Empezaremos nuestro acercamiento al eneagrama con una descripción de las nueve pasiones, según nuestra personal elaboración de la información transmitida, en muchos casos en forma oral, por Naranjo.
Las pasiones reciben en este sistema los mismos nombres que los pecados capitales de la religión católica, aunque la vanidad y el miedo no son recogidas por el catolicismo. Pero todos los términos son utilizados en un sentido diferente del tradicional, como iremos viendo.
Antes de pasar a revisar cada una de las pasiones queremos resaltar que aunque, desde nuestra cultura, algunas pasiones parezcan más «malas» que otras, desde la visión del eneagrama todas son equivalentes en cuanto todas son formas de obstaculizar el crecimiento y contacto con el ser esencial.
Naranjo destaca el triángulo central, al que llama triángulo central de la neurosis, que une los puntos 9-3-6 en una interconexión dinámica. Estos puntos, pereza, vanidad y miedo, representan los tres estados que considera como piedras angulares de todo el edificio emocional.
Cada uno de estos puntos representa un ala en el mapa del eneagrama. El 9 representa el ala instintivo-motora, en la que lo acompañan el 8 y el 1, situados a sus lados. El 3 representa el ala emocional, y 2 y 4 lo acompañan. Y el 6 corresponde al ala intelectual, junto con el 5 y el 7.
Uno de los problemas derivados de las tradiciones orales, transmitidas por maestros, es que no cuestionamos la información transmitida. Sin embargo, aquí nos queremos plantear por qué, si estamos hablando de pasiones y, por tanto, del centro emocional, unas son consideradas emocionales, otras motoras y otras intelectuales. Se nos ocurre que esta subdivisión puede tener que ver con la subdivisión del propio centro emocional, de manera que las pasiones «motoras» tendrían que ver con la parte motora, las emocionales con la emocional y las intelectuales con la parte intelectual del centro emocional. Suposición que se vería reflejada en la necesidad y búsqueda de: «acción» de los rasgos instintivo-motores, de «conocimiento» en los rasgos intelectuales, y de «relación» en los rasgos emocionales.
Ira
Es la pasión dominante del eneatipo 1. La ira podemos definirla como una rabia justiciera. Aunque puede expresarse en forma explosiva, y entonces es muy violenta y atemorizante, en general lo hace en forma fría, como un resentimiento soterrado, donde la violencia está contenida y tiene más carga el aspecto justiciero. Aun en los casos en que la expresión de la ira es sólo verbal, y en ocasiones sólo gestual, los demás perciben muy claramente la violencia que hay detrás, negada por el sujeto, que sólo ve su buena intención y no entiende el rechazo que produce.
Solemos asociar la ira a lo explosivo, pero en el caso de la pasión de la ira, aunque la constitución física, o al menos la carga energética, suele ser fuerte, y es fácil pensar que pueden ser sujetos muy peligrosos en la expresión de la violencia, hay un auténtico tabú respecto a dejarse dominar por ella, de manera que no son las personas que más frecuentemente la manifiestan en forma explosiva. A menudo, incluso, encontramos personas que tienden a fantasear con lo destructiva y peligrosa que podría llegar a ser su ira como una forma de evitar expresarla, y cuyo resultado no es la explosividad supuesta sino la contención. Un objetor de conciencia, encarcelado, sostenía que sabía que podía llegar a matar en la violencia de una pelea, pero no podía permitírselo en una guerra, no podía dejar sin control esa violencia. Si bien en la expresión verbal hay siempre una especial dureza, no es así en las explosiones que son similares a los estallidos de violencia de cualquier otro tipo de carácter.
