VIVÍAMOS en un extraño universo sin mujeres, y este hecho se hizo más patente cuando descubrimos la raíz del amor.
Sí, había algunas sombras que sentíamos queridas y próximas, pero que no nos sugerían nada femenino.
Mi tía, la madre de Utkin, la anciana Olga… Los rostros de algunas maestras de la escuela que había en Kajdai. Su feminidad se había apagado tras la larga y dura resistencia diaria al frío, la soledad, la ausencia de todo cambio previsible. No es que fuesen feas. La madre de Utkin, por ejemplo, poseía una tez clara y hermosa y cierta transparencia aérea en los rasgos. Pero ¿acaso lo sabía ella misma? No lo advertí hasta mucho más tarde, al volver a contemplarla en mis recuerdos: la madre de Utkin habría podido gustar, ser deseable. Pero ¿gustar a quién? ¿Ser deseable dónde? Frío, noche, eternidad llamada «invierno». Y el péndulo dormitando, enredado entre las alambradas cubiertas por el hielo.
A veces, el azar de una decisión tomada a mil kilómetros de nuestra aldea hacía aparecer a una joven maestra en la escuela. Era una mercancía rara. Su persona acaparaba una intensa curiosidad. Pero advertíamos tanta angustia en su expresión, un deseo tal de escapar de ahí lo más pronto posible, que hasta nosotros nos inquietábamos: ¿tan poco vivible era nuestra vida? La angustia alteraba los rasgos de la maestra. Su belleza, su rareza fascinante se difuminaban bajo una mueca de terror. A todos nos parecía que la maestra contaba mentalmente los días, y que nos miraba como si perteneciéramos ya al pasado. Éramos los figurantes de un mal recuerdo, los personajes de una pesadilla.
Y los hombres, dominados por tres elementos —la taiga, el oro, la sombra de las torres de vigilancia—, también contaban. Los metros cúbicos de madera de cedro, los kilos de arena aurífera… Ellos también soñaban con una existencia completamente distinta después de aquellos cálculos, soñaban con llevar otra vida a diez mil kilómetros de esos parajes, más allá del Ural, en el otro extremo del imperio. Hablaban de Ucrania, del Cáucaso o de Crimea. Las sierras penetraban en la carne olorosa de los cedros y parecían gritar aquel «Crrriiimea» tan ansiado. Y al remover la arena, las dragas de los buscadores de oro repetían «Crrriiimea» como un eco.
En cuanto al amor… La única palabra que les oíamos emplear era «hacer». No ya «hacer el amor», lo que al menos habría servido para nombrar el proceso, ni «hacérselo a una mujer», lo que habría podido designar un acto de seducción, sino simplemente «hacer». Agazapados en un rincón de la cantina de los obreros, delante de un vaso de compota, escuchábamos sus confidencias, que nos dejaban siempre tremendamente decepcionados. Los relatos masculinos sólo nos revelaban una cosa: uno de ellos lo había «hecho» con una desconocida. Sin adornos, sin descripciones, sin ningún detalle erótico. Ni siquiera se molestaban en definir la hazaña con uno de esos verbos groseros que resonaban continuamente en sus gargantas quemadas por el vodka y el viento.
—¡Ja, ja! Lo he hecho con la pequeña yakuta…
—¿Te acuerdas de Mania, la cajera? Lo he hecho…
Nosotros ansiábamos por lo menos algún detalle: ¿cómo era la pequeña yakuta? Bajo la pelliza curtida por la escarcha, su cuerpo debía de resultar especialmente cálido y suave. Y seguro que su pelo olía a leña de cedro. Y sin duda, con aquellas piernas robustas y un poco arqueadas, y esas caderas musculosas, sus ingles se convertirían en una trampa que se cerraría en torno al cuerpo del amante… ¡Esperábamos con tanta ansiedad otra confidencia! Pero los hombres volvían a hablar de los metros cúbicos de leña o de que había que alargar una cañería para desenterrar más fácilmente las pepitas de oro… Nosotros devorábamos a toda prisa la fruta de la compota y aplastábamos los huesos de albaricoque con los gruesos mangos de los cuchillos. Y, masticando la almendra, salíamos al viento helado con un regusto amargo en los labios.
