Cuando la rabia derivada de la sensación de impotencia se asocia a la idea de que «las cosas» están mal y deberían ser de otra manera, se constituye la ira como pasión y el carácter iracundo encuentra su sentido en el esfuerzo por arreglar, por mejorar lo que está mal, aunque ese esfuerzo se quede, a menudo, solamente en la crítica de la realidad tal como es. Su ojo se muestra especialmente alerta a cualquier imperfección, en el mundo, en los demás y en uno mismo. Casi todo debería ser de otra manera, y el hecho de denunciarlo, de decirlo, es vivido como una aportación necesaria, como si los demás no se dieran cuenta de las cosas que están mal. A partir de ahí se siente el tipo 1 legitimado para indicar a los otros lo que tienen que hacer, lo que deberían hacer con sus vidas y, por supuesto, para decírselo a uno mismo. Manifiesta una especial arrogancia: la arrogancia de creer que las cosas deberían ser diferentes de cómo son y que él lo sabe. Algo más cercano a la soberbia, a la hybris de los griegos, que la consideraban el gran pecado contra los dioses, el que más les ofendía.
Su agresividad necesita a la hora de expresarse «estar cargada de razón» y quizás sea eso lo que la hace tan temible para los demás. La ira se alimenta de una especie de resentimiento y enfado porque el mundo no es perfecto, no es como debería ser. Hay una constante oposición a la realidad frustrante por su imperfección, que es vivida como injusta y por eso se puede luchar contra ella. El enjuiciamiento y la crítica son la manera habitual de enfrentarse a las situaciones y a las personas, midiéndolo todo siempre con el rasero de la supuesta perfección que es posible conseguir.
Son personas que habitualmente consiguen controlar la expresión directa de la ira, muestran una ira «sorda», pero cuando explotan pueden ser muy violentos. Su propia violencia les produce miedo, se sienten capaces de hacer cualquier cosa cuando la ira los desborda, y por eso vuelven a reprimirla, confirmando que es muy peligrosa. Como su resentimiento aparece justificado por la imperfección de un mundo que ellos tratan de mejorar, les resulta muy difícil admitir que los demás rechacen sus bienintencionadas «orientaciones». La única justificación posible para que esto ocurra es que los otros no lo hayan entendido bien, y entonces vuelven a explicarlo una y otra vez, «matizando» los aspectos verbales para conseguir que les entiendan. Están tan convencidos de la corrección y de lo adecuado de sus puntos de vista que resulta muy difícil que puedan cambiar su enfoque, mostrando una tozudez intelectual que comparten con el 8 y el 9, y que aun en los casos de las personas con mejor dotación intelectual, capaces de análisis muy finos cuando su emocionalidad no está implicada, los hace aparecer como torpes y rígidos.
Una pareja que vimos en terapia acudían a consulta, como es habitual, por «problemas de comunicación». La convivencia se había vuelto más difícil desde que el marido hubo dejado de fumar por un problema de salud y quería que su mujer hiciera lo mismo. Ésta aceptaba los límites de no fumar en su presencia o dentro de la casa, pero no quería dejarlo. El planteamiento que el marido hacía era que si nosotros podíamos convencerlo de que fumar era bueno, él aceptaría la situación y las dificultades derivadas de este desacuerdo desaparecerían.
El bien y el deber se convierten en el criterio para mejorar el mundo y mejorarse; el deber como una especie de norma interna que todos deberíamos seguir, una especie de imperativo categórico kantiano: «obra de tal modo que tu conducta pueda ser la norma universal». Parece como si ellos conocieran esa norma universal y se convirtieran en jueces de sí mismos y de los demás. Aunque no siempre puedan cumplir sus propias normas, al menos saben cuáles son y eso les da una posición de autoridad y arrogancia. La autoestima está puesta en la capacidad de cumplir con el deber y eso les lleva a anteponerlo al placer y perder espontaneidad. Las exigencias llegan a ser tan fuertes que, a menudo, generan la existencia de una doble vida, una disociación de la personalidad en la que junto a la seriedad y formalidad habituales, aparece otra cara rompedora de las normas y dirigida por el placer, que no se integra con la anterior y que no se muestra al mundo.
En algún momento temprano, el iracundo ha tenido que reprimir sus impulsos, ha sido reñido o castigado por ellos hasta llegar a sentir maligna su impulsividad y a renunciar a ella para conseguir la aceptación. Posteriormente es el propio superyó el que no acepta y considera peligrosa la impulsividad, tanto agresiva como sexual.
A nivel cognitivo, su actitud se sustenta en la idea de que hacer las cosas bien dará buenos resultados, de forma que uno no es tan impotente, puede dirigir su vida. Implica adoptar una posición de dominio como defensa de la impotencia y genera la idea de que se puede conseguir lo que desea si se hacen la cosas como se debe y que, cuando no se consigue, es que algo está fallando en esa escala de perfección normativa. No ser perfecto genera un cierto odio hacia sí mismo (cosa que se confirma cada vez que lo reprimido salta las barreras de la represión) y una desilusión respecto a los demás.
El perfeccionismo en el tipo 1 se halla de alguna manera relacionado con el hacer, necesitan hacerlo todo perfectamente, ser los mejores porque hacen las cosas mejor que nadie. Es como si a través del bien hacer recuperaran su sentimiento de bondad, porque el iracundo vive su agresividad (y también su sexualidad) con mucha carga negativa, de la que necesita redimirse haciéndolo todo bien. Parece que si «hace las cosas bien» se asegura de que «es bueno». No en vano el mecanismo de defensa más habitual en el tipo 1 es la «formación reactiva», que consiste en el intento de transformar un instinto en su opuesto. El instinto no es manipulable, pero la conducta derivada del instinto sí, por ello lo que se modifica es la acción. Esto conlleva una actitud vital controlada y poco espontánea. La consideración de los impulsos como malos que se establece muy pronto en la historia del individuo implica una actitud enjuiciadora muy constante que, a menudo, coincide con un gran desarrollo de lo intelectual, que le sirve para orientarse entre lo bueno y lo malo, para no equivocarse, para poder hacer siempre lo bueno. Y no sólo para ellos, también intentan dirigir a los demás con el fin de que hagan las cosas bien. Esto provoca que sean percibidos como autoritarios o mandones, sin que ellos tengan conciencia de serlo: están cargados de razón, las cosas no pueden ser de otra manera, sólo como ellos las ven. De lo que sí tienen conciencia, a poco que hayan explorado su mundo interior, es de que éste es como un juzgado de guardia, por el que pasan todas las personas y todas las acciones. Un paciente llevaba esta percepción un poco más lejos, hablando del asesino en serie interior, como alguien que se siente capaz de matar a otro por los errores cometidos y que, de hecho, lo «mata» internamente aunque el otro siga viviendo. De alguna manera, los errores de los demás y los aciertos propios son los que dan derecho a la posición de dominio, a la actitud autoritaria.
El tipo iracundo presenta una gran dificultad para manejarse con el mundo instintivo, que es lo considerado malo y lo que intenta controlar mediante la razón, que es lo bueno, el indicador de lo que es justo y razonable. Son individuos de dotación genética instintiva muy fuerte, que desconfían profundamente de su mundo instintivo y que han sobrevivido a base de controlarse. Tienen dificultad para permitirse el placer; el principio del placer ha sido sustituido eficazmente por el principio de la realidad, el mundo del placer por el del deber, que les proporciona mayor seguridad. Tanto en el mundo de lo sexual como en el de lo agresivo su instinto, habitualmente tan contenido, se dispara, en ocasiones, en forma descontrolada que sirve para alimentar la idea de lo peligroso que es. El instinto agresivo, que matiza el carácter, es a la vez fuerte y controlado, pero se evidencia más en el subtipo sexual y es menos claro en el de conservación, donde la preocupación se tiñe de interés por el otro y buenos deseos. La fantasía de destructividad que asienta su fundamento en la fuerza del instinto agresivo, se mantiene a raya gracias al autocontrol, a la fuerza de los principios y al rechazo consciente de la agresividad.
Naranjo plantea la descripción de la estructura del carácter en términos de los atributos subyacentes. En el caso del tipo 1, estos atributos son: crítico, exigente, dominante, perfeccionista, controlado, disciplinado, rígido. Describe las relaciones estructurales entre estos atributos.
Los aspectos críticos, exigentes y dominantes los vincula a la ira, mientras que la autocrítica, el control y la disciplina los relaciona con el perfeccionismo. Podríamos verlo también como lo dirigido hacia los otros y lo dirigido hacia uno mismo.
La dinámica existencial del eneatipo 1, siguiendo con el planteamiento de Naranjo, se mueve entre la pereza y el orgullo. Con la pereza comparte la inconsciencia y la terquedad que dificulta verla, y con el orgullo, la arrogancia, un mirar desde arriba, desde la altura de sus principios.
En nuestra opinión, el ser se confunde con el «ser bueno», a través del buen hacer. Las buenas acciones ocultan el sentimiento de que «como soy no valgo» y mantienen la ilusión de que el deber puede sustituir al ser, el cumplimiento del deber corregir los fallos de la espontaneidad del ser.
Según el instinto que se halla apasionado nos encontramos con tres subtipos. También aquí propondremos otro término cuando el tradicional no refleje la motivación dominante que dirige la conducta, pues creemos que esto puede clarificar el matiz fundamental que aportan los instintos en cada rasgo. Por otra parte, intentaremos que los términos hagan referencia a «lo que se necesita», en el caso del instinto de conservación, «lo que se busca», en el del social y «lo que se desea» en el sexual, siendo tanto la necesidad como la búsqueda o el deseo «apasionados», egoicos. Mantenemos los términos tradicionales, los que nos han llegado a través de Naranjo, porque son los más conocidos y aportan imágenes actitudinales significativas. También nos parece importante tener en cuenta que las actitudes derivadas del apasionamiento tienen que ver más con el «yo», en la conservación, con «los otros», en lo social, y con el «tú» en lo sexual.
a) Conservación - «Preocupación». La ira se transforma en una constante preocupación por todo y por todos, en una preocupación que enmascara la agresión, porque da derecho a intervenir en las vidas ajenas, en una imperiosa necesidad de tenerlo todo bajo control. Es por la presencia de esta necesidad por lo que proponemos el término «control». Posee un fuerte componente de ansiedad, inseguridad, preocupación porque no le ocurra nada a él ni a sus seres queridos. Mantener el control es la garantía de que no va a ocurrir nada malo. El control se relaciona con el buen hacer, como si subyaciera un pensamiento mágico acerca de que las cosas mal hechas son catastróficas, mientras que hacerlas bien da una cierta garantía. La vida me va a respetar si yo hago las cosas bien. El control, justificado por la preocupación, es la forma distorsionada de manifestar el amor.
b) Social - «Inadaptación». Se manifiesta por una dificultad en seguir las costumbres y la vida social, por un regirse por sus propios principios. Es la forma más rígida del carácter. En su visión es el mundo el que está mal, la gente no cumple las normas. Parece como si sólo él supiera cómo tienen que ser las cosas, como si siempre tuviera razón. Busca principios y normas universales e inamovibles y trata de imponerlos. Por eso elegimos el término «autoridad». La autoridad que le da el hecho de saber cómo deben ser las cosas. Esta actitud moralista le lleva a estar en oposición al mundo, en una crítica permanente de los errores cometidos por los demás, a los que busca corregir para que sean mejores. Se empeña en una cruzada de adoctrinamiento, como si su motor fuera convencer a los demás de la corrección y justicia de los principios que él sostiene y que los otros deben acatar. La consecuencia es la inadaptación.
c) Sexual - «Celo». En la propia sexualidad hay una mezcla de control y descontrol, parecido al celo animal. Existe una fuerte tensión entre la alta instintividad, no controlable por su propia naturaleza, y el miedo a lo que supondría la pérdida de control. Se refugia en una actitud puritana, donde los actos son controlados, pero las fantasías mantienen la intensidad del deseo. Es la proyección de la institividad no controlable lo que lleva a una actitud celosa, que da por hecho que los demás no van a poder controlar sus propios impulsos y da derecho a intervenir y someter al otro. Desde el agotamiento que produce este control hipervigilante hay un deseo de encontrar a alguien a quien poder someterse, que tome el control, ante quien uno no pueda hacer nada, evitando la responsabilidad por el propio deseo. Las fantasías de descontrol son tan temidas como añoradas y, a veces, se instaura una especie de doble vida, donde actúa todo lo que se considera sucio o sádico o perverso, que así se mantiene en un mundo separado de la ortodoxa vida cotidiana. Proponemos el término «sometimiento», con un doble matiz pues alude al deseo de encontrar a alguien a quien someter, controlar y, al mismo tiempo, al deseo de alguien que sea capaz de someterme y descontrolarme.
La motivación en los tres casos es la misma: superar a través del dominio la posición infantil de impotencia, cambiando los papeles, siendo ahora quien sabe y controla, quien puede, transformando la impotencia en su contrario, el dominio, que se juega en terrenos diferentes.
Millon plantea un esquema de ocho tópicos que se han de valorar dentro de cada uno de los caracteres que él reconoce. El sentido que para nosotros tiene hacerlo así es que permite comparar los distintos caracteres sobre bases comunes. En todos los estudios sobre el carácter se destacan algunos aspectos, los más conocidos por el autor o los más relevantes, de manera que a veces resulta muy difícil el diagnóstico. Esto es especialmente importante en el eneagrama, donde partimos del planteamiento de que todos compartimos todas las emociones que están en la base de las pasiones, y simplemente hay una que se convierte en principal, la cual al apasionarse, tiñe a las demás y predomina sobre ellas. Por eso vamos a intentar seguir el esquema descriptivo de Millon en cada uno de los rasgos. Los parámetros son: comportamiento observable, comportamiento interpersonal, estilo cognitivo, autoimagen, representaciones objetales, mecanismos de defensa, organización morfológica y estado de ánimo / temperamento. En lo que se refiere a la organización morfológica, no hemos encontrado somatotipos generalizables. Pese a ello hemos elaborado descripciones del aspecto físico, utilizando, a veces, términos bioenergéticos. A todos estos parámetros hemos querido añadir unas líneas sobre el manejo de la agresividad y la sexualidad, pues aunque las diferencias individuales puedan ser muy marcadas, en función de la fuerza instintiva genética, creemos que hay estilos diferentes dentro de cada estructura.
En el caso del 1:
Comportamiento observable: dominante, mantiene una actitud de cierta superioridad, justificada en sus convicciones elevadas y en su comportamiento correcto, sostenido por la rigidez y el autocontrol. El control y el estricto sometimiento a la norma ocasionan rigidez y ésta, a su vez, es necesaria de cara a mantener el autocontrol. La consecuencia es la dificultad para funcionar en situaciones no estructuradas. El control se extiende más allá de la conducta al funcionamiento psicológico en general, limitando el permiso de expresión de lo instintivo, bloqueando la creatividad intelectual, dificultando la expresión emocional.
Comportamiento interpersonal: exigente y crítico. La exigencia tiene que ver con que los demás se adapten a los criterios correctos de cómo deben ser y hacer, con tanta intolerancia a los errores ajenos como a los propios. Su exigencia, a veces no explícita, tiene una especial facilidad para inocular en los otros un sentimiento de culpabilidad, basado en la desaprobación, transmitida en forma directa o indirecta, en ocasiones sin clara conciencia de la severidad de su crítica. La desaprobación y los reproches morales tienen un aspecto manipulador al servicio de una exigencia no reconocida: «tú deberías hacer lo que yo quiero y además deberías hacerlo sin que yo te lo diga, porque tú deberías saber que eso que yo quiero es lo que está bien». Hay una tendencia, justificada en las buenas intenciones, a dirigir la vida de los demás. A veces adoptan un papel de consejeros que se acepta y que genera que muchas de las personas con las que se relacionan acudan a ellos en busca de orientación.
Por otra parte, la sensación de inadecuación conduce a una primera fase, en cualquier tipo de relación, en que se lleva a cabo un intento de adaptación, de contener la exigencia para lograr la pertenencia, que se rompe cuando la crítica y el juicio vuelven a aflorar.
Estilo cognitivo: obsesivo, de pensamiento muy estructurado, con dificultad para cambiar de criterio, lógico y metódico. Sus intuiciones dejan de tener la frescura del pensamiento intuitivo cuando se convierten en convicciones inamovibles, que se sostienen con una especial tozudez. Cuando sus argumentos no consiguen convencer al otro, se empeñan en explicar y matizar sus opiniones pues, como para él, son tan evidentes, resulta muy difícil aceptar que el otro no las comparta y es más fácil pensar que no lo haya entendido bien o no hayan logrado expresarlas con suficiente claridad. El perfeccionismo se instala también en el área del lenguaje y esto lleva a una corrección en el hablar, a una cuidada selección de las palabras.
