Vine al mundo un martes de otoño de 1880, bajo el techo de mis abuelos maternos, en San Francisco. Mientras dentro de esa laberíntica casa de madera jadeaba mi madre montaña arriba con el corazón valiente y los huesos desesperados para abrirme una salida, en la calle bullía la vida salvaje del barrio chino con su aroma indeleble a cocina exótica, su torrente estrepitoso de dialectos vociferados, su muchedumbre inagotable de abejas humanas yendo y viniendo de prisa. Nací de madrugada, pero en Chinatown los relojes no obedecen reglas y a esa hora empieza el mercado, el tráfico de carretones y los ladridos tristes de los perros en sus jaulas esperando el cuchillo del cocinero. He venido a saber los detalles de mi nacimiento bastante tarde en la vida, pero peor sería no haberlos descubierto nunca; podrían haberse extraviado para siempre en los vericuetos del olvido. Hay tantos secretos en mi familia, que tal vez no me alcance el tiempo para despejarlos todos: la verdad es fugaz, lavada por torrentes de lluvia. Mis abuelos maternos me recibieron conmovidos —a pesar de que según varios testigos fui un bebé horroroso— y me pusieron sobre el pecho de mi madre, donde permanecí acurrucada por unos minutos, los únicos que alcancé a estar con ella. Después mi tío Lucky me echó su aliento en la cara para traspasarme su buena suerte. La intención fue generosa y el método infalible, pues al menos durante estos primeros treinta años de mi existencia, me ha ido bien. Pero, cuidado, no debo adelantarme. Esta historia es larga y comienza mucho antes de mi nacimiento; se requiere paciencia para contarla y más paciencia aún para escucharla. Si por el camino se pierde el hilo, no hay que desesperar, porque con toda seguridad se recupera unas páginas más adelante. Como en alguna fecha debemos comenzar, hagámoslo en 1862 y digamos, al azar, que la historia empieza con un mueble de proporciones inverosímiles.
La cama de Paulina del Valle fue encargada a Florencia, un año después de la coronación de Víctor Emanuel, cuando en el nuevo Reino de Italia aún vibraba el eco de las balas de Garibaldi; cruzó el mar desarmada en un transatlántico genovés, desembarcó en Nueva York en medio de una huelga sangrienta y fue trasladada a uno de los vapores de la compañía naviera de mis abuelos paternos, los Rodríguez de Santa Cruz, chilenos residentes en los Estados Unidos. Al capitán John Sommers le tocó recibir los cajones marcados en italiano con una sola palabra: Ese robusto marino inglés, del cual sólo queda un desteñido retrato y un baúl de cuero muy gastado por infinitas travesías marítimas y lleno de curiosos manuscritos, era mi bisabuelo, como averigüé hace poco, cuando mi pasado comenzó por fin a aclararse, después de muchos años de misterio. No conocí al capitán John Sommers, padre de Eliza Sommers, mi abuela materna, pero de él heredé cierta vocación de vagabunda. Sobre ese hombre de mar, puro horizonte y sal, cayó la tarea de conducir la cama florentina en la cala de su buque hasta el otro lado del continente americano. Debió sortear el bloqueo yanqui y los ataques de los confederados, alcanzar los límites australes del Atlántico, cruzar las aguas traicioneras del estrecho de Magallanes, entrar al océano Pacífico y después de detenerse brevemente en varios puertos sudamericanos, dirigir la proa hacia el norte de California, la antigua tierra del oro. Tenía órdenes precisas de abrir las cajas en el muelle de San Francisco, supervisar al carpintero de a bordo mientras este ensamblaba las partes como un rompecabezas, cuidando de no mellar los tallados, colocar encima el colchón y el cobertor de brocado color rubí, montar el armatoste en una carreta y mandarlo a paso lento al centro de la ciudad. El cochero debía dar dos vueltas a la Plaza de la Unión y otras dos tocando una campanilla frente al balcón de la concubina de mi abuelo, antes de dejarlo en su destino final, la casa de Paulina del Valle, debía realizar esta hazaña en plena Guerra Civil, cuando los ejércitos yanquis y los confederados se masacraban en el sur del país y nadie estaba en ánimo de bromas ni de campanillas. John Sommers impartió las instrucciones maldiciendo, porque en los meses de navegación esa cama llegó a simbolizar lo que más detestaba de su trabajo: los caprichos de su patrona, Paulina del Valle. Al ver la cama sobre la carreta dio un suspiro y decidió que sería lo último que haría por ella; llevaba doce años a sus órdenes y había alcanzado el limite de su paciencia. El mueble aún existe intacto, es un pesado dinosaurio de madera policromada; a la cabecera preside el dios Neptuno rodeado de olas espumantes y criaturas submarinas en bajo relieve, mientras a los pies juegan delfines y sirenas. En pocas horas media ciudad de San Francisco pudo apreciar aquel lecho olímpico; pero la querida de mi abuelo, a quien el espectáculo estaba dedicado, se escondió mientras la carreta pasaba y volvía a pasar con su campanilleo.
—El triunfo no me duró mucho, —me confesó Paulina muchos años más tarde, cuando yo insistía en fotografiar la cama y conocer los detalles—. La broma se me dio vuelta. Creí que se burlarían de Feliciano, pero se burlaron de mi. Juzgué mal a la gente. ¿Quién iba a imaginar tanta mojigatería? En esos tiempos San Francisco era un avispero de políticos corruptos, bandidos y mujeres de mala vida.
—No les gustó el desafío —sugerí.
—No. Se espera que las mujeres cuidemos la reputación del marido, por vil que sea.
