La clínica Hobbs fue fundada por el célebre cirujano Ebanizer Hobbs en su propia residencia, una casona de aspecto sólido y elegante en pleno barrio de Kensington, a la cual fueron quitando muros, cegando ventanas y sembrando azulejos hasta convertirla en un esperpento. Su presencia en esa calle elegante molestaba tanto a los vecinos, que los sucesores de Hobbs no tuvieron dificultad en comprar las casas adyacentes para agrandar la clínica, pero mantuvieron las fachadas eduardianas, de modo que desde afuera en nada se diferenciaba de las hileras de casas en la cuadra, todas idénticas. Por dentro era un laberinto de cuartos, escaleras, pasillos y ventanucos interiores que daban a ninguna parte. No había, como en los antiguos hospitales de la ciudad, la típica arena de operaciones con el aspecto de una plaza de toros —un ruedo central cubierto de aserrín o arena y rodeado de galerías para espectadores— sino pequeñas salas de cirugía con paredes, techo y piso forradas de baldosas y planchas metálicas que se cepillaban con lejía y jabón una vez al día, porque el difunto doctor Hobbs había sido de los primeros en aceptar la teoría de la propagación de infecciones de Koch y adoptar los métodos de asepsia de Lister, que la mayor parte del cuerpo médico todavía rechazaba por soberbia o pereza. No resultaba cómodo cambiar los viejos hábitos, la higiene era tediosa, complicada e interfería con la rapidez operatoria, considerada la marca de un buen cirujano porque disminuía el riesgo de choc y pérdida de sangre. A diferencia de muchos de sus contemporáneos para quienes las infecciones se producían espontáneamente en el cuerpo del enfermo, Ebanizer Hobbs entendió de inmediato que los gérmenes estaban fuera, en las manos, el suelo, los instrumentos y el ambiente, por eso rociaba con una lluvia de fenol desde las heridas hasta el aire del quirófano. Tanto fenol respiró el pobre hombre que acabó con la piel ulcerada de llagas y muerto antes de tiempo por una afección renal, lo cual dio pie a sus detractores para aferrarse a sus propias ideas anticuadas. Los discípulos de Hobbs, sin embargo, analizaron el aire y descubrieron que los gérmenes no flotaban como invisibles aves de rapiña dispuestas al ataque solapado, sino que se concentraban en las superficies sucias; la infección se producía por contacto directo, de modo que lo fundamental era limpiar a fondo el instrumental, usar vendajes esterilizados y los cirujanos no sólo debían lavarse con saña, sino en lo posible usar guantes de caucho. No se trataba de los toscos guantes empleados por los anatomistas para diseccionar cadáveres o por algunos obreros para manipular sustancias químicas, sino de un producto delicado y suave como la piel humana, fabricado en los Estados Unidos. Tenía un origen romántico: un médico enamorado de una enfermera, quiso protegerla de los eccemas producidos por los desinfectantes y mandó hacer los primeros guantes de goma, que después adoptaron los cirujanos para operar. Todo esto lo había leído Paulina del Valle cuidadosamente en unas revistas científicas que le prestó su pariente don José Francisco Vergara, quien para entonces estaba enfermo del corazón y retirado en su palacio de Viña del Mar, pero seguía siendo el mismo estudioso de siempre. Mi abuela no sólo escogió muy bien al médico que habría de operarla y se puso en contacto con él desde Chile con meses de anticipación, también encargo a Baltimore varios pares de los famosos guantes de goma y los llevaba bien empaquetados en el baúl de su ropa interior.

Paulina del Valle envió a Frederick Williams a Francia a averiguar sobre las maderas usadas en los toneles para fermentar vino y a explorar la industria de los quesos, porque no había razón alguna para que las vacas chilenas no fueran capaces de producir quesos tan sabrosos como los de las vacas francesas, que eran igualmente estúpidas. Durante la travesía por la cordillera de los Andes y más tarde en el transatlántico, pude observar de cerca a mi abuela y me di cuenta que algo fundamental comenzaba a flaquear en ella, algo que no era la voluntad, la mente o la codicia, sino más bien la fiereza. Se puso suave, blanda y tan distraída que solía pasear por la cubierta del barco toda vestida de muselina y perlas, pero sin su dentadura postiza. Era evidente que pasaba malas noches; andaba con ojeras moradas y siempre somnolienta. Había perdido mucho peso, le colgaban las carnes cuando se quitaba el corsé. Deseaba tenerme siempre cerca «para que no coquetees con los marineros», broma cruel, puesto que a esa edad mi timidez era tan categórica que bastaba una inocente mirada masculina en mi dirección para que yo enrojeciera como un cangrejo cocido. La verdadera razón era que Paulina del Valle se sentía frágil y me necesitaba a su lado para distraer a la muerte. No mencionaba sus males, por el contrario, hablaba de pasar unos días en Londres y luego seguir a Francia por el asunto de los toneles y los quesos, pero adiviné desde el principio que sus planes eran otros, como quedó en evidencia apenas llegamos a Inglaterra y empezó su labor diplomática para convencer a Frederick Williams que partiera solo, mientras nosotras hacíamos compras antes de reunirnos con él más tarde. No sé si Williams se fue sin sospechar que su mujer estaba enferma, o si adivinó la verdad y, comprendiendo el pudor de ella, la dejó en paz; el hecho es que nos instaló en el Hotel Savoy y una vez que estuvo seguro de que nada nos faltaba, se embarcó a través del Canal sin mucho entusiasmo.

Mi abuela no deseaba testigos de su decadencia y era especialmente recatada frente a Williams. Eso formaba parte de la coquetería que adquirió al casarse, inexistente cuando él era su mayordomo. Entonces no tenía inconveniente en mostrarle lo peor de su carácter y presentarse ante él de cualquier modo, pero después trataba de impresionarlo con su mejor plumaje. Aquella relación otoñal le importaba mucho y no quiso que la mala salud descalabrara el sólido edificio de su vanidad, por eso trató de alejar a su marido, y si no me pongo firme también me habría excluido; costó una batalla para que me permitiera acompañarla en las visitas médicas, pero finalmente se rindió ante mi testarudez y su debilidad. Estaba adolorida y casi no podía tragar, pero no parecía asustada, aunque solía hacer bromas sobre los inconvenientes del infierno y el tedio del cielo. La clínica Hobbs inspiraba confianza desde el umbral, con su hall rodeado de estanterías con libros y retratos al óleo de los cirujanos que habían ejercido su oficio entre esas paredes. Nos recibió una matrona impecable y nos condujo a la oficina del doctor, una sala acogedora con una chimenea donde crepitaba el fuego de grandes leños y elegantes muebles ingleses de cuero marrón. El aspecto del doctor Gerald Suffolk era tan impresionante como su fama. Tenía pinta de teutón, grande y colorado, con una gruesa cicatriz en la mejilla que lejos de afearlo, lo hacía inolvidable. Sobre su escritorio tenía las cartas intercambiadas con mi abuela, los informes de los especialistas chilenos consultados y el paquete con los guantes de goma, que ella le había hecho llegar esa misma mañana mediante un mensajero. Después supimos que era una precaución innecesaria, pues se usaban en la clínica Hobbs desde hacía tres años. Suffolk nos dio la bienvenida como si estuviéramos en visita de cortesía, ofreciéndonos un café turco aromatizado con semillas de cardamomo. Se llevó a mi abuela a una pieza adyacente y después de examinarla regreso a la oficina y se puso a hojear un libraco mientras ella reaparecía. Pronto volvió la paciente y el cirujano confirmó el diagnóstico previo de los médicos chilenos: mi abuela sufría de un tumor gastrointestinal. Agregó que la operación resultaba arriesgada por la edad de ella y porque aún estaba en etapa experimental, pero él había desarrollado una técnica perfecta para esos casos; venían médicos de todo el mundo a aprender de él. Se expresaba con tal superioridad, que me vino a la mente la opinión de mi maestro don Juan Ribero, para quien la fatuidad es privilegio de ignorantes; el sabio es humilde porque sabe cuán poco sabe. Mi abuela exigió que le explicara en detalle lo que pensaba hacer con ella, lo cual sorprendió al médico, acostumbrado a que los enfermos se entregaran a la incuestionable autoridad de sus manos con la pasividad de gallinas, pero enseguida aprovechó la ocasión para explayarse en una conferencia, más preocupado de impresionarnos con el virtuosismo de su bisturí que del bienestar de su infortunada paciente. Hizo un dibujo de tripas y órganos que parecían una maquina demencial y nos indicó dónde se ubicaba el tumor y cómo pensaba extirparlo, incluyendo la clase de sutura, información que Paulina del Valle recibió impasible, pero a mi me descompuso y debí salir de la oficina. Me senté en el hall de los retratos a rezar entre dientes. En realidad sentía más temor por mi que por ella; la idea de quedarme sola en el mundo me aterraba.

En eso estaba, rumiando mi posible orfandad, cuando pasó por allí un hombre y debe haberme visto muy pálida, porque se detuvo. «¿Pasa algo, niña?», preguntó en castellano con acento chileno. Negué con la cabeza, sorprendida, sin atreverme a mirarlo de frente, pero debo haberlo examinado de reojo, porque pude apreciar que era joven, llevaba el rostro rasurado, tenía pómulos altos, mandíbula firme y ojos oblicuos; se parecía a la ilustración de Gengis Khan de mi libro de historia, aunque menos feroz. Era todo color de miel, pelo, ojos, piel, pero nada había de meloso en su tono cuando me explicó que era chileno como nosotras y asistiría al doctor Suffolk en la operación.

—La señora del Valle está en buenas manos —dijo sin ápice de modestia.

—¿Qué pasa si no la operan? —pregunté tartamudeando, como siempre me ocurre cuando estoy muy nerviosa.

—El tumor seguiría creciendo. Pero no se preocupe, niña, la cirugía ha avanzado mucho, su abuela hizo muy bien en venir aquí —concluyó.

Quise averiguar qué hacía un chileno por esos lados y por qué tenía ese aspecto de tártaro —nada costaba visualizarlo lanza en mano y cubierto de pieles— pero me callé turbada. Londres, la clínica, los médicos y el drama de mi abuela resultaban más de lo que podía manejar sola, me costaba entender los pudores de Paulina del Valle respecto a su salud y sus razones para mandar a Frederick Williams al otro lado del Canal justo cuando más lo necesitábamos. Gengis Khan me dio una palmadita condescendiente en la mano y se fue.

Contra todas mis pesimistas predicciones, mi abuela sobrevivió a la cirugía y después de la primera semana, en que la fiebre subía y bajaba incontrolable, se estabilizó y pudo empezar a comer alimentos sólidos. No me moví de su lado, salvo para ir al hotel una vez al día a bañarme y cambiarme de ropa, porque el olor a anestésicos, medicamentos y desinfectantes producía una mezcolanza viscosa que se pegaba en la piel. Dormía a saltos, sentada en una silla junto a la enferma. A pesar de la prohibición terminante de mi abuela, mandé un telegrama a Frederick Williams el mismo día de la operación y él llegó a Londres treinta horas más tarde. Lo vi perder su proverbial compostura ante la cama donde se hallaba su mujer atontada por las drogas, gimiendo en cada exhalación, con cuatro pelos en la cabeza y sin dientes, como una viejecita apergaminada. Se hincó junto a ella y puso la frente sobre la mano exangüe de Paulina del Valle murmurando su nombre; cuando se levantó tenía la cara mojada de llanto. Mi abuela, quien sostenía que la juventud no es una época de la vida sino un estado de ánimo, y que uno tiene la salud que se merece, se veía totalmente derrotada en esa cama de hospital. Esa mujer, cuyo apetito por la vida era equivalente a su glotonería, había vuelto la cara contra la pared, indiferente a su entorno, sumida en si misma. Su enorme fuerza de voluntad, su vigor, su curiosidad, su sentido de la aventura y hasta su codicia, todo se había borrado ante el sufrimiento del cuerpo.

En esos días tuve muchas ocasiones de ver a Gengis Khan, quien controlaba el estado de la paciente y resultó, como era de esperar, más asequible que el célebre doctor Suffolk o las severas matronas del establecimiento. Contestaba a las inquietudes de mi abuela sin vagas respuestas de consuelo, sino con explicaciones racionales, y era el único que procuraba aliviar su aflicción, los demás se interesaban en el estado de la herida y la fiebre, pero ignoraban los quejidos de la paciente, ¿pretendía acaso que no le doliera? Más bien debía callarse la boca y agradecer que le hubieran salvado la vida, en cambio el joven doctor chileno no ahorraba morfina, porque creía que el sufrimiento sostenido acaba con la resistencia física y moral del enfermo, retardando o impidiendo la sanación, como le aclaró a Williams.

Supimos que se llamaba Iván Radovic y provenía de una familia de médicos, su padre había emigrado de los Balcanes a Chile a finales de los años cincuenta, se había casado con una maestra chilena del norte y había tenido tres hijos, de los cuales dos habían seguido sus pasos en la medicina. Su padre, dijo, murió de tifus durante la Guerra del Pacífico, donde sirvió como cirujano durante tres años, y su madre debió sacar adelante sola a la familia. Pude observar al personal de la clínica a mi regalado gusto, tal como escuché comentarios que no estaban destinados a orejas como las mías, porque ninguno de ellos, salvo el doctor Radovic, dio jamás señales de percibir mi existencia. Yo iba a cumplir dieciséis años y seguía con el cabello atado con una cinta y ropa escogida por mi abuela, quien me mandaba a hacer ridículos vestidos de niñita para retenerme en la infancia durante el mayor tiempo posible. La primera vez que me puse algo adecuado a mi edad fue cuando Frederick Williams me llevó a Whititeneys sin su permiso y puso la tienda a mi disposición. Cuando volvimos al hotel y me presenté con el pelo cogido en un moño y vestida de señorita, no me reconoció, pero eso fue semanas más tarde.

Paulina del Valle debe haber tenido la fortaleza de un buey, le abrieron el estómago, le sacaron un tumor del tamaño de una toronja, la cosieron como un zapato y antes de un par de meses había vuelto a ser la de siempre. De esa tremenda aventura sólo le quedó un cinturón de filibustero atravesado en la barriga y un apetito voraz por la vida y, por supuesto, por la comida. Partimos a Francia apenas pudo andar sin bastón. Descartó por completo la dieta indicada por el doctor Suffolk porque, como dijo, no había venido desde el culo del mundo hasta París para comer papilla de recién nacido. Con el pretexto de estudiar la manufactura de quesos y la tradición culinaria de Francia, se hartó de cuanta delicia ese país podía ofrecerle.

Una vez acomodados en el hotelito que alquiló Williams en el Boulevard Asuman, nos pusimos en contacto con la inefable Amanda Lowell, quien seguía con el mismo aire de reina vikinga en el destierro. En París estaba en su ambiente, vivía en un desván apolillado pero acogedor, por cuyos ventanucos se apreciaban las palomas en los techos de su barrio y los cielos impecables de la ciudad. Comprobamos que sus cuentos sobre la vida bohemia y su amistad con artistas célebres eran rigurosamente ciertos; gracias a ella visitamos los talleres de Cézanne, Sisley, Degas, Monet y varios otros. La Lowell debió enseñarnos a apreciar esos cuadros, porque no teníamos el ojo entrenado para el impresionismo, pero muy pronto fuimos seducidos por completo. Mi abuela adquirió una buena colección de obras que produjeron ataques de hilaridad cuando las colgó en su casa en Chile; nadie apreció los cielos centrífugos de Van Gogh o las bataclanas cansadas de Lautrec y creyeron que en París le habían metido el dedo en la boca a la tonta de Paulina del Valle. Cuando Amanda Lowell notó que no me separaba de mi cámara fotográfica y pasaba horas encerrada en un cuarto oscuro que improvisé en el hotelito, ofreció presentarme a los fotógrafos más célebres de París. Como mi maestro Juan Ribero, ella consideraba que la fotografía no compite con la pintura, son fundamentalmente diferentes; el pintor interpreta la realidad y la cámara la plasma. Todo en la primera es ficción, mientras que la segunda es la suma de lo real más la sensibilidad del fotógrafo. Ribero no me permitía trucos sentimentales o exhibicionistas, nada de acomodar los objetos o modelos para que parecieran cuadros; era enemigo de la composición artificial, tampoco me dejaba manipular los negativos o las impresiones y en general despreciaba los efectos de luces o focos difusos, quería la imagen honesta y simple, aunque clara en sus más ínfimos detalles. «Si lo que pretende es el efecto de un cuadro, pinte, Aurora. Si lo que desea es la verdad, aprenda a usar su cámara», me repetía.

Amanda Lowell no me trató nunca como a una niña, desde el comienzo me tomó en serio. También a ella le fascinaba la fotografía, que todavía nadie llamaba arte y para muchos era sólo un chirimbolo más de los muchos cachivaches estrafalarios de este siglo frívolo. «Yo estoy muy gastada para aprender fotografía, pero tú tienes ojos jóvenes, Aurora, tú puedes ver el mundo y obligar a los demás a verlo a tu manera. Una buena fotografía cuenta una historia, revela un lugar, un evento, un estado de ánimo, es más poderosa que páginas y paginas de escritura», me decía. Mi abuela, en cambio, trataba mi pasión por la cámara como un capricho de adolescente y estaba mucho más interesada en prepararme para el matrimonio y escoger mi ajuar. Me puso en una escuela de señoritas, donde asistía a clases diarias para aprender a subir y bajar una escalera con gracia, doblar servilletas para un banquete, disponer diferentes menús según la ocasión, organizar juegos de salón y arreglar ramos de flores, talentos que mi abuela consideraba suficientes para triunfar en la vida de casada. Le gustaba comprar y gastábamos tardes enteras en las boutiques escogiendo trapos, tardes que yo hubiera empleado mejor recorriendo París cámara en mano.

No sé cómo se fue el año. Cuando aparentemente Paulina del Valle se había repuesto de sus males y Frederick Williams estaba convertido en un experto en madera para toneles de vino y en fabricación de quesos, desde los más hediondos hasta los más agujereados, conocimos a Diego Domínguez en un baile de la Legación de Chile con motivo del 18 de septiembre, día de la independencia. Pasé horas eternas en manos del peluquero, quien construyó sobre mi cabeza una torre de rulos y trencitas adornadas de perlas, una verdadera proeza, teniendo en cuenta que mi pelo se comporta como melena de caballo. Mi vestido era una creación espumosa de merengue salpicado de mostacillas, que se fueron desprendiendo durante la noche y sembraron el suelo de la Legación de brillantes guijarros. «¡Si tu padre pudiera verte ahora!» —exclamó mi abuela admirada cuando terminé de arreglarme. Ella estaba ataviada de pies a cabeza en malva, su color preferido, con un escándalo de perlas rosadas al cuello, moños postizos sobrepuestos en un sospechoso tono caoba, impecables dientes de porcelana y una capa de terciopelo negro rebordada de azabache del cuello hasta el suelo. Entró al baile del brazo de Frederick Williams y yo del de un marino de un buque de la escuadra chilena que realizaba una visita de cortesía a Francia, un joven anodino cuyo rostro o cuyo nombre no logro recordar, quien asumió por iniciativa propia la tarea de instruirme sobre el uso del sextante para fines de navegación. Fue un alivio inmenso cuando Diego Domínguez se plantó ante mi abuela para presentarse con todos sus apellidos y preguntar si podía bailar conmigo.

Ese no es su verdadero nombre, lo he cambiado en estas páginas porque todo lo referente a él y su familia debe ser protegido. Basta saber que existió, que su historia es cierta y que lo he perdonado. Los ojos de Paulina del Valle brillaron de entusiasmo al ver a Diego Domínguez porque al fin teníamos por delante un pretendiente potencialmente aceptable, hijo de gente conocida, seguramente rico, con impecables modales y hasta guapo. Ella asintió, él me tendió su mano y salimos a navegar. Después del primer vals el señor Domínguez tomó mi carnet de baile y lo llenó de su puño y letra, eliminando de un plumazo al experto en sextantes y otros candidatos. Entonces lo miré con más cuidado y debí admitir que se veía muy bien, irradiaba salud y fuerza, tenía un rostro agradable, ojos azules y un porte viril, parecía incómodo en su frac, pero se movía con seguridad y bailaba bien, bueno, en todo caso mucho mejor que yo, que bailo como ganso a pesar de un año de clases intensivas en la escuela para señoritas; además la turbación aumentaba mi torpeza. Esa noche me enamoré con toda la pasión y el atolondramiento del primer amor. Diego Domínguez me conducía con mano firme por la pista de danza, mirándome intensamente y casi siempre en silencio, porque sus intentos de entablar diálogo se estrellaban contra mis respuestas en monosílabos. Mi timidez era una tortura, no podía sostener su mirada y no sabía dónde poner la mía; al sentir el calor de su aliento rozándome las mejillas, se me doblaban las piernas; debía luchar desesperadamente contra la tentación de salir corriendo y esconderme bajo alguna mesa.

Sin duda hice un triste papel y ese infortunado joven se clavó a mi lado por la bravuconada de haber llenado mi carnet con su nombre. En algún momento le dije que no estaba obligado a bailar conmigo, si no quería. Me contestó con una carcajada, la única de la noche, y me preguntó cuántos años tenía. Yo nunca había estado en los brazos de un hombre, nunca había sentido la presión de una palma masculina en el hueco de mi cintura. Mis manos descansaban una en su hombro y otra en su mano enguantada, pero sin la ligereza de torcaza que mi profesora de baile exigía, porque él me apretaba con determinación. En algunas breves pausas me ofrecía copas de champaña que yo bebía porque no me atrevía a rechazarlas, con el resultado previsible de que le pisaba con más frecuencia los pies durante el baile. Cuando al final de la fiesta el ministro de Chile tomó la palabra para brindar por su patria lejana y por la bella Francia, Diego Domínguez se colocó detrás de mi, tan cerca como el ruedo de mi vestido de merengue se lo permitía, y susurró en mi cuello que yo era «deliciosa», o algo por el estilo.

En los días siguientes Paulina del Valle recurrió a sus amigos diplomáticos para averiguar sin el menor disimulo todo lo que pudo sobre la familia y los antecedentes de Diego Domínguez, antes de autorizarlo para que me llevara a dar una vuelta a caballo por los Campos Elíseos, vigilada desde prudente distancia por ella y el tío Frederick en un coche. Después los cuatro tomamos helados bajo unos quitasoles, les tiramos migas de pan a los patos y quedamos de acuerdo para ir a la ópera esa misma semana. De paseo en paseo y de helado en helado llegamos a octubre. Diego había viajado a Europa enviado por su padre en la aventura obligatoria que casi todos los jóvenes chilenos de clase alta hacían una vez en la vida para despabilarse. Después de recorrer varias ciudades, visitar algunos museos y catedrales por cumplir y empaparse de vida nocturna y diabluras galantes, que supuestamente lo curarían para siempre de ese vicio y le darían material para fanfarronear delante de sus amigotes, estaba listo para regresar a Chile y sentar cabeza, trabajar, casarse y fundar su propia familia. Comparado con Severo del Valle, de quien siempre estuve enamorada en la niñez, Diego Domínguez era feo; y con la señorita Matilde Pineda, era tonto, pero yo no estaba en condiciones de hacer tales comparaciones: estaba segura de haber encontrado al hombre perfecto y apenas podía creer el milagro de que se hubiera fijado en mi. Frederick Williams opinó que no era prudente aferrarse al primero que pasaba, yo estaba aún muy joven y me sobrarían pretendientes para elegir con calma, pero mi abuela sostuvo que ese joven era lo mejor que ofrecía el mercado matrimonial, a pesar del inconveniente de ser agricultor y vivir en el campo, muy lejos de la capital.

—Por barco y ferrocarril se puede viajar sin problemas —dijo.

—Abuela, no se adelante tanto, el señor Domínguez no me ha insinuado nada de lo que usted se imagina —le aclaré, colorada hasta las orejas.

—Más vale que lo haga pronto o tendré que ponerlo entre la espada y la pared.

—¡No! —exclamé espantada.

—No voy a permitir que mi nieta se mosquee. No podemos perder tiempo. Si ese joven no tiene intenciones serías, debe despejar el campo ahora mismo.

—Pero abuela, ¿cuál es el apuro? Acabamos de conocernos…

—¿Sabes cuántos años tengo, Aurora? Setenta y seis. Pocos viven tanto. Antes de morir debo dejarte bien casada.

—Usted es inmortal, abuela.

—No, hija, sólo lo parezco —replicó.

No sé si ella le dio la encerrona planeada a Diego Domínguez o si él captó las indirectas y tomó la decisión por sí mismo. Ahora que puedo ver ese episodio con cierta distancia y humor, comprendo que nunca estuvo enamorado de mi, simplemente se sintió halagado por mi amor incondicional y debe haber puesto en la balanza las ventajas de tal unión. Tal vez me deseaba, porque los dos éramos jóvenes y estábamos disponibles; tal vez creyó que con el tiempo llegaría a quererme; tal vez se casó conmigo por pereza y conveniencia. Diego era un buen partido, pero yo también lo era: disponía de la renta dejada por mi padre y se suponía que iba a heredar una fortuna de mi abuela. Cualesquiera que fuesen sus razones, el caso es que pidió mi mano y me puso al dedo un anillo de diamantes.

