Existe un retrato mío a los tres o cuatro años, el único de aquella época que sobrevivió los avatares del destino y la decisión de Paulina del Valle de borrar mis orígenes. Es un cartón gastado en un marco de viaje, uno de esos antiguos estuches de terciopelo y metal, tan de moda en el siglo diecinueve y que ya nadie usa. En la fotografía se puede ver una criatura muy pequeña, ataviada al estilo de las novias chinas, con una túnica larga de satén bordado y debajo un pantalón de otro tono; va calzada con delicadas zapatillas montadas sobre fieltro blanco, protegidas por una delgada lámina de madera; lleva el cabello oscuro inflado en un moño demasiado alto para su tamaño y sostenido por dos agujas gruesas, tal vez de oro o plata, unidas por una breve guirnalda de flores. La chiquilla sostiene un abanico abierto en la mano y podría estar riéndose, pero las facciones apenas se distinguen, la cara es sólo una luna clara y los ojos dos manchitas negras. Detrás de la niña se vislumbra la gran cabeza de un dragón de papel y las relucientes estrellas de fuegos artificiales. La fotografía fue tomada durante la celebración del Año Nuevo chino en San Francisco. No recuerdo ese momento y no reconozco a la niña de ese único retrato.
En cambio mi madre Lynn Sommers aparece en varias fotografías que he rescatado del olvido con tenacidad y buenos contactos. Fui a San Francisco hace unos años a conocer a mi tío Lucky y me dediqué a recorrer viejas librerías y estudios de fotógrafos buscando los calendarios y postales para los cuales posaba; todavía me llegan algunos cuando mi tío Lucky los encuentra. Mi madre era muy bonita, es todo lo que puedo decir de ella, porque tampoco la reconozco en esos retratos. No la recuerdo, por supuesto, ya que murió cuando nací, pero la mujer de los calendarios es una extraña, nada tengo de ella, no logro visualizarla como mi madre, sólo como un juego de luz y sombra sobre el papel. Tampoco parece hermana de mi tío Lucky, él es un chino paticorto y cabezón, de aspecto vulgar pero muy buena persona. Me parezco más a mi padre, tengo su tipo español; por desgracia saqué muy poco de la raza de mi extraordinario abuelo Tao-Chien. Si no fuera porque ese abuelo es la memoria más nítida y perseverante de mi vida, el amor más antiguo contra el cual se estrellan todos los hombres que he conocido porque ninguno logra igualarlo, no creería que llevo sangre china en las venas. Tao-Chien vive conmigo siempre. Puedo verlo, espigado, gallardo, siempre vestido con impecable corrección, el pelo gris, anteojos redondos y una mirada de bondad irremediable en sus ojos almendrados. En mis evocaciones siempre sonríe, a veces lo oigo cantándome en chino. Me ronda, me acompaña, me guía, tal como le dijo a mi abuela Eliza que lo haría después de su muerte. Hay un daguerrotipo de esos dos abuelos cuando eran jóvenes, antes de casarse: ella sentada en una silla de respaldar alto y él de pie detrás, ambos vestidos a la usanza americana de entonces, mirando la cámara de frente con una vaga expresión de pavor. Ese retrato, rescatado al fin, está sobre mi velador y es lo último que veo antes de apagar la lámpara cada noche, pero me hubiera gustado tenerlo conmigo en la infancia, cuando tanto necesitaba la presencia de esos abuelos.
Desde que puedo recordar, me ha atormentado la misma pesadilla. Las imágenes de ese sueño pertinaz se quedan conmigo durante horas, malográndome el día y el alma. Siempre es la misma secuencia: camino por las calles vacías de una ciudad desconocida y exótica, voy de la mano de alguien cuyo rostro nunca logro vislumbrar, sólo veo sus piernas y las puntas de unos zapatos relucientes. De pronto nos rodean niños en piyamas negros que danzan una ronda feroz. Una mancha oscura, sangre tal vez se extiende sobre los adoquines del suelo, mientras el círculo de los niños se cierra inexorable, cada vez más amenazante, en torno a la persona que me lleva de la mano. Nos acorralan, nos empujan, nos tironean, nos separan; busco la mano amiga y encuentro el vacío. Grito sin voz, caigo sin ruido y entonces despierto con el corazón desbocado.
A veces paso varios días callada, consumida por la memoria del sueño, tratando de penetrar las capas de misterio que lo envuelven a ver si descubro algún detalle, hasta entonces desapercibido, que me dé la clave de su significado. Esos días padezco una forma de fiebre fría en que el cuerpo se me cierra y mi mente queda atrapada en un territorio helado. En ese estado de parálisis estuve durante las primeras semanas en casa de Paulina del Valle. Tenía cinco años cuando me llevaron al palacete de Nob Hill y nadie se dio el trabajo de explicarme por qué de pronto mi vida daba un vuelco dramático, dónde estaban mis abuelos Eliza y Tao, quién era esa señora monumental cubierta de joyas que me observaba desde un trono con los ojos llenos de lágrimas. Corrí a meterme debajo de una mesa y allí permanecí como un perro apaleado, según me han contado.
En esa época Williams era el mayordomo de los Rodríguez de Santa Cruz —cuesta imaginarlo, en realidad— y a él se le ocurrió al día siguiente la solución de ponerme la comida en una bandeja atada con un cordel; fueron tirando del cordel de a poco y yo arrastrándome detrás de la bandeja cuando ya no podía más de hambre, hasta que lograron extraerme de mi refugio, pero cada vez que amanecía con la pesadilla volvía a esconderme bajo la mesa. Eso duró un año, hasta que nos vinimos a Chile y en el atolondramiento del viaje y de instalarnos en Santiago se me pasó esa manía.
Mi pesadilla es en blanco y negro, silenciosa e inapelable, tiene una cualidad eterna. Supongo que ya poseo suficiente información para conocer las claves de su significado, pero no por eso ha dejado de atormentarme. Por culpa de mis sueños, soy diferente, como esa gente que a causa de un mal de nacimiento o deformidad debe realizar un esfuerzo constante para llevar una existencia normal. Ellos lucen marcas visibles, la mía no se ve, pero existe, puedo compararla con ataques de epilepsia, que asaltan de repente y dejan una estela de confusión. Por la noche me acuesto con temor, no sé qué pasará mientras duermo ni cómo despertaré. He probado varios recursos contra mis demonios nocturnos, desde licor de naranja con unas gotas de opio, hasta el trance hipnótico y otras formas de nigromancia, pero nada me garantiza un sueño apacible, salvo la buena compañía. Dormir abrazada es, hasta ahora, el único remedio seguro. Debería casarme, —como me aconseja todo el mundo—, pero ya lo hice una vez y fue una calamidad, no puedo tentar al destino de nuevo. A los treinta años y sin marido soy poco menos que un esperpento, mis amigas me miran con lástima, aunque tal vez algunas envidian mi independencia. No estoy sola, tengo un amor secreto, sin ataduras ni condiciones, motivo de escándalo en cualquier parte, pero sobre todo aquí donde nos toca vivir. No soy soltera ni viuda ni divorciada, vivo en el limbo de las «separadas», donde van a parar las infortunadas que prefieren el escarnio público a vivir con un hombre que no aman. ¿De qué otro modo puede ser en Chile, donde el matrimonio es eterno e inexorable? En algunos amaneceres extraordinarios, cuando los cuerpos de mi amante y yo, húmedos de sudor y lacios de sueños compartidos todavía yacen en ese estado semiinconsciente de ternura absoluta, felices y confiados como niños dormidos, caemos en la tentación de hablar de casarnos, de irnos a otro lugar, a los Estados Unidos, por ejemplo, donde hay mucho espacio y nadie nos conoce, para vivir juntos como cualquier pareja normal, pero luego despertamos con el sol asomando en la ventana y no volvemos a mencionarlo, porque los dos sabemos que no podríamos vivir en otra parte, sólo en este Chile de cataclismos geológicos y pequeñeces humanas, pero también de ásperos volcanes y nevadas cumbres, de lagos inmemoriales sembrados de esmeraldas, de espumosos ríos y bosques fragantes, país delgado como una cinta, patria de gente pobre y todavía inocente, a pesar de tantos y tan variados abusos. Ni él podría irse, ni yo me cansaré de fotografiarlo. Me gustaría tener hijos, eso si, pero he aceptado finalmente que nunca seré madre; no soy estéril, soy fértil en otros aspectos. Nívea del Valle dice que un ser humano no se define por su capacidad reproductiva, lo cual resulta una ironía viniendo de ella, que ha dado a luz más de una docena de chiquillos. Pero no corresponde hablar aquí de los hijos que no tendré o de mi amante, sino de los eventos que determinaron quién soy. Comprendo que en la escritura de esta memoria debo traicionar a otros, es inevitable.
«Acuérdate que la ropa sucia se lava en casa», me repite Severo del Valle, quien se crio, como todos nosotros, bajo esa consigna. «Escribe con honestidad y no te preocupes de los sentimientos ajenos, porque digas lo que digas de todos modos te van a odiar», me aconseja, en cambio, Nívea. Sigamos, pues.
Ante la imposibilidad de eliminar mis pesadillas, al menos trato de sacarles algún provecho. He comprobado que después de una noche tormentosa quedo alucinada y en carne viva, un estado óptimo para la creación. Mis mejores fotografías han sido tomadas en días como esos cuando lo único que deseo es meterme bajo la mesa, tal como hacía en los primeros tiempos en casa de mi abuela Paulina. El sueño de los niños en piyamas negros me condujo a la fotografía, estoy segura de ello.
Cuando Severo del Valle me regaló una cámara, lo primero que se me ocurrió fue que si pudiera fotografiar esos demonios, los derrotaría. A los trece años lo intenté muchas veces. Inventé complicados sistemas de ruedecillas y cuerdas para activar una cámara fija mientras dormía, hasta que fue evidente que esas criaturas maléficas eran invulnerables al asalto de la tecnología. Al ser observado con verdadera atención, un objeto o un cuerpo de apariencia común se transforma en algo sagrado. La cámara puede revelar los secretos que el ojo desnudo o la mente no captan, todo desaparece salvo aquello enfocado en el cuadro. La fotografía es un ejercicio de observación y el resultado siempre es un golpe de suerte; entre los miles y miles de negativos que llenan varios cajones en mi estudio hay muy pocos excepcionales. Mi tío Lucky Chien se sentirla algo defraudado si supiera cuán poco efecto tuvo su aliento de buena suerte en mi trabajo. La cámara es un aparato simple, hasta el más inepto puede usarla.
El desafío consiste en crear con ella esa combinación de verdad y belleza que se llama arte. Esa búsqueda es sobre todo espiritual. Busco verdad y belleza en la transparencia de una hoja en otoño, en la forma perfecta de un caracol en la playa, en la curva de una espalda femenina, en la textura de un antiguo tronco de árbol, pero también en otras formas escurridizas de la realidad. Algunas veces, al trabajar con una imagen en mi cuarto oscuro, aparece el alma de una persona, la emoción de un evento o la esencia vital de un objeto, entonces la gratitud me estalla en el pecho y suelto el llanto, no puedo evitarlo. A esa revelación apunta mi oficio.
Severo del Valle dispuso de varias semanas de navegación para llorar a Lynn Sommers y meditar en lo que sería el resto de su vida. Se sentía responsable por la niña Aurora y había redactado un testamento antes de embarcarse para que la pequeña herencia que él había recibido de su padre y sus ahorros fueran directamente a ella en caso que él faltara. Entretanto ella recibirla los intereses cada mes. Sabía que los padres de Lynn la cuidarían mejor que nadie y suponía que por mucha que fuera su prepotencia, su tía Paulina no intentaría quitársela por la fuerza, porque su marido no permitiría que transformara el asunto en un escándalo público.
Sentado en la proa del barco con la vista perdida en el mar infinito, Severo concluyó que jamás se consolaría de la pérdida de Lynn. No deseaba vivir sin ella. Perecer en combate era lo mejor que podía depararle el futuro: morir pronto y rápido, era todo lo que pedía. Durante meses el amor por Lynn y su decisión de ayudarla habían ocupado su tiempo y atención, por eso postergó día a día el retorno, mientras todos los chilenos de su edad se enrolaban en masa para luchar. A bordo iban varios jóvenes con el mismo propósito suyo de incorporarse a las filas y vestir el uniforme era una cuestión de honor con quienes se juntaba para analizar las noticias de la guerra transmitidas por el telégrafo. En los cuatro años que Severo paso en California terminó por desarraigarse de su país, había respondido al llamado de la guerra como una forma de abandonarse a su duelo, pero no sentía el menor fervor bélico. Sin embargo, a medida que el barco navegaba hacia el sur se fue contagiando del entusiasmo de los demás. Volvió a pensar en servir a Chile como había deseado hacerlo en la época de la escuela, cuando discutía de política en los cafés con otros estudiantes. Suponía que sus antiguos camaradas estaban combatiendo desde hacía meses, mientras él se daba vueltas en San Francisco haciendo hora para visitar a Lynn Sommers y jugar mah-jong. ¿Cómo podría justificar semejante cobardía ante amigos y parientes? La imagen de Nívea lo asaltaba durante esas cavilaciones. Su prima no entendería la demora en regresar para defender a la patria, porque, estaba seguro, de haber sido hombre, hubiera sido la primera en partir al frente. Menos mal que con ella no cabrían explicaciones, esperaba morir acribillado antes de volver a verla; se requería mucho más valor para enfrentar a Nívea después de lo mal que se había portado con ella, que para combatir contra el más fiero enemigo.
La nave avanzaba con una lentitud desquiciante, a ese paso llegaría a Chile cuando la guerra hubiera terminado, calculaba ansioso. Estaba seguro de que la victoria sería para los suyos, a pesar de la ventaja numérica del adversario y la arrogante ineptitud del alto mando chileno. El comandante en jefe del ejército y el almirante de la escuadra eran un par de vejetes que no lograban ponerse de acuerdo para la más elemental estrategia, pero los chilenos contaban con mayor disciplina militar que los peruanos y bolivianos. «Fue necesario que Lynn muriera para que yo decidiera volver a Chile a cumplir con mi deber patriótico, soy un piojo», mascullaba para sus adentros, avergonzado.
El puerto de Valparaíso brillaba en la luz radiante de diciembre cuando el vapor ancló en la bahía. Al entrar en las aguas territoriales del Perú y de Chile se habían divisado algunos buques de las escuadras de ambos países en maniobras, pero mientras no atracaron en Valparaíso no tuvieron evidencia de la guerra. El aspecto del puerto era muy distinto a lo que Severo recordaba. La ciudad estaba militarizada, había tropas acantonadas esperando transporte, la bandera chilena flameaba en los edificios y se notaba gran agitación de botes y remolcadores alrededor de varias naves de la armada, en cambio escaseaban los barcos de pasajeros. El joven había anunciado a su madre la fecha de su llegada, pero no esperaba verla en el puerto, porque desde hacía un par de años ella vivía en Santiago con los hijos menores y el viaje desde la capital resultaba muy pesado. Por lo mismo no se dio la molestia de otear el muelle en busca de gente conocida, como hacían la mayoría de los pasajeros. Tomó su maletín, le pasó unas monedas a un marinero para que se hiciera cargo de sus baúles y descendió por la plancha respirando a pleno pulmón el aire salino de la ciudad donde había nacido. Al pisar tierra tambaleaba como borracho; durante las semanas de navegación se había acostumbrado al vaivén de las olas y ahora le costaba caminar sobre suelo firme. Llamó a un cargador con un silbido, para que lo ayudara con el equipaje y se dispuso a buscar un coche que lo condujera a la casa de su abuela Emilia, donde pensaba quedarse un par de noches hasta que pudiera incorporarse al ejército. En ese momento sintió que le tocaban el brazo. Se volvió sorprendido y se encontró cara a cara con la última persona que deseaba ver en este mundo: su prima Nívea. Necesitó un par de segundos para reconocerla y reponerse de la impresión. La muchacha que dejara cuatro años antes se había transformado en una mujer desconocida, siempre baja, pero mucho más delgada y de cuerpo bien formado. Lo único que permanecía intacta, era la expresión inteligente y concentrada de su rostro. Llevaba un vestido de verano de tafetán azul y un sombrero de pajilla con un gran lazo de organdí blanco atado bajo la barbilla, enmarcando su cara ovalada, de facciones finas, donde los ojos negros brillaban inquietos y juguetones. Estaba sola. Severo no atinó a saludarla, se quedó mirándola con la boca abierta hasta que le volvió la lucidez y logró preguntarle, turbado, si había recibido su última carta, refiriéndose a aquella en la que le anunciaba su matrimonio con Lynn Sommers. Como no le había escrito desde entonces, supuso que nada sabía de la muerte de Lynn o el nacimiento de Aurora, su prima no podía adivinar que se había convertido en viudo y padre sin haber sido nunca marido.
—De eso hablaremos después, por ahora déjame darte la bienvenida. Tengo un coche esperando —lo interrumpió ella.
Una vez que los baúles fueron colocados en el carruaje Nívea dio orden al cochero de conducirlos a paso lento por la cornisa del mar, eso les daba tiempo para hablar antes de llegar a la casa, donde lo esperaba el resto de la familia.
—Me he portado como un desalmado contigo, Nívea. Lo único que puedo decir a mi favor es que jamás quise hacerte sufrir —murmuró Severo sin atreverse a mirarla.
—Reconozco que estaba furiosa contigo, Severo, tenía que morderme la lengua para no maldecirte, pero ya no tengo rencor. Creo que has sufrido más que yo. De verdad siento mucho lo ocurrido a tu mujer.
—¿Cómo sabes lo que pasó?
—Recibí un telegrama con la noticia, venía firmado por un tal Williams.
—La primera reacción de Severo del Valle fue de ira; cómo se atrevía el mayordomo a inmiscuirse de esa manera en su vida privada, pero luego no pudo evitar un impulso de gratitud porque ese telegrama le ahorraba explicaciones dolorosas.
—No espero que me perdones, sólo que me olvides, Nívea. Tú, más que nadie, mereces ser feliz…
—¿Quién te dijo que deseo ser feliz, Severo? Es el último adjetivo que emplearía para definir el futuro al cual aspiro. Quiero una vida interesante, aventurera, diferente, apasionada, en fin, cualquier cosa antes que feliz.
—¡Ay, prima, es maravilloso comprobar cuán poco has cambiado! En todo caso, dentro de un par de días estaré marchando con el ejército hacia el Perú y francamente espero morir con las botas puestas, porque mi vida ya no tiene sentido.
—¿Y tu hija?
—Veo que Williams te dio todos los detalles. ¿Te dijo también que no soy el padre de esa niña? —preguntó Severo.
—¿Quién es?
—No importa. Para efectos legales es mi hija. Está en manos de sus abuelos y no le faltará dinero, la he dejado bien resguardada.
—¿Cómo se llama?
—Aurora.
—Aurora del Valle… bonito nombre. Trata de volver entero de la guerra, Severo, porque cuando nos casemos esa niña seguramente se convertirá en nuestra primera hija —dijo Nívea sonrojándose.
—¿Cómo dijiste?
—Te he esperado toda mi vida, bien puedo seguir esperando. No hay apuro, tengo muchas cosas que hacer antes de casarme. Estoy trabajando.
—¡Trabajando! ¿Por qué? —exclamó Severo escandalizado, pues ninguna mujer en su familia o en cualquier otra familia que conociera trabajaba.
—Para aprender. Mi tío José Francisco me contrató para que organice su biblioteca y me da permiso para leer todo lo que quiera. ¿Te acuerdas de él?
—Lo conozco muy poco, ¿no es el que se casó con una heredera y tiene un palacio en Viña del Mar?
—El mismo, es pariente de mi madre. No conozco un hombre más sabio ni más bueno y además buen mozo, aunque no tanto como tú —se rio ella.
—No te burles, Nívea.
—¿Era bonita tu mujer? —preguntó la muchacha.
—Muy bonita.
—Tendrás que pasar por tu duelo. Severo. Tal vez la guerra sirva para eso. Dicen que las mujeres muy bellas son inolvidables, espero que aprendas a vivir sin ella, aunque no la olvides. Rezaré para que vuelvas a enamorarte y ojalá sea de mí… —musitó Nívea tomándole una mano.
Y entonces Severo del Valle sintió un dolor terrible en el tórax, como un lanzazo atravesándole las costillas, y un sollozo se le escapó entre los labios seguido por un llanto incontrolable que lo sacudía entero, mientras repetía hipando el nombre de Lynn, Lynn, mil veces Lynn. Nívea lo atrajo sobre su pecho y lo rodeó con sus delgados brazos, dándole palmaditas de consuelo en la espalda, como a un niño.
La Guerra del Pacífico empezó en el mar y continuó por tierra, combatiendo cuerpo a cuerpo con bayonetas caladas y cuchillos corvos en los más áridos e inclementes desiertos del mundo, en las provincias que hoy conforman el norte de Chile, pero antes de la guerra pertenecían al Perú y Bolivia. Los ejércitos peruano y boliviano estaban escasamente preparados para tal contienda, eran poco numerosos, mal armados y el sistema de abastecimiento fallaba tanto, que algunas batallas y escaramuzas se decidieron por falta de agua para beber o porque las ruedas de las carretas cargadas con cajones de balas se enterraban en la arena. Chile era un país expansionista, con una economía sólida, dueño de la mejor escuadra de América del Sur y un ejército de más de setenta mil hombres. Tenía reputación de civismo en un continente de caudillos rústicos, corrupción sistemática y revoluciones sangrientas; la austeridad del carácter chileno y la solidez de sus instituciones eran la envidia de las naciones vecinas, sus escuelas y universidades atraían a profesores y estudiantes extranjeros. La influencia de inmigrantes ingleses, alemanes y españoles había logrado imponer cierta temperanza en el arrebatado temperamento criollo. El ejercito recibía instrucción prusiana y no conocía la paz, pues durante los años previos a la Guerra del Pacífico se había mantenido con las armas en la mano combatiendo al sur del país a los indios en la zona llamada La Frontera, porque hasta allí había llegado el brazo civilizador y más allá empezaba el impredecible territorio indígena donde hasta hacía muy poco sólo se habían aventurado los misioneros Jesuitas. Los formidables guerreros araucanos, que llevaban luchando sin tregua desde los tiempos de la conquista, no se doblegaban ante las balas ni las peores atrocidades, pero iban cayendo uno a uno a punta de alcohol. Peleando contra ellos los soldados se entrenaron en ensañamiento. Pronto peruanos y bolivianos aprendieron a temer a los chilenos, enemigos sanguinarios capaces de pasar a cuchillo y bala a los heridos y a los prisioneros. A su paso los chilenos despertaban tanto odio y temor, que provocaron una violenta antipatía internacional, con la consecuente serie interminable de reclamaciones y litigios diplomáticos, exacerbando en sus adversarios la decisión de luchar hasta la muerte, puesto que de poco les servía rendirse. Las tropas peruanas y bolivianas estaban compuestas por un puñado de oficiales, contingentes de soldados regulares mal pertrechados y masas de indígenas reclutados a la fuerza, que apenas sabían por qué combatían y a la primera oportunidad desertaban. En cambio las filas chilenas contaban con una mayoría de civiles, tan encarnizados en combate como los militares, que peleaban por pasión patriótica y no se rendían. A menudo las condiciones resultaban infernales. Durante la marcha por el desierto se arrastraban en una nube de polvo salobre, muertos de sed, con la arena hasta medio muslo, un sol despiadado reverberando sobre sus cabezas y el peso de sus mochilas y municiones al hombro, aferrados a sus fusiles, desesperados. La viruela, el tifus y las tercianas los diezmaban; en los hospitales militares había más enfermos que heridos en combate. Cuando Severo del Valle se unió al ejército, sus compatriotas ocupaban Antofagasta —única provincia marítima de Bolivia— y las peruanas de Tarapacá, Arica y Tacna. A mediados de 1880 murió de un ataque cerebral en plena campaña del desierto el ministro de guerra y marina, sumiendo al gobierno en total desconcierto. Por fin el Presidente nombró en su lugar a un civil, don José Francisco Vergara, el tío de Nívea, viajero incansable y lector voraz, a quien le tocó empuñar el sable a los cuarenta y seis años para dirigir la guerra. Fue de los primeros en observar que mientras Chile avanzaba a la conquista del norte, Argentina calladamente les iba arrebatando la Patagonia al sur, pero nadie le hizo caso, porque consideraban ese territorio tan inútil como la luna. Vergara era brillante, de modales finos y gran memoria, todo le interesaba, desde la botánica hasta la poesía, era incorruptible y carecía por completo de ambición política. Planeó la estrategia bélica con la misma tranquila minuciosidad con que manejaba sus negocios. A pesar de la desconfianza de los uniformados y ante la sorpresa de todo el mundo, condujo a las tropas chilenas directamente hasta Lima. Tal como dijo su sobrina Nívea: «La guerra es un asunto demasiado serio para entregárselo a los militares». La frase salió del seno de la familia y se convirtió en uno de aquellos juicios lapidarios que pasan a formar parte del anecdotario histórico de un país.
Al finalizar el año los chilenos se preparaban para el asalto final a Lima. Severo del Valle llevaba once meses combatiendo, sumido en la mugre, la sangre y la más despiadada barbarie. En ese tiempo el recuerdo de Lynn Sommers quedó hecho jirones, ya no soñaba con ella, sino con los cuerpos destrozados de los hombres con los cuales había compartido el rancho el día anterior. La guerra era más que nada marcha forzada y paciencia; los momentos de combate resultaban casi un alivio en el tedio de movilizarse y de esperar. Cuando podía sentarse a fumar un cigarrillo, aprovechaba para escribir unas líneas a Nívea en el mismo tono de camaradería que siempre usó con ella. No hablaba de amor, pero poco a poco iba comprendiendo que ella sería la única mujer en su vida y que Lynn Sommers había sido sólo una prolongada fantasía. Nívea le escribía con regularidad, aunque no todas sus cartas llegaban a destino, para contarle de la familia, de la vida en la ciudad, de sus raros encuentros con su tío José Francisco y los libros que él le recomendaba. También le comentaba la transformación espiritual que la sacudía, cómo se iba alejando de algunos ritos católicos que le parecían muestras de paganismo, para buscar las raíces de un cristianismo más filosófico que dogmático. Le preocupaba que Severo, inmerso en un mundo tosco y cruel, perdiera contacto con su alma y se transformara en un ser desconocido. La idea de que él estuviera obligado a matar le resultaba intolerable. Trataba de no pensar en eso, pero los relatos de soldados atravesados a cuchillo, de los cuerpos decapitados, de las mujeres violadas y los niños ensartados en bayonetas eran imposibles de ignorar. ¿Tomaría Severo parte en esas atrocidades? ¿Podría un hombre que es testigo de tales hechos reintegrarse a la paz, convertirse en esposo y padre de familia? ¿Podría ella amarlo a pesar de todo? Severo del Valle se hacía las mismas preguntas mientras su regimiento se aprontaba para atacar, a pocos kilómetros de la capital del Perú. A finales de diciembre el contingente chileno se encontraba listo para la acción en un valle al sur de Lima. Se habían preparado con esmero, contaban con un ejército numeroso, mulas y caballos, municiones, víveres y agua, varios barcos a vela para transporte de las tropas, además de cuatro hospitales ambulatorios de seiscientas camas y dos barcos convertidos en hospitales bajo la bandera de la Cruz Roja. Uno de los comandantes llegó a pie con su brigada intacta, después de cruzar infinitos pantanos y montes, y se presento como un príncipe mogol con un séquito de mil quinientos chinos con sus mujeres, sus niños y sus animales. Cuando los vio, Severo del Valle creyó ser víctima de una alucinación. El pintoresco comandante había reclutado a los chinos por el camino, eran inmigrantes que trabajaban en condiciones de esclavitud y, cogidos entre dos fuegos y sin lealtades particulares por ningún bando, decidieron unirse a las fuerzas chilenas. Mientras los cristianos oían misa antes de entrar en combate, los asiáticos organizaron su propia ceremonia, luego los capellanes militares rociaron a todo el mundo con agua bendita. «Esto parece un circo», escribió ese día Severo a Nívea, sin sospechar que sería su última carta. Alentando a los soldados y dirigiendo el embarque de miles y miles de hombres, animales, cañones y provisiones estaba el ministro Vergara en persona, de pie desde las seis de la mañana bajo un sol abrasador, hasta bien entrada la noche.
