EN el país donde nacimos Utkin, yo y los demás, la belleza era la menor de las preocupaciones. Uno podía pasarse toda la vida sin saber si era feo o guapo, sin buscar el secreto en el mosaico del rostro humano ni el misterio en la sensual topografía del cuerpo.
También al amor le costaba arraigar en aquella región austera. Atrofiado por la sangría de la guerra, estrangulado por las alambradas del cercano campo de prisioneros, congelado por el viento ártico…, simplemente, habíamos olvidado lo que era amar por amar. Y si el amor subsistía, lo hacía bajo una sola forma, la del amor-pecado. Más o menos imaginario, el amor-pecado iluminaba la rutina de las rudas jornadas invernales. Las mujeres, envueltas en varios mantones, se paraban en medio del pueblo y se transmitían la emocionante noticia. Creían hablar en susurros, pero con tantos mantones no tenían más remedio que gritar. Nuestros jóvenes oídos captaban el secreto revelado. Esa vez parecía que alguien había visto a la directora de la escuela en la cabina de un camión frigorífico… Sí, ya sabes, una de esas cabinas grandes con una litera al fondo. Y el camión estaba aparcado cerca del Recodo del Diablo, sí, allí donde todos los años hay por lo menos un accidente de coche. Era imposible imaginar a la directora, una mujer seca, de edad indefinida y cubierta con un grueso caparazón de prendas afelpadas, retozando en brazos de un camionero oloroso a resina de cedro, tabaco y gasolina. Y menos aún en el Recodo del Diablo. Pero aquella imaginaria cópula en el interior de una cabina con las ventanillas cubiertas de escarcha llenaba de pequeñas burbujas chispeantes el aire gélido de la aldea. La alegría de la indignación reanimaba los corazones ateridos. Y casi llegábamos a odiar a la directora por no verla subirse a todos los camiones que transportaban por la taiga enormes remesas de madera de pino… El remolino provocado por el último cotilleo se calmaba enseguida, como petrificado por el viento glacial de las noches eternas. A nuestros ojos, la directora volvía a ser tal como la veía todo el mundo: una mujer irremediablemente sola y estoicamente desgraciada. Y los camiones partían rugiendo como siempre, con el único propósito de transportar los metros cúbicos de madera previstos en el plan. La taiga se cerraba ante el resplandor de sus faros. El azote del viento deshacía el blanco vapor de las voces femeninas. Y la aldea, saliendo de su ilusión amorosa, se retraía para instalarse en la eternidad llamada «invierno».
Desde su origen, la aldea no había sido concebida para acoger al amor. Los cosacos del zar que la fundaron tres siglos atrás ni siquiera pensaban en amores. Eran un puñado de hombres exhaustos después de su loca incursión en las profundidades de la infinita taiga. Las miradas altaneras de los lobos los perseguían hasta en sus sueños agitados. Ese frío era muy distinto al de Rusia. Parecía no tener límites. Las barbas, cubiertas de gruesa escarcha, se erguían como el filo de un hacha. Si uno cerraba los ojos un instante ya no podía despegar las pestañas. Los cosacos lanzaban juramentos de desesperación y despecho. Y sus escupitajos tintineaban como trozos de cristal al caer sobre la negra superficie de un río petrificado.
Por supuesto, también ellos amaban a veces. A esas mujeres de ojos rasgados y rostro impasible oscurecido por una sonrisa misteriosa, los cosacos las amaban en la oscuridad humeante de una yurta, junto a las brasas enrojecidas, sobre las pieles de oso. Pero los cuerpos de esas amantes silenciosas eran muy extraños. Cubiertos de grasa de reno, rehuían los abrazos. Para retenerlos, era necesario enrollarse en la muñeca sus largas trenzas relucientes, negras y tiesas como las crines de un caballo. Los pechos de esas mujeres eran planos y redondos como las cúpulas de las iglesias más antiguas de Kiev, y sus caderas, firmes y rebeldes. Pero al domarlos la mano que sujetaba las crines, sus cuerpos dejaban de escabullirse. Los ojos brillaban como el filo de las espadas, los labios se curvaban dispuestos a morder. Y el olor de su piel curtida por el fuego y el frío se iba tornando cada vez más áspero y embriagador. Y la embriaguez no desaparecía… El cosaco volvía a enrollarse en la muñeca las trenzas de la mujer, en cuyos ojos alargados se iluminaba un destello de malicia. ¿No ha bebido el hombre una copa de esa infusión viscosa y parda, la sangre de la raíz de jarg, que infunde en las venas la potencia de todos nuestros antepasados?