Autoimagen: la autoimagen de personas intachables, bondadosas y justas coexiste con la idea de ser alguien que puede descontrolarse y convertirse en peligroso. Por ello se vuelven autoexigentes y perfeccionistas, buscando demostrar y demostrarse que son mejores que los demás. La autoimagen bondadosa, que deriva de la elevación de los ideales y principios y del esfuerzo por cumplirlos, convive con una severa autocrítica y un menosprecio de sí mismo y una imagen muy negativa, que proviene de la imposibilidad de cumplir las propias exigencias y de la fantasía de una agresividad sin límites, muy destructiva. Si lo vemos siguiendo el criterio de Horney (aspectos valorizados y aspectos enajenados), podríamos decir que lo valorado es ser una persona de principios, cabal y correcta, con un gran sentido del deber y la responsabilidad, con ideales elevados y con capacidad crítica; por otra parte, lo enajenado, aquello que no se enseña y que uno mismo no quiere ver, se relaciona con la frialdad, la implacabilidad, la actitud de anteponer las normas a las personas, la violencia y la destructividad y con el sentimiento profundo de que haga lo que haga y por bien que lo haga seguirá habiendo algo malo y dañino en su interior, capaz de dañar profundamente a los demás, de lo que no puede desprenderse ni aceptar.
Representaciones objetales: los otros son, o bien seres que fallan, que no son como deberían ser, o modelos que se han de seguir. Pero siempre con el sentimiento de la imperfección de los humanos que necesita ser corregida, con una preocupación obsesiva por lo bueno y lo malo.
Mecanismos de defensa: los mecanismos habituales son la conversión en lo contrario y la formación reactiva.
Organización morfológica: personas con una fuerte carga energética contenida. La contención de la instintividad, sobre todo de la agresividad, produce una contracción muscular que deriva en rigidez. Las principales áreas de tensión son los músculos largos del cuerpo y la base del cuello.
Es frecuente observar un aire aristocrático en el cuerpo, una majestuosidad relacionada con la exigencia perfeccionista, también en la postura.
La arrogancia se manifiesta en la mirada enjuiciadora, que los demás perciben como crítica.
Estado de ánimo / temperamento: sanguíneo e iracundo, activo y dominante. La ira que no se expresa abiertamente de forma habitual se experimenta emocionalmente como resentimiento, irritación y reproche, en conexión con sentimientos de injusticia o incorrección.
Manejo de la agresividad: la exigencia y la crítica implacable son las formas en las que habitualmente canalizan los aspectos agresivos. La persona objeto de esta agresividad puede vivirla como muy dañina y destructiva, como si la descalificación siempre fuera dirigida a algo profundo y doloroso, a un punto sensible, aunque sólo sea verbal. No suelen tener mucha conciencia de la dureza de su agresividad porque entra en conflicto con la imagen bondadosa, valorizada. Las explosiones, cuando llegan a ocurrir, generan mucho miedo, tanto en la persona que la recibe como en el tipo 1 que se ha dejado dominar por ella y se da cuenta de su fuerza y crueldad, de su capacidad para dañar. El sentimiento de culpa es tan insoportable que una vez pasada la explosión se olvida la explosión en sí misma y el contenido que la desencadenó.
Manejo de la sexualidad: el control característico del eneatipo 1 activa la desconfianza frente al descontrol propio de la sexualidad. Como son personas dotadas con una alta instintividad, su control se vuelve especialmente necesario y la tensión producida por la combinación de alta carga sexual y control puede ser muy fuerte.
Por otra parte, la sexualidad es vivida como un deber, donde adquiere vital importancia «hacerlo bien» y el reconocimiento del otro. El resultado, muchas veces, es que el placer es anulado.
El control, en ocasiones, se rompe y la sexualidad estalla de forma descontrolada, con lo cual se confirman los temores y resulta necesario reforzar más aún el control. La fuerte escisión entre lo bueno y lo malo provoca que la sexualidad descontrolada, sentida como mala, se viva aparte, como en una vida paralela. Cuanto más fuerte es esta escisión, más perversa puede ser la sexualidad.
Si la pareja valora y se permite el placer sexual, pueden permitírselo ellos también y ser sexualmente muy libres, pero, a veces, lo critican y ahogan tanto su propio placer como el del otro. Son especialmente sensibles a las críticas acerca de su libertad sexual y su priorización del propio placer sobre el del compañero sexual.
Hemos querido incluir a la descripción de cada eneatipo la de un personaje de Balzac. En todos los casos citaremos textualmente al autor, por lo expresivo y adecuado de sus comentarios, que, a veces, no requieren ninguna explicación.
Para el 1 hemos optado por una mujer, Angélica Bontems. Este personaje aparece en su obra Una doble familia. Creemos que ya la elección del nombre es significativa de las características de la personalidad que va a describirnos, con un punto de sarcasmo.
La historia trata de una relación de pareja, entre Angélica y el Conde de Granville, su marido, un abogado que llega a ser magistrado. Una vez casados, Angélica impone su orden y la rigidez de sus principios a la vida doméstica, hasta el punto de hacerla insoportable para su pareja. Hemos de tener en cuenta que el personaje con el que se casa es un 6 que, en su desilusión, refleja su propio carácter.
Ya en la descripción inicial está incluido este aspecto relacional porque habla de la imagen de Angélica y también de cómo ésta encaja en el ideal de su futuro esposo que logra además no enterarse o interpretar a su gusto rasgos que, a la larga, van a ser los que lo lleven a rechazarla, pero que, en el momento de conocerlo, le hacen romper con su propósito de no aceptar este matrimonio, convenido por los padres. La encuentra en la iglesia, mirando hacia el altar:
[…] vislumbró el joven una cara que hizo que todas sus resoluciones flaqueasen. Un sombrerillo de blanco moaré ponía el marco perfecto a un rostro de una regularidad admirable […]. Sobre una frente estrecha [ya veremos lo que dice al final sobre esta estrechez], pero muy bonita, unos cabellos de color oro pálido separábanse en dos crenchas y volvían a caer en torno a las mejillas […]. Los arcos de las cejas aparecían dibujados con una corrección […]. Casi aquilina, la nariz poseía una rara firmeza de contornos […]. Si Granville advirtió en aquel rostro algo de silenciosa rigidez pudo atribuirlo a los sentimientos de devoción […].
(pág. 679, tomo I)
Cuando sus miradas se cruzan, la joven lo reconoce y se ruboriza y él se siente satisfecho, interpreta su rubor como un triunfo, un triunfo de su amor venciendo, rompiendo la devoción, pero:
[…] su triunfo duró poco. Bajóse el velo Angélica, adoptó una actitud serena y reanudó su canto sin que el timbre de su voz revelase la más leve emoción.
(pág. 680)
En este relato del primer encuentro parece como si Balzac diera cuenta de todas las pistas que podían haber alertado al futuro esposo, y que sigue desarrollando al describir cómo discurrían sus visitas:
[…] sorprendía casi siempre a su futura sentada ante un cuadrito en madera de Santa Lucía y ocupada en marcar ella misma la ropa blanca que había de constituir su ajuar.
No tenía ninguna necesidad de ocuparse de esta tarea que podía encargar, pero que un cierto sentido del ahorro se lo impedía. Cuando el conde, intentando resquebrajar la fe de la joven, se atrevía a hacer algunos comentarios maliciosos sobre «[…] ciertas prácticas religiosas, la linda normanda lo escuchaba, oponiéndole la sonrisa de la convicción» (pág. 680).
Por otra parte, considera que era bastante difícil, en estas circunstancias, sospechar nada porque la felicidad de Angélica encubría su rígido sentido del deber porque su deber y su deseo coincidían y podía soltar un poco su control y abandonarse a unos sentimientos permitidos: «[…] sintiéndose tan feliz Angélica al conciliar la voz de su corazón y la del deber».
Pero lo que no podía saber su enamorado es que:
Si la religión no le hubiese permitido a Angélica entregarse a sus sentimientos bien pronto habríanse agostados estos en su corazón…
Siendo ésta la situación, justifica que su prometido no se diera cuenta de cómo era en realidad su futura esposa pues:
¿Podía un enamorado amado reconocer un fanatismo tan bien encubierto? […]. Atentamente observada, parecióle Angélica la más mansita de todas las mujeres e incluso, sorprendióse dándole gracias a Madame Bontems que, habiéndole inculcado tan fuertemente sus principios religiosos, habíala, en cierto modo, moldeado para las contrariedades de la vida.
(pág. 681)
Las cosas empiezan a complicarse cuando Angélica elige el decorado de su casa, permitiendo que su carácter se dejase traslucir en la decoración:
[…] el joven abogado quedóse sorprendido ante la sequedad y la solemnidad fría que reinaba en sus aposentos; nada había allí de gracioso.
Pues había conseguido imprimir al aire de la casa el mismo «espíritu de rectitud y mezquindad» que había en la casa de sus padres y no permitiendo que hubiera en la suya «[…] cosa alguna que recrease la vista […]. Ninguna de todas las invenciones del lujo imperial obtuvo carta de naturaleza en casa de madame de Granville» (pág. 682).
Balzac trata de justificarla por su ignorancia que podía llevarle a pensar que la dignidad de un magistrado requería de toda esta seriedad, pero también lo atribuye a sus temores y a su puritanismo.
Por lo que se refiere a la vida social en la que tiene que acompañar a su marido, aquí se pone en juego la contradicción entre deber y placer, y su sometimiento al deber en cuanto los dos se disocian: en todo lo que se refiere a reuniones «serias» no tiene ninguna dificultad en adaptarse, «pero sí supo, durante algún tiempo, pretextar jaqueca siempre que se trataba de un baile» (pág. 684).
Cuando ya no puede seguir negándose, cuando, por fin, el esposo consigue convencerla y llevarla, medio engañada, a un baile se presenta inadecuadamente ataviada para desilusión y enfado del conde que le reprocha su incapacidad a la hora de cumplir con las obligaciones mundanas y lo desgarbado de su toilette, así como la intolerancia frente a este tipo de actividades y lo rígido de su actitud. Ella no lo entiende y él se lo explica así:
Se trata de tu expresión, querida. Cuando un joven te habla y se te acerca pones una cara tan seria que un guasón podría creer en la fragilidad de tu virtud […]. Pones realmente una cara que parece como si le pidieras perdón a Dios por los pecados que pudieran cometerse en torno tuyo.
Intenta convencerla de que tiene «[…] el deber de seguir las modas y los usos del gran mundo» (pág. 684).
Angélica no entiende nada y le reprocha su actitud:
Pero ¿querrías que exhibiese mis formas como esas mujeres desvergonzadas que se dejan un escote como para que las miradas impúdicas se sumerjan en sus hombros desnudos […]?
(pág. 685)
Marcándonos así, Balzac, las fantasías de las que tiene que defenderse.
El conde sigue insistiendo y, pareciendo intuir esta necesidad de que se sienta respaldada por la adecuación de su conducta a las normas y obligaciones de su moral, la desafía para que escriba a Roma, puesto que ella no estaba dispuesta a dejarse convencer y no piensa cambiar, ya que está segura de lo correcto de su conducta y tampoco piensa bailar en su vida. Quiere que pregunte directamente al Papa:
[…] sobre la cuestión de saber si una mujer podía descotarse sin comprometer la salvación de su alma e ir a bailes y teatros por dar gusto a su marido.
(pág. 685)
La respuesta del Papa no se hizo esperar y en ella le dice que debe ir donde la lleve su marido, pero esto sólo sirve para que se aferre más a sus ideas y llegue a la conclusión de que el Papa se equivoca y que ella va a seguir sin cambiar sus principios y sus conductas.
Así que su casa va tomando un aire cada vez más «lóbrego» y «triste», más «implacable». Habla Balzac de la «beatería» y de cómo ésta se traduce en el ambiente de la casa. Por beatería podemos traducir la rigidez y el fanatismo de cualquier tipo de principios que llevan a creerse poseedor de la verdad, aquí está expresado en la religión, pero igual puede ser cualquier ideología que se fanatiza. «En sus casas está uno cohibido […]» (pág. 686).
Así que el magistrado Granville no tuvo más remedio que dejar de engañarse y de esperar ningún cambio por parte de su esposa. Ahora puede ver lo que en sus primeros encuentros le había pasado desapercibido:
[…] contempló el magistrado a su mujer sin pasión; notó, no sin vivo pesar, la estrechez de ideas que delataba el modo cómo le nacían los cabellos de la frente baja y ligeramente deprimida; advirtió en la regularidad tan perfecta de sus facciones no sé qué de parado, de rígido, que no tardó en hacerle odiosa la fingida dulzura con que le sedujera […] una expresión seria que mataba la alegría en quienes se acercaban […] [una] natural sequedad […] la más dulce de sus frases enojaba; no obedecía a sentimientos sino a deberes […] pero no hay nada que pueda combatir la tiranía de las falsas ideas […].
(pág. 687)
Aquí nos está hablando no sólo de la rigidez del carácter 1, sino también de la manera de transformar la ilusión en decepción y rechazo justificado del 6.
Al fin, va dándose cuenta Granville de que: «No congeniaba en nada con su esposa». Y esto le resulta difícil y penoso, generándole sentimientos de culpa.
Inmensa fue la desdicha del joven magistrado; no podía ni quejarse. Porque ¿qué tenía que decir? Era dueño de una mujer joven, bonita, apegada a sus deberes, virtuosa, modelo de todas las virtudes.
(pág. 687)
Granville fue alejándose de ella y construye una vida aparte. Al enterarse ella de esta posibilidad a través de su confesor y de una amiga que le infunden sospechas acerca de la fidelidad de su marido, se despiertan sus celos. Trata por todos los medios de hacerlo volver, de acogerlo «con dulces palabras» y de renunciar a sus reproches. Pero este sistema ya no funciona y «[…] con una sola palabra solía destruir la labor de una semana entera» (pág. 690).
Los celos la van haciendo enfermar, minando su salud física.
Entonces, su confesor le descubre que su marido tiene dos hijos ilegítimos. Por una parte no puede creerlo, pero por otra necesita confirmar la información que le han dado, así que se presenta en la dirección que le han proporcionado como la de la amante. Para creerlo tendría que verlo con sus propios ojos. Y así ocurre. Efectivamente, lo encuentra allí. Se desmaya, se siente morir y cuando recobra el sentido, moribunda, le pregunta:
[…] contemplando a su marido con tanta indignación como dolor: ¿No era yo joven? ¿No te parecí hermosa? ¿Qué tenías pues que reprocharme? ¿Te he engañado yo alguna vez, no he sido siempre una esposa virtuosa y discreta? Sólo tu imagen ha guardado mi corazón, sólo tu voz han escuchado mis oídos ¿A qué deber he faltado, qué te negué nunca?
(pág. 692)
Y la condesa acepta morir si él no puede ser feliz a su lado. No puede entender que su marido tuviera otras necesidades, ni que su buen hacer la haya conducido a un final tan desgraciado.
Para terminar citaremos los atributos que, referidos a ella, Balzac distribuye a lo largo del texto: fría, digna, reservada, escrupulosa, modesta, beatona, con fuertes principios religiosos, con la certeza de caminar por el camino recto, fanática y seca. En cuanto a su físico destaca su rostro de facciones regulares y correctas y la estrechez de su frente como reflejo de la estrechez de sus ideas. Por lo que se refiere a su arreglo personal, la severidad de éste y el ocultamiento de sus rasgos de mujer con ropa poco favorecedora.
Cuando al sentimiento de orgullo se une la creencia de que somos especiales, seres de primera categoría, que merecemos el amor y el aplauso de los demás, es cuando el orgullo se convierte en pasión.
El orgulloso muestra una necesidad constante de ser el centro de atención y, para conseguirlo, ha desarrollado una gran capacidad de seducción, al mismo tiempo que trata de agradar con el fin de conseguir la aprobación total, la admiración y el cariño. El aplauso de los demás confirma la propia valía La necesidad de considerarse a sí mismo como especial se satisface mediante el amor del otro. Este amor ha de ser «total», sin fisuras, sin crítica ni desacuerdos que pongan en tela de juicio su ser absolutamente especial. Implica una intolerancia a los límites y a la crítica, así como también la idea de que todo le está permitido, que no tiene que renunciar a nada y que el otro lo va a seguir queriendo haga lo que haga.
Detrás de todo esto hay una intensa necesidad real de amor. Hay una frustración amorosa temprana negada, oculta a menudo por una fuerte narcisización por parte de alguno de los progenitores, cuyo propio narcisismo se ve reflejado en un niño que cumple sus aspiraciones A esta situación se une la «elección» edípica, la valoración privilegiada sobre el progenitor del mismo sexo, que da como resultado una tendencia a buscar el privilegio y a vivirlo como algo natural. Dado que su privilegio deviene de una relación edípica, la búsqueda posterior de ese privilegio y las estrategias de seducción que la acompañan, siempre van a estar marcadas por un matiz erótico cuyo significado se mantiene inconsciente, gracias a la represión.