La ira es una pasión dura, que hace referencia a una constante oposición a la realidad (siempre perfectible), más que a las explosiones concretas. La ira se mantiene inconsciente detrás de las conductas animadas por ella. La actitud iracunda puede entenderse como un estar en contra de la realidad inmediata, sea externa o interna, como una desaprobación, un querer eliminar algo inadecuado o incorrecto, que muchas veces se manifiesta como querer mejorarlo, una actitud autoritaria y directiva que se siente impulsada a intervenir y dirigir las vidas de los demás. Las cosas que son consideradas malas o incorrectas se constituyen en una especie de ofensa para la forma en que el universo debería ser, y por tanto no deberían existir. En esta forma de enjuiciar hay una falta de mesura, como si cualquier error fuera considerado garrafal. Y, por otra parte, una implicación personal en eliminarlo, una reacción interna de mucha rabia ante los errores y una exigencia de corregirlo. Rabia que está totalmente justificada en el tener razón. Tiene un punto de implacabilidad, de frialdad, teñido por el resentimiento hacia los demás que se permiten hacer cosas que para mí son absolutamente prohibidas. De manera que cuando alguien se salta las normas consideradas como buenas, cuando tiene una conducta inadecuada, hay una tendencia interna a «eliminarlo» desde la fantasía; uno se convierte en un «asesino» que liquida internamente a esa persona, aunque externamente la manifestación de su rabia sea tan sólo la distancia o una justa indignación verbal.
Según el punto de vista de Horney, la persona cuya pasión dominante es la ira ha elegido la solución de «dominio» frente al conflicto básico. Se acerca mucho al tipo que ella describe como perfeccionista. También podemos encontrar excelentes descripciones de la estructura de carácter, que se sostiene sobre la ira, a nivel social. Max Weber lo describe en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, y David Riessman en La muchedumbre solitaria cuando habla del «hombre internamente dirigido».
Orgullo
Es la pasión dominante del eneatipo 2. El orgullo contiene ira. Ira narcisista que explota con más facilidad que en el 1, en el momento en que se siente atacado en su posición de superioridad. En el orgullo hay un cierto tono agresivo, poco consciente, que se manifiesta en la dificultad para ver al otro y en la facilidad para invadirlo y manipularlo, encubierto por el matiz que le da la ternura, a menudo envuelto en bromas «inocentes» que ponen en evidencia a los demás. La superioridad se ejerce tratando de ayudar, convencido de lo generoso de esa actitud y sin ver lo invasivo ni la tendencia a ningunear al otro.
El orgullo conlleva un alto aprecio por sí mismo, que oculta una profunda inseguridad, un temor a no ser querido y a no poder querer a nadie. El orgullo se sostiene en ser el elegido, en ser querido, por el hecho de ser especiales. Por definición, hace referencia a tener una estima excesiva de nuestra propia importancia, entraña una inflación de la imagen, un hacerse más grande y mejor de lo que uno es (porque en el fondo necesita engañar a los peligrosos y profundos sentimientos de inseguridad que nos pondrían a merced de los demás). Con el fin de poder sostener esta posición, esta pasión, hay que hacer un poco de teatro, hay que apoyarse en la imaginación, intensificar ciertos rasgos, ocultar otros e interpretar algunos de la manera que mejor convenga al orgullo. Y frente a las dudas internas, a los momentos en que esta imagen se resquebraja, tiene que poder acudir a la validación social. Hace grandes esfuerzos por complacer a los demás, cree adivinar lo que el otro necesita y se lo ofrece, con una especie de naturalidad que oculta la conciencia del sacrificio para conseguir el aplauso.
De esta manera, desde el orgullo hay que cultivar la imagen con una combinación de fantasía y apoyo de las personas conocidas, previamente contagiadas de ese sentimiento de exaltación personal, que se transmite sin grandes esfuerzos, como si se inoculara en el prójimo la propia grandiosidad, como si todos necesitáramos creer en que es posible que exista alguien que se sienta tan seguro y contento de sí mismo, y si puede sentirse así, debe ser porque es realmente alguien muy valioso. Habitualmente, su deseo de ser el centro se cumple y esto confirma lo especial que es y sostiene el orgullo. Hay un autoengaño que los demás suelen confirmar. La pasión de gustar y la actitud seductora, que la acompaña, se transforman en ira o en depresión cuando no tiene eco.
Desde el orgullo se vuelve necesario disminuir al otro para mantener la propia grandeza. En el orgullo hay una necesidad de dar, una generosidad que tiene ese matiz, apuntalar el orgullo, demostrar que tengo mucho que ofrecer, como si con ese hecho se negara la carencia. El otro no cuenta más que como espejo que refleja la propia abundancia, por eso no suele dar lo que el otro necesita, sino lo que quiere dar. Por otra parte, es imprescindible que el otro lo crea, puesto que eso evita tener que darse cuenta de la inseguridad y la carencia.