Los signos de peligro eran evidentes para cualquiera con dos ojos en la cara, menos para mi abuela cegada por el temor a dejarme sola, y para mí, que estaba loca de amor, pero no para el tío Frederick, quien sostuvo desde el principio que Diego Domínguez no era el hombre para mí. Como no le había gustado nadie que se me aproximara durante los últimos dos años, no le hicimos caso, creíamos que eran celos paternales. «Se me ocurre que este joven es de temperamento algo frío», comentó más de una vez, pero mi abuela lo rebatía diciendo que no era frialdad sino respeto, como correspondía a un perfecto caballero chileno.

Paulina del Valle entró en un frenesí de compras. En la prisa los paquetes iban a parar sin abrir a los baúles y después, cuando los sacamos a luz en Santiago, resultó que había dos de cada cosa y la mitad no me quedaba bien. Cuando supo que Diego Domínguez debía regresar a Chile, se puso de acuerdo con él para volver en el mismo vapor, eso nos daba algunas semanas para conocernos mejor, como dijeron. Frederick Williams puso cara larga y trató de torcer esos planes, pero no había poder en este mundo capaz de confrontar a esa señora cuando algo se le metía entre las dos orejas y su obsesión del momento era casar a su nieta.

Poco recuerdo del viaje, transcurrió en una nebulosa de paseos por la cubierta, juegos de pelota y naipes, cócteles y bailes hasta Buenos Aires, donde nos separamos porque él debía comprar unos toros sementales y conducirlos por las rutas andinas del sur hasta su fundo. Tuvimos muy pocas oportunidades de estar solos o de conversar sin testigos, aprendí lo esencial sobre los veintitrés años de su pasado y su familia, pero casi nada sobre sus gustos, creencias y ambiciones. Mi abuela le dijo que mi padre, Matías Rodríguez de Santa Cruz, había fallecido y mi madre era una americana a quien no conocimos porque murió al darme a luz, lo cual se ajustaba a la verdad. Diego no demostró curiosidad por saber más; tampoco mi pasión por la fotografía le interesó y cuando le aclaré que no pensaba renunciar a ella, dijo que no tenía el menor inconveniente; su hermana pintaba acuarelas y su cuñada bordaba en punto cruz. En la larga travesía por mar no llegamos realmente a conocernos, pero nos fuimos enredando en la sólida telaraña que mi abuela, con la mejor intención, tejió en torno a nosotros.

Como en la primera clase del transatlántico había poco para fotografiar, salvo los trajes de las damas y los arreglos florales del comedor, yo bajaba a menudo a las cubiertas inferiores para tomar retratos, sobre todo de los viajeros de la última clase, que iban hacinados en la barriga del barco: trabajadores e inmigrantes rumbo a América a tentar fortuna, rusos, alemanes, italianos, judíos, gente que viajaba con muy poco en los bolsillos, pero con el corazón rebosante de esperanzas. Me pareció que a pesar de la incomodidad y la falta de recursos, lo pasaban mejor que los pasajeros de la clase superior, donde todo resultaba estirado, ceremonioso y aburrido. Entre los emigrantes había una camaradería fácil, los hombres jugaban a naipes y dominó, las mujeres formaban grupos para contarse las vidas, los niños improvisaban cañas de pescar y jugaban a la escondida; por las tardes salían a relucir las guitarras, los acordeones, las flautas y los violines, se armaban alegres fiestas con canto, baile y cerveza. A nadie parecía importarle mi presencia, no me hacían preguntas y a los pocos días me aceptaban como una de ellos; eso me permitía fotografiarlos a mi gusto. En el barco no podía desarrollar los negativos, pero los clasifiqué cuidadosamente para hacerlo más tarde en Santiago. En una de esas excursiones por las cubiertas inferiores me topé a bocajarro con la última persona que esperaba hallar allí.

—¡Gengis Khan! —exclamé al verlo.

—Creo que me confunde, señorita…

—Perdone usted, doctor Radovic —supliqué, sintiéndome como una cretina.

—¿Nos conocemos? —preguntó extrañado.

—¿No se acuerda de mi? Soy la nieta de Paulina del Valle.

—¿Aurora? Vaya, no la hubiera reconocido jamás. ¡Cómo ha cambiado!

Cierto que había cambiado. Me conoció año y medio antes vestida de chiquilla y ahora tenía ante los ojos a una mujer hecha y derecha, con una cámara colgada al cuello y un anillo de compromiso puesto en el dedo. En ese viaje empezó la amistad que con el tiempo habría de cambiar mi vida. El doctor Iván Radovic, pasajero de segunda clase, no podía subir a la cubierta de primera sin invitación, pero yo podía bajar a visitarlo y lo hice a menudo. Me contaba de su trabajo con la misma pasión con que yo le hablaba de la fotografía; me veía usar la cámara, pero no pude mostrarle nada de lo hecho antes porque iba en el fondo de los baúles, pero le prometí hacerlo al llegar a Santiago. No fue así, sin embargo, porque después me dio vergüenza llamarlo para tal fin; me pareció una muestra de vanidad y no quise quitarle tiempo a un hombre ocupado en salvar vidas. Al enterarse de su presencia a bordo mi abuela lo invitó de inmediato a tomar el té en la terraza de nuestra suite. «Con usted aquí me siento segura en alta mar, doctor. Si me sale otra toronja en la barriga, usted viene y me la extirpa con un cuchillo de la cocina», bromeó. Las invitaciones a tomar el té se repitieron muchas veces, seguidas por juegos de naipes. Iván Radovic nos contó que había terminado su practica en la clínica Hobbs y regresaba a Chile a trabajar en un hospital.

—¿Por qué no abre una clínica privada, doctor? —sugirió mi abuela, que le había tomado afecto.

—Jamás tendría el capital y las conexiones que eso requiere, señora Del Valle.

—Yo estoy dispuesta a invertir, si le parece.

—De ninguna manera puedo permitir que…

—No lo haría por usted, sino porque es una buena inversión, doctor Radovic —lo interrumpió mi abuela—. Todo el mundo se enferma, la medicina es un gran negocio.

—Creo que la medicina no es un negocio, sino un derecho, señora. Como médico estoy obligado a servir y espero que algún día la salud esté al alcance de cada chileno.

—¿Usted es socialista? —preguntó mi abuela con una mueca de repugnancia, porque después de la «traición» de la señorita, Matilde Pineda desconfiaba del socialismo.

—Soy médico, señora Del Valle. Curar es todo lo que me interesa.

Volvimos a Chile a finales de diciembre de 1898 y nos encontramos con un país en plena crisis moral. Nadie, desde los ricos terratenientes, hasta los maestros de escuela o los obreros del salitre estaba contento con su suerte o con el gobierno. Los chilenos parecían resignados a sus fallas de carácter, como la ebriedad, el ocio y el robo, y a las lacras sociales, como la engorrosa burocracia, el desempleo, la ineficiencia de la justicia y la pobreza, que contrastaba con la ostentación descarada de los ricos e iba produciendo una creciente y sorda rabia que se extendía de norte a sur. No recordábamos a Santiago tan sucio, con tanta gente miserable, tanto conventillo infectado de cucarachas, tantos niños muertos antes de alcanzar a caminar. La prensa aseguraba que el índice de mortalidad en la capital era equivalente al de Calcuta. Nuestra casa de la calle Ejército Libertador había permanecido al cuidado de un par de lejanas tías pobretonas, de los muchos allegados que cualquier familia chilena tiene, y unos cuantos empleados. Las tías llevaban más de dos años reinando en esos dominios y nos recibieron sin mucho entusiasmo, acompañadas por Caramelo, ya tan anciano que no me reconoció. El jardín era un malezal, las fuentes morunas estaban sedientas, los salones olían a tumba, las cocinas parecían un chiquero y había caca de ratón debajo de las camas, pero nada de eso apabulló a Paulina del Valle, quien llegaba dispuesta a celebrar la boda del siglo y no iba a permitir que nada, ni su edad, ni el calor de Santiago, ni mi carácter retraído se lo impidieran. Disponía de los meses del verano, en que todo el mundo partía a la costa o al campo, para poner la casa al día, porque en el otoño empezaba la intensa vida social y había que prepararse para mi casamiento en septiembre, el comienzo de la primavera «mes de las fiestas patrias y de las novias» justo un año después del primer encuentro entre Diego y yo. Frederick Williams se encargó de contratar un regimiento de albañiles, ebanistas, jardineros y criadas que se abocaron a la tarea de remozar aquel desastre al paso habitual en Chile, es decir, sin demasiada prisa. El verano llegó polvoriento y tórrido, con su olor a durazno y los gritos de los vendedores ambulantes pregonando las delicias de la estación. Los que podían hacerlo se fueron de vacaciones al campo o la playa; la ciudad parecía muerta.

Severo del Valle apareció de visita con sacos de verduras, canastos de fruta y buenas noticias de las viñas; venía con la piel tostada, más corpulento y más guapo que nunca. Me miró boquiabierto, sorprendido de que yo fuera la misma chiquilla de quien se había despedido dos años antes, me hizo girar como trompo para observarme por todos los ángulos y su juicio generoso fue que tenía un aire parecido al de mi madre. Mi abuela recibió pésimo aquel comentario, mi pasado no se mencionaba en su presencia, para ella mi vida comenzaba a los cinco años cuando crucé el umbral de su palacete en San Francisco, lo anterior no existía. Nívea se quedó en el fundo con los niños, porque estaba a punto de dar a luz de nuevo, demasiado pesada para hacer el viaje hasta Santiago. La producción de las viñas se anunciaba muy buena para ese año, pensaban cosechar las del vino blanco en marzo y las del tinto en abril, contó Severo del Valle y agregó que había unas parras de los tintos totalmente diferentes que crecían mezcladas con las otras, eran más delicadas, se apestaban con facilidad y maduraban más tarde. A pesar de que daban un fruto excelente, pensaba arrancarlas para ahorrar problemas. De inmediato Paulina del Valle paró la oreja y vi en sus pupilas la misma lucecita codiciosa que generalmente anunciaba una idea rentable.

—Apenas empiece el otoño trasplántalas separadas. Cuídalas y el próximo año haremos con ellas un vino especial —dijo.

—¿Para qué meternos en eso? —preguntó Severo.

—Si esas uvas maduran más tarde, deben ser más finas y concentradas. Seguramente el vino será mucho mejor.

—Estamos produciendo uno de los mejores vinos del país, tía.

—Dame este gusto, sobrino, haz lo que te pido… —rogó mi abuela en el tono zalamero que empleaba antes de dar una orden.

No pude ver a Nívea hasta el día mismo de mi matrimonio, cuando llegó con un nuevo recién nacido a cuestas a soplarme de prisa la información básica que cualquier novia debía saber antes de la luna de miel, pero nadie se había dado la molestia de darme. Mi condición virginal, sin embargo, no me preservaba de los sobresaltos de una pasión instintiva que no sabía nombrar, pensaba en Diego día y noche y no siempre los pensamientos eran castos; lo deseaba, pero no sabía muy bien para qué. Quería estar en sus brazos, que me besara como lo había hecho en un par de ocasiones, y verlo desnudo. Nunca había visto un hombre desnudo y, confieso, la curiosidad me mantenía desvelada. Eso era todo, el resto del camino, un misterio. Nívea, con su desfachatada honestidad, era la única capaz de instruirme, pero no sería hasta varios años más tarde, cuando hubo tiempo y oportunidad de profundizar nuestra amistad, que ella me contaría los secretos de su intimidad con Severo del Valle y me describiría en detalle, muerta de risa, las posturas aprendidas en la colección de su tío José Francisco Vergara. Para entonces yo había dejado atrás la inocencia, pero era muy ignorante en materia erótica, como son casi todas de las mujeres y la mayoría de los hombres también, según me asegura Nívea. «Sin los libros de mi tío, habría tenido quince hijos sin saber cómo», me dijo. Sus consejos, que habrían puesto los pelos de punta a mis tías, me sirvieron mucho para el segundo amor, pero de nada me habrían servido para el primero.

Durante tres largos meses vivimos acampando en cuatro habitaciones de la casa de Ejército Libertador, jadeando de calor. No me aburrí, porque mi abuela reanudó de inmediato sus labores caritativas, a pesar de que todos los miembros del Club de Damas andaban veraneando. En su ausencia se había aflojado la disciplina y a ella le tocó empuñar nuevamente las riendas de la compasión compulsiva; volvimos a visitar enfermos, viudas y orates, a repartir comida y supervisar los préstamos a las mujeres pobres. Esta idea, de la cual se burlaron hasta en los periódicos, porque nadie pensó que las beneficiarías —todas en el último estado de indigencia— devolverían el dinero, resultó tan buena, que el gobierno decidió copiarla. Las mujeres no sólo pagaban escrupulosamente los préstamos en cuotas mensuales, sino que se respaldaban unas a otras, así cuando alguna no podía pagar, las demás lo hacían por ella. Creo que a Paulina del Valle se le ocurrió que podía cobrarles intereses y convertir la caridad en negocio, pero la detuve en seco. «Todo tiene su límite, abuela, hasta la codicia», la increpé.

Mi apasionada correspondencia con Diego Domínguez me mantenía pendiente del correo, descubrí que por carta soy capaz de expresar lo que jamás me atrevería cara a cara; la palabra escrita es profundamente liberadora. Me sorprendí leyendo poesía amorosa en vez de las novelas que antes tanto me gustaban; si un poeta muerto al otro lado del mundo podía describir mis sentimientos con tal precisión, debía aceptar con humildad que mi amor no era excepcional, nada había inventado, todo el mundo se enamora igual. Imaginaba a mi novio a caballo galopando por sus tierras como un héroe legendario de espaldas poderosas, noble, firme y apuesto, un hombronazo en cuyas manos estaría segura; él me haría feliz, me daría protección, hijos, amor eterno. Visualizaba un futuro algodonoso y azucarado en el cual flotaríamos abrazados para siempre. ¿Cómo olía el cuerpo del hombre que amaba? A humus como los bosques de donde provenía, o a la dulce fragancia de las panaderías, o tal vez a agua de mar, como ese aroma huidizo que me asaltaba en sueños desde la infancia. De pronto la necesidad de oler a Diego se volvía tan imperiosa como un ataque de sed y le rogaba por carta que me enviara uno de los pañuelos que usaba al cuello o una de sus camisas sin lavar. Las respuestas de mi novio a esas apasionadas cartas eran tranquilas crónicas sobre la vida en el campo —las vacas, el trigo, la uva, el cielo estival sin lluvia— y sobrios comentarios sobre su familia. Por supuesto, nunca mandó uno de sus pañuelos o camisas. En las últimas líneas me recordaba cuánto me quería y cuán felices seríamos en la fresca casa de adobe y tejas que su padre estaba construyendo para nosotros en la propiedad, tal como antes había hecho una para su hermano Eduardo, cuando desposó a Susana, y tal como haría para su hermana Adela cuando ella se casara.

Por generaciones los Domínguez habían vivido siempre juntos; el amor a Cristo, la unión entre hermanos, el respeto a los padres y el trabajo duro, decía, eran el fundamento de su familia.

Por mucho que escribiera y suspirara leyendo versos, me sobraba tiempo, de modo que volví al estudio de don Juan Ribero, me daba vueltas por la ciudad tomando fotos y por las noches trabajaba en el cuarto de revelado que instalé en la casa. Estaba experimentando con impresión en platino, una técnica novedosa que produce imágenes muy bellas. El procedimiento es sencillo, aunque más costoso, pero mi abuela corría con el gasto. Se pinta el papel a brochazos con una solución de platino y el resultado son imágenes en sutiles graduaciones de tono, luminosas, claras, con gran profundidad, que permanecen inalterables. Han pasado diez años y esas son las más extraordinarias fotografías de mi colección. Al verlas, muchos recuerdos surgen ante mí con la misma impecable nitidez de esas impresiones en platino. Puedo ver a mi abuela Paulina, a Severo, Nívea, amigos y parientes, también puedo observarme en algunos autorretratos tal como era entonces, justo antes de los acontecimientos que habrían de cambiar mi vida.

Cuando amaneció el segundo martes de marzo la casa vestía de gala, tenía una moderna instalación de gas, teléfono y un ascensor para mi abuela, papeles murales traídos de Nueva York y flamantes tapices en los muebles, los parquets recién encerados, los bronces pulidos, los cristales lavados y la colección de cuadros impresionistas en los salones. Había un nuevo contingente de criados en uniforme al mando de un mayordomo argentino, que Paulina del Valle le levantó al Hotel Crillón pagándole el doble.

—Nos van a criticar, abuela. Nadie tiene mayordomo, esto es una cursilería —le advertí.

—No importa. No pienso lidiar con indias mapuches en chancletas que echan pelos en la sopa y me tiran los platos en la mesa —replicó, decidida a impresionar a la sociedad capitalina en general y a la familia de Diego Domínguez en particular.

De modo que los nuevos empleados se sumaron a las antiguas criadas que llevaban años en la casa y, por supuesto, no se podían despedir. Había tantas personas de servicio que se paseaban ociosas tropezando unas con otras y fueron tantos los chismes y raterías, que por fin intervino Frederick Williams para poner orden, ya que el argentino no atinaba por dónde comenzar. Eso produjo conmoción, jamás se había visto que el señor de la casa se rebajara al nivel doméstico, pero lo hizo a la perfección; de algo sirvió su larga experiencia en el oficio. No creo que Diego Domínguez y su familia, los primeros visitantes que tuvimos, apreciaran la elegancia del servicio, por el contrario, se cohibieron ante tanto esplendor. Pertenecían a una antigua dinastía de terratenientes del sur, pero a diferencia de la mayoría de los dueños de fundo en Chile, que pasan un par de meses en sus tierras y el resto del tiempo viven de sus rentas en Santiago o en Europa, ellos nacían, crecían y morían en el campo. Eran gente con sólida tradición familiar, profundamente católica y sencilla, sin ninguno de los refinamientos impuestos por mi abuela, que seguramente les parecieron algo decadentes y poco cristianos. Me llamó la atención que todos tenían ojos azules, menos Susana, la cuñada de Diego, una beldad morena de aire lánguido, como una pintura española. En la mesa se confundieron ante la hilera de cubiertos y las seis copas, ninguno probó el pato a la naranja y se asustaron un poco cuando llegó el postre ardiendo en llamas. Al ver el desfile de criados en uniforme, la madre de Diego, doña Elvira, preguntó por qué había tanto militar en la casa. Ante los cuadros impresionistas se quedaron pasmados, convencidos de que yo había pintado esos mamarrachos y que mi abuela, de puro chocha, los colgaba en la pared, pero apreciaron el breve concierto de arpa y piano que ofrecimos en el salón de música. La conversación moría a la segunda frase hasta que los toros sementales dieron pie para hablar de la reproducción del ganado, lo cual interesó sobremanera a Paulina del Valle, quien sin duda estaba pensando en establecer la industria de quesos con ellos, en vista del número de vacas que poseían. Si yo tenía algunas dudas sobre mi vida futura en el campo junto a la tribu de mi novio, esa visita las disipó. Me enamoré de esos campesinos de vieja cepa, bondadosos y sin pretensiones, del padre sanguíneo y reidor, de la madre tan inocente, del hermano mayor amable y viril, de la misteriosa cuñada y de la hermana menor alegre como canario, que habían hecho un viaje de varios días para conocerme. Me aceptaron con naturalidad y estoy segura de que se fueron algo desconcertados por nuestro estilo de vida, pero sin criticarnos, porque parecían incapaces de un mal pensamiento. En vista de que Diego me había escogido, me consideraban parte de su familia, eso les bastaba. Su sencillez me permitió relajarme, cosa que rara vez me ocurre con extraños, y al poco rato me encontré conversando con cada uno de ellos, contándoles del viaje a Europa y de mi afición por la fotografía. «Muéstreme sus fotos, Aurora», me pidió doña Elvira y cuando lo hice no pudo disimular su desencanto. Creo que esperaba algo más reconfortante que piquetes de obreros en huelgas, conventillos, niños harapientos jugando en las acequias violentas revueltas populares, burdeles, sufridos emigrantes sentados sobre sus bultos en la cala de un buque. «Pero hijita, ¿por qué no toma fotos bonitas?, ¿para qué se mete en esos andurriales? Hay tantos paisajes lindos en Chile…», murmuró la santa señora. Iba a explicarle que no me interesan las cosas bonitas, sino esos rostros curtidos por el esfuerzo y el sufrimiento, pero comprendí que no era el momento adecuado. Ya habría tiempo más adelante para darme a conocer ante mi futura suegra y el resto de su familia.

—¿Para qué les mostraste esas fotografías? Los Domínguez son chapados a la antigua, no debiste asustarlos con tus ideas modernas, Aurora —me recriminó Paulina del Valle cuando se fueron.

—De todos modos ya estaban asustados con el lujo de esta casa y los cuadros impresionistas, ¿no cree, abuela? Además Diego y su familia deben saber qué clase de mujer soy —repliqué.

—Todavía no eres una mujer, sino una niña. Cambiarás, tendrás hijos, deberás amoldarte al ambiente de tu marido.

—Siempre seré la misma persona y no quiero renunciar a la fotografía. Esto no es lo mismo que las acuarelas de la hermana de Diego y el bordado de su cuñada, esto es parte fundamental de mi vida.

—Bueno, cásate primero, —concluyó mi abuela.

No esperamos hasta septiembre, como estaba planeado, sino que debimos casarnos a mediados de abril, porque doña Elvira Domínguez tuvo un leve ataque al corazón y una semana más tarde, cuando se repuso lo suficiente como dar unos pasos sola, manifestó su deseo de verme convertida en la esposa de su hijo Diego antes de partir al otro mundo. El resto de la familia estuvo de acuerdo, porque si la señora se despachaba había que postergar el casamiento durante al menos un año para guardar el luto reglamentario. Mi abuela se resignó a apurar las cosas y olvidar la ceremonia principesca que planeaba y yo suspiré aliviada, porque la idea de exponerme a los ojos de medio Santiago entrando en la catedral del brazo de Frederick Williams o de Severo del Valle bajo una montaña de organdí blanco, como pretendía mi abuela, me tenía muy inquieta.

¿Qué puedo decir del primer encuentro de amor con Diego Domínguez? Poco, porque la memoria imprime en blanco y negro; los grises se pierden por el camino. Tal vez no fue tan miserable como recuerdo, pero los matices se me han olvidado, sólo guardo una sensación general de frustración y rabia. Después de la boda privada en la casa de Ejército Libertador, fuimos a un hotel a pasar esa noche, antes de partir por dos semanas de luna de miel a Buenos Aires, porque la precaria salud de doña Elvira no permitía alejarse mucho. Cuando me despedí de mi abuela sentí que una parte de mi vida terminaba definitivamente. Al abrazarla confirmé cuánto la quería y cuánto se había disminuido, le colgaba la ropa y yo la pasaba en altura por media cabeza, tuve el presentimiento de que no le quedaba mucho tiempo, se veía pequeña y vulnerable, una viejita con la voz tembleque y las rodillas de rana. Poco restaba de la matriarcal formidable que durante más de setenta años hizo de su capa un sayo y manejó los destinos de su familia como le dio la gana. A su lado Frederick Williams parecía su hijo, porque los años no lo rozaban, como si fuera inmune al estropicio de los mortales. Hasta el día anterior el buen tío Frederick me rogó a espaldas de mi abuela que no me casara si no estaba segura, y cada vez repliqué que nunca había estado más segura de algo. No tenía dudas de mi amor por Diego Domínguez. A medida que se acercaba el momento de la boda crecía mi impaciencia. Me miraba en el espejo desnuda o apenas cubierta con las delicadas camisas de dormir de encaje que mi abuela había comprado en Francia y me preguntaba ansiosa si acaso él me encontraría bonita. Un lunar en el cuello o los pezones oscuros me parecían defectos terribles. ¿Me desearía como yo a él? Lo averigüé esa primera noche en el hotel. Estábamos cansados, habíamos comido mucho, él había bebido más de la cuenta y yo también tenía tres copas de champaña en el cuerpo. Al entrar al hotel aparentamos indiferencia, pero el reguero de arroz que fuimos dejando por el suelo delató nuestra condición de recién casados. Fue tal mi vergüenza de estar sola con Diego y suponer que afuera alguien nos imaginaba haciendo el amor, que me encerré en el baño con náuseas, hasta que mucho rato después mi flamante marido golpeó la puerta suavemente para averiguar si aún estaba viva. Me llevó de la mano a la habitación, me ayudó a quitarme el complicado sombrero, me soltó las horquillas del moño, me libró de la chaquetilla de gamuza, desabotonó los mil botoncitos de perla de la blusa, me zafó de la pesada falda y los pollerines, hasta que quedé vestida sólo con la delgada camisa de batista que llevaba bajo el corsé. A medida que él me despojaba de la ropa, yo me sentía disolver como agua, me esfumaba, me iba reduciendo a puro esqueleto y aire. Diego me besó en los labios, pero no como yo había imaginado muchas veces en los meses anteriores, sino con fuerza y urgencia; luego el beso se tornó más dominante mientras sus manos tironeaban de mi camisa, que yo trataba de sujetar porque la perspectiva de que me viera desnuda me horrorizaba. Las caricias apresuradas y la revelación de su cuerpo contra el mío me puso a la defensiva, tan tensa que temblaba como si tuviera frío. Me preguntó fastidiado qué me pasaba y me ordenó que tratara de relajarme, pero al ver que ese método empeoraba las cosas, cambió el tono, añadió que no tuviera miedo y prometió ser cuidadoso. Sopló la lámpara y de algún modo se las arregló para conducirme a la cama; el resto sucedió deprisa. No hice nada por ayudarlo. Me quedé inmóvil como gallina hipnotizada, tratando inútilmente de recordar los consejos de Nívea. En algún momento me traspasó su espada, alcancé a retener un grito y sentí sabor de sangre en la boca. El recuerdo más nítido de esa noche fue el desencanto. ¿Era esa la pasión por la cual tanta tinta gastaban los poetas? Diego me consoló diciendo que siempre era así la primera vez, con el tiempo aprenderíamos a conocernos y todo iría mejor, luego me dio un beso casto en la frente, me volvió la espalda sin una palabra más y se durmió como un bebé, mientras yo vigilaba en la oscuridad con un paño entre las piernas y un dolor quemante en el vientre y en el alma. Era demasiado ignorante para adivinar la causa de mi frustración, ni siquiera conocía la palabra orgasmo, pero había explorado mi cuerpo y sabía que en alguna parte se esconde ese placer sísmico capaz de trastornar la vida. Diego lo había sentido dentro de mí, eso era evidente, pero yo sólo había experimentado congoja. Me sentí víctima de una tremenda injusticia biológica: para el hombre el sexo era fácil —podía obtenerlo incluso a la fuerza— mientras que para nosotras era sin deleite y con graves consecuencias. ¿Habría que añadir a la maldición divina de parir con dolor, la de amar sin goce?