Nos parecía que el amor se recortaba en el crepúsculo gris de una capital triste, donde todas las calles desembocan en solares cubiertos de serrín mojado.
Y finalmente, un día se produjo un encuentro en plena taiga. Fue el mismo verano en que el pie cojo de Utkin desenterró la raíz del amor. Yo acababa de cumplir catorce años y seguía sin saber si era feo o guapo, o si el amor significaba algo más que «hacerlo»…
Una cálida tarde de agosto encendimos un fuego a la orilla del río. Tras quitarnos la ropa nos lanzamos al agua, que aunque hacía sol estaba helada. Al cabo de un momento volvimos a calentarnos junto a la hoguera. Después nos zambullimos otra vez, y enseguida regresamos a la ardiente caricia de las llamas. Era la única forma de pasar el día en el agua. Utkin, que nunca se bañaba por culpa de la pierna, se encargaba de avivar el fuego, mientras que Samurai y yo, desnudos, luchábamos contra las rápidas aguas del Olei. Corríamos hacia el fuego con los dientes castañeteando y haciéndonos los importantes; en la cuenca de las manos llevábamos un poco de agua que derramábamos sobre Utkin para que compartiese nuestro placer. Nuestro amigo, arrastrando la pierna, trataba de esquivar sin éxito los chorros de agua que brillaban en el aire formando un fugaz arco iris. Las gotas salpicaban el fuego. Los gritos indignados de Utkin se entremezclaban con el silbido rabioso de las llamas.
Luego venía un momento de silencio absoluto. En nuestros cuerpos ateridos iba penetrando el calor poco a poco. El humo nos rodeaba y nos hacía cosquillas en la nariz. Nos quedábamos un rato de pie, sin movernos, con el feliz torpor de las lagartijas al sol, entre la danza transparente de las llamas.
El exceso de sol nos acariciaba el pelo mojado; el penetrante frescor del torrente, su melodioso y tranquilizador sonido. Y, a nuestro alrededor, la infinita calma de la taiga. Su lenta respiración, su inmensidad azulada, densa y profunda…
El rugido de un motor interrumpió nuestra pacífica quietud. Ni siquiera tuvimos tiempo de recoger la ropa. En la orilla apareció un todoterreno que, describiendo una rápida curva, se detuvo a unos pasos de la hoguera.
Samurai y yo, cruzando rápidamente los brazos sobre el bajo vientre, nos quedamos atónitos, descubiertos de improviso en nuestra tranquila desnudez.
El todoterreno iba descapotado. Además del conductor había dos pasajeras, dos chicas. Cuando el coche se detuvo, una de ellas tendió una botella de plástico al conductor. El hombre abrió la puerta y se dirigió al riachuelo.
Inmóviles, cubriéndonos el sexo, observamos a las dos desconocidas. Las chicas se levantaron del asiento y asomaron por encima de la capota bajada. Como si quisieran vernos mejor. Al otro lado de la hoguera, Utkin, sentado en el suelo, observaba con una sonrisa maliciosa el desarrollo de la escena, mientras se metía arándanos en la boca.
Las jóvenes debían de ser geólogas, al igual que su compañero. Probablemente eran dos estudiantes que habían venido a hacer prácticas sobre el terreno. Nos fascinó su aire desenvuelto de mujeres de ciudad.
Las chicas nos contemplaban sin que nuestra desnudez pareciera incomodarlas. Con la misma curiosidad que solemos dedicar a los animales salvajes del zoo. Eran rubias. Nuestros ojos, poco acostumbrados a distinguir con precisión los rostros femeninos, las confundieron con dos hermanas gemelas…
Finalmente una de ellas, la de mirada más insistente, dijo a su colega con una sonrisa:
—El más bajito parece un ángel… —Y le dio un empujoncito en el hombro, dirigiéndole una mirada picara.
La otra me observó con atención pero sin sonreír. Noté un discreto temblor en sus largas pestañas.
—Sí, un ángel, pero con cuernos —replicó un poco azorada; apartó la mirada y se deslizó otra vez en su asiento.
