Según Almaas, una «Idea Santa» es una percepción objetiva y no condicionada de la realidad. Utiliza el atributo «santa» como sinónimo de objetiva, no tiene nada que ver con el sentido religioso de la santidad como bondad. No se trata de un pensamiento o una idea, sino de una «comprensión vivencial» que conlleva un nivel de certeza diferente. Las Ideas Santas son el antídoto de las fijaciones ya que éstas suponen la expresión de una perspectiva mental limitada y condicionada acerca de la realidad, sostenida sobre engaños perceptivos y errores de pensamiento.
Es difícil saber lo que hay de objetivo en nuestra percepción de la realidad, tanto si nos referimos a las percepciones externas como si lo hacemos a las internas, tanto si hablamos de la percepción racional y lógica, más propia del hemisferio izquierdo, o de la «comprensión vivencial», intuitiva y cercana a lo emocional del hemisferio derecho.
Es de suponer que si el hemisferio izquierdo ha llegado a convertirse en dominante será porque tiene un valor específico para la conservación y evolución de nuestra especie. Y nuestra propuesta no pasa por relegar los conocimientos o la visión del mundo que nos proporciona y volver a estadios evolutivos anteriores, míticos, dándole todo el protagonismo a la visión del mundo que nos depara la mente emocional. Queremos más bien ampliar la percepción, dando un espacio a las informaciones que provienen de esa mirada más intuitiva, a esa capacidad de comprensión de orden holístico, que sólo se contrapone a la percepción racional y lógica cuando la seguimos mirando desde la óptica de la dualidad que caracteriza al pensamiento racional.
Desde ese pensamiento hemos alcanzado grandes logros técnicos que nos facilitan la vida, ¡qué duda cabe!, pero también es verdad que la objetividad y frialdad de la lógica no proporcionan ningún alivio a ese regalo que nos vino a la especie aparejado con la consciencia: la consciencia de la muerte (J. L. Arsuaga). Frente a ello, las vivencias místicas sí suponen un consuelo y nos permiten vivir aligerando la carga de ansiedad y angustia que acompañan nuestro paso por el mundo. La sensación de plenitud, de felicidad, serenidad y libertad que conlleva no ya la experiencia mística sino la simple comprensión de otro nivel de realidad, como el que nos aportan las Ideas Santas, es algo que la mayoría de los humanos anhelamos y que está en nuestras manos conseguir puesto que una parte de nuestra mente sigue teniendo la capacidad de hacerlo. Estas ideas nos permiten una visión unitaria, que rompe los límites del dualismo y el pensamiento analítico y liberan nuestra mente abriéndonos a otro nivel de percepción.
Rof Carballo dice que el cerebro derecho es el receptor de lo que constituye el mundo mítico. Según su criterio, la percepción de lo numinoso, de las realidades más o menos veladas al hemisferio izquierdo, posibilitada por el ambiente sutil de las primeras experiencias con la madre, prepara al hombre para la adversidad, para las dificultades de la vida, para aliviar la angustia y el desencanto que considera secuelas inevitables de la pérdida de la dimensión espiritual.
Cuando nos movemos con el mapa del eneagrama no estamos hablando de los dos hemisferios, sino de los cinco centros que planteaba Gurdjieff y, por tanto, cuando hablamos de las fijaciones nos estamos refiriendo a los errores cognitivos personales del centro intelectual inferior y no a la percepción del mundo característica del hemisferio izquierdo; y al hablar de las Ideas Santas nos referimos a las verdades percibidas por el centro intelectual superior y no a la forma intuitiva de percepción del hemisferio derecho. Pero creemos que esta digresión adquiere sentido porque las Ideas Santas tienen ese carácter holístico, porque hablamos de una «comprensión vivencial» y porque nos alejamos de la estructura binaria del pensamiento lógico y nos acercamos a una percepción unitaria.
Volviendo a Almaas, la liberación de la fijación, que se debe a una distorsión en la percepción, sólo es posible mediante la experiencia vivencial de la Idea Santa, que es un modo de experimentar la realidad. Las Ideas Santas son llamadas por Ichazo «psicocatalizadores» ya que catalizan el proceso de transformación desde la identificación con el ego a la identificación con el Ser. El ego se desarrolla por la pérdida de contacto con el Ser. Naranjo utiliza ambos términos.
Explica Almaas que las llamamos «ideas» porque constituyen perspectivas del centro intelectual superior y que estas nueve perspectivas sólo son posibles si la confianza básica está integrada. Cuando domina la confianza básica, el centro intelectual se abre y percibimos la realidad. Desde nuestro punto de vista, no sólo hemos de restaurar la confianza básica, sino que hemos de llevar a cabo el trabajo de observación de uno mismo que nos lleva a darnos cuenta de los engaños en la manera de percibir nuestro mundo interno y de construir nuestra cosmovisión, a separarnos de los paradigmas conceptuales que limitan nuestra experiencia, a liberar nuestro centro intelectual inferior de las fijaciones y nuestro centro emocional de las pasiones que ligan emociones y creencias. Así, quitados los velos, podemos acceder a otra manera de percibir la realidad, menos egocéntrica.