—Su marido no era vil —la rebatí.
—No, pero hacía tonterías. En todo caso, no me arrepiento de la famosa cama, he dormido en ella durante cuarenta años.
—¿Qué hizo su marido al verse descubierto?
—Dijo que mientras el país se desangraba en la Guerra Civil, yo compraba muebles de Calígula. Y negó todo, por supuesto. Nadie con dos dedos de frente admite una infidelidad, aunque lo pillen entre las sábanas.
—¿Lo dice por experiencia propia?
—¡Ojalá fuera así, Aurora! —Replicó Paulina del Valle sin vacilar.
En la primera fotografía que le tomé, cuando yo tenía trece años, Paulina aparece en su cama mitológica, apoyada en almohadas de satén bordado, con una camisa de encaje y medio kilo de joyas encima. Así la vi muchas veces y así hubiera querido velarla cuando se murió, pero ella deseaba irse a la tumba con el hábito triste de las carmelitas y que se ofrecieran misas cantadas durante varios años por el reposo de su alma. «Ya he escandalizado mucho, es hora de agachar el moño», fue su explicación cuando se sumió en la invernal melancolía de los últimos tiempos. Al verse cerca del fin se atemorizó. Hizo desterrar la cama al sótano y colocar en su lugar una tarima de madera con un colchón de crin de caballo, para morir sin lujos, después de tanto derroche, a ver si San Pedro hacía borrón y cuenta nueva en el libro de los pecados, como dijo. El susto, sin embargo, no le alcanzó para desprenderse de otros bienes materiales y hasta el último suspiro tuvo entre las manos las riendas de su imperio financiero, para entonces muy reducido. De la bravura de su juventud, poco quedaba al final, hasta la ironía se le fue acabando, pero mi abuela creó su propia leyenda y ningún colchón de crin, ni hábito de carmelita podría perturbarla. La cama florentina, que se dio el gusto de pasear por las calles más principales para hostigar a su marido, fue uno de sus momentos gloriosos. En esa época la familia vivía en San Francisco bajo un apellido cambiado —Cross— porque ningún norteamericano podía pronunciar el sonoro Rodríguez de Santa Cruz y del Valle, lo cual es una lástima, porque el auténtico tiene resonancias antiguas de Inquisición. Acababan de trasladarse al barrio de Nob Hill, donde se construyeron una disparatada mansión, una de las más opulentas de la ciudad, que resultó un delirio de varios arquitectos rivales contratados y despedidos cada dos por tres. La familia no hizo su fortuna en la fiebre del oro de 1849, como pretendía Feliciano, sino gracias al magnífico instinto empresarial de su mujer, a quien se le ocurrió transportar productos frescos desde Chile hasta California sentados en un lecho de hielo antártico. En aquella tumultuosa época un durazno valía una onza de oro y ella supo aprovechar esas circunstancias. La iniciativa prosperó y llegaron a tener una flotilla de barcos navegando entre Valparaíso y San Francisco, que el primer año regresaban vacíos, pero luego lo hacían cargados de harina californiana; así arruinaron a varios agricultores chilenos, incluso al padre de Paulina, el temible Agustín del Valle, a quien se le agusanó el trigo en las bodegas porque no pudo competir con la blanquísima harina de los yanquis. De la rabia, también se le agusanó el hígado. Al término de la fiebre del oro miles y miles de aventureros regresaron a sus lugares de origen más pobres de lo que salieron, después de perder la salud y el alma en persecución de un sueño; pero Paulina y Feliciano hicieron fortuna. Se colocaron en la cumbre de la sociedad de San Francisco, a pesar del obstáculo casi insalvable de su acento hispano. «En California son todos nuevos ricos y mal nacidos, en cambio nuestro árbol genealógico se remonta a las Cruzadas», mascullaba Paulina entonces, antes de darse por vencida y regresar a Chile. Sin embargo, no fueron títulos de nobleza ni cuentas en los bancos lo único que les abrió las puertas, sino la simpatía de Feliciano, quien hizo amigos entre los hombres más poderosos de la ciudad. Resultaba, en cambio, bastante difícil tragar a su mujer, ostentosa, mal hablada, irreverente y atropelladora. Hay que decirlo: Paulina inspiraba al principio la mezcla de fascinación y pavor que se siente ante una iguana; sólo al conocerla mejor se descubría su vena sentimental. En 1862 lanzó a su marido en la empresa comercial ligada al ferrocarril transcontinental que los hizo definitivamente ricos.
No me explico de dónde sacó esa señora su olfato para los negocios. Provenía de una familia de hacendados chilenos estrechos de criterio y pobres de espíritu; fue criada entre las paredes de la casa paterna en Valparaíso, rezando el rosario y bordando, porque su padre creía que la ignorancia garantiza la sumisión de las mujeres y de los pobres. Escasamente dominaba los rudimentos de la escritura y la aritmética, no leyó un libro en su vida y sumaba con los dedos —nunca restaba— pero todo lo que tocaban sus manos se convertía en fortuna. De no haber sido por sus hijos y parientes botaratas, habría muerto con el esplendor de una emperatriz. En esos años se construía el ferrocarril para unir el este y el oeste de los Estados Unidos. Mientras todo el mundo invertía en acciones de las dos compañías y apostaba a cuál colocaba los rieles más rápido, ella, indiferente a esa carrera frívola, tendió un mapa sobre la mesa del comedor y estudió con paciencia de topógrafo el futuro recorrido del tren y los lugares donde había agua en abundancia. Mucho antes de que los humildes peones chinos pusieran el último clavo uniendo las vías del tren en Promotory, Utah, y que la primera locomotora cruzara el continente con su estrépito de hierros, su humareda volcánica y su bramido de naufragio, convenció a su marido de que comprara tierras en los sitios marcados en su mapa con cruces de tinta roja.