Cuando Diego despertó a la mañana siguiente yo ya me había vestido hacía mucho rato y había decidido volver a mi casa y refugiarme en los brazos seguros de mi abuela, pero el aire fresco y la caminata por las calles del centro, casi vacías a esa hora del domingo, me tranquilizaron. Me ardía la vagina, donde aún sentía la presencia de Diego, pero paso a paso se me fue disipando la rabia y me dispuse a enfrentar el futuro como una mujer y no como una mocosa malcriada. Estaba consciente de cuán mimada había sido durante los diecinueve años de mi existencia, pero esa etapa había concluido; la noche anterior me había iniciado en la condición de casada y debía actuar y pensar con madurez, concluí, tragándome las lágrimas. La responsabilidad de ser feliz era exclusivamente mía. Mi marido no me traería la dicha eterna como un regalo envuelto en papel de seda, yo debería labrarla día a día con inteligencia y esfuerzo. Por suerte amaba a ese hombre y creía que, tal como él me había asegurado, con el tiempo y la práctica las cosas irían mucho mejor entre nosotros. Pobre Diego, pensé, debe estar tan desilusionado como yo. Regresé al hotel a tiempo para cerrar las maletas y partir en viaje de luna de miel.

El fundo Caleufú, incrustado en la zona más hermosa de Chile, era un paraíso salvaje de selva fría, volcanes, lagos y había pertenecido a los Domínguez desde los tiempos de la colonia, cuando se repartieron las tierras entre los hidalgos distinguidos en la Conquista. La familia había aumentado su riqueza comprando más terrenos de los indios por el precio de unas botellas de aguardiente, hasta tener uno de los latifundios más prósperos de la región. La propiedad nunca había sido dividida; por tradición la heredaba completa el hijo mayor, quien tenía la obligación de dar trabajo o ayudar a sus hermanos, mantener y dar dote a sus hermanas y cuidar a los inquilinos. Mi suegro, don Sebastián Domínguez, era uno de esos seres que han cumplido con lo que se espera de ellos, envejecía con la conciencia en paz y agradecido por las recompensas que le había dado la vida, sobre todo el cariño de su mujer, doña Elvira. En su juventud había sido un rajadiablos, él mismo lo decía riéndose, y la prueba eran varios campesinos de su fundo con los ojos azules, pero la mano suave y firme de doña Elvira lo había ido domando sin que él mismo se diera cuenta. Asumía su papel de patriarca con bondad; los inquilinos acudían con sus problemas a él antes que nadie, porque sus dos hijos, Eduardo y Diego, eran más estrictos y doña Elvira no abría la boca fuera de las paredes de la casa. La paciencia que don Sebastián manifestaba con los inquilinos, a quienes trataba como niños un poco retardados, se transformaba en severidad al enfrentarse con sus hijos varones. «Somos muy privilegiados, por lo mismo tenemos más responsabilidades. Para nosotros no hay disculpas ni pretextos, nuestro deber es cumplir con Dios y ayudar a nuestra gente, de eso nos pedirán cuentas en el cielo», decía. Debe haber tenido cerca de cincuenta años, pero se veía menor porque llevaba una vida muy sana, pasaba el día a caballo recorriendo sus tierras, era el primero en levantarse y el último en ir a la cama, estaba presente en la trilla, la doma, los rodeos, él mismo ayudaba a marcar y castrar al ganado. Empezaba el día con una taza de café retinto con seis cucharadas de azúcar y un chorro de brandy; con eso tenía fuerzas para las faenas del campo hasta las dos de la tarde, cuando almorzaba cuatro platos y tres postres regados con abundante vino en compañía de la familia.

No éramos muchos en esa inmensa casona; el dolor más grande de mis suegros era haber tenido sólo tres hijos. La voluntad de Dios así lo había querido, decían. A la hora de la cena nos reuníamos todos los que durante el día habíamos andado dispersos en variadas ocupaciones, nadie podía faltar. Eduardo y Susana vivían con sus hijos en otra casa, construida para ellos a doscientos metros de la casa grande, pero allí sólo se preparaba el desayuno, el resto de las comidas se hacían en la mesa de mis suegros. Debido a que nuestro matrimonio debió adelantarse, la casa destinada a Diego y a mí no estaba lista y vivíamos en un ala de la de mis suegros. Don Sebastián se sentaba a la cabecera en un sillón más alto y ornado; en la otra punta se colocaba doña Elvira y a ambos lados nos distribuíamos los hijos con sus mujeres, dos tías viudas, algunos primos o parientes allegados, una abuela tan anciana que debían alimentarla con un biberón y los invitados, que nunca faltaban. En la mesa se ponían varios puestos de más para los huéspedes que solían caer sin aviso y a veces se quedaban por semanas. Siempre eran bienvenidos, porque en el aislamiento del campo las visitas eran la mayor diversión. Más al sur vivían algunas familias chilenas enclavadas en territorio de indios, también colonos alemanes, sin los cuales la región habría permanecido casi salvaje. Se necesitaban varios días para recorrer a caballo las propiedades de los Domínguez, que llegaban hasta el límite con Argentina. Por las noches se rezaba y el calendario del año se regía por las fechas religiosas, que se observaban con rigor y alegría. Mis suegros se dieron cuenta de que yo había sido criada con muy poca instrucción católica, pero en ese sentido no tuvimos problemas, porque fui muy respetuosa con sus creencias y ellos no trataron de imponérmelas. Doña Elvira me explicó que la fe es un regalo divino: «Dios llama tu nombre, te escoge», dijo. Eso me libraba de culpa a sus ojos, Dios no había llamado mi nombre aún, pero si me había colocado en esa familia tan cristiana era porque pronto lo haría. Mi entusiasmo por ayudarla en sus tareas caritativas entre los inquilinos compensaba mi escaso fervor religioso; creía que se trataba de espíritu compasivo, signo de mi buena índole, no sabía que era mi entrenamiento en el Club de Damas de mi abuela y prosaico interés por conocer a los trabajadores del campo y fotografiarlos.

Fuera de don Sebastián, Eduardo y Diego, que se habían educado internos en un buen colegio y realizado el viaje obligado a Europa, nadie más sospechaba por esos lados el tamaño del mundo. No se aceptaban novelas en ese hogar, creo que a don Sebastián le faltaba ánimo para censurarlas y para evitar que alguien leyera una de la lista negra de la iglesia, prefería cortar por lo sano y eliminarlas todas. Los periódicos llegaban con tanto atraso, que no traían noticias, sino historia. Doña Elvira leía sus libros de oraciones y Adela, la hermana menor de Diego poseía unos cuantos volúmenes de poesía, unas biografías de personajes históricos y crónicas de viajes, que releía una y otra vez. Más tarde descubrí que conseguía novelas de misterio, les arrancaba las tapas y las reemplazaba por las de los libros autorizados por su padre. Cuando llegaron mis baúles y cajones de Santiago y aparecieron cientos de libros, doña Elvira me pidió con su dulzura habitual que no los exhibiera delante del resto de la familia. Cada semana mi abuela o Nívea me enviaban material de lectura, que yo guardaba en mi habitación. Mis suegros nada decían, confiados, supongo, en que ese mal hábito se me pasaría cuando tuviera niños y no me sobraran tantas horas ociosas, como era el caso de mi cuñada Susana, quien tenía tres criaturas preciosas y muy mal criadas. No se opusieron, sin embargo, a la fotografía, tal vez adivinaron que sería muy difícil doblarme la mano en ese punto, y aunque nunca demostraron curiosidad por ver mi trabajo, me asignaron un cuarto al fondo de la casa donde pude instalar mi laboratorio.

Crecí en la ciudad, en el ambiente confortable y cosmopolita de la casa de mi abuela, mucho más libre que cualquier chilena de entonces y de hoy, porque aunque ya estamos terminando el primer decenio del siglo veinte, las cosas no se han modernizado mucho para las muchachas de estos lados. El cambio de estilo cuando aterricé en el seno de los Domínguez fue brutal, a pesar de que ellos hicieron lo posible para que me sintiera cómoda. Se portaron muy bien conmigo, fue fácil aprender a quererlos; su cariño compensó el carácter reservado y a menudo huraño de Diego, quien en público me trataba como una hermana y en privado apenas me hablaba. Las primeras semanas tratando de adaptarme fueron muy interesantes. Don Sebastián me regaló una hermosa yegua negra con una estrella blanca en la frente y Diego me mandó con un capataz a recorrer el fundo y conocer a los trabajadores y a los vecinos, ubicados a tantos kilómetros de distancia, que cada visita tomaba tres o cuatro días. Luego me dejó libre. Mi marido salía con su hermano y su padre a las labores del campo y a cazar, a veces acampaban afuera por varios días. Yo no soportaba el aburrimiento de la casa, con su inacabable faena de mimar a los niños de Susana, hacer dulces y conservas, limpiar y ventilar, coser y tejer; cuando concluía mi trabajo en la escuela o el dispensario del fundo me ponía unos pantalones de Diego y partía al galope. Mi suegra me había advertido que no montara a horcajadas, como un hombre, porque tendría «problemas femeninos», eufemismo que nunca pude dilucidar del todo, pero nadie podría montar de lado en esa naturaleza de cerros y peñascos sin partirse la cabeza en una caída.

El paisaje me dejaba sin aliento, sorprendiéndome en cada vuelta del camino, me maravillaba. Cabalgaba cerro arriba y valle abajo hasta los tupidos bosques, un paraíso de alerce, laurel, canelo, mañío, arrayan y milenarias araucarias, maderas finas que los Domínguez explotaban en su aserradero. Me embriagaba la fragancia de la selva mojada, ese aroma sensual de tierra roja, savia y raíces; la paz de la espesura vigilada por aquellos callados gigantes verdes; el murmullo misterioso de la floresta: canto de aguas invisibles, danza del aire enredado en las ramas, rumor de raíces y de insectos, trinar de las suaves torcazas y gritos de los tiuques escandalosos. Los senderos terminaban en el aserradero y más allá debía abrirme paso en la espesura, confiando en el instinto de mi yegua, cuyas patas se hundían en un fango color petróleo, espeso y fragante como sangre vegetal. La luz se filtraba por la inmensa cúpula de los árboles en claros rayos tangenciales, pero había zonas glaciales donde se agazapaban los pumas, espiándome con sus ojos en llamas. Llevaba una escopeta amarrada a la silla de montar, pero en una emergencia no habría tenido tiempo de sacarla y, en todo caso, jamás la había disparado.

Fotografié los bosques antiguos, los lagos de arenas negras, los ríos tempestuosos de piedras cantarinas y los impetuosos volcanes que coronaban el horizonte como dragones dormidos en torres de ceniza. También tomé fotos de los inquilinos del fundo, que luego les llevaba de regalo y ellos las recibían turbados, sin saber qué hacer con esas imágenes de ellos mismos que no habían solicitado. Me fascinaban sus rostros curtidos por la intemperie y la pobreza, pero a ellos no les gustaba verse así, tal cual eran, con sus andrajos y penas a cuestas, querían retratos coloreados a mano en los cuales posaban con el único traje que tenían, el de su boda, bien lavados y peinados, con sus hijos sin mocos.

Los domingos se suspendía el trabajo y había misa —cuando contábamos con un sacerdote— o «misiones», que las mujeres de la familia realizaban visitando a los inquilinos en sus casas para catequizarlos. Así combatían a punta de regalitos y de tenacidad las creencias indígenas que se enredaban con los santos cristianos. Yo no participaba en las prédicas religiosas, pero aprovechaba para darme a conocer a los campesinos. Muchos eran indios puros que todavía utilizaban palabras en sus lenguas y mantenían vivas sus tradiciones, otros eran mestizos, todos humildes y tímidos en tiempos normales, pero pendencieros y ruidosos cuando bebían. El alcohol era un bálsamo amargo que por unas horas aliviaba la terrestre pesadumbre de todos los días, mientras iba royéndoles las entrañas como una rata enemiga. Las borracheras y las peleas con arma blanca se multaban, igual que otras faltas, como cortar un árbol sin permiso o dejar sueltos a los animales privados fuera de la media cuadra asignada a cada uno para el cultivo de su familia. El robo o la insolencia contra los superiores se penaba a palos, pero a don Sebastián le repugnaba al castigo corporal; también había eliminado el derecho de «pernada», vieja tradición proveniente de la época colonial, que permitía a los patrones desflorar a las hijas de los campesinos antes de que estas se desposaran con otros. Él mismo lo había practicado en su juventud, pero después que llegó doña Elvira al fundo esas libertades se acabaron. Tampoco aprobaba las visitas a los prostíbulos de los pueblos aledaños e insistía en que sus propios hijos se casaran jóvenes para evitar tentaciones. Eduardo y Susana lo habían hecho seis años antes, cuando ambos tenían veinte, y a Diego, entonces de diecisiete, le habían asignado una muchacha emparentada con la familia, pero murió ahogada en el lago antes de concretar el noviazgo.

Eduardo, el hermano mayor, era más jovial que Diego, tenía talento para contar chistes y cantar, conocía todas las leyendas e historias de la región, le gustaba conversar y sabía oír. Estaba muy enamorado de Susana, se le iluminaban los ojos cuando la veía y jamás se impacientaba con sus caprichosos estados de ánimo. Mi cuñada sufría de dolores de cabeza que solían ponerla de pésimo humor, se encerraba con llave en su habitación, no comía y había orden de no molestarla por ningún motivo, pero cuando sé le pasaban sus males emergía totalmente recuperada, sonriente y cariñosa; parecía otra mujer. Me di cuenta que dormía sola y que ni su marido ni sus hijos entraban a su cuarto sin invitación; la puerta se mantenía siempre cerrada. La familia estaba habituada a sus jaquecas y depresiones, pero su deseo de privacidad les parecía casi una ofensa, tanto como les extrañó que yo no permitiera a nadie entrar sin mi permiso al pequeño cuarto oscuro donde revelaba mis fotografías, a pesar de que les expliqué el daño que un rayo de luz podía hacer a mis negativos. En Caleufú no había puertas ni gabinetes con llave, salvo las bodegas y la caja fuerte de la oficina.

Se cometían raterías, por supuesto, pero no traían mayores consecuencias porque en general don Sebastián hacía la vista gorda. «Esta gente es muy ignorante, no roba por vicio ni por necesidad, sino por mala costumbre», decía, aunque en verdad los inquilinos tenían más necesidades de las que el patrón admitía. Los campesinos eran libres, pero en la práctica habían vivido por generaciones en esa tierra y no se les ocurría que pudiera ser de otro modo; no tenían dónde ir. Pocos llegaban a viejos. Muchos niños morían en la infancia de infecciones intestinales, mordeduras de ratas y pulmonía, las mujeres de parto y consunción, los hombres por accidentes, heridas infectadas e intoxicación por alcohol.

El hospital más cercano pertenecía a los alemanes, donde había un médico bávaro de gran renombre, pero sólo se hacía el viaje en una grave emergencia; los males menores se trataban con secretos de naturaleza, oración y el socorro de las mezclas, curanderas indígenas que conocían el poder de las plantas regionales mejor que nadie.

A finales de mayo se dejó caer el invierno sin atenuantes, con su cortina de lluvia lavando el paisaje como una paciente lavandera y su oscuridad temprana, que nos obligaba a recogernos a las cuatro de la tarde y convertía las noches en una eternidad.

Ya no podía salir en mis largas cabalgatas o a fotografiar a la gente del fundo. Estábamos aislados, los caminos eran un lodazal, nadie nos visitaba. Me entretenía experimentando en el cuarto oscuro con diversas técnicas de revelado y tomando fotos de la familia. Fui descubriendo que todo lo que existe está relacionado, es parte de un apretado diseño; lo que parece una maraña de casualidades a simple vista, ante la minuciosa observación de la cámara se va revelando con sus simetrías perfectas.

Nada es casual, nada es banal. Así como en el aparente caos vegetal del bosque hay una estricta relación de causa y efecto, por cada árbol hay centenares de pájaros, por cada pájaro hay millares de insectos, por cada insecto hay millones de partículas orgánicas; de igual modo los campesinos en sus labores o la familia al resguardo del invierno en la casa son partes imprescindibles de un fresco inmenso. Lo esencial es a menudo invisible; el ojo no lo capta, sólo el corazón, pero la cámara a veces logra atisbos de esa sustancia. Eso intentaba obtener en su arte el maestro Ribero y eso procuró enseñarme: superar lo meramente documental y llegar a la médula, al alma misma de la realidad. Esas sutiles conexiones que surgían sobre el papel fotográfico me conmovían profundamente y me animaban a seguir experimentando.

En la reclusión del invierno aumentó mi curiosidad; en la medida en que el entorno se volvía más sofocante y estrecho hibernando entre esas gruesas paredes de adobe, mi mente se tornaba más inquieta. Empecé a explorar obsesivamente el contenido de la casa y los secretos de sus habitantes. Examiné con ojos nuevos el ambiente familiar, como si lo viera por primera vez, sin dar nada por supuesto. Me dejaba guiar por la intuición, deponiendo ideas preconcebidas, «sólo vemos lo que queremos ver», decía don Juan Ribero y agregaba que mi trabajo debía ser mostrar lo que nadie ha visto antes. Al principio los Domínguez posaban con sonrisas forzadas, pero pronto se habituaron a mi sigilosa presencia y acabaron por ignorar la cámara; entonces pude captarlos al descuido, tales como eran. La lluvia se llevó las flores y las hojas, la casa con sus pesados muebles y sus grandes espacios vacíos se cerró al exterior y quedamos atrapados en un extraño cautiverio doméstico. Andábamos por los cuartos alumbrados por velas, sorteando las heladas corrientes de aire; crujían las maderas como gemidos de viuda y se oían los pasitos furtivos de los ratones en sus diligentes quehaceres; olía a fango, a tejas mojadas, a ropa enmohecida. Los criados encendían braseros y chimeneas, las empleadas nos traían botellas de agua caliente, mantas y tazones de humeante chocolate, pero no había manera de engañar el largo invierno. Fue entonces cuando sucumbí a la soledad.

Diego era un fantasma. Trato de recordar ahora algún momento compartido, pero sólo puedo verlo como un mimo sobre un escenario, sin voz y separado de mí por un foso ancho. Tengo en mi mente —y en mi colección de fotografías de aquel invierno— muchas imágenes de él en las actividades del campo y dentro de la casa, siempre ocupado con otros, nunca conmigo, distante y ajeno. Fue imposible intimar con él, había un silencioso abismo entre ambos y mis intentos de intercambiar ideas o averiguar sobre sus sentimientos se estrellaban contra su obstinada vocación de ausente. Sostenía que ya todo estaba dicho entre nosotros, si nos habíamos casado era porque nos queríamos, qué necesidad había de ahondar en lo evidente. Al principio me ofendía su mutismo, pero luego comprendí que así se comportaba con todos menos con sus sobrinos; podía ser alegre y tierno con los niños, tal vez deseaba tener hijos tanto como yo, pero cada mes nos llevábamos un chasco. Tampoco de eso hablábamos, era otro de los muchos temas relacionados con el cuerpo o el amor que no tocábamos por pudor. En algunas oportunidades intenté decirle cómo me gustaría ser acariciada, pero se ponía de inmediato a la defensiva, a sus ojos una mujer decente no debía sentir ese tipo de urgencias y mucho menos manifestarlo. Pronto su reticencia, mi vergüenza y el orgullo de ambos erigieron una muralla china entre los dos. Habría dado cualquier cosa por hablar con alguien de lo que ocurría tras nuestra puerta cerrada, pero mi suegra era etérea como un ángel, con Susana no tenía verdadera amistad, Adela apenas había cumplido dieciséis años y Nívea estaba demasiado lejos, no me atrevía a poner esas inquietudes por escrito. Diego y yo continuamos haciendo el amor —por llamarlo de algún modo— de tarde en tarde, siempre como la primera vez, la convivencia no nos acercó, pero eso sólo a mí me dolía, él se sentía muy cómodo tal como estábamos. No discutíamos y nos tratábamos con una forzada cortesía, aunque yo hubiera preferido mil veces una guerra declarada antes que nuestros silencios taimados. Mi marido rehuía las ocasiones de estar a solas conmigo; por las noches demoraba las partidas de naipes hasta que yo, vencida de cansancio, me iba a dormir; por las mañanas saltaba de la cama con el canto del gallo y hasta los domingos, cuando el resto de la familia se levantaba tarde, él encontraba pretextos para salir temprano. Yo, en cambio, vivía pendiente de sus estados de ánimo, me adelantaba a servirlo en mil detalles, hice lo posible por atraerlo y por hacerle la vida agradable; el corazón me galopaba el pecho cuando oía sus pasos o su voz. No me cansaba de mirarlo, me parecía hermoso como los héroes de los cuentos; en la cama palpaba sus espaldas anchas y fuertes procurando no despertarlo, su cabello abundante y ondulado, los músculos de las piernas y el cuello. Me gustaba su olor a sudor, a tierra y a caballo cuando volvía del campo, a jabón inglés después del baño. Hundía la cara en su ropa para aspirar su fragancia de hombre, ya que no me atrevía a hacerlo en su cuerpo. Ahora, con la perspectiva del tiempo y de la libertad que he adquirido en los últimos años, comprendo cuánto me humillé por amor. Dejé de lado todo, desde mi personalidad hasta mi trabajo, por soñar en un paraíso doméstico que no era para mí.

Durante el prolongado y ocioso invierno, la familia debió utilizar variados recursos de imaginación para combatir el tedio. Todos tenían buen oído para la música, tocaban una variedad de instrumentos y así las tardes se iban en conciertos improvisados. Susana solía deleitarnos envuelta en una túnica de terciopelo andrajosa, con un turbante de turca en la cabeza y los ojos renegridos con carbón, cantando con una voz ronca de gitana. Doña Elvira y Adela organizaron clases de costura para las mujeres y procuraron mantener activa la escuelita, pero sólo los hijos de los inquilinos que vivían más cerca lograban desafiar el clima y llegar a clases; a diario se rezaban rosarios invernales que atraían a grandes y chicos, porque después servían chocolate y torta. A Susana se le ocurrió la idea de preparar una obra de teatro para celebrar el final del siglo, eso nos tuvo ocupados por semanas escribiendo el libreto y aprendiendo nuestros papeles, armando un escenario en uno de los graneros, cosiendo disfraces y ensayando. El tema, por supuesto, era una predecible alegoría sobre los vicios e infortunios del pasado, derrotados por la incandescente cimitarra de la ciencia, la tecnología y el progreso del siglo veinte. Además del teatro, hicimos concursos de tiro al blanco y de palabras del diccionario, campeonatos de toda clase, desde ajedrez hasta fabricación de títeres y construcción de aldeas con palitos de fósforos, pero siempre sobraban horas. Convertí a Adela en mi ayudante en el laboratorio fotográfico y a escondidas intercambiábamos libros, yo le prestaba los que me enviaban de Santiago y ella sus novelas de misterio, que yo devoraba con pasión. Me convertí en experto detective, por lo general adivinaba la identidad del homicida antes de la página ochenta. El repertorio era limitado y por mucho que hiciéramos durar la lectura, los libros se terminaron pronto, entonces jugábamos con Adela a cambiar las historias o a inventar crímenes complicadísimos, que la otra debía resolver. «¿Qué andan cuchicheando ustedes dos?», nos preguntaba mi suegra a menudo. «Nada, mamá, andamos planeando asesinatos», replicaba Adela con su inocente sonrisa de conejo. Doña Elvira se reía, incapaz de suponer cuán cierta era la respuesta de su hija.