Desde esta perspectiva, cada Idea Santa presenta un aspecto de la verdad sobre la realidad. Si percibimos la realidad tal cual es, sin filtro alguno, veremos estas nueve ideas como distintas manifestaciones de ella. Son inseparables, puesto que son nueve aspectos, expresiones o elementos distintos de la misma experiencia, del mismo Ser.
Vamos a eliminar el término «santa» por su connotación religiosa y a utilizar simplemente Ideas con mayúscula para distinguirlas de las ideas que rigen nuestro funcionamiento cotidiano, a menudo tan condicionadas por los prejuicios, de los que el trabajo con el eneagrama trata precisamente de liberarnos.
Con la inspiración de sus aportaciones describiremos estas Ideas, complementándolas con nuestras sugerencias o nuestra elaboración de su pensamiento.
Comienza Almaas a explicitarnos esta visión de la realidad desde el punto ocho, Verdad o Ser, y vamos a mantener ese orden porque consideramos que tiene sentido hacerlo así, pues la Idea de la Unidad del Ser es previa a cualquiera de las otras, que no podrían entenderse sin la referencia a ella.
Nos es difícil, incluso, la comprensión conceptual de lo que implica Unidad, puesto que desde nuestra estructura mental, hablar de unidad lleva implícito hablar de dualidad o de multiplicidad, y en esta conceptualización estamos hablando precisamente de no-dualidad.
La Idea del Ser se refiere a la percepción de que el Ser constituye la totalidad de todas las cosas, que existe en todo y todo existe en él. El Universo es puro Ser, consciencia ilimitada.
No es fácil la percepción de esta Idea, que puede ser entendida racionalmente, pero que sin la comprensión vivencial que aporta el haber estado en contacto con esa experiencia de Unidad, se diluye fácilmente en la vida cotidiana. Porque, en la vida cotidiana, la sensación de separación es fundamental, la identidad se construye sobre lo diferente y toda la evolución psicológica nos lleva desde un bebé fusional que no puede tener una existencia independiente a un adulto maduro cuya madurez se mide precisamente por la capacidad de estar solo, de ser autónomo. Esta supuesta autonomía nos hace olvidarnos de nuestra conexión con el Ser, con la vida. Para funcionar en el mundo es necesario ese ego «separado», el que Freud llama intermediario con la realidad, el yo funcional que realiza las tareas que nos corresponden como humanos. Y en la percepción del mundo que este yo funcional construye, la dualidad está siempre presente, vemos un mundo de oposición y polaridad, donde existe lo claro y lo oscuro, lo bueno y lo malo…, todo lo que percibimos tiene su opuesto. Así que no sólo creemos que yo estoy separado de todo lo demás, sino también que las cosas están separadas. Los principios de la lógica aristotélica (no contradicción, tercero excluido) imperan en nuestra mente, quizás porque los límites biológicos de nuestra estructura como humanos nos condicionan, o quizás porque ésa ha sido la cultura imperante en Occidente.
Si percibimos el mundo desde la perspectiva egoica, vemos el universo como dualístico. Vemos discordia, oposición, dualidad. La realidad física está hecha de objetos que pueden ser discriminados. A través de los sentidos físicos, sólo percibimos objetos diferenciados. Pero si abrimos nuestra percepción interior, más allá de nuestras creencias, el universo adopta un aspecto distinto. Si nos dejamos experimentar el Ser, podemos percibir que, aunque los objetos aparezcan diferenciados, la separación no es real, las cosas no existen separadas las unas de las otras, en realidad todos los objetos constituyen una sola cosa. La realidad aparece como una existencia indivisible, no dual, como, utilizando el símil de Almaas, las olas del océano, carentes de existencia sin el océano.
Desde la perspectiva del Ser, las polaridades, los opuestos, no son más que manifestaciones diferentes del mismo Ser.
La experiencia vivencial de esta Idea se refleja en una sensación de que las cosas Son, simplemente son, con una certeza que no implica al pensamiento, una evidencia que no permite la duda. El placer y el dolor conviven, podemos aceptar todos nuestros sentimientos, todas nuestras sensaciones, todo lo que nos ocurre. Es la experiencia mística, con esa sensación de unidad, de totalidad, donde el yo se disuelve y los objetos también y no queda más que la consciencia ilimitada.
La consecuencia es la percepción de que «soy», ni bueno ni malo, sólo soy y soy de una pieza, estoy entero y al mismo tiempo mi yo no cuenta, sólo existe en la medida en que estoy siendo vivido. Porque, aunque funcionemos a través de nuestro ego, según las características de nuestra personalidad, no hay «nadie», ningún yo que pueda atribuirse la culpa o el mérito de nuestras acciones: sólo es el Ser, expresándose a través de esa forma concreta en que se ha proyectado en nosotros. El ego también tiene cabida en el Ser, pero no tiene sentido que se considere independiente y que se atribuya la autoría de nuestra vida.
Así pues, la Idea del Ser nos pone en contacto con que el ego no es un todo separado e independiente, sino que forma parte de la Unidad. Cuando, al parar la mente, topamos con esa consciencia ilimitada de la que formamos parte y dejamos de percibirnos como un yo separado, la sensación de dualidad se disuelve, podemos percibir que hay otro plano de realidad donde mi existencia no está separada, como no lo está ninguna célula o ningún órgano de nuestro organismo de los demás, aunque tengan funciones diferentes y se puedan analizar clínicamente de forma separada.