—Allí fundarán los pueblos, porque hay agua, y en cada uno nosotros tendremos un almacén, —explicó.
—Es mucha plata —exclamó Feliciano espantado.
—Consíguela prestada, para eso son los bancos. ¿Por qué vamos a arriesgar el dinero propio si podemos disponer del ajeno? —Replicó Paulina, como siempre alegaba en estos casos.
En eso estaban, negociando con los bancos y comprando terrenos a través de medio país, cuando estalló el asunto de la concubina. Se trataba de una actriz llamada Amanda Lowell, una escocesa comestible, de carnes lechosas, ojos de espinaca y sabor de durazno, según aseguraban quienes la habían probado. Cantaba y bailaba mal, pero con brío, actuaba en comedias de poca monta y animaba fiestas de magnates. Poseía una culebra de origen panameño, larga, gorda y mansa, pero de espeluznante aspecto, que se enrollaba en su cuerpo durante sus danzas exóticas y que nunca dio muestras de mal carácter hasta una noche desventurada en que ella se presentó con una diadema de plumas en el peinado y el animal, confundiendo el tocado con un loro distraído, estuvo a punto de estrangular a su ama en el empeño de tragárselo.
La bella Lowell estaba lejos de ser una más de las miles de «palomas mancilladas» de la vida galante de California; era una cortesana altiva cuyos favores no se conseguían sólo con dinero sino también con buenos modales y encanto. Mediante la generosidad de sus protectores vivía bien y le sobraban medios para ayudar a una caterva de artistas sin talento; estaba condenada a morir pobre, porque gastaba como un país y regalaba el sobrante. En la flor de su juventud perturbaba el tráfico en la calle con la gracia de su porte y su roja cabellera de león, pero su gusto por el escándalo había malogrado su suerte: en un arrebato podía desbaratar un buen nombre y una familia. A Feliciano el riesgo le pareció un incentivo más; tenía alma de corsario y la idea de jugar con fuego lo sedujo tanto como las soberbias nalgas de la Lowell. La instaló en un apartamento en pleno centro, pero jamás se presentaba en público con ella, porque conocía de sobra el carácter de su esposa, quien en un ataque de celos había tijereteado piernas y mangas de todos sus trajes y se los había tirado en la puerta de su oficina. Para un hombre tan elegante como él, que encargaba su ropa al sastre del príncipe Alberto en Londres, aquello fue un golpe mortal.
En San Francisco, ciudad masculina, la esposa era siempre la última en enterarse de una infidelidad conyugal, pero en este caso fue la propia Lowell quien la divulgó. Apenas su protector daba vuelta la espalda, marcaba con rayas los pilares de su lecho, una por cada amante recibido. Era una coleccionista, no le interesaban los hombres por sus méritos particulares, sino el número de rayas; pretendía superar el mito de la fascinante Lola Montez, la cortesana irlandesa que había pasado por San Francisco como una exhalación en los tiempos de la fiebre del oro. El chisme de las rayas de la Lowell corría de boca en boca y los caballeros se disputaban por visitarla, tanto por los encantos de la bella, a quien muchos de ellos ya conocían en el sentido bíblico, como por la gracia de acostarse con la mantenida de uno de los próceres de la ciudad. La noticia alcanzó a Paulina del Valle cuando ya había dado la vuelta completa por California.
—¡Lo más humillante es que esa chusca te pone cuernos y todo el mundo anda comentando que estoy casada con un gallo capón! —Increpó Paulina a su marido en el lenguaje de sarraceno que solía emplear en esas ocasiones.
Feliciano Rodríguez de Santa Cruz nada sabía de aquellas actividades de la coleccionista y el disgusto casi lo mata. Jamás imaginó que amigos, conocidos y otros que le debían inmensos favores, se burlaran así de él. En cambio, no culpó a su querida, porque aceptaba resignado las veleidades del sexo opuesto, criaturas deliciosas pero sin estructura moral, siempre listas para ceder a la tentación. Mientras ellas pertenecían a la tierra, el humus, la sangre y las funciones orgánicas, ellos estaban destinados al heroísmo, las grandes ideas y, aunque no era su caso, a la santidad.
Confrontado por su esposa se defendió como pudo y en una tregua aprovechó para echarle en cara el pestillo con que trancaba la puerta de su pieza. ¿Pretendía que un hombre como él viviera en la abstinencia? Todo era su culpa por haberlo rechazado, alegó. Lo del pestillo era cierto, Paulina había renunciado a los desenfrenos carnales, no por falta de ganas, como me confesó cuarenta años más tarde, sino por pudor. Le repugnaba mirarse en el espejo y dedujo que cualquier hombre sentiría lo mismo al verla desnuda. Recordaba exactamente el momento cuando tomó conciencia de que su cuerpo se estaba convirtiendo en su enemigo. Unos años antes, al regresar Feliciano de un largo viaje de negocios a Chile, la cogió por la cintura y con el mismo rotundo buen humor de siempre quiso levantarla del suelo para llevarla a la cama, pero no pudo moverla.
—¡Carajo, Paulina! ¿Tienes piedras en los calzones? —se rio.
—Es grasa —suspiró ella tristemente.
—¡Quiero verla!
—De ninguna manera. De ahora en adelante sólo podrás venir a mi pieza de noche y con la lámpara apagada.