El cosaco, rompiendo el encantamiento, volvía con sus compañeros y durante algunos días dejaba de notar la mordedura del frío. La raíz de jarg cantaba en el interior de sus venas.
El objetivo de los cosacos seguía siendo llegar a aquel improbable Extremo Oriente, que encerraba la exultante promesa de los confines de la tierra: esa enorme nada brumosa, tan atrayente para unas almas que odiaban los límites, las marcas, las fronteras. Europa había establecido en el oeste unas lindes infranqueables, abandonando la bárbara Moscovia para siempre. Por eso los cosacos se dirigían hacia el este. ¿Querían llegar a Occidente por el otro lado? ¿Era el ardid de un admirador rechazado? ¿La astucia de un enamorado proscrito?
Pero ante todo los cosacos eran unos aventureros decididos a explorar aquel vacío lleno de brumas. Querían llegar hasta el fin del mundo, en el tibio crepúsculo de la primavera, y dejar que su mirada se perdiese más allá de aquel último borde, en la tímida palidez de las primeras estrellas…
Finalmente, el grupo de cosacos, mucho más reducido que al partir meses atrás, acabó por detenerse en un extremo de su Eurasia natal. Allá donde la tierra, el cielo y el océano son una sola cosa… Y en una yurta llena de humo, en medio de la taiga aún invernal, una mujer con un cuerpo de serpiente horriblemente deformado luchaba por expulsar sobre una piel de oso una criatura extraordinariamente grande. El niño tenía los ojos rasgados de su madre y los pómulos marcados de todos sus congéneres. Pero sus cabellos mojados resplandecían con destellos de oro oscuro.
La gente se arracimó alrededor de la joven madre y contempló en silencio al nuevo siberiano.
De aquel pasado mítico heredamos tan sólo una lejana leyenda. Un eco ensordecido por el rumor confuso de los siglos. En nuestra imaginación, los cosacos nunca dejaban de atravesar la taiga salvaje. Y una joven yakuta, cubierta con una corta pelliza de marta cebellina, no dejaba de hurgar en el revoltillo de tallos y ramitas en busca de la famosa raíz de jarg… ¿Acaso no fue por azar que el poder irresistible de los sueños y de los cantos y las leyendas afectara a nuestros corazones bárbaros? ¡Hasta nuestra vida se volvía un sueño!
Pero en nuestros tiempos lo único que quedaba de esa memoria secular era un montón de maderas carcomidas sobre bloques de granito cubiertos de líquenes: las ruinas de la iglesia que construyeron los descendientes de los cosacos, y que fue dinamitada durante la Revolución. Y también unos clavos oxidados, gruesos como el dedo de un hombre, hundidos en los troncos de unos enormes cedros. Los viejos del lugar no guardaban más que un vaguísimo recuerdo: tan pronto habían sido los blancos, quienes habían ejecutado cruelmente a unos partisanos colgándolos de aquellos clavos, como los rojos, que habían aplicado la justicia revolucionaria… Con el tiempo, aquellos clavos de los que colgaba un cabo de cuerda podrido fueron ascendiendo hasta alcanzar la altura de dos personas, en pos de la vida lenta y majestuosa de los cedros. Ante nuestros ojos maravillados, aquellos rojos y blancos que habían ejecutado el cruel ahorcamiento adquirían una estatura de gigantes.