Detrás del orgullo está la envidia negada. También implica una cierta represión del temor y la culpa y una falta de conciencia de los límites.
Desde el punto de vista de Horney, ésta sería asimismo una «solución de dominio» frente al conflicto básico, pero se diferenciaría del iracundo en que en este tipo hay mucha más autocomplacencia, es más cercano a lo que ella llama narcisista.
Vanidad
Es la pasión dominante del eneatipo 3. Es una pasión por parecer bien, por tener una buena imagen. Hay —como en el orgullo— esclavitud a la imagen, pero la grandiosidad de esa imagen se constituye en función de los demás: sólo se cree valioso si los demás lo ven así. No está tan marcado el sentimiento de ser especial que sustenta el orgullo. Por eso hacen grandes esfuerzos para dar esa apariencia que los demás valoran y que les llevan a convertirse en un «producto». Por eso, a menudo, los demás ven en las personas vanidosas una cierta calidad plástica, como una perfección sin raíces.
Como los valores sociales, en alguna medida, han de ser internalizados, el 3 centra su vida en la consecución de un «proyecto», proyecto que si se cumple, le daría el anhelado reconocimiento y el derecho a ser. En este proyecto tienen cabida el tipo de vivienda, de vehículo, trabajo o familia que uno debería conseguir. Una paciente hablaba de su primera hija, que ya tenía nombre, cuando aún no tenía pareja.
En realidad, podríamos decir que lo nuclear en la constitución del carácter, que es la sustitución del verdadero yo por el falso self protector y adecuado al ambiente, es lo que se evidencia de manera exacerbada en la pasión de la vanidad. En la vanidad, la interiorización de las demandas ambientales no se hace de una vez por todas, sino que la elección sigue dependiendo de lo externo, volviéndose muy versátil, mostrando una gran capacidad adaptativa pero también un sentimiento muy profundo de superficialidad y vacuidad. Específico de esta pasión es el hecho de confundir lo que uno es con lo que los otros ven.
La imagen se modela a través de cualquier valor que sea potenciado en su ambiente. Hay un cierto realismo, un no engañarse con respecto a sí mismo, por eso no hay final, porque, por positiva que sea la imagen que el espejo devuelve, no llega a ser internalizada. Los esfuerzos que realiza para conseguir una imagen satisfactoria vienen motivados por el deseo de que el otro vea quién realmente uno es y uno pueda llegar a creérselo. Por eso es tan importante para la vanidad el logro, el tener éxito como una forma de reconocimiento que afiance lo que uno es. Tener, en este contexto, como símbolo de estatus, es muy importante.
La vanidad es aparentemente no emocional, porque la vanidad tiene que ver con la sustitución de las verdaderas emociones por las emociones que uno muestra. Así, nos encontramos con la paradoja, que se repite en las otras dos puntas del triángulo central, de que el que, supuestamente, habría de ser el más emocional de los caracteres, resulte bastante frío.
La vanidad requiere un gran control sobre las acciones, incluso una conducta refinada por el aprendizaje, sofisticada. La imagen se hace cargo de la acción, de manera que se pierde el contacto con el sí mismo, con las sensaciones y los sentimientos, incluso con los pensamientos genuinos.
A veces, la identificación con la imagen sirve para negar ese mundo emocional invisible, no permitido, oscuro, para evitar que los otros puedan siquiera vislumbrar lo que aparece en los momentos de soledad, en los que no hay nadie que dirija la actuación y aparecen todos los fantasmas del desamparo y la carencia, de los sentimientos e instintos prohibidos.
Riessman hace una muy buena descripción de este tipo al que llama dirigido por los otros, por el grupo de pares, por los «contadores de cuentos», que se olvidan de sí mismos para lograr los objetivos que la sociedad les marca.