Desde aquí podemos ver que la dualidad, la división del mundo, no tiene sentido. Aunque en nuestra vida cotidiana hayamos de seguir manejándonos con una realidad dual, dejamos de creer que ésta es la auténtica realidad. Nada está excluido, todo pertenece al Ser, todo es Ser, este Ser que se manifiesta así, en forma múltiple y polar, pero incluyendo toda la multiplicidad. La división de bueno y malo deja de tener sentido. Todo forma parte del Ser, aunque desde la perspectiva humana haya cosas que nos favorecen y otras que nos perjudican, cosas que nos gustan y nos atraen y otras que no.
La creencia en la dualidad mantiene al ego unido y en lucha con la realidad a la que se opone. El hecho de integrarlo todo, de asumir que todo tiene cabida en el Ser, que la distinción entre bueno y malo es fruto del juicio humano, no quiere decir que los valores morales desaparezcan y que podamos actuar como nos venga en gana, sólo quiere decir eso, que más allá de los límites de lo humano y de las condiciones necesarias para la supervivencia de la especie, condiciones que se dan en todas las especies, condiciones morales de lo que se puede o no hacer, los criterios de bueno y malo no existen.
Para Almaas, la pérdida del sentimiento de unidad se experimenta como la sensación de haber sido castigado por haber hecho algo mal. Lo relaciona con el mito de la «expulsión del paraíso», presente en todas las culturas, y que podemos interpretar como la añoranza del estado de unidad, perdido realmente con la aparición de la conciencia individual. En el caso del mito cristiano es precisamente haber comido la fruta del árbol del conocimiento, del conocimiento del bien y del mal, lo que condujo a esta expulsión, vivida como un castigo. La consecuencia es una angustia profunda (conectada con la angustia de desintegración) y un sentimiento de culpa indefinida, como si algo estuviera mal en nosotros.
Desde la idea del Ser nada está excluido, ni el ego ni el pensamiento ni la resistencia ni la neurosis. No sobra nada ni nadie.
Creemos que el origen psicológico de la ilusión de dualidad lo podemos ver más claramente al analizar la angustia de desintegración. Esta angustia, como refleja muy bien el mito de la expulsión del paraíso, se conecta con haber sido expulsados, excluidos, rechazados o abandonados en algún momento y haber vivido la impotencia para lograr recuperar lo deseado. Esa impotencia es vivida como debilidad, una debilidad capaz de destruirnos, ante la que necesitamos reaccionar sintiéndonos fuertes, poderosos, capaces de ser nosotros quienes dictamos las normas y expulsamos a quien no las cumple.
En los tres rasgos instintivos, en los que ya hemos hecho referencia a que la sensación básica más poderosamente vivida es la de impotencia, creemos que hay una vivencia de la existencia de una falla, de algo que está mal en nosotros desde el origen, como un defecto de fábrica. Este defecto para el tipo 8 es la debilidad, por eso hay una lucha tan fuerte contra cualquier atisbo de ella y una reacción de dominio, de poner las cosas en su lugar, para no volver a pasar por la angustia de desintegración ni por la experiencia del miedo. No es más que eso el objetivo de la venganza. Por ese motivo, la reacción al dolor es transformarlo en agresividad, en rabia, porque la rabia nos hace sentir fuertes mientras que el dolor nos conecta con la vulnerabilidad. La dualidad está servida: hay algo malo que está fuera, ante lo que tengo que protegerme y defenderme.
Pero ése es un camino sin final. No es verdad que estemos excluidos, no es verdad que tengamos ningún fallo, ni que tengamos que arreglar las cosas, ajustar las cuentas. Sólo necesitamos reconocer que todo está bien en este momento. Si no interferimos ni manipulamos y dejamos que las cosas sean como son, experimentaremos un estado de unidad, que disuelve la ilusión de la dualidad y la lucha.
En el punto nueve, la Idea es el Amor. Se trata de la percepción y comprensión de que la verdadera realidad es amor. El Ser es Amor, consciencia amorosa que crea y sostiene la vida, que permite que la vida siga ocurriendo.
Sin la intuición de la Idea del Amor no alcanzamos la comprensión emocional de las otras Ideas.
El Amor no es la experiencia del amor humano, la sensación de amor; tiene que ver más con las experiencias místicas en las que nos sentimos unidos con todas las formas de vida, integrados e invadidos por una sensación de gratitud; momentos cumbres en los que podemos sentir el regalo de vivir y el agradecimiento por estar vivos y por la vida que nos rodea. Es la experiencia de gozo ante la belleza de la creación. Sentir dentro la vida, el placer de estar vivo, de sentirse parte de esa creación, fruto amoroso de la plenitud del Ser, hijo del Amor, con capacidad de amar.
Aunque el Amor sea algo que trasciende la sensación amorosa, el contacto con esta Idea genera en nuestros corazones sensaciones de placer y gratitud, de manera que si bien el Amor es algo mucho más amplio que esas sensaciones, es lo que permite que la vida siga su proceso, la continuidad de la vida; su percepción, a nivel humano, adquiere la forma de ternura o amor. Es el reflejo, en lo cotidiano, de una vivencia profunda de la calidad amorosa de la vida.