Eduardo, en su calidad de primogénito, debía heredar la propiedad a la muerte de don Sebastián, pero había hecho una sociedad con su hermano para administrarla juntos. Me gustaba mi cuñado, era suave y juguetón, solía hacerme bromas o traerme pequeños regalos, ágatas translúcidas del lecho del río, un modesto collar de la reservación mapuche, flores silvestres, una revista de moda que encargaba al pueblo, así procuraba compensar la indiferencia de su hermano conmigo, evidente para toda la familia. Solía tomarme la mano y preguntarme inquieto si estaba bien, si necesitaba algo, si echaba de menos a mi abuela, si me aburría en Caleufú. Susana, en cambio, sumida en su languidez de odalisca, bastante parecida a la pereza, me ignoraba la mayor parte del tiempo y tenía una manera impertinente de darme la espalda, dejándome con la palabra en la boca. Opulenta, con la tez dorada y grandes ojos sombríos, era una beldad, pero no creo que tuviera conciencia de su belleza. No había ante quién lucirse, sólo la familia, por lo mismo ponía poco cuidado en su arreglo personal, a veces ni siquiera se peinaba y pasaba el día envuelta en una bata de levantarse y con zapatillas de piel de oveja, somnolienta y triste. Otras veces, en cambio, aparecía resplandeciente como una princesa mora, con su largo pelo oscuro sujeto en un moño con peinetas de concha de tortuga y una gargantilla de oro que marcaba el contorno perfecto de su cuello.

Cuando estaba de buen humor, le gustaba posar para mí; una vez sugirió en la mesa que la fotografiara desnuda. Fue una provocación que cayó como bomba en esa familia tan conservadora, doña Elvira casi sufre otro ataque al corazón y Diego, escandalizado, se puso de pie tan abruptamente que tumbó la silla. Si Eduardo no hace un chiste, se habría armado un drama. Adela, —la menos agraciada de los hermanos Domínguez—, con su cara de conejo y sus ojos azules perdidos en un mar de pecas, era sin duda la más simpática. Su alegría resultaba tan segura como la luz de cada mañana; podíamos contar con ella para levantar los ánimos aun en las más profundas horas del invierno, cuando el viento ululaba entre las tejas y ya estábamos hartos de jugar a naipes a la luz de una vela. Su padre, don Sebastián, la adoraba, nada podía negarle y solía pedirle medio en broma, medio en serio, que se quedara solterona para cuidarlo en la vejez.

El invierno vino y se fue dejando entre los inquilinos dos niños y un viejo muertos de pulmonía; también murió la abuela que vivía en la casa y que según calculaban había vivido más de un siglo, porque ya había hecho la primera comunión cuando Chile declaró su independencia de España, en 1810. Todos fueron enterrados con pocas ceremonias en el cementerio de Caleufú, convertido en un barrizal por los aguaceros torrenciales. No dejó de llover hasta septiembre cuando empezó a brotar la primavera por todos lados y pudimos por fin salir al patio a asolear la ropa y los colchones enmohecidos.

Doña Elvira había pasado esos meses envuelta en chales, de la cama al sillón, cada vez más débil. Una vez al mes, muy discretamente, me preguntaba «si no había novedad» y como no la había, aumentaba sus oraciones para que Diego y yo le diéramos más nietos.

A pesar de las noches larguísimas de ese invierno, la intimidad con mi marido no mejoró. Nos encontrábamos en la oscuridad en silencio, casi como enemigos, y siempre quedaba yo con el mismo sentimiento de frustración y de angustia irreprimible de la primera vez. Me parecía que sólo nos abrazábamos cuando yo tomaba la iniciativa, pero puedo estar errada, tal vez no era siempre así. Con la llegada de la primavera volví a salir sola de excursión a los bosques y volcanes; galopando por esas inmensidades se apaciguaba un poco el hambre de amor, la fatiga y las posaderas machucadas por la montura superaban los deseos reprimidos. Volvía por las tardes húmeda de bosque y sudor de caballo, me hacía preparar un baño caliente y me remojaba por horas en agua perfumada con hojas de naranjo. «Cuidado, hijita, cabalgatas y baños son malos para el vientre, producen esterilidad», me advertía mi atribulada suegra.

Doña Elvira era una mujer simple, pura bondad y espíritu de servicio, con un alma traslucida reflejada en el agua mansa de sus ojos azules, la madre que hubiera deseado tener. Pasaba horas a su lado, ella tejiendo para sus nietos y contándome una y otra vez las mismas pequeña historias de su vida y de Caleufú, y yo oyéndola con la congoja de saber que ella no iba a durar mucho en este mundo. Para entonces ya sospechaba que un hijo no acortaría la distancia entre Diego y yo, pero lo deseaba nada más que para ofrecérselo a doña Elvira como un regalo. Al imaginar mi vida en el fundo sin ella sentía una insalvable congoja.

Terminaba el siglo y los chilenos pugnaban por incorporarse al progreso industrial de Europa y Norteamérica, pero los Domínguez, como muchas otras familias conservadoras, veían con espanto el alejamiento de las costumbres tradicionales y la tendencia a imitar lo extranjero. «Son puros chirimbolos del diablo», decía don Sebastián cuando leía sobre los adelantos tecnológicos en sus periódicos atrasados. Su hijo Eduardo era el único interesado en el futuro, Diego vivía ensimismado, Susana pasaba con jaqueca y Adela no acababa de salir del cascarón.

Por muy lejos que estuviéramos, los ecos del progreso nos alcanzaban y no podíamos ignorar los cambios en la sociedad. En Santiago había empezado un frenesí de deportes, juegos y paseos al aire libre, más propio de excéntricos ingleses que de cómodos descendientes de los hidalgos de Castilla y León. Una ventisca de arte y cultura proveniente de Francia refrescaba el ambiente y un pesado rechinar de maquinaría alemana interrumpía la larga siesta colonial de Chile. Estaba surgiendo una clase media arribista y educada que pretendía vivir como los ricos. La crisis social que estaba remeciendo los fundamentos del país con huelgas, desmanes, desempleo y cargas de la policía montada con sables desenvainados, era un rumor lejano que no alteraba el ritmo de nuestra existencia en Caleufú, pero aunque en el fundo seguíamos viviendo como los tatarabuelos que durmieron en esas mismas camas cien años antes, el siglo veinte también a nosotros se nos venía encima.

Mi abuela Paulina había declinado mucho, me contaron Frederick Williams y Nívea del Valle por carta; estaba sucumbiendo a los muchos achaques de la vejez y a la premonición de la muerte. Comprendieron cuánto había envejecido cuando Severo del Valle le llevó las primeras botellas del vino producido con las parras que maduraban tarde y que, supieron, se llamaban carmenare, un vino tinto suave y voluptuoso, con muy poco tanino, tan bueno como los mejores de Francia, que bautizaron Viña Paulina. Por fin tenían en las manos un producto único que les daría fama y dinero. Mi abuela lo probó delicadamente. «Es una lástima que no podré gozarlo, se lo beberán otros», dijo y luego no volvió a mencionarlo más. No hubo la explosión de alegría y los comentarios arrogantes que habitualmente acompañaban sus triunfos empresariales; después de una vida desenfadada, se estaba volviendo humilde.

El signo más claro de su debilidad era la presencia diaria del conocido sacerdote de sotana chorreada que rondaba a los agonizantes para arrebatarles su fortuna. No sé si por iniciativa propia o por sugerencia de ese viejo agorero de fatalidades, mi abuela desterró al fondo de un sótano la célebre cama mitológica, donde pasó la mitad de su vida, y en su lugar puso un camastro de soldado con un colchón de crin de caballo. Eso me pareció un síntoma muy alarmante y apenas se secó el barro de los caminos, anuncié a mi marido que debía ir a Santiago a ver a mi abuela. Esperaba alguna oposición, pero fue todo lo contrario, en menos de veinticuatro horas Diego organizó mi traslado en carreta hasta el puerto, donde tomaría el barco a Valparaíso y de allí seguiría en tren a Santiago. Adela ardía de ganas de acompañarme y fue tanto lo que se sentó en la falda de su padre, le mordisqueó las orejas, le tironeó las patillas y le rogó, que finalmente don Sebastián no pudo negarle ese nuevo capricho, a pesar de que doña Elvira, Eduardo y Diego no estaban de acuerdo. No tuvieron que aclarar sus razones, adiviné que no consideraban apropiado el ambiente que habían percibido en casa de mi abuela y pensaban que yo carecía de madurez para cuidar a la niña como era debido. Partimos pues a Santiago, acompañadas por una pareja de alemanes amigos que iban en el mismo vapor. Llevábamos un escapulario del Sagrado Corazón de Jesús colgando al pecho para protegernos de todo mal, amén, el dinero cosido en una bolsita bajo el corsé, instrucciones precisas de no hablar con desconocidos y más equipaje del necesario para dar la vuelta al mundo.

Adela y yo pasamos un par de meses en Santiago que hubieran sido estupendos si mi abuela no hubiera estado enferma. Nos recibió con fingido entusiasmo, llena de planes para hacer paseos, ir al teatro y en tren a Viña del Mar a tomar el aire de la costa, pero a última hora nos enviaba con Frederick Williams y ella se quedaba atrás. Así fue cuando emprendimos viaje en coche a visitar a Severo y Nívea del Valle en las viñas, que para entonces estaban produciendo las primeras botellas de vino de exportación. Mi abuela consideró que Viña Paulina era un nombre demasiado criollo y quiso cambiarlo por algo en francés, para venderlo en los Estados Unidos, donde según ella nadie entendía de vinos, pero Severo se opuso a semejante trampa. Encontré a Nívea con el moño salpicado de canas y algo más pesada, pero igualmente ágil, insolente y traviesa, rodeada de sus hijos menores. «Creo que por fin me está viniendo el cambio, ahora podremos hacer el amor sin miedo de tener otro niño», me sopló al oído, sin imaginar jamás que varios años más tarde vendría al mundo Clara, clarividente, la más extraña de las criaturas nacidas en este numeroso y estrafalario clan Del Valle. La pequeña Rosa, cuya belleza tantos comentarios provocaba, tenía cinco años. Lamento que la fotografía no pueda captar su colorido, parece una criatura del mar con sus ojos amarillos y su pelo verde, como bronce viejo. Ya entonces era un ser Angélico, algo atrasada para su edad, que pasaba flotando como una aparición. «¿De dónde salió? Debe ser hija del Espíritu Santo», bromeaba su madre. Esa niña hermosa había venido a consolar a Nívea de la pérdida de dos de sus pequeños, que murieron de difteria y la larga enfermedad que estaba minando los pulmones de un tercero. Traté de hablar con Nívea sobre eso —dicen que no hay sufrimiento más horrible que la pérdida de un hijo— pero ella cambiaba el tema. Lo más que llegó a decirme fue que por siglos y siglos las mujeres han sufrido el dolor de dar a luz y el de enterrar a sus hijos, ella no es una excepción. «Sería muy arrogante de mi parte suponer que Dios me bendice enviándome muchos niños y que todos vivirán más que yo», dijo.

Paulina del Valle no era ni la sombra de quien fuera, había perdido interés en la comida y los negocios, apenas podía caminar porque las rodillas le fallaban, pero estaba más lúcida que nunca. Sobre su mesita de noche se alineaban los frascos de medicamentos y había tres monjas turnándose para cuidarla. Mi abuela adivinaba que no tendríamos muchas oportunidades más de estar juntas y por primera vez en nuestra relación se dispuso a contestar mis preguntas. Hojeamos los álbumes de fotografías, que ella fue explicándome una a una; me contó los orígenes de la cama encargada a Florencia y su rivalidad con Amanda Lowell, que vista desde la perspectiva de su edad resultaba más bien cómica, y me habló de mi padre y del papel de Severo del Valle en mi infancia, pero eludió decididamente el tema de mis abuelos maternos y Chinatown, me dijo que mi madre había sido una modelo americana muy bella, nada más. Algunas tardes nos sentábamos en la galería de cristal a conversar con Severo y Nívea del Valle. Mientras él hablaba sobre los años en San Francisco y sus experiencias posteriores en la guerra, ella me recordó detalles de lo sucedido durante la Revolución, cuando yo tenía sólo once años. Mi abuela no se quejaba, pero el tío Frederick me advirtió que sufría agudos dolores de estómago y le costaba un esfuerzo enorme vestirse cada mañana. Fiel a su creencia de que uno tiene la edad que demuestra, seguía pintándose los pocos pelos que aún asomaban en su cabeza «pero ya no se pavoneaba con joyas de emperatriz» como hacía antes, «le quedan muy pocas» me susurró misteriosamente su marido. La casa se veía tan descuidada como su dueña, los cuadros que faltaban habían dejado espacios claros en el papel mural, había menos muebles y alfombras, las plantas tropicales de la galería eran una maraña mustia y empolvada y los pájaros callaban en sus jaulas. Lo adelantado por el tío Frederick en sus cartas sobre la litera de soldado en que dormía mi abuela resultó exacto.

Ella siempre ocupó la habitación más grande de la casa y su famosa cama mitológica se erguía al centro como un trono papal; desde allí dirigía su imperio.

Pasaba las mañanas entre las sábanas, rodeada de las figuras acuáticas policromadas que un artífice florentino había tallado cuarenta años antes, estudiando sus libros de contabilidad, dictando cartas, inventando negocios. Bajo las sábanas desaparecía la gordura y lograba crear una ilusión de fragilidad y belleza. Le había tomado innumerables fotografías en ese lecho de oro y se me ocurrió la idea de fotografiarla ahora con su modesta camisa de vitela y su chal de abuelita en un camastro de penitente, pero se negó rotundamente. Noté que de su habitación habían desaparecido los hermosos muebles franceses de seda capitoné, el gran escritorio de palo de rosa con incrustaciones de nácar traído de la India, las alfombras y los cuadros, por todo adorno había un gran Cristo crucificado. «Está regalando los muebles y las joyas a la iglesia», me explicó Frederick Williams, en vista de lo cual decidimos cambiar las monjas por enfermeras y ver el modo de impedir, aunque fuese a la fuerza, las visitas del cura apocalíptico, porque además de llevarse cosas, contribuía a sembrar espanto.

Iván Radovic, único medico en quien Paulina del Valle confiaba, estuvo plenamente de acuerdo con tales medidas. Fue bueno volver a ver a ese antiguo amigo —la verdadera amistad resiste el tiempo, la distancia y el silencio, como dijo él— y confesarle, entre risas, que en mi memoria siempre aparecía disfrazado de Gengis Khan. «Son los pómulos eslavos» me explicó de buen talante. Todavía tenía un leve aire de jefe tártaro, pero el contacto con los enfermos en el hospital de pobres donde trabajaba lo había suavizado; además en Chile no se veía tan exótico como en Inglaterra; podría haber sido un toqui araucano más alto y limpio. Era un hombre silencioso, que escuchaba con intensa atención incluso el parloteo incesante de Adela, quien de inmediato se enamoró de él y, acostumbrada como estaba a seducir a su padre, usó el mismo método para engatusar a Iván Radovic. Por desgracia para ella, el doctor la percibía como una chiquilla inocente y graciosa, pero chiquilla de todos modos. La incultura abismante de Adela y la petulancia con que aseguraba las tonterías más garrafales no lo molestaban, creo que lo divertían, aunque sus ingenuos arrebatos de coquetona lograban hacerlo enrojecer. El doctor provocaba confianza, me resultaba fácil hablarle de temas que rara vez mencionaba ante otras personas por temor a aburrirlas, como la fotografía. A él le interesaba porque se estaba empleando en la medicina desde hacía varios años en Europa y en los Estados Unidos; me pidió que le enseñara a usar la cámara para llevar un registro de sus operaciones y de los síntomas externos de sus pacientes para ilustrar sus conferencias y clases.

Con ese pretexto fuimos a visitar a don Juan Ribero, pero encontramos el estudio cerrado con un letrero para la venta. El peluquero del lado nos aclaró que el maestro ya no trabajaba porque tenía cataratas en ambos ojos, pero nos dio su dirección y fuimos a visitarlo, vivía en un edificio de la calle Monjitas que había conocido tiempos mejores; grande, anticuado y cruzado de fantasmas. Una empleada nos guio a través de varios cuartos comunicados entre si, tapizados del suelo al techo con fotografías de Ribero, hasta un salón con muebles antiguos de caoba y sillones desvencijados de felpa. No había lámparas encendidas y necesitamos unos segundos para acomodar los ojos a la media luz y vislumbrar al maestro sentado con un gato sobre las rodillas junto a la ventana por donde entraban los últimos reflejos de la tarde. Se puso de pie y avanzó con gran seguridad a saludarnos, nada en su paso delataba la ceguera.

—¡Señorita Del Valle! Perdón, ahora es señora Domínguez, ¿verdad? —exclamó tendiéndome ambas manos.

—Aurora, maestro, la misma Aurora de siempre —repliqué abrazándolo. Luego le presenté al doctor Radovic y le conté su deseo de aprender fotografía para fines médicos.

—Ya no puedo enseñar nada, amigo mío. El cielo me ha castigado donde más me duele, la vista. Imagínese, un fotógrafo ciego, ¡qué ironía!

—¿No ve nada, maestro? —pregunté alarmada.

—Con los ojos no veo nada, pero sigo mirando el mundo. Dígame, Aurora, ¿ha cambiado usted? ¿Cómo se ve ahora? La imagen más clara que tengo de usted es una chiquilla de trece años plantada ante la puerta de mi estudio con la terquedad de una mula.

—Sigo siendo la misma, don Juan, tímida, tonta y testaruda.

—No, no, dígame por ejemplo cómo está peinada y de qué color viste.

—La señora lleva un vestido blanco, liviano, con encaje por el escote, no sé de qué tela porque no entiendo de esas cosas, y un cinturón amarillo, como el lazo del sombrero. Le aseguro que se ve muy bonita —dijo Radovic.

—No me haga pasar vergüenza, doctor, se lo suplico —interrumpí.

—Y ahora la señora tiene las mejillas coloradas… —agregó y los dos se rieron al unísono.

El maestro tocó una campanilla y entró la empleada con la bandeja del café. Pasamos una hora muy entretenida hablando de las nuevas técnicas y cámaras que se usaban en otros países y cuanto se había adelantado en fotografía científica, don Juan Ribero estaba al día en todo.

—Aurora tiene la intensidad, la concentración y la paciencia que todo artista requiere. Supongo que lo mismo necesita un buen médico, ¿verdad? Pídale que le muestre su trabajo, doctor, es modesta y no lo hará si usted no insiste —sugirió el maestro a Iván Radovic al despedirnos.

Unos días más tarde hubo ocasión de hacerlo. Mi abuela había amanecido con terribles dolores de estómago y sus calmantes habituales no lograban ayudarla, así es que llamamos a Radovic, quien acudió deprisa y le administró un fuerte compuesto de láudano. La dejamos descansando en su cama, salimos del cuarto y afuera él me explicó que se trataba de otro tumor, pero ya estaba demasiado anciana para intentar operarla de nuevo, no resistiría la anestesia; sólo podía tratar de controlar el dolor y asistirla para que muriera en paz. Quise saber cuánto tiempo le quedaba, pero no resultaba fácil determinarlo, porque a pesar de su edad mi abuela era muy fuerte y el tumor crecía muy lento. «Prepárese, Aurora, porque el desenlace puede ser dentro de pocos meses», dijo. No pude evitar las lágrimas, Paulina del Valle representaba mi única raíz, sin ella yo quedaba a la deriva y el hecho de tener a Diego por marido no aliviaba mi sensación de naufragio, sino que la aumentaba. Radovic me pasó su pañuelo y se quedó mudo, sin mirarme, confundido por mi llanto. Le hice prometer que me avisaría con tiempo para venir del campo a acompañar a mi abuela en sus últimos momentos.

El láudano hizo efecto y ella se tranquilizó rápido; cuando estuvo dormida acompañé a Iván Radovic a la salida. En la puerta me preguntó si podía quedarse un rato, disponía de una hora libre y hacía mucho calor en la calle. Adela dormía la siesta, Frederick Williams había ido a nadar al club y la inmensa casa de la calle Ejército Libertador parecía un barco inmóvil. Le ofrecí un vaso de horchata y nos instalamos en la galería de los helechos y las jaulas de pájaros.

—Silbe, doctor Radovic —le sugerí.

—¿Qué silbe? ¿Para qué?

—Según los indios, silbando se llama al viento. Necesitamos un soplo de brisa para aliviar el calor.

—Mientras yo silbo ¿por qué no me trae sus fotografías? Me gustaría mucho verlas —pidió.

Traje varias cajas y me senté a su lado a tratar de explicarle mi trabajo. Le mostré primero algunas fotografías tomadas en Europa, cuando todavía me interesaba más la estética que el contenido, luego las impresiones en platino de Santiago y de los indios e inquilinos del fundo, finalmente las de los Domínguez. Las observó con el mismo cuidado con que examinaba a mi abuela, preguntando una que otra cosa de vez en cuando. Se detuvo en las de la familia de Diego.

—¿Quién es esta mujer tan bella? —quiso saber.

—Susana, la esposa de Eduardo, mi cuñado.

—Y supongo que este es Eduardo, ¿verdad? —dijo señalando a Diego.

—No, ese es Diego. ¿Por qué supone que es el marido de Susana?

—No sé, me pareció…

Esa noche coloqué las fotografías en el suelo y estuve horas mirándolas. Me fui a la cama muy tarde, acongojada.

Tuve que despedirme de mi abuela porque llegó la hora de regresar a Caleufú. En el asoleado diciembre santiaguino Paulina del Valle se sintió mejor —el invierno también había sido muy largo y solitario para ella— y me prometió visitarme con Frederick Williams después del Año Nuevo, en vez de veranear en la playa, como hacían quienes podían escapar de la canícula de Santiago. Tan bien estaba que nos acompaño en tren a Valparaíso, donde Adela y yo tomamos el barco al sur.

Volvimos al campo antes de la Navidad, porque no podíamos estar ausentes en la fiesta más importante del año para los Domínguez. Con meses de anticipación doña Elvira supervisaba los regalos para los campesinos, fabricados en la casa o comprados en la ciudad: ropa y juguetes para los niños telas para vestidos y lana de tejer para las mujeres, herramientas para los hombres. En esa fecha se repartían animales, sacos de harina, papas, chancaca o azúcar negra, frijoles y maíz, charqui o carne seca, yerba mate, sal y moldes de dulce de membrillo, preparado en enormes pailas de cobre en hogueras al aire libre. Los inquilinos del fundo llegaron de los cuatro puntos cardinales, algunos anduvieron por días con sus mujeres y sus hijos para la fiesta. Se mataron reses y cabras, se cocinaron papas y mazorcas frescas y se prepararon ollas de frijoles. A mi me tocó decorar con flores y ramas de pino los largos mesones colocados en el patio y preparar las jarras de vino aguado con azúcar, que no alcanzaba a emborrachar a los adultos y que los niños bebían mezclado con harina tostada. Vino un sacerdote y se quedó por dos o tres días bautizando críos, confesando pecadores, desposando convivientes y recriminando adúlteros. En la medianoche del 24 de diciembre asistimos a la misa del gallo frente a un altar improvisado al aire libre, porque no cabía tanta gente en la pequeña capilla del fundo, y al amanecer, después de un suculento desayuno de café con leche, pan amasado, nata, mermelada y frutas estivales, pasearon al Niño Dios en alegre procesión, para que cada uno pudiera besar sus pies de loza.

Don Sebastián designaba a la familia más destacada por su conducta moral para entregarle el Niño. Durante un año, hasta la próxima Navidad, la urna de cristal con la pequeña estatua ocuparía un lugar de honor en la choza de esos campesinos, trayéndoles bendiciones. Mientras estuviera allí, nada malo podía ocurrir. Don Sebastián se las arreglaba para dar a cada familia una oportunidad de amparar a Jesús bajo su techo. Ese año teníamos además la obra alegórica sobre la llegada del siglo veinte, en la que participábamos todos los miembros de la familia, menos doña Elvira, demasiado débil, y Diego, quien prefirió hacerse cargo de los aspectos técnicos, como las lámparas y los telones pintados. Don Sebastián, de muy buen humor, aceptó el triste papel del año viejo que se iba refunfuñando y uno de los niños de Susana —aún en pañales— representaba al año nuevo.

A la voz de comida gratuita, acudieron algunos indios pehuenches. Eran muy pobres —habían perdido sus tierras y los planes de progreso del gobierno los ignoraban— pero por orgullo no llegaban con las manos vacías; traían unas cuantas manzanas bajo las mantas, que nos ofrecieron cubiertas de sudor y mugre, un conejo muerto hediondo a carroña y unas calabazas con muchi, un licor preparado con un fruto pequeño color violáceo que mastican y escupen en cazo mezclado con saliva, luego lo dejan fermentar. El viejo cacique venía adelante con sus tres mujeres y sus perros, seguido por una veintena de miembros de su tribu, los hombres no soltaban sus lanzas y a pesar de cuatro siglos de abusos y derrotas no habían perdido su aspecto fiero. Las mujeres nada tenían de tímidas, eran tan independientes y poderosas como los varones, había una igualdad entre los sexos que Nívea del Valle hubiera aplaudido. Saludaban en su lengua ceremoniosamente llamando «hermano» a don Sebastián y sus hijos, quienes les dieron la bienvenida y los invitaron a participar en la comilona, pero los vigilaban de cerca, porque al primer descuido robaban. Mi suegro sostenía que carecen de sentido de la propiedad porque están habituados a vivir en comunidad y compartir, pero Diego alegaba que los indios, tan rápidos para tomar lo ajeno, no permiten que nadie toque lo suyo. Temiendo que se embriagaran y se tornaran violentos, don Sebastián ofreció al cacique un barril de aguardiente como incentivo para cuando se fueran, porque no podían abrirlo en su propiedad. Se sentaron en un gran círculo a comer, tomar, fumar todos de la misma pipa y dar largos discursos que nadie escuchaba, sin mezclarse con los inquilinos de Caleufú, aunque los niños correteaban todos juntos. Esa fiesta me dio ocasión de fotografiar a los indios a mi regalado gusto y hacer amistad con algunas de las mujeres con la idea de que me permitieran visitarlas en su campamento al otro lado del lago, donde se habían instalado a pasar el verano. Cuando se agotaban los pastos o se aburrían del paisaje, arrancaban del suelo los palos que sostenían sus techos, enrollaban las telas de las tiendas y partían en busca de nuevos parajes. Si yo pasaba tiempo con ellos, tal vez se habituarían a mi presencia y a la cámara. Deseaba fotografiarlos en sus tareas cotidianas, idea que horrorizo a mis suegros, porque circulaban toda clase de espeluznantes historias sobre las costumbres de esas tribus en las cuales la paciente labor de los misioneros había dejado apenas un barniz.