Los peruanos habían organizado dos líneas de defensa a pocos kilómetros de la ciudad en lugares de difícil acceso para los asaltantes. A los cerros escarpados y arenosos se sumaban fuertes, parapetos, baterías y trincheras protegidas por sacos de arena para los tiradores. Además habían instalado minas disimuladas en la arena, que estallaban al contacto de los detonantes. Las dos líneas de defensa estaban unidas entre si y con la ciudad de Lima por ferrocarril para garantizar transporte de tropas, heridos y provisiones. Tal como Severo del Valle y sus camaradas sabían desde antes de iniciar el ataque a mediados de enero de 1881, la victoria —si ocurría— sería a costa de muchas vidas.
Aquella tarde de enero las tropas estaban listas para la marcha sobre la capital del Perú. Después de servir la comida y desmontar el campamento, quemaron los entablados que habían servido de habitación y se dividieron en tres grupos con la intención de asaltar las defensas enemigas por sorpresa, amparados por la espesa neblina. Iban en silencio, cada uno con su pesado equipo a la espalda y los fusiles listos, dispuestos a atacar «de frente y a la chilena», como habían decidido los generales, conscientes de que el arma más poderosa a su haber era la temeridad y fiereza de los soldados embriagados de violencia. Severo del Valle había visto circular las cantimploras con aguardiente y pólvora, una mezcla incendiaria que dejaba las tripas en llamas, pero otorgaba un valor indomable. La había probado una vez, pero después pasó dos días atormentado por vómitos y dolor de cabeza, así es que prefería soportar el combate en frio. La marcha en el silencio y la negrura de la pampa le pareció interminable, a pesar de los breves momentos de pausa. Pasada la medianoche se detuvo la inmensa muchedumbre de soldados para descansar por una hora. Pensaban caer sobre un balneario próximo a Lima antes que aclarara el día, pero las órdenes contradictorias y la confusión de los comandantes arruinaron el plan. Poco se sabía sobre la situación de las filas de la vanguardia, donde aparentemente ya se había iniciado la batalla, eso obligó a la tropa agotada a continuar sin un respiro. Siguiendo el ejemplo de los demás, Severo se desprendió de la mochila, la manta y el resto de sus pertrechos, alistó el arma con la bayoneta y echó a correr a ciegas hacia adelante gritando a pleno pulmón como fiera rabiosa, pues ya no se trataba de coger al enemigo por sorpresa, sino de espantarlo. Los peruanos los estaban esperando y apenas los tuvieron a tiro dejaron caer sobre ellos una andanada de plomo. A la niebla se sumó el humo y el polvo, cubriendo el horizonte con un manto impenetrable, mientras el aire se llenaba de pavor con las cornetas llamando a la carga, el chivateo y los alaridos de combate, los aullidos de los heridos, los relinchos de las cabalgaduras y el rugido de los cañonazos. El suelo estaba minado, pero los chilenos avanzaban de todos modos con el salvaje grito «¡a degüello!» en los labios. Severo del Valle vio volar hechos pedazos a dos de sus compañeros, que pisaron un detonante a pocos metros de distancia. No alcanzó a calcular que la próxima explosión podía tocarle a él, no había tiempo de pensar en nada porque ya los primeros húsares saltaban sobre las trincheras enemigas, caían en las fosas con los cuchillos corvos entre los dientes y las bayonetas caladas, masacrando y muriendo entre chorros de sangre. Los peruanos sobrevivientes retrocedieron y los atacantes comenzaron a escalar las colinas, forzando las defensas escalonadas en las laderas. Sin saber lo que hacía, Severo del Valle se encontró sable en mano destrozando a un hombre, luego disparando a quemarropa en la nuca de otro que huía. La furia y el horror se habían apoderado por completo de él; como todos los demás, se había convertido en una bestia. Tenía el uniforme roto y cubierto de sangre, un pedazo de tripa ajena le colgaba de una manga, ya no le salía voz de tanto gritar y maldecir, había perdido el miedo y la identidad, era sólo una máquina de matar, repartiendo golpes sin ver dónde caían, con la única meta de llegar al tope del cerro.
A las siete de la mañana, después de dos horas de batalla, la primera bandera chilena flameaba sobre una de las cumbres y Severo, de rodillas sobre la colina, vio una multitud de soldados peruanos que se retiraban en desbandada para enseguida reunirse en el patio de una hacienda, donde recibieron en formación la carga frontal de la caballería chilena. En pocos minutos aquello era un infierno. Severo del Valle, que se acercaba corriendo, veía el brillo de los sables en el aire y escuchaba la balacera y los alaridos de dolor. Cuando alcanzó la hacienda ya los enemigos corrían perseguidos de nuevo por las tropas chilenas. En eso le llegó la voz de su comandante indicándole que agrupara a los hombres de su destacamento para atacar al pueblo. La breve pausa, mientras se organizaban las filas, le dio un momento de respiro; se dejó caer al suelo, con la frente en tierra, acezando, tembloroso, las manos agarrotadas en su arma. Calculó que el avance era una locura, porque su regimiento solo no podría hacer frente a las numerosas tropas enemigas atrincheradas en las casas y edificios, habría que pelear puerta a puerta; pero su misión no era pensar, sino obedecer las órdenes de su superior y reducir el poblado peruano a escombro, ceniza y muerte. Minutos más tarde iba al trote a la cabeza de sus compañeros, mientras los proyectiles pasaban silbando a su alrededor. Entraron en dos columnas, una por cada lado de la calle principal. La mayor parte de los habitantes había huido a la voz de «¡vienen los chilenos!», pero los que se quedaron estaban decididos a combatir con lo que tuvieran a mano, desde cuchillos de cocina hasta ollas con aceite hirviendo que lanzaban desde los balcones. El regimiento de Severo tenía instrucciones de ir casa por casa hasta desocupar el pueblo, tarea nada fácil porque estaba lleno de soldados peruanos parapetados en los techos, los árboles, las ventanas y los umbrales de las puertas. Severo tenía la garganta seca y los ojos inflamados, apenas veía a un metro de distancia; el aire, denso de humo y polvo, se había puesto irrespirable, era tal la confusión que nadie sabía qué hacer, simplemente imitaban al que iba adelante. De súbito sintió a su alrededor una granizada de balas y comprendió que no podía seguir avanzando, debía buscar resguardo. De un culatazo abrió la puerta más cercana e irrumpió en la vivienda con el sable en alto, cegado por el contraste entre el sol abrasador de afuera y la penumbra interior. Necesitaba unos minutos para cargar su fusil, pero no los tuvo: un alarido desgarrador lo paralizó de sorpresa y vislumbró una figura que había estado agazapada en un rincón y ahora se alzaba ante él blandiendo un hacha. Alcanzó a protegerse la cabeza con los brazos y echar el cuerpo hacia atrás. El hacha cayó como un relámpago sobre su pie izquierdo, clavándolo en el suelo. Severo del Valle no supo lo que había pasado, reaccionó por puro instinto. Con todo el peso de su cuerpo empujó el fusil con la bayoneta calada, la ensartó en el vientre de su atacante y luego la levantó con un esfuerzo brutal. Un chorro de sangre le dio en plena cara. Y entonces se dio cuenta de que el enemigo era una muchacha. La había abierto en canal y ella, de rodillas, se sujetaba los intestinos que empezaban a vaciarse en el piso de tablas. Los ojos de ambos se cruzaron en una mirada interminable, sorprendidos, preguntándose en el silencio eterno de ese instante quiénes eran, por qué se enfrentaban de ese modo, por qué se desangraban por qué debían morir. Severo quiso sostenerla, pero no pudo moverse y sintió por primera vez el dolor terrible en el pie, que subía como una lengua de fuego por la pierna hasta, el pecho. En ese instante otro soldado chileno irrumpió en la vivienda, de una mirada evaluó la situación y sin vacilar le disparó a quemarropa a la mujer, que de todos modos ya estaba muerta, luego cogió el hacha y de un tirón formidable liberó a Severo. «¡Vamos, teniente, hay que salir de aquí, la artillería va a empezar a disparar!», lo conminó, pero Severo perdía sangre a borbotones, se desvanecía, volvía a recuperar el conocimiento por unos instantes y luego volvía a rodearlo la oscuridad. El soldado le puso su cantimplora en la boca y lo obligó a beber un trago largo de licor, luego improvisó un torniquete con un pañuelo atado debajo de la rodilla, se echó al herido a la espalda y lo sacó a la rastra. Afuera otras manos lo ayudaron y cuarenta minutos más tarde, mientras la artillería chilena barría a cañonazos aquel poblado, dejando escombro y hierros torcidos donde estuvo el apacible balneario, Severo aguardaba en el patio del hospital junto a centenares de cadáveres destrozados y miles de heridos tirados en charcos y hostigados por las moscas, que llegara la muerte o lo salvara un milagro. El sufrimiento y el miedo lo aturdían, a ratos se iba a pique en misericordioso desmayo y cuando resucitaba veía el cielo tornarse negro. Al calor abrasante del día siguió el frío húmedo de la camanchaca, que envolvió la noche en su manto de espesa neblina. En los momentos de lucidez se acordaba de las oraciones aprendidas en la infancia y rogaba por una muerte rápida, mientras la imagen de Nívea se le aparecía como un ángel, creía verla inclinada sobre él, sosteniéndolo, limpiándole la frente con un pañuelo mojado, diciéndole palabras de amor. Repetía el nombre de Nívea clamando sin voz por un vaso de agua.
La batalla para conquistar Lima terminó a las seis de la tarde. En los días siguientes, cuando pudieron sacar la cuenta de los muertos y heridos, calcularon que un veinte por ciento de los combatientes de ambos ejércitos perecieron en esas horas. Muchos más morirían después a consecuencia de las heridas infectadas. Improvisaron los hospitales de campaña en una escuela y en carpas diseminadas en las cercanías. El viento arrastraba el hedor de carroña a kilómetros de distancia. Los médicos y enfermeros, exhaustos, atendían a los que llegaban en la medida de sus posibilidades, pero había más de dos mil quinientos heridos entre las filas chilenas y se calculaban por lo menos siete mil entre los sobrevivientes de las tropas peruanas. Los heridos se acumulaban en los pasillos y en los patios, tirados por el suelo, hasta que les llegara su turno. Los más graves eran atendidos primero y Severo del Valle no estaba agonizando aún, a pesar de la tremenda pérdida de fuerza, sangre y esperanza, así es que los camilleros lo postergaban una y otra vez para dar paso a otros. El mismo soldado que se lo echó al hombro para llevarlo hasta el hospital le rasgó la bota con su cuchillo, le quitó la camisa ensopada y con ella improvisó un tapón para el pie destrozado porque no había a mano ni vendajes, ni medicamentos, ni fenol para desinfectar, ni opio, ni cloroformo, todo se había agotado o perdido en el desorden de la contienda. «Suéltese el torniquete de vez en cuando, para que no se le gangrene la pierna, teniente», le recomendó el soldado. Antes de despedirse le deseó buena suerte y le regaló sus más preciadas posesiones: un paquete de tabaco y su cantimplora con los restos del aguardiente.
Severo del Valle no supo cuánto tiempo estuvo en ese patio, tal vez un día, tal vez dos. Cuando finalmente lo recogieron para conducirlo donde el médico, estaba inconsciente y deshidratado, pero al moverlo el dolor fue tan terrible que despertó con un aullido. «Aguante, teniente, mire que todavía le falta lo peor», dijo uno de los camilleros. Se encontró en una sala grande, con el suelo cubierto de arena, donde cada tanto un par de ordenanzas vaciaba nuevos baldes de arena para absorber la sangre y se llevaba en los mismos baldes los miembros amputados para quemarlos afuera en una pira enorme, que impregnaba el valle de olor a carne chamuscada. En cuatro mesas de madera cubiertas por planchas metálicas operaban a los infortunados soldados, por el suelo había cubetas con agua rojiza donde enjuagaban las esponjas para restañar los cortes y pilas de trapos rasgados en tiras para usar como vendajes, todo sucio y salpicado de arena y aserrín. Sobre una mesa lateral había desplegados pavorosos instrumentos de tortura, —tenazas, tijeras, sierras, agujas— manchados de sangre seca. Los alaridos de los operados llenaban el ámbito y el olor a descomposición, vómitos y excremento era irrespirable. El médico resultó ser un inmigrante de los Balcanes con el aire de dureza, seguridad y rapidez de un cirujano experto. Llevaba una barba de dos días, tenía los ojos rojos de fatiga y vestía un grueso delantal de cuero cubierto de sangre fresca. Quitó el improvisado vendaje del pie de Severo, soltó el torniquete y le bastó una mirada para ver que había comenzado la infección y decidirse por la amputación. No cabía duda de que en esos días había cortado muchos miembros, porque no pestañeó.
—¿Tiene algo de licor, soldado? —preguntó con evidente acento extranjero.
—Agua… —clamó Severo del Valle con la lengua reseca.
—Después tomará agua. Ahora necesita algo que lo atonte un poco, pero aquí ya no tenemos ni una gota de licor —dijo el médico. Severo señaló la cantimplora. El doctor lo obligó a beber tres chorros largos, explicándole que no contaban con anestesia, y usó el resto para empapar unos trapos y limpiar sus instrumentos, luego hizo una señal a los ordenanzas, que se colocaron a ambos lados de la mesa para sujetar al paciente.
Esta es mi hora de la verdad; alcanzó a pensar en Nívea y trató de imaginar morirse con la imagen en el corazón de la muchacha que había destripado de un bayonetazo. Un enfermero colocó un nuevo torniquete y sujetó firmemente la pierna a la altura del muslo. El cirujano cogió un escalpelo, lo hundió veinte centímetros bajo la rodilla y mediante un hábil movimiento circular cortó la carne hasta la tibia y el peroné. Severo del Valle bramó de dolor y enseguida perdió el conocimiento, pero los ordenanzas no lo soltaron, sino que con más determinación lo mantuvieron clavado sobre la mesa, mientras el médico echaba hacia atrás con los dedos la piel y los músculos, descubriendo los huesos; enseguida cogió una sierra y de tres certeras pasadas los seccionó. El enfermero extrajo del muñón los vasos cortados y el doctor los fue ligando con increíble destreza, luego soltó de a poco el torniquete mientras iba cubriendo con carne y piel el hueso amputado y cosiendo. Enseguida lo vendaron rápidamente y lo llevaron en vilo a un rincón de la sala para dar paso a otro herido que llegó aullando a la mesa del cirujano. Toda la operación había durado menos de seis minutos.
En los días que siguieron a esa batalla las tropas chilenas entraron a Lima. Según los partes oficiales que se publicaron en los periódicos de Chile, lo hicieron ordenadamente; según consta en la memoria de los limeños, fue una carnicería, que se sumó a los desmanes de los soldados peruanos derrotados y furiosos, porque se sentían traicionados por sus jefes. Una parte de la población civil había huido y las familias pudientes buscaron seguridad en los barcos del puerto, en los consulados y en una playa protegida por marinería extranjera, donde el cuerpo diplomático había instalado carpas para acoger a los refugiados bajo banderas neutrales. Los que se quedaron para defender sus posesiones habrían de recordar para el resto de sus vidas las escenas infernales de la soldadesca borracha y enloquecida de violencia. Saquearon y quemaron las casas, violaron, golpearon y asesinaron a quien se les puso por delante, incluyendo mujeres, niños y ancianos. Finalmente una parte de los regimientos peruanos soltó las armas y se rindió, pero muchos soldados se dispersaron en desbandada hacia la sierra. Dos días después el general peruano Andrés Cáceres salía de la ciudad ocupada con una pierna destrozada, ayudado por su mujer y un par de fieles oficiales, para perderse en los vericuetos de las montañas. Había jurado que mientras le quedara un soplo de aliento seguiría combatiendo.
En el puerto del Callao los capitanes peruanos ordenaron a las tripulaciones abandonar los barcos y encendieron el polvorín, hundiendo la totalidad de su flota. Las explosiones despertaron a Severo del Valle y se encontró en un rincón, sobre la arena inmunda de la sala de operaciones, junto a otros hombres que, como él, acababan de pasar por el suplicio de la amputación. Alguien le había puesto encima una manta y al lado una cantimplora con agua, estiró la mano pero temblaba tanto que no pudo destaparla y se quedó con ella apretada contra el pecho, gimiendo, hasta que se acercó una joven cantinera, se la abrió y lo ayudó a llevársela a los labios secos. Bebió todo el contenido de un tirón y luego, instruido por la mujer, que había combatido junto a los hombres durante meses y sabía tanto de cuidar heridos como los médicos, se echó a la boca un puñado de tabaco y lo mascó ávidamente para amortiguar los espasmos del choc post-operatorio. «Matar cuesta poco, sobrevivir es lo que cuesta, hijito. Si te descuidas, la muerte te lleva a traición», le advirtió la cantinera. «Tengo miedo», trató de decir Severo y ella tal vez no oyó su balbuceo pero adivinó su terror, porque se quito una medallita de plata del cuello y se la puso entre las manos. «Que la Virgen te ayude», murmuró e inclinándose lo besó brevemente en los labios antes de irse. Severo se quedó con el roce de esos labios y la medalla apretada en su palma. Tiritaba, le castañeteaban los dientes y ardía de fiebre; se dormía o se desmayaba a ratos y cuando recuperaba la conciencia el dolor lo atontaba. Horas después volvió la misma cantinera de trenzas morenas y le entregó unos trapos mojados para que se limpiara el sudor y la sangre seca y un plato de latón con una papilla de maíz, un trozo de pan duro y un tazón de café de achicoria, un líquido tibio y oscuro que ni siquiera intentó tocar, porque la debilidad y las náuseas se lo impidieron. Escondió la cabeza bajo la manta, abandonado al sufrimiento y la desesperación, gimiendo y llorando como un niño hasta que se durmió de nuevo.
«Has perdido mucha sangre, hijo mío, si no comes te mueres», lo despertó un capellán que andaba por allí repartiendo consuelo entre los heridos y la extremaunción entre los moribundos. Entonces Severo del Valle se acordó que había ido a la guerra a morir. Ese fue su propósito cuando perdió a Lynn Sommers, pero ahora que la muerte estaba allí, inclinada sobre él como un buitre, esperando su oportunidad para darle el zarpazo final, el instinto de la vida lo remeció. Las ganas de salvarse eran superiores al quemante tormento que lo traspasaba desde la pierna hasta la última fibra del cuerpo, más fuertes que la angustia, la incertidumbre y el terror. Comprendió que lejos de echarse a morir, deseaba desesperadamente permanecer en el mundo, vivir en cualquier estado y condición, de cualquier manera, cojo, derrotado, nada importaba con tal de seguir en este mundo. Como cualquier soldado, sabía que sólo uno de cada diez amputados lograba sobreponerse a la pérdida de sangre y a la gangrena, no había forma de evitarlo, todo era cuestión de suerte. Decidió que él sería uno de aquellos sobrevivientes. Pensó que su maravillosa prima Nívea merecía un hombre entero y no un mutilado, no deseaba que ella lo viera convertido en un guiñapo, no podría tolerar su compasión. Sin embargo al cerrar los ojos volvió a surgir la muchacha a su lado, vio a Nívea, incontaminada por la violencia de la guerra o la fealdad del mundo, inclinada sobre él con su rostro inteligente, sus ojos negros y su sonrisa traviesa, entonces el orgullo se le disolvió como sal en el agua.
No tuvo la menor duda de que ella lo amaría con media pierna menos tanto como lo había amado antes. Tomó la cuchara con los dedos agarrotados, trató de controlar los tiritones, se obligó a abrir la boca y tragó un bocado de aquella asquerosa papilla de maíz, ya fría y cubierta de moscas.
Los regimientos chilenos entraron triunfantes a Lima en enero de 1881 y desde allí trataron de imponer la forzada paz de la derrota al Perú. Una vez calmada la bárbara confusión de las primeras semanas, los soberbios vencedores dejaron un contingente de diez mil hombres para controlar la nación ocupada y los demás emprendieron viaje al sur a recoger sus bien ganados laureles, ignorando olímpicos a los millares de soldados vencidos que lograron escapar hacia la sierra y que desde allí pensaban continuar combatiendo.
La victoria había sido tan aplastante, que los generales no podían imaginar que los peruanos seguían hostigándolos durante tres largos años. El alma de aquella obstinada resistencia fue el legendario general Cáceres, quien escapo de milagro a la muerte y partió con una herida espantosa a las montañas a resucitar la semilla pertinaz del coraje en un ejército andrajoso de soldados fantasmas y levas de indios, con el cual llevó a cabo una cruenta guerra de guerrillas, emboscadas y escaramuzas. Los soldados de Cáceres, con los uniformes en harapos, a menudo descalzos, desnutridos y desesperados, peleaban con cuchillos, lanzas, garrotes, piedras y unos cuantos fusiles anticuados, pero contaban con la ventaja de conocer el terreno. Habían escogido bien el campo de batalla para enfrentar a un enemigo disciplinado y armado, aunque no siempre con suficientes provisiones, porque el acceso a esos cerros escarpados era tarea de cóndores. Se escondían en las cumbres nevadas, en cuevas y hondonadas, en altos ventisqueros, donde la atmósfera era tan delgada y la soledad tan inmensa, que sólo ellos, hombres de la sierra, podían sobrevivir. A las tropas chilenas les reventaban los oídos en sangre, caían desmayadas por la falta de oxigeno y se congelaban en las gargantas heladas de los Andes. Mientras ellos apenas podían subir porque el corazón no les daba para tanto esfuerzo, los indios del altiplano trepaban como llamas con una carga equivalente a su propio peso en la espalda, sin más alimento que la carne amarga de las águilas y una bola verde de hojas de coca que daban vueltas en la boca. Fueron tres años de guerra sin tregua y sin prisioneros, con millares de muertos. Las fuerzas peruanas ganaron una sola batalla frontal en una aldea sin valor estratégico, resguardada por setenta y siete soldados chilenos, varios enfermos de tifus. Los defensores tenían sólo cien balas por hombre, pero pelearon toda la noche con tal bravura contra centenares de soldados e indios, que en el desolado amanecer, cuando ya no quedaban sino tres tiradores, los oficiales peruanos les suplicaron que se rindieran porque les parecía una ignominia matarlos. No lo hicieron, siguieron guerreando y murieron bayoneta en mano gritando el nombre de su patria. Había tres mujeres con ellos, que las turbas indígenas arrastraron al centro de la plaza ensangrentada, violaron y despedazaron. Una de ellas había dado a luz durante la noche en la iglesia, mientras su marido se batía afuera, y también al recién nacido lo destrozaron. Mutilaron los cadáveres, les abrieron el vientre y les vaciaron las entrañas y, según contaban en Santiago, los indios se comieron las vísceras asadas al palo. Aquel bestialismo no fue excepcional, la barbarie corrió pareja por ambos lados en aquella guerra de montoneras. La rendición final y la firma del tratado de paz se consiguió en octubre de 1883, después de vencer a las tropas de Cáceres en una última batalla, una masacre a cuchillo y bayoneta que dejó más de mil muertos tendidos en el campo. Chile le quitó al Perú tres provincias. Bolivia perdió su única salida al mar y fue obligada a firmar una tregua indefinida, que habría de extenderse por veinte años hasta la firma de un tratado de paz.
Severo del Valle, junto a millares de otros heridos, fue conducido en barco a Chile. Mientras muchos morían gangrenados o infectados de tifus y disentería en las improvisadas ambulancias militares, él pudo recuperarse gracias a Nívea, quien apenas se enteró de lo ocurrido se puso en contacto con su tío, el ministro Vergara, y no lo dejó en paz hasta que este hizo buscar a Severo, lo rescató de un hospital, donde era un número más entre miles de enfermos en fatídicas condiciones, y lo envió en el primer transporte disponible a Valparaíso. También extendió un permiso especial a su sobrina para que pudiera entrar al recinto militar del puerto y asignó un teniente para ayudarla. Cuando desembarcaron a Severo del Valle en una angarilla ella no lo reconoció, había perdido veinte kilos, estaba inmundo, parecía un cadáver amarillo e hirsuto, con una barba de varias semanas y los ojos despavoridos y delirantes de un loco. Nívea se sobrepuso al espanto con la misma voluntad de amazona que la sostenía en todos los demás aspectos de su vida y lo saludó con un alegre «¡hola, primo, gusto de verte!» que Severo no pudo contestar. Al verla fue tanto su alivio que se cubrió la cara con las manos para que no lo viera llorar. El teniente había dispuesto el transporte y, de acuerdo a las órdenes recibidas, condujo al herido y a Nívea directamente al palacio del ministro en Viña del Mar, donde la esposa de este había preparado un aposento. «Dice mi marido que te quedarás aquí hasta que puedas andar, hijo», le anunció. El médico de la familia Vergara usó todos los recursos de la ciencia para sanarlo, pero cuando un mes más tarde la herida aún no cicatrizaba y Severo seguía debatiéndose en arrebatos de fiebre, Nívea comprendió que tenía el alma enferma por los horrores de la guerra y el único remedio contra tantos remordimientos era el amor, entonces decidió recurrir a medidas extremas.
—Voy a pedir permiso a mis padres para casarme contigo —le anunció a Severo.
—Yo me estoy muriendo, Nívea —suspiró él.
—¡Siempre tienes alguna excusa, Severo! La agonía nunca ha sido impedimento para casarse.
—¿Quieres ser viuda sin haber sido esposa? No quiero que te suceda lo que me pasó con Lynn.
—No seré viuda porque no te vas a morir. ¿Podrías pedirme humildemente que me case contigo, primo? Decirme, por ejemplo, que soy la mujer de tu vida, tu ángel, tu musa o algo por el estilo. ¡Inventa algo, hombre! Dime que no puedes vivir sin mi, al menos eso es cierto, ¿no? Admito que no me hace gracia ser la única romántica en esta relación.
—Estás loca, Nívea. Ni siquiera soy un hombre entero, soy un miserable inválido.
—¿Te falta algo más que un pedazo de pierna? —pregunto ella alarmada.
—¿Te parece poco?
—Si tienes lo demás en su sitio, me parece que has perdido poco, Severo —se rio ella.
—Entonces cásate conmigo, por favor —murmuró él, con profundo alivio y un sollozo atravesado en la garganta, demasiado débil para abrazarla.
—No llores, primo, bésame; para eso no te hace falta la pierna —replicó ella inclinándose sobre la cama con el mismo gesto que él había visto muchas veces en su delirio.
Tres días más tarde se casaron en una breve ceremonia en uno de los hermosos salones de la residencia del ministro, en presencia de las dos familias. Dadas las circunstancias, fue un casamiento privado, pero sólo entre los parientes más íntimos se juntaron noventa y cuatro personas. Severo se presentó pálido y flaco, con el cabello cortado a lo Byron, las mejillas rasuradas y vestido de gala, con camisa de cuello laminado, botones de oro y corbata de seda, en una silla de ruedas. No hubo tiempo de hacer un vestido de novia ni un ajuar apropiado para Nívea, pero sus hermanas y primas le llenaron dos baúles con la ropa de casa que habían bordado durante años para sus propios ajuares. Usó un vestido de satén blanco y una tiara de perlas y diamantes, prestados por la mujer de su tío. En la fotografía de la boda aparece radiante de pie junto a la silla de su marido.
Esa noche hubo una cena en familia a la cual no asistió Severo del Valle, porque las emociones del día lo habían agotado. Después que los invitados se retiraron, Nívea fue conducida por su tía a la habitación que le tenían preparada. «Lamento mucho que tu primera noche de casada sea así…», balbuceó la buena señora sonrojándose. «No se preocupe, tía, me consolaré rezando el rosario», replicó la joven.
Aguardó que la casa se durmiera y cuando estuvo segura de que no había más vida que el viento salino del mar entre los árboles del jardín, recorrió los largos pasillos de aquel palacio ajeno y entró a la pieza de Severo. La monja contratada para velar el sueño del enfermo yacía despaturrada en un sillón profundamente dormida, pero Severo estaba despierto, esperándola. Ella se llevó un dedo a los labios para indicarle silencio, apagó las lámparas a gas y se introdujo en el lecho.