Tiene un buen nivel de autosatisfacción, una buena imagen de sí, pero la dependencia de la aprobación externa hace que su emocionalidad sea muy inestable. Detrás de la imagen de independencia que se deriva de «no tener necesidades» ni límites, el tipo 2 se encuentra atado por su compulsión de gustar, por su búsqueda constante de aprobación. Su aspecto alegre, incluso ingenuo, se altera cuando el deseo de aprobación se ve frustrado. La rabia, ocasionada por la herida narcisista, se manifiesta, entonces, en forma explosiva y violenta, a menudo con un sorprendente desajuste entre la causa que originó la explosión de rabia y la intensidad de la respuesta.
A nivel cognitivo se manifiesta como sobreabundancia o pseudogenerosidad. La forma de control que el individuo orgulloso ejerce sobre los demás es dar, ofrecer al otro parte de lo que él «tiene» y que lo hace tan especial, compartir con él su mundo. Más que con cosas materiales, lo que da tiene que ver con este compartir, con incluir al otro en su mundo, con ofrecerle su interés y su cariño. Con ello parece garantizarse el amor del otro. Se habla de pseudogenerosidad porque el tipo 2 tiende a dar lo que él quiere dar, no lo que el otro verdaderamente necesita. Desde el egocentrismo le resulta difícil ver al otro.
Se muestran como personas cálidas, sensibles, afectuosas, solícitas e incluso serviciales, pero a menudo esa actitud no se mantiene cuando no están presentes las personas a seducir. Por eso prometen cosas que luego no cumplen, sin que haya intención consciente de no hacerlo, tan sólo, al no estar el otro, lo olvidan o, sencillamente, no lo pueden hacer por imposiciones de la realidad, cuyos límites no han sido tenidos en cuenta al prometer. No se sienten especialmente culpables por no cumplir, porque en el hecho de prometer ya han mostrado su interés por complacer al otro y su deseo genuino de hacerlo.
Su mecanismo de defensa más habitual es la represión. La represión permite mantener en el inconsciente la necesidad, el deseo sexual, la envidia, los sentimientos de carencia… y, sobre todo, lo estrictamente reprimido es el significado de los actos que los evidencian. Para mantener la represión, el orgullo es el arma. Por eso la dificultad de cuestionarse, porque si el orgullo se debilita pueden aparecer todos los fantasmas reprimidos.
A algún nivel hay un secreto reconocimiento del vacío, un sentimiento de insignificancia personal que necesita ser constantemente compensado a través de la autoimagen gloriosa.
Los atributos subyacentes en la estructura del rasgo, según Naranjo, son: intolerancia a los límites, rebeldía, hedonismo, capacidad de seducción y manipulación, emocionalidad intensa e inestable, impaciencia, independencia aparente que oculta la dependencia.
Detrás de la vitalidad y la vistosidad del carácter podemos decir que se esconde un secreto reconocimiento de vacío. Lo que perpetúa el vacío es precisamente dedicarse a la búsqueda de gloria, en la que uno vende el alma al diablo (Horney), porque la energía se implica en la realización de una imagen, de esa imagen a través de la cual uno consiguió ser amado y elegido, y no del propio ser.
Es difícil alcanzar la experiencia de ser si uno está demasiado ocupado en dar vida a una imagen ideal. El placer y la emoción se convierten en sustitutos de la experiencia de ser. La negación del dolor y de los límites cobra sentido porque no se sienten con fuerzas para soportarlos y porque derrumbarían la autoimagen de alguien que logra alcanzar lo que desea, así que no se les puede dar cabida.
La abundancia está condenada a ser una mentira emocional que el individuo no cree completamente: si no sintiera en lo profundo la carencia, no se vería impulsado a rellenar frenéticamente el agujero.
Nos parece que el ser se confunde con «ser elegido». Consciente o inconscientemente uno hace muchas cosas para conseguirlo, sin darse cuenta de la dependencia que eso genera, ni del poder de vida y muerte que se le otorga a personas de cuyo amor y aprobación depende esa elección.
Según el instinto que predomine nos encontramos con estos subtipos:
a) Conservación - «Yo-Primero». El orgullo se manifiesta como un impulso para situarse por delante de los demás, para mantener situaciones de privilegio en la realidad o en la imaginación. Contiene un componente infantil, egocéntrico, de niño que se siente con derechos, que necesita ser mimado y mirado. Disimula la posición de dominio haciendo partícipe al otro de su grandeza y mostrándose naturalmente empático. Necesita ser el «centro» (término de nuestra elección) y para conseguirlo desarrolla los aspectos más brillantes y seductores de su personalidad. Es igualmente encantador frente a cualquier persona que le interese seducir, sea cual sea la condición social que el otro tenga.
b) Social - «Ambición». Consideramos que la búsqueda es de «poder», por lo que preferimos este término. La consecuencia de esa búsqueda de poder es una actitud ambiciosa, donde las verdaderas necesidades son suplantadas por el afán de conseguir una posición de dominio indiscutible, que prueba lo especial que uno es. La capacidad de afrontar riesgos le da un aire emprendedor y aventurero, que enmascara el alto nivel de dependencia de las personas emocionalmente significativas. Pero la ambición está orientada al reconocimiento del mundo o de algunas personas previamente reconocidas como valiosas. Conseguir la aprobación de esas personas puede convertirse en una meta ante la que no importan los riesgos y es más importante que la materialización del logro en sí. Mantener la actitud seductora tiene sentido porque, desde ella, se puede relacionar generosa y benévolamente con los demás, siempre que éstos lo admiren. Si en lugar de reconocimiento encuentra oposición, la seducción es sustituida por frialdad y dureza que le permiten anteponer los logros personales a cualquier otra cosa.
c) Sexual - «Conquista» / «Seducción». El orgullo se juega en el terreno amoroso como un constante deseo de conquistar, por lo que, en este caso, mantenemos el término «conquista». La seducción, presente en todos los subtipos, se aplica aquí al terreno de la conquista amorosa. A menudo el interés se agota con la conquista. En ocasiones así, no es necesaria la culminación en el acto sexual. En otros casos, la actuación sexual se lleva a cabo para agradar al otro y mantener la seducción. La fantasía conquistadora alimenta la imagen narcisista y el deseo, que se potencia, está a su servicio.
También aquí podemos ver que la motivación compartida en los tres subtipos es la de ser el «elegido», posiblemente como secuela de una situación edípica no resuelta a causa del vínculo narcisista de uno de los progenitores con el niño.
Según los parámetros de Millon en el caso del 2, tenemos:
Comportamiento observable: espontáneo, seguro de sí mismo. Impaciente, sus exigencias se apoyan en un impulso fuerte, desinhibido, que sostenido en el buen autoconcepto les proporciona una especial obstinación para conseguir lo que quieren. Hedonista, con una búsqueda compulsiva del placer, que sostiene la máscara alegre y tiene un componente de negación del dolor. Intolerancia a los límites de la realidad y de las relaciones, y rebeldía, relacionada con ella, como un permiso para hacer lo que le da la gana. Ser especial lo libera a uno de prohibiciones, limitaciones y normas. Consigue ser el centro de atención y, a través de la seducción o de la manipulación, alcanzar su anhelo de privilegio.
Comportamiento interpersonal: seductor, manipulador. Son personas seductoras, brillantes, de carácter cálido y sensible. La seducción conlleva una manipulación histriónica del amor y una dificultad en la entrega. Muestran una incondicionalidad que es más emocional que real. Importa más la conquista que el mantenimiento de la relación, aunque también necesita relaciones estables que le proporcionen seguridad e incondicionalidad. Instrumentos útiles en la seducción son la adulación y el erotismo. Para conseguir el lugar de privilegio que necesita no se apoya sólo en la seducción, sino también en la manipulación, de forma que pueda conseguir lo que quiere y, sin embargo, parezca que le está haciendo un favor al otro.
Estilo cognitivo: intuitivo, ágil. Puede captar y exponer los asuntos de forma muy brillante y seductora, transmitiendo la impresión de que sabe más de lo que él mismo conoce, y, otras veces, sabiendo más de lo que puede reconocer o elaborar. Capacidad para improvisar.
Autoimagen: complaciente y generoso, con una exageración histriónica de la autoimagen idealizada, feliz, cariñoso, independiente. El histrionismo es una forma de centrar la atención. Por otra parte se muestra como alguien que está satisfecho y puede dejar que su satisfacción se desborde, manteniendo oculta su necesidad de ser extraordinario a través de una imagen que ya lo es. Desde el punto de vista de Horney, lo valorado en la autoimagen tiene que ver con la brillantez, la capacidad de centrar la atención, la libertad, la imaginación, el espíritu aventurero, el talante alegre y cariñoso. Lo enajenado está relacionado con la inseguridad, la dependencia afectiva, la dificultad de entrega, la incapacidad para ver al otro y la incapacidad de amar.
Representaciones objetales: los otros son personas a las que puede conquistar y no lo van a rechazar. Hay una especial dificultad para reconocer la envidia o el rechazo de otros, como si desde la situación de privilegio todos tuvieran que estar de mi parte porque lo merezco. Puede haber mucha admiración hacia personas cuyo reconocimiento se trata de conseguir por encima de todos los demás. El halago mutuo es importante y las personas queridas o incluidas en el ámbito de las relaciones personales o profesionales pueden ser muy especiales en cuanto forman parte de su mundo.
Mecanismos de defensa: la represión es el más importante, permite mantener en el inconsciente todo lo que no se adecua a la autoimagen. Implica una cierta disociación de la conciencia.
Organización morfológica: presentan cuerpos redondeados, proporcionados, armoniosos y vivaces. Cuando Balzac describe a estos eneatipos dice que poseen todos los dones de los hijos del amor. El aspecto corresponde al de alguien que está satisfecho con su imagen. Alegres y desenfadados, suelen mostrar un aire adolescente que se mantiene de por vida. Su atractivo erótico sirve de apoyo a la actitud seductora.
Hay una rigidez en la espalda, desde la base del cráneo hasta el sacro, que mantiene el cuello tan rígido que obliga a la cabeza a estar erguida, como un signo del orgullo en el cuerpo.
También encontramos con frecuencia rigidez en las piernas, debido a la tensión que genera el miedo a caer, a la inseguridad que se esconde tras el orgullo.
Estado de ánimo / temperamento: alegre, divertido, con cambios bruscos del estado de humor que puede volverse muy agresivo ante heridas narcisísticas. Emocionalidad impresionable e inestable, se puede conmover fácilmente ante el dolor o la carencia del otro, como también irritarse fácilmente cuando no le otorgan su lugar de privilegio. Se siente amado mediante mimos y toda su ternura puede transformarse en furia cuando no se le complace. Muy poca tolerancia a la frustración.
Manejo de la agresividad: las explosiones de rabia son frecuentes en este eneatipo y tienen un cierto carácter infantil, como la rabieta de un niño, sin que por ello resulten inocuas. Generalmente se producen como reacción a una frustración, frente a algo que tuerce su voluntad, o ante una crítica o desvalorización de algo relacionado con él. Como ocurre en las manifestaciones de ira narcisistas son muy desmedidas, siendo evidente para cualquiera menos para el interesado que no hay una correspondencia entre la provocación y la reacción. También resultan difíciles de integrar en la imagen generosa y complaciente valorizada, y por ello la tendencia es la de olvidar lo que ocurrió.
Manejo de la sexualidad: la sexualidad del eneatipo 2 está muy ligada a la seducción. Muchas veces la conquista es más importante que la consumación, aunque otras ésta se lleva a cabo más como confirmación de la conquista que por una necesidad sexual real. Puede ocurrir que se vean abocados a una relación no deseada por la pérdida de imagen que ocurriría si se retirasen.
Es frecuente que el desencadenante del propio deseo sea el deseo del otro. Es el deseo de ser deseado lo que incita a la relación. No poder responsabilizarse del propio deseo es una consecuencia de la situación edípica, que ha tenido especial incidencia en este eneatipo. El deseo, la erotización de la ternura en la figura parental, ha sido el desencadenante del propio deseo, de la confusión entre necesidad afectiva y necesidad sexual, así como de la compulsión de agradar y la erotización de los vínculos afectivos.
Hay una dificultad para la entrega, la persona puede mantener una relación sin estar realmente presente, más conectada con sus fantasías que con la realidad del encuentro.
El aspecto seductor de su sexualidad queda reflejado en la película Casanova de Fellini, evidenciando que la conquista sexual no es más que una reafirmación de la imagen narcisista.
A veces, bajo la apariencia de una mujer «devorahombres» o de un don Juan hay una faceta muy insegura, de mucho pudor y vergüenza.
El personaje de Balzac que hemos elegido para ilustrar este eneatipo es Luciano Chardon. Es un personaje que aparece en varias de sus obras, concretamente hemos elegido fragmentos de las tres novelas que componen Ilusiones Perdidas y las tres que conforman Esplendores y Miserias de las Cortesanas, aunque hemos dado más espacio a las primeras. En algunos casos aparece nombrado como Luciano de Rubempré. Éste es un personaje que mantiene a lo largo de varios textos y del que narra detalladamente su vida en todos los aspectos: sus relaciones con la familia de origen, con sus amigos, con las mujeres, así como sus logros y fracasos profesionales. Ésta es, pues, la historia que cuenta, la de un muchacho de provincias, con grandes ilusiones y ambiciones, en cuya consecución llega a «vender su alma». Se explaya en la descripción de sus características personales.
Empieza hablando de sus orígenes, como hijo de un farmacéutico que se esmeró en la educación de sus dos hijos, Luciano y Eva, y gastó todo lo que producía la farmacia en sostener a la familia, de manera que no dejó nada con lo que sostenerse, económicamente, al morir antes de que ellos hubieran conseguido situarse en el mundo. Así que:
[…] no sólo dejó a sus hijos en la miseria, sino que, para mayor desgracia de ellos, los había criado con la ilusión de los más brillantes porvenires […] sus hijos, como todos los hijos del amor, tuvieron por toda herencia la maravillosa belleza de su madre, regalo con frecuencia tan fatal, cuando la pobreza lo acompaña.
(págs. 1217-1218, tomo II)
Esa belleza, que Balzac califica de «excesiva», la refiere a «la distinción de líneas de la belleza clásica», al «aire infantil de sus ojos», «a su cara de ángel» y a la elegancia de sus manos en las que se combinan autoridad y seducción «[…] a una seña de las cuales [las manos] debían obedecer los hombres y de esas que gustan de besar a las mujeres» (pág. 1221).
Por si estas dificultades para mantener la nobleza de sus ideales fueran pocas, contaba también con que su madre y su hermana centraron todos sus sacrificios e ilusiones en el porvenir del joven, trabajando dura y humildemente para procurarle lo que necesitara, llegando su madre, incluso, a trabajar bajo un nombre falso para no perjudicarlo. Él consumía la mayor parte de los ingresos de ambas. Pero, aun así, soportaba muy mal las frustraciones de la pobreza, que le llevan incluso a jugar con la idea del suicidio.
En esta situación se encuentra con un compañero del Liceo, David, que acaba de hacerse cargo de la imprenta de su padre y que le ofrece trabajo, aunque no necesitaba ningún empleado ni su economía se lo permitía. Comparten las ilusiones, los ideales, la fantasía y la pobreza. Y, aunque es David quien le ha proporcionado el trabajo, «Luciano mandaba como mujer que se sabe amada. David obedecía con placer» (pág. 1222).
Así que:
La exclusiva ternura de su madre y su hermana, la abnegación de David, la costumbre que Luciano tenía de verse objeto de los afanes secretos de aquellos tres seres […] engendraban en él ese egoísmo que devora al noble.
(pág. 1248)
Todo esto explica que se acostumbrara a «creerse grande», le gustara «brillar» y fuera «capaz de querer recoger la gloria sin trabajo». Tenía «sueños de oro», «veía brillar un lucero por encima de su cabeza, soñaba con una bella existencia» (pág. 1281).
Por otra parte, como suele ocurrir, sus sueños e ilusiones se veían arropados por el entorno:
[…] cuantos le rodeaban seguían levantando el imaginario pedestal sobre el que se empinaba […] [y era] mantenido en sus ambiciosas creencias por todo el mundo […] [de forma que] Luciano vivía en un ambiente lleno de espejismos […] [que] es menester más de una lección amarga y fría para disipar.
(pág. 1248)
Hasta su gran amigo David alimenta esos sueños. Le dice: «Tú has nacido para triunfar. Las mujeres se volverán locas por tu cara de ángel» (pág. 1248).
Actitud que excitaba en Luciano «esa propensión que tiene el hombre a referirlo todo a su persona» (pág. 1248). Hace luego una comparación entre la personalidad de Luciano y la del Rey Sol.
Conoce a una mujer de la aristocracia, madame de Bargeton, de la que se enamora: «Amó Luciano a Nais como ama todo hombre a la primera mujer que lo halaga […]» (pág. 1237).