Mi abuela Paulina no vino a visitarme ese verano, como había prometido. El viaje en tren o en barco era tolerable, pero el par de días en carreta tirada por bueyes desde el puerto hasta el Caleufú le dio miedo. Sus cartas semanales representaban mi principal contacto con el mundo exterior; a medida que pasaban las semanas mi nostalgia iba creciendo. Me cambió el ánimo, me puse huraña, andaba más callada de lo habitual, arrastrando mi frustración como una pesada cola de novia. La soledad me acercó a mi suegra, esa mujer suave y discreta, totalmente dependiente de su marido, sin ideas propias, incapaz de lidiar con los esfuerzos mínimos de la existencia, pero que compensaba su falta de luces con una inmensa bondad. Mis silenciosas pataletas se deshacían en migajas en su presencia, doña Elvira tenía la virtud de centrarme y de aplacar la ansiedad que a veces me estrangulaba.

Esos meses del verano estuvimos ocupados de cosechas, animales recién nacidos y fabricación de conservas; el sol se ponía a las nueve de la noche y los días se hacían eternos. Para entonces la casa que mi suegro nos había construido a Diego y a mi estaba lista, sólida, fresca, hermosa, rodeada de corredores techados por los cuatro costados, olorosa a barro fresco, madera recién cortada y albahaca, que los inquilinos plantaron a lo largo de los muros para alejar a la mala suerte y la brujería. Mis suegros nos dieron algunos muebles que habían estado en la familia por generaciones, el resto lo compró Diego en el pueblo sin preguntar mi opinión. En vez de la cama ancha donde habíamos dormido hasta entonces, compró dos catres de bronce y los colocó separados por una mesita. Después del almuerzo, la familia se recluía en sus habitaciones hasta las cinco de la tarde en reposo obligado, porque se suponía que el calor paralizaba la digestión. Diego se tendía en una hamaca bajo el parrón a fumar durante un rato y después se iba al río a nadar; le gustaba ir solo y las pocas veces que quise acompañarlo se molestó, de manera que no insistí. En vista de que no compartíamos esas horas de la siesta en la intimidad de nuestra pieza, yo las destinaba a leer o a trabajar en mi pequeño laboratorio fotográfico, porque no logré habituarme a dormir en la mitad del día. Diego nada me pedía, nada me preguntaba, demostraba apenas un interés de buena crianza por mis actividades o sentimientos, nunca se impacientaba con mis cambiantes estados de ánimo, con mis pesadillas, que habían vuelto con mayor frecuencia e intensidad, o con mis taimados silencios. Pasaban días sin que intercambiáramos una palabra, pero él parecía no notarlo. Yo me encerraba en el mutismo como en una armadura, contando las horas a ver hasta cuándo podíamos estirar la situación, pero al final siempre cedía porque el silencio me pesaba mucho más a mi que a él. Antes, cuando compartíamos la misma cama, me acercaba a él fingiéndome dormida, me pegaba a su espalda y enlazaba mis piernas con las suyas, así franqueaba a veces el abismo que iba abriéndose inexorable entre nosotros.

En esos raros abrazos yo no buscaba placer, puesto que no sabía que fuera posible, sólo consuelo y compañía. Por algunas horas vivía la ilusión de haberlo reconquistado, pero luego llegaba el amanecer y todo volvía a ser como siempre. Al trasladarnos a la casa nueva incluso aquella precaria intimidad desapareció, porque la distancia entre las dos camas resultaba más ancha y hostil que las aguas torrentosas del río. A veces, sin embargo, cuando despertaba gritando acosada por los niños en piyamas negros de mis sueños, él se levantaba, venía y me abrazaba firmemente hasta calmarme; esos eran tal vez los únicos encuentros espontáneos entre nosotros. Le preocupaban esas pesadillas, creía que podían degenerar en demencia, por eso consiguió un frasco de opio y a veces me daba unas gotas disueltas en licor de naranja, para ayudarme a dormir con sueños felices. Salvo las actividades compartidas con el resto de la familia, Diego y yo pasábamos muy poco tiempo juntos. A menudo él partía de excursión cruzando la cordillera hacia la Patagonia, o se iba al pueblo a comprar provisiones, a veces se perdía por dos o tres días sin explicación y yo me sumía en la angustia imaginando un accidente, pero Eduardo me tranquilizaba con el argumento de que su hermano siempre había sido igual, un solitario criado en la magnitud de esa naturaleza agreste, habituado al silencio, desde pequeño necesitó grandes espacios, tenía alma de vagabundo y si no hubiera nacido en la apretada red de esa familia, tal vez habría sido marinero. Llevábamos un año casados y yo me sentía en falta, no sólo había sido incapaz de darle un hijo, sino que tampoco había logrado interesarlo en mi, mucho menos enamorarlo: algo fundamental faltaba en mi feminidad. Suponía que él me escogió porque estaba en edad de casarse, la presión de sus padres lo obligó a buscar una novia; yo fui la primera, tal vez la única, que se le puso por delante.

Diego no me amaba. Lo supe desde el comienzo, pero con la arrogancia del primer amor y de los diecinueve años, no me pareció un obstáculo insalvable, creía poder seducirlo a punta de tenacidad, virtud y coquetería, como en los cuentos románticos. En la angustia de averiguar qué fallaba en mí, destiné horas y horas a hacerme autorretratos, algunos frente a un gran espejo que trasladé a mi taller, otros colocándome ante la cámara. Hice cientos de fotografías, en unas estoy vestida, en otras desnuda, me examiné desde todos los ángulos y lo único que descubrí fue una tristeza crepuscular.

Desde su sillón de enferma doña Elvira observaba la vida de la familia sin perder detalle y se dio cuenta de las prolongadas ausencias de Diego y mi desolación, sumó dos y dos y llegó a algunas conclusiones. Su delicadeza y la costumbre tan chilena de no hablar de sentimientos le impedían enfrentar el problema directamente, pero en las muchas horas que pasamos juntas y solas se fue produciendo un acercamiento intimo entre las dos, llegamos a ser como madre e hija. Así, discretamente y de a poco, me contó las dificultades de ella con su marido en los comienzos.

Se había casado muy joven y no tuvo su primer hijo hasta cinco años más tarde, después de varias pérdidas que le dejaron el alma y el cuerpo maltrechos. En aquella época Sebastián carecía de madurez y sentido de responsabilidad para la vida matrimonial; era impetuoso, parrandero y fornicador, ella no usó esta palabra, por supuesto, no creo que la conociera.

Doña Elvira se sentía aislada, muy lejos de su familia, sola y asustada, convencida de que su matrimonio había sido un terrible error del cual la única salida era la muerte. «Pero Dios escuchó mis súplicas, tuvimos a Eduardo y de la noche a la mañana Sebastián cambió por completo; no hay mejor padre ni marido que él, llevamos más de treinta años juntos y cada día doy gracias al cielo por la felicidad que compartimos. Hay que rezar, hijita, eso ayuda mucho», me aconsejó. Recé, pero seguramente sin la intensidad y perseverancia debidas, porque nada cambió.

Las sospechas comenzaron meses antes, pero las descarté asqueada de mi misma; no podía aceptarlas sin poner en evidencia algo malvado en mi propia naturaleza. Me repetía que tales conjeturas no podían ser sino ideas del diablo que echaban raíz y brotaban como tumores mortales en mi cerebro, ideas que debía combatir sin piedad, pero el comején del rencor pudo más que mis buenos propósitos.

Primero fueron las fotografías de la familia que mostré a Iván Radovic. Lo que no fue evidente a simple vista —por el hábito de ver sólo lo que queremos ver, como decía mi maestro Juan Ribero— salió reflejado en blanco y negro sobre el papel. El lenguaje inequívoco del cuerpo, de los gestos, de las miradas, fue apareciendo allí. A partir de esas primeras suspicacias recurrí más y más a la cámara; con el pretexto de hacer un álbum para doña Elvira tomaba a cada rato instantáneas de la familia, que luego revelaba en la privacidad de mi taller y estudiaba con perversa atención. Así llegué a tener una colección miserable de minúsculas pruebas, algunas tan sutiles que sólo yo, envenenada por el despecho, podía percibir. Con la cámara ante la cara, como una máscara que me hacía invisible, podía enfocar la escena y al mismo tiempo mantener una glacial distancia. Hacia finales de abril, cuando bajó el calor, se coronaron de nubes las cumbres de los volcanes y la naturaleza empezó a recogerse para el otoño, las señales reveladas en las fotografías me parecieron suficientes y empecé la odiosa tarea de vigilar a Diego como cualquier mujer celosa. Cuando tomé conciencia finalmente de aquella garra que me apretaba la garganta y pude darle el nombre que tiene en el diccionario, sentí que me hundía en un pantano. Celos. Quien no los ha sentido no puede saber cuánto duelen ni imaginar las locuras que se cometen en su nombre. En mis treinta años de vida los he sufrido solamente aquella vez, pero fue tan brutal la quemadura que las cicatrices no se han borrado y espero que no se borren nunca, como un recordatorio para evitarlos en el futuro. Diego no era mío —nadie puede pertenecer jamás a otro— y el hecho de ser su esposa no me daba derecho sobre él o sus sentimientos, el amor es un contrato libre que se inicia en un chispazo y puede concluir del mismo modo. Mil peligros lo amenazan y si la pareja lo defiende puede salvarse, crecer como un árbol y dar sombra y frutos, pero eso sólo ocurre si ambos participan. Diego nunca lo hizo, nuestra relación estaba condenada desde el comienzo. Hoy lo entiendo, pero entonces estaba ciega, al principio de pura rabia y después de desconsuelo.

Al espiarlo reloj en mano, fui dándome cuenta de que las ausencias de mi marido no coincidían con sus explicaciones. Cuando aparentemente había salido a cazar con Eduardo, llegaba de vuelta muchas horas antes o después que su hermano; cuando los demás hombres de la familia andaban en el aserradero o en el rodeo marcando ganado, él surgía de pronto en el patio y más tarde, si yo ponía el tema en la mesa, resultaba que no había estado con ellos en todo el día; cuando iba a comprar al pueblo solía regresar sin nada, porque supuestamente no había encontrado lo que buscaba, aunque fuera algo tan banal como un hacha o un serrucho. En las muchas horas que la familia pasaba reunida evitaba a toda costa las conversaciones, era siempre él quien organizaba las partidas de naipes o le pedía a Susana que cantara. Si ella caía con una de sus jaquecas, él muy pronto se iba a caballo con la escopeta al hombro. No podía seguirlo en sus excursiones sin que él lo no tara y sin levantar sospechas en la familia, pero me mantuve alerta para vigilarlo cuando estaba cerca. Así noté que a veces se levantaba en la mitad de la noche y no iba a la cocina a comer algo, como yo pensaba, sino que se vestía, salía al patio y desaparecía por una o dos horas, luego regresaba calladamente a la cama.

Seguirlo en la oscuridad resultaba más fácil que durante el día, cuando una docena de ojos nos miraban, todo era cuestión de mantenerme despierta evitando el vino durante la cena y las gotas nocturnas de opio. Una noche a mediados de mayo noté cuando él se deslizaba del lecho y en la tenue luz de la lamparita de aceite que siempre manteníamos encendida ante la Cruz, vi que se ponía los pantalones y las botas, cogía su camisa y su chaqueta y partía. Esperé unos instantes, luego me levanté deprisa y lo seguí con el corazón a punto de reventarme en el pecho. No podía verlo bien en la casa en sombras, pero cuando salió al patio su silueta se recortó claramente en la luz de la luna, que por momentos aparecía entera en el firmamento. El cielo estaba parcialmente cubierto y a ratos las nubes tapaban la luna, envolviéndonos en la oscuridad. Oí ladrar a los perros y pensé que si se acercaban delatarían mi presencia, pero no llegaron, entonces comprendí que Diego los había amarrado más temprano. Mi marido dio la vuelta completa a la casa y se dirigió rápidamente hacia uno de los establos, donde estaban los caballos de montar de la familia, que no se usaban para el trabajo del campo, quitó la tranca del portón y entró. Me quedé esperando, protegida por la negrura de un olmo que había a pocos metros de las caballerizas, descalza y cubierta sólo por una delgada camisa de dormir, sin atreverme a dar un paso más, convencida de que Diego reaparecería a caballo y no podría seguirlo. Transcurrió un tiempo que me pareció muy largo sin que nada ocurriera. De pronto vislumbré una luz por la ranura del portón abierto, tal vez una vela o una pequeña lámpara. Me rechinaban los dientes y temblaba convulsivamente de frio y de miedo. Estaba a punto de darme por vencida y volver a la cama, cuando vi otra figura que se acercaba a la cuadra por el lado oriente —era obvio que no provenía de la casa grande— y entraba también al establo, juntando la puerta, a su espalda. Dejé pasar casi un cuarto de hora antes de decidirme, luego me forcé a dar unos pasos, estaba entumecida y apenas podía moverme. Me acerqué al establo aterrada, sin saber cómo reaccionaría Diego si me descubría espiándolo, pero incapaz de retroceder. Empujé suavemente el portón, que cedió sin resistencia, porque la tranca estaba por fuera; no se podía cerrar por dentro, y pude escurrirme como un ladrón por la delgada apertura. Adentro estaba oscuro, pero al fondo titilaba una mínima luz y hacia ella avancé en puntillas, sin respirar siquiera, precauciones inútiles, puesto que la paja amortiguaba mis pasos y varios de los animales estaban despiertos, podía oírlos moviéndose y resoplando en sus pesebres.

En la tenue luz de un farol colgado de una viga y mecido por la brisa que se colaba entre las maderas, los vi. Habían puesto unas mantas sobre un atado de paja, como un nido, donde ella estaba tendida de espaldas, vestida con un pesado abrigo desabrochado bajo el cual iba desnuda. Tenía los brazos y las piernas abiertas, la cabeza ladeada hacia un hombro, el cabello negro tapándole la cara y su piel brillando como madera rubia en la delicada claridad anaranjada del farol. Diego, cubierto apenas por la camisa, estaba arrodillado ante ella y le lamía el sexo.

Había tan absoluto abandono en la actitud de Susana y tan contenida pasión en los gestos de Diego, que comprendí en un instante cuán ajena era yo a todo aquello. En verdad yo no existía, tampoco Eduardo o los tres niños, nadie más, sólo ellos dos amándose inevitablemente. Jamás mi marido me había acariciado de esa manera. Era fácil comprender que ellos habían estado así mil veces antes, que se amaban desde hacía años; entendí al fin que Diego se había casado conmigo porque necesitaba una pantalla para cubrir sus amores con Susana. En un instante las piezas de ese penoso rompecabezas ocuparon su lugar, pude explicarme su indiferencia conmigo, sus ausencias que coincidían con las jaquecas de Susana, su relación tensa con su hermano Eduardo, la forma solapada en que se comportaba con el resto de la familia y cómo se las arreglaba para estar siempre cerca de ella, tocándola, el pie contra el suyo, la mano en su codo o su hombro y a veces, como por casualidad, en el hueco de su espalda o su cuello, signos inconfundibles que las fotografías me habían revelado.

Recordé cuánto quería Diego a los niños y especulé que tal vez no eran sus sobrinos, sino sus hijos, los tres de ojos azules, la marca de los Domínguez. Permanecí inmóvil, helándome de a poco, mientras ellos hacían el amor voluptuosamente, saboreando cada roce, cada gemido, sin prisa, como si tuvieran el resto de la vida por delante. No parecían una pareja de amantes en precipitado encuentro clandestino sino un par de recién casados en la segunda semana de su luna de miel, cuando todavía la pasión está intacta, pero ya existe la confianza y el conocimiento mutuo de la carne. Yo, sin embargo, nunca había experimentado una intimidad así con mi marido, tampoco habría sido capaz de forjarla ni en mis más audaces fantasías. La lengua de Diego recorría el interior de los muslos de Susana, desde los tobillos hacia arriba, deteniéndose entre sus piernas y bajando de nuevo, mientras las manos trepaban por su cintura y amasaban sus senos redondos y opulentos, jugueteando con los pezones erguidos y lustrosos como uvas. El cuerpo de Susana, blando y suave, se estremecía y ondulaba, era un pez en el heno, la cabeza giraba de lado a lado en la desesperación del placer, el cabello siempre en la cara, los labios abiertos en un largo quejido, las manos buscando a Diego para dirigirlo por la hermosa topografía de su cuerpo, hasta que su lengua la hizo estallar en gozo. Susana arqueó la espalda hacia atrás por el deleite que la atravesaba como un relámpago y lanzó un grito ronco que él sofocó aplastando su boca contra la suya. Después Diego la sostuvo en sus brazos, meciéndola, acariciándola como a un gato, susurrándole un rosario de palabras secretas al oído, con una delicadeza y una ternura que nunca creí posibles en él. En algún momento ella se sentó en la paja, se quitó el abrigo y empezó a besarlo, primero la frente, luego los párpados, las sienes, la boca largamente, su lengua explorando traviesa las orejas de Diego, saltando sobre su manzana de Adán, rozando el cuello, sus dientes picoteando los pezones viriles, sus dedos enredados en los vellos del pecho. Entonces le tocó a él abandonarse por completo a las caricias, se tendió de boca sobre la manta y ella se le acaballó encima de la espalda, mordiéndole la nuca y el cuello, paseando por sus hombros con breves besos juguetones, bajando hasta las nalgas, explorando, oliéndolo, saboreándolo y dejando un rastro de saliva en su camino. Diego se dio vuelta y la boca de ella envolvió su miembro erguido y pulsante en una interminable faena de placer, de dar y tomar en la más recóndita intimidad, hasta que él ya no pudo resistirlo y se abalanzó sobre ella, penetrándola, y rodaron como enemigos en un enredo de brazos y piernas y besos y jadeos y suspiros y expresiones de amor que yo nunca había oído. Después dormitaron en caliente abrazo cubiertos con las mantas y el abrigo de Susana, como un par de niños inocentes. Retrocedí silenciosa y emprendí el regreso a la casa, mientras el frio glacial de la noche se apoderaba inexorable de mi alma.

Un precipicio se abrió ante mi, el vértigo arrastrándome hacia el fondo, la tentación de saltar y perderme en la profundidad del sufrimiento y el terror. La traición de Diego y el miedo al futuro me dejaron flotando sin asidero, perdida y desconsolada; la furia que me sacudió al principio no me duró mucho, enseguida me derrotó un sentimiento de muerte, de duelo absoluto. Había entregado mi vida a Diego, me había confiado a su protección de marido, creí al pie de la letra las palabras rituales del matrimonio: estábamos unidos hasta la muerte. No había escapatoria. La escena del establo me puso ante una realidad que percibía desde hacía un buen tiempo, pero me negaba a enfrentarla. El primer impulso fue correr hacia la casa grande, plantarme al medio del patio y aullar como demente, despertar a la familia, a los inquilinos, a los perros, poniéndolos por testigos del adulterio y el incesto. Mi timidez, sin embargo, pudo más que la desesperación, me arrastré callada y a tientas hasta la habitación que compartía con Diego y me senté sobre la cama tiritando, mientras me corrían las lágrimas por las mejillas, me empapaban el pecho y la camisa. En los minutos o las horas siguientes tuve tiempo de pensar en lo sucedido y aceptar mi impotencia. No se trataba de una aventura de la carne; lo que unía a Diego y Susana era un amor probado, dispuesto a correr todos los riesgos y arrastrar en su paso cuanto obstáculo se pusiera por delante, como un inexorable no de lava ardiente. Ni Eduardo ni yo contábamos para nada, éramos desechables, apenas unos insectos en la inmensidad de la aventura pasional de esos dos. Debía decírselo a mi cuñado antes que a nadie, decidí, pero al imaginar el hachazo que tal confesión produciría en la vida de ese buen hombre, comprendí que no tendría valor para hacerlo. Eduardo lo descubriría por si mismo algún día o, con suerte, no lo sabría nunca. Tal vez lo sospechaba, como yo, pero no deseaba confirmarlo para mantener el frágil equilibrio de sus ilusiones; había de por medio tres niños, su amor por Susana y la cohesión monolítica del clan familiar.

Diego regresó en algún momento de la noche, poco antes de la madrugada. A la luz de la lamparita de aceite me vio sentada en la cama, congestionada de llanto, incapaz de pronunciar palabra y creyó que había despertado con otra de mis pesadillas. Se sentó a mi lado y trató de atraerme a su pecho, como hacía en esas ocasiones, pero me recogí en un gesto instintivo y debo haber tenido una terrible expresión de rencor, porque retrocedió de inmediato. Quedamos mirándonos, él sorprendido y yo aborreciéndolo, hasta que la verdad se instaló entre las dos camas inapelable y contundente como un dragón.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —fue lo único que pude balbucear.

No intentó negarlo ni justificarse, me desafió con una mirada de acero, dispuesto a defender su amor de cualquier modo, aunque tuviera que matarme. Entonces el dique de orgullo, educación y buenos modales que me había contenido durante meses de frustración se hizo trizas y los reproches silenciosos se convirtieron en una avalancha de recriminaciones de nunca acabar, que él recibió impasible y silencioso, pero atento a cada palabra. Lo acusé de todo lo que se me pasó por la mente y por último le supliqué que recapacitara, le dije que estaba dispuesta a perdonar y olvidar, que nos fuéramos lejos, donde nadie nos conociera, que podíamos comenzar de nuevo. Cuando se me acabaron las palabras y las lágrimas, ya era de día claro. Diego salvó la distancia que separaba nuestras camas, se sentó a mi lado, me tomó las manos y con calma y seriedad me explicó que amaba a Susana desde hacía muchos años y que ese amor era lo más importante en su vida, más que el honor, el resto de la familia y la salvación de su propia alma; podría prometer que se separaría de ella para tranquilizarme, dijo, pero sería una promesa falsa. Agregó que había intentado hacerlo cuando se fue a Europa, alejándose de ella durante seis meses, pero no había resultado. Llegó incluso a casarse conmigo a ver si así podía romper el terrible lazo con su cuñada, pero el matrimonio, lejos de ayudarlo en la decisión de alejarse de ella, le había facilitado las cosas, porque atenuaba las sospechas de Eduardo y del resto de la familia. Sin embargo, estaba contento de que finalmente yo hubiera descubierto la verdad, porque le apenaba engañarme; nada podía echarme en cara, me aseguró, yo era muy buena esposa y él lamentaba mucho no poder darme el amor que merecía. Se sentía como un miserable cada vez que se escabullía de mi lado para estar con Susana, sería un alivio no tener que mentirme más. Ahora la situación era clara.

—¿Y Eduardo no cuenta acaso? —pregunté.

—Lo que sucede entre él y Susana es cosa de ellos. La relación entre nosotros es lo que debemos decidir ahora.

—Ya lo has decidido tú, Diego. No tengo nada que hacer aquí, volveré a mi casa —le dije.

—Esta es tu casa ahora, estamos casados, Aurora. Lo que ha unido Dios no puede deshacerse.

—Eres tú quien ha violado varios preceptos divinos —aclaré.

—Podríamos vivir como hermanos. Nada te faltará a mi lado, siempre te respetaré, tendrás protección y libertad para dedicarte a tus fotografías o a lo que quieras. Lo único que te pido es que no armes un escándalo.

—Ya no puedes pedirme nada, Diego.

—No te lo pido para mi. Tengo el cuero duro y puedo dar la cara como un hombre. Te lo pido por mi madre. Ella no lo resistiría…

De manera que me quedé por doña Elvira. No sé cómo pude vestirme, echarme agua en la cara, peinarme, tomar café y salir de la casa para mis quehaceres diarios. No se como enfrenté a Susana a la hora del almuerzo ni qué explicación di a mis suegros por mis ojos hinchados. Ese día fue el peor, me sentía apaleada y aturdida, a punto de quebrarme en llanto a la primera pregunta. En la noche tenía fiebre y me dolían los huesos, pero al día siguiente estaba más tranquila, ensillé mi caballo y me lancé hacia los cerros.

Pronto empezó a llover y seguí al trote hasta que la pobre yegua ya no pudo más, entonces desmonté y me abrí camino a pie por la maleza y el barro, bajo los árboles, resbalando y cayendo y volviéndome a levantar, gritando a todo pulmón, mientras el agua me empapaba. El poncho ensopado pesaba tanto, que lo dejé tirado y seguí tiritando de frio y quemándome por dentro. Volví al ponerse el sol, sin voz y afiebrada, bebí una tisana caliente y me metí a la cama. De lo demás poco me acuerdo, porque en las semanas siguientes estuve muy ocupada batiéndome con la muerte y no tuve tiempo ni ánimo para pensar en la tragedia de mi matrimonio.

