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SU cuerpo, ese cristal blando y ardiente sobre la caña de un soplador de vidrio…

¿Me oyes bien, Utkin? La mujer que evoco en nuestra conversación nocturna a través del Atlántico está a punto de cobrar forma bajo tu pluma enfebrecida. Su cuerpo, ese cristal con el cálido resplandor del rubí, perderá brillo. Sus pechos se endurecerán y se teñirán de un rosa lácteo. Sus caderas exhibirán un enjambre de lunares, las señales de tus dedos impacientes…

¡Habla de ella, Utkin!

La cercanía del mar se adivina en la luminosidad del techo. Aún hace demasiado calor para bajar a la playa. Todo dormita en este caserón perdido en medio del verdor: un sombrero de paja de alas amplias que brilla bajo el sol, en la terraza; en el jardín, unos cerezos retorcidos, de ramas inmóviles y troncos donde gotea la resina derretida. Y también el periódico de hace algunas semanas, que consigna en sus páginas el fin de nuestro lejano imperio. Y el mar, incrustación de turquesa entre las ramas de los cerezos… Estoy acostado en esta habitación que a través del ancho ventanal parece zozobrar en la resplandeciente extensión marina. Todo es blanco, todo es sol. Excepto la gran mancha negra del piano, exiliado de las veladas lluviosas. En un sillón: ella. Algo distante aún; sólo hace dos semanas que nos conocemos. Unas brazadas en la espuma, algunos paseos vespertinos a la sombra aromática de los cipreses. Algunos besos. Es una princesa de sangre azul, ¿te imaginas, Utkin? Pero ella se ríe de su realeza. Yo soy su oso, su bárbaro llegado del país de las nieves perpetuas. ¡Un ogro! Y eso la divierte…

En este momento se aburre en la larga espera de la tarde. Se levanta, se acerca al piano, levanta la tapa. Las lentas notas se desperezan medio a regañadientes, palpitan como mariposas con las alas cargadas de polen, se enredan en el silencio soleado de la casa vacía…

Yo también me levanto. Con la agilidad de una fiera. Estoy desnudo. ¿Oye ella cómo me acerco? No se da la vuelta, ni siquiera cuando la cojo por las caderas. Continúa ahogando largas notas perezosas en el aire licuado por el calor.

Sólo se interrumpe con un grito cuando súbitamente me siente dentro de ella. Buscando el equilibrio, presa de un pánico feliz, se apoya en el piano sin mirar ya las teclas. Con las dos manos, con los dedos abiertos en abanico. Surge una nota mayor, estruendosa y ebria. Y los salvajes acordes coinciden con sus primeros gemidos. Traspasándola, la empujo, la levanto, la despojo de su peso. Su único punto de apoyo está en las manos, que vuelven a desplazarse sobre el teclado… Otro acorde, más ruidoso y aún más insistente. Ahora está completamente arqueada, con la cabeza echada hacia atrás, con la parte inferior del cuerpo abandonada a mí. Sí: temblorosa, ondeante como una masa al rojo sobre la caña de un soplador de vidrio. El óvalo de carne que ondula bajo mis dedos se vuelve transparente con las gotitas de sudor…

Y los acordes se suceden, cada vez más entrecortados y jadeantes. Y sus gritos se responden en una ensordecedora sinfonía de placer: sol, clamor de las cuerdas, sonoros estallidos…, entre sollozos de felicidad y gritos indignados. Y cuando advierte que exploto dentro de ella, la sinfonía concluye en un chorro de notas agudas y febriles bajo sus dedos. Sus manos tamborilean enganchadas a las teclas resbaladizas. Como si se aferraran al borde invisible del placer, que empieza ya a abandonar la carne…

Y en ese silencio donde aún resuena un millar de ecos, veo cómo su cuerpo transparente va llenándose gradualmente con la dorada opacidad del reposo…

Utkin lo llama la «materia bruta». Un día llamó desde Nueva York y, con la voz algo turbia, me pidió que le relatara por carta una de mis aventuras. «No la adornes», me advirtió. «De cualquier modo ya sabes que lo retocaré todo. Lo que me interesa es la materia bruta…».

Utkin escribe. Siempre ha soñado con escribir. Desde los tiempos de nuestra juventud sepultada en lo más recóndito de la Siberia oriental. Pero le falta la materia. Con una pierna tullida y un hombro que sobresale en ángulo agudo, nunca ha tenido suerte en el amor. Desde la infancia lo ha atormentado esta trágica paradoja: ¿por qué uno de los dos tuvo que ser empujado al furioso torbellino de un gran río en pleno deshielo y quedó irremediablemente mutilado al ser aplastado por los bloques de hielo? Mientras que el otro, yo… Sí, yo murmuraba el nombre de aquel río, el Amur[1], sumergiéndome en su fresca sonoridad como en la ensoñación de un cuerpo femenino, nacido de una misma materia blanda, suave y brumosa.

Todo eso queda muy lejos. Utkin escribe y me pide que no adorne la historia. Lo comprendo, quiere ser el único artífice de la obra. Necesita vencer a la absurda fatalidad. Las incrustaciones de turquesa marina en las ramas de los cerezos… será él quien las añada a mi relato. Yo no adorno nada. Le entrego la masa de cristal candente, tal como es. Sin tallarla con la punta del cuchillo, sin insuflarle mi aliento para hacerla crecer. Tal como es: una joven de espalda morena, una mujer que grita, que solloza de placer y que deja caer los racimos de sus dedos sobre las teclas del piano.