Nívea se había educado en las monjas y provenía de una familia a la antigua, donde jamás se mencionaban las funciones del cuerpo y mucho menos aquellas relacionadas con la reproducción, pero tenía veinte años, un corazón apasionado y buena memoria. Recordaba muy bien los juegos clandestinos con su primo en los rincones oscuros, la forma del cuerpo de Severo, la ansiedad del placer siempre insatisfecho, la fascinación del pecado. En esa época el pudor y la culpa los inhibían y ambos salían de los rincones prohibidos temblando, extenuados y con la piel en llamas. En los años que habían pasado separados, tuvo tiempo de repasar cada instante compartido con su primo y transformar la curiosidad de la infancia en un amor profundo. Además había aprovechado a fondo la biblioteca de su tío José Francisco Vergara, hombre de pensamiento liberal y moderno, que no aceptaba limitación alguna a su inquietud intelectual y mucho menos toleraba la censura religiosa. Mientras Nívea clasificaba los libros de ciencia o arte y guerra, descubrió por casualidad la forma de abrir un anaquel secreto y se encontró ante un conjunto nada despreciable de novelas de la lista negra de la iglesia y textos eróticos, incluso una divertida colección de dibujos japoneses y chinos con parejas patas arriba, en posturas anatómicamente imposibles, pero capaces de inspirar al más ascético y con mayor razón a una persona tan imaginativa como ella. Sin embargo, los textos más didácticos fueron las novelas pornográficas de una tal Dama Anónima, muy mal traducidos del inglés al español, que la joven se llevó una a una ocultas en su bolso, leyó cuidadosamente y volvió a colocar con sigilo en su mismo lugar, precaución inútil, porque su tío andaba en la campaña de la guerra y nadie más en el palacio entraba a la biblioteca. Guiada por aquellos libros exploró su propio cuerpo, aprendió los rudimentos del arte más antiguo de la humanidad y se preparó para el día en que pudiera aplicar la teoría a la práctica. Sabía, por supuesto, que estaba cometiendo un pecado horrendo —el placer siempre es pecado— pero se abstuvo de discutir el tema con su confesor porque le pareció que el gusto que se daba y que se daría en el futuro bien valía el riesgo del infierno. Rezaba para que la muerte no la sorprendiera de súbito y alcanzara, antes de exhalar el último aliento, a confesarse de las horas de deleite que los libros le brindaban. Jamás se puso en el caso de que aquel solitario entrenamiento le servirla para devolver la vida al hombre que amaba y mucho menos que tendría que hacerlo a tres metros de una monja dormida. A partir de la primera noche con Severo, Nívea se las arreglaba para llevar una taza de chocolate caliente y unas galletitas a la religiosa cuando iba a despedirse de su marido, antes de partir a su habitación. El chocolate contenía una dosis de valeriana capaz de dormir a un camello. Severo del Valle nunca imaginó que su casta prima fuera capaz de tantas y tan extraordinarias proezas. La herida de la pierna, que le producía dolores punzantes, la fiebre y la debilidad, lo limitaban a un papel pasivo, pero lo que le faltaba en fortaleza lo ponía ella en iniciativa y sabiduría. Severo no tenía la menor idea que aquellas maromas fueran posibles y estaba seguro de que no eran cristianas, pero eso no le impidió gozarlas a plenitud. Si no fuera porque conocía a Nívea desde la infancia, habría pensado que su prima se había entrenado en un serrallo turco, pero si le inquietaba la forma en que esa doncella había aprendido tan variados trucos de meretriz, tuvo la inteligencia de no preguntárselo. La siguió dócilmente en el viaje de los sentidos hasta donde le dio el cuerpo, rindiendo por el camino hasta el último resquicio del alma. Se buscaban bajo las sábanas en las formas descritas por los pornógrafos de la biblioteca del honorable ministro de la guerra y en otras que iban inventando aguijoneados por el deseo y el amor, pero restringidos por el muñón envuelto en vendajes y por la monja roncando en su sillón. Los sorprendía el amanecer palpitando en un nudo de brazos, con las bocas unidas respirando al unísono y tan pronto se insinuaba el primer resplandor del día en la ventana, ella se deslizaba como una sombra de vuelta a su pieza. Los juegos de antes se convirtieron en verdaderas maratones de concupiscencia, se acariciaban con apetito voraz, se besaban, se lamían y se penetraban por todas partes, todo esto en la oscuridad y en el más absoluto silencio, tragándose los suspiros y mordiendo las almohadas para sofocar la alegre lujuria que los elevaba a la gloría una y otra vez durante aquellas noches demasiado breves. El reloj volaba: apenas Nívea surgía como un espíritu en la habitación para introducirse dentro de la cama de Severo y ya era la mañana. Ninguno de los dos pegaba los ojos, no podían perder ni un minuto de aquellos encuentros benditos. Al día siguiente él dormía como un recién nacido hasta el mediodía, pero ella se levantaba temprano con el aire confuso de una sonámbula y cumplía con las rutinas normales. Por las tardes Severo Del Valle reposaba en su silla de ruedas en la terraza mirando la puesta del sol frente al mar, mientras su esposa se dormía bordando mantelitos a su lado. Delante de otros se comportaban como hermanos, no se tocaban y casi no se miraban, pero el ambiente a su alrededor estaba cargado de ansiedad. Pasaban el día contando las horas, aguardando con delirante vehemencia que llegara la hora de volver a abrazarse en la cama. Lo que hacían por las noches habría horrorizado al médico, a las dos familias, a la sociedad entera y ni qué decir a la monja. Entretanto los parientes y amigos comentaban la abnegación de Nívea, esa joven tan pura y tan católica condenada a un amor platónico, y la fortaleza moral de Severo, quien había perdido una pierna y arruinado su vida defendiendo a la patria. Las urdimbres de comadres propagaban el chisme de que no era sólo una pierna lo perdido en el campo de batalla, sino también los atributos viriles. Pobrecitos, musitaban entre suspiros, sin sospechar lo bien que lo pasaba aquella pareja de disipados.
A la semana de anestesiar a la religiosa con chocolate y de hacer el amor como egipcios, la herida de la amputación había cicatrizado y la fiebre había desaparecido. Antes de dos meses Severo del Valle andaba con muletas y empezaba a hablar de una pierna de palo, mientras Nívea echaba las entrañas escondida en cualquiera de los veintitrés baños del palacio de su tío. Cuando no hubo más remedio que admitir ante la familia el embarazo de Nívea, la sorpresa general fue de tales proporciones que llegó a decirse que ese embarazo era un milagro. La más escandalizada fue sin duda la monja, pero Severo y Nívea siempre sospecharon que, a pesar de las dosis superlativas de valeriana, la santa mujer tuvo ocasión de aprender mucho; se hacía la dormida para no privarse del gusto de espiarlos. El único que logró imaginar como lo habían hecho y que celebró la pericia de la pareja a carcajada limpia fue el ministro Vergara. Cuando Severo pudo dar los primeros pasos con su pierna artificial y el vientre de Nívea fue indisimulable, los ayudó a instalarse en otra casa y le dio trabajo a Severo del Valle. «El país y el partido liberal necesitan hombres de tu audacia», dijo, aunque en honor a la verdad la audaz era Nívea.
No conocí a mi abuelo Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, murió unos meses antes que yo llegara a vivir a su casa. Le dio una apoplejía cuando estaba sentado a la cabecera de la mesa en un banquete en su mansión de Nob Hill, atragantado por un pastel de venado y vino tinto francés. Lo recogieron del suelo entre varios y lo recostaron moribundo en un sofá, con su hermosa cabeza de príncipe árabe sobre el regazo de Paulina del Valle, quien para darle ánimo le repetía: «No te mueras, Feliciano, mira que a las viudas no las convida nadie… ¡Respira, hombre! Si respiras, te prometo que hoy sin falta le quito el pestillo a la puerta de mi pieza». Cuentan que Feliciano alcanzó a sonreír antes de que el corazón le reventara en sangre. Existen innumerables retratos de aquel chileno fornido y alegre; es fácil imaginarlo vivo, porque en ninguno está posando para el pintor o para el fotógrafo, en todos da la impresión de haber sido sorprendido en un gesto espontáneo. Se reía con dientes de tiburón, gesticulaba al hablar, se movía con la seguridad y petulancia de un pirata. A su muerte, Paulina del Valle se desmoronó; fue tal su depresión que no pudo asistir al funeral ni a ninguno de los múltiples homenajes que le rindió la ciudad. Como sus tres hijos estaban ausentes, le tocó al mayordomo Williams y a los abogados de la familia hacerse cargo de las exequias. Los dos hijos menores llegaron unas semanas más tarde, pero Matías andaba en Alemania y, con la excusa de su salud, no apareció para consolar a su madre. Por primera vez en su vida Paulina perdió la coquetería, el apetito y el interés en los libros de contabilidad, rehusaba salir y pasaba días en la cama. No permitió que nadie la viera en esas condiciones, los únicos que supieron de su llanto fueron sus mucamas y Williams, quien fingía no darse cuenta, limitándose a vigilar a prudente distancia para ayudarla si se lo pedía. Una tarde se detuvo por casualidad frente al gran espejo dorado que ocupaba media pared de su baño y vio en lo que se había convertido: una bruja gorda y desarrapada, con una cabecita de tortuga coronada por una mata de greñas grises. Dio un grito de horror. Ningún hombre en el mundo —y menos Feliciano— merecía tanta abnegación, concluyó. Había tocado fondo, era hora de dar una patada en el suelo y elevarse otra vez a la superficie.
Tocó la campanilla para llamar a sus mucamas y les ordenó que la ayudaran a bañarse y le trajeran a su peluquero. A partir de ese día se repuso del duelo con voluntad de hierro, sin más ayuda que montañas de dulces y largos baños de tina. La noche solía sorprenderla con la boca llena y sumida en la bañera, pero no volvió a llorar. Para Navidad emergió de su reclusión con varios kilos de más y perfectamente compuesta, entonces comprobó sorprendida que en su ausencia el mundo siguió rodando y nadie la había echado de menos, lo cual fue un incentivo más para ponerse definitivamente de pie. No permitiría que la ignoraran, decidió; acababa de cumplir sesenta años y pensaba vivir unos treinta más aunque mas no fuera para mortificar a sus semejantes. Llevaría luto por unos meses, era lo menos que podía hacer por respeto a Feliciano, pero a él no le gustaba verla convertida en una de esas viudas griegas que se entierran en trapos negros por el resto de sus vidas. Se dispuso a planear un nuevo guardarropa en colores pasteles para el año siguiente y un viaje de placer por Europa. Siempre quiso ir a Egipto, pero Feliciano opinaba que ese era un país de arena y momias donde todo lo interesante había sucedido tres mil años antes. Ahora que estaba sola podría realizar ese sueño. Pronto se dio cuenta, sin embargo, cuánto había cambiado su existencia y cuán poco la estimaba la sociedad de San Francisco; toda su fortuna no alcanzaba para hacerse perdonar su origen hispano y su acento de cocinera. Tal como había dicho en broma, nadie la convidaba, ya no era la primera en recibir invitación a las fiestas, no le pedían que inaugurara un hospital o un monumento, su nombre dejó de mencionarse en las páginas sociales y apenas la saludaban en la ópera. Estaba excluida. Por otra parte resultaba muy difícil incrementar sus negocios, porque sin su marido no tenía quien la representara en los medios financieros. Hizo un cálculo minucioso de sus haberes y se dio cuenta de que sus tres hijos botaban el dinero más rápido de lo que ella podía ganarlo, había deudas por todas partes y antes de fallecer Feliciano había hecho algunas inversiones pésimas sin consultarla. No era tan rica como pensaba, pero estaba lejos de sentirse derrotada. Llamó a Williams y le ordenó contratar un decorador para remodelar los salones, un chef para planear una serie de banquetes que ofrecería con motivo del Año Nuevo, un agente de viajes para hablar de Egipto y un sastre para planear sus nuevos vestidos. En eso estaba, reponiéndose del susto de la viudez con medidas de emergencia, cuando se presentó en su casa una niña vestida de popelina blanca, con un bonete de encaje y botitas de charol, de la mano de una mujer de luto. Eran Eliza Sommers y su nieta Aurora, a quienes Paulina del Valle no había visto en cinco años.
—Aquí le traigo a la niña, tal como usted quería, Paulina —dijo Eliza tristemente.
—Dios Santo, ¿qué pasó? —preguntó Paulina Del Valle pillada de sorpresa.
—Mi marido ha muerto.
—Veo que las dos somos viudas… —murmuró Paulina.
Eliza Sommers le explicó que no podría cuidar a su nieta, porque debía llevar el cadáver de Tao-Chien a China, tal como se lo había prometido siempre. Paulina del Valle llamó a Williams y le ordenó que acompañara a la niña al jardín para mostrarle los pavos reales, mientras ellas hablaban.
—¿Cuándo piensa regresar, Eliza? —preguntó Paulina.
—Puede ser un viaje muy largo.
—No quiero encariñarme con la niña y dentro de unos meses tener que devolvérsela. Se me partiría el corazón.
—Le prometo que eso no sucederá, Paulina. Usted puede ofrecer a mi nieta una vida mucho mejor de la que yo puedo darle. No pertenezco a ningún lugar. Sin Tao, carece de sentido vivir en Chinatown, tampoco calzo entre americanos y no tengo nada que hacer en Chile. Soy extranjera en todas partes, pero deseo que Lai-Ming tenga raíces o una familia y buena educación. Corresponde a Severo del Valle, su padre legal, hacerse cargo de ella, pero está muy lejos y tiene otros hijos. Como usted siempre quiso tener a la niña pensé que…
—¡Hizo muy bien, Eliza! —La interrumpió Paulina.
Paulina del Valle escuchó hasta el final la tragedia que se había abatido sobre Eliza Sommers y averiguó todos los detalles sobre Aurora, incluyendo el papel que jugaba Severo del Valle en su destino. Sin saber cómo, por el camino se evaporaron el rencor y el orgullo y se encontró conmovida abrazando a esa mujer a quien momentos antes consideraba su peor enemiga, agradeciéndole la generosidad increíble de entregarle a la nieta, y jurándole que sería una verdadera abuela, no tan buena como seguramente ella y Tao-Chien habían sido, pero dispuesta a dedicar el resto de su vida a cuidar y hacer feliz a Aurora. Esa sería su primera misión en este mundo.
—Lai-Ming es una chica lista. Pronto preguntará quién es su padre. Hasta hace poco creía que su padre, su abuelo, su mejor amigo y Dios eran la misma persona: Tao-Chien —dijo Eliza.
—¿Qué quiere que le diga si pregunta? —quiso saber Paulina.
—Dígale la verdad, eso siempre es lo más fácil de entender —le aconsejó Eliza.
—¿Qué mi hijo Matías es su padre biológico y mi sobrino Severo es su padre legal?
—¿Por qué no? Y dígale que su madre se llamaba Lynn Sommers y era una joven buena y bella —murmuró Eliza con la voz quebrada.
Las dos abuelas acordaron allí mismo que para evitar confundir aún más a la nieta convenía separarla definitivamente de su familia materna, que no volviera a hablar chino ni tener contacto alguno con su pasado. A los cinco años no hay uso de razón, concluyeron; con el tiempo la pequeña Lai-Ming olvidaría sus orígenes y el trauma de los hechos recientes. Eliza Sommers se comprometió a no intentar ninguna forma de comunicación con la niña y Paulina del Valle a adorarla como lo hubiera hecho con esa hija que tanto deseó y no tuvo. Se despidieron con un breve abrazo y Eliza salió por una puerta de servicio, para que su nieta no la viera alejarse.
Lamento mucho que esas dos buenas señoras, mis abuelas Eliza Sommers y Paulina del Valle, decidieran mi destino sin permitirme participación alguna. Con la misma colosal determinación con que a los dieciocho años se escapó de un convento con la cabeza rapada para huir con su novio y a los veintiocho amasó una fortuna acarreando hielos prehistóricos en barco, mi abuela Paulina se empeñó en borrar mi procedencia. Y si no es por un traspié del destino, que a última hora le torció los planes, lo habría conseguido. Recuerdo muy bien la primera impresión que tuve de ella. Me veo entrando a un palacio encaramado en una colina, atravesando jardines con espejos de agua y arbustos recortados, veo los peldaños de mármol con sendos leones de bronce de tamaño natural a cada lado, la puerta doble de madera oscura y el inmenso hall iluminado por los vitrales de colores de una cúpula majestuosa que coronaba el techo. Nunca había estado en un lugar así, sentía tanta fascinación como miedo. Pronto me encontré ante un sillón dorado de medallón donde estaba Paulina del Valle, reina en su trono. Como volví a verla muchas veces instalada en ese mismo sillón, no me es difícil imaginar su aspecto ese primer día: ataviada con una profusión de joyas y suficiente tela como para hacer cortinas, imponente. A su lado el resto del mundo desaparecía. Tenía una hermosa voz, una gran elegancia natural y los dientes blancos y parejos, producto de una perfecta plancha dental de porcelana. En ese tiempo seguramente ya tenía el cabello gris, pero se lo teñía del mismo color castaño de la juventud y lo aumentaba con una serie de postizos hábilmente dispuestos de manera que el moño parecía una torre. Yo no había visto antes una criatura de tales dimensiones, perfectamente adecuada al tamaño y suntuosidad de su mansión. Ahora, que por fin conozco lo ocurrido durante los días anteriores a ese momento, comprendo que no es justo atribuir mi espanto sólo a esa formidable abuela; cuando me llevaron a su casa el terror era parte de mi equipaje, como la pequeña maleta y la muñeca china que llevaba bien aferradas. Después de pasearme por el jardín y de sentarme en un inmenso comedor vacío frente a una copa de helado, Williams me llevó a la sala de las acuarelas, donde suponía que mi abuela Eliza me estaría esperando, pero en su lugar me encontré con Paulina del Valle, quien se me acercó con cautela, como si intentara atrapar a un gato esquivo, y me dijo que me quería mucho y de ahora en adelante yo viviría en esa casa grande y tendría muchas muñecas, también un pony y un cochecito.
—Yo soy tu abuela —aclaró.
—¿Dónde está mí abuela verdadera? —dicen que pregunté.
—Soy tu abuela verdadera, Aurora. La otra abuela se ha ido en un largo viaje —me explicó Paulina.
Eché a correr, crucé el hall de la cúpula, me perdí en la biblioteca, di con el comedor y me metí debajo de la mesa, donde me acurruqué, muda de confusión. Era un mueble enorme con la cubierta de mármol verde y las patas talladas con figuras de cariátides, imposible de mover. Pronto llegaron Paulina del Valle, Williams y un par de criados decididos a engatusarme, pero yo me escurría como una comadreja apenas alguna mano lograba acercarse. «Déjela, señora, ya saldrá sola», sugirió Williams, pero como pasaron varias horas y yo continuaba atrincherada bajo la mesa, me trajeron otro plato de helados, una almohada y una cobija. «Cuando se duerma la sacaremos», había dicho Paulina del Valle, pero no dormí, en cambio me oriné en cuclillas plenamente consciente de la falta que cometía, pero demasiado asustada para buscar un baño. Permanecí bajo la mesa incluso mientras Paulina cenaba; desde mi trinchera veía sus gruesas piernas, sus pequeños zapatos de satén rebasados por los rollos de los pies, y los pantalones negros de los mozos que pasaban sirviendo. Ella se agachó con tremenda dificultad un par de veces para hacerme un guiño, que contesté ocultando la cara contra las rodillas. Me moría de hambre, cansancio y deseos de ir al baño, pero era tan soberbia como la misma Paulina del Valle y no me rendí con facilidad. Poco después Williams deslizó bajo la mesa una bandeja con el tercer helado, galletas y un gran trozo de pastel de chocolate. Esperé que se alejara y cuando me sentí segura quise comer, pero mientras más estiraba la mano, más lejos estaba la bandeja, que el mayordomo iba halando de un cordel. Cuando finalmente pude coger una galleta, ya me encontraba fuera de mi refugio, pero como no había nadie en el comedor pude devorar las golosinas en paz y regresar volando bajo la mesa apenas sentí ruido. Lo mismo se repitió horas después, al aclarar la mañana, hasta que siguiendo a la bandeja movediza llegué a la puerta, donde me esperaba Paulina del Valle con un cachorro amarillento, que me puso en los brazos.
—Toma, es para ti, Aurora. Este perrito también se siente solo y asustado —me dijo.
—Mi nombre es Lai-Ming.
—Tu nombre es Aurora del Valle —replico ella rotunda.
—¿Dónde está el baño? —murmuré con las piernas cruzadas.
Y así se inició mi relación con esa colosal abuela que el destino me había deparado. Me instaló en una habitación próxima a la suya y me autorizó para dormir con el cachorro, a quien llamé Caramelo porque era de ese color. A medianoche desperté con la pesadilla de los niños en piyamas negros y sin pensarlo dos veces me fui volando a la legendaria cama de Paulina del Valle, tal como antes me introducía todas las madrugadas en la de mi abuelo, para que me mimara. Estaba acostumbrada a ser recibida en los brazos firmes de Tao-Chien, nada me confortaba tanto como su olor a mar y la letanía de palabras dulces en chino que me decía medio dormido. Ignoraba que los niños normales no cruzan el umbral de la habitación de los mayores y mucho menos entran en sus lechos; me había criado en estrecho contacto físico, besuqueada y mecida hasta el infinito por mis abuelos maternos, y no conocía otra forma de consuelo o descanso que un abrazo. Al verme Paulina del Valle me rechazó escandalizada y yo me puse a gemir despacito a coro con el pobre perro y tan lastimoso debe haber sido nuestro estado, que nos hizo seña de acercarnos. Salté a su cama y me tapé la cabeza con las sábanas. Supongo que me dormí de inmediato, en todo caso amanecí acurrucada junto a sus grandes senos perfumados a gardenia, con el cachorro a los pies.
Lo primero que hice al despertar entre los delfines y las náyades florentinas fue preguntar por mis abuelos, Eliza y Tao. Los busqué por toda la casa y por los jardines, después me instalé junto a la puerta a esperar que me vinieran a buscar. Lo mismo se repitió por el resto de la semana, a pesar de los regalos, los paseos y los mimos de Paulina. El sábado me escapé. Jamás había estado sola en la calle y no era capaz de ubicarme, pero el instinto me indicó que debía bajar el cerro, así llegué al centro de San Francisco, donde deambulé por varias horas, aterrada, hasta que vislumbré a un par de chinos con un carrito cargado de ropa para lavar y los seguí a prudente distancia porque se parecían a mi tío Lucky. Se dirigían a Chinatown —allí se ubicaban todas las lavanderías de la ciudad— y tan pronto entré a ese barrio tan conocido me sentí segura, aunque ignoraba los nombres de las calles o la dirección de mis abuelos. Era tímida y estaba demasiado asustada para pedir ayuda, de modo que seguí andando sin rumbo fijo, guiada por los olores a comida, el sonido de la lengua y el aspecto de los centenares de pequeñas tiendas que tantas veces había recorrido de la mano de mi abuelo Tao-Chien. En algún momento me venció el cansancio, me acomodé en el umbral de un vetusto edificio y me quedé dormida. Me despertó un sacudón y los gruñidos de una mujer vieja con finas cejas pintadas con carbón en la mitad de la frente, que le daban un aire de máscara. Di un grito de pavor, pero ya era tarde para zafarme, porque me tenía agarrada a dos manos. Me llevó pataleando en el aire a un sucucho infecto donde me encerró. El cuarto olía muy mal y entre el miedo y el hambre supongo que me enfermé, porque comencé a vomitar. No tenía idea de dónde estaba. Apenas me recuperé de las náuseas me puse a llamar a mi abuelo a todo pulmón y entonces volvió la mujer y me plantó unas bofetadas que me cortaron el aliento; nunca me habían golpeado y creo que la sorpresa fue mayor que el dolor. Me ordenó en cantonés que me callara la boca o me azotaría con una pértiga de bambú, luego me desnudó, me revisó entera con especial atención la boca, las orejas y los genitales, me puso una camisa limpia y se llevó mi ropa manchada. Quedé otra vez sola en el cuartucho que iba sumiéndose en la penumbra a medida que disminuía la luz en el único hueco de ventilación.
Creo que esa aventura me marcó, porque han pasado veinticinco años y todavía tiemblo cuando recuerdo aquellas horas interminables. Jamás se veían niñas solas en Chinatown por aquellos entonces, las familias las cuidaban celosamente porque en cualquier descuido podían desaparecer en los vericuetos de la prostitución infantil. Yo era muy joven para eso, pero a menudo raptaban o compraban criaturas de mi edad para entrenarlas desde la infancia en toda clase de depravaciones. La mujer volvió horas después, cuando ya estaba totalmente oscuro, acompañada por un hombre más joven. Me observaron a la luz de una lámpara y empezaron a discutir acaloradamente en su idioma, que yo conocía, pero entendí poco porque estaba extenuada y muerta de miedo. Me pareció oír varias veces el nombre de mi abuelo Tao-Chien. Se fueron y volví a quedar sola, tiritando de frío y de terror, no sé por cuánto tiempo. Cuando volvió a abrirse la puerta, la luz de la lámpara me cegó, escuché mi nombre en chino, Lai-Ming, y reconocí la voz inconfundible de mí tío Lucky. Sus brazos me alzaron y ya no supe más, porque el alivio me aturdió. No recuerdo el viaje en coche ni el momento en que volví a encontrarme en el palacete de Nob Hill frente a mi abuela Paulina. No recuerdo tampoco lo que pasó en las semanas siguientes, porque me dio varicela y estuve muy enferma; fue una época confusa, de muchos cambios y contradicciones.
Ahora, atando cabos sueltos de mi pasado, puedo asegurar sin lugar a duda de que me salvó la buena suerte de mi tío Lucky. La mujer que me raptó en la calle acudió a un representante de su tong porque nada sucedía en Chinatown sin el conocimiento y aprobación de esas bandas. Toda la comunidad pertenecía a los diferentes tongs. Hermandades cerradas y celosas que agrupaban a sus miembros exigiendo lealtad y comisiones a cambio de protección, contactos para trabajar y la promesa de devolver los cuerpos de sus miembros a China, si morían en suelo americano. El hombre me había visto de la mano de mi abuelo muchas veces y, por una afortunada casualidad, pertenecía al mismo tong de Tao-Chien. Fue él quien llamó a mi tío. El primer impulso de Lucky fue llevarme a su casa para que su nueva esposa, recién encargada a China por catálogo, se hiciera cargo de mí, pero luego comprendió que las instrucciones de sus padres debían ser respetadas. Después de ponerme en manos de Paulina del Valle, mi abuela Eliza había partido con el cuerpo de su marido para enterrarlo en Hong Kong.
Tanto ella como Tao-Chien siempre mantuvieron que el barrio chino de San Francisco era un mundo muy pequeño para mi, deseaban que yo fuera parte de los Estados Unidos. Aunque no estaba de acuerdo en ese principio, Lucky Chien no podía desobedecer la voluntad de sus padres, por eso pagó a mis raptores la suma convenida y me llevó de vuelta a la casa de Paulina del Valle. No volvería a verlo hasta veinte años más tarde, cuando fui a buscarlo para averiguar los últimos detalles de mi historia.
La orgullosa familia de mis abuelos paternos vivió en San Francisco por treinta y seis años sin dejar mucho rastro. He ido en busca de sus huellas. El palacete de Nob Hill es hoy un hotel y nadie recuerda quiénes fueron sus primeros dueños. Revisando periódicos antiguos en la biblioteca descubrí las múltiples menciones de la familia en las páginas sociales, también la historia de la estatua de La República y el nombre de mi madre. Existe también una breve noticia sobre la muerte de mi abuelo Tao-Chien, un obituario muy elogioso escrito por un tal Jacob Freemont, y un aviso de condolencia de la Sociedad Médica agradeciendo las contribuciones hechas por el zhong-yi Tao-Chien a la medicina occidental. Es una rareza, porque la población china era entonces casi invisible, nacía, vivía y moría al margen del acontecer americano, pero el prestigio de Tao-Chien traspasó los límites de Chinatown y de California, llegó a ser conocido hasta en Inglaterra, donde dio varias conferencias sobre acupuntura. Sin esos testimonios impresos la mayor parte de los protagonistas de esta historia habrían desaparecido arrastrados por el viento de la mala memoria.