La noche que pasé descalza y medio desnuda en el establo y el galope bajo la lluvia produjeron una pulmonía que por poco me despacha. Me llevaron en carreta al hospital de los alemanes, donde estuve en manos de una enfermera teutona de trenzas rubias, quien a punta de tenacidad me salvó la vida. Esa noble valkiria era capaz de alzarme como un bebé en sus potentes brazos de leñador y capaz también de darme caldo de gallina a cucharaditas con paciencia de nodriza.

A comienzos de julio, cuando el invierno se había instalado definitivamente y el paisaje era pura agua, ríos torrentosos, inundaciones, barrizales, lluvia y más lluvia, Diego y un par de inquilinos fueron a buscarme al hospital y me llevaron de vuelta a Caleufú arropada en mantas y pieles, como un paquete. Habían instalado un toldo de lona encerada en la carreta, una cama y hasta un brasero encendido para combatir la humedad. Sudando en mi envoltorio de cobijas hice el lento trayecto a casa, mientras Diego cabalgaba al lado. Varias veces las ruedas se atascaban; no bastaba la fuerza de los bueyes para tirar de la carreta, los hombres debían colocar tablones sobre el barro y empujar. Diego y yo no cruzamos ni una sola palabra en ese largo día de camino. En Caleufú doña Elvira salió a recibirme llorando de alegría, nerviosa, apurando a las empleadas para que no descuidaran los braseros, las botellas de agua caliente, las sopas con sangre de ternera para devolverme los colores y las ganas de vivir. Había rezado tanto por mi, dijo, que Dios se había apiadado. Con el pretexto de sentirme aún muy vulnerable le pedí que me permitiera dormir en la casa grande y ella me instaló en una habitación junto a la suya. Por primera vez en mi vida tuve los cuidados de una madre. Mi abuela Paulina del Valle, quien tanto me quería y tanto había hecho por mi, no era proclive a manifestaciones de cariño, aunque en el fondo era muy sentimental. Decía que la ternura, esa mezcla almibarada de afecto y compasión que suele representarse en los calendarios con madres extasiadas ante la cuna de sus bebés, era perdonable cuando se brindaba a animales indefensos, como gatos recién nacidos, por ejemplo, pero una soberana tontería entre seres humanos.

En nuestra relación hubo siempre un tono irónico y desfachatado; poco nos tocábamos, salvo cuando dormíamos juntas en mi infancia, y en general nos tratábamos con una cierta brusquedad que nos quedaba muy cómoda a las dos. Yo recurría a una ternura burlona cuando quería doblarle la mano y siempre lo conseguía, porque mi portentosa abuela se ablandaba con gran facilidad, más por escapar de las demostraciones de afecto que por debilidad de carácter. Doña Elvira, por otra parte, era un ser simple a quien un sarcasmo como los que solíamos emplear mi abuela y yo hubiera ofendido. Era naturalmente afectuosa, me tomaba la mano y la retenía entre las suyas, me besaba, me abrazaba, le gustaba cepillarme el pelo, me administraba personalmente los tónicos de tuétano y bacalao, me aplicaba cataplasmas de alcanfor para la tos y me hacía sudar la fiebre refregándome con aceite de eucalipto y envolviéndome en mantas calientes. Se preocupaba de que comiera bien y descansara, por las noches me daba las gotas de opio y se quedaba rezando a mi lado hasta que me dormía. Cada mañana me preguntaba si había tenido pesadillas y me pedía que se las describiera en detalle, «porque hablando de esas cosas se les pierde el miedo», como decía. Su salud no era buena, pero sacaba fuerzas no sé de dónde para atenderme y acompañarme, mientras yo fingía más fragilidad de la que realmente sentía para prolongar el idilio con mi suegra. «Mejórate pronto, hijita, tu marido te necesita a su lado», solía decirme preocupada, aunque Diego le repetía la conveniencia de que yo pasara el resto del invierno en la casa grande.

Esas semanas bajo su techo recuperándome de la pulmonía fueron una extraña experiencia. Mi suegra me brindó los cuidados y el cariño que nunca obtendría de Diego. Ese amor suave e incondicional actuó como un bálsamo y fue lentamente curándome de las ganas de morir y del rencor que sentía contra mi marido. Pude comprender los sentimientos de Diego y Susana y la fatalidad inexorable de lo que había sucedido; su pasión debía ser una fuerza telúrica, un terremoto que los arrastró sin remedio. Imaginé cómo lucharon contra aquella atracción antes de sucumbir a ella, cuántos tabúes debieron vencer para estar juntos, cuán terrible debía ser el tormento de cada día fingiendo ante el mundo una relación de hermanos mientras ardían de deseo por dentro. Dejé de preguntarme cómo era posible que no pudieran sobreponerse a la lujuria y su egoísmo les impidiera ver el naufragio que podían provocar entre los seres más cercanos, porque adiviné cuán desgarrados debían estar. Yo había amado a Diego desesperadamente, podía entender lo que sentía Susana por él, ¿habría actuado yo también como ella en las mismas circunstancias? Suponía que no, pero era imposible asegurarlo. Aunque la impresión de fracaso seguía intacta, pude desprenderme del odio, tomar distancia y ponerme en la piel de los demás protagonistas de ese infortunio; tuve más compasión por Eduardo que pena por mí misma, tenía tres hijos y estaba enamorado de su mujer, para él el drama de esa infidelidad incestuosa sería peor que para mí. También por mi cuñado yo debía mantener silencio, pero el secreto ya no me pesaba como una piedra de molino a la espalda, porque el horror por Diego se atenuó, lavado por las manos de doña Elvira. Mi agradecimiento a esa mujer se sumó al respeto y afecto que le había tomado desde el principio, me apegué a ella como un perro faldero; necesitaba su presencia, su voz, sus labios en mi frente. Me sentía obligada a protegerla del cataclismo que se gestaba en el seno de su familia; estaba dispuesta a quedarme en Caleufú disimulando mi humillación de esposa rechazada, porque si me iba y ella descubría la verdad, moriría de dolor y vergüenza. Su existencia giraba en torno a esa familia, a las necesidades de cada una de las personas que vivían entre las paredes de su casa, ese era todo su universo. Mi acuerdo con Diego fue que yo cumpliría mi parte mientras doña Elvira viviera y después quedaba libre, me dejaría ir y no volvería a ponerse en contacto conmigo. Debería soportar la condición —infamante para muchos— de «mujer separada» y no podría volver a casarme, pero al menos ya no tendría que vivir junto a un hombre que no me amaba.

A mediados del mes, cuando ya no tenía más pretextos para permanecer en casa de mis suegros y había llegado el momento de volver a vivir con Diego, llegó el telegrama de Iván Radovic. En un par de líneas el médico me comunicó que debía volver a Santiago porque se aproximaba el fin de mi abuela. Esperaba esa noticia desde hacía meses, pero cuando recibí el telegrama la sorpresa y la pena fueron como un mazazo; quedé aturdida. Mi abuela era inmortal. No podía visualizarla como la pequeña calva y frágil que realmente era, sino como la amazona con dos pelucas, golosa y astuta que había sido años antes. Doña Elvira me recogió en sus brazos y me dijo que no me sintiera sola, ahora tenía otra familia, yo pertenecía a Caleufú y ella trataría de cuidarme y protegerme como antes lo había hecho Paulina del Valle. Me ayudó a empacar mis dos maletas, volvió a colgarme el escapulario del Sagrado Corazón de Jesús al cuello y me agobió con mil recomendaciones; para ella Santiago era un antro de perdición y el viaje una aventura peligrosísima. Era la época de echar a andar de nuevo el aserradero, después de la parálisis del invierno, lo cual fue una buena excusa para que Diego no me acompañara a Santiago, a pesar de que su madre insistió en que debía hacerlo. Eduardo me fue a dejar al barco. En la puerta de la casa grande de Caleufú, haciendo adiós con la mano, estaban todos: Diego, mis suegros, Adela, Susana, los niños y varios inquilinos. No sabía que no volvería a verlos.

Antes de partir registré mi laboratorio, donde no había puesto los pies desde la noche aciaga en el establo, y descubrí que alguien había sustraído las fotografías de Diego y Susana, pero como seguramente ignoraba el proceso de revelado, no buscó los negativos. De nada me servían esas pruebas mezquinas; las destruí. Puse los negativos de los indios, de la gente de Caleufú y del resto de la familia en mis maletas, porque no sabía cuánto tiempo estaría ausente y no deseaba que se estropearan.

Con Eduardo hicimos el viaje a caballo, el equipaje amarrado a una mula, deteniéndonos en los rancheríos para comer y descansar. Mi cuñado, ese hombronazo con aspecto de oso, tenía el mismo carácter suave de su madre, la misma ingenuidad casi infantil. Por el camino tuvimos tiempo de conversar a solas, como no lo habíamos hecho nunca antes. Me confesó que desde niño escribía poesías «¿Cómo no hacerlo cuando uno vive en medio de tanta belleza?», añadió, señalando el paisaje de bosque y agua que nos rodeaba. Me contó que nada ambicionaba, no sentía curiosidad por otros horizontes, como Diego, le bastaba Caleufú. Cuando viajó a Europa en su juventud se sintió perdido y profundamente infeliz, no podía vivir lejos de esa tierra que amaba. Dios había sido muy generoso con él, dijo, lo había puesto en medio del paraíso terrenal. Nos despedimos en el puerto con un apretado abrazo, «que Dios te proteja siempre, Eduardo», le dije al oído. Se quedó algo desconcertado por esa despedida solemne.

Frederick Williams me esperaba en la estación y me llevó en el coche a la casa de Ejército Libertador. Le extrañó verme tan demacrada y mi explicación de que había estado muy enferma no lo dejó satisfecho, me observaba por el rabillo del ojo preguntando con insistencia por Diego, si era feliz, cómo era la familia de mis suegros y si me adaptaba en el campo.

De ser la más espléndida en ese barrio de palacetes, la mansión de mi abuela se había vuelto tan decrépita como su dueña. Colgaban varios postigos de los goznes y los muros parecían descoloridos, el jardín estaba tan abandonado, que la primavera no lo había rozado y seguía sumido en un invierno triste. Por dentro la desolación era peor, los hermosos salones de antaño estaban casi vacíos, muebles, alfombras y cuadros habían desaparecido; ninguna quedaba de los famosas pinturas impresionistas, que tanto escándalo causaron unos años antes. El tío Frederick me explicó que mi abuela, preparándose para la muerte, había donado casi todo a la iglesia. «Pero creo que su dinero está intacto, Aurora, porque todavía lleva la suma de cada centavo y tiene los libros de contabilidad bajo la cama», agregó con un guiño travieso. Ella, que sólo entraba a un templo para ser vista, que detestaba a ese enjambre de curas pedigüeños y monjas obsequiosas que revoloteaba en permanencia alrededor del resto de la familia, había dispuesto en su testamento una cantidad considerable para la iglesia católica. Siempre astuta para los negocios, se dispuso a comprar en la muerte aquello que de poco le servía en la vida. Williams conocía a mi abuela mejor que nadie y creo que la quería casi tanto como yo. Contra todas las predicciones de los envidiosos, no le robó su fortuna para abandonarla en la vejez, sino que defendió los intereses de la familia por años, fue un marido digno de ella, estaba dispuesto a acompañarla hasta su último aliento y haría mucho más por demostrarlo en los años venideros.

Paulina tenía ya muy poca lucidez, las drogas para calmar los dolores la mantenían en un limbo sin recuerdos ni deseos. En esos meses se había reducido a un pellejo, porque no podía tragar y la alimentaban con leche a través de un tubo de goma que le habían introducido por la nariz. Le quedaban apenas unos mechones blancos en la cabeza y sus grandes ojos oscuros se habían achicado, eran dos puntitos en un mapa de arrugas. Me incliné a besarla, pero no me reconoció y me dio vuelta la cara; en cambio su mano buscaba a tientas en el aire la de su marido y cuando él se la tomó, una expresión de paz alisó su rostro.

—No sufre, Aurora, le estamos dando mucha morfina —me aclaró el tío Frederick.

—¿Le avisó a sus hijos?

—Si, les mandé un telegrama hace dos meses, pero no han contestado y no creo que lleguen a tiempo, a Paulina no le queda mucho —dijo conmovido.

Así fue, Paulina del Valle murió calladamente al día siguiente. A su lado estábamos su marido, el doctor Radovic, Severo, Nívea y yo; sus hijos aparecerían mucho después con los abogados a pelear por la herencia que nadie les disputaba. El médico había quitado el tubo de la alimentación a mi abuela y Williams le había puesto guantes, porque tenía las manos heladas. Los labios se le habían vuelto azules y estaba muy pálida, fue respirando en forma cada vez más imperceptible, sin angustia, y de pronto simplemente dejó de hacerlo. Radovic le tomó el pulso, pasó un minuto, tal vez dos, entonces anunció que se había ido. Había una dulce quietud en la habitación, algo misterioso ocurría, tal vez el espíritu de mi abuela se había desprendido y daba vueltas como un pájaro confundido por encima de su cuerpo, despidiéndose. Su partida me produjo una inmensa desolación, un sentimiento antiguo que ya conocía, pero no pude nombrar ni explicar hasta un par de años más tarde, cuando el misterio de mi pasado finalmente se aclaró y comprendí que la muerte de mi abuelo Tao-Chien, muchos años antes, me había sumido en una angustia semejante. La herida permanecía latente y ahora se abría con el mismo quemante dolor.

La sensación de orfandad que me dejó mi abuela era idéntica a la que me embargó a los cinco años, cuando desapareció Tao-Chien de mi vida. Supongo que los antiguos dolores de mi infancia —pérdida tras pérdida— enterrados por años en los estratos más profundos de la memoria, levantaron su amenazante cabeza de Medusa para devorarme: mi madre muerta al dar a luz, mi padre ignorante de mi existencia, mi abuela materna que me abandonó sin explicaciones en manos de Paulina del Valle y, sobre todo, la súbita falta del ser que más amaba, mi abuelo Tao-Chien.

Han pasado nueve años desde ese día de en que partió Paulina del Valle; atrás han quedado esa y otras desgracias, ahora puedo recordar a mi grandiosa abuela con el corazón tranquilo. No desapareció en la inmensa negrura de una muerte definitiva, como me pareció al principio, una parte suya se quedó por estos lados y anda siempre rondándome junto a Tao-Chien, dos espíritus muy diferentes que me acompañan y me ayudan, el primero para las cosas prácticas de la existencia y el segundo para resolver los asuntos sentimentales; pero cuando mi abuela dejó de respirar en el camastro de soldado donde pasó sus últimos tiempos, yo no sospechaba que volvería y la pena me volteó. Si fuera capaz de exteriorizar mis sentimientos, tal vez sufriría menos, pero se me quedan atorados adentro, como un inmenso bloque de hielo y pueden pasar años antes que el hielo empiece a derretirse.

No lloré cuando ella se fue. El silencio en la habitación parecía un error de protocolo, porque una mujer que había vivido como Paulina del Valle debía morir cantando con orquesta, como en la ópera, en cambio su despedida fue callada, la única cosa discreta que hizo en toda su existencia. Los hombres salieron del cuarto y Nívea y yo, delicadamente, la vestimos para su último viaje con el hábito de las carmelitas que tenía colgado en su armario desde hacía un año, pero no resistimos la tentación de colocarle debajo su mejor ropa interior francesa de seda color malva. Al levantar su cuerpo me di cuenta cuán liviana se había vuelto, sólo quedaba un esqueleto quebradizo y unos pellejos sueltos. En silencio le agradecí todo lo que hizo por mí, le dije las palabras de cariño que jamás me hubiera atrevido a articular si pudiera oírme, besé sus hermosas manos, sus párpados de tortuga, su frente noble y le pedí perdón por las pataletas de mi infancia, por haber llegado tan tarde a despedirme de ella, por la lagartija seca que escupí en un falso ataque de tos y otras bromas pesadas que debió soportar, mientras Nívea aprovechaba el buen pretexto que le brindaba Paulina del Valle para llorar sin ruido por sus niños muertos. Después que vestimos a mi abuela, la rociamos con su colonia de gardenias y abrimos las cortinas y las ventanas para que entrara la primavera, como le habría gustado. Nada de lloronas, ni de trapos negros, ni de cubrir los espejos, Paulina del Valle había vivido como una desfachatada emperatriz y merecía ser celebrada con la luz del sol. Así lo entendió también Williams, quien fue personalmente al mercado y llenó el coche de flores frescas para decorar la casa.

Cuando llegaron los parientes y amigos —de luto y pañuelo en mano— se escandalizaron, pues nunca habían visto un velatorio a rayo de sol, con flores de boda y sin lágrimas. Se fueron farfullando insidias y años después todavía hay quienes me señalan con el dedo, convencidos de que me alegré cuando murió Paulina del Valle porque pretendía echar el guante a la herencia. Nada heredé, sin embargo, porque de eso se encargaron rápidamente sus hijos con los abogados, pero tampoco necesitaba hacerlo, puesto que mi padre me dejó lo suficiente para vivir con decencia y el resto puedo financiarlo trabajando. A pesar de los infinitos consejos y lecciones de mi abuela, no logré desarrollar su olfato para los buenos negocios; nunca seré rica y me alegro de ello. Frederick Williams tampoco habría de pelear con los abogados, porque la plata le interesaba mucho menos de lo que las malas lenguas venían murmurando durante años. Además, su mujer le dio mucho en vida y él, hombre precavido, lo puso a salvo. Los hijos de Paulina no pudieron probar que el matrimonio de su madre con el antiguo mayordomo fuera ilegal y debieron resignarse a dejar al tío Frederick en paz, tampoco pudieron apropiarse de las viñas, porque estaban a nombre de Severo del Valle, en vista de lo cual echaron a los abogados tras los curas, a ver si recuperaban los bienes que estos consiguieron asustando a la enferma con las pailas del infierno, pero hasta ahora nadie ha ganado un juicio contra la iglesia católica, que tiene a Dios de su parte, como todo el mundo sabe. En cualquier caso había dinero de sobra y los hijos, varios parientes y hasta los abogados pudieron vivir de ello hasta hoy.

La única alegría de esas deprimentes semanas fue la reaparición en nuestras vidas de la señorita Matilde Pineda. Leyó en el diario que Paulina del Valle había fallecido y se armó de valor para presentarse en la casa de donde había salido expulsada en tiempos de la Revolución. Llegó con un ramito de flores de regalo, acompañada por el librero Pedro Tey. Ella había madurado en esos años y al principio no la reconocí, en cambio él seguía siendo el mismo hombrecillo calvo con gruesas cejas satánicas y pupilas ardientes.

Después del cementerio, de las misas cantadas, de las novenas que se mandaron rezar y de distribuir las limosnas y caridades indicadas por mi difunta abuela, se asentó la polvareda del aparatoso funeral y con Frederick Williams nos encontramos solos en la casa vacía. Nos sentamos juntos en la galería de los cristales a lamentar la ausencia de mi abuela discretamente, porque no somos buenos para el llanto, y a recordarla en sus muchas grandezas y en sus pocas.

—¿Qué piensa hacer ahora, tío Frederick? —quise saber.

—Eso depende de usted, Aurora.

—¿De mi?

—No he podido menos que notar algo extraño en usted, niña —dijo, con esa manera sutil de preguntar, tan suya.

—He estado muy enferma y la partida de mi abuela me tiene muy triste, tío Frederick. Es todo, no hay nada extraño, se lo aseguro.

—Lamento que me subestime, Aurora. Yo tendría que ser muy tonto o quererla muy poco para no haberme dado cuenta de su estado de ánimo. Dígame que le sucede, a ver si puedo ayudarla.

—Nadie puede ayudarme, tío.

—Póngame a prueba, a ver… —me pidió.

Y entonces comprendí que no tenía a nadie más en este mundo en quien confiar, y que Frederick Williams había demostrado ser un excelente consejero y la única persona en la familia con sentido común. Bien podía contarle mi tragedia. Me escuchó hasta el final con gran atención, sin interrumpirme ni una sola vez.

—La vida es larga, Aurora. Ahora lo ve todo negro, pero el tiempo cura y borra casi todo. Esta etapa es como andar por un túnel a ciegas, le parece que no hay salida, pero le prometo que la hay. Siga andando, niña.

—¿Qué será de mí, tío Frederick?

—Tendrá otros amores, tal vez tendrá hijos o será la mejor fotógrafa de este país me dijo.

—¡Me siento tan confundida y tan sola!

—No está sola, Aurora, yo estoy con usted ahora y seguiré estándolo mientras me necesite.

Me persuadió de que no debía regresar donde mi marido, que podía encontrar una docena de pretextos para demorar mi vuelta durante años, aunque estaba seguro de que Diego no exigiría mi retorno a Caleufú, pues le convenía mantenerme lo más lejos posible. Y en cuanto a la bondadosa doña Elvira, no quedaría más remedio que consolarla con una nutrida correspondencia; se trataba de ganar tiempo, mi suegra no estaba bien del corazón y no viviría mucho más, según el reporte de los médicos. El tío Frederick me aseguro que no tenía prisa alguna por dejar Chile, yo era su única familia, me quería como una hija o una nieta.

—¿No tiene a nadie en Inglaterra? —le pregunté.

—A nadie.

—Usted sabe que circulan chismes sobre sus orígenes, dicen que usted es un noble arruinado y mi abuela nunca lo desmintió.

—¡Nada más lejos de la verdad, Aurora! —exclamó riéndose.

—¿Así es que no tiene un escudo de armas por allí escondido? —me reí también.

—Mire, niña —replicó. Se quitó la chaqueta, se abrió la camisa, se levantó la camiseta y me mostró la espalda. Estaba cruzada de horrendas cicatrices—. Flagelación. Cien latigazos por robar tabaco en una colonia penitenciaría de Australia. Cumplí cinco años de condena antes de escapar en una balsa. Me recogió en alta mar un barco pirata chino y me pusieron a trabajar como esclavo, pero apenas nos acercamos a tierra escapé de nuevo. Así, de salto en salto, llegué por fin a California. Lo único que tengo de noble británico es el acento, que lo aprendí de un lord verdadero, mi primer patrón en California. También me enseñó el oficio de mayordomo. Paulina del Valle me contrató en 1870 y desde entonces estuve a su lado.

—¿Conocía mi abuela esta historia, tío? —pregunté cuando me repuse un poco de la sorpresa y logré sacar la voz.

—Por supuesto. A Paulina le divertía mucho que la gente confundiera a un convicto con un aristócrata.

—¿Por qué lo condenaron?

—Por robar un caballo cuando tenía quince años. Me habrían ahorcado, pero tuve suerte, me conmutaron la pena y acabé en Australia. No se preocupe, Aurora, no he vuelto a robar ni un centavo en mi vida, los azotes me curaron de ese vicio, pero no me curaron del gusto por el tabaco —se rio.

De modo que nos quedamos juntos. Los hijos de Paulina del Valle vendieron la mansión de Ejército Libertador, que hoy está convertida en una escuela de niñas, y sacaron a remate lo poco que la casa aún contenía. Salvé la cama mitológica sustrayéndola antes que llegaran los herederos, escondiéndola desarmada en un depósito del hospital público de Iván Radovic, donde permaneció hasta que los abogados se cansaron de escarbar por los rincones buscando los últimos vestigios de las antiguas posesiones de mi abuela.

Compramos con Frederick Williams una quinta campestre en las afueras de la ciudad, camino a la cordillera; contamos con doce hectáreas de terreno bordeado de álamos temblorosos, invadido de jazmines fragantes, lavado por un modesto estero, donde todo crece sin permiso. Allí Williams cría perros y caballos de raza, juega croquet y otras aburridas actividades de los ingleses; allí tengo mis cuarteles de invierno. La casa es un vejestorio, pero tiene cierto encanto, espacio para mi taller fotográfico y para la célebre cama florentina, que se alza con sus criaturas marítimas policromadas al centro de mi habitación. En ella duermo amparada por el espíritu vigilante de mi abuela Paulina, que suele aparecer a tiempo para espantar a escobazos a los niños en piyamas negros de mis pesadillas. Santiago crecerá seguramente hacia el lado de la Estación Central y a nosotros nos dejarán en paz en esta bucólica campiña de álamos y cerros.

Gracias al tío Lucky quien me sopló su aliento afortunado cuando nací, y a la generosa protección de mi abuela y mi padre, puedo decir que tengo una buena vida. Dispongo de medios y libertad para hacer lo que deseo, puedo dedicarme de lleno a recorrer la abrupta geografía de Chile con mi cámara al cuello, tal como he hecho en los últimos ocho o nueve años. La gente habla a mis espaldas, es inevitable; varios parientes y conocidos me han hecho la cruz y si me ven en la calle fingen no conocerme, no pueden tolerar que una mujer abandone a su marido. Esos desaires no me quitan el sueño: no tengo que agradar a todo el mundo, sólo a quienes en verdad me importan, que no son muchos.

Los tristes resultados de mi relación con Diego debieron amedrentarme para siempre de los amores precipitados y fervientes, pero no fue así.

Es cierto que anduve algunos meses herida en el ala, arrastrándome día a día con una sensación de absoluta derrota, de haber jugado mi única carta y haberlo perdido todo. Es cierto también que estoy condenada a ser una mujer casada y sin marido, lo cual me impide «rehacer» mi vida, como dicen mis tías, pero esta extraña condición me da una gran soltura. Un año después de separarme de Diego volví a enamorarme, lo cual significa que tengo la piel dura y cicatrizo pronto.