A menudo no le dejamos espacio suficiente, pero a pesar de ello, todos hemos podido sentir esos momentos de plenitud donde nos encontramos en paz, en armonía con nuestra naturaleza, sea a través de la música, de la belleza de un paisaje o de la experiencia de hacer el amor. En esos momentos sentimos que todo está bien, más allá de las categorías mentales positivas o negativas. Todo tiene cabida.
El Amor constituye una cualidad de la existencia, que la hace amorosa y gozosa, es la condición natural de la mente que aparece en el momento en que, contemplando la creación, nos invade una sensación de gratitud. Esos momentos en que somos capaces de reconocer la grandeza, la belleza de la creación, de un modo que nos emociona en lo profundo. Experiencia que desde los límites del eneatipo 9 es difícil de alcanzar, puesto que sus preocupaciones están centradas en lo práctico e, incluso cuando se acercan a una experiencia mística, tienden a quitarle crédito.
En el Amor no hay polaridad, está más allá de las categorías, positivas o negativas, que nuestra mente ha establecido, es independiente de nuestros juicios mentales. Algo de esta independencia de lo mental podemos intuir cuando nos damos cuenta de que queremos a alguien más allá de que cumpla o no nuestras expectativas de cómo debe ser. Cuando suspendemos nuestras opiniones, experimentamos la cualidad amorosa y compasiva del Ser. Sólo cuando no tenemos un punto de vista experimentamos la realidad de este modo. Algo de esto es intensamente buscado en el carácter incondicional que el 9 otorga al amor.
El Amor constituye el corazón de la existencia. Almaas dice que el hecho de experimentar la totalidad de la existencia como Amor implica aceptarlo todo, sin reservas: si existe una emoción particular que no nos permitimos sentir, ya sea amor u odio, dicha represión actuará como barrera a la hora de percibir el Amor en el universo. Es difícil aceptar la Idea del Amor si existe cualquier resquicio, cualquier creencia en la dualidad bueno-malo en nuestro interior. En términos del Amor, dicha dicotomía no existe. Sólo hay cosas que en cuanto organismos, individuos humanos, nos gustan o nos disgustan. Y ésta es una de las dificultades que ha de afrontar este rasgo: desde la idealización de lo incondicional del amor, no hay sitio para lo que no gusta; si algo no gusta, entonces el amor no es verdadero; si no puedo aceptarlo todo, entonces es que soy incapaz de amar. Por otra parte, nadie me puede querer porque no todo es bueno en mí.
La percepción de esta Idea, de que todo lo que ocurre tiene cabida en el Ser, es Ser, con independencia de lo que nuestra mente piense de ello, hace que nuestro corazón se abra.
La comprensión del Amor es el antídoto específico para la creencia de que no podemos ser queridos. Ya hemos visto que esta idea, no totalmente consciente, produce un sentimiento de inferioridad. El amor es vivido como condicional, concreto, no como una cualidad de la existencia, el amor existe, no se niega el amor, pero tenemos la sensación de que nosotros no cumplimos las condiciones, no poseemos esa cualidad de lo amable y, por tanto, no somos ni podemos ser amados. Esta sería nuestra falla. Cuando no nos sentimos queridos creemos que dentro de nosotros no hay nada digno de ser amado, lo que somos no es suficiente para despertar el amor; nos sentimos inferiores al creer que carecemos de lo que nos hace queribles. Es una sensación de que somos seres de segunda categoría, que nos falta algo. Este convencimiento no puede adjudicarse a ninguna deficiencia concreta, ni puede eliminarse por ningún reconocimiento. Uno se siente intrínsecamente inferior, no importa lo que haga, lo que consiga, lo que posea. No es la sensación de haber perdido algo que alguna vez tuvimos y que era bueno, sino de que nunca lo tuvimos, que fuimos creados con un defecto. Siempre encontramos el fallo donde colgar nuestra inferioridad, a menudo en lo físico, pero también en otros aspectos internos que tratamos de ocultar. Esta situación va acompañada de un sentimiento de mucha vergüenza: no queremos que los demás nos vean porque entonces se darían cuenta de que realmente no merecemos el amor. Y como siempre pensamos que, si alguien nos demuestra amor, es porque no ha visto aún nuestro fallo, la creencia se perpetúa.
Como dice Almaas, es un sentimiento de inferioridad muy global éste de no creernos dignos de amor, que nos desconecta de la posibilidad de ver nuestro propio valor. En lugar de sentir amor y disfrutar de nuestras vidas, nos sentimos aburridos de nosotros mismos. Además, como no nos permitimos reconocer nuestras capacidades y atributos, aunque tengamos experiencias de realización y comprensión, seguimos sin creer que somos nosotros los que estamos teniendo esa experiencia, y seguimos comportándonos sin darle importancia, como si no lo supiéramos. No valoramos nuestra existencia y la vida se convierte en mera supervivencia, superficial y mecánica, predominantemente física. Por otra parte, es mejor no mirar dentro si allí no hay nada valioso, incluso si podemos descubrir que todavía somos peores de lo que imaginamos. Mejor distraernos con lo exterior. En cierta manera, la experiencia mística de disolución puede ser una trampa para este carácter, una manera de disolver ese ego tan poco querible. Pero, paradójicamente, no estamos hablando de no ser, sino de permitirnos ser esta expresión concreta que somos y saber, al mismo tiempo, que nada somos sino Ser.