Durante un tiempo esos dos, que se habían amado sin pudicia, hicieron el amor a oscuras. Paulina se mantuvo impermeable a las súplicas y rabietas de su marido, quien no se conformó nunca con encontrarla debajo de un cerro de trapos en la negrura del cuarto, ni con abrazarla con prisa de misionero mientras ella le sujetaba las manos para que no le palpara las carnes. El tira y afloja los dejaba extenuados y con los nervios al rojo vivo. Por fin, con el pretexto del traslado a la nueva mansión de Nob Hill, Paulina instaló a su marido en el otro extremo de la casa y trancó la puerta de su habitación.
El disgusto por su propio cuerpo superaba el deseo que sentía por su marido. Su cuello desaparecía tras la doble papada, los senos y la barriga eran un solo promontorio de monseñor, sus pies no la sostenían más de unos minutos, no podía vestirse sola o abrocharse los zapatos; pero con sus vestidos de seda y sus espléndidas joyas, como se presentaba casi siempre, resultaba un espectáculo prodigioso. Su mayor preocupación era el sudor entre sus rollos y solía preguntarme en susurros si olía mal, pero jamás percibí en ella otro aroma que el de agua de gardenias y talco. Contraria a la creencia tan difundida entonces de que el agua y el jabón arruinan los bronquios, ella pasaba horas flotando en su bañera de hierro esmaltado, donde volvía a sentirse liviana como en su juventud.
Se había enamorado de Feliciano cuando este era un joven guapo y ambicioso, dueño de unas minas de plata en el norte de Chile. Por ese amor desafió la ira de su padre, Agustín del Valle, quien figura en los textos de historia de Chile como el fundador de un minúsculo y cicatero partido político ultra conservador, desaparecido hace más de dos décadas, pero que cada tanto vuelve a resucitar como una desplumada y patética ave fénix. El mismo amor por ese hombre la sostuvo cuando decidió prohibirle la entrada a su alcoba a una edad en que su naturaleza clamaba más que nunca por un abrazo. A diferencia de ella, Feliciano maduraba con gracia. El cabello se le había vuelto gris, pero seguía siendo el mismo hombronazo alegre, apasionado y botarata.
A Paulina le gustaba su vena vulgar, la idea de que ese caballero de retumbantes apellidos provenía de judíos sefarditas y bajo sus camisas de seda con iniciales bordadas lucía un tatuaje de perdulario adquirido en el puerto durante una borrachera. Ansiaba oír de nuevo las porquerías que él le susurraba en los tiempos cuando todavía chapaleaban en la cama con las lámparas encendidas y habría dado cualquier cosa por dormir una vez más con la cabeza apoyada sobre el dragón azul grabado con tinta indeleble en el hombro de su marido. Nunca creyó que él deseaba lo mismo. Para Feliciano ella fue siempre la novia atrevida con quien se fugó en la juventud, la única mujer que admiraba y temía. Se me ocurre que esa pareja no dejó de amarse, a pesar de la fuerza ciclónica de sus peleas, que dejaban a todos en la casa temblando. Los abrazos que antes los hicieran tan felices se trocaron en combates que culminaban en treguas a largo plazo y venganzas memorables, como la cama florentina, pero ningún agravio destruyó su relación y hasta el final, cuando él cayó herido de muerte por una apoplejía, estuvieron unidos por una envidiable complicidad de truhanes.
Una vez que el capitán John Sommers se aseguró de que el mueble mítico estaba sobre la carreta y el cochero entendía sus instrucciones, partió a pie en dirección a Chinatown, como hacía en cada una de sus visitas a San Francisco. Esta vez, sin embargo, los bríos no le alcanzaron y a las dos cuadras debió llamar un coche de alquiler. Se montó con esfuerzo, indicó la dirección al conductor y se recostó en el asiento, jadeando. Hacía un año que habían empezado los síntomas, pero en las últimas semanas se habían agudizado; las piernas apenas lo sostenían y la cabeza se le llenaba de bruma, debía luchar sin reposo contra la tentación de abandonarse a la algodonosa indiferencia que iba invadiendo su alma. Su hermana Rose había sido la primera en advertir que algo andaba mal, cuando él todavía no sentía dolor. Pensaba en ella con una sonrisa: era la persona más cercana y querida, el norte de su existencia trashumante, más real en su afecto que su hija Eliza o cualquiera de las mujeres que abrazó en su largo peregrinaje de puerto en puerto.
Rose Sommers había pasado su juventud en Chile, junto a su hermano mayor, Jeremy; pero a la muerte de este regresó a Inglaterra para envejecer en tierra propia. Residía en Londres, en una casita a pocas cuadras de los teatros y de la opera, un barrio algo venido a menos, donde podía vivir a su regalado antojo. Ya no era la pulcra ama de llaves de su hermano Jeremy, ahora podía dar rienda suelta a su vena excéntrica. Solía vestirse de actriz en desgracia para tomar té en el Savoy o de condesa rusa para pasear su perro, era amiga de mendigos y músicos callejeros, gastaba su dinero en baratijas y caridades. «Nada hay tan liberador como la edad», decía contando sus arrugas, feliz. «No es la edad, hermana, sino la situación económica que te has labrado con tu pluma», replicaba John Sommers.