Destaca aquí la importancia que tiene en este eneatipo el deseo del otro para la constitución del propio. Cuenta sus amores a su amigo David, que le ponen en guardia sobre las dificultades de ese amor y la distancia que los prejuicios pone entre ellos. No puede escucharlo: «La voluntad de dos amantes triunfa sobre todo» (pág. 1224).
Madame de Bargeton quiere que sea acogido por la buena sociedad y se propone abrirle sus puertas. Hará una fiesta en su casa donde él pueda leer sus poemas. En ese momento se siente tan vinculado a David que está dispuesto a no acudir si no puede hacerlo acompañado de su amigo. Incluso se siente dispuesto a renunciar a su amor. Escribe una carta pidiéndole a su protectora que reciba también a su amigo. Aunque, tras hacerlo «estaba tan inquieto por la contestación de su amada como un favorito que teme caer en desgracia, después de haber intentado extender su poder» (pág. 1224).
Madame de Bargeton le da una respuesta elusiva que él considera un sí. Y:
En la embriaguez que le causaba una victoria que le hacía creer en el poder de sus ascendientes sobre los hombres, asumió una actitud tan altanera, tantas ilusiones se reflejaron en sus ojos, prestándole un resplandor radiante […].
(pág. 1246)
Se produjo una «revolución» en el «cerebro y el corazón de Luciano» (pág. 1234), porque «Allí donde la ambición empieza, terminan los sentimientos ingenuos» (pág. 1235).
Las palabras de esta mujer tienen cada vez más influencia sobre él. Le incitaba a olvidar sus obligaciones respecto a su madre, su hermana y David.
[…] los hombres de genio no tenían hermanos ni padres; las grandes obras que estaban llamados a llevar a cabo les imponían un egoísmo aparente obligándolos a sacrificarlo todo a su grandeza.
La familia compartiría luego «los frutos de la victoria» (pág. 1241). «Coincidían estos razonamientos con los secretos defectos de Luciano». Así que, aunque, en principio, soñaba con abrir las puertas también a David, pronto se da cuenta de que «las implacables leyes del mundo no se lo van a permitir» (pág. 1241).
Luciano «[…] exagera lo bueno y atenúa lo malo» (pág. 1221), e «iba del mal al bien y del bien al mal con la misma facilidad» (pág. 1243), enfrentados en su interior el amor por David, por su madre y su hermana, con sus deseos de gloria.
Madame de Bargeton:
En un periquete hízole abjurar a Luciano de sus ideas populacheras sobre la quimérica igualdad […] despertó en él la sed de distinciones, que la fría razón de David aplacara; mostróle la alta sociedad como el único escenario en que debía actuar.
(pág. 1241)
Pero su presentación en sociedad fue toda una humillación: «[…] pusiéronse todos de acuerdo para humillar a Luciano con alguna frase de aristocrática ironía (pág. 1263)».
Desconcertado, herido, sin saber qué hacer ni cómo portarse,
[…] aquel golpe había lanzado de sopetón a Luciano al fondo del agua; pero dio allí con el pie y volvió a la superficie, jurándose dominar a aquella gente […]. Prometíase sacrificarlo todo con tal de seguir en la alta sociedad.
(pág. 1267).
Cuando no puede seguir manteniendo su amor en el nivel platónico, le pide a su amante que sea suya. No está dispuesta a llegar ahí madame de Bargeton, que se siente perdida cuando los descubren en una situación comprometida, con Luciano llorando, ante su negativa, sobre su regazo. Noticia que se divulga rápidamente e impulsa a su esposo a batirse en duelo con quien la ha propalado, como una manera de proteger a Luciano y a ella misma. Su esposo mata en el duelo a su oponente y ella se propone irse temporalmente a París. Pero quiere llevarse consigo al joven y hacerlo de inmediato. Para poder cumplir su deseo, Luciano tiene que renunciar a asistir a la boda de su hermana y lo hace.
Su familia ha de hacer un gran esfuerzo para costearle el viaje, esfuerzo que él acepta con naturalidad, convencido, por otra parte, que no le será difícil compensar estos esfuerzos cuando triunfe.
Balzac explica la abnegación que despertaba Luciano, atribuyéndola a su gran capacidad de seducción:
Quien conociera a Luciano no se asombraría de esa abnegación; ¡era tan simpático, y tenía unos modales tan zalameros, expresaba con tanta gracia su impaciencia y sus deseos […]!
(pág. 1282)
Sin embargo, Luciano va a encontrarse con dificultades al llegar a París. Su amante lo abandona y lo pone en ridículo. Él se había gastado todo su presupuesto en vestir con elegancia, así que solo en esta ciudad y sin ningún dinero, va a pasar serias dificultades hasta que conoce a D’Arthez y traban amistad. Entonces,
Feliz por haber encontrado en el desierto de París un corazón en el que abundaban sentimientos generosos en consonancia con los suyos, el gran hombre de provincias hizo lo que hacen todos los jóvenes famélicos de afecto: pegósele como una enfermedad crónica a D’Arthez […].
(pág. 1344)
Entra en su círculo de amigos, todos lo aceptan, lo protegen y le ayudan, al mismo tiempo que todos vislumbran el poder de su ambición y no confían en él. Desconfianza que más tarde explicitará su primer amigo, D’Arthez, en una carta dirigida a Eva, que le pedía opinión sobre Luciano. Dice:
Luciano sacrificará siempre al mejor de sus amigos por el placer de lucir su ingenio. De buen grado firmaría un pacto con el demonio si ese pacto le valiese una vida brillante y fastuosa por unos cuantos años […]. Se despreciará a sí mismo, se arrepentirá; pero si la necesidad le acucia volverá a las andadas […].
(pág. 1530)
Y así ocurre realmente. Luciano entra en el mundo del periodismo, encuentra una amante y se deja llevar. Entra en el mundo del lujo parisiense y se adapta pronto. El lujo obraba un efecto magnético sobre su alma. Su amante era la mantenida de un banquero y esta situación que, al comienzo le inquietaba, dejó de preocuparle.
París empezó a ocuparse de él:
[…] y hacer que París se ocupe de uno, cuando se ha comprendido lo inmenso de esa ciudad y la dificultad de ser algo en ella, causóle a Luciano goces embriagadores que le marearon.
(pág. 1447)
En algunos momentos sentía inquietud por el rápido paso de la miseria a la opulencia, como si no pudiera terminar de creérselo. A pesar de ello:
Vióse arrastrado por una corriente invencible, en un torbellino de placeres y trabajos fáciles. Dejó de echar cuentas […] vivía Luciano al día, gastaba el dinero según lo ganaba […].
(pág. 1460)
En esta situación «[…] se prohibía a sí mismo pensar en el mañana» (pág. 1468). Hasta que:
[…] el resorte de su voluntad […] para las bellas resoluciones adoptadas en aquellos momentos en que vislumbraba su posición a su verdadera luz, vino a ser nulo.
(pág. 1469)
Mientras que, por el contrario, lo que ocurrió es que su trato con el gran mundo le desarrolló «[…] el orgullo nobiliario y las vanidades aristocráticas» (pág. 1484). De manera que decide reclamar un título nobiliario que había pertenecido a la familia de su madre.
Pero ocurre que:
[…] en la vida de los ambiciosos […] hay un cruel momento en que no sé qué poder los somete a rudas pruebas; todo falla a la vez […] ese cruel momento había llegado para Luciano […] había sido demasiado feliz y ahora tenía que ver a hombres y cosas en contra de él.
(pág. 1491)
Se encuentra arruinado. Su amante enferma y el banquero que la mantenía corta la entrada de dinero. Entonces le presionan para que haga una crítica destructiva de la magnífica obra de su amigo D’Arthez, y la hace, así como también firma unos pagarés con el nombre de su cuñado. Todo se le pone en contra y empieza a reflexionar:
¿Qué era él en aquel mundo de ambiciones? Un niño que corría tras los placeres y los goces de la vanidad, sacrificándolo todo por ellos […] pensando bien y obrando mal. Fue su conciencia para él un terrible verdugo. Finalmente, no tenía ya dinero y sentíase agotado de impotencia y dolor.
(pág. 1499)
Muerta su amante Coralia, viendo que sus antiguos amigos lo desprecian, se da cuenta de que sólo puede contar con su madre y su hermana y decide volver a casa. Su familia se encuentra en una situación muy apurada porque les reclaman el pago de las letras que él había firmado. A pesar de ello, lo acogen y perdonan. Se da cuenta de la calidad de su amor, aunque percibe también la desconfianza que su madre y su hermana sentían y que ese amor no lograba ocultar. Esta situación le entristecía y le hacía la vida insoportable. Pero todo se le vuelve a olvidar cuando sus conciudadanos, enterados de sus triunfos en París, lo agasajan. Vuelve a sentirse satisfecho y a entrar en la misma dinámica. Se ve de nuevo como un triunfador que podrá solucionar los problemas económicos de su familia. Cuando fracasa esta expectativa decide suicidarse y explica en una carta a su hermana las razones para hacerlo: «Sí, tengo ambiciones desmesuradas que me impiden aceptar una vida humilde […]. He nacido príncipe […]» (pág. 1601).
Decide ahogarse, pero necesita un lugar de suficiente profundidad para que no pueda ser encontrado su cadáver, preocupado por el desagradable aspecto que tienen los ahogados y por no dejar esa imagen tras de sí. Buscando este lugar, andando por el campo, se encuentra con el abate Carlos Herrera (8), quien consigue convencerlo para que no actúe así. Él se convertirá en su protector. Establecen un pacto que es una verdadera venta de su alma. El tal abate es un criminal que se oculta bajo esta identidad de clérigo español y que vuelve a llevarlo por el camino de la búsqueda de éxito, dinero y reconocimiento social, fomentando en él la idea de reclamar el título de la familia de su madre y envolviéndolo de nuevo en la misma dinámica de ambición. Por fin, cuando Carlos Herrera es detenido y llevado a prisión y él es acusado de complicidad, creyendo que había sido delatado por su protector y que ya no había salvación, se suicida.
Los atributos con los que describe a este personaje son: belleza, distinción, nobleza de modales, elegancia, apostura y maneras graciosas. Aspecto delicado. Niño mimado, egoísta, con espíritu travieso. Amable, cariñoso, generoso, listo. Emprendedor, activo, audaz, atrevido, brillante, imaginativo, animoso, valiente, aventurero, seductor, vanidoso, ambicioso y acostumbrado a creerse grande. Voluble, impresionable y de débil voluntad.
La vanidad se manifiesta en una exagerada preocupación por la imagen, en un vivir para los ojos de los demás. El foco de interés no está en la propia experiencia, sino en lo que va a pensar o sentir el otro respecto a uno. El vanidoso siempre está preocupado por la imagen que puede dar a los demás, y en este afán de gustar pierde su identidad, adaptándose camaleónicamente a lo que imagina que el otro valora.
Hay una intensa necesidad de atención, de ser visto, oído, apreciado. Esta exacerbación de la necesidad de atención proviene de una experiencia temprana que la frustró. La necesidad de ser visto y el sentimiento de no ser digno de atención llevan a la búsqueda constante de una imagen que sí pueda ser vista y valorada. Tiene mucho en común con el 2, pero mientras el orgulloso se sostiene en una autoimagen especial, que los demás deben naturalmente reconocer, en el 3 son los otros los que pueden darle ese carácter especial y él tiene que conseguirlo a través de sus éxitos. De ahí la intolerancia al fracaso.
La identificación con la apariencia conlleva una sensación de vacío interior, de superficialidad, un sentimiento de que no hay nadie ahí detrás, que se manifiesta en el temor a la soledad. Por otra parte, únicamente en soledad es cuando pueden permitirse descansar, abandonar la máscara y los esfuerzos para mantenerla. La forma de llenar el vacío se centra en la búsqueda exterior, posesiones, relaciones, éxito y reconocimiento social. La identidad está puesta en lo que tengo, en lo que logro, en lo que represento, en la imagen, en lo que los otros ven y me reflejan de mí.
En la infancia se han sentido amados cuando han cubierto las expectativas parentales, a menudo de carácter narcisista, han sentido el amor condicionado a la conducta y han perdido, en el empeño por ser amados, el contacto con el ser verdadero que no se vive como digno de amor.
La mirada se aleja de lo interno, temiendo encontrar el vacío, y se concentra en la preocupación excesiva por la imagen que venden a los ojos de los demás, en la pasión por complacer y atraer que polariza la atención de la persona hacia la superficie de su ser. En el plano sexual se traduce en un cultivo del sex-appeal y de la efectividad, a expensas de la profundidad de la experiencia erótica o emocional. Hacerlo bien es más importante que gozar.
Más allá de que el deseo de aplauso suponga una expresión indirecta del deseo de amor, el hecho de vivir a través de los ojos de los demás y de luchar por la obtención de suministros narcisistas produce un empobrecimiento.
En el plano emocional, la vanidad se manifiesta en una búsqueda de éxito, que implica una cierta eficacia, cierto perfeccionismo en la acción, parecida a la del tipo 1, pero totalmente mediatizada por la búsqueda del reconocimiento público. Lucha por obtener posiciones de importancia en cualquier contexto social en que se mueva y por conseguirlo de la forma más rápida y eficaz posible.
A nivel cognitivo se manifiesta como engaño, como falsedad. El fingimiento inconsciente provoca mucha ansiedad, como si a algún nivel estuviera siempre presente el temor de ser descubierto. No es un engaño deliberado, por el contrario el tipo 3 valora mucho la sinceridad, es un autoengaño, una identificación interna del propio yo con la apariencia que se consigue. Para mantenerlo es necesario un perfecto control de los sentimientos, una pérdida de espontaneidad. La consecuencia de este control es que se pierde la referencia interna a nivel emocional, se termina sintiendo y expresando sólo lo que es adecuado y correcto, aunque lo adecuado en un ambiente deje de serlo en otro. Es muy característica la inadecuación entre los sentimientos expresados y los gestos (sonreír al contar algo doloroso, por ejemplo) en contraposición a la adecuación al entorno. Esta inadecuación entre la expresión y el sentimiento les otorga un aire de frialdad e impenetrabilidad.
El mecanismo de defensa en que se apoya el carácter es el de la identificación; identificación con una imagen ideal construida basándose en una identificación temprana con los valores ideales de las figuras significativas de la niñez. El mecanismo de la identificación es menos rígido, más flexible que el de la introyección, y esto permite que los valores objeto de identificación puedan ir cambiando a lo largo de la vida, manteniendo siempre la característica común de no ser valores internos, sino adoptados de modelos externos. Es muy frecuente encontrar en los tipos 3 dos modelos internos muy polares e inconciliables entre sí, que generan una típica sensación de inseguridad y duda sobre quien quiere uno ser.
El tipo vanidoso tiene una gran dificultad para aceptar la soledad. Se sienten perdidos si no cuentan con un espejo que les refleje quiénes son, puesto que su identidad está sostenida por esa imagen especular. De aquí surge el tremendo temor y el sentimiento crónico de soledad, puesto que, a nivel profundo, hay cierta conciencia de que esa imagen que le devuelven los demás y por la que lo reconocen no corresponde a su auténtico ser. El miedo a ser rechazados si se muestran tal como son, sin máscaras, a no ser vistos, a volver a quedarse solos, perpetúa el cultivo de la apariencia. Les resulta muy difícil admitir nada que pueda dañar su imagen.
La estructura del rasgo, según Naranjo, viene dada por: vanidad, imitación, control sobre uno mismo, sofisticación, habilidad social, manipulación de la imagen, cultivo de la atracción sexual, pragmatismo, actitud alerta y superficialidad.
Pensamos que el ser se confunde con «ser visto».
Según el instinto que se apasione nos encontramos con:
a) Conservación - «Seguridad»: La necesidad de sentirse seguro a través del dinero, las posesiones, etcétera, aparece en primer plano. Tener se convierte en un símbolo de lo que soy: alguien que sabe cuidar de sí mismo y que logra conseguir todo aquello que los demás desean. Tener todo lo que se pueda desear y haberlo alcanzado gracias a la capacidad de manejarse en el mundo genera una sensación de autonomía y eficacia que permite sentirse seguro, no desamparado. Proponemos el término «logros» para designar esta necesidad apasionada.
b) Social - «Prestigio»: La vanidad se manifiesta en el cultivo de la buena imagen ante los demás.
La confirmación de lo que valgo está puesta en lo que se consigue socialmente. Por eso la búsqueda es de «estatus», término por el que nos decantamos y que también utiliza Naranjo. Implica alcanzar una posición social que los demás reconozcan como exitosa. Hay un fuerte deseo de aprobación social, de aplauso, de gustar. Para mantener el estatus desarrolla un brillo muy particular, una capacidad de conectar con las formas correctas, con la captación de las modas, con las imágenes sociales de éxito.
c) Sexual - «Masculinidad» / «Feminidad»: La esfera de lo sexual se halla teñida por la preocupación de la apariencia. La actitud es coqueta y trata de dar la imagen que responde al modelo de lo que la sociedad valora como «sexy». El deseo es ser «objeto de deseo» (nuestra propuesta terminológica) y la forma de conseguirlo es una identificación enfática con las características sexuales masculinas o femeninas imperantes. La consecuencia es un olvido del propio deseo ya que adquiere mucha más importancia el ser deseado. Por otra parte, la desconexión que supone provoca que el deseo se muestre mucho más intenso e interesante en el plano de la imaginación que en el del encuentro real.