Mi escapada a Chinatown en busca de mis abuelos maternos se sumó a otros motivos que indujeron a Paulina del Valle a regresar a Chile. Comprendió que no habría fiestas suntuosas ni otros derroches capaces de devolverle la situación social que había tenido cuando su marido vivía. Estaba envejeciendo sola, lejos de sus hijos, sus parientes, su idioma y su tierra. El dinero que le quedaba no alcanzaba para mantener el tren de vida acostumbrado en su mansión de cuarenta y cinco habitaciones, pero era una fortuna inmensa en Chile, donde todo resultaba bastante más barato. Además le había caído en la falda una nieta extraña a quien consideró necesario desarraigar por completo de su pasado chino, si pretendía hacer de ella una señorita chilena. Paulina no podía soportar la idea de que yo huyera de nuevo y contrató una niñera inglesa para que me vigilara día y noche. Canceló sus planes de viaje a Egipto y los banquetes de Año Nuevo, pero apresuró la fabricación de su nuevo guardarropa y luego procedió metódicamente a dividir su dinero entre los Estados Unidos e Inglaterra, enviando a Chile sólo lo indispensable para instalarse, porque la situación política le pareció inestable. Escribió una larga carta a su sobrino Severo del Valle para reconciliarse con él, contarle lo que había ocurrido a Tao-Chien y la decisión de Eliza Sommers de entregarle a la niña, explicándole en detalle las ventajas de que fuera ella quien criara a la pequeña. Severo del Valle entendió sus razones y aceptó la propuesta, porque él ya tenía dos niños y su mujer esperaba el tercero, pero se negó a entregarle la tutela legal, como ella pretendía.
Los abogados de Paulina la ayudaron a poner en claro las finanzas y a vender la mansión, mientras su mayordomo Williams se hizo cargo de los aspectos prácticos de organizar el traslado de la familia al sur del mundo y embalar todas las posesiones de su patrona, porque ella no quiso vender nada, no fueran a decir las malas lenguas que lo hacía por menester. De acuerdo a lo programado, Paulina tomaría un crucero conmigo, la niñera inglesa y otros empleados de confianza, mientras Williams enviaba a Chile el equipaje y luego quedaba libre, después de recibir una suculenta gratificación en libras esterlinas. Esa sería su última función al servicio de su patrona. Una semana antes de que ella partiera, el mayordomo solicitó permiso para hablarle en privado.
—Disculpe, señora, ¿puedo preguntarle por qué he decaído en su estima?
—¡De qué habla, Williams! Usted sabe cuánto lo aprecio y cuán agradecida estoy de sus servicios.
—Sin embargo, no desea llevarme a Chile…
—¡Hombre, por Dios! La idea no se me había ocurrido. ¿Qué haría un mayordomo británico en Chile? Nadie tiene uno. Se reirán de usted y de mí. ¿Ha mirado un mapa? Ese país queda muy lejos y nadie habla inglés, su vida allá sería muy poco agradable. No tengo derecho a pedirle semejante sacrificio, Williams.
—Si me permite decirlo, señora, separarme de usted sería un sacrificio mayor.
Paulina del Valle se quedó mirando a su empleado con los ojos redondos de sorpresa. Por primera vez se dio cuenta de que Williams era algo más que un autómata en chaqueta negra con colas y guantes blancos. Vio a un hombre de unos cincuenta años, de espaldas anchas y rostro agradable, con abundante cabello color pimienta y ojos penetrantes; tenía manos toscas de estibador y los dientes amarillos de nicotina, aunque nunca lo había visto fumando ni escupiendo tabaco. Se quedaron callados un rato interminable, ella observándolo y él sosteniendo su mirada sin dar muestras de incomodidad.
—Señora, no he podido menos que notar las dificultades que la viudez le ha traído —dijo finalmente Williams en el lenguaje indirecto que siempre empleaba.
—¿Se está usted burlando? —sonrió Paulina.
—Nada más lejos de mi ánimo, señora.
—Ajá —carraspeó ella en vista de la larga pausa que siguió a la respuesta de su mayordomo.
—Se estará preguntando a qué viene todo esto —continuó él.
—Digamos que ha logrado usted intrigarme, Williams.
—Se me ocurre que en vista de que no puedo ir a Chile como su mayordomo, tal vez no sería del todo una mala idea que fuera como su marido.
Paulina del Valle creyó que se abría el piso y ella se hundía con silla y todo hasta el centro de la tierra. Su primer pensamiento fue que al hombre se le había soltado un tornillo en el cerebro, no cabía otra explicación, pero al comprobar la dignidad y calma del mayordomo, se tragó los insultos que ya tenía en la boca.
—Permítame explicarle mi punto de vista, señora —agregó Williams—. No pretendo, por supuesto, ejercer la función de esposo en el aspecto sentimental. Tampoco aspiro a su fortuna, que estaría totalmente a salvo, para eso tomaría usted las medidas legales pertinentes. Mi papel junto a usted sería prácticamente el mismo: ayudarla en todo lo que pueda con la máxima discreción. Supongo que en Chile, tanto como en el resto del mundo, una mujer sola enfrenta muchos inconvenientes. Para mí sería un honor dar la cara por usted.
—¿Y qué gana usted con este curioso arreglo? —Inquirió Paulina sin poder disimular el tono mordaz.
—Por una parte, ganaría respeto. Por otra, admito que la idea de no volver a verla me ha atormentado desde que usted empezó a hacer planes para irse. Llevo a su lado la mitad de mi vida, me he acostumbrado.
Paulina se quedó muda durante otra eterna tregua, mientras daba vueltas en la cabeza a la extraña proposición de su empleado. Tal como estaba planteada, era un buen negocio, con ventajas para los dos: él disfrutaría de un alto nivel de vida que jamás tendría de otro modo, y ella andaría del brazo de un tipo que, bien mirado, resultaba de lo más distinguido. En realidad parecía miembro de la nobleza británica. De sólo imaginar la cara de sus parientes en Chile y la envidia de sus hermanas, soltó una carcajada.
—Usted tiene por lo menos diez años y treinta kilos menos que yo ¿no teme el ridículo? —preguntó sacudida de risa.
—Yo no. ¿Y usted, no teme que la vean con alguien de mi condición?
—Yo no temo nada en esta vida y me encanta escandalizar al prójimo. ¿Cómo es su nombre, Williams?
—Frederick.
—Frederick Williams… Buen nombre, de lo más aristocrático.
—Lamento decirle que es lo único aristocrático que tengo, señora —sonrió Williams.
Y así fue como una semana más tarde mi abuela Paulina del Valle, su marido recién estrenado, el peluquero, la niñera, dos mucamas, un valet, un criado y yo partimos en tren a Nueva York con un cargamento de baúles y allí tomamos un crucero a Europa en una nave británica.
También llevábamos a Caramelo, quien estaba en la etapa de su desarrollo en que los perros fornican con todo lo que encuentran, en este caso la capa de piel de zorros de mi abuela. La capa tenía colas enteras por todo el ruedo y Caramelo, confundido ante la pasividad con que las mismas recibieron sus avances amorosos, las destrozó a dentelladas. Furiosa, Paulina del Valle estuvo a punto de lanzar por la borda el perro y la capa, pero ante la pataleta de espanto que me dio, ambos salvaron el pellejo. Mi abuela ocupaba una suite de tres habitaciones y Frederick Williams una del mismo tamaño al otro lado del pasillo. Ella se entretenía durante el día comiendo a toda hora, cambiándose vestidos para cada actividad, enseñándome aritmética, para que en el futuro me hiciera cargo de sus libros de contabilidad, y contándome la historia de la familia para que supiera de dónde venía, sin aclarar jamás la identidad de mi padre, como si yo hubiera surgido en el clan Del Valle por generación espontánea. Si preguntaba por mi madre o mi padre, me contestaba que habían fallecido y no importaba, porque con tener una abuela como ella bastaba y sobraba. Entretanto Frederick Williams jugaba al bridge y leía periódicos ingleses, como los demás caballeros de la primera clase. Se había dejado crecer las patillas y un frondoso bigote con las puntas engomadas, que le daban un aire de importancia, y fumaba pipa y cigarros cubanos. Confesó a mi abuela que era un fumador empedernido y que lo más difícil de su trabajo de mayordomo había sido abstenerse de hacerlo en público, ahora podía por fin saborear su tabaco y echar a la basura las pastillas de menta que compraba al por mayor y ya le tenían el estómago perforado. En esos tiempos en que los hombres de buena posición ostentaban barriga y una doble papada, la figura más bien delgada y atlética de Williams era una rareza en buena sociedad, aunque sus impecables modales resultaban mucho más convincentes que los de mi abuela. Por las noches antes de bajar juntos al salón de baile, pasaban a despedirse al camarote que compartíamos la niñera y yo. Eran un espectáculo, ella peinada y maquillada por su peluquero, vestida de gala y resplandeciente de joyas como un ídolo gordo, y él convertido en distinguido príncipe consorte. A veces me asomaba al salón para espiarlos maravillada: Frederick Williams podía maniobrar a Paulina del Valle por la pista de baile con la seguridad de alguien habituado a trasladar bultos pesados.
Llegamos a Chile un año más tarde, cuando la trastabillante fortuna de mi abuela había vuelto a ponerse de pie gracias a la especulación del azúcar que hizo durante la Guerra del Pacífico. Su teoría resultó cierta: la gente come más dulce durante los malos tiempos. Nuestra llegada coincidió con la presentación en el teatro de la incomparable Sarah Bernhardt en su papel más célebre, La Dama de las Camelias. La célebre actriz no logró conmover al público como había sucedido en el resto del universo civilizado, porque la mojigata sociedad chilena no simpatizó con la cortesana tuberculosa; —a todo el mundo le pareció normal que se sacrificara por el amante en aras del qué dirán— no vieron razón para tanto drama ni para tanta camelia mustia. La famosa actriz se fue convencida de que había visitado un país de tontos graves, opinión que Paulina del Valle compartía plenamente. Mi abuela se había paseado con su séquito por varias ciudades de Europa, pero no cumplió su sueño de ir a Egipto porque supuso que allí no habría un camello capaz de soportar su peso y tendría que visitar las pirámides a pie bajo un sol de lava ardiente. En 1886 yo tenía seis años, hablaba una mezcolanza de chino, inglés y español, pero podía realizar las cuatro operaciones básicas de aritmética y sabía convertir con increíble destreza francos franceses en libras esterlinas y estas en marcos alemanes o liras italianas. Había dejado de llorar a cada rato por mi abuelo Tao y mi abuela Eliza, pero seguían atormentándome regularmente las mismas inexplicables pesadillas. Había un vacío negro en mi memoria, algo siempre presente y peligroso que no lograba precisar, algo desconocido que me aterrorizaba, sobre todo en la oscuridad o en medio de una muchedumbre. No podía soportar verme rodeada de gente, empezaba a gritar como endemoniada y mi abuela Paulina debía envolverme en un abrazo de oso para calmarme. Me había acostumbrado a refugiarme en su cama cuando despertaba asustada, así creció entre las dos una intimidad que, estoy segura, me salvó de la demencia y el terror en que me hubiera sumido de otra manera. Ante la necesidad de consolarme Paulina del Valle cambió de manera imperceptible para todos, menos para Frederick Williams. Se fue poniendo más tolerante y cariñosa y hasta bajó un poco de peso, porque andaba correteando detrás de mi y tan ocupada que se olvidaba de los dulces. Creo que me adoraba. Lo digo sin falsa modestia, puesto que me dio muchas pruebas de ello, me ayudó a crecer con toda la libertad posible en aquellos tiempos, picando mi curiosidad y mostrándome el mundo. No me permitía sentimentalismos ni quejumbres, «no hay que mirar para atrás», era uno de sus lemas. Me hacía bromas, algunas bastante pesadas, hasta que aprendí a devolverle la mano, eso marcó el tono de nuestra relación. Una vez encontré en el patio una lagartija aplastada por una rueda de coche, que había permanecido al sol varios días y ya estaba fosilizada, fija para siempre en su triste aspecto de reptil despanzurrado. La recogí y la guardé, sin saber para qué, hasta que discurrí cómo darle un uso perfecto. Yo estaba sentada frente a un escritorio haciendo mi tarea de matemáticas y mi abuela acababa de entrar distraídamente al cuarto, cuando fingí un incontrolable ataque de tos y ella se acercó a golpearme la espalda. Me doblé en dos, con la cara entre las manos y ante el horror de la pobre mujer «escupí» la lagartija, que aterrizó en mi falda. Fue tal el susto de mi abuela al ver el bicho que aparentemente habían soltado mis pulmones, que se cayó sentada, pero después se rio tanto como yo y guardó como recuerdo el animalejo disecado entre las páginas de un libro. Cuesta entender porque esa mujer tan fuerte temía contarme la verdad sobre mi pasado. Se me ocurre que a pesar de su postura desafiante ante las convenciones, nunca pudo superar los prejuicios de su clase. Para protegerme del rechazo ocultó cuidadosamente la existencia de mi cuarto de sangre china, el modesto ambiente social de mi madre y el hecho de que en realidad yo era una bastarda. Es lo único que puedo reprocharle al gigante que fue mi abuela.
En Europa conocí a Matías Rodríguez de Santa Cruz y del Valle. Paulina no respetó el acuerdo que había hecho con mi abuela Eliza Sommers de decirme la verdad y en vez de presentarlo como mi padre, dijo que era otro tío, de los muchos que cualquier niño chileno tiene, ya que todo pariente o amigo de la familia con edad suficiente para llevar el título con cierta dignidad, pasa automáticamente a llamarse tío o tía, por eso le dije siempre tío Frederick al buen Williams. Me enteré que Matías era mi padre varios años más tarde, cuando regreso a Chile a morir y él mismo me lo dijo. El hombre no me produjo una impresión memorable, era delgado, pálido y buen mozo; parecía joven cuando estaba sentado, pero mucho mayor cuando intentaba moverse. Caminaba con un bastón y estaba siempre acompañado por un criado que le abría las puertas, le ponía el abrigo, le encendía los cigarrillos, le alcanzaba el vaso de agua que había sobre una mesa a su lado, porque el esfuerzo de estirar el brazo resultaba demasiado para él. Mi abuela Paulina me explicó que ese tío padecía de artritis, una condición muy dolorosa que lo hacía frágil como el cristal, dijo, por lo mismo yo debía acercarme a él con mucho tino. Mi abuela se moriría años más tarde sin saber que su hijo mayor no sufría de artritis, sino de sífilis.
El estupor de la familia Del Valle cuando mi abuela llegó a Santiago fue monumental. Desde Buenos Aires cruzamos la Argentina por tierra hasta llegar a Chile, un verdadero safari, teniendo en cuenta el volumen del equipaje que venía de Europa más las once maletas con las compras que se hicieron en Buenos Aires. Viajamos en coche, con la carga en una recua de mulas y acompañados por guardias armados al mando del tío Frederick, porque había bandoleros a ambos lados de la frontera, pero desgraciadamente no nos atacaron y llegamos a Chile sin nada interesante que contar sobre el paso de Los Andes. Por el camino habíamos perdido a la niñera, que se enamoró de un argentino y prefirió quedarse, y una criada a quien la derrotó el tifus, pero mi tío Frederick se las arreglaba para contratar ayuda doméstica en cada etapa de nuestro peregrinaje. Paulina había decidido instalarse en Santiago, la capital, porque después de vivir tantos años en los Estados Unidos pensó que el pequeño Puerto de Valparaíso donde había nacido, le quedaría chico. Además se había acostumbrado a estar lejos de su clan y la idea de ver a sus parientes todos los días, temible hábito de cualquier sufrida familia chilena, la espantaba. Sin embargo en Santiago tampoco estuvo libre de ellos, puesto que tenía varias hermanas casadas con «gente bien» como se llamaban entre si los miembros de la clase alta, asumiendo, supongo, que el resto del mundo entraba en la categoría de la «gente mal». Su sobrino Severo del Valle, quien también vivía en la capital, se presentó con su mujer para saludarnos apenas llegamos. Del primer encuentro con ellos guardo un recuerdo más nítido que el de mi padre en Europa, porque me recibieron con tan exageradas muestras de afecto, que me asusté. Lo más notable en Severo era que a pesar de su cojera y su bastón parecía un príncipe de las ilustraciones de cuentos —pocas veces he visto un hombre más guapo y de Nívea que lucía un gran vientre redondo. En esos tiempos la procreación se consideraba indecente y entre la burguesía las mujeres encintas se recluían en sus casas, pero ella no intentaba disimular su estado, sino que lo exhibía indiferente a la perturbación que causaba. En la calle la gente procuraba no mirarla, como si tuviera una deformidad o anduviera desnuda. Yo nunca había visto algo así y cuando pregunté qué le pasaba a esa señora, mi abuela Paulina me explicó que la pobrecita se había tragado un melón. En contraste con su apuesto marido, Nívea parecía un ratón, pero bastaba hablar con ella un par de minutos para caer presa de su encanto y su tremenda energía.
Santiago era una ciudad hermosa situada en un valle fértil, rodeada de altas montañas moradas en verano y cubiertas de nieve en invierno, ciudad tranquila, somnolienta y olorosa a una mezcla de jardines floridos y bosta de caballo. Tenía un aire afrancesado, con sus árboles añosos, sus plazas, fuentes morunas, portales y pasajes, sus mujeres elegantes, sus tiendas exquisitas donde vendían lo más fino traído de Europa y del Oriente, sus alamedas y paseos donde los ricos lucían sus coches y estupendos caballos. Por las calles pasaban vendedores pregonando la humilde mercancía que llevaban en canastos, en medio de perros vagos y palomas y gorriones que anidaban en los tejados. Las campanas de las iglesias marcaban una a una el paso de las horas, menos durante la siesta, en que las calles permanecían vacías y la gente reposaba. Era una ciudad señorial, muy diferente a San Francisco, con su sello inconfundible de lugar fronterizo y su aire cosmopolita y colorido. Paulina del Valle compró una mansión en Ejército Libertador, la calle más aristocrática, cerca de la Alameda de las Delicias, por donde pasaba cada primavera el coche napoleónico con caballos empenachados y guardia de honor del presidente de la república camino al desfile militar de las fiestas patrias en el Parque de Marte. La casa no podía compararse en esplendor con el palacete de San Francisco, pero para Santiago resultaba de una opulencia irritante. Sin embargo, no fue el despliegue de bonanza y la falta de tacto lo que dejó boquiabierta a la pequeña sociedad capitalina, sino el marido con pedigree que Paulina del Valle «se había comprado», como decían, y los chismes que circulaban sobre la inmensa cama dorada con figuras mitológicas del mar, donde quién sabe qué pecados esa pareja de viejos cometía. A Williams le atribuyeron títulos de nobleza y malas intenciones. ¿Qué razón tendría un lord británico, tan fino y guapo, para casarse con una mujer de reconocido mal carácter y bastante mayor que él? Sólo podía ser un conde arruinado, un cazador de fortuna dispuesto a despojarla de su dinero para luego abandonarla. En el fondo todos deseaban que así fuera, para bajarle el moño a mi arrogante abuela, sin embargo nadie hizo desaires a su esposo, fieles a la tradición chilena de hospitalidad con los extranjeros. Además Frederick Williams se ganó el respeto de moros y cristianos con sus excelentes modales, su manera prosaica de enfrentar la vida y sus ideas monárquicas, creía que todos los males de la sociedad se debían a la indisciplina y falta de respeto por las jerarquías. El lema de quien había sido sirviente por tantos años era «cada uno en su lugar y un lugar para cada uno». Al convertirse en marido de mi abuela asumió su papel de oligarca con la misma naturalidad con que antes cumplía su destino de criado; antes jamás intentó mezclarse con los de arriba y después no se rozaba con los de abajo; la separación de clases le parecía indispensable para evitar el caos y la vulgaridad. En esa familia de bárbaros apasionados, como eran los Del Valle, Williams producía estupor y admiración con su exagerada cortesía y su impasible calma, productos de sus años de mayordomo. Hablaba cuatro palabras de castellano y su forzado silencio se confundía con sabiduría, orgullo y misterio. El único que podía desenmascarar al supuesto noble británico era Severo del Valle, pero nunca lo hizo porque apreciaba al antiguo sirviente y admiraba a esa tía que se burlaba de todo el mundo pavoneándose con su airoso marido.
Mi abuela Paulina se lanzó en una campaña de caridad pública para acallar la envidia y maledicencia que su fortuna provocaba. Sabía hacerlo, porque se había criado los primeros años de su vida en ese país, donde socorrer a los indigentes es tarea obligatoria de las mujeres de buen pasar. Mientras más se sacrifican por los pobres recorriendo hospitales, asilos, orfelinatos y conventillos, más alto se colocan en la estima general, por lo mismo pregonan sus limosnas a todo viento. Ignorar este deber acarrea tantas miradas torvas y amonestaciones sacerdotales, que ni siquiera Paulina del Valle habría podido escapar al sentido de culpa y el temor a condenarse. Me entrenó en estas labores de compasión, pero confieso que siempre me resultó incómodo llegar a un barrio miserable en nuestro lujoso coche cargado de vituallas, con dos lacayos para que distribuyeran los regalos a unos seres desarrapados que nos daban las gracias con grandes muestras de humildad, pero con el odio vivo brillando en sus pupilas.
Mi abuela debió educarme en la casa, porque me escapé de cada uno de los establecimientos religiosos donde me matriculó. La familia Del Valle la convenció una y otra vez de que un internado era la única manera de convertirme en una criatura normal; sostenían que yo necesitaba la compañía de otros niños para superar mi patológica timidez y la mano firme de las monjas para someterme. «A esta, chiquilla la has malcriado demasiado, Paulina, la estás convirtiendo en un monstruo», decían, y mi abuela acabó por creer lo que resultaba obvio. Yo dormía con Caramelo en la cama, comía y leía lo que me daba la gana, pasaba el día entretenida en juegos de imaginación, sin mucha disciplina porque no había nadie a mi alrededor dispuesto a darse la molestia de imponerla; en otras palabras: gozaba de una infancia bastante feliz. No soporté los internados con sus monjas bigotudas y su muchedumbre de colegialas, que me recordaba mi angustiosa pesadilla de los niños en piyamas negros; tampoco soportaba el rigor de las reglas, la monotonía de los horarios y el frío de esos conventos coloniales. No sé cuántas veces se repitió la misma rutina: Paulina del Valle me vestía de punta en blanco, me recitaba las instrucciones con tono amenazante, me llevaba prácticamente en vilo y me dejaba con mis baúles en las manos de alguna forzuda novicia, luego escapaba tan de prisa como su peso lo permitía, acosada por los remordimientos. Eran colegios para niñas ricas donde la sumisión y la fealdad imperaban y el objetivo final consistía en darnos algo de instrucción para que no fuéramos totalmente ignorantes, ya que un barniz de cultura tenía valor en el mercado matrimonial, pero no suficiente como para que hiciéramos preguntas. Se trataba de doblegar la voluntad personal en aras del bien colectivo, de hacernos buenas católicas, madres abnegadas y esposas obedientes. Las monjas debían comenzar por dominarnos el cuerpo, fuente de vanidad y de otros pecados; no nos dejaban reírnos, correr, jugar al aire libre. Nos bañábamos una vez al mes, cubiertas con largos camisones para no exponer nuestras vergüenzas ante el ojo de Dios, que está en todas partes. Se partía de la base que la letra entraba con sangre, por lo mismo no ahorraban severidad. Nos metían miedo a Dios, al diablo, a todos los adultos, a la palmeta con que nos golpeaban los dedos, a los guijarros sobre los cuales debíamos hincarnos en penitencia, a nuestros propios pensamientos y deseos, miedo al miedo. Jamás recibíamos una palabra de elogio por temor a cultivar en nosotras la jactancia, pero sobraban los castigos para templarnos el carácter. Entre esos gruesos muros sobrevivían mis compañeras uniformadas, con las trenzas tan tirantes que a veces les sangraba el cuero cabelludo y las manos con sabañones por el frío eterno. El contraste con sus hogares, donde las mimaban como princesas durante las vacaciones, debía ser como para enloquecer a la más cuerda. Yo no pude soportarlo. Una vez logré la complicidad de un jardinero para saltar la reja y huir. No sé cómo llegué sola a la calle Ejército Libertador, donde me recibió Caramelo histérico de gusto, pero Paulina del Valle casi sufrió un infarto al verme aparecer con la ropa embarrada y los ojos hinchados. Pasé unos meses en la casa hasta que las presiones externas obligaron a mi abuela a repetir el experimento. La segunda vez me escondí entre unos arbustos del patio durante toda una noche con la idea de perecer de frío y de hambre. Imaginaba las caras de las monjas y de mi familia al descubrir mi cadáver y lloraba de lástima por mí misma, pobre niña mártir a tan temprana edad. Al día siguiente el colegio dio aviso de mi desaparición a Paulina del Valle, quien llegó como una tromba a exigir explicaciones. Mientras ella y Frederick Williams eran conducidos por una novicia arrebolada a la oficina de la madre superiora, yo me escabullí desde los matorrales donde me había ocultado hasta el carruaje que esperaba en el patio, me subí sin que el cochero me viera y me agazapé bajo el asiento. Entre Frederick Williams, el cochero y la madre superiora tuvieron que ayudar a mi abuela a subir al coche, iba chillando que si yo no aparecía pronto ¡ya iban a ver quién era Paulina del Valle! Cuando surgí de mi refugio antes de llegar a la casa, olvidó sus lágrimas de desconsuelo, me cogió del cogote y me dio una zurra que duró un par de cuadras, hasta que el tío Frederick logró calmarla. Pero la disciplina no era el fuerte de la buena señora, al saber que yo no había comido desde el día anterior y había pasado la noche a la intemperie, me cubrió de besos y me llevó a tomar helados. En la tercera institución donde quiso matricularme me rechazaron de plano porque en la entrevista con la directora aseguré que había visto al diablo y que tenía las patas verdes. Al final mi abuela acabó dándose por vencida. Severo del Valle la convenció de que no había razón para torturarme, puesto que igual podía aprender lo necesario en casa con tutores privados. Por mi infancia paso una serie de institutrices inglesas, francesas y alemanas que sucumbieron sucesivamente al agua contaminada de Chile y a las rabietas de Paulina del Valle; las infortunadas mujeres regresaban a sus países de origen con diarrea crónica y malos recuerdos. Mi educación fue bastante accidentada hasta que llegó a mi vida una maestra chilena excepcional, la señorita Matilde Pineda, quien me enseñó casi todo lo importante que sé, salvo sentido común, porque ella misma no lo tenía. Era apasionada e idealista, escribía poesía filosófica que nunca pudo publicar, sufría de un hambre insaciable de conocimiento y tenía la intransigencia ante las debilidades ajenas propia de los seres demasiado inteligentes. No toleraba la pereza; en su presencia la frase «no puedo» estaba prohibida. Mi abuela la contrató porque se proclamaba agnóstica, socialista y partidaria del sufragio femenino, tres razones sobradas para que no la emplearan en ninguna institución educativa. «A ver si usted contrarresta un poco la gazmoñería conservadora y patriarcal de esta familia», le indicó Paulina del Valle en la primera entrevista, apoyada por Frederick Williams y Severo del Valle, los únicos que vislumbraron el talento de la señorita Pineda, todos los demás aseguraron que esa mujer alimentaba al monstruo que ya se gestaba en mi. Las tías la clasificaron de inmediato de «rota alzada» y previnieron a mi abuela contra esa mujer de clase inferior «metida a gente», como decían. En cambio Williams, el hombre más clasista que he conocido, le tomó simpatía. Seis días a la semana, sin fallar jamás, aparecía la maestra a las siete de la mañana en la mansión de mi abuela, donde yo la esperaba de punta, en blanco, almidonada, con las uñas limpias y las trenzas recién hechas. Desayunábamos en un pequeño comedor de diario mientras comentábamos las noticias importantes de los periódicos, luego me daba un par de horas de clases regulares y el resto del día íbamos al museo y a la librería Siglo de Oro a comprar libros y tomar te con el librero, don Pedro Tey, visitábamos artistas, salíamos a observar la naturaleza, hacíamos experimentos químicos, leíamos cuentos, escribíamos poesía y montábamos obras de teatro clásico con figuras recortadas en cartulina. Fue ella quien sugirió a mi abuela la idea de formar un club de damas para canalizar la caridad y en vez de regalar a los pobres ropa usada o la comida que sobraba en sus cocinas, crear un fondo, administrarlo como si fuera un banco y otorgar préstamos a las mujeres para que iniciaran algún pequeño negocio: un gallinero, un taller de costura, unas bateas para lavar ropa ajena, una carretela para hacer transporte, en fin, lo necesario para salir de la indigencia absoluta en que sobrevivían con sus hijos. A los hombres no, dijo la señorita Pineda, porque usarían el préstamo para comprar vino y, en todo caso, los planes sociales del gobierno se encargaban de socorrerlos, en cambio de las mujeres y los niños nadie se ocupaba en serio. «La gente no quiere regalos, quiere ganarse la vida con dignidad», explicó mi maestra y Paulina del Valle lo comprendió al punto y se lanzó en ese proyecto con el mismo entusiasmo con que abrazaba los planes más codiciosos para hacer plata. «Con una mano agarro lo que puedo y con la otra doy, así mato dos pájaros de un tiro: me divierto y me gano el cielo», se reía a carcajadas mi original abuela. Llevó la iniciativa más lejos y no sólo formó el Club de Damas, que capitaneaba con su eficiencia habitual —las otras señoras le tenían terror— también financió escuelas, consultorios médicos ambulantes y organizó un sistema para recoger lo que no se lograba vender en los puestos del mercado y en las panaderías, pero aún estaba en buen estado, y distribuirlo en orfelinatos y asilos.