Esa venerable solterona de pelo blanco había hecho una pequeña fortuna escribiendo pornografía. Lo más irónico, pensaba el capitán, era que justamente ahora que Rose no tenía necesidad de ocultarse, como cuando vivía a la sombra de su hermano Jeremy, había dejado de escribir cuentos eróticos y se dedicaba a producir novelas románticas a un ritmo agobiador y con un éxito inusitado. No había mujer cuya lengua madre fuera el inglés, incluyendo la reina Victoria, que no hubiera leído al menos uno de los romances de la Dama Rose Sommers.
El título distinguido no hizo más que legalizar una situación que Rose había tomado por asalto desde hacía años. Sí la Reina Victoria hubiera sospechado que su autora preferida, a quien otorgó personalmente la condición de Dama, era responsable de una vasta colección de literatura indecente firmada por Una Dama Anónima, habría sufrido un soponcio. El capitán opinaba que la pornografía era deliciosa, pero esas novelas de amor eran basura. Se encargó durante años de publicar y distribuir los cuentos prohibidos que Rose producía bajo las narices de su hermano mayor, quien murió convencido de que ella era una virtuosa señorita sin otra misión que hacerle la vida agradable. «Cuídate, John, mira que no puedes dejarme sola en este mundo. Estás adelgazando y tienes un color raro», le había repetido Rose a diario cuando el capitán la visitó en Londres. Desde entonces una implacable metamorfosis estaba transformándolo en un lagarto.
Tao-Chien terminaba de quitar sus agujas de acupuntura de las orejas y brazos de un paciente, cuando su ayudante le avisó que su suegro acababa de llegar. El zhong-yi colocó cuidadosamente las agujas de oro en alcohol puro, se lavó las manos en una palangana, se puso su chaqueta y salió a recibir al visitante, extrañado de que Eliza no le hubiera advertido que su padre llegaba ese día. Cada visita del capitán Sommers provocaba una conmoción. La familia lo esperaba ansiosa, sobre todo los niños, que no se cansaban de admirar los regalos exóticos y de oír los cuentos de monstruos marinos y piratas malayos de aquel abuelo colosal. Alto, macizo, con la piel curtida por la sal de todos los mares, barba montaraz, vozarrón de trueno e inocentes ojos azules de bebé, el capitán resultaba una figura imponente en su uniforme azul, pero el hombre que Tao-Chien vio sentado en un sillón de su clínica estaba tan disminuido, que tuvo dificultad en reconocerlo.
Lo saludó con respeto, no había logrado superar el hábito de inclinarse ante él a la usanza china. Había conocido a John Sommers en su juventud, cuando trabajaba de cocinero en su barco. «A mi me tratas de señor. ¿Entendido, chino?», le había ordenado este la primera vez que le habló. Entonces ambos teníamos el pelo negro, pensó Tao-Chien con una punzada de congoja ante el anuncio de la muerte. El inglés se puso de pie trabajosamente, le dio la mano y luego lo estrechó en un breve abrazo. El zhong-yi comprobó que ahora él era el más alto y pesado de los dos.
—¿Sabe Eliza que usted venía hoy, señor? —preguntó.
—No. Usted y yo debemos hablar a solas Tao. Me estoy muriendo.
El zhong-yi así lo había comprendido apenas lo vio. Sin decir palabra lo guio hasta el consultorio, donde lo ayudó a desvestirse y tenderse en una camilla. Su suegro desnudo tenía un aspecto patético: la piel gruesa, seca, de un color cobrizo, las uñas amarillas, los ojos inyectados en sangre, el vientre hinchado. Empezó por auscultarlo y luego le tomó el pulso en las muñecas, el cuello y los tobillos para cerciorarse de lo que ya sabía.
—Tiene el hígado destrozado, señor. ¿Sigue bebiendo?
—No puede pedirme que abandone un hábito de toda la vida, Tao. ¿Cree que alguien puede aguantar el oficio de marinero sin un trago de vez en cuando?
Tao-Chien sonrió. El inglés bebía media botella de ginebra en los días normales y una entera si había algo que lamentar o celebrar, sin que pareciera afectarlo en lo más mínimo; ni siquiera olía a licor, porque el fuerte tabaco de mala clase impregnaba su ropa y su aliento.
—Además, ya es tarde para arrepentirme, ¿verdad? —Agregó John Sommers.
—Puede vivir un poco más y en mejores condiciones si deja de beber. ¿Por qué no toma un descanso? Venga a vivir con nosotros por un tiempo, Eliza y yo lo cuidaremos hasta que se reponga —propuso el zhong-yi sin mirarlo, para que el otro no percibiera su emoción. Como tantas veces le ocurría en su oficio de médico, debía luchar contra la sensación de terrible impotencia que solía abrumarlo al confirmar cuán escasos eran los recursos de su ciencia y cuán inmenso el padecer ajeno.
—¡Cómo se le ocurre que voy a ponerme voluntariamente en manos de Eliza para que me condene a la abstinencia! ¿Cuánto tiempo me queda, Tao? —preguntó John Sommers.
—No puedo decirlo con certeza. Debería consultar otra opinión.
—La suya es la única opinión que me merece respeto. Desde que usted me sacó una muela sin dolor a medio camino entre Indonesia y la costa del África, ningún otro médico ha puesto sus malditas manos sobre mí.
—¿Cuánto hace de eso?
—Unos quince años.
—Agradezco su confianza, señor.
—¿Sólo quince años? ¿Por qué me parece que nos hemos conocido toda la vida?
—Tal vez nos conocimos en otra existencia.
—La reencarnación me da terror, Tao. Imagínese que en mi próxima vida me toque ser musulmán. ¿Sabía que esa pobre gente no bebe alcohol?
—Ese es seguramente su karma. En cada reencarnación debemos resolver lo que dejamos inconcluso en la anterior —se burló Tao.