Envidia
Es la pasión dominante del eneatipo 4. La envidia se refiere al deseo de algo que posee otra persona. Es un sentimiento de carencia, de escasez interior, acompañado por un impulso de llenar ese vacío con algo que está fuera. El sentimiento de rencor que acompaña a la envidia es expresión de la carencia. Detrás de la envidia se halla una marcada competitividad que se mezcla con el deseo y el apego, porque lo que se quiere es lo del otro, incluso ser el otro, admirado y valorado, envidiado y odiado. La carencia mira hacia afuera y contiene un sentimiento expreso de añoranza.
El sentimiento carencial lleva a estar exigiendo, reclamando o quejándose de lo que falta. La sensación es que los otros tienen más; y la tendencia es a encontrar malo lo que está dentro y bueno lo que está fuera, aunque a veces hay una especie de compensación desde el orgullo en que se produce un sentimiento de superioridad, una cierta arrogancia, pero en una u otra polaridad está la comparación entre lo propio y lo otro. Comparación que siempre resulta dolorosa.
Gurdjieff habla de la consideración interna como un aspecto de la identificación que se manifiesta en una preocupación por cómo nos tratan los demás, qué actitud tienen hacia nosotros, qué piensan de nosotros. Creemos que la consideración interna y su consecuencia, «el libro de cuentas», donde se anotan las ofensas, aunque ocurra en todos, es especialmente característica de la pasión de la envidia. Uno siente que la gente le debe algo, que merece ser tratado mejor, y anota todas las heridas en un libro de cuentas psicológico, que no sólo no olvida, sino que se va engordando con cada nueva ofensa hasta que estalla en un reproche masivo. En una terapia de pareja con dos personas que llevaban mucho tiempo juntas y que, al poco tiempo de la jubilación del marido, estaban en la tesitura de separarse, el marido planteaba que no lograba saber lo que la mujer quería de él, puesto que estaba cumpliendo todo lo que ella siempre le había reclamado. La respuesta de la mujer fue: «¡Ah! Pero tú no te acuerdas hace treinta y nueve años, cuando en el cumpleaños de tu madre…».
En la envidia hay una especie de adicción al amor, la forma de llenar el vacío encontrada es a través de otro ser, que tiene lo que a uno le falta. En su amor hay algo voraz, como si no sólo quisiera tener lo del otro o llenarse con él, sino también ser el otro, lo que explica el tono competitivo de su amor, a menudo inconsciente. El deseo de amor y aprobación da un aspecto muy dependiente que puede llevar a someterse y hasta humillarse. Y el aspecto competitivo lleva al deseo de venganza, de cortarle el cuello al amado. Hay un fuerte sufrimiento por estar o sentirse siempre en segundo lugar, por no haber alcanzado las propias exigencias, y de ahí también deriva la envidia a las personas que se supone que lo han logrado. Aunque el deseo de llenar la carencia no siempre está en las personas, siempre es algo de fuera, algo que se busca en lo externo.
Es la misma intensidad del deseo lo que condiciona la frustración. De la frustración deriva la tristeza. Es muy difícil la salida de la frustración a causa del peso del pasado, de un pasado insatisfactorio cuyo recuerdo es tan poderoso que impide ver los logros del presente y que lleva a mirar con pesimismo el futuro, como si nada pudiera arreglarse si no se arregla el pasado, y como esto no es posible, nada vale. Oculta una fuerte ambición y una dificultad de renuncia, que se esconde tras la imagen de no merecer, de ser inferior. La propia intensidad del deseo y la fuerza de la frustración, con el sufrimiento que la acompaña, es la parte en la que uno se siente orgulloso, mejor que los demás.
La envidia se vive como algo malo, como una fealdad moral que, a veces, no llega a la conciencia y se manifiesta indirectamente en los sentimientos de culpa, en una crítica interna muy exagerada y en una exigencia igualmente exagerada de sacrificio y aceptación del sufrimiento. El sufrimiento y el sacrificio sí son conscientes.
La envidia es una vanidad insatisfecha, una vanidad que nunca llega a sentirse colmada, porque está siempre midiendo la distancia, midiendo todo lo que le falta para llegar a cumplir con los requerimientos de su vanidad. Naranjo dice que es una combinación de cobardía con vanidad, que tiene más de vanidad que de cobardía, como si la vanidad estuviera muy impedida por la inhibición que da la cobardía.