Cuando Nívea venía de visita, siempre encinta y con varios hijos pequeños en brazos de las respectivas niñeras, la señorita Matilde Pineda abandonaba la pizarra y mientras las empleadas se hacían cargo de la manada de criaturas, nosotras tomábamos el té y ellas dos se dedicaban a planear una sociedad más justa y noble. A pesar de que a Nívea no le sobraban tiempo ni recursos económicos, era la más joven y activa de las señoras del club de mi abuela. A veces íbamos a visitar a su antigua profesora, sor María Escapulario, quien dirigía un asilo para monjas ancianas porque ya no le permitían ejercer su pasión de educadora; la congregación había decidido que sus ideas avanzadas no eran recomendables para colegialas y que menos daño hacía cuidando viejitas chochas que sembrando rebeldía en las mentes infantiles. Sor María Escapulario disponía de una pequeña celda en un edificio decrépito, pero con un jardín hechizado, donde nos recibía siempre agradecida porque le gustaba la conversación intelectual, placer inalcanzable en ese asilo. Le llevábamos libros que ella encargaba y que comprábamos en la empolvada librería Siglo de Oro. También le regalábamos galletas o una torta para acompañar el te que ella preparaba en un anafe a parafina y servía en tazas desportilladas. En invierno nos quedábamos en la celda, la monja sentada en la única silla disponible, Nívea y la señorita Matilde Pineda sobre el camastro y yo por el suelo, pero si el clima lo permitía paseábamos por el maravilloso jardín entre árboles centenarios, enredaderas de jazmines, rosas, camelias y tantas otras variedades de flores en estupendo desorden, que la mezcla de perfumes solía aturdirme. No perdía palabra de aquellas conversaciones, aunque seguramente entendía muy poco; no he vuelto a escuchar discursos tan apasionados. Cuchicheaban secretos, se morían de risa y hablaban de todo menos de religión, por respeto a las ideas de la señorita Matilde Pineda, quien sostenía que Dios era un invento de los hombres para controlar a otros hombres y sobre todo a las mujeres. Sor María Escapulario y Nívea eran católicas, pero ninguna de las dos parecía fanática, a diferencia de la mayor parte de la gente que me rodeaba entonces. En Estados Unidos nadie mencionaba la religión, en cambio en Chile era tema de sobremesa. Mi abuela y el tío Frederick me llevaban a misa de vez en cuando para que nos vieran, porque ni Paulina del Valle, con toda su audacia y su fortuna, podía darse el lujo de no asistir. La familia y la sociedad no lo habrían tolerado.
—¿Eres católica, abuela? —le preguntaba yo cada vez que debía postergar un paseo o un libro para ir a misa.
No me respondía.
—La señorita Pineda no va a misa.
—Mira lo mal que le va a la pobrecita. Con lo inteligente que es podría ser directora de una escuela, si fuera a misa…
Contra toda lógica, Frederick Williams se adaptó muy bien a la enorme familia Del Valle y a Chile. Debe haber tenido tripas de acero, porque fue el único a quien no se le agusanó la barriga con el agua potable y podía comer varias empanadas sin que se le incendiara el estómago. Ningún chileno que conociéramos, excepto Severo del Valle y don José Francisco Vergara, hablaba inglés; la segunda lengua de la gente educada era el francés, a pesar de la numerosa población británica en el puerto de Valparaíso, de modo que Williams no tuvo más remedio que aprender castellano. La señorita Pineda le daba clases y a los pocos meses lograba hacerse entender con esfuerzo en un español machucado pero funcional, podía leer los diarios y hacer vida social en el Club de la Unión, donde solía jugar bridge en compañía de Patrick Egon, el diplomático norteamericano a cargo de la Legación. Mi abuela consiguió que lo aceptaran en el Club insinuando su aristocrático origen en la corte inglesa, que nadie se dio el trabajo —¿crees que se puede no serlo en Chile?— de comprobar, puesto que los títulos de nobleza habían sido abolidos desde los tiempos de la independencia y, por otra parte, bastaba mirar al hombre para creerle. Por definición los miembros del Club de la Unión pertenecían a «familias conocidas» y eran «hombres de bien» —las mujeres no podían cruzar el umbral— y de haber descubierto la identidad de Frederick Williams, cualquiera de aquellos señorones se habría batido a duelo por la vergüenza de haber sido burlado por un antiguo mayordomo de California convertido en el más fino, elegante y culto de sus miembros, el mejor jugador de bridge y sin duda uno de los más ricos. Williams se mantenía al día con los negocios para aconsejar a mi abuela Paulina, y con la política, tema obligado de conversación social. Se declaraba decididamente conservador, como casi todos en nuestra familia, y lamentaba el hecho de que en Chile no existiera una monarquía como la de Gran Bretaña, porque la democracia le parecía vulgar y poco eficaz. En los obligados almuerzos dominicales en casa de mi abuela discutía con Nívea y Severo, los únicos liberales del clan. Sus ideas divergían, pero los tres se tenían aprecio y creo que secretamente se burlaban de los demás miembros de la primitiva tribu Del Valle. En las raras ocasiones en que estábamos en presencia de don José Francisco Vergara, con quien hubiera podido conversar en inglés, Frederick Williams se mantenía a respetuosa distancia; era el único que lograba intimidarlo con su superioridad intelectual, posiblemente el único que hubiera detectado de inmediato su condición de antiguo criado. Supongo que muchos se preguntaban quién era yo y por qué Paulina me había adoptado, pero no se mencionaba el tema delante de mi; en los almuerzos familiares de los domingos se juntaba una veintena de primos de varias edades y ninguno me preguntó jamás por mis padres; les bastaba saber que yo llevaba su mismo apellido para aceptarme.
A mi abuela le costó más adaptarse en Chile que a su marido, a pesar de que su apellido y su fortuna le abrían todas las puertas. Se asfixiaba con las pequeñeces y la mojigatería de ese ambiente, echaba de menos la libertad de antaño; no en vano había vivido más de treinta años en California, pero tan pronto abrió las puertas de su mansión pasó a encabezar la vida social de Santiago, porque lo hizo con gran clase y buen tino, conocedora de cómo odian en Chile a los ricos y mucho más si son presumidos. Nada de lacayos de librea como los que empleaba en San Francisco, sino discretas criadas con vestidos negros y delantales blancos; nada de echar la casa por la ventana con saraos faraónicos, sino fiestas recatadas y en tono familiar, para que no la acusaran de siútica o nueva rica, el peor epíteto posible. Disponía, por supuesto, de sus opulentos carruajes, sus envidiables caballos y su palco privado en el Teatro Municipal, con salita y buffet, donde servía helados y champaña a sus invitados. A pesar de su edad y su gordura, Paulina del Valle imponía la moda, porque acababa de llegar de Europa y se suponía que estaba al tanto del estilo y el acontecer modernos. En esa sociedad austera y pacata se constituyó en el faro de influencias extranjeras, la única señora de su circulo que hablaba inglés, recibía revistas y libros de Nueva York y París, encargaba telas, zapatos y sombreros directamente a Londres y fumaba en público los mismos cigarrillos egipcios que su hijo Matías. Compraba arte y en su mesa servía platos nunca vistos, porque hasta las más empingorotadas familias todavía comían como los rudos capitanes de la época de la Conquista: sopa, puchero, asado, frijoles y pesados postres coloniales. La primera vez que mi abuela sirvió foie gras y una variedad de quesos importados de Francia, sólo los caballeros que habían estado en Europa pudieron comerlos. Al oler los Camembert y los Port-Salut una señora sufrió arcadas y debió salir disparada al baño.
La casa de mi abuela era el centro de reuniones de artistas y literatos jóvenes de ambos sexos, que se juntaban para dar a conocer sus obras, dentro del marco habitual de clasismo; si el interesado no era blanco y de apellido conocido necesitaba tener mucho talento para ser aceptado, en ese aspecto Paulina no difería del resto de la alta sociedad chilena. En Santiago las tertulias de intelectuales se llevaban a cabo en cafés y clubes y asistían sólo hombres, porque se partía de la base que las mujeres estarían mejor revolviendo la sopa que escribiendo versos. La iniciativa de mi abuela de incorporar artistas femeninas a su salón resultó una novedad algo licenciosa.
Mi vida cambió en la mansión de Ejército Libertador. Por primera vez desde la muerte de mi abuelo Tao-Chien tuve una sensación de estabilidad, de vivir en algo que no se movía y no cambiaba, una especie de fortaleza con raíces bien plantadas en suelo firme. Tomé el edificio entero por asalto, no dejé vericueto sin explorar ni rincón sin conquistar, incluso el techo donde solía pasar horas observando a las palomas, y los cuartos de servicio, aunque me tenían prohibido poner los pies en ellos. La enorme propiedad lindaba con dos calles y tenía dos entradas, una principal por la calle Ejército Libertador y la de los empleados por la calle de atrás, contaba con docenas de salas, habitaciones, jardines, terrazas, escondrijos, desvanes, escaleras. Existía el salón rojo, otro azul y uno dorado, que se usaban sólo en las grandes ocasiones, y una galería de cristal maravillosa donde transcurría la vida familiar entre maceteros de loza china, helechos y jaulas de canarios. En el comedor había un fresco que daba la vuelta por la sala ocupando las cuatro paredes, varios muebles aparadores con una colección de porcelana y platería, un chandelier con lágrimas de cristal y un ventanal adornado por una fuente morisca de mosaico que vertía agua eternamente.
Una vez que mi abuela renunció a mandarme a la escuela y las clases con la señorita Pineda se hicieron rutinarias, fui muy feliz. Cada vez que hacía una pregunta, esa magnífica maestra en vez de contestar, me señalaba el camino para encontrar la respuesta. Me enseñó a ordenar el pensamiento, investigar, leer y escuchar, buscar alternativas, resolver viejos problemas con soluciones nuevas, discutir con lógica. Me enseñó sobre todo, a no creer a ciegas, a dudar y preguntar incluso aquello que parecía verdad irrefutable, como la superioridad del hombre sobre la mujer o de una raza o clase social sobre otra, ideas novedosas en un país patriarcal donde los indios jamás se mencionaban y bastaba descender un escalón en la jerarquía de las clases sociales para desaparecer de la memoria colectiva. Fue la primera mujer intelectual que se cruzo en mi vida. Nívea, con toda su inteligencia y su educación, no podía competir con mi maestra; a ella la distinguían la intuición y la enorme generosidad de su alma, estaba adelantada en medio siglo a su tiempo, pero nunca poso de intelectual, ni siquiera en las famosas tertulias de mi abuela, donde se lucía con sus apasionados discursos sufragistas y sus dudas teológicas.
De aspecto la señorita Pineda no podía ser más chilena, esa mezcla de español e indio que produce mujeres bajas, anchas de caderas, con ojos y cabello oscuros, pómulos altos y una forma de caminar pesada, como si estuvieran clavadas en la tierra. Su mente era inusual para su tiempo y condición, provenía de una esforzada familia del sur, su padre trabajaba como empleado del ferrocarril y de sus ocho hermanos ella fue la única que pudo terminar los estudios. Era discípula y amiga de don Pedro Tey, el dueño de la librería Siglo de Oro, un catalán hosco de modales, pero de corazón blando, que guiaba sus lecturas y le prestaba o regalaba libros, porque ella no podía comprarlos. En cualquier intercambio de opiniones, por banal que fuese, Tey contradecía. Le oí asegurar, por ejemplo, que los sudamericanos son unos macacos con tendencia al despilfarro, la parranda y la pereza, pero bastó que la señorita Pineda asintiera, para que él cambiara inmediatamente de bando y añadiera que al menos son mejores que sus compatriotas, que andan siempre enojados y por cualquier nimiedad se baten a duelo. Aunque fuera imposible estar de acuerdo en algo, esos dos se llevaban muy bien.
Don Pedro Tey debe haber sido por lo menos veinte años mayor que mi maestra, pero cuando empezaban a hablar la diferencia de edad se esfumaba: él rejuvenecía de entusiasmo y ella crecía en prestancia y madurez.
En diez años Severo y Nívea del Valle tuvieron seis hijos y seguirían procreando hasta completar quince. Conozco a Nívea desde hace veintitantos años y la he visto siempre con un bebé en brazos; su fertilidad sería una maldición si no le gustaran tanto los niños. «¡Qué daría porque usted educara a mis hijos!», suspiraba Nívea cuando se encontraba con la señorita Matilde Pineda. «Son muchos, señora Nívea, y con Aurora tengo las manos llenas», replicaba mi maestra.
Severo se había convertido en abogado de renombre, en uno de los pilares más jóvenes de la sociedad y miembro conspicuo del partido liberal. No estaba de acuerdo con muchos puntos de la política del Presidente, también liberal, y como era incapaz de disimular sus críticas, nunca lo llamaron a formar parte del gobierno. Esas opiniones lo conducirían poco después a formar un grupo disidente que se pasó a la oposición cuando estalló la Guerra Civil, tal como hizo Matilde Pineda y su amigo de la librería Siglo de Oro.
Mi tío Severo me distinguía entre las docenas de sobrinos que lo rodeaban, me llamaba su «ahijada» y me contó que él me había dado el apellido Del Valle, pero cada vez que le preguntaba si conocía la identidad de mi padre verdadero, me respondía con evasivas: «hagamos cuenta que yo lo soy», decía. A mi abuela el tema le daba jaqueca y si asediaba a Nívea me mandaba a hablar con Severo. Era un circulo de nunca acabar.
—Abuela, no puedo vivir con tantos misterios —le dije una vez a Paulina del Valle.
—¿Por qué no? La gente que tiene una infancia jodida es más creativa —replicó.
—O termina trastornada… —sugerí.
—Este no es el momento apropiado —replicó mi abuela secamente—. Entre los Del Valle no hay locos de atar, Aurora, sólo excéntricos, como en toda familia que se respete —me aseguró.
La señorita Matilde Pineda me juró que desconocía mis orígenes y agregó que no había que preocuparse, porque no importa de dónde uno viene en esta vida, sino adónde uno va, pero cuando me enseñó la teoría genética de Mendel debió admitir que existen buenas razones para averiguar quienes son nuestros antepasados. ¿Y si mi padre fuera un demente que andaba por allí degollando doncellas?
La evolución empezó el mismo día que entré en la pubertad. Desperté con la camisa de dormir manchada de una materia parecida al chocolate, me oculté en el baño para lavarme avergonzada, entonces descubrí que no era caca, como pensaba: tenía sangre entre las piernas. Partí aterrorizada a comunicárselo a mi abuela y por una vez no la encontré en su gran cama imperial, lo cual resultaba inusitado en alguien que se levantaba siempre al mediodía. Corrí escaleras abajo seguida por Caramelo que iba ladrando, irrumpí como un caballo asustado en el escritorio y me topé de frente con Severo y Paulina del Valle, él vestido de viaje y ella con la bata de satén morado que le daba un aire de obispo en Semana Santa.
—¡Me voy a morir! —grité abalanzándome encima de ella.
Balmaceda, hombre brillante y de ideas modernas, no lo había hecho mal, en realidad. Había impulsado la educación más que ningún gobernante anterior, defendido el salitre chileno de las compañías extranjeras, creado hospitales y numerosas obras públicas, sobre todo ferrocarriles, aunque empezaba más de lo que lograba terminar; Chile tenía poderío militar y naval, era un país próspero y su moneda la más sólida de Latinoamérica. Sin embargo, la aristocracia no le perdonaba que hubiera elevado a la clase media e intentara gobernar con ella, así como el clero no podía tolerar la separación de la iglesia del Estado, el matrimonio civil, que reemplazó al religioso, y la ley que permitió enterrar en los cementerios a muertos de cualquier credo. Antes era un lío disponer de los cuerpos de quienes en vida no habían sido católicos, así como de ateos y suicidas, que a menudo iban a parar a los barrancos o al mar. A causa de estas medidas, las mujeres abandonaron al Presidente en masa. Aunque no tenían poder político, reinaban en sus hogares y ejercían una tremenda influencia. La clase media, que Balmaceda había apoyado, también le dio la espalda y él respondió con soberbia, porque estaba acostumbrado a mandar y ser obedecido, como todo hacendado de entonces. Su familia poseía inmensas extensiones de tierra, una provincia con sus estaciones, ferrocarril, pueblos y cientos de campesinos; los hombres de su clan no tenían fama de patrones bondadosos, sino de tiranos rudos que dormían con el arma bajo la almohada y esperaban respeto ciego de sus inquilinos. Tal vez por eso pretendió manejar el país, como su propio feudo. Era un hombre alto, apuesto, viril, de frente clara y porte noble, hijo de amores novelescos, criado a lomo de caballo, con una fusta en una mano y un pistolón en la otra. Había sido seminarista, pero no tenía pasta para vestir sotana; era apasionado y vanidoso. Lo llamaban el Chascón por su tendencia a cambiar el peinado, los bigotes y las patillas; se comentaban sus ropas demasiado elegantes encargadas a Londres. Ridiculizaban su oratoria grandilocuente y sus declaraciones de celoso amor a Chile, decían que se identificaba tanto con la patria que no podía concebirla sin él a la cabeza, «¡mía o de nadie!» era la frase que le atribuían. Los años de gobierno lo aislaron y al final manifestaba una conducta errática que iba de la manía a la depresión, pero aun entre sus peores adversarios gozaba fama de buen estadista y de irreprochable honestidad, como casi todos los presidentes de Chile, quienes a diferencia de los caudillos de otros países de América Latina, salían del gobierno más pobres de lo que entraban. Tenía visión de futuro, soñaba con crear una gran nación, pero le tocó vivir el final de una época y el desgaste de un partido que había estado demasiado tiempo en el poder. El país y el mundo estaban cambiando y el régimen liberal se había corrompido. Los presidentes designaban a su sucesor y las autoridades civiles y militares hacían trampas en las elecciones; siempre ganaba el partido de gobierno gracias a la fuerza tan bien llamada bruta: votaban hasta los muertos y los ausentes en favor del candidato oficial, se compraban votos y a los dudosos les metían miedo a palos. El Presidente enfrentaba la oposición implacable de los conservadores, algunos grupos de liberales disidentes, el clero en su totalidad y la mayor parte de la prensa. Por primera vez se aglutinaban los extremos del espectro político en una sola causa: derrocar al gobierno. A diario se juntaban manifestantes de la oposición en la Plaza de Armas, que la policía a caballo dispersaba a golpes, y en la última gira del Presidente a las provincias los soldados debieron defenderlo a sablazos contra muchedumbres enardecidas que lo pifiaban y le tiraban verduras. Aquellas muestras de descontento a él lo dejaban imperturbable como si no se diera cuenta de que la nación se hundía en el caos. Según Severo del Valle y la señorita Matilde Pineda, un ochenta por ciento de la gente detestaba al gobierno y lo más decente sería que el Presidente renunciara, porque el clima de tensión se había vuelto insoportable y en cualquier momento reventaría como un volcán. Así ocurrió esa mañana de enero de 1891, cuando la marina se sublevó y el Congreso destituyó al Presidente.
—Se va a desencadenar una terrible represión, tía —oí que decía Severo del Valle—. Me voy al norte a luchar. Le ruego que ampare a Nívea y a los niños, porque yo no podré hacerlo quién sabe por cuánto tiempo…
—Ya perdiste una pierna en la guerra, Severo, si pierdes la otra parecerás enano.
—No tengo alternativa, en Santiago me matarían igual.
—¡No seas melodramático, no estamos en la ópera!
Pero Severo del Valle estaba mejor informado que su tía, como se vio a los pocos días, cuando se desencadenó el terror. La reacción del Presidente fue disolver el Congreso, designarse dictador y nombrar a un tal Joaquín Godoy para que organizara la represión, un sádico que creía que «los ricos deben pagarla por ser ricos, los pobres por ser pobres y los clérigos ¡hay que fusilarlos a todos!». El ejército se mantuvo fiel al gobierno y lo que había comenzado como una revuelta política se convirtió en una guerra civil espantosa al enfrentarse la dos ramas de las fuerzas armadas. Godoy, con el decidido apoyo de los jefes del ejército, procedió a encarcelar a los congresales opositores que pudo echar el guante. Se terminaron las garantías ciudadanas, comenzaron los allanamientos de las casas y la tortura sistemática, mientras el Presidente se encerró en su palacio asqueado por esos métodos, pero convencido de que no había otros para doblegar a sus enemigos políticos. «No quisiera tener conocimiento de estas medidas», se le oyó decir más de una vez. En la calle de la librería Siglo de Oro no se podía dormir de noche ni andar de día por los aullidos de los flagelados. Nada de esto se hablaba delante de los niños, por supuesto, pero yo me enteraba de todo porque conocía cada resquicio de la casa y me entretenía espiando las conversaciones de los adultos, puesto que no había mucho más que hacer en esos meses.
Mientras afuera hervía la guerra, adentro vivíamos como en un lujoso convento de clausura. Mi abuela Paulina acogió a Nívea con su regimiento de chiquillos, nodrizas y niñeras y cerró la casa a machote, segura de que nadie se atrevería a atacar a una dama de su posición social casada con un ciudadano británico. Por si acaso, Frederick Williams enarboló una bandera inglesa en el techo y mantuvo sus armas aceitadas.
Severo del Valle partió a luchar al norte justo a tiempo, porque al día siguiente allanaron su casa y si lo hubieran encontrado habría ido a parar a los calabozos de la policía política, donde se torturaba por igual a ricos y a pobres. Nívea había sido partidaria del régimen liberal, como Severo del Valle, pero se convirtió en acérrima opositora cuando el Presidente quiso imponer su sucesor mediante trampas y trató de aplastar al Congreso. En los meses de la Revolución mientras gestaba un par de mellizos y criaba a seis niños, tuvo tiempo y ánimo para actuar en la oposición en formas que de haber sido sorprendida le habría costado la vida. Lo hacía a espaldas de mi abuela Paulina, quien había dado órdenes terminantes de mantenernos invisibles para no llamar la atención de las autoridades, pero con pleno conocimiento de Williams. La señorita Matilde Pineda se encontraba exactamente al lado opuesto de Frederick Williams, tan socialista era la primera como monárquico el segundo, pero el odio al gobierno los unía. En uno de los cuartos traseros, donde mi abuela jamás entraba, instalaron una pequeña imprenta con ayuda de don Pedro Tey y allí producían libelos y panfletos revolucionarios, que después la señorita Matilde Pineda se llevaba ocultos bajo el manto para repartir de casa en casa. Me hicieron jurar que no diría ni una palabra a nadie de lo que acontecía en ese cuarto y no lo hice porque el secreto me pareció un juego fascinante, aunque no adivinaba el peligro que se cernía sobre nuestra familia. Al término de la Guerra Civil comprendí que ese peligro era real, pues a pesar de la posición de Paulina del Valle, nadie estaba a salvo del largo brazo de la policía política. La casa de mi abuela no era el santuario que suponíamos, el hecho de que ella fuera una viuda con fortuna, relaciones y apellido no la habría salvado de un allanamiento y tal vez de la prisión. A nuestro favor estaban la confusión de aquellos meses y el hecho de que la mayoría de la población se había vuelto contra el gobierno, siendo imposible controlar a tanta gente. Incluso en el seno de la policía había partidarios de la Revolución que ayudaban a escapar a los mismos que debían apresar. En cada casa donde la señorita Pineda golpeaba la puerta para entregar sus libelos la recibían con los brazos abiertos.
Por una vez Severo y sus parientes estaban en el mismo lado, porque en el conflicto se unieron los conservadores con una parte de los liberales. El resto de la familia Del Valle se recluyó en sus fundos, lo más lejos posible de Santiago, y los hombres jóvenes se fueron a pelear al norte, donde se juntó un contingente de voluntarios apoyados por la marinería sublevada. El ejército, fiel al gobierno, planeaba derrotar a ese montón de civiles alzados en cuestión de días, nunca imagino la resistencia que encontraría. La escuadra y los revolucionarios se dirigieron al norte para apoderarse de las salitreras, la mayor fuente de ingresos del país, donde se acantonaban los regimientos del ejército regular. En el primer enfrentamiento serio triunfaron las tropas del gobierno y después de la batalla remataron a los heridos y a los prisioneros, tal como habían hecho a menudo durante la Guerra del Pacífico diez años antes. La brutalidad de esa matanza enardeció de tal modo a los revolucionarios que cuando volvieron a encontrarse frente a frente obtuvieron una aplastante victoria. Entonces fue su turno masacrar a los vencidos. A mediados de marzo los congresistas, como se llamaban los sublevados, controlaban cinco provincias del norte y habían formado una junta de Gobierno, mientras al sur el presidente Balmaceda perdía adeptos minuto a minuto. Lo que quedó de las tropas leales en el norte debió retroceder hacia el sur para juntarse con el grueso del ejército; quince mil hombres cruzaron a pie la cordillera, penetraron a Bolivia, pasaron a la Argentina y luego atravesaron de nuevo las montañas para llegar a Santiago. Aparecieron en la capital muertos de fatiga, barbudos y rotosos, habían caminado millares de kilómetros en una naturaleza inclemente de valles y alturas, de calores infernales y de hielos eternos, juntando por el camino llamas y vicuñas del altiplano, calabazas y armadillos de las pampas, pájaros de las cumbres más altas. Fueron recibidos como héroes. Aquella hazaña no se había visto desde los tiempos remotos de los fieros conquistadores españoles, pero no todos participaron en el recibimiento porque la oposición había aumentado como una avalancha imposible de contener. Nuestra casa permaneció, con los postigos cerrados y las órdenes, de mi abuela fueron que ninguno debía asomar la nariz a la calle; pero yo no resistí la curiosidad y me encaramé al techo para ver el desfile.
Las detenciones, saqueos, torturas y requisas tenían a los opositores en ascuas, no había familia sin dividirse, nadie quedaba libre del miedo. Las tropas efectuaban redadas para reclutar jóvenes, se dejaban caer por sorpresa en funerales, bodas, campos y fábricas para detener a los hombres en edad de portar armas y llevárselos a la fuerza. Se paralizó la agricultura y la industria por falta de mano de obra. La prepotencia de los militares se hizo insoportable y el Presidente comprendió que debía ponerle atajo, pero cuando finalmente quiso hacerlo ya era tarde, los soldados estaban ensoberbecidos y se temía que lo depusieran para instaurar una dictadura militar, mil veces más temible que la represión impuesta por la policía política de Godoy.
«Nada hay tan peligroso como el poder con impunidad», nos advertía Nívea. Le pregunté a la señorita Matilde Pineda cuál era la diferencia entre los del gobierno y los revolucionarios y la respuesta fue que ambos luchaban por la legitimidad. Cuando se lo pregunté a mi abuela me contestó que ninguna, todos eran unos canallas.
El terror tocó a nuestra puerta cuando los esbirros detuvieron a don Pedro Tey para conducirlo a los horrendos calabozos de Godoy. Sospechaban, y con razón, que era responsable por los libelos políticos contra el gobierno que circulaban por todas partes. Una noche de junio, una de esas noches de lluvia fastidiosa y ventisca traicionera, cuando cenábamos en el comedor de diario, se abrió de pronto la puerta e irrumpió sin anunciarse la señorita Matilde Pineda, que venía atolondrada, lívida y con el manto empapado.