—Prefiero el infierno cristiano, es menos cruel. Bueno, nada de esto le diremos a Eliza —concluyó John Sommers mientras se ponía la ropa, luchando con los botones que escapaban de sus dedos temblorosos—. Como esta puede ser mi última visita, es justo que ella y mis nietos me recuerden alegre y sano. Me voy tranquilo, Tao, porque nadie podría cuidar a mi hija Eliza mejor que usted.
—Nadie podría amarla más que yo, señor.
—Cuando yo no esté, alguien deberá ocuparse de mi hermana. Usted sabe que Rose fue como una madre para Eliza…
—No se preocupe, Eliza y yo estaremos siempre pendientes de ella —le aseguró su yerno.
—La muerte… quiero decir… ¿será con rapidez y dignidad? ¿Cómo sabré cuándo llega el fin?
—Cuando vomite sangre, señor —dijo Tao-Chien tristemente.
Ocurrió tres semanas más tarde, en medio del Pacífico, en la privacidad del camarote del capitán. Apenas pudo ponerse de pie, el viejo navegante limpió los rastros del vómito, se enjuagó la boca, se cambió la camisa ensangrentada, encendió su pipa y se fue a la proa del barco, donde se instaló a mirar por última vez las estrellas titilando en un cielo de terciopelo negro. Varios marineros lo vieron y esperaron a la distancia, con las gorras en la mano. Cuando se le terminó el tabaco, el capitán John Sommers pasó las piernas por encima de la borda y se dejó caer sin ruido al mar.
Severo del Valle conoció a Lynn Sommers durante un viaje que hizo con su padre de Chile a California en 1872, para visitar a sus tíos Paulina y Feliciano, quienes protagonizaban los mejores chismes de la familia. Severo había visto un par de veces a su tía Paulina durante sus esporádicas apariciones en Valparaíso, pero hasta que no la conoció en su ambiente norteamericano, no comprendió los suspiros de cristiana intolerancia de su familia. Lejos del medio religioso y conservador de Chile, del abuelo Agustín clavado en su sillón de paralítico, de la abuela Emilia con sus encajes lúgubres y sus lavativas de linaza, del resto de sus parientes envidiosos y timoratos, Paulina alcanzaba sus verdaderas proporciones de amazona. En el primer viaje, Severo del Valle era demasiado joven para medir el poder o la fortuna de esa pareja de tíos célebres, pero no se le escaparon las diferencias entre ellos y el resto de la tribu Del Valle. Fue al regresar años más tarde, cuando comprendió que se contaban entre las familias más ricas de San Francisco, junto a los magnates de la plata, el ferrocarril, los bancos y el transporte. En ese primer viaje, a los quince años, sentado a los pies de la cama policromada de su tía Paulina, mientras ella planeaba la estrategia de sus guerras mercantiles, Severo decidió su propio futuro.
—Debieras hacerte abogado, para que me ayudes a demoler a mis enemigos con todas las de la ley —le aconsejó ese día Paulina, entre dos mordiscos de pastel de hojaldre con dulce de leche.
—Si, tía. Dice el abuelo Agustín que en toda familia respetable se necesita un abogado, un médico y un obispo —replicó el sobrino.
—También se necesita un cerebro para los negocios.
—El abuelo considera que el comercio no es oficio de hidalgos.
—Dile que la hidalguía no sirve para comer, que se la meta por el culo.
—El joven sólo había escuchado esa palabreja en boca del cochero de su casa, un madrileño escapado de una prisión en Tenerife, quien por razones incomprensibles también se cagaba en Dios y en la leche.
—¡Déjate de melindres, chiquillo, mira qué culo tenemos todos! —Exclamó Paulina muerta de risa al ver la expresión de su sobrino.
Esa misma tarde lo llevó a la pastelería de Eliza Sommers. San Francisco había deslumbrado a Severo al atisbarlo desde el barco: una ciudad luminosa instalada en un verde paisaje de colinas sembradas de árboles que descendían ondulantes hasta el borde de una bahía de aguas calmas. De lejos parecía severa, con su trazado español de calles paralelas y transversales, pero de cerca tenía el encanto de lo inesperado. Acostumbrado al aspecto somnoliento del puerto de Valparaíso, donde se había criado, el muchacho quedó aturdido ante la demencia de casas y edificios en variados estilos, lujo y pobreza, todo revuelto, como si hubiera sido levantado de prisa. Vio un caballo muerto y cubierto de moscas frente a la puerta de una elegante tienda que ofrecía violines y pianos de cola. Entre el tráfico ruidoso de animales y coches se abría paso una muchedumbre cosmopolita: americanos, hispanos, franceses, irlandeses, italianos, alemanes, algunos indios y antiguos esclavos negros ahora libres, pero siempre rechazados y pobres. Dieron una vuelta por Chinatown y en un abrir y cerrar de ojos se encontraron en un país poblado de celestiales, como llamaban a los chinos, que el cochero apartaba con chasquidos de su fusta mientras conducía el fichare a la Plaza de la Unión. Se detuvo ante una casa de estilo victoriano, sencilla en comparación a los desvaríos de molduras, relieves y rosetones que solían verse por esos lados.
—Este es el salón de té de la señora Sommers, el único por estos lados —aclaró Paulina—. Puedes tomar café donde quieras, pero para una taza de té debes venir aquí. Los yanquis abominan de este noble brebaje desde la Guerra de Independencia, que empezó cuando los rebeldes quemaron el té de los ingleses en Boston.
—Pero ¿no hace como un siglo de eso?