El conductor volvió con la botella llena en la mano. Antes de sentarse también, la primera rubia siguió contemplándome con una sonrisa insistente. Percibí casi físicamente el roce de su mirada en mis labios, en mis pestañas, en mi pecho… En ese preciso instante, las gemelas pasaron a ser dos mujeres completamente distintas. Una, reservada, sensible, como si llevara en su interior una cuerda muy tensa, una rubia frágil, parecida a las estalactitas cristalinas que descubríamos en las rocas. La otra era de ámbar, cálida, envolvente y sensual. ¡De manera que las mujeres también podían ser distintas!
Samurai me sacó de mi ensoñación salpicándome con agua fría en la espalda. Se había vuelto a meter en el agua.
—¡Utkin! —gritó—. ¡Tíralo al agua! ¡Voy a ahogar a este don Juan en cueros!
—¿A quién? —pregunté tomando aquel nombre por algún insulto desconocido.
Pero Samurai no respondió. Nadaba ya hacia la otra orilla… A menudo le oíamos pronunciar palabras extranjeras. Formaban parte del misterio de Olga.
En lugar de empujarme, Utkin se acercó y murmuró con una voz apagada y rota:
—Pero venga, ¡tírate al agua! ¿A qué esperas?
Alzó los ojos y me miró. Y observé por primera vez en ellos un doloroso brillo de interrogación: el intento de encontrar un sentido en el mosaico de la belleza…
Luego se dio la vuelta y empezó a echar ramas al fuego.
De vuelta a casa, advertí que aquel encuentro junto a la hoguera también había impresionado a Samurai, quien estaba buscando una excusa para volver a hablar de las dos desconocidas.
—Deben de estar estudiando en la universidad, en Novosibirsk —declaró al no encontrar un pretexto mejor para aludir a ellas.
Novosibirsk, la capital de Siberia, nos parecía casi tan irreal como Crimea. Todo lo que estaba situado al oeste del Baikal nos hacía pensar en Occidente.
Samurai calló y luego, mirándome con picardía, exclamó:
—¡Seguro que el chófer se lo hace todos los días con esas dos!
—Pues claro que se lo hace —contesté apresurándome a compartir su opinión y su tono de hombre entendido.
La conversación acabó aquí. Sentíamos que había algo profundamente falso en nuestras palabras. Habría que haberlo dicho de otro modo. Pero ¿cómo? ¿Hablando de la cuerda tensa, del cristal o del ámbar? Sin duda, Samurai me habría tomado por loco…
Utkin no nos alcanzó hasta que llegamos cerca de la barcaza. En la taiga, como siempre, Utkin caminaba arrastrando el pie unos cien metros por detrás de nosotros. Pero esta vez no le oímos llamarnos como hacía habitualmente. Éramos nosotros los que, inquietos, intentábamos distinguir su figura entre los troncos oscuros y gritábamos de vez en cuando:
—¡Utkin! ¿Se te han comido los lobos? ¡Aaaúúú!
El transbordador del Olei era una barcaza de troncos ennegrecidos que en verano cruzaba el río tres veces al día. En la orilla izquierda estábamos nosotros, Svetlaia, el Este. En la orilla derecha estaba Nerlug, con sus casas de ladrillo y el cine Octubre Rojo. Es decir, una ciudad más o menos civilizada, la antesala de Occidente…
La mayoría de los pasajeros de la barcaza volvían de la ciudad. Llevaban bolsas con provisiones inencontrables en la aldea envueltas en papel.
Verbin, el barquero manco, sujetó una gran pala de madera que tenía una hendidura especial y empezó a tirar con habilidad del cable de acero. Éste pasaba por los aros de hierro dispuestos en la barandilla de la balsa y nos conducía a la orilla opuesta. Samurai agarró la pala de reserva para ayudar al barquero.
Sentado sobre los tablones de la barcaza, yo escuchaba el dulce chapoteo del agua y observaba distraídamente cómo nos acercábamos a la aldea, con las isbas bajas rodeadas de huertos, la intrincada red de senderos y cercados, el humo azul que salía de una chimenea.