Según la descripción de Horney, la envidia encajaría en la que lo llama «solución de la modestia o recurso del amor», pero, en este caso, no queda clara la diferencia con la pereza, que se movería en esta misma solución.
Avaricia
Es la pasión dominante del eneatipo 5. En la avaricia hay un sentimiento de carencia resignado. La carencia se oculta con la imagen de un mundo interno muy rico, lo bastante rico como para poder sobrevivir sin necesitar nada de fuera, como para sentirse libre de ataduras y dependencia. El aspecto resignado deriva de la profunda desconfianza en recibir nada desde fuera.
La imagen de ese mundo interno especial, distinto, rico y distante compensa los sentimientos de torpeza, de ineptitud social. Para ello necesita un cierto engrandecimiento, un cierto orgullo que convierte a las personas en las que predomina esta pasión en distantes, altivas y retiradas. Se retiran del mundo porque el mundo no es bueno, partiendo de una actitud de suspicacia, esquizoide, muy introvertida y volcada hacia uno mismo. Implica una gran sensibilidad a la invasión, a sentirse importunados, quieren tener un territorio libre y privado en el que nadie pueda interferir. Detrás encontramos un anhelo de fusión y un profundo miedo a que este anhelo le lleve a perderse en el otro. Ante cualquier cosa que perciban como invasión reaccionan con una pasividad agresiva, se olvidan de hacer lo que la otra persona espera. El significado del olvido es claramente agresivo, pero se siente inocente.
El avaro tiene una disposición psicológica acumulativa, ahorrativa en un sentido que va más allá del dinero: no se da. Ésta es su manera de agredir, defenderse y aislarse y también de protegerse de su miedo a lo fusional con la pérdida de identidad que se le atribuye.
Entraña una posición desconfiada ante la vida, una suspicacia implícita.
Hay pereza, una pereza de acción, como una economía de esfuerzo. Asimismo hay un esconderse de sí mismo y de los demás. Son personas muy despiertas a su mundo interno, muy sensibles, muy vulnerables, que no olvidan las heridas del pasado ni las del momento. La fantasía de una vulnerabilidad extrema, que no siempre responde a la realidad del presente, permite justificar y mantener el aislamiento y la frialdad, renunciando a las relaciones, a los compromisos.
Para Horney, la avaricia sería la solución de la renuncia: el recurso de la libertad.
Miedo
Es la pasión dominante del eneatipo 6. Proyecta en el mundo más peligrosidad de la que hay. Implica una creación de fantasmas. Y podemos interpretar esa creación de fantasmas que a uno lo pueden agredir, como una transformación de la propia agresión rechazada, como una proyección.
No sólo se trata de miedo a cosas concretas, sino también del miedo a sentir miedo, a la reproducción de la angustia básica.
El miedo está muy ligado a la alta agresividad, tiene matices de ira, pero también de avaricia. La experiencia de la rabia es muy fuerte; el miedo es, en parte, miedo a la rabia. Se pueden comportar como un perro que ladra para ahuyentar su miedo y amedrentar al otro.
Hay en el miedo una desconfianza básica que puede estar vertida hacia sí en forma de inseguridad, o hacia el mundo, mostrando una gran suspicacia. La desconfianza en los propios impulsos, en las propias capacidades, el no fiarse de los propios recursos, puede llevar a la necesidad de apoyarse en otros, en una ideología y caer en el fanatismo. A veces, el miedo a sentir el miedo conduce a actitudes temerarias, incluso heroicas.
El miedo nos hace necesitar demasiadas seguridades, para no equivocarnos, y también conlleva una tendencia a quererlo todo como una manera de no errar, una grave dificultad a la hora de tomar decisiones. Por otra parte, el miedo a equivocarse y la desconfianza en los propios impulsos llevan a una intensa búsqueda de la verdad que tiene un elemento de mucha honestidad intelectual, y mucha honestidad asimismo en la percepción de sí.
El miedo nos convierte en enemigos de nosotros mismos, contrae la mente y paraliza la acción, dificulta el sentir y el hacer. Cuando el miedo nos atrapa perdemos contacto con el corazón, nos vamos a la cabeza y nos paralizamos con las fantasías destructivas y negativas.