—Ya ves, Severo, lo estúpido que puede ser el patriotismo.
No era el té la causa de las frecuentes visitas de Paulina a ese salón, sino la famosa pastelería de Eliza Sommers, que impregnaba el interior con una fragancia deliciosa de azúcar y vainilla. La casa, de las muchas importadas de Inglaterra en los primeros tiempos de San Francisco, con un manual de instrucciones para armarla como un juguete, tenía dos pisos coronados por una torre, que le daba un aire de iglesia campestre. En el primer piso habían juntado dos habitaciones para ampliar el comedor, había varios sillones de patas torcidas y cinco mesitas redondas con manteles blancos. En el segundo piso se vendían cajas de bombones hechos a mano con el mejor chocolate belga, mazapán de almendra y varias clases de dulces criollos de Chile, los favoritos de Paulina del Valle. Servían dos empleadas mexicanas de largas trenzas, albos delantales y cofias almidonadas, dirigidas telepáticamente por la pequeña señora Sommers, quien daba la impresión de existir apenas, en contraste con la impetuosa presencia de Paulina. La moda acinturada y con espumosos pollerines favorecía a la primera, en cambio multiplicaba el volumen de la segunda; además Paulina del Valle no ahorraba en telas, flecos, pompones y plisados. Ese día iba ataviada de abeja reina, en amarillo y negro de la cabeza a los pies, con un sombrero terminado en plumas y un corpiño a rayas. Muchas rayas. Invadía el salón, se tragaba todo el aire y con cada desplazamiento suyo las tazas tintineaban y las frágiles paredes de madera gemían. Al verla entrar, las criadas corrieron a cambiar una de las delicadas sillas enjuncadas por un sillón más sólido, donde la dama se acomodó con gracia. Se movía con cuidado, pues consideraba que nada afea tanto como la prisa; también evitaba los ruidos de vieja, jamás dejaba escapar en público jadeos, toses, crujidos o suspiros de cansancio, aunque los pies estuvieran matándola. «No quiero tener voz de gorda», decía, y hacía gárgaras diarias de jugo de limón con miel para mantener la voz delgada. Eliza Sommers, menuda y derecha como un sable, vestida con una falda azul oscuro y una blusa color melón abotonada en los puños y el cuello, con un discreto collar de perlas como único adorno, parecía notablemente joven. Hablaba un español oxidado por falta de uso y el inglés con acento británico, saltando de una lengua a otra en la misma frase, tal como hacía Paulina.
La fortuna de la señora Del Valle y su sangre de aristócrata la colocaban muy por encima del nivel social de la otra. Una mujer que trabajaba por gusto sólo podía ser un marimacho, pero Paulina sabía que Eliza ya no pertenecía al medio en que se había criado en Chile y no trabajaba por gusto, sino por necesidad. Había oído también que vivía con un chino, pero su demoledora indiscreción nunca le alcanzó para preguntárselo directamente.
—La señora Eliza Sommers y yo nos conocimos en Chile en 1840; entonces ella tenía ocho años y yo dieciséis, pero ahora somos de la misma edad —explicó Paulina a su sobrino.
Mientras las empleadas servían té, Eliza Sommers escuchaba divertida el parloteo incesante de Paulina, interrumpido apenas para zamparse otro bocado. Severo se olvidó de ellas al descubrir en otra mesa a una preciosa niña pegando estampas en un álbum a la luz de las lámparas a gas y la suave claridad de los vitrales de la ventana, que la alumbraban con destellos dorados. Era Lynn Sommers, hija de Eliza, criatura de tan rara belleza que ya entonces, a los doce años, varios fotógrafos de la ciudad la usaban como modelo; su rostro ilustraba postales, afiches y calendarios de ángeles tocando la lira y ninfas traviesas en bosques de cartón piedra. Severo todavía estaba en la edad en que las niñas son un misterio más bien repelente para los muchachos, pero él se rindió a la fascinación; de pie a su lado la contempló boquiabierto sin comprender por qué le dolía el pecho y sentía deseos de llorar. Eliza Sommers lo sacó del trance llamándolos a tomar chocolate. La chiquilla cerró el álbum sin prestarle atención, como si no lo viera, y se levantó liviana, flotando. Se instaló frente a su taza de chocolate sin decir palabra ni alzar la vista, resignada a las miradas impertinentes del joven, plenamente consciente de que su aspecto la separaba del resto de los mortales. Sobrellevaba su belleza como una deformidad, con la secreta esperanza de que se le pasaría con el tiempo.
Unas semanas más tarde Severo se embarcó de vuelta a Chile con su padre, llevándose en la memoria la vastedad de California y la visión de Lynn Sommers plantada firmemente en el corazón.