La motivación compartida es la de obtener el éxito en el desempeño personal, social o sexual. La profunda inseguridad derivada de haber tenido que hacerse cargo de sí mismos en una edad demasiado temprana, lleva a esta posición de intentar desempeñarse bien por sí solos y de que los demás lo vean.
Comportamiento observable: hay un cultivo de la apariencia, una adecuación a situaciones muy distintas, en una transformación camaleónica, que tiene como objetivo satisfacer la necesidad de ser vistos y reconocidos. La necesidad de reconocimiento tiene un carácter práctico, que conlleva una gran preocupación por la eficacia, por la obtención de resultados inmediatos, tangibles, cuya evidencia es el éxito. Éxito social que, a veces, implica una lucha por la riqueza y el estatus, y otras se centra más en el aplauso. En la misma línea del cultivo de la apariencia, hay un cultivo de la atracción sexual, una tendencia al embellecimiento y conservación del atractivo. Un atractivo modélico que sigue la imagen de lo que socialmente se reconoce como tal y que no siempre implica un cuidado positivo, pues a menudo uno encuentra muchas cosas que arreglar (cirugía estética) hasta alcanzarlo. La belleza resulta de porcelana, formal y fría y también hay, en su conducta general, una cierta frialdad, falta de espontaneidad, implacabilidad y control necesarios para mantener la apariencia. La apariencia observable es también de seguridad, aunque a nivel interno la ansiedad provocada por el temor al rechazo se traduzca en inseguridad, ansiedad y tensión, que se trata de controlar con un mayor control.
Comportamiento interpersonal: sofisticados y hábiles socialmente, son gente entretenida, con mucha conversación, con brillantez social, en quienes la espontaneidad está muy tamizada por la complacencia, por el tratar de agradar al otro y asimilarse a su comportamiento y opiniones.
Estilo cognitivo: intereses muy variados, pueden conversar de cualquier cosa, pero tienen dificultad para generar y sostener sus propias opiniones. Saber es sólo un paso para «saber qué hacer». En este sentido, su orientación cognitiva es utilitaria, pragmática, con un toque de superficialidad, que puede quedar oculta por la brillantez y la adecuación al entorno. Hay una actitud alerta, vigilante, a fin de mantener el control.
Autoimagen: su autoimagen depende mucho del reconocimiento y los logros externos. Hay una confusión entre el ser y la apariencia que se corresponde con la confusión entre la valoración externa y el valor interno. A un nivel se produce un autoengaño por creer que uno es lo que otros ven, pero a otro nivel hay una frustración crónica de la necesidad de ser vistos porque cualquier reconocimiento se recibe como correspondiente a la falsa personalidad y no al verdadero ser. En un plano profundo, hay una sensación de no tener acceso a los sentimientos genuinos, de no saber quién es, de no conocer los verdaderos deseos, que produce una insatisfacción y una sensación de superficialidad e inseguridad. A menudo hay dos imágenes polares y mucha dificultad para decantarse por una de ellas, como si la identificación fuera vivida como algo que ya no va a permitir cambiar.
Representaciones objetales: los demás pueden hacerte sentir bien contigo mismo o no, en función de su aceptación o rechazo. No hay discriminación, la necesidad es de gustar a todos, incluso a gente que objetiva o racionalmente no valoran. Los demás se convierten en espejos, jueces de mi valía. La dirección por los valores internos que llega a ser tan rígida en el tipo 1, es sustituida aquí por la dirección por los valores del entorno.
Mecanismo de defensa: la «identificación» es el principal mecanismo que permite encontrar la propia identidad a través del otro y llenar la sensación de vacío y desvalimiento. La imitación es la herramienta que permite esa transformación camaleónica con el ambiente.
Organización morfológica: morfológicamente son cuerpos muy cuidados ya que la persona se identifica, en primer lugar, con su imagen física: soy lo que se ve. El cultivo de la estética busca un ideal de belleza, que se ajusta a los cánones del momento. La indumentaria puede cambiar en función de los distintos ambientes, cuidando mucho que resulte adecuada y pudiendo descuidar, al mismo tiempo, lo que no se ve. La búsqueda del ideal de belleza se ajusta a los criterios estéticos sobre masculinidad/feminidad.
Suele haber tensión en los pies, debido a la falta de arraigo. La ansiedad y la tensión que conlleva el control son envueltos en una apariencia de seguridad. Esta tensión se alivia al estar solos.
Los ojos suelen mantener velado el mundo interno, como si su mirada fuera impenetrable.
Estado de ánimo / temperamento: personas agradables pero de trato no demasiado fácil. Su dificultad para conectar con lo que sienten se contagia a los otros. A menudo sus gestos y sus emociones no coinciden, y resulta difícil saber qué sienten.
Manejo de la agresividad: Es una agresividad fría, desconectada del sentimiento. A veces se expresa desde una exigencia de honestidad, de sinceridad, que no tiene en cuenta el sentir del otro. Justificada por la sinceridad puede ser cruel y emocionalmente desimplicada, dificultando mucho la respuesta agresiva del interlocutor, el cual, a veces, tiene la sensación de que no hay nadie con quien pelear ni a quien convencer, nada que argumentar. Como las verdaderas motivaciones de enfado quedan muy ocultas y se atribuyen a aspectos superficiales, resulta muy difícil resolver el conflicto.
Manejo de la sexualidad: la sexualidad del eneatipo 3 está muy teñida por la identificación con una imagen o modelo sexual que se pone en acción.
La atención se pone en «hacerlo bien», en satisfacer al otro, en darle lo que se supone que desea y no defraudarle. Hay un interés por encontrar todos los recursos y técnicas sexuales que van a lograr el máximo placer del compañero y que a uno mismo le reporta la satisfacción de habérselo dado. Hay asimismo un mirarse desde afuera que se vuelve más importante que estar conectado desde adentro.
La satisfacción sexual propia pasa a un segundo término. Junto a esa dedicación a satisfacer al otro, en momentos de baja autoestima pueden recurrir a una actividad sexual donde el otro sólo cuenta como un espejo que valida el propio atractivo y eficacia sexual.
Existe mucha sensibilidad a la crítica puesto que se pone tanto empeño en hacerlo bien.
El personaje de Balzac que vamos a describir para ilustrar este eneatipo es el de la Duquesa de Langeais, descrita en la novela del mismo nombre. Se esmera especialmente en su descripción y en los matices de su personalidad. Cuenta la historia de una mujer que necesita el reconocimiento social y que, habiendo realizado una «buena boda», se siente después abandonada por su marido y dedica su vida a las relaciones sociales y a conseguir un amante que sea un espejo ante la sociedad de su valor como mujer y, al mismo tiempo, le permita seguir conservando su posición junto a su marido.
Nos dice Balzac:
Era una mujer artificialmente instruida, en realidad ignorante; llena de sentimientos elevados, pero carente de un pensamiento que los coordinase; que derrochaba los más ricos tesoros del alma, obedeciendo a miramientos sociales; pronta a desafiar a la sociedad, pero con titubeos y cayendo en el artificio por culpa de sus escrúpulos […] soberanamente mujer y soberanamente coqueta […].
(pág. 111, tomo II)
Después de describir detenidamente muchos aspectos complejos y contradictorios termina diciendo:
¿No sería siempre un retrato sin terminar el de esa mujer en que chocaban los tonos más tornasolados […]? Nada en ella era fingido. Esas pasiones, esas semipasiones, esa veleidad de grandeza, esa realidad de pequeñez, esos fríos sentimientos y esos cálidos arrebatos eran naturales y dependían de su posición, así como también de la aristocracia a la que pertenecía.
(pág. 111)
En páginas posteriores retoma su descripción volviendo a incidir en los aspectos contradictorios de su imagen:
Mostrábase a trechos alternativamente confiada y astuta, tierna como para conmover y, luego, dura y seca como para partir un corazón. Pero para pintarla bien ¿no sería menester acumular todas las antítesis femeninas? Era, en una palabra, lo que quería ser o parecer.
(pág. 121)
Incide aquí el dibujo que hace de su personaje en la fuerza que tiene la identificación con la imagen, con la apariencia, y poco después vuelve a aludir al punto de artificio con el que se construye esta imagen: «Conocía la duquesa a maravilla su oficio de mujer» (pág. 126).
Se casó con el duque que, después de casado, perdió pronto el interés y se retiró de ella para dedicarse a seguir su vida y sus gustos, dejándole bastante libertad. Justifica el desapego del marido en el hecho de haber reconocido su sumisión a los usos del mundo y la frialdad de su corazón. No se siente en peligro por dejarla sola. Está seguro de que ella no se atreverá a romper con las buenas costumbres socialmente aprobadas. Pero el resultado de su abandono fue:
[…] una mujer de veintidós años, gravemente ofendida y que tenía en su carácter una cualidad tremenda: la de no perdonar nunca una ofensa cuando todas sus vanidades femeniles y todo su amor propio, y quizás sus virtudes, habían sido mal apreciadas y heridas en secreto […]. Tal era la situación, ignorada del mundo, en que la señora duquesa de Langeais se encontraba […].
(pág. 113)
Vemos aquí la dificultad de mostrar los verdaderos sentimientos ante el mundo y la tendencia a mantener el tipo, la imagen que se considera valorada por los demás y que no es la de una mujer rechazada.
A partir de entonces se convirtió en la «reina de la moda», seguida siempre por una corte de mujeres distinguidas que le daban mucha seguridad y le permitían burlarse de los hombres y recibir sus homenajes, llevando una vida «huera», de «triunfos sin objeto» y de «pasiones efímeras», pero logrando ser el centro de todas las miradas, viviendo una «fiebre de vanidad» (pág. 113).
Llegó un momento en que esto no fue bastante para ella, «[…] en que comprendió que la criatura amada era la única cuya belleza e ingenio podía ser universalmente reconocida».
Esconde su insatisfacción y su necesidad de amor en una necesidad de reconocimiento social, que dirige su acción.
¿Qué prueba un marido? Pues que de soltera, una mujer estaba ricamente dotada o bien educada, tenía una madre lista o satisfacía las ambiciones de un hombre; pero un amante es el programa constante de sus perfecciones personales.
(pág. 114)
Su «proyecto» vital cambia y orienta su vida a la consecución de este nuevo proyecto que no anula el anterior, sino que lo complementa para poder seguir manteniéndolo.
De esta manera, arropada por su corte femenina, decidió permitirse también otra corte de enamorados, cuyo amplio número permitía que su virtud no fuera puesta en duda.
Era coqueta, amable, seductora hasta el final de la fiesta, el baile o la soirée; pero luego, cuando caía el telón, volvía a encontrarse sola, fría, indiferente, no obstante lo cual revivía al día siguiente para emociones igualmente superficiales.
(pág. 114)
Y ésta es la situación cuando conoce a Armando de Montriveau (1), un digno y honrado general que se enamora de ella. Decide convertirlo en su amante: «[…] darle la preferencia sobre todos los demás, apegárselo a su persona y emplear con él todas sus coqueterías» (pág. 118).
Y como: «Tenía la duquesa como don natural las condiciones necesarias para hacer el papel de coqueta y la educación se las había perfeccionado», no tuvo ningún problema en conseguirlo, puesto que:
No le faltaba nada de cuanto puede inspirar el amor, justificarlo y perpetuarlo. La índole de su belleza, sus modales, su labia, su actitud, conspiraban para dotarla de esa coquetería natural que en una mujer parece ser la consciencia de su poder.
(pág. 118)
Pone en juego todas sus maniobras para conquistarlo, sin comprometerse realmente, seduciéndolo y proponiéndole que sea para ella un amigo. Sin ningún problema cayó Armando en sus redes pues
[…] tenía un prodigioso atractivo para los hombres. Parecía que habría de ser la querida más deliciosa cuando se quitase el corsé y depusiese los arreos de su papel […]. Dejaba ver que había en ella una noble cortesana a la que desmentían vagamente las devociones de la duquesa.
(pág. 121)
Poco a poco, el general se va dando cuenta de la falta de compromiso real de la duquesa y, dolido, la acusa de coqueta, acusación ante la que ella se defiende en estos términos:
¡Coqueta! […] ¡Cuando odio la coquetería! […]. Pero Armando, ser coqueta es prometerse a varios hombres y no darse a ninguno […] Pero hacerse la melancólica con los humoristas, la alegre con los despreocupados, política con los ambiciosos, escuchar con aparente admiración a los parlanchines, hablar de guerra con los militares, apasionarse por el bien del país con los filántropos, conceder a cada cual su pequeña dosis de halago me parece tan necesario como ponernos flores en el pelo y usar diamantes, guantes y vestidos […]. ¿A eso le llama usted coquetería?
(pág. 128)
No hay mucho que decir ante esta defensa, casi apología, de lo camaleónico del carácter y de su necesidad de gustar a todos y resultar adecuado en todas las circunstancias.
Temiendo perder el amor de Armando y necesitando su fuego para llenar el vacío de su vida, sabiendo que no puede seguir coqueteando con él, le propone un pacto, un compromiso aplazado al futuro, que es, en realidad, una promesa cuyo cumplimiento no está en sus manos y, por tanto, él no le va a poder exigir: será suya si la casualidad, el destino, así lo dispone, en el caso de que el duque muriese. Pero mientras viva habrán de respetar su honor. No veía ningún peligro en esta promesa porque mientras tanto:
Se daba tan buena traza para revocar al día siguiente las concesiones hechas la víspera, estaba tan seriamente dedicada a mantenerse físicamente virtuosa, que ningún peligro veía ella en unos preliminares que únicamente pueden temer las mujeres muy enamoradas.
(pág. 131)
Así que:
Si para retener a un hombre cuya ardiente pasión le proporcionaba desacostumbradas emociones [la sustitución de las propias emociones por la identificación con las ajenas se nos muestra aquí claramente] o si, por flaqueza, se dejaba robar algún rápido beso, enseguida salía, fingiendo pavor, se ponía colorada y desterraba a Armando de su canapé, en el momento en que el canapé se hacía peligroso.
(pág. 132)
El general está cogido en esta trampa, ansioso y atormentado, hasta que un amigo de él decide hablarle en contra de la duquesa y ponerlo en guardia contra: «Esa cortesana con título que hace con su cabeza lo que otras mujeres más francas hacen…» (pág. 140).
Y le aconseja que se retire de ella, que le haga sufrir para ver si el sufrimiento la ablanda, si logra así inspirarle algún deseo. Como, en principio, no surte efecto, el general decide vengarse y se presenta en su casa una noche dispuesto a hacerle pagar con su vida sus desaires. La recrimina y la trata muy duramente y entonces lo «[…] escuchaba la duquesa con una sumisión que ya no era fingida ni coquetamente calculada» (pág. 150).
Al fin, Armando opta por no cumplir su venganza y la deja marchar con vida.
La duquesa, ante esta situación, «sufría» y aunque «[…] no amaba todavía, tenía una pasión» (pág. 153) que…
Rayaba casi en las sensaciones del amor porque en aquella duda de ser amada que la punzaba, sentíase feliz diciéndose a sí misma: ¡Lo amo!
(pág. 154)
Todo esto la lleva a decidirse a comprometerse con él y la forma que tiene de hacerlo es dejar toda la noche su carruaje ante la casa del general, en definitiva, romper su imagen de virtud, poniendo el escándalo como la más grande prueba de su amor, y le escribe una carta pidiéndole que la ame o la abandone definitivamente y exigiéndole una respuesta inmediata, antes de determinada hora, pues si no la obtiene no le quedará más remedio que recluirse en un convento. La respuesta de Armando se retrasa y la duquesa desaparece.
El general la busca por todas partes y al final consigue saber que se halla en un convento de clausura inaccesible, pero consigue llegar a él, traspasar todas las barreras y encontrarla en su habitación, dispuesto a raptarla. Pero ella ya no quiere aceptar sus propuestas porque «[…] no te veo ya con los ojos del cuerpo…», aunque «[…] te amo ahora mucho más que antes» (pág. 183).
A lo largo del texto, ya se ha hecho una descripción bastante exhaustiva, pero incluimos igualmente los atributos que van apareciendo a lo largo de sus páginas: orgullosa, zalamera, coqueta, vanidosa, ingeniosa, segura de sí misma, esquiva, con corazón frío y afán de agradar, sumisa a los usos mundanos, reina de la moda. Viva de fantasía, su lenguaje es frívolo y burlón y se muestra alternativamente alegre y melancólica, afable y desdeñosa, impertinente y confiada.
