien…
—Estéti… ¿Qué es eso?
—De hecho, es la manera de hacer las cosas. Todo depende de la manera como hacemos las cosas, y no de lo que hacemos…
—Bueno, es normal. Si no, nos azotaríamos con ortigas…
—Claro… Pero mira, Juan, Olga dice que la belleza empieza justo cuando la forma de hacer las cosas cobra importancia. Precisamente cuando sólo importa la forma. No hemos estado azotándonos la espalda por lavarnos, ¿me entiendes?
—No del todo…
Samurai calló. El aroma de su cigarro onduló por encima del barreño. Comprendí que estaba buscando palabras que expresasen lo que le había explicado Olga.
—Mira —murmuró finalmente, aspirando el humo con los ojos semicerrados—. Por ejemplo, Olga dice que para estar con una mujer no hace falta tener un sexo así de grande —Samurai agarró de nuevo el hacha y enarboló el mango, largo y ligeramente curvado—. Que no es eso lo que importa…
—¿Eso te ha dicho?
—Sí… Aunque no con las mismas palabras.
Me senté en el banco para observar mejor a Samurai. Pensé que estaba a punto de revelarme un gran misterio.
—Entonces, ¿qué es lo que importa cuando uno «lo hace» con una mujer? —pregunté con una entonación falsamente neutra para no ahuyentar su confesión.
Samurai continuó callado hasta que, como si le desengañara de antemano mi incapacidad para comprender, respondió con cierta sequedad:
—La consonancia…
—Pero… ¿qué consonancia?
—La consonancia entre todas las cosas: las luces, los olores, los colores…
Samurai se volvió hacia mí dentro del barreño y empezó a hablar con vehemencia:
—Olga dice que el cuerpo de una mujer es capaz de detener el tiempo gracias a su belleza. Todo el mundo corre y se afana… Pero tú, tú vives en el interior de esa belleza…
Siguió hablando, primero de forma entrecortada y luego con una entonación cada vez más segura. Probablemente no había comprendido las palabras de Olga hasta que había empezado a explicármelas.
Yo le escuchaba distraído. Me pareció captar lo esencial. Lo que veía en ese momento era el rostro de aquella rubia desconocida, a la orilla del río. Sí, eso era una consonancia: las aguas del Olei, su frescor, la fragancia de la hoguera, el silencio expectante de la taiga. Y la presencia femenina, que se concentraba intensamente en la delicada curva del cuello de la rubia desconocida, a quien yo escudriñaba por encima de la danza de las llamas.
—¿Sabes, Juan? Si no fuera por eso, el amor se reduciría a lo que hacen los animales. ¿Te acuerdas de la granja, el verano pasado…?
Claro que me acordaba. Eran los primeros días templados de la primavera. Al volver de la escuela, cruzamos el koljós vecino. De pronto oímos los mugidos furiosos de una vaca procedentes de un gran edificio de troncos, un establo que surgía entre el fango de nieve y estiércol.
—¡Esos bestias la están matando! —gritó indignado Utkin con una mueca de dolor.
Samurai soltó una risilla socarrona y nos indicó que lo siguiéramos. Nos acercamos a la puerta entreabierta del establo, avanzando con dificultad, pues las botas se nos enganchaban en el barro.
En el interior, en un reducto separado del resto del establo con una sólida barrera de tablones gruesos, vimos una vaca parda con hermosas manchas blancas en el vientre. Tenía las patas trabadas. Su cabeza, de cuernos recortados, estaba amarrada a las tablas de la barrera. La vaca mugía pesadamente encerrada en aquel recinto. Y un toro enorme intentaba subirse a su grupa con pesada y brutal torpeza. Tres hombres, con ayuda de unas gruesas cuerdas, guiaban el cruel asalto. De los ollares del toro colgaba un aro enganchado a una cadena que sujetaba uno de los hombres. El animal mugía ferozmente mientras golpeaba con las patas traseras el suelo embarrado y rodeaba con las otras dos el lomo de la vaca. El cuerpo de la hembra se apoyaba sobre una especie de soporte para que no se le rompieran las patas bajo aquel peso descomunal.
Bajo el vientre del toro se erguía algo que subyugó nuestra mirada por la potencia de su tronco violáceo y nudoso. Aquel tronco empapado de sangre oscura daba torpes golpes contra la blanca grupa de la vaca. Uno de los hombres lanzó un grito al que estaba situado más cerca del toro. Pero entre los movimientos y el pataleo del toro su compañero no le oyó.
En ese momento se oyó un ruidoso estertor del animal. Vimos cómo el enorme tronco que sobresalía bajo el vientre del toro se estremecía y derramaba un gran chorro sobre la grupa blanca de la vaca. Los hombres empezaron a gritar. El koljosiano que estaba más cerca del toro agarró el tronco con gran habilidad y lo metió en el lugar correcto. Los otros dos hombres continuaron chillando, como si riñeran a su compañero por haberse retrasado.
La gran mole del toro se estremeció dando pesadas sacudidas. Al vibrar, los soportes en los que se apoyaba el cuerpo de la vaca emitieron una serie de crujidos. Vimos cómo recorrían la piel del toro unos espasmos rápidos. Sus mugidos se volvieron más sordos, casi sofocados…
El mecanismo de la cópula iba bajando de ritmo y los hombres que vigilaban su funcionamiento empezaron a lanzar suspiros aliviados, enjugándose el sudor de la frente.
Luego nos encaminamos hacia Svetlaia bajo el sol resplandeciente. Un doloroso entumecimiento invadía todos nuestros miembros. Como si acabásemos de realizar un esfuerzo sobrehumano o de sufrir una larga enfermedad… Utkin nos miró a los dos con el rostro crispado y exclamó con voz quebrada:
—¡Qué razón tiene mi tío al decir que el hombre es el animal más cruel que hay sobre la tierra!
—Tu tío es un poeta —suspiró Samurai sonriendo—. Igual que tú, Utkin. Y los poetas siempre temen a la vida…
—¿La vida? —repitió Utkin con una voz agudísima.
Se puso a caminar más deprisa, apuntando al cielo con el hombro derecho. Su grito resonó largo tiempo en mi cerebro.
Samurai me miraba ahora desde el barreño. Estaba claro que esperaba una respuesta a su pregunta, que yo no había oído, absorto en mis recuerdos de la máquina carnal de la granja.
—Y Olga, ¿quién es? —le pregunté para disimular mi distracción.
—Quien mucho sabe, pronto envejece —respondió Samurai con una vaga sonrisa.
Se levantó lentamente y se sentó en el borde del barreño, con una pierna a cada lado.
—Vámonos, es tarde —añadió lanzándome la toalla de lino.
Regresamos caminando deprisa. Envueltos en las gruesas pellizas de piel de cordero, nuestros cuerpos volvían a notar el frío, igual que nuestras miradas percibían la aterradora belleza del cielo helado. El cielo ya no nos aspiraba hacia él, sino que nos aplastaba con la dureza de su cristal nocturno. El viento cortante nos laceraba el rostro.
La isba de Olga estaba al otro extremo de la aldea. Antes de dejarme, Samurai se detuvo y habló con una voz algo tensa a causa de los labios helados:
—Olga piensa que lo esencial es morir bien. Que el hombre que sueña con una muerte hermosa tendrá también una vida extraordinaria. Pero eso no acabo de entenderlo del todo…
—¿Y quién puede morir bien? —pregunté separando los labios con dificultad.
Samurai, que se había girado y alejado unos pasos, vociferó a través del viento glacial:
—¡El guerrero!