Hay un miedo específico a la culpa, un gran temor a dañar a los otros y a que su consecuencia, la culpa, no nos deje vivir en paz. Desde aquí, el miedo conlleva una actitud sobreprotectora hacia los demás, que se llega a convertir en una carga, sobre todo cuando el temor a hacer daño alimenta nuestras renuncias y nos lleva a sentirnos faltos de libertad. No vemos nuestras dificultades para comprometernos con nuestros deseos y atribuimos al otro la culpa por lo que no hacemos.
Gula
Es la pasión dominante del eneatipo 7. Se entiende la gula como hedonismo, como una excesiva esclavitud al placer, a lo agradable.
Se puede ver como una manifestación del miedo, de la angustia. El refugiarse en el placer es un huir de la angustia a través de aferrarse a algo grato, un sentirse seguro a través de la gratificación. Esta apetencia excesiva de placer tiene un fondo angustioso, pero tiene también un componente de impulsividad, una dificultad para la contención.
La gula es permisiva consigo misma y con los demás. Esta actitud externa a menudo conlleva una exigencia interior de perfección angustiosa e inalcanzable de la que hay que huir y que se transforma en autoindulgencia, algo que contiene un punto de resignación, de saber que nunca se va a llegar a la meta exigida. Los caprichos suponen una compensación a esa resignación, pero son utilizados como recompensa cuando uno logra cumplir alguna tarea.
En la gula no sólo hay un apetito de placer sino de algo más, una insaciabilidad. Nunca se satisface con una única experiencia, siempre se desea más; parece que pudiera tragarse el mundo. La insatisfacción no se expresa directamente, sino simbólicamente en el deseo de más.
Esta pasión por lo placentero tiene un fondo avaro, un fondo carencial negado.
Implica una actitud de mucha seducción, simpatía y rebeldía, un deseo de destacar, sobresalir, una necesidad de brillar, de complacer a todos para obtener el aprecio, pero sin creerse demasiado la imagen que proyecta para ser apreciado.
Hay una gran dificultad con la disciplina, aunque sea autoimpuesta. La tendencia es a romperla, como si, al contrario de lo que ocurre en el 1, en la batalla entre el deber y el placer ganara siempre este último.
Como parte de la gula, hay un deseo de expandir los límites de lo conocido, de que sean ciertas las cosas misteriosas y, complementariamente, un cierto desdén hacia el mundo, un cierto aburrimiento de lo común y corriente. Gula de lo desconocido, de lo extraordinario, porque un camino para ser extraordinario es conocer cosas extraordinarias, en las que apoyarse para impresionar a los demás. Saber qué es lo «realmente» verdadero da un poder muy grande que permite satisfacer las necesidades desde una posición no abiertamente dominante, sino aparentemente benévola.
La gula es más fácil de llenar con la fantasía porque es menos costosa que la realidad: en proyecto se puede tener todo, no hay que renunciar a nada.
Lujuria
Es la pasión dominante del eneatipo 8. En la lujuria, el riesgo se torna en una forma de vida. Implica una negación de la impotencia, una búsqueda de poder, en la que se hace necesario reprimir el miedo, arriesgarse y desensibilizarse.
La experiencia de dolor, de impotencia es negada y sólo podemos ver la magnitud de la herida en proporción con la dureza manifiesta.
Literalmente lujuria conecta con el sexo, con los placeres carnales, pero aquí la entendemos como una pasión por la intensidad, una pasión de exceso, una búsqueda de lo excesivo. Y lo sexual se presta muy bien a llenar esa pasión de intensidad, que puede expresarse de otras maneras, en lo emocional y también en lo sensorial: alimentos fuertes, velocidad, etcétera. Hay un hambre de estímulos y un deseo de traspasar los límites. Se refiere a todo aquello que exceda los límites de la moderación. La tendencia a excederse implica un sistema de supervivencia en el que primero se produce el acto y después el pensamiento. Así, los impulsos no son controlables.