La envidia se manifiesta como un estado emocional doloroso, un estado de carencia y un ansia por satisfacer esa carencia. Lo excesivo del ansia de amor impide saciarse y estimula mayor frustración y dolor, perpetuando el sentimiento de escasez, de carencia. Nunca se siente feliz con lo que tiene y siempre mantiene una cierta esperanza de obtener lo que le falta, lo que necesita, que se traduce en una constante demanda. Cree que lo que necesita siempre es algo que viene de fuera.
El hambre de amor, la voracidad característica de la envidia tiene su origen temprano en el sentimiento infantil de carencia, de frustración, de celos frente a otra persona que sí posee aquello que uno necesita. La frustración del deseo y la percepción de que otras personas poseen lo que uno desea, genera un sentimiento de impotencia y desesperación, que no renuncia ni se resigna sino que reclama. A veces, el deseo viene marcado por esa idealización de otro que lo tiene todo.
La envidia se origina en la frustración de las necesidades tempranas del niño y el dolor crónico es un residuo del dolor del pasado. La necesidad de amor, real en el pasado, se convierte en el presente en búsqueda compulsiva y exagerada, que no responde a la necesidad real del adulto. Pero hay una gran dificultad de cerrar página y asumir lo que no hubo sin seguir reclamándolo. Esto les permite seguir sintiendo que el mundo les debe algo. Más que el apoyo exterior lo que realmente necesita es la capacidad de reconocerse y amarse a sí mismo.
Es como si hubiera una dificultad especial en cerrar el «libro de cuentas» del que habla Gurdjieff, ese libro en el que llevamos la contabilidad de nuestras heridas y de las deudas contraídas con nosotros por los demás. Es ese libro el que da derecho a reclamar, incluso a justificar nuestras acciones presentes en aquellas deudas del pasado.
La envidia busca recibir de fuera el amor y la aceptación que le faltaron, pero el amor, una vez conseguido, suele ser invalidado o puesto a prueba con tales exigencias que resultan siempre frustradas.
La persecución de un ideal personal impide la aceptación de lo que uno es y de lo valioso que pueda tener, pues el ideal siempre está muy por encima de la realidad y se sostiene en la comparación con personas admiradas o envidiadas. Por otra parte, no se puede renunciar a ese ideal porque supondría la renuncia a la idea de que podremos conseguirlo si nos empeñamos lo suficiente.
A nivel emocional, la envidia se muestra como una constante insatisfacción, una especie de melancolía, una añoranza que nutre el deseo. La competitividad está presente como un impulso de cara a conseguir lo que el otro tiene, unas veces en forma de lucha, otras en forma de queja y otras en forma de acercamiento amoroso. En este caso se puede llegar a actitudes de dependencia, sumisión e incluso humillación a fin de mantener el amor del otro.
En el plano cognitivo se manifiesta la envidia como una constante comparación de la que resulta un sentimiento de inferioridad que comporta una continua victimización. Ocasionalmente, como resultado de la comparación pueden surgir sentimientos de superioridad que se viven de manera culpable. La exigencia y la impotencia van de la mano. Las exigencias son tan altas que son imposibles de cumplir, lo cual justifica el no intentarlo. Sin embargo, tampoco se puede renunciar a la exigencia, pues hay una idea de que algún día se conseguirá, y si se renuncia a la exigencia, se renuncia a la posibilidad futura de conseguirlo. En esta proyección hacia el futuro, cualquier sufrimiento presente resulta soportable como camino para conseguir la meta.
El mecanismo de defensa característico del tipo 4 es la introyección. La introyección es una especie de identificación muy primitiva en la que lo introyectado no se distingue del yo. Es una identificación masiva y contradictoria. Se introyecta la imagen primitiva de la madre como ese ser que dispone de todo aquello de lo que uno carece, todo aquello que uno necesita y no recibe en adecuada proporción a la necesidad: comida, cuidados, calor, cariño… Al mismo tiempo se introyecta la parte «mala», frustrante y denegadora de amor de esa madre. Se introyecta también ese conflicto, y hay una lucha interior constante entre el deseo de amor y la frustración de ese deseo.
El carácter envidioso presenta una especial dificultad de reconocerse, amarse y apoyarse a sí mismo. Hay un sentimiento profundo de falta de valor, como si el no recibir lo que uno necesita se explicara porque uno no es amado ni digno de amor. Hay una tremenda exigencia de hacerse digno de amor y un marcado sentimiento de odio hacia sí mismo por no conseguirlo y hacia los demás por no dárselo. Por otra parte, conseguir ese amor maravilloso que da todo lo que uno necesita sería la meta más buscada porque supone la confirmación del propio valor, de que se es digno de amor. A conseguirlo está orientada la existencia con una estrategia masoquista, de dependencia y sometimiento que nutre el autorrechazo y el odio. La envidia no se puede permitir el sentimiento de bienestar, de autosatisfacción porque eso supondría renunciar a seguir buscando a alguien que llene desde fuera la carencia.
La exigencia interior del 4 es muy fuerte y conlleva un cierto perfeccionismo menos activo que el del tipo 1 por cuanto no se trata tanto de hacer sino de ser, ser «más», ser «mejor».
La estructura del rasgo, según Naranjo, se manifiesta en: envidia, pobre autoimagen, centrado en el sufrimiento, adicción al amor, capacidad de sacrificio, emotividad intensa, arrogancia competitiva, refinamiento, fuerte superyó.
Opinamos que el ser se confunde con «ser especial».
En función del instinto que se apasione tenemos los siguientes tipos:
a) Conservación - «Tenacidad»: la necesidad es la de hacer méritos para lograr lo que la vida no nos ha dado y que otros obtienen sin esfuerzo. El término «mérito» es nuestra propuesta. Implica esfuerzo y sacrificio, que nos convierten en merecedores del amor y el reconocimiento. La forma de llegar a ser especial es a través del esfuerzo sacrificado, elegido y consciente, que nos convierte en mejores personas y más bondadosos que los demás, al mismo tiempo que nos redime de la imagen interna de maldad. No es posible renunciar al sacrificio que nos transforma en especiales, aunque conlleve sufrimiento. La tenacidad es la actitud derivada de este empeño al que no se puede renunciar, puesto que un día el sufrimiento tendrá sus frutos y seré reconocido por todos.
b) Social - «Vergüenza»: Hay una búsqueda de «originalidad», que sería nuestro término, y que implica querer ser visto como alguien especial, distinto, exquisito, sensible, refinado y delicado. Esta búsqueda de originalidad produce vergüenza. Si se consigue mostrar original, especial, se produce un sentimiento ambivalente, mezcla de pudor y orgullo. Si no se logra, hay que afrontar la vergüenza de no estar a la altura de los propios ideales y exigencias y, por tanto, no poder mostrarse ante los demás. Hay una vanidad que se queda frustrada, un sentirse vulgar, que genera resentimiento y odio hacia los demás por no reconocerme y hacia mí mismo por no lograrlo.
c) Sexual - «Odio»: el deseo de amar y ser amado se convierte en anhelo, que tiñe el amor de romanticismo. Elegimos el término «anhelo» porque implica desear lo que no se tiene. La consecuencia es el odio por no poder alcanzar eso tan deseado. En la relación primitiva con la madre, el vínculo que se establece es muy ambivalente porque tiene lo que yo deseo, y por eso la amo y por eso la odio. También me odio a mí mismo por no tenerlo. Cuando esta forma de vínculo se lleva al plano de la relación de pareja, se muestra muy teñido de admiración hacia otro que posee lo que yo no tengo y envidio, perpetuando la conexión del amor y el odio. En esta esfera, el deseo se vincula a lo inalcanzable, así se puede producir una lucha feroz para conseguir el amor de una persona considerada valiosa, tanto más valiosa cuanto más me rechaza. En otros casos, la lucha adquiere un matiz competitivo a fin de lograr el amor de alguien ya comprometido, donde ganar la batalla supone afirmar la propia valía y la identidad sexual y superar la envidia que provoca el que otro tenga y yo no.
En los tres casos hay un empeño muy fuerte en lograr el reconocimiento y el amor que faltaron en la infancia; y ese empeño está cargado de esfuerzos y sacrificios. Aquí el conflicto edípico, como en el 2, está muy presente, pero en este caso, el no haber sido elegido, el haberse sentido inferior a otro, condiciona la actitud de expectativa, la esperanza de que algún día alguien se dé cuenta de mi verdadero valor y sea compensado mi sufrimiento.
Comportamiento observable: disciplinados, tenaces, dependientes, sacrificados, pesimistas, melancólicos, siempre insatisfechos, con una profunda nostalgia y una referencia al pasado y a las dificultades del pasado que se pueden expresar en queja, reproche y amargura o en una actitud más cínica, competitiva y vengativa. El dolor es manipulado y manipulador, usado como venganza o como herramienta inconsciente de la esperanza de lograr amor.
Comportamiento interpersonal: dependiente, capaz de sacrificarse y humillarse para mantener el amor del otro. Su identificación con las necesidades de los demás puede ser exagerada, masoquista, hasta el punto de la autoesclavización que contribuye a mantener la frustración y el dolor, pero que también da derecho a una actitud de superioridad. La adicción al amor se manifiesta no sólo en la dependencia y el apego a relaciones frustrantes, sino en una especie de adhesión al otro que se traduce en una imposición de contacto, en la que la incapacidad de cuidar de sí mismo logra atraer la protección del otro y es utilizada como una maniobra de manipulación inconsciente. Sufre la contradicción entre la necesidad sentida como extrema y el rechazo y la desvalorización de la propia necesidad.
Estilo cognitivo: en el pensamiento 4 está siempre presente la comparación, las cosas se ven en clave de más o menos y está muy teñido por la intensidad de su emotividad. La invasión emocional genera mucha confusión, una dificultad para ver la realidad fríamente o con objetividad, puesto que el sentimiento domina la percepción. El deseo y el rechazo de poner orden en la confusión van juntos, pues aunque se siente como necesario el orden, introducir elementos racionales para lograrlo es rechazado porque aplaca la valorada intensidad de las emociones.
La necesidad de ser especial potencia el desarrollo de la sensibilidad artística, de la imaginación, del ingenio y de la profundidad emocional como formas de lograr admiración.
Autoimagen: la percepción de la envidia, que a veces sólo se manifiesta a nivel consciente como vergüenza, genera una mala imagen de sí. Los sentimientos negativos, el sentido del ridículo, la inclinación a la vergüenza, el sentimiento de inadecuación, la autodenigración están muy presentes. Es la propia denigración la que origina el agujero del que surge la voracidad que se manifiesta en exigencia, apego, mordacidad, dependencia… El sufrimiento desempeña un papel liberador, la capacidad masoquista de sacrificio mejora la imagen interna, como si el sufrimiento elevara la imagen. En el mismo sentido funciona un superyó rígido, con gran peso de componentes de tenacidad y disciplina y propensión a la culpa: hay una idealización de la exigencia y una gran dificultad de renunciar al ideal, como si la imagen de valoración de uno mismo estuviera en relación con la grandeza del ideal. La imagen denigrada se invierte sobre todo en lo que a valores humanos se refiere: no hay sitio para la alegría y el hedonismo cuando son la capacidad de sufrimiento y la sensibilidad las que nos hacen mejores.
Representaciones objetales: la representación del otro está intensamente teñida por la envidia (los otros tienen algo que a él le falta). La comparación está siempre presente en lo sexual, físico, intelectual, social… La tendencia es la de idealizar al otro y querer ocupar su lugar, bien sea poniéndose a su servicio, desde una actitud de admiración y amor dependiente, o desde la competencia. La idealización del otro no se puede mantener en cuanto se muestra como real, y entonces genera mucho resentimiento.
Mecanismos de defensa: el mecanismo del 4 es la introyección, concretamente introyección del conflicto entre lo bueno y lo malo del otro que tiene lo que yo necesito, pero no me lo da. Por otra parte, el intenso deseo de incorporación de lo bueno, que se manifiesta como hambre de amor o como voracidad generalizada, conlleva el componente defensivo que supone acabar con los sentimientos dolorosos de frustración y envidia cuando ya tengo todo lo que envidio.
Organización morfológica: el sufrimiento se manifiesta en el rostro en la expresión de tristeza, que sólo momentos de mucha jovialidad hacen desaparecer. Se diría que su cuerpo, como su cara, refleja también el peso de la vida. Es frecuente encontrar rasgos masoquistas, como la pelvis descargada y los glúteos hacia adentro. La dificultad para conseguir la satisfacción tiene su correlato unas veces en la falta de contención y otras en la desenergetización. La carga energética está contenida y con aspecto de poder explotar en cualquier momento.
Estado de ánimo / temperamento: el pesimismo domina el estado de ánimo, aunque ocasionalmente puedan mostrarse muy divertidos, pero siempre hay una lectura pesimista y desesperanzada de la vida. Junto a la exageración de la posición de victimización, se puede percibir la disposición exigente y reclamadora. Hay una inclinación a sufrir intensamente, una dificultad para superar las frustraciones de la vida que, a veces, puede llevar a un destino penoso. Su emocionalidad tiene una cualidad intensa que se aplica a los sentimientos románticos, a la dramatización del sufrimiento y a la expresión del odio, pero que también está presente en las explosiones de alegría y humor.
Manejo de la agresividad: la envidia, la comparación conlleva un talante agresivo, competitivo, que puede estar muy bien envuelto en la identificación con las víctimas y en la capacidad de sufrimiento y sacrificio. Pero la rabia y el odio surgen de manera incontrolada, a veces incluso contra la propia voluntad, de forma que también resulta difícil integrar este aspecto dentro de la personalidad, pues ese descontrol es vivido como algo ajeno a mí, a mi verdadero ser, casi como un demonio que se apodera de mí y me hace actuar y decir cosas por las que luego siento mucha vergüenza. Cuando no se manifiesta explosivamente, sino en ataques verbales menos violentos, se genera menos culpa básicamente por la convicción de que es «verdad» lo que se dice y que esa veracidad y mi dolor me dan derecho a decirlo.
Manejo de la sexualidad: el deseo desempeña un papel muy importante en la sexualidad del eneatipo 4, deseo que responde más que a la necesidad real a un anhelo de unión, de conexión. La fantasía sexual de corte romántico se convierte en un activador del deseo que se desborda. Se podría decir que es un deseo que va más allá de «ser uno con el otro», es «ser el otro».
La comparación entre la realidad del encuentro y la fantasía, como tal siempre perfecta, abona el camino de la insatisfacción. Esta insatisfacción, este anhelo que nunca se llena, es característico de la sexualidad del eneatipo 4.
Es frecuente también la comparación entre lo que se da y lo que se recibe, una comparación que siempre deja al otro en deuda, ya que parte del problema es la dificultad para recibir y agradecer.
Además, es frecuente no valorar la sexualidad de la pareja hasta que se pierde, momento en que vuelve a alcanzar todo el valor, ya que siempre se anhela lo que no se tiene, lo que falta. Volver a conseguir algo-alguien, que anteriormente se había rechazado, se convierte en obsesión.
El personaje elegido es José Bridau. Proviene de su novela La Rabouilleuse. Está pintado con bastante tolerancia, quizás por ser un artista, y la parte más agresiva y dura del carácter es velada a favor de la más sufriente y sacrificada. La historia que relata es la vida de José en relación con su hermano, preferido de su madre, con su madre y con una tía que vive con ellos y que le da a José el cariño que él necesita y que su madre reserva para el hermano. Y también su relación con la profesión, su empeño, tenacidad y lucha de cara a conseguir ser pintor y el sacrificio de su carrera, postergada para ocuparse de la economía familiar. Falta el aspecto relacional con una pareja.
Lo primero que nos dice Balzac de él es que «José salía a su padre, pero en lo malo». De alguna manera ya está marcando al personaje y señalando la relación con la madre. En el momento que narra la historia, José y Felipe (8) son dos hermanos que viven con su madre viuda. José no contaba con la aprobación de su madre: «Poco a poco, fue acostumbrándose la madre a reñirle a José poniéndole por ejemplo a su hermano» (pág. 671, tomo II).
Mientras Felipe era un hombre guapo que «lisonjeaba todas las vanidades de su madre», no ocurría igual con José:
Su rostro, tan torturado, y cuya originalidad puede pasar por fealdad a los ojos de quienes no conocen el valor moral de una fisonomía […].
(pág. 671)
José no se extrañaba de las preferencias de su madre porque «¿Cómo poner en duda la superioridad de aquel gran hermano […]?» (pág. 680).
A cambio, él recibía de su tía «[…] ese amor maternal tierno, confiado, crédulo y entusiástico de que su madre, por más buena que fuese, carecía […]» (pág. 702). Es frecuente, en este carácter, la aparición de una madre sustituta, madrina, abuela, tía, amiga… que suple los fallos de la propia madre.