—¿Qué pasa? —preguntó mi abuela, molesta por la descortesía de la maestra.
La señorita Pineda nos zampó a bocajarro que los rufianes de Godoy habían allanado la librería Siglo de Oro, golpeado a quienes se hallaban allí y luego se habían llevado a don Pedro Tey en un coche cerrado. Mi abuela se quedó con el tenedor en el aire esperando algo más que justificara la escandalosa aparición de la mujer; apenas conocía al señor Tey y no entendía por qué la noticia era tan urgente. No tenía idea que el librero acudía casi a diario a la casa, entraba por la calle de atrás y producía sus panfletos revolucionarios en una imprenta escondida bajo su propio techo. Nívea, Williams y la señorita Pineda, en cambio, podían adivinar las consecuencias una vez que el infortunado Tey fuera obligado a confesar y sabían que tarde o temprano lo haría, pues los métodos de Godoy no dejaban lugar a dudas. Vi que los tres intercambiaban miradas de desesperación y aunque no comprendí el alcance de lo que estaba ocurriendo, imaginé la causa.
—¿Es por la máquina que tenemos en el cuarto de atrás? —pregunté.
—¿Qué máquina? —exclamó mi abuela.
—Ninguna máquina —repliqué—, acordándome del pacto secreto, pero Paulina del Valle no me dejó seguir, me cogió por una oreja y me sacudió con un ensañamiento inusitado en ella.
—¡Qué máquina, te he preguntado, mocosa del diablo! —me gritó.
—Deje a la niña, Paulina. Ella no tiene nada que ver con esto. Se trata de una imprenta… —dijo Frederick Williams.
—¿Una imprenta? ¿Aquí, en mi casa? —bramó mi abuela.
—Me temo que si, tía —murmuró Nívea.
—¡Maldición! ¡Qué vamos a hacer ahora! —y la matriarcal se dejó caer en su silla con la cabeza entre las manos murmurando que su propia familia la había traicionado, que íbamos a pagar el precio de tamaña imprudencia, éramos unos imbéciles, que ella había acogido a Nívea con los brazos abiertos y miren cómo le pagaba, que si acaso Frederick no sabía que esto podía costarles el pellejo, no estábamos en Inglaterra ni en California, cuándo iba a entender cómo eran las cosas en Chile, y que no quería volver a ver a la señorita Pineda nunca más en su vida y le prohibía volver a pisar su casa o dirigir la palabra a su nieta.
Frederick Williams pidió el coche y anunció que partía a «solucionar el problema», lo cual, lejos de tranquilizar a mi abuela no hizo más que aumentar su espanto. La señorita Matilde Pineda me hizo un gesto de despedida, salió y no volví a verla hasta muchos años más tarde. Williams partió directamente a la Legación norteamericana y pidió hablar con mister Patrick Egon, su amigo y compañero de bridge, quien a esa hora encabezaba un banquete oficial con otros miembros del cuerpo diplomático. Egon adoraba al gobierno. Pero también era profundamente democrático, como casi todos los yanquis, y aborrecía los métodos de Godoy. Escuchó en privado lo que Frederick Williams decía y se puso en campaña de inmediato para hablar con el ministro del Interior, quien lo recibió esa misma noche, pero le explicó que no estaba en su poder interceder por el preso. Consiguió, sin embargo, una entrevista con el Presidente a primera hora del día siguiente. Esa fue la noche más larga que se viviera en la casa de mi abuela. Nadie se acostó. Yo la pasé acurrucada con Caramelo en un sillón del hall mientras traficaban las empleadas y los criados con maletas y baúles, las niñeras y nodrizas con los chiquillos de Nívea dormidos en los brazos, las cocineras con cestas de comestibles. Hasta un par de jaulas con los pájaros favoritos de mi abuela fueron a dar a los coches. Williams y el jardinero, hombre de confianza, desarmaron la imprenta, enterraron las piezas al fondo del tercer patio y quemaron todos los papeles comprometedores. Al amanecer estaban los dos carruajes de la familia y cuatro criados armados y a caballo listos para conducirnos fuera de Santiago. El resto del personal de servicio había partido a refugiarse en la iglesia más cercana, donde otros coches los recogerían algo más tarde. Frederick Williams no quiso acompañarnos.
—Soy el responsable de lo sucedido y me quedaré para proteger la casa —dijo.
—Su vida es mucho más valiosa que esta casa y todo lo demás que tengo, por favor, venga con nosotros —le imploró Paulina del Valle.
—No se atreverán a tocarme, soy ciudadano británico.
—No sea ingenuo, Frederick, créame, nadie está salvo en estos tiempos.
Pero no hubo forma de convencerlo. Me plantó un par de besos en las mejillas, tomó largamente las manos de mi abuela en las suyas y se despidió de Nívea, quien respiraba como un congrio fuera del agua, no sé si de miedo o de puro preñada. Partimos cuando un sol tímido apenas iluminaba las cumbres nevadas de la cordillera; la lluvia había cesado y el cielo se anunciaba despejado, pero soplaba un viento frío que se metía por las rendijas del coche. Mi abuela me llevaba bien acuñada en su regazo, envuelta en su capa de piel de zorro, la misma cuyas colas habían sido devoradas por Caramelo en un arrebato de lujuria. Iba con la boca apretada de ira y de susto pero no había olvidado los canastos con la merienda y apenas salimos de Santiago camino al sur, los abrió para dar curso a la comilona de pollos asados, huevos duros, pasteles de hojaldre, quesos, panes amasados, vino y horchata, que habría de durar el resto del viaje.
Los tíos Del Valle, que se habían refugiado en el campo cuando empezó la sublevación en enero, nos recibieron encantados porque veníamos a interrumpir siete meses de aburrimiento irremediable y traíamos noticias. Las noticias eran pésimas, pero peor era no tenerlas. Me reencontré con mis primos y esos días, que fueron de tanta tensión para los adultos, fueron de vacaciones para los niños; nos hartamos de leche recién ordeñada, de quesillo fresco y conservas que se guardaban desde el verano, montábamos a caballo, chapoteábamos en el barro bajo la lluvia, jugábamos en los establos y manzardas, hacíamos representaciones teatrales y formamos un coro deprimente, porque ninguno tenía aptitud musical. Se llegaba a la casa por un camino de curvas bordeado de altos álamos en un valle agreste, donde el arado había dejado pocas huellas y los potreros parecían abandonados; de vez en cuando veíamos hileras de palos secos y apolillados que, según mi abuela, eran viñas. Si algún campesino se nos cruzaba por el camino, se quitaba el sombrero de paja y, con la vista en el suelo, saludaba a los patrones, «su mercé», nos decía. Mi abuela llegó cansada y de mal humor al campo, pero a los pocos días enarboló un paraguas y con Caramelo a la saga recorrió los alrededores con gran curiosidad. La vi examinar los palos torcidos de las parras y recoger muestras de tierra, que guardaba en unas misteriosas bolsitas. La casa, en forma de U, era dé adobe y tejas, de aspecto pesado y sólido, sin la menor elegancia, pero con el encanto de las paredes que han presenciado mucha historia. En verano era un paraíso de árboles preñados de dulces frutos, fragancia de flores, trinar de pájaros alborotados y rumor de abejas diligentes, pero en invierno parecía una vieja dama rezongona bajo la llovizna invernal y los cielos encapotados. El día empezaba muy temprano y terminaba con la puesta del sol, hora en que nos recogíamos en las inmensas habitaciones mal iluminadas con velas y lámparas de queroseno. Hacía frio, pero nos sentábamos en torno a mesas redondas cubiertas con un paño grueso bajo las cuales ponían braseros encendidos, así nos calentábamos los pies; bebíamos vino tinto hervido con azúcar, cáscara de naranja y canela, única forma de tragarlo. Los tíos Del Valle producían ese rudo vino para consumo de la familia, pero mi abuela sostenía que no estaba hecho para gaznates humanos sino para disolver pintura. Todo fundo que se respetara cultivaba parras y hacía su propio vino, algunos mejores que otros, pero ese era particularmente áspero. En los artesonados de madera las arañas tejían sus delicados manteles de encaje y corrían los ratones con el corazón tranquilo, porque los gatos de la casa no podían encaramarse tan alto. Las paredes, blanqueadas a la cal o pintadas con azul de añil, lucían desnudas, pero por todas partes había santos de bulto e imágenes del Cristo crucificado. A la entrada se alzaba un maniquí con cabeza, manos y pies de madera, ojos de vidrio azul y cabello humano, que representaba a la Virgen María y se mantenía adornado con flores frescas y una vejatoria encendida ante la cual todos nos persignábamos al pasar, no se entraba ni salía sin saludar a la Madona. Una vez por semana se le cambiaba la ropa, tenía un armario lleno de vestidos renacentistas, y para las procesiones le ponían una capa de armiño deslucida por los años. Comíamos cuatro veces al día en largas ceremonias que no alcanzaban a concluir cuando ya comenzaba la siguiente, de modo que mi abuela se levantaba de la mesa solo para dormir y para ir a la capilla. A las siete de la mañana asistíamos a misa y comunión a cargo del padre Teodoro Fiesco, que vivía con mis tíos, un sacerdote bastante anciano que poseía la virtud de la tolerancia; a sus ojos no había pecado imperdonable, salvo la traición de Judas; hasta el horrible Godoy, según él, podría encontrar consuelo en el seno del Señor. «Eso si que no, padre, mire que si hay perdón para Godoy yo prefiero irme al infierno con Judas y todos mis hijos», le rebatió Nívea. Después de la puesta de sol se juntaba la familia con los niños, empleados e inquilinos del fundo para rezar. Cada uno cogía una vela encendida y marchábamos en fila hacia la rústica capilla, en el extremo sur de la casa. Le tomé gusto a los ritos diarios que marcaban el calendario, las estaciones y las vidas, las estaciones y las vidas, me entretenía arreglando las flores del altar y limpiando los copones de oro. Las palabras sagradas eran poesía:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor;
muéveme el verte clavado
en una Cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muévanme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme en fin tu amor, de tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
porque, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero, te quisiera.
Creo que más de algo se ablandó también en el recio corazón de mi abuela, porque a partir de esa estadía en el campo se acercó de a poco a la religión, empezó a ir a la iglesia por gusto y no sólo para ser vista; dejó de maldecir al clero por costumbre, como hacía antes, y cuando volvimos a Santiago mandó construir una hermosa capilla con vitrales de colores en su casa de la calle Ejército Libertador, donde rezaba a su manera. El catolicismo no le quedaba cómodo, por eso lo ajustaba a su medida. Después de la oración de la noche, volvíamos con nuestras velas al gran salón para tomar café con leche, mientras las mujeres tejían o bordaban y los niños escuchábamos aterrorizados los cuentos de aparecidos que nos contaban los tíos. Nada nos daba tanto espanto como el imbunche, una criatura maléfica de la mitología indígena. Decían que los indios se robaban recién nacidos para convertirlos en imbunches, les cosían los párpados y el ano, los criaban en cuevas, los alimentaban de sangre, les quebraban las piernas, les volvían la cabeza hacia atrás y le pasaban un brazo bajo la piel de la espalda, así adquirían toda suerte de poderes sobrenaturales. Por miedo a terminar convertidos en alimento de un imbunche, los niños no asomábamos la nariz fuera de la casa después de la puesta del sol y algunos, como yo, dormían con la cabeza bajo las mantas atormentados por espeluznantes pesadillas. «¡Qué supersticiosa eres, Aurora! El imbunche no existe. ¿Crees que un niño puede sobrevivir a semejantes torturas?», trataba mi abuela de razonar conmigo, pero no había argumento capaz de quitarme la tembladera de dientes.
Como pasaba la vida encinta, Nívea poco se preocupaba de sacar sus cuentas y calculaba la proximidad del alumbramiento por el número de veces que usaba la bacinilla. Cuando se levantó en trece oportunidades durante dos noches seguidas, anunció a la hora del desayuno que ya era tiempo de buscar un médico y, en efecto, ese mismo día comenzaron las contracciones. No los había por esos lados, así es que alguien sugirió llamar a la comadrona de la aldea más cercana, que resultó ser una pintoresca meica, una India mapuche sin edad, toda del mismo color pardo: piel, trenzas y hasta sus ropas teñidas con colores vegetales. Llegó a caballo, con una bolsa de plantas, aceites y jarabes medicinales, cubierta con un manto sujeto en el pecho con un enorme prendedor de plata hecho con antiguas monedas coloniales. Las tías se espantaron porque la meica parecía recién salida de lo más denso de la Araucanía, pero Nívea la recibió sin muestras de desconfianza; el trance no la asustaba, ya lo había experimentado seis veces antes. La India hablaba muy poco castellano, pero parecía conocer su oficio y una vez que se quitó el manto pudimos ver que estaba limpia. Por tradición no entraban al cuarto de la parturienta quienes no hubieran concebido, de manera que las mujeres jóvenes partieron con los niños al otro extremo de la casa y los hombres se juntaron en la sala de billar a jugar, beber y fumar. A Nívea se la llevaron a la habitación principal acompañada por la India y algunas mujeres mayores de la familia, que se turnaban para rezar y ayudar. Pusieron a cocinar dos gallinas negras para preparar un caldo sustancioso capaz de fortalecer a la madre antes y después del alumbramiento, también hirvieron borraja para infusiones por si se producían estertores o fatiga del corazón. La curiosidad pudo más que la amenaza de mi abuela de darme una paliza si me pillaba rondando cerca de Nívea y me escabullí por los cuartos traseros para espiar. Vi pasar a las empleadas con paños blancos y jofainas con agua caliente y aceite de manzanilla para masajear el vientre, también mantas y carbón para los braseros, pues nada se temía tanto como el hielo de la barriga o enfriamiento durante el parto. Se oía el rumor continuo de conversaciones y risas; no me pareció que al otro lado de la puerta hubiera un ambiente de angustia o sufrimiento, todo lo contrario, sonaba a mujeres enfiestadas. Como desde mi escondite nada veía y el hálito espectral de los pasillos oscuros me erizaba los vellos de la nuca, pronto me aburrí y partí a jugar con mis primos, pero al anochecer, cuando la familia se había reunido en la capilla, volví a acercarme. Para entonces las voces habían cesado y se escuchaban nítidamente los esforzados quejidos de Nívea, el murmullo de oraciones y el ruido de la lluvia en las tejas del techo. Permanecí agazapada en un recodo del pasillo, temblando de miedo porque estaba segura de que podían llegar los indios a robar el bebé de Nívea… ¿y si la meica fuera una de aquellas brujas que fabricaban imbunches con los recién nacidos? ¿Cómo no había pensado Nívea en esa pavorosa posibilidad? Estaba a punto de echar a correr de vuelta a la capilla, donde había luz y gente, pero en ese momento salió una de las mujeres a buscar algo, dejó la puerta entreabierta y pude vislumbrar lo que ocurría en la habitación. Nadie me vio porque el pasillo estaba en tinieblas, en cambio adentro reinaba la claridad de dos lámparas de sebo y velas distribuidas por todos lados. Tres braseros encendidos en los rincones mantenían el aire mucho más caliente que en el resto de la casa y una olla donde hervían hojas de eucalipto impregnaba el aire de un fresco aroma a bosque. Nívea, vestida con una camisa corta, un chaleco y calcetines gruesos de lana, estaba en cuclillas sobre una manta, aferrada con ambas manos a dos cuerdas gruesas que colgaban de las vigas del techo y sostenida por atrás por la meica, quien murmuraba bajito palabras en otra lengua. El vientre abultado y marcado de venas azules de la madre parecía, en la luz titilante de las velas, una monstruosidad como si fuera ajeno a su cuerpo y ni siquiera fuese humano. Nívea pujaba empapada de sudor, el cabello pegado en la frente, los ojos cerrados y rodeados de círculos morados, los labios hinchados. Una de mis tías rezaba de rodillas junto a una mesita donde habían puesto una pequeña estatua de san Ramón Nonato, patrono de las parturientas, único santo que no nació por vía normal, sino que lo sacaron por un tajo de la panza de su madre; otra estaba cerca de la india con una palangana de agua caliente y una pila de paños limpios. Hubo una breve pausa en que Nívea cogió aire y la meica se puso por delante para masajearle el vientre con sus pesadas manos, como si acomodara al niño en su interior. De pronto un chorro de un liquido sanguinolento empapó la manta. La meica lo atajó con un paño, que de inmediato quedó también ensopado, luego otro y otro más. «Bendición, bendición, bendición», oí que la india decía en español. Nívea se aferró a las cuerdas y pujó con tanta fuerza que los tendones del cuello y las venas en las sienes parecían a punto de reventar. Un sordo bramido salió de sus labios y entonces algo asomó entre sus piernas, algo que la meica cogió suavemente y sostuvo por un instante, hasta que Nívea agarró aliento, empujó de nuevo y terminó de salir el niño. Creí que me iba a desmayar de terror y de asco, retrocedí trastabillando por el largo y siniestro pasillo.
Una hora más tarde, mientras las criadas recogían los trapos sucios y lo demás que se usó en el parto para quemarlo —así se evitaban hemorragias, creían— y la meica envolvía la placenta y el cordón umbilical para enterrarlos bajo una higuera, como era costumbre por esos lados, el resto de la familia se había reunido en la sala en torno al padre Teodoro Fiesco para dar gracias a Dios por el nacimiento de un par de mellizos; dos varones que llevarían con honor el apellido Del Valle, como dijo el sacerdote. Dos de las tías tenían a los recién nacidos en brazos, bien envueltos en mantillas de lana, con gorritos tejidos en la cabeza, mientras cada miembro de la familia se acercaba por turno a besarlos en la frente diciendo «Dios lo guarde» para evitar el involuntario mal de ojo. Yo no pude dar la bienvenida a mis primos como los demás, porque me parecieron unos gusanos feísimos y la visión del vientre azulado de Nívea expulsándolos como una masa ensangrentada habría de penarme para siempre.
La segunda semana de agosto llegó a buscarnos Frederick Williams, elegantísimo, como siempre, y muy tranquilo, como si el riesgo de caer en manos de la policía política hubiera sido sólo una alucinación colectiva. Mi abuela recibió a su marido como una novia, con los ojos brillantes y las mejillas rojas de emoción, le tendió las manos y él las besó con algo más que respeto; me di cuenta por primera vez que esa extraña pareja estaba unida por lazos muy parecidos al cariño. Para entonces ella tenía alrededor de sesenta y cinco años, edad en la que otras mujeres eran ancianas derrotadas por los lutos sobrepuestos y las desventuras de la existencia, pero Paulina del Valle parecía invencible. Se teñía el cabello, coquetería que ninguna dama de su medio se permitía, y se aumentaba el peinado con postizos; se vestía con la misma vanidad de siempre, a pesar de su gordura, y se maquillaba con tanta delicadeza que nadie sospechaba del rubor en sus mejillas o el negro de sus pestañas. Frederick Williams era notablemente más joven y parece que las mujeres lo encontraban muy atractivo, porque siempre meneaban abanicos y dejaban caer pañuelos en su presencia. Nunca vi que él retribuyera esos cumplidos, en cambio parecía absolutamente dedicado a su esposa. Me he preguntado muchas veces si la relación de Frederick Williams y Paulina del Valle fue sólo un arreglo de conveniencia, si fue tan platónica como todos suponen o si hubo entre ellos una cierta atracción. ¿Llegaron a amarse? Nadie podrá saberlo porque él nunca tocó el tema y mi abuela, quien al final fue capaz de contarme las cosas más privadas, se llevó la respuesta al otro mundo.
Nos enteramos por el tío Frederick que mediante la intervención del Presidente en persona habían liberado a don Pedro Tey antes de que Godoy lograra arrancarle una confesión, de modo que podíamos volver a la casa de Santiago, porque en realidad el nombre de nuestra familia nunca cayó en las listas de la policía. Nueve años más tarde, cuando murió mi abuela Paulina y volví a ver a la señorita Matilde Pineda y a don Pedro Tey, supe los detalles de lo ocurrido, que el bueno de Frederick Williams quiso evitarnos. Después de allanar la librería, golpear a los empleados y hacer pilas con centenares de libros y prenderles fuego, se llevaron al librero catalán a los siniestros cuarteles, donde le aplicaron el tratamiento usual. Al término del castigo Tey había perdido el conocimiento sin haber dicho una sola palabra, entonces le vaciaron encima un balde de agua con excremento, lo ataron a una silla y allí permaneció el resto de la noche. Al día siguiente, cuando lo conducían de nuevo a la presencia de sus torturadores, llegó el ministro norteamericano Patrick Egon con un edecán del Presidente a exigir la liberación del preso. Lo dejaron ir después de prevenirle que si decía una sola palabra de lo sucedido se enfrentaría a un pelotón de fusilamiento. Se lo llevaron chorreando sangre y mierda al coche del ministro, donde esperaban Frederick Williams y un médico, y lo condujeron a la Legación de los Estados Unidos en calidad de asilado. Un mes más tarde cayó el gobierno y don Pedro Tey salió de la Legación para dar cabida a la familia del Presidente depuesto, que encontró refugio bajo la misma bandera. El librero pasó varios meses fregado hasta que sanaron las heridas de los azotes, los huesos de los hombros recuperaron movilidad y pudo volver a poner en pie su negocio de libros. Las atrocidades sufridas no lo amedrentaron, no se le pasó por la mente la idea de regresar a Cataluña y siguió siempre en la oposición, fuera cual fuese el gobierno de turno. Cuando le agradecí muchos años más tarde el terrible suplicio que soportó para proteger a mi familia, me contestó que no lo había hecho por nosotros, sino por la señorita Matilde Pineda.
Mi abuela Paulina quería quedarse en el campo hasta que terminara la Revolución, pero Frederick Williams la convenció de que el conflicto podía durar años y no debíamos abandonar la posición que teníamos en Santiago; la verdad es que el fundo con sus campesinos humildes, siestas eternas y establos llenos de caca y moscas le parecía un destino mucho peor que el calabozo.
—La Guerra Civil duró cuatro años en los Estados Unidos, puede durar lo mismo aquí —dijo.
—¿Cuatro años? Para entonces no quedará un solo chileno vivo. Dice mi sobrino Severo que en pocos meses ya se suman diez mil muertos en combate y más de mil asesinados por la espalda —replicó mi abuela.
Nívea quiso regresar con nosotros a Santiago, a pesar de que todavía llevaba a cuestas la fatiga del doble parto, y tanto insistió que mi abuela finalmente cedió. Al principio no le hablaba a Nívea por el asunto de la imprenta, pero la perdonó por completo cuando vio a los mellizos. Pronto nos encontramos todos en ruta a la capital con los mismos bultos que habíamos trasladado semanas antes, más dos recién nacidos y menos los pájaros que murieron atorados de susto por el camino. Llevábamos múltiples canastos con vituallas y una jarra con el brebaje que Nívea debía tomar para prevenir la anemia, una mezcla nauseabunda de vino añejo y sangre fresca de novillo.
Nívea había pasado meses sin saber de su marido y, tal como nos confesó en un momento de debilidad, empezaba a deprimirse. Nunca dudó que Severo del Valle volvería a su lado sano y salvo de la guerra; tiene una especie de clarividencia para ver su propio destino. Tal como siempre supo que sería su esposa, incluso cuando él le anunció que se había casado con otra en San Francisco, igual sabe que morirán juntos en un accidente. Se lo he oído decir muchas veces, la frase ha pasado a ser un chiste en la familia.
Temía quedarse en el campo porque allí sería difícil para su marido comunicarse con ella, ya que en el despelote de la Revolución el correo solía perderse, sobre todo en las zonas rurales.
Desde el comienzo de su amor con Severo, cuando quedó en evidencia su desbocada fertilidad, Nívea comprendió que si cumplía con las normas habituales de decoro y se recluía en su casa con cada embarazo y alumbramiento iba a pasar el resto de su vida encerrada, entonces decidió no hacer un misterio de la maternidad y tal como se pavoneaba con la barriga en punta como una campesina desfachatada, ante el horror de la «buena» sociedad, igual daba a luz sin aspavientos, se confinaba sólo por tres días —en vez de la cuarentena que el médico exigía—, y salía a todas partes, incluso a sus mítines de sufragistas, con su séquito de criaturas y niñeras. Estas últimas eran adolescentes reclutadas en el campo y destinadas a servir por el resto de su existencia, a menos que quedaran encintas o se casaran, lo cual era poco probable. Esas doncellas abnegadas crecían, se secaban y morían en la casa, dormían en cuartos mugrientos y sin ventanas y comían las sobras de la mesa principal; adoraban a los niños que les tocaba criar, sobre todo a los varones, y cuando las hijas de la familia se casaban se las llevaban consigo como parte del ajuar, para que siguieran sirviendo a la segunda generación. En un tiempo en que todo lo referente a la maternidad se mantenía oculto, la convivencia con Nívea me instruyó a los once años en asuntos que cualquier muchacha de mi medio ignoraba. En el campo, cuando los animales se acoplaban o parían, obligaban a las niñas a meternos en la casa con los postigos cerrados, porque se partía de la base que aquellas funciones lastimaban nuestras almas sensibles y nos plantaban ideas perversas en la cabeza. Tenían razón, porque el lujurioso espectáculo de un potro bravo montando a una yegua, que vi por casualidad en el fundo de mis primos, todavía me enardece la sangre. Hoy, en pleno 1910, cuando los veinte años de diferencia de edad entre Nívea y yo han desaparecido y más que mi tía es mi amiga, me he enterado de que los alumbramientos anuales nunca fueron un obstáculo serio para ella; preñada o no, igual hacía cabriolas impúdicas con su marido. En una de esas conversaciones confidenciales le pregunté por qué tuvo tantos hijos —quince, de los cuales hay once vivos— y me contestó que no pudo evitarlos, ninguno de los sabios recursos de las matronas francesas le dio resultados. La salvó del tremendo desgaste una fortaleza física indomable y el corazón liviano para no enredarse en marañas sentimentales. Criaba los hijos con el mismo método con que se ocupaba de los asuntos domésticos: delegando. Apenas daba a luz se vendaba apretadamente los pechos y entregaba el crío a una nodriza; en su casa había casi tantas niñeras como niños. La facilidad para parir de Nívea, su buena salud y su desprendimiento de sus hijos salvó su relación intima con Severo; es fácil adivinar el apasionado cariño que los une. Me ha contado que los libros prohibidos que estudió minuciosamente en la biblioteca de su tío le enseñaron las fantásticas posibilidades del amor, incluso algunas muy tranquilas para amantes limitados en su capacidad acrobática, como ha sido el caso de ambos: él por la pierna amputada y ella por la barriga de los embarazos. No sé cuáles son las contorsiones favoritas de esos dos, pero imagino que los momentos de más deleite son todavía aquellos en que juegan a oscuras, sin hacer ni el menor ruido, como si en la habitación hubiera una monja debatiéndose entre la duermevela del chocolate con valeriana y las ganas de pecar.
Las noticias de la Revolución estaban estrictamente censuradas por el gobierno, pero todo se sabía incluso antes de que ocurriera. Nos enteramos de la conspiración porque la anunció uno de mis primos mayores, que apareció sigilosamente en la casa en compañía de un inquilino del fundo, criado y guardaespaldas. Después de la cena se encerró por largo rato en el escritorio con Frederick Williams y mi abuela, mientras yo fingía leer en un rincón, pero no perdía palabra de lo que decían. Mi primo era un muchachote rubio, apuesto, —con rizos y ojos de mujer—, impulsivo y simpático; se había criado en el campo y tenía buena muñeca para domar caballos, es lo único que recuerdo de él. Explicó que unos jóvenes, entre los cuales él se contaba, pretendían volar unos puentes para hostigar al gobierno.
—¿A quién se le ocurrió esta idea tan brillante? ¿Tienen un jefe? —preguntó sarcástica mi abuela.
—No hay jefe todavía, lo elegiremos cuando nos reunamos.
—¿Cuántos son, hijo?
—Somos como cien, pero no sé cuántos vendrán. No todos saben para qué los hemos llamado, se lo diremos después, por razones de seguridad, ¿entiende, tía?
—Entiendo. ¿Son todos señoritos como tú? —quiso saber mi abuela, cada vez más alterada.
—Hay artesanos, obreros, gente de campo y algunos de mis amigos también.
—¿Qué armas tienen? —preguntó Frederick Williams.
—Sables, cuchillos y creo que habrá algunas carabinas. Tendremos que conseguir pólvora, claro.