En nuestra opinión, la gran dificultad que va más allá de no sentirse querible y que queda muy bien ocultada por ese sentimiento de que algo falla en nosotros e imposibilita a los demás para amarnos, es no sentirnos capaces de amar. A primera vista los demás no me aman, pero detrás está la desconexión con la ternura, la creencia de ser incapaz de esos sentimientos amorosos que reclamamos en los otros. Eso es el verdadero fallo, el error con el que hemos sido creados, y para subsanarlo, nos olvidamos de nosotros, nos ocupamos de los demás, tratamos de hacer lo que necesitan, relegando nuestros deseos; y cuanto más lo hacemos, más nos alejamos del Amor que anhelamos, más nos impedimos sentirlo dentro de nosotros. No podemos dejar entrar el amor, reconocer que los otros nos quieren, recibirlo porque, en un nivel profundo, nos sentimos incapaces de corresponder.
En nuestra opinión, la defensa establecida ante la rabia por no sentirnos queridos es renunciar a los sentimientos amorosos, negar su existencia en nosotros, y el no sentirlos es justamente lo que nos hace indignos del amor y lo que nos lleva a pensar que algo falla en nuestra constitución. Tenemos entonces que hacer muchas cosas para que nos quieran y para creer que queremos, pero nada será suficiente hasta que no podamos reconocer que nuestra esencia es también amor, que el amor está en nosotros, no estamos excluidos del gozo del Amor, de una existencia amorosa; podemos vivir, en lugar de limitarnos a sobrevivir. La inferioridad no puede disolverse si no integramos el Amor. Hemos de renunciar a la creencia de que nosotros no pertenecemos al Ser, estamos excluidos, somos fruto de un error. Esta creencia deriva de la situación de dependencia infantil en la que el niño no puede aceptar los límites del amor de los padres y piensa que si los padres no lo quieren (como él necesita ser querido), no es debido a las dificultades de los padres, sino a que algo falla en el propio niño.
Si el Amor constituye la naturaleza de la realidad, también nosotros somos Amor, podemos experimentar en nosotros mismos los sentimientos de ternura que abren nuestro corazón, nos acercan a los otros, nos permiten llenarnos de sentimientos amorosos que hacen que nuestra vida deje de ser monótona y aburrida, que permiten el entusiasmo y la vitalidad. El conocimiento de que el Amor es nuestra cualidad intrínseca elimina la inferioridad. El Amor que permite que nuestra vida siga desarrollándose, que no nos abandona.
El Amor está en el centro de las tres ideas de la esquina superior del eneagrama. Estas tres Ideas que pertenecen a las características intrínsecas del Ser, de la realidad cósmica. El Amor, indica Almaas, supone la percepción de las leyes cósmicas, que llevan a la creación de la Vida, y de que esa creación no es fría, que existe algo cálido, amoroso en el modo en que funciona la realidad. Supone que la realidad tiene «corazón».
Si abandonamos nuestras mentes y experimentamos las cosas tal como son, reconoceremos el Ser bajo los distintos estados y apariencias y nos dejaremos inundar por el Amor que sostiene la Vida. El Amor es una cualidad inseparable de la existencia.
La presencia del Ser es Amor y su despliegue, acción amorosa. Es la naturaleza de todo lo que existe. Si esta cualidad amorosa dejamos de verla como intrínseca a la existencia, empezamos a creer que el Amor depende de ciertas condiciones y circunstancias, que nosotros no cumplimos y, por eso, perdemos nuestro derecho a la vida.
La Idea de la Perfección nos permite percibir la realidad en su perfección intrínseca. No tenemos que hacer nada para mejorarla.
Ver la realidad desde la Perfección significa ver que está bien tal como está, que no precisa correcciones. Si lo vemos así, dejamos de hacer muchas de las cosas que hacemos; si todo es perfecto, nuestro esfuerzo por mejorar las cosas y mejorarnos es inútil.
Si la realidad es perfecta y nosotros formamos parte de esa realidad, el trabajo espiritual no consiste en tratar de hacer que nuestra vida vaya mejor, sino en aceptar que todo lo que pasa es la Perfección del Ser. A menudo, el tipo 1 se aferra a terapias interminables, en esa búsqueda de mejorarse, de perfeccionarse, de saber todo lo que sea necesario para poder hacer su vida mejor y, en este afán, incluye a todos los que le rodean, induciendo a amigos, parejas o hijos a seguir su ejemplo.