El sol se ponía sobre el margen derecho, por el lado de la ciudad y del lejano Baikal, por el lado de Occidente. Y nuestra aldea se veía completamente inundada por su luz cobriza.
Cuando estábamos en medio del río, Utkin me dio un codazo y me señaló a lo lejos con un brusco movimiento de la barbilla.
Seguí su mirada. Vi una silueta femenina de pie en la orilla a la que nos acercábamos. La reconocí enseguida. Una mujer estaba esperando a la orilla del agua y, haciéndose sombra en los ojos con la mano, observaba la barcaza que se deslizaba lentamente sobre la estela anaranjada del crepúsculo.
Se llamaba Vera. Vivía en una pequeña isba construida a la salida de la aldea. La gente decía que estaba loca. Sabíamos que no se movería hasta que todos los pasajeros hubiesen bajado a la orilla y hubieran empezado a caminar hacia la aldea. Entonces se acercaría al barquero y le preguntaría algo en voz baja. Nadie sabía qué decía Vera, ni qué le contestaba Verbin.
Desde hacía muchos años, Vera bajaba a la orilla y esperaba a una persona que sólo podía llegar en verano, al atardecer, con la lentitud sonámbula de aquella vieja barcaza renegrida por el tiempo. Se quedaba allí mirando, segura de que un día lograría distinguir su rostro entre los endomingados pasajeros…
Cuando la barcaza llegó cerca de la orilla, Samurai dejó la pala y se nos acercó. Se quedó contemplando igual que nosotros a la mujer que esperaba la llegada del transbordador.
—¡Pues sí que debía de quererlo! —dijo sacudiendo la cabeza con convicción.
Fuimos los primeros en bajar de un salto a la arena. Y, al pasar junto a Vera, vimos cómo moría la esperanza de aquel día en sus ojos oscuros…
Suspendido sobre la taiga de la orilla occidental, el sol parecía el disco dorado del péndulo inmóvil. El tiempo se había detenido. El antiguo balanceo había disminuido hasta reducirse al vaivén de la barcaza conducida por un cable oxidado…
Al llegar a la isba, saqué un espejo ovalado de la cómoda de mi tía para mirarme en él aprovechando la pálida claridad del crepúsculo estival. Sabía que esa contemplación no era digna de un hombre. Si Samurai y Utkin me sorprendieran enfrascado en esa ocupación de señoritas, sus burlas serían terribles. Pero las palabras de las dos rubias resonaban aún en mis oídos: «Un ángel… Pero con cuernos». Había muchos secretos en aquel óvalo empañado que lentamente se iba apagando. Así que a alguien podían llegar a gustarle los rasgos reflejados en el espejo. Podían volver loca a una mujer… Y hacer que acudiese durante largos años a la orilla del río, con una esperanza imposible…
El día que se celebraba el aniversario de la Revolución, mis primeras intuiciones amorosas se vieron extrañamente confirmadas.
Mi tía invitó a tres de sus mejores amigas; dos eran guardagujas como ella, y la tercera, dependienta en el colmado de Kajdai. Mujeres solas, igual que mi tía.
En la mesa, sobre una enorme fuente de porcelana, había un trozo de carne de cerdo en gelatina que parecía un cubo de hielo gris y reluciente; chucruta fría aliñada con aceite y arándanos; pepinillos, por supuesto; stroganina, ese pescado congelado que se corta en finísimas rodajas y se come crudo; patatas con crema de leche y albóndigas de carne de buey fritas en la sartén. Y vodka, que bebíamos mezclado con jarabe de bayas.
La dependienta del colmado había traído tortas, galletas y chocolatinas que sólo se encontraban en su reserva particular.
Las mujeres bebieron; sus voces dulcificadas sonaban como el tintineo de los trozos de hielo al romperse y derretirse. ¡Viva la Revolución! Pese a los ríos de sangre, había alumbrado ese fugitivo instante de felicidad… ¡No pensemos en nada más! ¡Es demasiado duro, no pensemos más! Por lo menos esta noche…
Pensar no nos devolverá los rostros amados, ni los breves días de felicidad, ni los besos con el sabor de la primera nieve, o de la última, quién se acuerda ya. Ni los ojos en los que veíamos pasar las nubes deslizándose hacia el Baikal, hacia el Ural, hacia la Moscú asediada. Se marcharon en pos de esas nubes y las alcanzaron en los muros de Moscú, en los campos helados y reventados por los tanques. Y las nubes se congelaron en sus grandes ojos abiertos, fijos para siempre en su leve recorrido hacia el oeste. Tendidos en una trinchera helada, con el rostro vuelto hacia la negrura del cielo.