La aldea no ha sabido conservar nada de su pasado. Desde principios de siglo la historia, como un péndulo implacable, se ha dedicado a barrer el imperio con su titánico vaivén. Los hombres se marchaban, las mujeres se vestían de negro. El péndulo medía el tiempo: la guerra contra Japón, la guerra contra Alemania, la Revolución, la guerra civil… Y vuelta a empezar, pero en el orden inverso: la guerra contra los alemanes, la guerra contra los japoneses. Y los hombres se iban, ya fuera para atravesar los doce mil kilómetros del imperio y ocupar su puesto en las trincheras del oeste, ya fuera para perderse en el brumoso vacío del océano al este. El péndulo avanzaba hacia el oeste: los blancos hacían retroceder a los rojos detrás del Ural y del Volga. El péndulo regresaba y barría Siberia: los rojos hacían retroceder a los blancos hacia Extremo Oriente. Alguien hundía unos clavos en el tronco de los cedros, y alguien dinamitaba las iglesias como si quisiera ayudar al péndulo a borrar completamente los vestigios del pasado.
Un día, el poderoso vaivén del péndulo empujó a los hombres de la aldea hacia ese Occidente fabuloso que antaño se había desvinculado desdeñosamente de la bárbara Moscovia. Partiendo del Volga llegaron hasta Berlín y dejaron el camino sembrado de cadáveres. Allí, en Berlín, el reloj enloquecido se detuvo un instante —fue un breve momento de victoria— y los supervivientes se dirigieron entonces hacia el este: había que acabar con Japón…
En nuestra infancia, el péndulo parecía haberse detenido, como si se hubiera enredado en alguna de las innumerables hileras de alambradas esparcidas a lo largo de su trayectoria. Precisamente a unos veinte kilómetros de nuestra aldea había un campo de prisioneros. En un tramo del camino que llevaba a la ciudad, la taiga se despejaba y dejaba ver las siluetas de las torres de vigilancia entre la fría niebla centelleante. ¿Cuántas trampas como aquélla habría encontrado el péndulo en su recorrido a través del imperio? Sólo Dios lo sabía.
Y la aldea, despoblada, con tan sólo dos decenas de isbas, parecía dormitar en la cercanía de aquella mole atestada de vidas humanas. El campo de prisioneros: un punto negro en medio de las nieves infinitas…
El niño necesita muy pocas cosas para construir su universo particular. Sólo algunos puntos de referencia naturales, cuya armonía él descubre fácilmente y dispone en un mundo coherente. Así se organizó el microcosmos de nuestros primeros años. Conocíamos el lugar exacto de la taiga en que nacía un arroyo, surgido del oscuro espejo de una fuente subterránea. Ese arroyo, al que todo el mundo llamaba el Torrente, bordeaba el pueblo y desembocaba en el río cerca de una isba abandonada que antiguamente había acogido unos baños públicos. El río serpenteaba entre dos paredes oscuras de la taiga, ancho y profundo. Tenía nombre propio, el Olei, y se adentraba en geografías más amplias discurriendo en dirección norte-sur hasta unirse, lejos del pueblo, a otro río inmenso: el Amur. Este río aparecía en el polvoriento globo terráqueo que a veces nos enseñaba nuestro viejo profesor de geografía. Y en nuestro ingenuo microcosmos los asentamientos humanos se distribuían siempre en tres niveles: nuestra aldea, Svetlaia, junto al río; Kajdai, la capital del distrito, diez kilómetros más abajo de la aldea, y, finalmente, a orillas del Amur, la única ciudad de verdad: Nerlug, con su tienda y todo, en la cual se podían comprar hasta botellas de limonada…
El balanceo del péndulo trajo una abigarrada población a la aldea, pese a la primitiva simplicidad de su existencia. Había entre nosotros un anciano kulak exiliado tras la colectivización de Ucrania en los años treinta; la familia de los Klestov, unos viejos creyentes que vivían en un feroz aislamiento y apenas hablaban con los demás, y un barquero, el manco Verbin, que siempre explicaba la misma historia a sus pasajeros. Verbin había sido de los primeros en escribir su nombre sobre las paredes del Reichstag recién conquistado, pero justo en ese momento de éxtasis victorioso, la explosión de un obús olvidado le había seccionado el brazo derecho: ¡sólo pudo garabatear medio nombre!