Con ocasión de haberse sentido muy impresionado por un graffiti, descubre su vocación artística y toma una decisión que no comparte con nadie, seguro como está de que no va a ser bien acogida. La decisión es empezar a acudir a una escuela de arte. En principio, es objeto de burlas por parte de los otros alumnos, pero al ser bien aceptado por el maestro, pronto se soluciona.
Cuando su madre se entera se siente desesperada y trata por todos los medios de ponerle obstáculos. Ella quería que fuese funcionario público, porque en realidad no espera nada de este hijo, intenta conseguir que no le permitan ir a clase, pero al final accede, al escuchar la buena opinión que el maestro tiene de José. Accede entonces, también, a que ponga su estudio en el desván, siempre apoyado por su tía. Poco a poco van llegándole encargos y el dinero ganado con esos primeros trabajos sirve para pagar las deudas que su hermano había contraído en Texas, adonde se había marchado. José vive un poco aislado y concentrado en su trabajo y en sus intereses culturales:
José pasábase la vida en su estudio […]. Leía, además, mucho; dábase a sí mismo esa profunda y seria instrucción que sólo uno propio puede darse.
Mientras tanto, su madre, «[…] que veía poco a José y no se inquietaba por él, sólo existía por Felipe […]» (pág. 697).
José se ve obligado a interrumpir la ejecución de una de sus grandes obras, tiene que renunciar para que la familia pueda seguir sobreviviendo con el dinero que le aportaban las copias y los trabajos de encargo. Lo que le sobraba de esas ganancias empezó a ocultarlo, pues ya se había dado cuenta de lo derrochador que era su hermano y temía también la ciega afición de su tía por la lotería. Así que compró un cofre con un cajón secreto donde ocultar esos ahorros, aunque, al mismo tiempo, el dinero para los gastos lo dejaba a la vista. Empezó a encontrar diferencias entre sus gastos y la desaparición del dinero.
Cuando se da cuenta de esto, se asusta al pensar que su hermano llegara a descubrir su pequeño tesoro y, entristecido por su conducta, aunque adopta un tono compasivo, no puede evitar que aparezca su queja y su resentimiento.
¡Pobre muchacho, pobre muchacho! […]. Felipe nos está echando siempre la zancadilla; se mete en revueltas y hay que mandarlo a América, lo que le cuesta doce mil francos a nuestra madre; luego no atina con nada en las selvas del mundo y su vuelta cuesta tanto como su ida […]. A mí me mira por encima del hombro porque no he servido en los Dragones de la Guardia. Y puede que sea yo quien mantenga a esa buena y querida madre al final de su vida, mientras que ese soldadote, si sigue por ese camino, va a acabar no sé cómo.
(pág. 703)
Cuando Felipe roba a la tía Descoing el dinero que tenía reservado para su gran pasión, la lotería, convencida como estaba de que un día le tocaría, ésta se lleva un terrible disgusto. José le ofrece todos sus ahorros para compensarla de este robo y acepta que gaste ese dinero en lotería, aun cuando él rechaza el juego. La tía cae enferma al salir premiado el número al que no había podido jugar por causa del robo, José se enfrenta a su hermano y termina echándolo de la casa. «¡Vete o me matarás! —exclamó José, lanzándose sobre su hermano con la furia de un león» (pág. 711).
Y ya lo tenía derribado en el suelo, a pesar de que su envergadura física es mucho menor que la de su hermano, cuando unos amigos los separan.
Es él quien está atacando a su hermano, pero no tiene conciencia de su agresión y, en esas circunstancias, sigue diciendo a su hermano «me matarás». El resultado de esta pelea es que Felipe se marcha de casa.
Después José vuelve a ablandarse y, con la idea de complacer a su madre, le propone que vaya por casa para hacerle un retrato. El resultado de esta visita es que Felipe le roba el original de uno de los lienzos que, en ese momento, estaba copiando.
Su madre sigue intentando salvar a su otro hijo, por lo que se decide, aconsejada por su abogado, a intentar recuperar parte de su herencia que había quedado íntegramente en manos del tío, hermano de la madre. El tío, soltero, vive con una criada jovencita de la que está muy enamorado y que parece dispuesta a quedarse con todo su dinero. José acompaña a su madre en la visita que ésta realiza al tío y se queda entusiasmado ante los cuadros que posee. La chica lo ve tan ilusionado que aconseja al tío que se los regale, a condición de que le haga unas copias con las que volver a llenar los marcos. Además, le ofrece cierta cantidad por esas copias. Le parece demasiado, olvida que el tío no tiene ninguna intención de devolver a su madre la herencia que le corresponde y, al final, acepta su oferta.
Bueno, acepto —dijo José, aturdido por el negocio que acababa de hacer, pues había reconocido entre los lienzos uno del Perugino.
(pág. 783)
Pero al enterarse el amante (Max) de la criada que sabe el valor real de los cuadros, le acusa ante su tío de haber querido engañarlo, llevándose unos cuadros de tanto valor como si se tratara de un regalo normal. Su tío se los reclama y él se indigna y se propone devolvérselos, en una postura herida y orgullosa: «Yo se los enviaré a usted, tío […]. Yo tengo en mis pinceles con qué hacer fortuna, sin necesidad ni siquiera de mi tío» (pág. 791).
No podía asumir la humillación de la que había sido objeto, pasó la noche muy agitado, salió de casa y anduvo dando vueltas:
Veíase convertido en la comidilla de los burgueses de Issoudun, los cuales le tomaban por un timador, por cualquier otra cosa que lo que él quería ser: un buen muchacho y un honrado artista. ¡Ah! ¡Su cuadro habría dado muy gustoso con tal de poder volar como una golondrina a París y tirarle luego a Max a la cara los cuadros de su tío! ¡Ser el despojado y pasar por el despojador! […]. ¿Se ha visto burla semejante?
(pág. 793)
Aquí vemos claramente la tendencia a colocarse en el mundo en el papel de víctima inocente y la queja por el maltrato del que el mundo lo hace objeto, sin poder reconocer los intereses no del todo legítimos que lo habían llevado a pactar con su tío.
Para completar sus desgracias y su mala suerte, Max ha sido acuchillado la noche de su disputa y esta «infortunada» circunstancia hace que Max, para quitárselo de encima, lo inculpe. Lo llevan preso a él y a su madre.
Con gran aplomo y serenidad planteó su inocencia a los magistrados, Max retira la acusación y se vuelven a marchar a París sin querer saber nada más de la herencia de su tío. Una vez llegados a París, José consigue, gracias a las buenas relaciones que había establecido, un despacho de lotería para su madre. Pero:
[…] aunque dueña de una excelente lotería, que debía a la gloria de José, aún no creía madame Bridau en aquella gloria, excesivamente discutida como toda gloria verdadera. El gran pintor, siempre en lucha con sus pasiones, tenía necesidades enormes. No ganaba lo bastante para sostener el lujo a que le obligaban sus relaciones mundanas, así como también su posición elevada en el seno de la joven escuela […] se abandona […] algo demasiado a la fantasía y de ahí derivan sus desigualdades de las que sus enemigos se aprovechan para negar su talento […] había escogido una profesión ingrata.
(pág. 839)
Su madre, al ver sus apuros económicos, pide ayuda a Felipe, a quien sigue considerando el gran hombre de la familia y que, en ese momento, gozaba de una buena posición al ser nombrado conde por el Delfín. La carta de Felipe, negándole su ayuda, hace que se desmaye y enferme.
Durante su enfermedad, el confesor resalta lo injusta que ha sido con José y le recomienda que lo quiera mucho puesto que: «Su hijo José es tan grande que las injusticias de su preferencia maternal no han sido parte a amenguar su cariño» (pág. 841).
Entonces, la madre se da cuenta de sus errores: «[…] vislumbró sus yerros involuntarios y fundióse en lágrimas» (pág. 842).
Cuando vuelve José, le pide perdón por no haberlo querido como él se merecía, y el hijo magnánimamente no le reprocha nada, sino que por el contrario reconoce todo lo que ella le ha dado. Durante el tiempo que duró su enfermedad,
José se portó de un modo sublime con su madre; no se retiraba un momento de su cuarto, mimaba a Ágata en su corazón y respondía a su ternura con otra igual.
(pág. 843)
Hasta el punto de que dándose cuenta del anhelo de su madre por ver a su otro hijo, intenta hacerlo venir para despedirse de ella, pero no lo consigue, Felipe no se ablanda. «José presidió solo el entierro de su madre […]». Al morir ésta, José le escribió unas líneas a su hermano. Decía:
Monstruo: mi pobre madre ha muerto de la impresión que le causó tu carta; ponte luto, pero hazte el enfermo; no quiero tener a mi lado a su asesino ante su féretro.
(pág. 844)
Aunque en estas últimas palabras puede vislumbrarse el odio, no es muy fácil ver en este caso el aspecto más duro y vengativo de la envidia. No queda tan claro, salvo en esta carta final, el sufrimiento interno que provoca la preferencia de la madre por el otro hermano, ni la envidia y el odio que esto genera, encubiertos esos sentimientos por una aparente bondad. Esa bondad y capacidad de sacrificio van a ser al final reconocidas, cuando el sacerdote recrimina a su madre, reflejando la expectativa del eneatipo 4 de que su sufrimiento será reconocido y recompensado.
Los atributos que en este personaje pone el autor son: pequeño y enfermizo. Huraño, amigo de la paz y la tranquilidad. Artista, con sueños de gloria pero desinteresado, inocente y franco. Jovial y zumbón.
La avaricia se manifiesta como una actitud emocional de retención, de contención, que se complementa con una excesiva facilidad para resignarse y abandonar, para retirarse ante cualquier dificultad. Les resulta fascinante observar la vida, pero terrorífico participar en ella.
La actitud retentiva de la avaricia implica la fantasía de que dejar escapar algo sería catastrófico: el sentimiento de pobreza interior es tal que perder lo poco que se tiene es absolutamente temible, equivalente a quedarse sin nada. La avaricia del tipo 5 es, generalmente, inconsciente, mientras que el apego a la propia vida interior y la dificultad en la relación con el otro se encuentran más cercanas a la consciencia.
La frustración temprana de la necesidad y la excesiva intromisión parental llevan a una actitud de introversión y el sentimiento infantil de impotencia a la renuncia y resignación. La pesimista consideración de la posibilidad de recibir de fuera lo que se necesita, o de poderlo conseguir por sí mismo, la dificultad de poder confiar, induce al avaro a renunciar, a reducir sus necesidades como forma eficaz de evitar la frustración.
El sentimiento de falta de amor continúa existiendo, no sólo como dolor fantasma, sino como resultado de la invalidación de los sentimientos positivos de los demás hacia él, al considerarlos manipuladores, pues van a exigir a cambio algo que no está dispuesto a dar, cualquier acercamiento puede ser vivido como una invasión. La evitación compulsiva de la vida y la relación le impide llenar el vacío existencial. El esquizoide se centra en su interioridad, se aparta del mundo que le interfiere y, en ese mismo acto, se aparta de sí. Se protege de la comunicación y el amor, sin darse cuenta de que ésa sería justamente su posibilidad de salida.
A nivel intelectual, la avaricia se manifiesta como una falta de sensibilidad ante las necesidades de los demás, una falta de generosidad, de entrega que evita el compromiso, una incapacidad de darse que genera aislamiento. Hay un temor a ser absorbidos, a quedarse sin nada, a diluirse, a ser tragado por los demás, que es una proyección de su deseo de absorber o tragarse al otro, para asegurarse su posesión, para llenar el vacío, la sequedad interna.
El mecanismo de defensa más utilizado por el tipo 5 es el del aislamiento que está relacionado con la evitación del contacto, evitación que se manifiesta a nivel interior como separación de los contenidos emocionales e intelectuales, de forma que las experiencias vitales son registradas a un nivel mental sin conectarlas con la vivencia emocional que le corresponde y que tiene que ver, a nivel relacional, con el distanciamiento afectivo que lo caracteriza. Más allá del aislamiento estaría la escisión del yo que permite la coexistencia de actitudes contradictorias.
El carácter avaro presenta gran dificultad para invertirse en ninguna acción o relación, evitando compulsivamente la vida y las relaciones. El miedo a la propia impulsividad, a la voracidad y destructividad potencial, lleva a un sobrecontrol que se transforma en frialdad y el temor a la vulnerabilidad y debilidad, que implica el reconocimiento de la propia hipersensibilidad, a un distanciamiento y evitación de las relaciones que se suponen siempre frustrantes, a una búsqueda de la soledad y a una evitación del contacto y la acción. El tipo 5 prefiere manejarse en el ámbito de su pensamiento, de su fantasía que en el de la realidad, en el de la acción.
La estructura del rasgo presenta, para Naranjo, las siguientes características: acumulación, evitación del compromiso, indiferencia, temor a la dependencia, autonomía, insensibilidad/hipersensibilidad, aplazamiento de la acción, orientación hacia lo cognitivo, sentimiento de vacío, culpa, negativismo.
Consideramos que el ser se confunde con «ser autónomo».
Según el instinto que predomine la avaricia se manifiesta como:
a) Conservación - «Castillo»: la persona busca un refugio, un espacio seguro desde el cual poder vigilar, se crea su recinto amurallado que es su territorio, su mundo, donde tiene su lugar. Para Naranjo es más sugerente la palabra «guarida», que evoca una posición más débil que «castillo» y se refiere a donde el animal se esconde, asustado, buscando una protección. En esta misma línea proponemos «refugio», el espacio donde tiene sus pertenencias, se protege del mundo y siente sus necesidades cubiertas; donde acumular todo lo que en algún momento pudiera necesitar, aunque sean cosas realmente inútiles, y donde coleccionar sus recuerdos, pequeños objetos cargados de significado emocional, un lugar en el que muy pocos tienen entrada.
b) Social - «Totem»: Nos inclinamos por el término «soledad», porque alude a su relación con lo social, donde alejarse de los otros es la elección, lo buscado. En esta soledad elegida, el mundo externo se sustituye por el interno. En la fantasía se crea un mundo imaginario, con un lenguaje críptico, que oculta los contenidos y se convierte en una prueba, en un jeroglífico que permite a quien lo logre descifrar, acceder a su intimidad. En la realidad, esta prueba de confianza no suele ser superada y no sirve más que para perpetuar el aislamiento. Los modelos externos, a los que uno no logra adaptarse, que siempre defraudan, se sustituyen por modelos internos que se totemizan, convirtiéndose en intocados e intocables. Pueden ser tanto ideologías como personas concretas, de alguna forma, lejanas en el espacio-tiempo, personas altamente idealizadas, con valores especiales, que se constituyen en modelos. En esta soledad, uno deja de sentir su dificultad relacional, su torpeza e inadecuación social y la proyecta en un entorno hostil que no merece su implicación.
c) Sexual - «Confianza»: preferimos el término «exclusividad» por el hecho de que esa confianza no está abierta más que a una persona. El deseo es el de una relación exclusiva. El refugio está puesto en una sola persona, alguien en el que de verdad se puede confiar, con quien poder sentirse seguro, alguien que reemplace a todo el mundo, con quien sea posible la intimidad, ante quien sea posible el mostrarse. Es un deseo apasionado de intimidad, de encontrar a alguien que nunca me va a fallar, que siempre va a estar para mí, que va a aceptar todo lo mío. Las fantasías románticas juegan el papel de una satisfacción alucinatoria del deseo, pudiendo recurrir a ellas en los momentos de mayor frustración.
En la realidad, tener a una persona en exclusiva significa apoderarse de esa persona. Desde la soledad y el aislamiento defensivo hay hambre de amor, un deseo de incorporación del otro, de convertirlo en una parte de mí, como una garantía de dejar de estar solo sin tener que abandonar mi refugio. Establece así una relación espontáneamente dependiente, pero en la que las necesidades del otro no cuentan.
Cuando sobre una personalidad introvertida se produce una invasión del mundo interno por parte de los adultos significativos, con sus exigencias y sus normas, con su falta de respeto hacia la idiosincrasia del niño, lo que ocurre es que se acentúa la tendencia al aislamiento. Se renuncia a las necesidades, en una búsqueda de libertad de ser, que conduce a la soledad, aunque se sueña con la esperanza de poder encontrar a alguien que entienda y respete su mundo y con quien poderlo mostrar y compartir.