El ego no puede percibir la Perfección, pues lo que desea es cambiar la realidad para que encaje con lo que él cree que debería ser. Como dice Almaas, hemos de descubrir lo que nos impide ver la realidad tal cual es, los puntos oscuros donde se engaña nuestra percepción: juicios, preferencias, gustos, aversiones, miedos e ideas de cómo deberían ser las cosas. La perfección de la realidad sólo puede contemplarse si nuestra conciencia se convierte en un claro espejo que lo refleja todo tal como es sin proyección o distorsiones. No estamos viendo la realidad mediante el filtro de nuestras propias ideas y, por tanto, su perfección no se basa en una opinión o una valoración. Si nuestro espejo crea cualquier distorsión, si nuestra percepción contiene cualquier preferencia, entonces estamos viendo la realidad desde un punto de vista ilusorio y nos perderemos su inherente perfección. Ver las cosas objetivamente significa que no tiene importancia el hecho de pensar que lo que estamos viendo sea bueno o malo, significa sólo verlo tal cual es. No es nada fácil este proceso para el eneatipo 1 que ha construido su identidad basándose en sus juicios, claros, definitivos y muy bien establecidos sobre cosas que no son discutibles, que son inmutables, que no se pueden cuestionar, tanto que no entienden cómo es posible que los demás no lo vean de igual manera. Hay una valoración moral sujeta al momento que no tiene en cuenta la perspectiva de un proceso más amplio, en el que lo bueno y lo malo se relativizan.
Hay un viejo cuento que refleja esta relativización. Trata de un campesino al que le tocó un caballo en una rifa. Todos sus vecinos envidiaban su «buena» suerte. Pero después su hijo se cayó del caballo y todos lamentaban su «mala» suerte. La pierna rota evitó que se llevaran a su hijo en una leva para la guerra. Y de nuevo, los vecinos envidiaron su «buena» suerte…
La perfección, tal como se entiende desde el ego, se determina midiendo la realidad oponiéndola a algún ideal de cómo se supone que deberían ser las cosas. Pero la Perfección no puede percibirse desde el punto de vista del ego, puesto que el ego desea cambiar la realidad para que case con la que debería ser. Desde el ego, la honda creencia de que algo anda mal en nosotros se proyecta al exterior, por lo que siempre vemos algo equivocado en algún lugar e intentamos mejorarlo. Nuestra propia agresividad se oculta tras la crítica perfeccionista.
La experiencia emocional de esta Idea tiene que ver con poder apartar el ego y sus juicios, con darse cuenta del sentido que tiene para la vida cualquier cosa que ocurra, de cómo la vida se generó y lleva miles de años funcionando, sin que yo existiera, desde antes del origen, para decirle cómo debería hacerlo. Hay una caída de la soberbia que implica creer que uno sabe, y de sentir que uno lo haría mejor que cualquier Dios. Al mismo tiempo, esta experiencia resulta muy liberadora de la tensión que produce sentirse con el deber de arreglar las cosas, de dirigirlo todo. No implica volverse inactivo, sino que nuestra acción deja de estar guiada por la exigencia y el deber, es espontánea, acción sin ego, sin juicios ni preferencias, hacemos lo que tenemos que hacer, sin más, perdiendo la rigidez de la conducta normativa.
Si no estamos en contacto con la Idea de Perfección, existe el convencimiento, la sensación de que algo va mal, la creencia de que existe real y absolutamente algo bueno y algo malo, en el mundo y en nosotros. Lo que va mal en nosotros es, en este caso, la agresividad, la rabia generada desde la impotencia que nos hace sentirnos muy destructivos. Lo que va mal en el mundo está relacionado con que la gente se comporte de una manera egoísta, no respetando las normas ni los intereses de los otros. Esta conducta de los demás es capaz de desatar nuestra agresividad y justificarla. Por ello es importante conseguir que todos hagan las cosas como «Dios manda».
La comparación de lo que somos con la idea de lo que podríamos ser, de lo que deberíamos ser, se basa en los sentimientos infantiles del amor condicionado a nuestra conducta, la sensación de ser bien acogidos cuando cumplimos las normas, y rechazados cuando no lo hacemos. La comparación, en origen, se establece entre nuestras propias experiencias positivas o negativas, de satisfacción o frustración, en distintos momentos. La experiencia infantil de bueno y malo está relacionada con el propio bienestar; es bueno lo que lo produce, y malo lo que no. Proyectamos hacia afuera nuestras experiencias y las sustentamos por medio del superyó, el entorno social o los valores espirituales. Reaccionamos intentando mejorarnos; comparar, juzgar y criticarnos a nosotros mismos se convierte en una actividad obsesiva para cambiarnos (y cambiar el mundo) y conseguir así el amor anhelado. Creemos que si trabajamos a fondo para cambiarnos, al final podremos dejarnos en paz, podremos disfrutar y esto se vuelve infinito. Almaas insiste en que podemos dejarnos en paz ya. En el fondo, intentar mejorarnos o intentar demostrar que siempre tenemos razón es lo mismo: un modo de ocultar que hay algo mal en nosotros, una reacción a esa creencia. En el deseo de mejorar está implícita la comparación. No hay nada en que convertirse si ya somos el Ser. Tenemos la idea de que hemos de esforzarnos para conseguir mejorar y el temor de que si nos aceptamos tal cual somos no podremos evolucionar. Paradójicamente, algo cambia en lo profundo cuando dejamos de exigirnos, puesto que esa exigencia implica opresión y odio, y el odio impide la evolución natural.