El segundo amor no fue una suave amistad que con el tiempo se convirtió en un romance probado, fue simplemente un impulso de pasión que nos tomó a ambos por sorpresa y de pura casualidad resultó bien… bueno, hasta ahora, quién sabe cómo será en el futuro. Fue un día de invierno, uno de esos días de lluvia verde y pertinaz, de relámpagos desgranados y pesadumbre en el ánimo. Los hijos de Paulina del Valle y sus leguleyos habían vuelto a majadear con sus interminables documentos, cada uno con tres copias y once sellos, que yo firmaba sin leer. Frederick Williams y yo habíamos salido de la casa de Ejército libertador y estábamos todavía en un hotel, porque aún no concluían las reparaciones en la quinta donde hoy vivimos. El tío Frederick se topó en la calle con el doctor Iván Radovic, a quien no veíamos desde hacía un buen tiempo, y quedaron de ir conmigo a ver a una compañía de zarzuela española, que andaba en gira por Sudamérica, pero el día señalado el tío Frederick cayó a la cama resfriado y yo me encontré aguardando sola en el hall del hotel, con las manos heladas y los pies adoloridos porque me apretaban los botines. Había una catarata en los cristales de las ventanas y el viento sacudía como plumeros los árboles de la calle, la noche no invitaba a salir y por un momento envidié el catarro del tío Frederick, que le permitía quedarse en cama con un buen libro y una taza de chocolate caliente, sin embargo la entrada de Iván Radovic me hizo olvidar el temporal. El doctor venía con el abrigo empapado y cuando me sonrió comprendí que era mucho más guapo de lo que yo recordaba. Nos miramos a los ojos y creo que nos vimos por primera vez, al menos yo lo observé en serio y me gustó lo que vi. Hubo un silencio largo, una pausa que en otras circunstancias hubiera sido muy pesada, pero entonces pareció una forma de diálogo. Me ayudó a ponerme la capa y nos encaminamos a la puerta lentamente, siempre prendidos de los ojos. Ninguno de los dos quería la tormenta que desgarraba el cielo, pero tampoco queríamos separarnos. Surgió un portero con un gran paraguas y se ofreció para acompañarnos al coche, que esperaba en la puerta, entonces salimos sin decir palabra, dudando. No tuve ningún fogonazo de sentimental, ningún extraordinario presentimiento de que éramos almas gemelas, no visualicé el comienzo de un amor de novela, nada de eso, simplemente tomé nota de los saltos de mi corazón, del aire que me faltaba, del calor y el cosquilleo en la piel, de las ganas tremendas de tocar a ese hombre. Me temo que por mi parte nada hubo de espiritual en ese encuentro, sólo lujuria, aunque entonces yo era demasiado inexperta y mi vocabulario era muy reducido para poner a esa agitación el nombre que tiene en el diccionario. El nombre es lo de menos, lo interesante es que ese trastorno visceral pudo más que mi timidez y al abrigo del coche, donde no había fácil escapatoria, le tomé la cara entre las manos y sin pensarlo dos veces lo besé en la boca, tal como muchos años antes vi besarse a Nívea y Severo del Valle, con decisión y glotonería. Fue una acción simple e inapelable. No puedo entrar en detalles sobre lo que vino a continuación porque es sencillo imaginarlo y porque si Iván lo lee en estas páginas tendríamos una pelea colosal. Hay que decirlo, nuestras batallas son tan memorables como apasionadas nuestras reconciliaciones; este no es un amor tranquilo y dulzón, pero se puede decir en su favor que es un amor persistente; los obstáculos no parecen amedrentarlo, sino fortalecerlo. El matrimonio es un asunto de sentido común, que a ambos nos falta. El hecho de no estar casados nos facilita el buen amor, así cada uno puede dedicarse a lo suyo, disponemos de nuestro propio espacio y cuando estamos a punto de reventar siempre queda la salida de separarnos por unos días y volvernos a juntar cuando nos vence la nostalgia de los besos. Con Iván Radovic he aprendido a sacar la voz y las garras. Si lo sorprendiera en una traición —ni Dios lo quiera— como me ocurrió con Diego, no me consumiría en llanto, como entonces, sino que lo mataría sin el menor remordimiento.

No, no voy a hablar sobre la intimidad que comparto con mi amante, pero hay un episodio que no puedo callar, porque tiene que ver con la memoria y esa es, después de todo, la razón por la cual escribo estas páginas. Mis pesadillas son un viaje a ciegas hacia las umbrosas cavernas donde duermen mis recuerdos más antiguos, bloqueados en los estratos profundos de la conciencia. La fotografía y la escritura son una tentativa de asir los momentos antes que se desvanezcan, fijar los recuerdos para dar sentido a mi vida. Hacía varios meses que Iván y yo estábamos juntos, ya nos habíamos acomodado en la rutina de vernos discretamente, gracias al buen tío Frederick, quien ampara nuestros amores desde el principio. Iván debía dar una conferencia médica en una ciudad nortina y yo lo acompañé con el pretexto de fotografiar las salitreras, donde las condiciones de trabajo son muy precarias. Los empresarios ingleses se negaban a dialogar con los obreros y reinaba un clima de creciente violencia, que habría de estallar unos años más tarde. Cuando eso ocurrió, en 1907, yo estaba allí por casualidad y mis fotografías son el único documento irrebatible de que la matanza de Iquique ocurrió, porque la censura del gobierno borró de la faz de la historia los dos mil muertos que yo vi en la plaza. Pero esa es otra historia y no tiene lugar en estas páginas.

La primera vez que fui a esa ciudad con Iván no sospechaba la tragedia que me tocaría presenciar después, para ambos fue una corta luna de miel. Nos registramos separadamente en el hotel y esa noche, después de que cada uno cumplió su jornada, él vino a mi habitación, donde yo lo esperaba con una estupenda botella de Viña Paulina. Hasta entonces nuestra relación había sido una aventura de la carne, una exploración de los sentidos, que para mí fue fundamental, porque gracias a ella logré superar la humillación de haber sido rechazada por Diego y comprender que yo no era una mujer fallida, como temía. En cada encuentro con Iván Radovic había ido adquiriendo más confianza, venciendo mi timidez y mis pudores, pero no me había dado cuenta de que esa gloriosa intimidad había dado paso a un amor grande. Esa noche nos abrazamos lánguidos por el buen vino y las fatigas del día, lentamente, como dos abuelos sabios que han hecho el amor novecientas veces y ya no pueden sorprenderse ni defraudarse. ¿Qué hubo de especial para mí? Nada, supongo, salvo el acopio de experiencias felices con Iván, que esa noche alcanzaron el número critico necesario para desbaratar mis defensas. Sucedió que al volver del orgasmo envuelta por los brazos firmes de mi amante sentí un sollozo sacudiéndome entera y luego otro y otro más, hasta que me arrastró una marca incontenible de llanto acumulado. Lloré y lloré, entregada, abandonada, segura en esos brazos como no recordaba haberlo estado nunca antes. Un dique se rompió dentro de mi y ese antiguo dolor se desbordó como nieve derretida. Iván no me hizo preguntas ni intentó consolarme, me sujetó firmemente contra su pecho, me dejó llorar hasta que se me acabaron las lágrimas y cuando quise darle una explicación me cerró la boca con un beso largo. Por lo demás en ese momento yo no tenía explicación alguna, habría tenido que inventarla, pero ahora sé —porque ha ocurrido en varias ocasiones más— que al sentirme absolutamente a salvo, abrigada y protegida, empezó a volver mi memoria de los primeros cinco años de mi vida, los años que mi abuela Paulina y todos los demás cubrieron con un manto de misterio. Primero, en un relámpago de claridad, vi la imagen de mi abuelo Tao-Chien murmurando mi nombre en chino, Lai-Ming. Fue un instante brevísimo, pero luminoso como la luna. Luego reviví despierta la pesadilla recurrente que me ha atormentado desde siempre y entonces comprendí que existe una relación directa entre mi abuelo adorado y esos demonios en piyamas negros. La mano que me suelta en el sueño es la mano de Tao-Chien. Quien cae lentamente es Tao-Chien. La mancha que se extiende inexorable sobre los adoquines de la calle es la sangre de Tao-Chien.

Llevaba poco más de dos años viviendo oficialmente con Frederick Williams, pero cada vez más rendida en mi relación con Iván Radovic, sin el cual ya no podía concebir mi destino, cuando mi abuela materna, Eliza Sommers, reapareció en mi vida. Volvió intacta, con su mismo aroma de azúcar y vainilla, invulnerable al desgaste de las penurias o del olvido. La reconocí a la primera mirada, aunque habían pasado diecisiete años desde que me fue a dejar a la casa de Paulina del Valle y en todo ese tiempo yo no había visto una fotografía suya y su nombre se había pronunciado muy raras veces en mi presencia. Su imagen permaneció enredada en los engranajes de mi nostalgia y había cambiado tan poco, que cuando se materializó en el umbral de nuestra puerta con su maleta en la mano me pareció que nos habíamos despedido el día anterior y todo lo sucedido en esos años era ilusión. La única novedad fue que resultó más baja de lo que recordaba, pero eso puede ser efecto de mi propia estatura, la última vez que estuvimos juntas yo era una mocosa de cinco años y la miraba hacia arriba. Seguía siendo tiesa como un almirante, con el mismo rostro juvenil y el mismo peinado severo, aunque el cabello estaba salpicado de mechas. Llevaba incluso el mismo collar de perlas que siempre le vi puesto y que, ahora lo sé, no se quita ni para dormir. La trajo Severo del Valle, quien había estado en contacto con ella todos esos años, pero no me lo había dicho porque ella no se lo permitió. Eliza Sommers dio su palabra a Paulina del Valle de que nunca intentaría ponerse en contacto con su nieta y cumplió al pie de la letra hasta que la muerte de la otra la libró de su promesa.

Cuando Severo le escribió para contárselo, empacó sus baúles y cerró su casa, tal como había hecho muchas veces antes, y se embarcó para Chile. Al quedar viuda en 1885 en San Francisco, emprendió la peregrinación a China con el cuerpo embalsamado de su marido para enterrarlo en Hong Kong. Tao-Chien había pasado la mayor parte de su vida en California y era uno de los pocos inmigrantes chinos que consiguió la ciudadanía americana, pero siempre manifestó su deseo de que sus huesos terminaran bajo tierra en China, así su alma no se perdería en la inmensidad del universo sin encontrar la puerta al cielo. Esa precaución no fue suficiente, porque estoy segura de que el fantasma de mi inefable abuelo Tao-Chien anda todavía por estos mundos, de otro modo no me explico cómo es que lo siento rondándome. No es sólo imaginación, mi abuela Eliza me ha confirmado algunas pruebas, como el olor a mar que a veces me envuelve y la voz que susurra una palabra mágica: mi nombre en chino.

—Hola, Lai-Ming —fue el saludo de esa extraordinaria abuela al verme.

—O ¡poa! —exclamé.

No había dicho esa palabra —abuela materna, en cantonés— desde la época remota en que vivía con ella en los altos de una clínica de acupuntura en el barrio chino de San Francisco, pero no se me había olvidado. Ella me puso una mano en el hombro y me escrutinó de pies a cabeza, luego aprobó con la cabeza y finalmente me abrazó.

—Me alegro que no seas tan bonita como tu madre —dijo.

—Eso mismo decía mi padre.

—Eres alta, como Tao. Y Severo me dice que también eres lista como él.

En nuestra familia se sirve té cuando la situación es algo embarazosa y como yo me siento cohibida casi todo el tiempo, me lo paso sirviendo té. Ese brebaje tiene la virtud de ayudarme a controlar los nervios. Me moría de ganas de coger a mi abuela por la cintura y bailar vals con ella, de contarle a borbotones toda mi vida y de hacerle los reproches que por años había mascullado en mi interior, pero nada de eso fue posible. Eliza Sommers no es el tipo de persona que invita a familiaridades, su dignidad resulta intimidante y habrían de pasar semanas antes de que ella y yo pudiéramos hablar relajadamente. Por suerte el té y la presencia de Severo del Valle y de Frederick Williams, quien volvió de uno de sus paseos por la quinta ataviado como explorador del África, aliviaron la tensión. Apenas el tío Frederick se quitó el cucalón y las gafas ahumadas y vio a Eliza Sommers, algo cambió en su actitud: sacó pecho, elevó la voz y se le inflaron las plumas. Su admiración aumentó al doble cuando vio los baúles y maletas con los sellos de los viajes y se enteró de que esa pequeña señora era una de los pocos extranjeros que había llegado hasta el Tibet.

No sé si el único motivo de mi oi poa para venir a Chile fue conocerme, sospecho que le interesaba más seguir viaje al polo antártico, donde ninguna mujer había puesto aún los pies, pero cualquiera que fuese la razón, su visita fue fundamental para mi. Sin ella mi vida seguiría sembrada de zonas nebulosas; sin ella no podría escribir esta memoria. Fue esa abuela materna quien me dio las piezas que faltaban para armar el rompecabezas de mi existencia, me habló de mi madre, de las circunstancias de mi nacimiento y me dio la clave final de mis pesadillas. Fue ella también quien me acompañaría más tarde a San Francisco para conocer a mi tío Lucky, un próspero comerciante chino, gordo y patuleco, absolutamente encantador, y desenterrar los documentos necesarios para atar los cabos sueltos de mi historia. La relación de Eliza Sommers con Severo Del Valle es tan profunda como los secretos que compartieron durante muchos años; ella lo considera mi verdadero padre, porque fue el hombre que amó a su hija y se casó con ella. La única función de Matías Rodríguez de Santa Cruz fue suministrar algunos genes en forma accidental.

—Tu progenitor poco importa, Lai-Ming, eso puede hacerlo cualquiera. Severo es quien te dio su apellido y se responsabilizó por ti —me aseguró.

—En ese caso Paulina del Valle fue mi madre y mi padre, llevo su nombre y ella se responsabilizó por mi. Los demás pasaron como cometas por mi infancia dejando apenas una estela de polvo sideral —la rebatí.

—Antes de ella, tu padre y tu madre fuimos Tao y yo, nosotros te criamos, Lai-Ming, —me aclaró y con razón, porque esos abuelos maternos tuvieron tan poderosa influencia en mi, que durante treinta años los he llevado adentro como una suave presencia y estoy segura de que los seguiré llevando por el resto de mi vida.

Eliza Sommers vive en otra dimensión junto a Tao-Chien, cuya muerte fue un inconveniente grave, pero no un obstáculo para seguir amándolo como siempre. Mi abuela Eliza es uno de esos seres destinados a un solo amor grandioso, creo que ningún otro cabe en su corazón de viuda. Después de enterrar a su marido en China junto a la tumba de Lin, su primera esposa, y de cumplir los ritos fúnebres budistas tal como él hubiera deseado, se encontró libre. Podría haber vuelto a San Francisco a vivir con su hijo Lucky y la joven esposa que este había encargado por catálogo a Shangai, pero la idea de convertirse en suegra temida y venerada equivalía a abandonarse a la vejez. No se sentía sola ni atemorizada ante el futuro, puesto que el espíritu protector de Tao-Chien anda siempre con ella; en verdad están más juntos que antes, ya no se separan ni un solo instante. Se acostumbró a conversar con su marido en voz baja, para no parecer una enajenada ante los ojos de los demás, y por las noches duerme en el lado izquierdo de la cama, para cederle el espacio de la derecha, como tenían costumbre.

El animo aventurero que la había impulsado a huir de Chile a los dieciséis años escondida en la barriga de un velero para ir a California, despertó en ella de nuevo al quedar viuda. Recordó un momento de epifanía a los dieciocho años, en plena fiebre del oro, cuando el relincho de su caballo y el primer rayo de luz del amanecer la despertaron en la inmensidad de un paisaje agreste y solitario. Esa madrugada descubrió la exaltación de la libertad. Había pasado la noche sola bajo los árboles, rodeada de mil peligros: bandidos despiadados, indios salvajes, víboras, osos y otras fieras, sin embargo por primera vez en su vida no tenía miedo. Se había criado en un corsé, restringida en cuerpo, alma e imaginación, asustada hasta de sus propios pensamientos, pero esa aventura la había soltado. Tuvo que desarrollar una fuerza que tal vez siempre tuvo, pero hasta entonces ignoraba porque no había necesitado usarla. Dejó la protección de su hogar cuando aún era una niña, siguiendo el rastro de un amante esquivo, se embarcó encinta de polizón en un barco, donde perdió al bebé y por poco pierde también la vida, llegó a California, se vistió de hombre y se dispuso a recorrerla de punta a rabo, sin más armas ni herramientas que el impulso desesperado del amor. Fue capaz de sobrevivir sola en una tierra de machos donde imperaban la ira y la violencia, en el proceso adquirió coraje y le tomó el gusto a la independencia. Aquella euforia intensa de la aventura no se le olvidó más. También por amor, vivió durante treinta años como la discreta esposa de Tao-Chien, madre y pastelera, cumpliendo con su deber, sin más horizonte que su hogar en Chinatown, pero el germen plantado en esos años de nómada permaneció intacto en su espíritu, listo para brotar en el momento propicio.

Al desaparecer Tao-Chien, único norte de su vida, el momento de navegar a la deriva había llegado. «En el fondo siempre he sido una trotamundos, lo que quiero es andar sin rumbo fijo», escribió en una carta a su hijo Lucky. Decidió, sin embargo, que antes debía cumplir la promesa que hiciera a su padre, el capitán John Sommers, de no abandonar a su tía Rose en la vejez. De Hong Kong partió a Inglaterra dispuesta a acompañar a la dama en sus últimos años; era lo mínimo que podía hacer por esa mujer que fue como su madre. Rose Sommers tenía más de setenta años y empezaba a flaquearle la salud, pero seguía escribiendo sus novelas de amor, todas más o menos iguales, convertida en la más famosa escritora romántica de la lengua inglesa. Había curiosos que viajaban de lejos para vislumbrar su menuda figura paseando al perro en el parque y decían que la reina victoria se consolaba en la viudez leyendo sus almibaradas historias de amores triunfantes.

La llegada de Eliza, a quien quería como una hija, fue un enorme consuelo para Rose Sommers, entre otras cosas porque le fallaba el pulso y cada vez le costaba más agarrar la pluma. A partir de entonces comenzó a dictarle sus novelas y más adelante, cuando también le falló la lucidez, Eliza fingía tomar notas pero en realidad las escribía ella, sin que el editor o las lectoras lo sospecharan nunca, sólo fue cuestión de repetir la fórmula. A la muerte de Rose Sommers, Eliza se quedó en la misma casita del barrio bohemio —muy valorada porque la zona se había puesto de moda— y heredó el capital acumulado por su madre adoptiva con los libritos de amor. Lo primero que hizo fue visitar a su hijo Lucky en San Francisco y conocer a sus nietos, que le parecieron bastante feos y aburridos, luego partió hacia sitios más exóticos, cumpliendo finalmente su destino de vagabunda. Era una de esas que se empeñan en trasladarse a los lugares de donde otra gente huye. Nada la satisfacía tanto como ver en su equipaje sellos y calcomanías de los países más recónditos del planeta; nada le daba tanto orgullo como coger una peste peregrina o ser mordida por algún bicho forastero. Dio vueltas durante años con sus baúles de exploradora, pero siempre volvía a la casita en Londres, donde la esperaba la carta de Severo del Valle con noticias mías. Cuando supo que Paulina del Valle ya no estaba en este mundo, decidió volver a Chile, donde había nacido, pero en el cual no había pensado durante más de medio siglo, para reencontrarse con su nieta.

Tal vez durante la larga travesía en el vapor mi abuela Eliza recordó sus primeros dieciséis años en Chile, este esbelto y airoso país; su infancia al cuidado de una india bondadosa y de la bella Miss Rose; su apacible y segura existencia hasta que apareciera el amante que la dejó encinta, la abandonó por perseguir el oro de California y nunca más dio señales de vida. Como mi abuela Eliza cree en el karma, debe haber concluido que ese largo período fue necesario para encontrarse con Tao-Chien, a quien debe amar en cada una de sus reencarnaciones, «qué idea tan poco cristiana», comentó Frederick Williams cuando traté de explicarle por qué Eliza Sommers no necesitaba a nadie.

Mi abuela Eliza me trajo de regalo un destartalado baúl, que me entregó con un guiño travieso en sus oscuras pupilas. Contenía amarillentos manuscritos firmados por Una Dama Anónima. Eran las novelas pornográficas escritas por Rose Sommers en su juventud, otro secreto de familia muy bien guardado. Las he leído cuidadosamente con animo puramente didáctico, para beneficio directo de Iván Radovic. Esa divertida literatura —¿cómo se le ocurrían tales audacias a una solterona victoriana?— y las confidencias de Nívea del Valle, me han ayudado a combatir la timidez, que al principio era un obstáculo casi insalvable entre Iván y yo. Es cierto que el día de la tormenta, cuando debíamos ir a la zarzuela y no fuimos, me adelanté a besarlo en el coche antes que el pobre hombre alcanzara a defenderse. Hasta ahí no más llegó mi atrevimiento, luego perdimos un tiempo precioso debatiéndonos entre mi tremenda inseguridad y sus escrúpulos, porque no quería «arruinar mi reputación», como decía. No fue fácil convencerlo de que mi reputación estaba bastante aporreada, antes que él apareciera en el horizonte y seguiría estándolo, porque no pensaba volver jamás donde mi marido ni renunciar a mi trabajo o mi independencia, que tan mal mirados son por estos lados. Después de la humillante experiencia con Diego, me parecía imposible inspirar deseo o amor; a mi absoluta ignorancia en materia sexual se sumaba un sentimiento de inferioridad, me creía fea, inadecuada, poco femenina; tenía vergüenza de mi cuerpo y de la pasión que Iván despertaba en mí. Rose Sommers, la lejana tía bisabuela a quien no conocí, me hizo un fantástico regalo al darme esa libertad juguetona tan necesaria para hacer el amor. Iván suele tomar las cosas demasiado en serio, su temperamento eslavo tiende a lo trágico; a veces se hunde en la desesperación porque no podremos vivir juntos hasta que mi marido se muera y para entonces seguramente ya estaremos muy viejos. Cuando esos nubarrones le oscurecen el ánimo, echo mano de los manuscritos de Una Dama Anónima, donde descubro siempre novedosos recursos para darle placer o al menos para hacerlo reír. En la tarea de entretenerlo en la intimidad, he ido perdiendo el pudor y adquiriendo una seguridad que nunca tuve. No me siento seductora, no ha llegado a tanto el efecto positivo de los manuscritos, pero al menos ya no temo tomar la iniciativa para sacar trote a Iván, quien de otro modo podría acomodarse en la misma rutina para siempre. Sería un desperdicio hacer el amor como un viejo matrimonio si ni siquiera estamos casados. La ventaja de ser amantes es que debemos cuidar mucho nuestra relación, porque todo se confabula para separarnos. La decisión de estar juntos debe ser renovada una y otra vez, eso nos mantiene ágiles.

Esta es la historia que me contó mi abuela Eliza Sommers.

Tao-Chien no se perdonó la muerte de su hija Lynn. Fue inútil que su mujer y Lucky le repitieran que no había poder humano capaz de impedir el cumplimiento del destino, que como zhong-yi había hecho lo posible y que la ciencia médica conocida era todavía impotente para prevenir o detener una de esas fatales hemorragias que despachaban a tantas mujeres durante el parto. Para Tao-Chien fue como si hubiera andado en círculos para encontrarse de nuevo donde había estado más de treinta años antes, en Hong Kong, cuando su primera esposa, Lin, dio a luz a una niña. También ella había empezado a desangrarse y en su desesperación por salvarla, ofreció al cielo cualquier cosa a cambio de la vida de Lin. El bebé había muerto a los pocos minutos y él pensó que ese había sido el precio por salvar a su mujer. Nunca imaginó que mucho más tarde, al otro lado del mundo, debería pagar de nuevo con su hija Lynn.

—No hable así, padre, por favor —le rebatía Lucky—. No se trata del trueque de una vida por otra, esas son supersticiones indignas de un hombre de su inteligencia y cultura. La muerte de mi hermana nada tiene que ver con la de su primera esposa o con usted. Estas desgracias suceden a cada rato.

—¿De qué sirven tantos años de estudio y experiencia si no pude salvarla? —se lamentaba Tao-Chien.