Comportamiento observable: tímido e introvertido, poco expansivo. Tendencia al aislamiento. Vulnerable, desconfiado, suave, gentil e inocuo, especialmente con el entorno no personal (animales, plantas). Manifiesta una gran sensibilidad a la invasión de su espacio, de lo que considera su intimidad y una dificultad en hablar de sus sentimientos, una falta de generosidad a la hora de darse, comprometerse, que se apoya en un temor a quedar desposeído por el otro. Muestra una actitud ahorrativa, en el sentido de la reducción de sus necesidades, justificada por la idea de que cuanto menores sean las necesidades, mayor será la autonomía, al mismo tiempo que una tendencia acumulativa que puede ser de dinero, bienes materiales u objetos cargados de valor como libros, música, recuerdos y posesiones. Una actitud de poca implicación en lo social, un deseo de pasar desapercibido como una manifestación de la timidez y la torpeza, la falta de habilidades sociales y, al mismo tiempo, como un seguro contra la invasión, un no despertar el interés de los demás, que, por otra parte, es su manera de llamar la atención. También una morosidad, una lentitud en tomar decisiones y un aplazamiento de la acción. El impulso es bajo, no hay mucho motor y la tendencia acumulativa lleva a ahorrar las propias energías, a no «invertirse» ni invertirlas en la acción. La propensión a la culpa se manifiesta en una vaga sensación de inferioridad, en una vulnerabilidad a la intimidación y en la tendencia a esconderse. La fuerte exigencia interna, frenada en la acción, alimenta la culpa y la sensación de desvalimiento.
Comportamiento interpersonal: tendencia al aislamiento y dificultad en el manejo de las relaciones sociales, así como de las relaciones de intimidad. Un fuerte temor a la dependencia, a ser absorbido por el otro, que se traduce en un negativismo, en una rebeldía pasiva que subyace a una aparente docilidad y alienación de las propias preferencias. El negativismo se manifiesta en no hacer lo que el otro espera, en no dar lo que el otro pide, cualquier demanda es percibida como una obligación, como una atadura, que genera el deseo de escapar de ella. Al mismo tiempo pueden llegar a ser muy posesivos con las personas que han logrado entrar en su círculo íntimo.
Estilo cognitivo: pensamiento fuertemente analítico y con tendencia a la abstracción. Hay una forma de hablar en clave, donde se relata la estructura sin entrar en los contenidos de la experiencia. Tendencia a acumular información como forma de obtener seguridad. Puede describirse como un intelectual, con una fuerte orientación cognitiva, como si la actividad del pensamiento se convirtiera en una satisfacción sustitutiva, en una sustitución de la vida. El pensamiento prepara la acción que sigue postergándose, manteniéndose inhibida. Tiende a ser muy abstracto y a evitar lo concreto. Es un observador, un testigo de la vida que busca comprenderla más que vivirla. Naranjo interpreta el interés por la vida intelectual como una consecuencia del dolor existencial de percibir una existencia pobre, un intento de compensar el empobrecimiento del sentimiento y de la vida activa. Creemos que van las dos cosas en paralelo, que la orientación intelectual facilita la evitación de la vida y, al mismo tiempo, es consecuencia de esa actitud de alejarse de ella.
Autoimagen: muy necesitada y al mismo tiempo con un cierto orgullo de estar por encima de la necesidad. Se percibe a sí mismo como hipersensible, con una baja tolerancia al dolor y temor al rechazo, y justifica su insensibilidad como una defensa ante la hipersensibilidad, que también justifica la evitación de la frustración, el aislamiento y la autonomía. Lo que a nivel interno se percibe como autonomía es la necesidad de hacerlo todo sin apoyos exteriores, necesidad que resulta fuertemente idealizada como libertad y que, sin embargo, vista desde fuera es más bien una inhibición de las necesidades amorosas, un abandono de las relaciones y un refugio en la soledad.
Representaciones objetales: los otros son personas de las que hay que defenderse porque si no invaden tu intimidad. Al mismo tiempo mantienen la ilusión de encontrar a alguien en el que de verdad se pueda confiar, alguien que sí va a solucionar todas las necesidades. Para que alguien alcance esa categoría ha de pasar tantas pruebas, atravesar tantas exigencias que, habitualmente, no llega a la meta. Cuando creen que han encontrado a esa persona se vuelven muy posesivos, como si se adueñaran del otro, y, además, muy dependientes. La decisión temprana de apartarse del amor es vivida como una respuesta a la falta de amor del mundo exterior.
Mecanismos de defensa: el principal mecanismo es la disociación o el aislamiento en el que las experiencias quedan disociadas del fluir de la vida y, al mismo tiempo, aisladas entre sí.
Organización morfológica: la constitución física más habitual es asténica y la apariencia de cierta debilidad, de fragilidad, como si fueran a quebrarse. Aunque hay cuerpos de este eneatipo que resultan más atléticos, ello no implica que la carga energética sea fuerte. La mayor concentración de energía está en la cabeza, mientras que los brazos y piernas aparecen muy desenergetizados. La mirada es escrutadora y, a veces, perdida, como si estuviera en otro lugar.
Estado de ánimo / temperamento: dominado por la introversión y la desconfianza, el negativismo y un cierto sentimiento de vacío, que deriva del empobrecimiento objetivo de la experiencia generado por la sustitución del vivir por el pensar y que conlleva sentimientos de esterilidad, agotamiento, carencia de significado.
Manejo de la agresividad: la forma más habitual del manejo de la agresividad es la distancia, es dejar al otro sólo con sus reclamos, sus deseos, sus enfados. Es una actitud de autoprotección en la que nada de lo que le pase al otro, de lo que me diga o de lo que me haga va a encontrar respuesta en mí. A menudo se justifica para evitar una discusión o una agresión directa, pero ese alejamiento y desinterés, que pueden tardar mucho tiempo en resolverse, son vividos por la otra persona como muy agresivos y dañinos. Igualmente aquí es difícil reconocer la agresividad que existe en esa retirada que sólo busca que lo dejen en paz.
Manejo de la sexualidad: Hay un juego de seducción desimplicado como si no hubiese interés en conquistar. Incluso la alusión a las dificultades personales, con una intención aparente de ahuyentar al otro, consigue frecuentemente el objetivo inconsciente de seducirlo.
El misterio que envuelve a estas personas por su característica introversión se convierte en un elemento de fuerte atracción. Despiertan con facilidad el deseo de protegerlos, cuidarlos y descubrir su sexualidad y ternura.
La apariencia desvitalizada esconde una sexualidad posesiva que puede llegar a ser muy desinhibida, como herramienta para lograr esa posesión deseada. La proyección de esta posesividad en el otro conlleva un temor de «ser devorado» que se manifiesta en una autoprotección excesiva y, finalmente, conduce a un aislamiento defensivo.
La fantasía de que alguien atraviese todas sus barreras defensivas tiene mucha fuerza y se convierte en un sustituto de la sexualidad real.
Los personajes del eneatipo 5 que hemos encontrado en la obra de Balzac muestran una falta de comprensión, por parte del autor, de los mecanismos internos, una dificultad para hablar desde dentro del personaje, centrándose el relato en los aspectos conductuales. Parece como si le despertaran una especial antipatía que le hace quedarse en una descripción más superficial y crítica, muy focalizada en la avaricia material. Tal es el caso de los banqueros (Camusot, Nucingen…), de Grandet o de Nicolás Sechard. Hemos elegido este último porque, aunque excesivamente caricaturizado, habla de la relación de Nicolás con su hijo y del elemento interesado que incluso, en esa relación, es más poderoso que el cariño. Algo parecido ocurre con Grandet que siempre ocultó a su familia su patrimonio, obligándoles a vivir con estrecheces y mandando a su sobrino a América a hacer fortuna, no teniendo en cuenta los sentimientos de su hija, cuando el chico viene a pedirle una ayuda que haga salir a su padre de una crisis económica.
Nicolás Sechard era operario impresor en una imprenta en la que, al morir el propietario, se quedó solo. Es un personaje extraído de Ilusiones perdidas. A pesar de que no sabía leer ni escribir, un representante del pueblo le nombró maestro impresor. Así pudo comprar a la viuda del dueño la imprenta; eso sí, a mitad de precio y pagándola con las economías de su mujer.
La avaricia comienza donde la pobreza cesa. El día en que el impresor entrevió la posibilidad de hacer fortuna, el interés desarrolló en él una inteligencia material, pero ávida, desconfiada y penetrante […]. Al enviudar pudo ingresar a su hijo en el Liceo de la villa, más para asegurarse un sucesor que para darle educación […] le trataba severamente con el fin de prolongar su poder paterno, y los días de asueto le hacía trabajar en la caja, diciéndole que aprendiese a ganarse la vida para poder recompensar algún día a su pobre padre que se sacrificaba para educarle.
(págs. 1205-1206, tomo II)
Después de introducir así al personaje, marcando su carácter interesado, pasa a hacer una descripción física, en la que pone el acento en su aspecto de borrachín, que oscurece otros datos. Destaca que siempre llevaba la misma vestimenta, barata y vieja, que «traslucía el obrero en el burgués», como si el cambio de su posición económica no se tradujera en su aspecto. Tampoco en su vivienda se aprecia ese progreso social, no sólo es una vivienda humilde, sino que tiene un punto de miserable:
Pura y simplemente encalada, hacíase notar por la cínica sencillez de la avaricia comercial; nunca en la vida fregaran el sucio suelo; todo el moblaje consistía en tres malas sillas, una mesa redonda y un aparador…; ventanas y puertas estaban denegridas de grasa.
(pág. 1210)
Así que, como suele pasar en las personas de este eneatipo, su interés por la riqueza material no se traduce en lujos ni comodidades. Su mujer sí había intentado hacer algunas mejoras en la casa, a las que había accedido, pero una vez que ella murió, antes de comenzar las obras, Nicolas, «[…] que no adivinaba la utilidad de unas mejoras que no reportaban ningún provecho, diólas de lado» (pág. 1211).
Todo en su vida está regido y teñido por este potente sentimiento de atesorar, ganar y no gastar.
Por otra parte, esta avaricia la reflejan también sus ojos:
Escondidos bajo dos gruesas cejas […] sus ojillos grises, en los que chispeaba una avaricia que todo lo mataba en él, incluso la paternidad, conservaban su lucidez hasta en la ebriedad…
(pág. 1209)
Envió a su hijo a trabajar y completar sus estudios a París, con la intención de ponerlo al frente de la imprenta cuando él decidiera dejarla. Así contaría con mayores recursos para sacarla adelante. Cuando llega este momento en que decide que su hijo debe volver porque él desea dejar de trabajar y retirarse a vivir en el campo, el interés por hacer negocios puede más que el amor por su hijo:
Si, al principio, había visto en David a su hijo único, hubo de ver luego en él a un comprador como otro cualquiera, cuyos intereses eran opuestos a los suyos […] así que su hijo venía a ser un enemigo al que había que vencer…
(pág. 1209)
Se propone sacar partido de la inversión hecha con sus estudios, convencer a su hijo de la obligación que tiene hacia él, aunque lo cierto es que, dado que David combinó estudios y trabajo, su estancia en París «[…] no le había costado ni un triste céntimo a su padre…» (pág. 1206).
Ha contabilizado todo lo que existe en la imprenta y que pretende venderle por un precio desorbitado, no olvidando ningún detalle del material y encareciéndolo todo. Y no sólo eso, hasta que no termine de pagarle, se quedará como socio y le cobrará el alquiler de la vivienda situada en el mismo edificio de la imprenta, donde se reserva una habitación. Aunque su hijo se da cuenta de lo leonino de un trato que hace casi inviable el mantenimiento de la empresa, acepta las condiciones. Esto, por un lado, pone muy contento a Nicolás, puesto que ha conseguido lo que se proponía, pero por otro lado le hace desconfiar.
Así, aun cuando se retiró al campo y compró unos viñedos con el fruto de la venta, no estaba tranquilo e iba con cierta frecuencia a visitar a su hijo porque se sentía inquieto, preocupado por cómo le iba el negocio, para saber si, realmente, podría pagarle, pues incluso sabiendo lo cumplidor que era el joven, no podía confiar en que pudiera salir adelante alguien que había negociado tan mal.
El viejo venteaba aires de desastre […] [pues] lo mismo que el amor tiene la avaricia un don de segunda vista sobre las contingencias futuras, las olfatea y las precipita
(pág. 1215)
Luego ya empezó a ir menos, «aunque, a pesar de todo, no pudo desprenderse por completo del cariño que a sus artefactos les tenía» (pág. 1217). Hubiese resultado difícil saber si iba a ver a su hijo o a sus prensas. Vemos aquí ese punto de apego puesto en las cosas materiales antes que en las personas.
Cuando la competencia presiona demasiado a su hijo, queriendo comprarle el diario que publicaba, le pide que le deje negociar a él, supuestamente para defenderlo porque «quería mucho a su hijo». Pero el resultado de la negociación es que él cogió todo el dinero de la venta (puesto que David aún no había cubierto los pagos) que le hacía falta para sus viñedos y se olvidó de algo que sabía: que esa venta era «el suicidio de la imprenta» (pág. 1217).
David se enamora y va a visitar a su padre para pedirle su permiso. Se extraña el padre de la visita y, aunque el chico le dice que ha ido porque tiene que hablarle de asuntos importantes, él empieza a hablar de sus viñas: de lo contento que está con el fruto de sus viñas, pero también de todo lo que ha gastado en abonarlas. Cuando David intenta hablar, le pregunta por las prensas y sus ganancias. Y, sin esperar respuesta, vuelve a hablar de sus viñas:
Todos aquí me critican por abonar de firme […] pretenden que con tanto abono le quito calidad al vino […] ¿Qué me importa a mí la calidad? […]. Para mí, la calidad son los escudos.
(pág. 1277)
Al fin, David consigue introducir su tema: «[…] vengo a pedirle…», expresión ante la que salta como un resorte: «¿A pedirme? ¿El qué? ¡De eso nada, chiquillo! Cásate, no me opongo; pero para darte algo no tengo ni un céntimo» (pág. 1277).
Una vez que David le explica que sólo va a pedir su consentimiento, se anima a preguntarle con quién se casa. Cuando le informa de su elección se escandaliza y protesta, ésos no deberían ser los frutos de una educación que tanto le había costado. Él es un burgués y ella una chica de barrio. Sólo lo podría entender si fuera muy rica. Cuando David le dice que por toda dote posee su hermosura e inteligencia, trata de hacerle entrar en razón y que se case con una buena burguesa que disponga de unas buenas rentas. David contraataca diciendo que igual hizo él con su madre, a lo que el padre tiene que callar porque le había ocultado la dote de su madre cuando al negociar la venta de la imprenta, le reclamó la herencia materna. Le amenaza con reclamarle los alquileres que le debe, incluso reclamarle los intereses. Y cuando David le pide que haga unos arreglos en la casa para que puedan vivir en ella, protesta por la crítica implícita a su vivienda e insiste en que no tiene ni un céntimo.
Enfadado le dice, enseñándole sus viñedos:
Estos son hijos que no defraudan las esperanzas de los padres; los abonas y rinden provecho. Mientras que a ti, te he puesto yo en el Liceo, he pagado sumas enormes para hacer de ti un sabio; fuiste a estudiar con los Didot y toda esa pamema para que ahora salgas dándome por nuera a una chica del Houmeau, ¡sin un ochavo de dote! Si no hubieras estudiado y te hubiera tenido yo siempre ante mi vista, te habrías conducido a mi gusto.
(pág. 1278)
No le quedó más salida a David que construir el piso que deseaba a su costa. Cuando lo plantea así, Nicolás le recrimina por tener dinero para construir y no para pagar los alquileres.
«Hízole a su hijo el favor de no cobrarle los alquileres atrasados ni cogerle los ahorrillos que tuviera la imprudencia de dejarle entrever» (pág. 1278). Y se quedó tan contento porque sin darle nada, pensaba que se había mostrado paternal e interesado en la suerte que pudiera correr su hijo.
Lo cierto es que David no resultó un buen comerciante, a pesar de sus brillantes ideas y descubrimientos que no podía financiar. Se vio apremiado por las deudas, corriendo el riesgo de ir a la cárcel. Vuelve a acudir, en busca de ayuda, a su padre, y vuelve a conseguir sólo palabras.
El viejo impresor no tenía fe en su hijo; juzgábale, como juzga el pueblo, por los resultados. En primer lugar, no creía haber despojado a David; y luego, sin detenerse a pensar en la diferencia de los tiempos, se decía: Yo le puse a caballo sobre una imprenta, lo mismo que yo en otro tiempo; y él, que sabía mil veces más que yo, no ha podido salir adelante. Incapaz de comprender a su hijo, lo condenaba y se arrogaba sobre aquella alta inteligencia una suerte de superioridad.
(pág. 1561)
Sin embargo, interesado en el descubrimiento que le había comentado su hijo sobre una nueva forma de fabricar papel, viendo que ahí podía haber negocio, trataba de tirar de la lengua a su nuera y, al mismo tiempo, la utilizaba para justificar su falta de generosidad, diciendo a su hijo que era por ella y por sus nietos por lo que no podía permitir que tirara el dinero, aunque fuera a costa de ir a la cárcel.
Como vemos, en el personaje está la frialdad, el aislamiento, la visión económica del mundo, pero los matices y las causas que podrían justificar el aislamiento quedan encubiertos por una avaricia centrada en el dinero. Desde el punto de vista de los atributos que le asigna, lo describe como: desconfiado, penetrante, perspicaz, con inteligencia material, astuto, avaro y taimado.