El péndulo destrozó también muchas familias. Apenas quedaba una entera, aparte de la de los viejos creyentes. Mi amigo Utkin vivía con su madre, una mujer sola. Mientras Utkin fue un niño incapaz de comprender ciertas cosas, su madre le contó que el padre era piloto de guerra y que había muerto como un kamikaze, dejando caer su avión en llamas sobre una columna de tanques alemanes. Pero un día Utkin descubrió que, dado que había nacido doce años después de la guerra, era físicamente imposible tener un padre piloto. Dolido, se lo dijo a su madre, y ella, sonrojándose, le explicó que se trataba de la guerra de Corea… Por suerte, no andábamos faltos de guerras.
Yo tenía sólo a mi tía… Probablemente el péndulo, en su vaivén, había rozado la tierra helada de nuestra región dejando al descubierto ríos cargados de arenas auríferas. O quizá fue el oro que cubría su pesado disco lo que marcó una tierra tan ruda… En cualquier caso, mi tía no necesitaba inventarse ninguna hazaña aérea. Mi padre era un geólogo que había ido en pos de la huella dorada del péndulo. Seguramente, el día de mi nacimiento estaba a la espera de descubrir otro yacimiento aurífero. Nunca recuperaron su cuerpo. Y mi madre murió en el parto…
En cuanto a Samurai, que por aquel entonces tenía quince años, Utkin y yo nunca supimos quién era la vieja de nariz ganchuda cuya isba servía de vivienda a nuestro amigo. ¿Su madre? ¿Su abuela? Samurai la llamaba siempre por su nombre y cortaba en seco nuestros intentos de averiguar más cosas sobre ella.
El péndulo detuvo su movimiento. Y la vida de la aldea quedó reducida a tres asuntos esenciales: la madera, el oro y la fría sombra del campo de prisioneros. Ni siquiera se nos ocurría que nuestro futuro pudiera desarrollarse más allá de esos tres elementos primordiales. Pensábamos que un día nos uniríamos a los hombres que se sumergían en la taiga cargados con sus sierras dentadas. Algunos de estos leñadores habían llegado a nuestro infierno de hielo en busca del «dinero del Norte», la prima que duplicaba sus magros salarios. Otros eran prisioneros que habían sido puestos en libertad a condición de trabajar y mantener una conducta intachable, así que no contaban los rublos, sino los días… O quizás estaríamos entre esos buscadores de oro que a veces veíamos entrar en la cantina de los obreros. Enormes chapkas de piel de zorro, cortas pellizas ceñidas con cinturones anchos, botas colosales forradas con pieles lisas y brillantes. Se decía que algunos de esos hombres «robaban el oro del Estado». Era cierto: lavaban la arena de terrenos desconocidos y vendían las pepitas en un misterioso «mercado negro». De niños nos atraía enormemente ese destino.