Los juicios comparativos y los intentos de cambiar interfieren con la realidad, considerada mejorable. A las personas de alrededor les resulta difícil aceptar la actitud rígida, controladora y crítica del eneatipo 1, sabiendo que nada de lo que hagan será suficiente para satisfacer la exigencia de perfección. Esto cambia profundamente cuando podemos ver que todo es Ser y que las formas que adopta son secundarias; cuando estamos en contacto con nuestra naturaleza intrínseca y dejamos de tener la sensación de que algo va mal, nos volvemos más tolerantes con los demás y menos rígidos en nuestro comportamiento.
Si todo es perfecto, podemos confiar en ello, en su funcionamiento y en sus cambios, puesto que sabemos que todo está bien en la realidad última. Podemos entregarnos a la realidad y dejarnos en paz.
Desde el uno, la Perfección nos da la perspectiva de que el universo no sólo es de naturaleza amorosa, sino que ésta naturaleza es también perfecta, todas las cosas son adecuadas, todo lo que sucede está bien, no puede ser de otra manera.
La Perfección supone una aceptación de lo que hay: es una sensación de adecuación de las cosas como son, el Ser que, simplemente, Es. Nos alerta Almaas de que no tiene nada que ver con la aceptación del ego, con la actitud de aceptación como opuesta a la de rechazo. Se trata de algo más profundo, que está relacionado con parar la mente, estar en el momento, en contacto con nuestra presencia, nuestra esencia, con lo que estamos experimentando en nuestros cuerpos. Cuanto más presentes estemos en el ahora, más profunda será la certeza de que así son las cosas. Tan sólo estamos viendo las cosas como son. Cuando la perfección intrínseca de la existencia no se percibe surge la ilusión específica, el modo particular de experimentar y acercarse a la realidad del 1, los juicios comparativos sobre el bien y el mal, y la necesidad de hacer cosas buenas que compensen el mal, como ocurre, llevado al extremo, en los actos de las personalidades obsesivas.
La Voluntad o Libertad, la Idea del punto dos, implica de alguna manera la percepción de que todo lo que sucede tiene cabida en el Ser, la percepción de la Idea de la Perfección. Cuando partimos de ahí, se produce una aceptación de la voluntad del universo, de lo que sucede. Si sabemos que todo lo que pasa tiene cabida, tiene sentido entregarse, no resistirnos, y esto genera una sensación de libertad.
El funcionamiento de ese Ser único, perfecto y amoroso, del que formamos parte, se expresa en movimiento: se mueve en una dirección, siguiendo unas leyes naturales fijas, una voluntad. La Libertad supone rendirnos a esa Voluntad y darnos cuenta de que realmente formamos parte del flujo de la realidad. No somos un objeto independiente, por tanto, no podemos ser el autor de nuestro «drama», aunque nos empeñamos en serlo, somos sólo el actor a través del cual la vida se expresa.
Si creemos que hay cosas que son mejores que otras, si pensamos en términos de bien y mal desde nuestra experiencia de lo que nos gusta o no, lógicamente queremos intentar que el mundo se adapte a nuestros deseos, que podamos imponer nuestra voluntad personal y obtener para nosotros siempre lo que consideramos mejor.
La entrega a lo que está sucediendo, sin que sostengamos ninguna actitud al respecto, nos abre a otra realidad. En ella todos los estados son pasajeros y todos tienen cabida en el Ser. El ego siempre está interfiriendo con lo que sucede, intentando cambiar las cosas, buscando estados emocionales gratos, tratando de evitar las frustraciones. Es la tendencia natural del organismo. Pero a poco que observemos nuestra experiencia interior, comprobaremos que nuestros estados internos no dependen de nosotros, no estamos haciendo que las cosas sucedan; sólo tenemos que observar durante un espacio de tiempo todos los pensamientos y las emociones que se mueven dentro de nosotros. Cuando lo hacemos podemos verificar que tanto las emociones como los pensamientos surgen y se mantienen o desaparecen de forma independiente de nuestra intención. Lo mejor que podemos hacer es no tratar de cambiarlos. Suceda lo que suceda nos irá bien. Aceptamos la realidad incondicionalmente. Y sabemos que cuando estamos en contacto con nuestro ser, cuando podemos sentir nuestros deseos auténticos, éstos no se hallan tan lejos de la Voluntad, pues estamos conectados con el Ser, somos Ser y su Voluntad se manifiesta a través de nosotros. Parece que cuando nuestro deseo se armoniza con la Voluntad, todo sucede fácilmente, en contraposición al enorme esfuerzo que supone querer lograr a toda costa nuestra voluntad.
No es que exista ningún plan trazado, lo que suceda en el momento siguiente no ha sido planeado, sino que sucede según la Voluntad de un universo inteligente y creativo, totalmente incondicionado.
Hemos de aprender a discriminar entre las reacciones del ego y la respuesta apropiada a lo que la vida nos depara, porque la entrega de la que hablamos no es resignación ni pasividad, sino que implica un nivel diferente de actuación como respuesta que se produce desde la aceptación. Nuestros actos fluirán desde nuestra comprensión de esta Idea, dejarán de ser reacciones, respuestas defensivas para tratar de modificar el curso de la vida y se convertirán en respuestas espontáneas. La verdadera libertad es la de aceptar totalmente cualquier cosa que el universo manifieste a través de nosotros. La libertad es una entrega completa a lo que la vida nos traiga.