—Millones de mujeres mueren al dar a luz, usted hizo lo que pudo por Lynn…

Eliza Sommers estaba tan agobiada como su marido por el dolor de haber perdido a su única hija, pero además cargaba con la responsabilidad de cuidar a la pequeña huérfana. Mientras ella se dormía de pie de cansancio, Tao-Chien no dormía una pestañada; pasaba la noche meditando, dando vueltas por la casa como un sonámbulo y llorando a escondidas. No habían hecho el amor desde hacía días y, tal como estaban los ánimos en ese hogar, no se vislumbraba que pudieran hacerlo en un futuro cercano. A la semana Eliza optó por la única solución que se le ocurrió: colocó la nieta en los brazos de Tao-Chien y le anunció que ella no se hallaba capaz de criarla, que había pasado veintitantos años de su vida cuidando a sus hijos Lucky y Lynn como una esclava y no le alcanzaban las fuerzas para empezar de nuevo con la pequeña Lai-Ming. Tao-Chien se encontró a cargo de una recién nacida sin madre, a quien debía alimentar cada media hora con leche aguada mediante un gotario, porque apenas lograba tragar, y debía mecer sin descanso porque lloraba de cólicos día y noche. La criatura ni siquiera salió agradable a la vista, era minúscula y arrugada, con la piel amarilla de ictericia, las facciones aplastadas por el parto difícil y sin un solo pelo en la cabeza; pero a las veinticuatro horas de cuidarla Tao-Chien podía mirarla sin asustarse. A los veinticuatro días de llevarla en una bolsa colgada al hombro, alimentarla con el gotario y dormir con ella, empezó a parecerle graciosa. Y a los veinticuatro meses de criarla como una madre estaba completamente enamorado de su nieta y convencido de que llegaría a ser más bella aún que Lynn, a pesar de que no existía ni el menor fundamento para suponerlo. La chiquilla ya no era el molusco que había sido al nacer, pero estaba lejos de parecerse a su madre. Las rutinas de Tao-Chien, que antes se reducían a su consultorio médico y a las pocas horas de intimidad con su mujer, cambiaron por completo. Su horario giraba en torno a Lai-Ming, esa niña exigente que vivía pegada a él, a quien había que contar cuentos, hacer dormir con canciones, obligar a comer, llevar de paseo, comprarle los vestidos más lindos de las tiendas americanas y las de Chinatown, presentar a todo el mundo en la calle, porque nunca se había visto una chica tan lista, como creía el abuelo, obnubilado por el afecto.

Estaba seguro de que su nieta era un genio y para probarlo le hablaba en chino y en inglés, lo cual se sumó a la jerigonza de español que empleaba la abuela, creando una monumental confusión. Lai-Ming, respondía a los estímulos de Tao-Chien como cualquier niño de dos años pero a él le parecía que sus escasos aciertos eran prueba irrefutable de una inteligencia superior. Redujo sus horas de consulta a unas cuantas por la tarde, así podía pasar la mañana con su nieta enseñándole nuevos trucos, como a un macaco amaestrado. De mala gana permitía que Eliza la llevara al salón de té por la tarde, mientras él trabajaba, porque se le había puesto en la cabeza que podía comenzar a entrenarla en medicina desde la infancia.

—En mi familia hay seis generaciones de zhong-yi, Lai-Ming será la séptima, en vista de que tú no tienes la menor aptitud —comunicó Tao-Chien a su hijo Lucky.

—Pensé que sólo los hombres pueden ser médicos —comentó Lucky.

—Eso era antes. Lai-Ming será la primera mujer zhong-yi de la historia —replicó Tao-Chien.

Pero Eliza Sommers no permitió que llenara la cabeza a su nieta con teorías médicas a tan temprana edad; ya habría tiempo para eso más adelante, por el momento era necesario sacar a la criatura de Chinatown algunas horas al día para americanizarla. En ese punto al menos, los abuelos estaban de acuerdo, Lai-Ming debía pertenecer al mundo de los blancos, donde sin duda tendría más oportunidades que entre chinos. Tenían a su favor que la chiquilla carecía de rasgos asiáticos; había salido tan española de aspecto como la familia de su padre. La posibilidad de que Severo del Valle regresara un día con el propósito de reclamar a esa supuesta hija y llevársela a Chile resultaba intolerable, de modo que no la mencionaban; supusieron simplemente que el joven chileno respetaría lo pactado pues había dado pruebas sobradas de nobleza. No tocaron el dinero que destinó a la niña, lo depositaron en una cuenta para su futura educación. Cada tres o cuatro meses Eliza escribía una breve nota a Severo del Valle contándole de «su protegida», como la llamaba, para dejar bien claro que no le reconocía derecho de paternidad. Durante el primer año no hubo respuesta, porque él andaba perdido en su duelo y en la guerra, pero después se las arregló para contestar de vez en cuando. A Paulina del Valle no volvieron a verla, porque no regresó al salón de té y nunca cumplió su amenaza de arrebatarles a la nieta y arruinarles la existencia.

Así transcurrieron cinco años de armonía en la casa de los Chien, hasta que inevitablemente se desencadenaron los acontecimientos que habrían de destrozar a la familia. Todo comenzó con la visita de dos mujeres, que se anunciaron como misioneras presbiterianas y pidieron hablar a solas con Tao-Chien. El zhong-yi las recibió en el consultorio, porque pensó que venían por razones de salud, no había otra explicación para que dos mujeres blancas se presentaran de improviso en su casa. Parecían hermanas, Eran jóvenes, altas, rosadas, de ojos claros como el agua de la bahía y ambas tenían la misma actitud de radiante seguridad que suele acompañar al celo religioso. Se presentaron por sus nombres de pila, Donaldina y Martha, y procedieron a explicar que la misión presbiteriana en Chinatown se había conducido hasta ese momento con gran cautela y, discreción para no ofender a la comunidad budista, pero ahora contaba con nuevos miembros decididos a implantar las normas mínimas de decencia cristiana en ese sector que, como dijeron, «no era territorio chino, sino americano y no se podía permitir que allí se violaran la ley y la moral». Habían oído hablar de las sing-song girls, pero en torno al tráfico de niñas esclavas para fines sexuales existía una conspiración de silencio. Las misioneras sabían que las autoridades americanas recibían soborno y hacían la vista gorda. Alguien les había indicado que Tao-Chien sería el único con agallas suficientes para contarles la verdad y ayudarlas, por eso estaban allí.

El zhong-yi había esperado durante décadas ese momento. En su lenta labor de rescate de esas miserables adolescentes había contado solamente con la ayuda silenciosa de algunos amigos cuáqueros, quienes se encargaban de sacar a las pequeñas prostitutas de California e iniciarlas en una nueva vida lejos de los tongs y los alcahuetes. A él le tocaba comprar las que pudiera financiar en los remates clandestinos y recibir a las que estaban demasiado enfermas para servir en los burdeles; trataba de sanarles el cuerpo y consolarles el alma, pero no siempre lo conseguía, muchas se le morían entre las manos. En su casa había dos habitaciones para amparar a las sing-song girls, casi siempre ocupadas, pero Tao-Chien sentía que en la medida en que crecía la población china en California el problema de las esclavas era cada vez peor y él solo podía hacer muy poco por aliviarlo. Esas dos misioneras habían sido enviadas por el cielo; primero que nada contaban con el respaldo de la poderosa iglesia presbiteriana y segundo, eran importantes; ellas podrían movilizar la prensa, la opinión pública y las autoridades americanas para terminar con ese tráfico despiadado. De modo que les contó en detalle cómo compraban o raptaban en China a esas criaturas, cómo la cultura china menospreciaba a las niñas y era frecuente en ese país encontrar recién nacidas ahogadas en pozos o tiradas en la calle, mordidas por ratas o perros. Las familias no las querían, por eso resultaba tan fácil adquirirlas por unos centavos y traerlas a América, donde podían explotarlas por miles de dólares.

Las transportaban como animales en grandes cajones en la cala de los barcos y las que sobrevivían a la deshidratación y el cólera entraban a los Estados Unidos con falsos contratos matrimoniales. Todas eran novias a los ojos de los funcionarios de inmigración y la corta edad, el lamentable estado físico y la expresión de terror que traían, aparentemente no levantaba sospechas. Nada importaban esas muchachitas. Lo que sucediera con ellas era «cosa de los celestiales» que no incumbía a los blancos. Tao-Chien explicó a Donaldina y Martha que la expectativa de vida de las sing-song girls, una vez iniciadas en el oficio, era de tres o cuatro años: recibían hasta treinta hombres al día, morían de enfermedades venéreas, aborto, pulmonía, hambre y malos tratos; una prostituta china de veinte años era una curiosidad. Nadie llevaba un registro de sus vidas, pero como entraban al país con un documento legal, había que llevar un registro de sus muertes, en el caso improbable que alguien preguntara por ellas. Muchas se volvían locas. Eran baratas, se podían reemplazar en un abrir y cerrar de ojos, nadie invertía en su salud o en hacerlas durar.

Tao-Chien indicó a las misioneras el número aproximado de niñas esclavas en Chinatown, cuándo se llevaban a cabo los remates y dónde se ubicaban los burdeles, desde los más míseros, en los cuales las muchachitas recibían el trato de animales enjaulados, hasta los más lujosos regentados por la célebre Ah-Toy, quien se había convertido en la mayor importadora de carne fresca del país. Compraba criaturas de once años en China y en el viaje a América se las entregaba a los marineros, de modo que al llegar ya sabían decir «pague primero» y distinguir el oro verdadero del bronce, para que no las estafaran con metal de tontos. Las chicas de Ah-Toy eran seleccionadas entre las más bellas y tenían mejor suerte que las otras, cuyo destino era ser rematadas como ganado y servir a los hombres más miserables en las formas que exigieran, incluso las más crueles y humillantes. Muchas se convertían en criaturas salvajes, con la actitud de animales feroces, a quienes debían atar con cadenas a la cama y mantener aturdidas con narcóticos. Tao-Chien dio a las misioneras los nombres de los tres o cuatro comerciantes chinos de fortuna y prestigio, entre ellos su propio hijo Lucky quienes podrían ayudarlas en la tarea, los únicos que estaban de acuerdo con él en eliminar ese tipo de tráfico.

Donaldina y Martha, con manos temblorosas y ojos aguados, tomaron nota de cuanto Tao-Chien dijo, luego le dieron las gracias y al despedirse le preguntaron si podrían contar con él cuando llegara el momento de actuar.

—Haré lo que pueda —contestó el zhong-yi.

—Nosotros también, señor Chien. La misión presbiteriana no descansará hasta poner fin a esta perversión y salvar a esas pobres niñas, aunque tengamos que abrir a hachazos las puertas de esos antros de perversión —le aseguraron.

Al enterarse de lo que había hecho su padre, Lucky Chien quedó abatido por malos presagios. Conocía el ambiente de Chinatown mucho mejor que Tao y se daba cuenta que este había cometido una imprudencia irreparable. Gracias a su habilidad y simpatía, Lucky contaba con amigos en todos los niveles de la comunidad china; llevaba años realizando negocios lucrativos y ganando con mesura, pero con constancia, en las mesas de fan-tan. A pesar de su juventud se había convertido en una figura querida y respetada por todos, incluso por los tongs, que nunca lo habían molestado. Durante años había ayudado a su padre a rescatar a las sing-song girls con el tácito acuerdo de no meterse en líos mayores; entendía claramente la necesidad de discreción absoluta para sobrevivir en Chinatown, donde la regla de oro consistía en no mezclarse con los blancos —los temidos y odiados fan-güey— y resolver todo, en especial los crímenes, entre compatriotas. Tarde o temprano se sabría que su padre informaba a las misioneras y estas a las autoridades americanas. No había fórmula más segura para atraer la desgracia y toda su buena suerte no alcanzaría para protegerlos. Así se lo dijo a Tao-Chien y así ocurrió en octubre de 1885, el mes en que cumplí cinco años.

La suerte de mi abuelo se decidió el martes memorable en que las dos jóvenes misioneras acompañadas por tres fornidos policías irlandeses y el viejo periodista Jacob Freemont, especializado en crímenes, llegaron a Chinatown a plena luz de día. La actividad en la calle se detuvo y una muchedumbre se juntó para seguir a la comitiva de fan-güey, inusitada en ese barrio, que se dirigía con paso resuelto a una casa pobretona en cuya angosta puerta enrejada asomaban los rostros pintados con polvos de arroz y carmín de dos sing-song girls, ofreciéndose a los clientes con sus maullidos y sus pechos de perritas al descubierto. Al ver acercarse a los blancos las chiquillas desaparecieron en el interior con gritos de susto y en su lugar apareció una vieja furiosa que respondió a los policías con un sartal de injurias en su lengua. A una indicación de Donaldina surgió un hacha en manos de uno de los irlandeses y procedieron a echar la puerta abajo, ante el estupor de la multitud. Los blancos irrumpieron a través de la angosta puerta, se escucharon alaridos, carreras y órdenes en inglés y antes de quince minutos reaparecieron los atacantes arreando a media docena de niñas aterrorizadas, a la vieja que venía pataleando arrastrada por uno de los policías, y a tres hombres que caminaban cabizbajos a punta de pistola. En la calle se armó un barullo y algunos curiosos pretendieron avanzar amenazantes, pero se detuvieron en seco cuando sonaron varios tiros al aire. Los fan-güey subieron a las niñas y a los otros detenidos en un coche cerrado de la policía y los caballos se llevaron la carga.

El resto del día la gente de Chinatown pasó comentando lo que había ocurrido. Nunca antes la policía había intervenido en el barrio por motivos que no incumbieran directamente a los blancos. Entre las autoridades americanas existía gran tolerancia por «las costumbres de los amarillos», como las calificaban; nadie se molestaba en averiguar sobre los fumaderos de opio, los garitos de juego y mucho menos las niñas esclavas, que consideraban otra de las grotescas perversiones de los celestiales, como comer perros cocinados con salsa de soya.

El único que no demostró sorpresa, sino complacencia, fue Tao-Chien. El ilustre zhong-yi estuvo a punto de ser agredido por un par de matones de uno de los tongs en el restaurante donde siempre almorzaba con su nieta, cuando manifestó en voz suficientemente alta como para ser escuchado por encima del bochinche del local, su satisfacción de que por fin las autoridades de la ciudad tomaban cartas en el asunto de las sing-song girls. Aunque la mayoría de los comensales de las otras mesas consideraban que en una población casi enteramente masculina las chicas esclavas eran un indispensable articulo de consumo, se adelantaron a defender a Tao-Chien, porque era la figura más respetada de la comunidad. Si no es por la oportuna intervención del dueño del restaurante, se habría armado una trifulca. Tao-Chien se retiró indignado, llevándose a su nieta de una mano y en la otra su almuerzo envuelto en un trozo de papel.

Tal vez el episodio del burdel no habría tenido mayores consecuencias si dos días más tarde no se hubiera repetido en forma similar en otra calle: las mismas misioneras presbiterianas, el mismo periodista Jacob Freemont y los mismos tres policías irlandeses, pero esta vez traían cuatro oficiales más de respaldo y dos grandes perros bravos tironeando de sus cadenas. La maniobra duro ocho minutos y Donaldina y Martha se llevaron a diecisiete niñas, dos alcahuetas, un par de matones y varios clientes que salieron sujetándose los pantalones. La voz de lo que se habían propuesto la misión presbiteriana y el gobierno de los fan-güey se regó como pólvora en Chinatown y alcanzó también a las inmundas celdas donde sobrevivían las esclavas. Por primera vez en sus pobres vidas hubo un soplo de esperanza. Fueron inútiles las amenazas de molerlas a palos si se rebelaban o las cosas pavorosas que les contaron de cómo los demonios blancos se las llevaban para chuparles la sangre; desde ese momento las chicas buscaron la forma de llegar a oídos de las misioneras y en cuestión de semanas las incursiones de la policía aumentaron, acompañadas por artículos en los periódicos. Esta vez la pluma insidiosa de Jacob Freemont se puso por fin a buen servicio, sacudiendo las conciencias de los ciudadanos con su elocuente campaña sobre el horrible destino de las pequeñas esclavas en pleno corazón de San Francisco.

El viejo periodista habría de morir poco después sin alcanzar a medir el impacto de sus artículos; en cambio Donaldina y Martha verían el fruto de su celo. Dieciocho años más tarde las conocí en un viaje a San Francisco; todavía tienen la piel rosada y el mismo fervor mesiánico en la mirada, todavía recorren Chinatown a diario, siempre vigilantes, pero ya no las llaman malditas fan-güey y nadie las escupe cuando pasan. Ahora les dicen lomo, madre amorosa, y se inclinan para saludarlas. Han rescatado a miles de criaturas y eliminado el tráfico descarado de niñas, aunque no han logrado acabar con otras formas de prostitución. Mi abuelo Tao-Chien estaría muy satisfecho.

El segundo miércoles de noviembre Tao-Chien fue, como todos los días, a buscar a su nieta Lai-Ming al salón de té de su esposa en la Plaza de la Unión. La niña se quedaba con su abuela Eliza por las tardes hasta que el zhong-yi terminaba con el último paciente de su consulta y la iba a recoger. Eran sólo siete cuadras la distancia hasta la casa, pero Tao-Chien tenía la costumbre de recorrer las dos calles principales de Chinatown a esa hora, cuando se encendían los faroles de papel en las tiendas, la gente terminaba su trabajo y salía en busca de los ingredientes para la cena. Paseaba de la mano con su nieta por los mercados donde se apilaban las frutas exóticas traídas del otro lado del mar, los patos lacados colgando de sus ganchos, los hongos, insectos, mariscos, de animales y plantas que sólo podían encontrarse allí. Como nadie tenía tiempo de cocinar en su hogar, Tao-Chien escogía con cuidado los platos que llevaría para la cena, casi siempre los mismos porque Lai-Ming era muy mañosa para comer. Su abuelo la tentaba dándole a probar bocados de los deliciosos guisos cantoneses que vendían en los puestos de la calle, pero por lo general transaban siempre en las mismas variedades de chaw-mein y en las costillas de puerco.

Ese día Tao-Chien usaba por primera vez un traje nuevo, hecho por el mejor sastre chino de la ciudad, que cosía sólo para los hombres más distinguidos. Se había vestido a la americana por muchos años, pero desde que obtuviera la ciudadanía procuraba hacerlo con esmerada elegancia, como signo de respeto hacia su patria adoptiva. Se veía muy guapo en su perfecto traje oscuro, camisa laminada con corbata de plastrón, abrigo de paño inglés, sombrero de copa y guantes de cabritilla color marfil. El aspecto de la pequeña Lai-Ming contrastaba con el atuendo occidental de su abuelo, llevaba abrigadores pantalones y chaqueta de seda acolchada en brillantes tonos de amarillo y azul, tan gruesos que la niña se movía en bloque, como un oso, el pelo cogido en una apretada trenza y un gorro negro bordado a la moda de Hong Kong. Ambos llamaban la atención en la abigarrada muchedumbre, casi toda masculina, vestida con los típicos pantalones y túnicas negros, tan comunes que la población china parecía uniformada. La gente se detenía para saludar al zhong-yi, pues si no eran sus pacientes al menos lo conocían de vista y de nombre, y los mercaderes le hacían algún cariño a la nieta para congraciarse con el abuelo: un escarabajo fosforescente en su jaulita de madera, un abanico de papel, una golosina.

Al anochecer en Chinatown siempre había una atmósfera festiva, ruido de conversaciones gritadas, regateo y pregones; olía a fritanga, aliños, pescado y basura, porque los desperdicios se acumulaban al centro de la calle. El abuelo y su nieta pasearon por los locales donde habitualmente hacían sus compras, charlaron con los hombres que jugaban mah-jong sentados en las aceras, fueron al sucucho del yerbatero a recoger unas medicinas que el zhong-yi había encargado a Shangai, se detuvieron brevemente en un garito de juego para ver las mesas de fan-tan desde la puerta, porque Tao-Chien sentía fascinación por las apuestas, pero las evitaba como la peste. También bebieron una taza de té verde en la tienda del tío Lucky, donde pudieron admirar el último cargamento de antigüedades y muebles tallados que acababa de llegar, y enseguida dieron media vuelta, para rehacer el camino a paso tranquilo rumbo a su casa.

De pronto se acerco corriendo un muchacho presa de gran agitación para rogarle al zhong-yi que acudiera volando, porque había ocurrido un accidente: un hombre había sido pateado en el pecho por un caballo y estaba escupiendo sangre. Tao-Chien lo siguió a toda prisa sin soltar la mano de su nieta por una callecita lateral y luego otra y otra más, metiéndose por pasadizos estrechos en la demente topografía del barrio, hasta que se encontraron solos en un callejón sin salida apenas alumbrado por los faroles de papel de algunas ventanas, brillando como luciérnagas fantásticas. El muchacho había desaparecido. Tao-Chien alcanzó a darse cuenta de que había caído en una trampa y trató de retroceder, pero ya era tarde. De las sombras surgieron varios hombres armados de palos y lo rodearon.

El zhong-yi había estudiado artes marciales en su juventud y siempre llevaba un cuchillo al cinto debajo de la chaqueta, pero no podía defenderse sin soltar la mano de la niña. Tuvo unos instantes para preguntar qué querían, qué pasaba, y escuchar el nombre de Ah-Toy mientras los hombres en piyamas negros, con las caras cubiertas por pañuelos negros, danzaban a su alrededor; luego recibió el primer golpe en la espalda. Lai-Ming se sintió tironeada hacia atrás y trató de aferrarse a su abuelo, pero la mano querida la soltó. Vio los garrotes subir y bajar sobre el cuerpo de su abuelo, vio saltar un chorro de sangre de su cabeza, lo vio caer al suelo de boca, vio cómo seguían pegándole hasta que no era más que un bulto ensangrentado sobre los adoquines de la calle.

«Cuando trajeron a Tao en una improvisada angarilla y vi lo que habían hecho con él, algo se rompió en mil pedazos dentro de mí, como un vaso de cristal, y se derramó para siempre mi capacidad de amar. Me sequé por dentro. Nunca más he vuelto a ser la misma persona. Siento cariño por ti, Lai-Ming, también por Lucky y sus hijos, lo tuve por Miss Rose, pero amor sólo puedo sentir por Tao. Sin él nada me importa demasiado; cada día que vivo es un día menos en la larga espera para reunirme con él de nuevo», me confesó mi abuela Eliza Sommers. Agregó que tuvo lástima por mí, porque a los cinco años me tocó presenciar el martirio del ser que más quería, pero supuso que el tiempo borraría el trauma. Creyó que mi vida junto a Paulina del Valle, lejos de Chinatown, sería suficiente para hacerme olvidar a Tao-Chien. No imaginó que la escena del callejón se quedaría para siempre en mis pesadillas, tampoco que el olor, la voz y el tenue roce de las manos de mi abuelo me perseguirían despierta.

Tao-Chien llegó vivo a los brazos de su mujer, dieciocho horas más tarde recuperó el conocimiento y a los pocos días pudo hablar. Eliza Sommers había llamado a dos médicos americanos que en varias ocasiones habían recurrido a los conocimientos del zhong-yi. Lo examinaron tristemente: le habían partido la columna vertebral y en el caso improbable de que viviera, tendría medio cuerpo paralizado. La ciencia nada podía hacer por él, dijeron. Se limitaron a limpiar sus heridas, acomodar un poco los huesos rotos, coserle la cabeza y dejarle dosis masivas de narcóticos. Entretanto la nieta, olvidada de todos, se encogió en un rincón junto a la cama de su abuelo, llamándolo sin voz, sin entender por qué no le contestaba, por qué no le permitían acercarse, por qué no podía dormir acunada en sus brazos como siempre.

Eliza Sommers administró las drogas al enfermo con la misma paciencia con que intentó hacerlo tragar sopa con un embudo. No se dejó arrastrar por la desesperación, tranquila y sin llanto veló junto a su marido durante días, hasta que él pudo hablarle a través de los labios hinchados y los dientes destrozados. El zhong-yi supo sin lugar a dudas que en esas condiciones no podía ni deseaba vivir, así se lo manifestó a su mujer, pidiéndole que no le diera de comer o beber. El amor profundo y la intimidad absoluta que habían compartido por más de treinta años les permitía adivinarse mutuamente el pensamiento; no hubo necesidad de muchas palabras. Si Eliza tuvo la tentación de rogar a su marido que viviera inutilizado en una cama, sólo para no abandonarla en este mundo, se tragó las palabras, porque lo amaba demasiado para pedirle semejante sacrificio. Por su parte, Tao-Chien no debió explicar nada, porque sabía que su mujer haría lo indispensable para ayudarlo a morir con dignidad, tal como lo haría él por ella, si las cosas se hubieran dado de otro modo. Pensó que tampoco valía la pena insistir en que llevara su cuerpo a China, porque ya no le parecía realmente importante y no deseaba agregar una carga más sobre los hombros de Eliza, pero ella había decidido hacerlo de todos modos. Ninguno de los dos tenía ánimo para discutir lo que resultaba obvio. Eliza simplemente le dijo que no era capaz de dejarlo morir de hambre y sed, porque eso podía demorar muchos días, tal vez semanas, y ella no permitiría que sufriera tan larga agonía. Tao-Chien le indicó cómo hacerlo. Le dijo que fuera a su consultorio, buscara en cierto gabinete y trajera un frasco azul. Ella lo había ayudado en la clínica durante los primeros años de su relación y todavía lo hacía cuando fallaba el asistente, sabía leer los signos en chino de los recipientes y colocar una inyección.

Lucky entró a la habitación para recibir la bendición de su padre y salió enseguida, sacudido por los sollozos. «Ni Lai-Ming ni tu deben preocuparse, Eliza, porque no las voy a desamparar, siempre estaré cerca para protegerlas, nada malo podrá suceder a ninguna de las dos», murmuró Tao-Chien. Ella levantó a su nieta en brazos y la acercó al abuelo para que pudieran despedirse. La niña vio ese rostro tumefacto y se recogió asustada, pero entonces descubrió las pupilas negras que la miraban con el mismo amor seguro de siempre y lo reconoció. Se aferró a los hombros de su abuelo y mientras lo besaba y lo llamaba desesperada, lo iba mojando de lágrimas calientes, hasta que la separaron de un tirón, se la llevaron afuera y aterrizó en el pecho de su tío Lucky. Eliza Sommers volvió a la habitación donde tan feliz había sido con su marido y cerró suavemente la puerta a su espalda.

—Hice lo que debía hacer, Lai-Ming. Enseguida me acosté junto a Tao y lo besé largamente. Su último aliento se quedó conmigo…