Nos quedaba otra opción: quedarnos allá, a la sombra fría, en lo alto de una torre de vigilancia, apuntando con una metralleta a las filas de reclusos alineados junto a los barracones. O desaparecer en el hormigueo humano de esos mismos barracones…
Las noticias de Svetlaia giraban siempre alrededor de estos tres elementos: taiga, oro, sombra. Nos enterábamos de que una cuadrilla de leñadores había molestado a un oso escondido en su madriguera, y que los seis hombres habían tenido que huir apiñándose de cualquier manera en la cabina del tractor. Se hablaba del peso inaudito de una pepita «grande como un puño». Y, en susurros, de otro preso fugitivo… Pronto venía la época de las borrascas violentas, e incluso aquel hilo finísimo de información quedaba interrumpido. Entonces hablábamos de sucesos locales: se había soltado un cable eléctrico, habían descubierto huellas de lobos cerca del granero… Finalmente, un buen día la aldea se quedaba dormida…
Nos levantábamos para preparar el desayuno. Y de pronto advertíamos el extraño silencio que reinaba alrededor de nuestra isba. No se oía el crujir de los pasos sobre la nieve, ni el silbido del viento al rozar las aristas del tejado, ni los ladridos de los perros. Nada. Un silencio algodonoso, opaco, absoluto. El exterior ensordecido destilaba todos los sonidos domésticos, normalmente imperceptibles. Oíamos los suspiros del escalfador colocado sobre la estufa, el silbido fino y regular de una bombilla. Mi tía y yo escuchábamos la insondable profundidad de aquel silencio. Mirábamos el reloj de pesas. Normalmente, a esa hora ya era de día. Apoyando la frente en el cristal, escrutábamos la oscuridad. La ventana estaba completamente bloqueada por la nieve. Entonces nos precipitábamos a la entrada y, adivinando el acontecimiento inimaginable que se repetía casi todos los inviernos, abríamos la puerta…
En el umbral de la isba se alzaba una pared de nieve. Toda la aldea había quedado sepultada.
Lanzando un salvaje grito de alegría, iba a buscar una pala. ¡No había escuela! ¡No había deberes! Nos esperaba una jornada de feliz desorden.
Empezaba excavando un pasadizo estrecho; luego apelotonaba la nieve algodonosa y ligera, construía escalones. Para facilitarme la tarea, mi tía iba rociando con el agua caliente del escalfador el fondo de la cueva que excavaba. Ascendía lentamente, forzado a seguir a veces una línea prácticamente horizontal. Mi tía me daba ánimos desde la entrada de la isba, aconsejándome que no fuese demasiado deprisa. De pronto empezaba a faltarme el aire, notaba un vértigo extraño, me ardían las manos desnudas, notaba en las sienes los pesados latidos del corazón. La tenue luz de la bombilla que llegaba de la isba apenas iluminaba el rincón en que me afanaba. Inundado de sudor pese a la nieve que me rodeaba, me parecía estar dentro de un vientre cálido y protector. Mi cuerpo parecía rememorar sus noches prenatales. Embotado por la falta de aire, mi espíritu me sugería débilmente que sería mejor entrar en la isba para recuperar el aliento…
En ese preciso instante perforaba con la cabeza la cáscara de la superficie nevada. Cerraba los ojos, cegado por la luz.
En la llanura inundada por el sol reinaba una calma infinita: la serenidad de la naturaleza, que descansaba tras la tormenta nocturna. La taiga dejaba ver su lejanía azulada y parecía dormitar en la suavidad del aire. Y, por encima de la superficie centelleante, se alzaban blancas columnas de humo desde chimeneas invisibles.
Aparecían las primeras personas: emergiendo de la nieve, se erguían y envolvían con una mirada de admiración el luminoso desierto que se extendía en lugar de la aldea. Nos abrazábamos riendo y señalando las columnas de humo, pues resultaba muy extraño imaginar que alguien estuviese preparando la comida bajo dos metros de nieve. Un perro saltaba fuera del túnel y también parecía echarse a reír ante el insólito espectáculo… Veíamos aparecer a Klestov, el viejo creyente, que se volvía hacia el este, se persignaba lentamente y saludaba a todo el mundo con un exagerado aire de dignidad.
La aldea iba recuperando lentamente sus sonidos habituales. Los pocos hombres de Svetlaia, ayudados por toda la población, empezaban a excavar corredores que unían las isbas entre sí y abrían un pasaje hasta el pozo.
Sabíamos que aquella abundancia de nieve llegaba arrastrada a nuestra región de fríos secos por los vientos que nacían en la brumosa inmensidad del océano. También sabíamos que la tormenta era el primer aviso de la primavera. El sol de los próximos días derretiría la capa de nieve hasta dejarla amontonada por debajo de las ventanas. Y luego vendría un frío aún más violento que antes, como si quisiera vengarse de su luminosa y breve derrota. Pero al final, la primavera llegaría, de eso estábamos seguros. La primavera, tan espléndida y repentina como la luz que nos cegaba al salir de los túneles.