—¡Me parece un soberano disparate! —explotó mi abuela.
Intentaron disuadirlo y él los escuchó con fingida paciencia, pero fue evidente que la decisión estaba tomada y no era el momento para cambiar de parecer. Cuando salió llevaba en una bolsa de cuero algunas de las armas de fuego de la colección de Frederick Williams.
Dos días más tarde supimos lo que aconteció en el fundo de la conspiración, a pocos kilómetros de Santiago. Los rebeldes fueron llegando durante el día a una casita de vaqueros donde se creían seguros, pasaron horas discutiendo, pero en vista de que contaban con tan pocas armas y el plan hacía agua por todos lados, decidieron postergarlo, pasar allí la noche en alegre camaradería y dispersarse al día siguiente. No sospechaban que habían sido denunciados. A las cuatro de la madrugada se dejaron caer encima noventa jinetes y cuarenta infantes de las tropas del gobierno en una maniobra tan rápida y certera, que los sitiados no alcanzaron a defenderse y se rindieron, convencidos de que estaban a salvo, puesto que no habían cometido ningún crimen todavía, excepto reunirse sin permiso. El teniente coronel a cargo del destacamento perdió la cabeza en la pelotera del momento y ciego de cólera arrastró al primer prisionero al frente y lo hizo despedazar a bala y bayoneta, luego escogió ocho más y los fusiló por la espalda y así siguieron las palizas y la matanza hasta que al clarear el día había dieciséis cuerpos destrozados. El coronel abrió las bodegas de vino del fundo y después entregó las mujeres de los campesinos a la tropa ebria y envalentonada por la impunidad. Incendiaron la casa y al administrador lo torturaron tan salvajemente que debieron fusilarlo sentado. Entretanto iban y venían las órdenes de Santiago, pero las acciones no mellaron el ánimo de la soldadesca, sino que aumentó la fiebre de violencia. Al día siguiente, después de muchas horas de infierno, llegaron las instrucciones escritas de puño y letra por un general: «Que sean ejecutados inmediatamente todos». Así lo hicieron. Después se llevaron los cadáveres en cinco carretones para tirarlos en una fosa común, pero fue tanto el clamor que finalmente los entregaron a las familias.
A la hora del crepúsculo trajeron el cuerpo de mi primo, que mi abuela había reclamado valiéndose de su posición social y de sus influencias; venía envuelto en una manta ensangrentada y lo metieron sigilosamente en un cuarto para acomodarlo un poco antes de que lo vieran su madre y sus hermanas. Espiando desde la escalera vi aparecer a un caballero con levita negra y un maletín, que se encerró con el cadáver, mientras las criadas comentaban que se trataba de un maestro embalsamador capaz de eliminar las huellas del fusilamiento con maquillaje, relleno y una aguja de colchonero. Frederick Williams y mi abuela habían convertido el salón dorado en capilla ardiente con un altar improvisado y cirios amarillos en altos candelabros.
Cuando al amanecer empezaron a llegar los coches con la familia y los amigos, la casa estaba llena de flores y mi primo, limpio, bien vestido y sin trazos de su martirio, reposaba en un magnífico ataúd de caoba con remaches de plata. Las mujeres, de luto riguroso, estaban instaladas en una doble hilera de sillas llorando y rezando, los hombres planeaban la venganza en el salón dorado, las empleadas servían bocadillos como si fuera un picnic y nosotros, los niños, también vestidos de negro, jugábamos sofocados de risa a fusilarnos mutuamente. Mi primo y varios de sus compañeros fueron velados durante tres días en sus casas, mientras las campanas de las iglesias repicaban sin cesar por los muchachos muertos. Las autoridades no se atrevieron a intervenir. A pesar de la estricta censura no quedó nadie en el país sin saber lo ocurrido, la noticia voló como un polvorín y el horror sacudió por igual a partidarios del gobierno y revolucionarios. El Presidente no quiso oír los detalles y declinó toda responsabilidad, tal como había hecho con las ignominias cometidas por otros militares y por el temible Godoy.
—Los mataron a mansalva, con saña, como bestias. No se puede esperar otra cosa, somos un país sanguinario —apuntó Nívea, mucho más furiosa que triste—, y procedió a explicar que habíamos tenido cinco guerras en lo que iba del siglo; los chilenos parecemos inofensivos y tenemos reputación de apocados, hasta hablamos en diminutivo «porfavorcito», «deme un vasito de agüita», pero a la primera oportunidad nos convertimos en caníbales. Había que saber de dónde veníamos para entender nuestra vena brutal, dijo; nuestros antepasados eran los más aguerridos y crueles conquistadores españoles, los únicos que se atrevieron a llegar a pie hasta Chile, con las armaduras calentadas al rojo por el sol del desierto, venciendo los peores obstáculos de la naturaleza. Se mezclaron con los araucanos, tan bravos como ellos, único pueblo del continente jamás subyugado. Los indios se comían a los prisioneros y sus jefes, los toquis, usaban máscaras ceremoniales hechas con las pieles secas de sus opresores, preferentemente las de aquellos con barba y bigote, porque ellos eran lampiños, vengándose así de los blancos, que a su vez los quemaban vivos, los sentaban en picas, les cortaban los brazos y les arrancaban los ojos. «¡Basta! Te prohíbo que digas esas barbaridades delante de mi nieta», la interrumpió mi abuela.
La carnicería de los jóvenes conspiradores fue el detonante para las batallas finales de la Guerra Civil. En los días siguientes los revolucionarios desembarcaron un ejército de nueve mil hombres apoyado por la artillería naval, avanzaron hacia el puerto de Valparaíso a toda marcha y en aparente desorden como una horda de hunos, pero había un plan clarísimo en aquel caos, porque en pocas horas aplastaron a sus enemigos. Las reservas del gobierno perdieron tres de cada diez hombres, el ejército revolucionario ocupó Valparaíso y desde allí se aprontó para avanzar hacia Santiago y dominar el resto del país. Entretanto el Presidente dirigía la guerra desde su oficina por telégrafo y teléfono, pero los informes que le llegaban eran falsos y sus órdenes se perdían en la nebulosa de las ondas radiales, pues la mayoría de las telefonistas pertenecía al bando revolucionario. El Presidente escuchó la noticia de la derrota a la hora de la cena. Terminó de comer impasible, luego ordenó a su familia que se refugiara en la Legación norteamericana, tomó su bufanda, su abrigo y su sombrero y se encaminó a pie acompañado por un amigo hacia la Legación de Argentina, que quedaba a pocas cuadras del palacio presidencial. Allí estaba asilado uno de los congresales opositores a su gobierno y estuvieron a punto de cruzarse en la puerta, uno entrando derrotado y el otro saliendo triunfante. El perseguidor se había convertido en perseguido.
Los revolucionarios marcharon sobre la capital en medio de las aclamaciones de la misma población que meses antes aplaudía a las tropas del gobierno; en pocas horas los habitantes de Santiago se volcaron a la calle con cintas rojas atadas al brazo, la mayoría a celebrar y otros a esconderse temiendo lo peor de la soldadesca y el populacho ensoberbecido. Las nuevas autoridades hicieron un llamado para cooperar con el orden y la paz, que la turba interpreto a su manera. Se formaron bandas con un jefe a la cabeza que recorrieron la ciudad con listas de las casas para saquear, cada una identificada en un mapa y con la dirección exacta. Dijeron después que las listas fueron hechas con maldad y ánimo de revancha por damas de la alta sociedad. Puede ser, pero me consta que Paulina del Valle y Nívea eran incapaces de tal bajeza, a pesar de su odio por el gobierno derrocado; al contrario, escondieron en la casa a un par de familias perseguidas mientras se enfriaba el furor popular y volvía la calma aburrida del tiempo anterior a la Revolución, que todos echábamos de menos.
El saqueo de Santiago fue una acción metódica y hasta divertida, mirada a la distancia, claro, adelante de la «comisión» eufemismo para designar a las bandas, iba el jefe tocando su campanita y dando instrucciones: «aquí pueden robar, pero no me rompan nada, niños», «aquí me guardan los documentos y después me incendian la casa», «aquí pueden llevarse lo que quieran y romper todo no más». La «comisión» cumplía respetuosamente las instrucciones y si los dueños se encontraban presentes saludaban con buenos modales y luego procedían a saquear en alegre jolgorio, como chiquillos enfiestados. Abrían los escritorios, sacaban los papeles y documentos privados que entregaban al jefe, luego partían los muebles a hachazos, se llevaban lo que les gustaba y finalmente rociaban las paredes con parafina y les prendían fuego. Desde la pieza que ocupaba en la Legación Argentina, el depuesto presidente Balmaceda escuchó el fragor de los desórdenes callejeros y, luego de redactar su testamento político y temiendo que su familia pagara el precio del odio, se disparó un tiro en la sien. La empleada que le llevó la cena en la noche fue la última en verlo con vida; a las ocho de la mañana lo encontraron sobre su cama correctamente vestido con la cabeza sobre la almohada ensangrentada. Ese balazo lo convirtió de inmediato en mártir y en los años venideros pasaría a ser el símbolo de la libertad y la democracia, respetado hasta por sus más encarnizados enemigos. Como dijo mi abuela, Chile es un país con mala memoria. En los pocos meses que duró la Revolución murieron más chilenos que en los cuatro años de la Guerra del Pacífico.
En medio de aquel desorden apareció en la casa Severo del Valle, barbudo y embarrado a buscar a su mujer, a quien no veía desde enero. Se llevó una enorme sorpresa al encontrarla con dos hijos más, porque en el tumulto de la Revolución a ella se le había olvidado contarle que estaba encinta cuando él se fue. Los mellizos empezaban a esponjarse y en un par de semanas habían adquirido un aspecto más o menos humano; ya no eran las musarañas arrugadas y azules que fueron al nacer. Nívea saltó al cuello de su marido y entonces me tocó presenciar por primera vez en mi vida un largo beso en la boca. Mi abuela, ofuscada, quiso distraerme, pero no lo logró y todavía recuerdo el tremendo efecto que tuvo en mi; aquel beso marcó el comienzo de la volcánica transformación de la adolescencia. En pocos meses me volví una extraña, no lograba reconocer a la muchacha ensimismada en que me estaba convirtiendo, me vi aprisionada en un cuerpo rebelde y exigente, que crecía y se afirmaba, sufría y palpitaba. Me parecía que yo era sólo una extensión de mi vientre, esa caverna que imaginaba como un hueco ensangrentado donde fermentaban humores y se desarrollaba una flora ajena y terrible. No podía olvidar la alucinante escena de Nívea dando a luz en cuclillas a la luz de las velas, de su enorme barriga coronada por un ombligo protuberante, de sus delgados brazos aferrados a los cordeles que colgaban del techo. Lloraba de pronto sin ninguna causa aparente, igual sufría pataletas de ira incontenible o amanecía tan cansada que no podía levantarme. Los sueños de los niños en piyamas negros retornaron con más intensidad y frecuencia; también soñaba con un hombre suave y oloroso a mar que me envolvía en sus brazos, despertaba aferrada a la almohada deseando con desesperación que alguien me besara como Severo del Valle había besado a su mujer. Me volaba de calor por fuera, y por dentro me helaba; ya no tenía paz para leer o estudiar, echaba a correr por el jardín dando vueltas como una endemoniada para sujetar las ganas de aullar, me introducía vestida a la laguna pisoteando nenúfares y asustando a los peces rojos, orgullo de mi abuela. Pronto descubrí los puntos más sensibles de mi cuerpo y me acariciaba escondida, sin comprender por qué aquello que debía ser pecado, me calmaba. Me estoy volviendo loca, como tantas muchachas que acaban histéricas, concluí aterrada, pero no me atreví a hablarlo con mi abuela. Paulina del Valle también estaba cambiando, mientras mi cuerpo florecía el suyo se secaba agobiado por males misteriosos que no discutía con nadie, ni siquiera con el médico, fiel a su teoría de que bastaba andar derecha y no hacer ruidos de anciana para mantener a raya a la decrepitud. La gordura le pesaba, tenía varices en las piernas, le dolían los huesos, le faltaba el aire y se orinaba a gotitas, miserias que adivine por pequeñas señales, pero que ella mantenía en estricto secreto. La señorita Matilde Pineda me habría ayudado mucho en el trance de la adolescencia, pero había desaparecido por completo de mi vida, expulsada por mi abuela. Nívea también partió con su marido, sus hijos y niñeras, tan despreocupada y alegre como llegó, dejando un vacío tremendo en la casa. Sobraban piezas y faltaba ruido; sin ella y los niños la mansión de mi abuela se convirtió en un mausoleo.
Santiago celebró el derrocamiento del gobierno con una seguidilla interminable de desfiles, fiestas, cotillones y banquetes; mi abuela no se quedó atrás, volvió a abrir la casa y trató de reanudar su vida social y sus tertulias, pero había un aire agobiante que el mes de septiembre, con su espléndida primavera, no logró cambiar. Los millares de muertos, las traiciones y los saqueos pesaban por igual en el alma de vencedores y vencidos. Estábamos avergonzados: la Guerra Civil había sido una orgía de sangre.
Esa fue una extraña época en mi vida, me cambió el cuerpo, se me expandió el alma y empecé a preguntarme en serio quién era yo y de dónde provenía. El detonante fue la llegada de Matías Rodríguez de Santa Cruz, mi padre, aunque yo no sabía aún que lo era. Lo recibí como al tío Matías a quien había conocido años antes en Europa. Ya entonces me pareció frágil, pero al verlo de nuevo no lo reconocí, era apenas un ave desnutrida en su sillón de inválido. Lo trajo una hermosa mujer madura, opulenta, de piel lechosa, vestida con un sencillo traje de popelina color mostaza y un chal descolorido en los hombros, cuyo rasgo más notable era una mata indómita de cabellos crespos, enmarañados y grises, tomados en la nuca con una delgada cinta. Parecía una antigua reina escandinava en exilio, nada costaba imaginarla en la popa de un barco vikingo navegando entre témpanos.
Paulina del Valle recibió un telegrama anunciando que su hijo mayor desembarcaría en Valparaíso y se puso de inmediato en acción para trasladarse al puerto conmigo, el tío Frederick y el resto del cortejo habitual. Partimos a recibirlo en un vagón especial que el gerente inglés de los ferrocarriles puso a nuestra disposición. Estaba forrado en lustrosa madera con remaches de bronce pulido y asientos de terciopelo color sangre de toro, atendido por dos empleados de uniforme que nos atendieron como si fuéramos realeza. Nos instalamos en un hotel frente al mar y aguardamos al barco, que debía llegar al día siguiente. Nos presentamos al muelle tan elegantes como para asistir a una boda; puedo asegurarlo con esta soltura porque tengo en mi poder una fotografía tomada en la plaza poco antes de que atracara el barco. Paulina del Valle viste de seda clara con muchos volantes, drapeados y collares de perlas, lleva un sombrero monumental de alas anchas coronado por un montón de plumas que le caen en cascada hacia la frente y un quitasol abierto para protegerse de la luz. Su marido, Frederick Williams, luce traje negro, sombrero de copa y bastón; yo estoy toda de blanco con una cinta de organdí en la cabeza, como un paquete de cumpleaños. Tendieron la pasarela del buque y el capitán en persona nos invitó a subir a bordo y nos escoltó con grandes ceremonias hacia el camarote de don Matías Rodríguez de Santa Cruz.
Lo último que mi abuela esperaba era encontrarse a bocajarro con Amanda Lowell. La sorpresa al verla casi la mata de disgusto; la presencia de su antigua rival la impresionó mucho más que el aspecto lamentable de su hijo. Por supuesto que en aquella época yo no tenía suficiente información para interpretar la reacción de mi abuela, creí que le había dado un soponcio de calor. Al flemático Frederick Williams, en cambio, no se le movió ni un pelo al ver a la Lowell, la saludó con un gesto breve, pero amable, y luego se concentró en acomodar a mi abuela en un sillón y darle agua, mientras Matías observaba la escena más bien divertido.
—¡Qué hace esta mujer aquí! —balbuceó mi abuela cuando logró respirar.
—Supongo que ustedes desean conversar en familia, iré a tomar aire —dijo la reina vikinga y salió con la dignidad intacta.
—La señorita Lowell es mi amiga, digamos que es mi única amiga, madre. Me ha acompañado hasta aquí, sin ella yo no habría podido viajar. Fue ella quien insistió en mi regreso a Chile, considera que es mejor para mí morir en familia que tirado en un hospital de París —dijo Matías en un español enrevesado y con un extraño acento franco-sajón.
Entonces Paulina del Valle lo miró por primera vez y se dio cuenta de que de su hijo quedaba sólo un esqueleto cubierto por un pellejo de culebra, tenía los ojos vidriosos hundidos en las órbitas y las mejillas tan delgadas que se adivinaban las muelas bajo la piel. Estaba echado en un sillón, sostenido por cojines, con las piernas cubiertas por un chal, parecía un viejito desconcertado y triste, aunque en realidad debe haber tenido apenas cuarenta años.
—Dios mío, Matías, ¿qué te pasa? —preguntó mi abuela horrorizada.
—Nada que se pueda curar, madre. Comprenderá que debo tener razones muy poderosas para regresar aquí.
—Esa mujer…
—Conozco toda la historia de Amanda Lowell con mi padre; sucedió hace treinta años al otro lado del mundo. ¿No puede olvidar su despecho? Ya todos estamos en edad de tirar por la borda los sentimientos que no sirven para nada y quedarnos sólo con aquellos que nos ayudan a vivir. La tolerancia es uno de ellos, madre. Le debo mucho a la señorita Lowell, ha sido mi compañera desde hace más de quince años…
—¿Compañera? ¿Qué significa eso?
—Lo que oye: compañera. No es mi enfermera, ni mi mujer, ni es ya mi amante. Me acompaña en los viajes, en la vida y ahora, como puede verlo, me acompaña en la muerte.
—¡No hables de ese modo! No te vas a morir, hijo, aquí te cuidaremos como corresponde y pronto andarás bueno y sano… —aseguró Paulina del Valle, pero se le quebró la voz y no pudo seguir.
Habían transcurrido tres décadas desde que mi abuelo Feliciano Rodríguez de Santa Cruz tuvo amores con Amanda Lowell y mi abuela la había visto sólo un par de veces —y de lejos—, pero la reconoció al instante. No en vano había dormido cada noche en la cama teatral que encargó a Florencia para desafiarla, eso debe haberle recordado a cada rato la rabia que había sentido por la escandalosa querida de su marido. Cuando surgió ante sus ojos esa mujer envejecida y sin vanidad, que en nada se parecía a la estupenda potranca que lograba detener el tráfico de San Francisco cuando pasaba por la calle meneando el trasero, Paulina no la vio como quien era, sino como la peligrosa rival que había sido antes. La rabia contra Amanda Lowell había permanecido adormecida aguardando la hora de aflorar, pero ante las palabras de su hijo la buscó por los rincones de su alma y no pudo hallarla. En cambio encontró el instinto maternal, que en ella nunca había sido un rasgo importante, y que ahora la invadía con una absoluta e insoportable compasión. La compasión no alcanzaba sólo para el hijo moribundo, sino también para la mujer que lo había acompañado durante años, lo había querido con lealtad, lo había cuidado en la desgracia de la enfermedad y ahora cruzaba el mundo para traérselo en la hora de la muerte. Paulina del Valle se quedó en su sillón con la vista fija en su pobre hijo, mientras las lágrimas le rodaban silenciosas por las mejillas, súbitamente empequeñecida, anciana y frágil, mientras yo le daba golpecitos de consuelo en la espalda sin entender mucho lo que estaba pasando. Frederick Williams debe haber conocido muy bien a mi abuela, porque salió sin bulla, fue a buscar a Amanda Lowell y la condujo de vuelta al saloncito.
—Perdóneme, señorita Lowell —murmuró mi abuela desde su sillón.
—Perdóneme usted, señora —replicó la otra acercándose con timidez hasta quedar frente a Paulina del Valle.
Se tomaron de las manos, una de pie y la otra sentada, las dos con los ojos aguados de lágrimas, por un rato que me pareció eterno, hasta que de pronto noté que los hombros de mi abuela se estremecían y me di cuenta de que se estaba riendo bajito. La otra también sonreía, primero tapándose la boca, desconcertada, y luego, al ver reír a su rival, soltó una carcajada alegre que se enredó en la de mi abuela y así, en pocos instantes estaban las dos dobladas de risa, contagiándose mutuamente de una alegría desenfrenada e histérica, barriendo a risotada limpia los años de celos inútiles, los rencores hechos añicos, el engaño del marido y otros abominables recuerdos.
La casa de la calle Ejército Libertador albergó a mucha gente en los años turbulentos de la Revolución, pero nada fue tan complicado y excitante para mi como la llegada de mi padre a esperar la muerte. La situación política se había tranquilizado después de la Guerra Civil, que terminó con muchos años de gobiernos liberales. Los revolucionarios obtuvieron los cambios por los cuales tanta sangre había corrido: antes el gobierno imponía su candidato mediante el soborno y la intimidación, con apoyo de las autoridades civiles y militares; ahora el cohecho lo hacían los patrones, los curas y los partidos por igual; el sistema era más justo, porque el de un lado se compensaba con el del otro y no se pagaba la corrupción con fondos públicos. A esto se le llamó libertad electoral. Los revolucionarios implantaron también un régimen parlamentario como el de Gran Bretaña, que no habría de durar demasiado. «Somos los ingleses de América», dijo una vez mi abuela y Nívea replicó de inmediato que los ingleses eran los chilenos de Europa. En todo caso, el experimento parlamentario no podía durar en una tierra de caudillos; los ministros cambiaban tan a menudo que resultaba imposible seguirles la pista; al final el baile de San Vito de la política perdió interés para todos en nuestra familia, menos para Nívea, quien para llamar la atención sobre el sufragio femenino solía encadenarse a las rejas del Congreso con dos o tres damas tan entusiastas como ella, ante la burla de los transeúntes, la furia de la policía y el bochorno de los maridos.
—Cuando las mujeres puedan votar, lo harán al unísono. Tendremos tanta fuerza que podremos inclinar la balanza del poder y cambiar este país —decía.
—Te equivocas, Nívea, votaran por quien les ordene el marido o el cura, las mujeres son mucho más tontas de lo que te imaginas. Por otra parte, algunas de nosotras reinamos tras el trono, ya ves cómo derrocamos al gobierno anterior. Yo no necesito el sufragio para hacer lo que me dé la gana —rebatía mi abuela.
—Porque usted tiene fortuna y educación, tía. ¿Cuántas hay como usted? Debemos luchar por el voto, es lo primero.
—Has perdido la cabeza, Nívea.
—No todavía, tía, no todavía…
Instalaron a mi padre en el primer piso en uno de los salones convertido en dormitorio, porque no podía subir la escalera, y le asignaron una empleada de punto fijo, como su sombra, para que lo atendiera día y noche. El médico de la familia ofreció un diagnóstico poético, «turbulencia inveterada de la sangre», dijo a mi abuela, porque prefirió no confrontarla con la verdad, pero supongo que para el resto del mundo fue evidente que a mi padre lo consumía un mal venéreo. Estaba en la última etapa, cuando ya no había cataplasmas, emplastos ni sublimado corrosivo capaz de ayudarlo, la etapa que él se había propuesto evitar a cualquier costa; pero debió sufrirla porque no le alcanzó el coraje para suicidarse antes, como había planeado por años. Apenas podía moverse por el dolor en los huesos; no podía caminar y el pensamiento le flaqueaba. Algunos días permanecía enredado en las pesadillas sin despertar del todo, murmurando historias incomprensibles, pero tenía momentos de gran lucidez y cuando la morfina atenuaba su congoja podía reírse y recordar. Entonces me llamaba para que me instalara a su lado. Pasaba el día en un sillón frente a la ventana mirando el jardín, sostenido por almohadones y rodeado de libros, periódicos y bandejas con remedios. La empleada se sentaba a tejer a corta distancia, siempre atenta a sus necesidades, silenciosa y hosca como un enemigo, la única que él toleraba a su lado porque no lo trataba con lástima. Mi abuela había procurado que su hijo estuviera en un ambiente alegre, había instalado cortinas de chintz y papel mural en tonos de amarillo, mantenía ramos de flores recién cortadas del jardín sobre las mesas y había contratado un cuarteto de cuerdas que acudía varias veces por semana a tocar sus melodías clásicas favoritas, pero nada lograba disimular el olor a medicamentos y la certeza de que en esa habitación alguien se estaba pudriendo. Al principio ese cadáver viviente me daba repugnancia, pero cuando logré vencer el susto y, obligada por mi abuela, comencé a visitarlo, mi existencia cambió.
Matías Rodríguez de Santa Cruz llegó a la casa justamente cuando yo despertaba a la adolescencia y me dio lo que más necesitaba: memoria. En uno de sus episodios inteligentes, cuando estaba bajo el consuelo de las drogas, anunció que era mi padre y la revelación fue tan casual que no alcanzó a sorprenderme.
—Lynn Sommers, tu madre, fue la mujer más bella que he visto. Me alegra que no hayas heredado su hermosura —dijo.
—¿Por qué, tío?
—No me digas tío, Aurora. Soy tu padre. La belleza suele ser una maldición porque despierta las peores pasiones en los hombres. Una mujer demasiado bella no puede escapar del deseo que provoca.
—¿Cierto que usted es mi padre?
—Cierto.
—¡Vaya! Yo suponía que mi padre era el tío Severo.
—Severo debió haber sido tu padre, es mucho mejor hombre que yo. Tu madre merecía un marido como él. Yo siempre fui un tarambana, por eso estoy como me ves, convertido en un espantapájaros. En todo caso, él puede contarte sobre ella mucho más que yo —me explicó.
—¿Mi madre lo quería a usted?
—Si, pero yo no supe qué hacer con ese amor y salí escapando. Estas muy joven para entender estas cosas, hija. Basta saber que tu madre era maravillosa y es una lástima que haya muerto tan joven.
Yo estaba de acuerdo, me hubiera gustado conocer a mi madre, pero más curiosidad tenía por otros personajes de mi primera infancia que se me aparecían en sueños o en vagas remembranzas imposibles de precisar. En las conversaciones con mi padre fue apareciendo la silueta de mi abuelo Tao-Chien, a quien Matías sólo vio una vez. Basto que mencionara su nombre completo y me dijera que era un chino alto y guapo, para que mis recuerdos se desencadenaran gota a gota, como lluvia. Al ponerle nombre a esa figura invisible que me acompañaba siempre, mi abuelo dejó de ser una invención de mi fantasía para convertirse en un fantasma tan real como una persona de carne y hueso. Sentí un alivio inmenso al comprobar que ese hombre suave con olor a mar que yo imaginaba, no sólo existió, sino que me había amado y si desapareció de súbito no fue por ganas de abandonarme.
—Entiendo que Tao-Chien murió —me aclaró mi padre.
—¿Cómo murió?
—Me parece que fue un accidente, pero no estoy seguro.
—¿Y qué pasó con mi abuela Eliza Sommers?
—Se fue a la China. Creyó que tú estarías mejor con mi familia y no se equivocó. Mi madre siempre quiso tener una hija y te ha criado con mucho más cariño del que nos dio a mis hermanos y a mi —me aseguró.
—¿Qué quiere decir Lai-Ming?
—No tengo idea, ¿por qué?