La lujuria es, pues, la pasión por lo intenso, lo excesivo y fuerte, es un sentirse vivo a través de estar al borde de la muerte, de situaciones extremas. Pero el que necesita tantos extremos para sentirse vivo tiene que tener una cierta anestesia, tiene que carecer de la evidencia de su vitalidad. Como es arrasadora, pasional, salvaje y rebelde parece espontánea, pero no lo es verdaderamente, es reactiva.
Para mantener una posición de poder y seguridad, la lujuria ha de demostrar su fuerza, con un orgullo implícito y una tendencia al desdén, a menospreciar a los otros.
La lujuria se da la libertad de tomar lo que quiere. Su hedonismo es más duro que el de la gula, no necesita racionalizaciones ni justificaciones, se da gusto aunque a otros no les plazca y se puede complicar, en los niveles más fuertes, con una actitud sádica, con la que goza no sólo por tener el poder sino por poner al otro en una situación de inferioridad, de humillación.
Pueden dar mucho, una verdadera lujuria de generosidad, pero, como compensación, pide una aceptación sin límites.
Para Horney estaría incluida en la «solución de dominio: el recurso del poder», correspondiendo al tipo que llama «vindicativo arrogante».
Pereza
Es la pasión dominante del eneatipo 9. Cuando hablamos de la pereza no nos referimos a la pereza del hacer, a una pereza exterior, sino a una pereza del alma: acedia. Este término se utilizaba para referirse a quienes entraban en una vida retirada, a fin de dejar el mundo atrás y dedicarse a Dios y luego tenían dificultades a la hora de meditar, orar, se distraían fácilmente. También tiene el sentido de no hacer lo que uno quisiera o pudiera hacer de verdad, como una actitud de omisión, de olvido. Es una pereza con relación a la interioridad en general, con respecto a mirar hacia adentro. Y lleva al oscurecimiento de la conciencia. La inconsciencia que genera el no verse tiene dos formas de expresión, una es la expresión propiamente psicológica: uno no se conoce, no conoce sus emociones, no sabe, no ve claro lo interior, actúa mecánicamente, aunque, a veces, podríamos decir que sí sabe, sí conoce sus emociones y ve con claridad sus sentimientos, pero no quiere saber, se oculta ante los demás y ante sí mismo, no dándole legitimidad a su mundo interno, restándole importancia. También el oscurecimiento de la mente tiene una dimensión espiritual: junto con el no conocerse psicológicamente, hay un olvido de sí mismo, de la experiencia de ser y una trivialización de las vivencias de profundidad espiritual.
Hay un tabú a sentir lo que uno siente, a conocer sus emociones y sentimientos. La acedia implica una especie de política del avestruz, a veces encubierta por una búsqueda activa y siempre insatisfecha.
Desde la pereza se puede actuar mucho, olvidándose de sí mismo en el hacer, para narcotizarse. Aunque por otra parte, el mundo interno siga funcionando en paralelo, desvinculado de lo que uno hace o cómo se presenta, tapado pero no totalmente olvidado, como si, no haciendo caso, se le restara importancia sin conseguir hacerlo desaparecer.
Hay poca vanidad, poco interés en ser visto, por eso no hay mucho interés en brillar, sino más bien en ser una persona común y corriente. Hay, en el trasfondo, un sentimiento masivo de no tener un lugar en la vida, de no tener derecho a vivir.
Se parece al miedo en la dificultad de decidir, en cierta timidez.
La pereza es la emoción de no incomodarse, de evitar los conflictos, de mantener la tranquilidad que, en el aspecto cognitivo, lleva a cerrar los ojos psicológicamente, a desconectar, pero que, a nivel relacional, tiene mucho que ver con no incomodar a los demás.
En la pérdida de la interioridad, provocada para no sufrir, se produce una pérdida de sutileza: no hay más que lo concreto. El rechazo a la interioridad se manifiesta en el sentimiento de que en el mundo hay muchas cosas importantes que hacer, que uno no puede estar todo el tiempo mirándose el ombligo, que es una pérdida de tiempo. El hacer sostiene el sentimiento de ser, pero es un hacer desconectado del verdadero impulso. El mundo interno, al que no se presta atención, es complejo y oculto a la mirada de los demás.
Para Horney, la pereza encajaría en la «solución de la modestia: el recurso del amor», pero con muchos matices de «la solución de la resignación».