Pero no hablemos más de ello… La primera nieve, la última… Espera, Tania, toma este trozo, que no está tan tostado… Recibí dos cartas suyas, y luego… No pensemos más… Dos cartas en dos años… Dejémoslo…
Mientras, yo dormitaba acostado sobre la superficie tibia de la enorme estufa de piedra donde se amontonaban las viejas botas de fieltro. Me sabía de memoria sus conversaciones, que siempre soslayaban el tema de la guerra. Tratando de escapar de ella, empezaban a contar los últimos cotilleos de la aldea. Al parecer, decían, alguien había vuelto a ver a la directora con… ¿Cómo se llamaba?
Empezaban a cantar y la música alejaba de ellas las nubes congeladas en los ojos de sus amores efímeros y los cotilleos repetidos durante años. Sus voces se aclaraban y se elevaban. Siempre me sorprendía comprobar hasta qué punto esas mujeres, esas sombras de otra época, podían volverse de pronto tan graves y lejanas… Mi tía y sus amigas empezaban a cantar, y yo, a través de los velos del sueño, me imaginaba a un caballero luchando contra una tormenta de nieve y a una dama que lo esperaba asomada a una ventana oscura.
Y también a una enamorada rogando a las ocas salvajes que llevaran un mensaje a su amado, que había partido «detrás de la estepa, detrás del mar azul».
Y soñaba con todo lo que se ocultaría detrás de ese mar azul que tan repentinamente había aparecido en nuestra isba sepultada por la nieve…
Mi tía siempre comprobaba que yo dormía antes de empezar a hablar de los imaginarios escándalos de la directora.
—¡Mitia! —me llamaba, volviendo la cabeza hacia la estufa—. ¿Duermes?
Yo no contestaba. Tenía una buena razón para ello: no quería perderme la historia de las últimas aventuras de la única mujer a quien se reconocía capaz de tenerlas. Callaba y escuchaba.
Esa vez oí de nuevo la pregunta de mi tía. Y luego un suspiro.
—Otra preocupación más, como si tuviera pocas —dijo mi tía en voz baja—. Pronto empezarán a irle detrás las chicas, se pegarán a él como los lampazos al rabo de un perro. Lo veo venir…
—Eso seguro —confirmó la vendedora—. Con lo guapo que es, tendrás novias para dar y vender, Petrovna.
—Sí, enseguida empezarán a mimar a tu Dimitri —intervino otra amiga.
Me incorporé sobre un codo, escuchando con avidez. ¡A mimarme! Tenía ganas de saber cómo se desarrollaría esa actividad terrible, que se me antojaba intensamente voluptuosa. Pero las mujeres habían empezado a hablar de la receta de los champiñones en salmuera…
En cuanto a mí, sentí que hasta la almohada que tenía colocada bajo la mejilla escondía una extraña concupiscencia en la tibieza de su plumón. La promesa de una noche fabulosa que en sus momentos, en su oscuridad y hasta en el aire, tendría la consistencia de la carne y el sabor del deseo. Me veía a orillas del Olei. De pie y completamente desnudo, delante de una hoguera. Con el cuerpo atravesado por el agua helada. Y una de las rubias desconocidas —la de cristal o la de ámbar, no sabía cuál— estaba al otro lado de las llamas, desnuda también. Y me sonreía, bañada por el sol y por el denso aroma a resina de cedro, en el insondable silencio de la taiga.
Me sumergía cada vez más profundamente en ese instante. Extendía una mano por encima de la hoguera para tocar la de la desconocida… De repente la orilla se volvía blanca; el silencio de la taiga se tornaba invernal. Y el lento revolotear de los copos de nieve tamizaba la luz del sol que envolvía nuestros cuerpos.