Llegaba la primavera y un buen día la aldea soltaba las amarras. El río se estremecía y daba comienzo el majestuoso desfile de enormes placas de hielo; su curso se aceleraba y las relucientes escamas de agua nos deslumbraban. El acre olor del hielo se mezclaba con el viento de las estepas. Y la tierra se hundía bajo nuestros pies, y entonces nuestra aldea, con sus isbas, sus cercas carcomidas y sus hileras multicolores de ropa tendida, la misma Svetlaia emprendía una alegre navegación.
La eternidad invernal llegaba a su fin.
El viaje no duraba mucho. Unas semanas después, el río volvía a su cauce mientras la aldea se arrimaba a la orilla de un fugaz estío siberiano. Y, en ese breve intervalo, el sol difundía el cálido aroma de la resina de cedro. Entonces sólo hablábamos de la taiga.
En el transcurso de una de nuestras expediciones a la profundidad de la taiga, Utkin encontró la raíz de jarg…
Utkin siempre andaba detrás de nosotros con su pierna mutilada. De vez en cuando nos gritaba a Samurai y a mí: «¡Eh, esperadme un momento!». Y nosotros reducíamos el paso, comprensivos.
Esta vez, en lugar de su habitual «¡Esperadme!», Utkin emitió un largo silbido de asombro. Nos dimos la vuelta.
¿Cómo pudo detectar aquella raíz que sólo los ojos expertos de las viejas yakutas eran capaces de distinguir entre la blanda capa de humus? Quizá fue gracias a su pierna tullida; aquel pie cojo, que Utkin arrastraba como si fuera un rastrillo, solía desenterrar sin querer cosas sorprendentes…
Nos acercamos a observar la raíz de jarg. No nos lo confesamos, pero los tres percibimos algo femenino en su forma. En efecto, la raíz de jarg era una especie de pera oscura con una corteza de terciopelo ligeramente ondulada, recubierta en la parte inferior por un vello violáceo. De arriba abajo, la raíz quedaba dividida por una hendidura similar al trazado de una columna vertebral.
La raíz de jarg tenía un tacto muy agradable. Su piel aterciopelada parecía responder al contacto de los dedos. Aquel bulbo de contornos sensuales dejaba adivinar una extraña vida que animaba el misterio de su interior.
Intrigado por su secreto, rasqué la rechoncha superficie del tubérculo con la uña del pulgar. La raspadura se llenó de un líquido rojo como la sangre. Intercambiamos una mirada perpleja.
—Déjame ver —exigió Samurai arrebatándome la raíz de las manos.
Samurai sacó la navaja y, siguiendo el canal que dividía el bulbo, hizo un corte en la raíz del amor. Luego, hundiendo los pulgares en el vello que rodeaba la base de aquel óvalo carnoso, separó bruscamente las dos mitades.
Oímos una especie de breve crujido, como el de una puerta bloqueada por el hielo que acaba cediendo ante el esfuerzo.
En un mismo gesto, nos inclinamos para verla mejor. Dentro de un hueco rosado y carnoso vimos una hoja larga y pálida. Estaba doblada con la conmovedora delicadeza que solíamos descubrir en la naturaleza y que nos provocaba sentimientos sofocados: destruir, romper aquella armonía inútil o…
No sabíamos qué hacer. De modo que estuvimos un momento contemplando aquella hoja, que recordaba la transparencia y la fragilidad de las alas de una mariposa al salir de la crisálida.
El propio Samurai parecía vagamente azorado ante aquella belleza inesperada y turbadora.
Finalmente, con un gesto expeditivo, juntó las dos mitades de la raíz de jarg y se las guardó en un bolsillo de la mochila.
—Se lo preguntaré a Olga —nos dijo echando a andar de nuevo—. Seguramente ha oído hablar de esto…