La creencia, la ilusión de que existe un yo separado que puede hacer que las cosas vayan como queremos, nos aleja de esta Idea. Todas las defensas de este eneatipo se basan en cambiar nuestra experiencia para conformarla al modo en que nos gustaría que fuese, desde una posición dominante, que intenta obtener privilegios, como si las reglas del juego no contaran, sólo cuentan los propios deseos. Se produce una constante manipulación interna, que pone la represión a su servicio, a fin de no ver lo que no queremos. También externa, cuando manipulamos a otras personas para que se adapten a cómo deseamos que sean, o las seducimos para que nos den lo que añoramos. Es un gran alivio cuando dejamos de tener la sensación, ante algo que no encaja en nuestro capricho, de que lo que nos está ocurriendo debería ser distinto a lo que realmente es.
El movimiento del ego es un intento sin fin de seguir su propio camino, de cambiar lo que hay, de imponer su voluntad y no aceptar los límites. Pero no podemos hacerlo, y esa actividad sólo nos aporta sufrimiento y hace que nos sintamos atrapados y llenos de frustración, porque deseamos algo y no lo conseguimos e intentamos inútilmente imponer nuestra voluntad sobre la realidad. Y cuando lo conseguimos, a menudo seguimos sintiéndonos insatisfechos. La verdadera entrega no es resignación, sino dejar de separar nuestra voluntad de la Voluntad del universo. La voluntad real significa seguir la corriente del propio ser, que conlleva una tenacidad sin esfuerzo, fruto de la confianza y el apoyo interior. Nada que ver con la voluntariedad del ego, el esfuerzo y el empuje puestos en el intento de lograr que la realidad, los demás y nosotros mismos se plieguen a cómo queremos que sean.
Desde la ilusión de creernos independientes y con una voluntad que queremos imponer al mundo, cuando no lo conseguimos se produce una sensación de frustración y humillación. Esta vivencia de humillación constituye la dificultad a afrontar cada vez que las cosas no son tal como queremos y no conseguimos cambiarlas. La reacción consiste en enfrentarse tozudamente a la realidad, sin aceptar lo que es. Cuando no conseguimos que las cosas sean a nuestro modo tenemos la sensación de que el universo o las otras personas están contra nosotros, se interponen, son un obstáculo en el camino de nuestra libertad. A veces entramos en una especie de delirio autorreferencial en el que todo lo que ocurre parece estar en contra de nosotros. Para el ego la libertad significa hacer lo que deseamos y cuando queramos. Por eso acabamos viendo el mundo como algo que limita y constriñe nuestra voluntad.
Nuestro apego a la creencia en nuestro sí mismo separado nos impide percibir que todo lo que ocurre sucede en forma de funcionamiento unificado. Nuestros actos y nuestro funcionamiento nos parecen independientes del resto del universo.
En el momento en que dejamos de experimentarnos como un sí mismo separado, con voluntad propia, nos damos cuenta de que durante todo este tiempo «creíamos que hacíamos», mientras que, en realidad, la Voluntad hacía a través de nosotros, la vida nos vivía. La Idea de la Voluntad permite percibir que en el funcionamiento total del universo hay una Voluntad unificada. Cuando experimentamos esa Voluntad actuando a través de nosotros conectamos con la Libertad: no existe conflicto alguno entre nuestra voluntad y la Voluntad del universo. Estar en total armonía y completamente fundidos con el todo es algo liberador. Cuando reconocemos que nuestra voluntad forma parte de la Voluntad del todo, somos libres. No hay oposición a lo que sucede. No hay culpa ni orgullo.
En el trabajo de observación hemos de reconocer cómo interferimos con la realidad, cómo nos ponemos en medio, cómo el ego siempre está intentando cambiar las cosas, siempre interfiriendo, sin podernos entregar a lo que pasa ahora, creyendo que la libertad consiste en imponer nuestra voluntad. A veces estamos tan impregnados de estas actitudes, imponer nuestra voluntad nos parece algo tan natural y legítimo que la tarea de autoobservación resulta difícil y más difícil aún la aceptación de los límites de una realidad que no se somete a nuestro capricho. La verdadera liberación es la libertad de aceptar totalmente cualquier cosa que el universo manifieste a través de nosotros, rendirse a lo que la realidad nos traiga.
Humberto Maturana dice que nuestro sufrimiento se genera en el afán de controlar el mundo y a los otros. Si en lugar de tratar de controlar intentamos entender, entonces nuestras acciones estarán en congruencia con este entendimiento. Como ejemplo de esta actitud nos habla de las inundaciones de un río, contra las que podemos luchar, tratando de contenerlo construyendo muros de contención, o bien podemos intentar entender las circunstancias que provocan o facilitan la inundación y tratar de transformarlas. Si todo pertenece al Ser, si todo es Ser, nuestra voluntad profunda no puede estar tan lejana de la Voluntad, y cuando entendemos esto, no se trata de oponerse a la realidad, ni de no hacer, sino de un hacer lo que podemos desde la aceptación y la comprensión.