—Porque a veces me parece que oigo esa palabra…
Matías tenía los huesos deshechos por la enfermedad, se cansaba rápidamente y no era fácil sonsacarle información; solía perderse en eternas divagaciones que nada tenían que ver con lo que me interesaba, pero poco a poco fui pegando los parches del pasado, puntada a puntada, siempre a espaldas de mi abuela, quien agradecía que yo visitara al enfermo porque a ella no le alcanzaba el ánimo para hacerlo; entraba a la habitación de su hijo un par de veces al día, le daba un beso rápido en la frente y salía a tropezones con los ojos llenos de lágrimas. Nunca preguntó de qué hablábamos y, por supuesto, no se lo dije. Tampoco me atreví a mencionar el tema delante de Severo y Nívea del Valle; temía que la menor indiscreción de mi parte pondría punto final a las pláticas con mi padre. Sin habernos puesto de acuerdo, ambos sabíamos que nuestras conversaciones debían permanecer en secreto; eso nos unió en una extraña complicidad. No puedo decir que llegué a querer a mi padre, porque no hubo tiempo para ello, pero en los breves meses que alcanzamos a convivir me puso un tesoro en las manos al darme detalles de mi historia, sobre todo de mi madre, Lynn Sommers. Me repitió muchas veces que yo llevaba sangre legitima de los Del Valle, eso parecía ser muy importante para él. Después supe que por sugerencia de Frederick Williams, quien ejercía gran influencia sobre cada uno de los miembros de esa casa, me legó en vida la parte que le correspondía de la herencia familiar, a salvo en varias cuentas bancarias y acciones de la Bolsa, ante la frustración de un sacerdote que lo visitaba a diario con la esperanza de obtener algo para la iglesia. Se trataba de un hombre gruñón y con olor a santidad —no se había bañado ni cambiado la sotana en años— famoso por su intolerancia religiosa y su talento para husmear a los moribundos con plata y convencerlos de que destinaran sus fortunas a obras de caridad. Las familias pudientes lo veían aparecer con verdadero terror, porque anunciaba la muerte, pero nadie se atrevía a darle con la puerta en las narices. Cuando mi padre comprendió que estaba llegando al final llamó a Severo del Valle, con el cual prácticamente no se hablaban, para ponerse de acuerdo sobre mí. Trajeron un notario público a la casa y ambos firmaron un documento en el cual Severo renunció a la paternidad y Matías Rodríguez de Santa Cruz me reconoció como su hija. Así me protegió de los otros dos hijos de Paulina, sus hermanos menores, quienes a la muerte de mi abuela, nueve años más tarde, se apoderaron de todo lo que pudieron.
Mi abuela se aferró a Amanda Lowell con un afecto supersticioso, creía que mientras estuviera cerca, Matías viviría. Paulina no intimaba con nadie, salvo conmigo a veces, consideraba que la mayor parte de la gente es bruta sin remedio y lo decía a quien quisiera oírlo, lo cual no era el mejor método para ganar amigos, pero esa cortesana escocesa logró traspasar la armadura con que mi abuela se protegía. No podía concebirse dos mujeres más diferentes, la Lowell nada ambicionaba, vivía al día, desapegada, libre, sin miedo; no temía la pobreza, la soledad o la decrepitud, todo lo aceptaba de buen talante, la existencia era para ella un viaje divertido que conducía inevitablemente a la vejez y la muerte; no había razón para acumular bienes, puesto que de todos modos a la tumba se iba en cueros, sostenía. Atrás había quedado la joven seductora que tantos amores sembró en San Francisco, atrás la bella que conquistó París; ahora era una mujer en la cincuentena de su existencia, sin ninguna coquetería ni remordimientos.
Mi abuela no se cansaba de oírla contar su pasado, hablar de la gente famosa que había conocido y hojear los álbumes de recortes de prensa y fotografías, en varias de las cuales aparecía joven, radiante y con una boa constrictor enrollada en el cuerpo. «La infeliz murió de mareo en un viaje; las culebras no son buenas viajeras», nos contó. Por su cultura cosmopolita y su atractivo —capaz de derrotar sin proponérselo a mujeres mucho más jóvenes y hermosas— se convirtió en el alma de las tertulias de mi abuela, amenizándolas en su pésimo español y su francés con acento de Escocia. No había tema que no pudiera discutir, libro que no hubiese leído, ciudad importante de Europa que no conociera. Mi padre, que la quería y le debía mucho, decía que era una diletante, sabía un poquito de todo y mucho de nada, pero le sobraba imaginación para suplir lo que le faltaba en conocimiento o experiencia. Para Amanda Lowell no había ciudad más galante que París ni sociedad más pretenciosa que la francesa, única donde el socialismo con su desastrosa falta de elegancia no tenía ni la menor oportunidad de triunfar. En eso Paulina del Valle coincidía plenamente. Las dos mujeres descubrieron que no sólo se reían de las mismas tonterías, incluso de la cama mitológica; también estaban de acuerdo en casi todos los asuntos fundamentales. Un día en que tomaban el té ante una mesita de mármol en la galería de hierro forjado y cristal, las dos lamentaron no haberse conocido antes. Con o sin Feliciano y Matías de por medio, habrían sido muy buenas amigas, decidieron. Paulina hizo lo posible por retenerla en su casa, la colmó de regalos y la presentó en sociedad como si fuera una emperatriz, pero la otra era un pájaro incapaz de vivir en cautiverio. Se quedó por un par de meses, pero finalmente le confesó en privado a mi abuela que no tenía corazón para presenciar el deterioro de Matías y, con toda franqueza, Santiago le parecía una ciudad provinciana, a pesar del lujo y la ostentación de la clase alta, comparable a la de la nobleza europea. Se aburría; su lugar se hallaba en París, donde había transcurrido lo mejor de su existencia. Mi abuela quiso despedirla con un baile que hiciera historia en Santiago, al cual asistiría lo más granado de la sociedad, porque nadie se atrevería a rechazar una invitación suya, a pesar de los rumores que circulaban sobre el pasado brumoso de su huésped, pero Amanda Lowell la convenció de que Matías estaba demasiado enfermo y una fiesta en tales circunstancias sería de pésimo gusto; además, no tenía qué ponerse para una ocasión así. Paulina le ofreció sus vestidos con la mejor intención, sin imaginar cuánto ofendía a la Lowell al insinuar que ambas tenían la misma talla.
Tres semanas después de la partida de Amanda Lowell, la empleada que cuidaba a mi padre dio la voz de alarma. Llamaron de inmediato al médico; en un dos por tres se llenó la casa de gente, desfilaron amigos de mi abuela, gente del gobierno, familiares, un sinnúmero de frailes y monjas, incluso el desarrapado sacerdote cazador de fortunas, quien ahora rondaba a mi abuela con la esperanza de que el dolor de perder a su hijo la despachara pronto a mejor vida. Paulina, sin embargo, no pensaba dejar este mundo, se había resignado hacía tiempo a la tragedia de su hijo mayor y creo que vio llegar el final con alivio, porque ser testigo de ese lento calvario resultaba mucho peor que enterrarlo. No me permitieron ver a mi padre porque se suponía que la agonía no era un espectáculo apropiado para niñas y yo ya había padecido suficiente angustia con el asesinato de mi primo y otras violencias recientes; pero logré despedirme brevemente de él gracias a Frederick Williams, quien me abrió la puerta en un momento en que no había nadie más por los alrededores. Me condujo de la mano hasta la cama donde yacía Matías Rodríguez de Santa Cruz, del cual ya nada tangible quedaba, apenas un atado de huesos translúcidos sepultado entre almohadones y sábanas bordadas, todavía respiraba, pero su alma ya andaba viajando por otras dimensiones. «Adiós, papá», le dije. Era la primera vez que lo llamaba así. Agonizó durante dos días más y al amanecer del tercero se murió como un pollito.
Tenía trece años cuando Severo del Valle me regaló una cámara fotográfica moderna que usaba papel en vez de las placas antiguas y que debe haber sido de las primeras llegadas a Chile. Mi padre había muerto hacía poco y las pesadillas me atormentaban tanto que no quería acostarme y por las noches deambulaba como un espectro despistado por la casa, seguida de cerca por el pobre Caramelo, que siempre fue un perro tonto y flojo, hasta que mi abuela Paulina se compadecía y nos aceptaba en su inmensa cama dorada. Llenaba la mitad con su cuerpo grande, tibio, perfumado, y yo me acurrucaba en el rincón opuesto, temblando de miedo, con Caramelo a los pies. «¿Qué voy a hacer con ustedes dos?», suspiraba mi abuela medio dormida. Era una pregunta retórica, porque ni el perro ni yo teníamos futuro, existía consenso general en la familia de que yo «iba a terminar mal».
Para entonces se había graduado la primera mujer médico en Chile y otras habían entrado a la universidad. Eso le dio a Nívea la idea de que yo podía hacer otro tanto, aunque sólo fuera para desafiar a la familia y la sociedad, pero era evidente que yo no tenía la menor aptitud para estudiar. Entonces apareció Severo del Valle con la cámara y me la puso en la falda. Era una hermosa Kodak, preciosista en los detalles de cada tornillo, elegante, suave, perfecta, hecha para manos de artista. Todavía la uso; no falla jamás. Ninguna muchacha de mi edad tenía un juguete así. La tomé con reverencia y me quedé mirándola sin tener idea cómo se usaba. «A ver si puedes fotografiar las tinieblas de tus pesadillas», me dijo Severo del Valle en broma, sin sospechar que ese sería mi único propósito durante meses y en el empeño de dilucidar esa pesadilla acabaría enamorada del mundo. Mi abuela me llevó a la Plaza de Armas, al estudio de don Juan Ribero, el mejor fotógrafo de Santiago, un hombre seco como pan duro en apariencia, pero generoso y sentimental por dentro.
—Aquí le traigo a mi nieta de aprendiz —dijo mi abuela, colocando sobre el escritorio del artista un cheque, mientras yo me aferraba a su vestido con una mano y con la otra abrazaba mi flamante cámara.
Don Juan Ribero, quien medía media cabeza menos y pesaba la mitad que mi abuela, se acomodó los anteojos sobre la nariz, leyó cuidadosamente la cifra escrita en el cheque y luego se lo devolvió, mirándola de pies a cabeza con un desprecio infinito.
—La cantidad no es problema… Fije usted el precio —vaciló mi abuela.
—No es cuestión de precio, sino de talento, señora —replicó guiando a Paulina del Valle hacia la puerta.
En ese rato yo había tenido oportunidad de echar un vistazo alrededor. Su trabajo cubría las paredes: cientos de retratos de gente de todas las edades. Ribero era el favorito de la clase alta, el fotógrafo de las páginas sociales, pero quienes me miraban desde la paredes de su estudio no eran empingorotados pelucones ni bellas debutantes, sino indios, mineros, pescadores, lavanderas, niños pobres, ancianos, muchas mujeres como aquellas que mi abuela socorría con sus préstamos del Club de Damas. Allí estaba representado el rostro multifacético y atormentado de Chile. Esas caras en los retratos me sacudieron por dentro, quise conocer la historia de cada una de esas personas y sentí una opresión en el pecho, como un puñetazo, y unos deseos incontenibles de echarme a llorar; pero me tragué la emoción y seguí a mi abuela con la cabeza alta. En el coche trató de consolarme: no debía preocuparme, dijo, conseguiríamos otra persona que me enseñara a usar la cámara, fotógrafos había para dar y regalar; qué se había imaginado ese roto mal nacido, hablarle en ese tono arrogante a ella, nada menos que a Paulina del Valle. Y continuó perorando, pero yo no la oía porque había decidido que sólo don Juan Ribero sería mi maestro. Al día siguiente salí de la casa antes que mi abuela se levantara, indiqué al cochero que me llevara al estudio y me instalé en la calle dispuesta a esperar para siempre. Don Juan Ribero llegó a eso de las once de la mañana, me encontró ante su puerta y me ordenó volver a mi casa. Yo era tímida entonces —aún lo soy— y muy orgullosa, no estaba acostumbrada a pedir porque desde que nací me mimaron como a una reina, pero mi determinación debe haber sido muy fuerte. No me moví de la puerta. Un par de horas más tarde salió el fotógrafo, me echó una mirada furiosa y echó a andar calle abajo. Cuando regresó de su almuerzo me encontró todavía allí clavada, con mi cámara apretada contra el pecho. «Está bien», murmuró, vencido, «pero le advierto jovencita, que no tendré ninguna consideración especial con usted, aquí se viene a obedecer callada y aprender rápido, ¿entendido?». Asentí con la cabeza, porque no me salió la voz.
Mi abuela, acostumbrada a negociar, aceptó mi pasión por la fotografía siempre que yo invirtiera el mismo número de horas en los ramos escolares habituales en los colegios de hombres, incluso latín y teología, porque según ella no era capacidad mental lo que me faltaba, sino rigor.
—¿Por qué no me manda a una escuela pública? —le pedí, entusiasmada por los rumores sobre la educación laica para niñas, que producía espanto entre mis tías.
—Eso es para gente de otra clase, jamás lo permitiré —determinó mi abuela.
De modo que nuevamente desfilaron preceptores por la casa, varios de los cuales eran sacerdotes dispuestos a instruirme a cambio de las suculentas dádivas de mi abuela a sus congregaciones. Tuve suerte; en general me trataron con indulgencia, porque no esperaban que mi cerebro aprendiera como el de un varón. Don Juan Ribero, en cambio, me exigía mucho más porque sostenía que una mujer debe esforzarse mil veces más que un hombre para obtener respeto intelectual o artístico. Él me enseñó todo lo que sé de fotografía, desde la elección de un lente hasta el laborioso proceso del revelado; nunca he tenido otro maestro. Cuando dejé su estudio dos años más tarde, éramos amigos. Ahora tiene setenta y cuatro años y desde hace varios no trabaja, porque está ciego, pero todavía guía mis vacilantes pasos y me ayuda. Seriedad es su lema. La vida lo apasiona y la ceguera no ha sido impedimento para seguir mirando el mundo. Ha desarrollado una forma de clarividencia. Tal como otros ciegos tienen gente que les lee, él tiene gente que observa y le cuenta. Sus alumnos, sus amigos y sus hijos lo visitan a diario y se turnan para describirle lo que han contemplado: un paisaje, una escena, un rostro, un efecto de luz. Deben aprender a observar con mucho cuidado para soportar el exhaustivo interrogatorio de don Juan Ribero; así sus vidas cambian; ya no pueden andar por el mundo con la levedad habitual, porque deben ver con los ojos del maestro. Yo también lo visito a menudo. Me recibe en la penumbra eterna de su apartamento en la calle Monjitas, sentado en su sillón frente a la ventana, con su gato sobre las rodillas, siempre hospitalario y sabio. Lo mantengo informado sobre los adelantos técnicos en el ámbito de la fotografía, le describo en detalle cada imagen de los libros que encargo a Nueva York y París, le consulto mis dudas. Está al día de todo lo que ocurre en esta profesión, se apasiona con las diferentes tendencias y teorías, conoce de nombre a los maestros destacados en Europa y los Estados Unidos. Siempre se opuso ferozmente a las poses artificiales, a las escenas arregladas en estudio, a las impresiones chapuceras hechas con varios negativos sobrepuestos, tan de moda hace algunos años. Cree en la fotografía como testimonio personal: una manera de ver el mundo y que esa manera debe ser honesta, usando la tecnología como medio para plasmar la realidad, no para distorsionarla. Cuando pasé por una fase en que me dio por fotografiar muchachas en enormes recipientes de vidrio, me preguntó para qué, con tal desprecio, que no continué por ese camino; pero cuando le describí el retrato que tomé de una familia de artistas de un circo pobre, desnudos y vulnerables, se interesó al punto. Había tomado varias fotos de esa familia posando ante un aporreado carromato que le servía de transporte y de vivienda, cuando salió del vehículo una niñita de cuatro o cinco años, totalmente desnuda. Entonces se me ocurrió pedirles que se quitaran la ropa. Lo hicieron sin malicia y posaron con la misma intensa concentración con que lo habían hecho cuando estaban vestidos. Es una de mis mejores fotografías, una de las pocas que ha ganado premios. Pronto fue evidente que me atraían más las personas que los objetos o los paisajes. Al hacer un retrato se establece una relación con el modelo que si bien es muy breve, siempre es una conexión. La placa revela no sólo la imagen, también los sentimientos que fluyen entre ambos. A don Juan Ribero le gustaban mis retratos, muy diferentes a los suyos. «Usted siente empatía por sus modelos, Aurora, no trata de dominarlos sino de comprenderlos, por eso logra exponer su alma», decía. Me incitaba a dejar las paredes seguras del estudio y salir a la calle, desplazarme con la cámara, mirar con los ojos bien abiertos, sobreponerme a mi timidez, perder el miedo, acercarme a la gente. Me di cuenta de que en general me recibían bien y posaban con toda seriedad, a pesar de que yo era una mocosa: la cámara inspiraba respeto y confianza, la gente se abría, se entregaba. Estaba limitada por mi corta edad; hasta muchos años más tarde no podría viajar por el país, introducirme en las minas, las huelgas, los hospitales, las casuchas de los pobres, las míseras escuelitas, las pensiones de cuatro pesos, las plazas empolvadas donde languidecían los jubilados, los campos y las aldeas de pescadores. «La luz es el lenguaje de la fotografía, el alma del mundo. No existe luz sin sombra, tal como no existe dicha sin dolor», me dijo don Juan Ribero hace diecisiete años, en la clase que me dio ese primer día en su estudio de la Plaza de Armas. No se me ha olvidado. Pero no debo adelantarme. Me he propuesto contar esta historia paso a paso, palabra a palabra, como debe ser.
Mientras yo andaba entusiasmada con la fotografía y desconcertada por los cambios en mi cuerpo, que iba adquiriendo proporciones inusitadas, mi abuela Paulina no perdía el tiempo en contemplarse el ombligo, sino que discurría nuevos negocios en su cerebro de fenicio. Eso la ayudó a reponerse de la pérdida de su hijo Matías y le dio ínfulas a una edad en que otros tienen un pie en la tumba. Rejuveneció, se le iluminó la mirada y se le agilizó el paso, pronto se quitó el luto y mandó a su marido a Europa en una misión muy secreta. El fiel Frederick Williams estuvo siete meses ausente y regresó cargado de regalos para ella y para mi, además de buen tabaco para él, el único vicio que le conocíamos. En su equipaje venían de contrabando miles de palitos secos de unos quince centímetros de largo, de apariencia inservible, pero que resultaron ser cepas de las viñas de Burdeos, que mi abuela pretendía plantar en suelo chileno para producir un vino decente. «Vamos a competir con los vinos franceses», le explicó a su marido antes del viaje. Fue inútil que Frederick Williams le rebatiera que los franceses nos llevan siglos de ventaja, que las condiciones allá son paradisíacas, en cambio Chile es un país de catástrofes atmosféricas y políticas, y que un proyecto de tal envergadura tomaría años de trabajo.
—Ni usted ni yo estamos en edad para esperar los resultados de este experimento. —Sugirió con un suspiro.
—Con ese criterio no llegamos a ninguna parte, Frederick. ¿Sabe cuántas generaciones de artesanos se requerían para construir una catedral?
—Paulina, no nos interesan las catedrales. Cualquier día de estos nos caemos muertos.
—Pues este no sería el siglo de la ciencia y la tecnología si cada inventor pensara en su propia mortalidad, ¿no le parece? Quiero formar una dinastía y que el nombre Del Valle perdure en el mundo, aunque sea al fondo del vaso de cuanto borracho compre mi vino —replicó mi abuela.
De modo que el inglés partió resignado en aquel safari a Francia, mientras Paulina del Valle amarraba los hilos de la empresa en Chile. Las primeras viñas chilenas habían sido plantadas por los misioneros en tiempos de la colonia para producir un vino del país que resultó bastante bueno, tan bueno en realidad, que España lo prohibió para evitar que compitiera con los de la madre patria. Después de la independencia la industria del vino se expandió. Paulina no era la única con la idea de producir vinos de calidad, pero mientras los demás compraban tierras en los alrededores de Santiago por comodidad, para no tener que desplazarse a más de un día de camino, ella buscó terrenos más lejanos, no sólo porque eran más baratos, sino porque eran más apropiados. Sin decir a nadie lo que tenía en mente hizo analizar la sustancia de la tierra, los caprichos del agua y la perseverancia de los vientos, empezando por aquellos campos que pertenecían a la familia Del Valle. Pagó una miseria por vastos terrenos abandonados que nadie apreciaba, porque no tenían más riego que la lluvia. La uva más sabrosa, la que produce los vinos de mejor textura y aroma, la más dulce y generosa, no crece en la abundancia, sino en terreno pedregoso; la planta, con terquedad de madre, vence obstáculos para llegar muy profundo con sus raíces y aprovechar cada gota de agua, así se concentran los sabores en la uva, me explicó mi abuela.
—Las viñas son como la gente, Aurora, mientras más difíciles son las circunstancias, mejores son los frutos. Es una lástima que yo descubriera esta verdad tan tarde, porque de haberlo sabido antes habría aplicado mano dura con mis hijos y contigo.
—Conmigo usted trató, abuela.
—He sido muy blanda contigo. Debí mandarte a las monjas.
—¿Para que aprendiera a bordar y rezar? La señorita Matilde…
—¡Te prohíbo que menciones a esa mujer en esta casa!
—Bueno, abuela, por lo menos estoy aprendiendo fotografía. Con eso puedo ganarme la vida.
—¡Cómo se te ocurre semejante estupidez! —exclamó Paulina del Valle—. Una nieta mía jamás tendrá que ganarse la vida. Lo que te enseña Ribero es una diversión, pero no es un futuro para una Del Valle. Tu destino no es convertirte en fotógrafo de plaza, sino casarte con alguien de tu clase y echar hijos sanos al mundo.
—Usted ha hecho más que eso, abuela.
—Yo me casé con Feliciano, tuve tres hijos y una nieta. Todo lo demás que he hecho es por añadidura.
—Pues no lo parece, francamente.
En Francia Frederick Williams contrató a un experto, que llegó poco después a asesorar en el aspecto técnico. Era un hombrecito hipocondríaco que recorrió las tierras de mi abuela en bicicleta y con un pañuelo atado en la boca y la nariz porque creía que el olor a bosta de vaca y el polvo chileno producían cáncer a los pulmones, pero no dejó duda alguna sobre sus profundos conocimientos de viticultura. Los campesinos observaban pasmados a ese caballero vestido de ciudad deslizándose en velocípedo entre peñascos, que se detenía de vez en cuando para husmear el suelo como perro tras un rastro. Como no entendían ni una palabra de sus largas diatribas en la lengua de Moliere, mi abuela en persona, con chancletas y una sombrilla, debió seguir durante semanas a la bicicleta del francés para traducir. Lo primero que llamó la atención de Paulina fue que no todas las plantas eran iguales, había por lo menos tres clases diferentes mezcladas. El francés le explicó que unas maduraban antes que otras, de modo que si el clima destruía las más delicadas, siempre habría producción de las demás. Confirmó también que el negocio tomaría años, puesto que no era solamente cuestión de cosechar mejores uvas, sino también producir un vino fino y comercializarlo en el extranjero, donde tendría que competir con los de Francia, Italia y España. Paulina aprendió todo lo que el experto podía enseñarle y cuando se sintió segura lo despachó de vuelta a su país. Para entonces estaba agotada y había entendido que la empresa requería alguien más joven y más liviano que ella, alguien como Severo del Valle, su sobrino favorito, en quien podía confiar. «Si sigues echando hijos al mundo necesitarás mucha plata para mantenerlos. Como abogado no lo lograrás, a menos que robes el doble que los demás, pero el vino te hará rico», lo tentó. Justamente ese año a Severo y Nívea del Valle les había nacido un ángel, como decía la gente, una niña bella como un hada en miniatura, a quien llamaron Rosa. Nívea opinó que todos los hijos anteriores habían sido puro entrenamiento para producir finalmente esa criatura perfecta. Tal vez ahora Dios se daría por satisfecho y no les mandaba más hijos, porque ya tenían una manada. A Severo la empresa de las viñas francesas le pareció descabellada, pero había aprendido a respetar el olfato comercial de su tía y pensó que bien valía la pena probar; no sabía que en pocos meses las parras iban a cambiarle la vida. Apenas mi abuela comprobó que Severo del Valle estaba tan obsesionado con las viñas como ella, decidió convertirlo en su socio, dejarlo a cargo del campo y partir con Williams y conmigo a Europa, porque yo ya tenía dieciséis años y estaba en edad de adquirir un barniz cosmopolita y un ajuar matrimonial, como dijo.
—No pienso casarme, abuela.
—No todavía, pero tendrás que hacerlo antes de los veinte o te quedarás para vestir santos —concluyó tajante.
La verdadera razón del viaje no se la dijo a nadie. Estaba enferma y creía que en Inglaterra podrían operarla. Allí la cirugía se había desarrollado mucho desde el descubrimiento de la anestesia y la asepsia. En los últimos meses había perdido el apetito y por primera vez en su vida sufría náuseas y retortijones de barriga después de una comida pesada. Ya no comía carne, prefería cosas blandas, papillas azucaradas, sopas y pasteles, a los cuales no renunciaba aunque le cayeran como piedrazos en la panza. Había oído hablar de la célebre clínica fundada por un tal doctor Ebanizer Hobbs, muerto hacía más de una década, donde trabajaban los mejores médicos de Europa, de manera que apenas pasó el invierno y la ruta a través de la cordillera de los Andes volvió a ser transitable, emprendimos el viaje a Buenos Aires, donde tomaríamos el transatlántico hacia Londres. Llevábamos, como siempre, un cortejo de criados, una tonelada de equipaje y varios guardias armados para protegernos de los bandidos que se apostaban en esas soledades, pero esta vez mi perro Caramelo no pudo acompañarnos porque le flaqueaban las patas.
El paso de las montañas en coche, a caballo y finalmente en mula, por despeñaderos que se abrían a ambos lados como abismales fauces dispuestas a devorarnos, fue inolvidable. El sendero parecía una infinita culebra angosta deslizándose entre esas montañas abrumadoras, columna vertebral de América. Entre las piedras crecían algunos arbustos sacudidos por la inclemencia del clima y alimentados por tenues hilos de agua. Agua por todas partes, cascadas, riachuelos, nieve líquida; el único sonido era el agua y los cascos de las bestias contra la dura costra de los Andes. Al detenernos, un abismal silencio nos envolvió como un pesado manto, éramos intrusos violando la solitud perfecta de esas alturas. Mi abuela, luchando contra el vértigo y los achaques que le cayeron encima apenas iniciamos la marcha hacia arriba, iba sostenida por su voluntad de hierro y la solicitud de Frederick Williams, quien hacía lo posible por ayudarla, vestía un pesado abrigo de viaje, guantes de cuero y un sombrero de explorador con tupidos velos, porque jamás un rayo de sol, por pusilánime que fuese, había rozado su piel, gracias a lo cual pensaba llegar a la tumba sin arrugas. Yo iba deslumbrada. Habíamos hecho ese viaje antes, cuando fuimos a Chile, pero entonces yo era demasiado joven para apreciar aquella majestuosa naturaleza.
Paso a paso avanzaban los animales suspendidos entre precipicios cortados a pique y altas paredes de roca pura peinada por el viento, pulida por el tiempo. El aire era delgado como un claro velo y el cielo un mar color turquesa atravesado a veces por un cóndor que navegaba con sus alas espléndidas, señor absoluto de aquellos dominios. Tan pronto bajó el sol, el paisaje se transformó por completo; la paz azul de esa abrupta y solemne naturaleza desapareció para dar paso en un universo de sombras geométricas que se movían amenazantes en torno a nosotros, cercándonos, envolviéndonos. Un paso en falso y las mulas habrían rodado con nosotros encima a lo más profundo de esos barrancos, pero el guía había calculado bien la distancia y la noche nos encontró en una escuálida casucha de tablas, refugio de viajeros. Descargaron a los animales y nos acomodamos sobre las monturas de piel de oveja y las mantas, alumbrados por chonchones untados en brea, aunque casi no se requerían luces, pues reinaba en la bóveda profunda del cielo una luna incandescente asomada como una antorcha sideral por encima de las altas piedras. Llevábamos leña, con la cual encendieron el hogar para calentarnos y hervir agua para el mate; pronto esa infusión de hierba verde y amarga circulaba de mano en mano, todos chupando del mismo bombillo; eso devolvió el ánimo y los colores a mi pobre abuela, quien ordenó traer sus canastos y se instaló, como una verdulera en el mercado, a distribuir las vituallas para engañar el hambre. Fueron apareciendo las botellas de aguardiente y champaña, los aromáticos quesos del campo, los delicados fiambres de cerdo preparado en casa, los panes y tortas envueltos en blancas servilletas de lino, pero noté que ella comía muy poco y no probaba el alcohol. Entretanto los hombres, hábiles con sus cuchillos, mataron un par de cabras que llevábamos a la saga de las mulas, les quitaron el cuero y las pusieron a asar crucificadas entre dos palos. No supe como paso la noche, caí en un sueño de muerte y no desperté hasta el amanecer, cuando empezaba la faena de avivar los tizones para hacer café y dar el bajo a los restos de las cabras. Antes de irnos dejamos leña, un saco de frijoles y unas botellas de licor para los próximos viajeros.