Severo del Valle no volvió a ver a Lynn hasta varios años más tarde. Regresó a California a finales de 1876 a vivir con su tía Paulina, pero no inició su relación con Lynn hasta un miércoles de invierno en 1879 y entonces ya era demasiado tarde para los dos. En su segunda visita a San Francisco, el joven había alcanzado su altura definitiva, pero todavía era huesudo, pálido, desgarbado y andaba incómodo en su piel, como si le sobraran codos y rodillas. Tres años después, cuando se plantó sin voz delante de Lynn, ya era un hombre hecho y derecho, con las nobles facciones de sus antepasados españoles, la contextura flexible de un torero andaluz y el aire ascético de un seminarista. Mucho había cambiado en su vida desde la primera vez que viera a Lynn. La imagen de esa niña silenciosa con languidez de gato en reposo, lo acompañó durante los años difíciles de la adolescencia y en el dolor del duelo. Su padre, a quien había adorado, murió prematuramente en Chile y su madre, desconcertada ante ese hijo aún imberbe, pero demasiado lúcido e irreverente, lo envió a terminar sus estudios en un colegio católico de Santiago. Pronto, sin embargo, lo devolvieron a su casa con una carta explicando en secos términos que una manzana podrida en el barril corrompe a las demás, o algo por el estilo. Entonces la abnegada madre hizo una peregrinación de rodillas a una gruta milagrosa, donde la Virgen, siempre ingeniosa, le sopló la solución: mandarlo al servicio militar para que un sargento se hiciera cargo del problema. Durante un año Severo marchó con la tropa, soportó el rigor y la estupidez del regimiento y salió con rango de oficial de reserva, decidido a no acercarse a un cuartel nunca más en su vida. No bien puso los pies en la calle volvió a sus antiguas amistades y a sus erráticos raptos de humor. Esta vez sus tíos tomaron cartas en el asunto. Se reunieron en consejo en el austero comedor de la casa del abuelo Agustín, en ausencia del joven y su madre, quienes carecían de voto en la mesa patriarcal. En esa misma habitación, treinta y cinco años antes Paulina del Valle con la cabeza afeitada y una tiara de diamantes, había desafiado a los hombres de su familia para casarse con Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, el hombre escogido por ella. Allí se presentaban ahora ante el abuelo las pruebas contra Severo: se negaba a confesarse y comulgar, salía con bohemios, se habían descubierto en su poder libros de la lista negra; en pocas palabras, sospechaban que había sido reclutado por la masonería o, peor aún, por los liberales. Chile pasaba por un periodo de luchas ideológicas irreconciliables y en la medida en que los liberales ganaban puestos en el gobierno, crecía la ira de los ultra conservadores imbuidos de fervor mesiánico, como los Del Valle, que pretendían implantar sus ideas a punta de anatemas y balas, aplastar a masones y anticlericales, y acabar de una vez por todas con los liberales. Los del Valle no estaban dispuestos a tolerar un disidente de su propia sangre en el seno mismo de la familia. La idea de enviarlo a Estados Unidos fue del abuelo Agustín: «los yanquis le curarán las ganas de andar metiendo bulla», pronosticó. Lo embarcaron rumbo a California sin pedir su opinión, vestido de luto, con el reloj de oro de su difunto padre en el bolsillo del chaleco, un escueto equipaje, que incluía un gran Cristo coronado de espinas, y una carta sellada para sus tíos Feliciano y Paulina.
Las protestas de Severo fueron meramente formales, porque ese viaje calzaba con sus propios planes. Sólo le pesaba separarse de Nívea, la muchacha a la cual todo el mundo esperaba que desposara algún día, de acuerdo a la vieja costumbre de la oligarquía chilena de casarse entre primos. Se ahogaba en Chile. Había crecido preso en una maraña de dogmas y prejuicios, pero el contacto con otros estudiantes en el colegio de Santiago le abrió la imaginación y despertó en él un fulgor patriótico. Hasta entonces creía que había sólo dos clases sociales, la suya y la de los pobres, separadas por una imprecisa zona gris de funcionarios y otros «chilenitos del montón», como los llamaba su abuelo Agustín. En el cuartel se dio cuenta de que los de su clase, con piel blanca y poder económico, eran apenas un puñado; la vasta mayoría era mestiza y pobre; pero en Santiago descubrió que existía también una pujante clase media numerosa, educada y con ambiciones políticas, que era en realidad la columna vertebral del país, donde se contaban inmigrantes escapados de guerras o miserias, científicos, educadores, filósofos, libreros, gente con ideas avanzadas. Quedó pasmado con la oratoria de sus nuevos amigos, como quien se enamora por primera vez. Deseaba cambiar a Chile, darle vuelta por completo, purificarlo. Se convenció de que los conservadores —salvo los de su propia familia, que a sus ojos no actuaban por maldad sino por error— pertenecían a las huestes de Satanás, en el caso hipotético de que Satanás fuera algo más que una pintoresca invención, y se dispuso a participar en política apenas pudiera adquirir independencia. Comprendía que faltaban algunos años para eso, por lo mismo consideró el viaje a los Estados Unidos como un soplo de aire fresco; podría observar la envidiable democracia de los norteamericanos y aprender de ella, leer lo que le diera la gana sin preocuparse de la censura católica y enterarse de los avances de la modernidad. Mientras en el resto del mundo se destronaban monarquías, nacían nuevos estados, se colonizaban continentes y se inventaban maravillas, en Chile el parlamento discutía sobre el derecho de los adúlteros a ser enterrados en cementerios consagrados. Delante de su abuelo no se permitía mencionar la teoría de Darwin, que estaba revolucionando el conocimiento humano, en cambio se podía perder una tarde discutiendo improbables milagros de santos y mártires. El otro incentivo para el viaje era el recuerdo de la pequeña Lynn Sommers, que se atravesaba con abrumadora perseverancia en su afecto por Nívea, aunque él no lo admitiera ni en lo más secreto de su alma. Severo del Valle no supo cuándo ni cómo surgió la idea de casarse con Nívea, tal vez no lo decidieron ellos, sino la familia, pero ninguno de los dos se rebeló contra ese destino porque se conocían y se amaban desde la infancia. Nívea pertenecía a una rama de la familia que había sido adinerada cuando el padre vivía, pero a su muerte la viuda empobreció. Un tío de fortuna, que habría de ser figura prominente en tiempos de la guerra, don Francisco José Vergara, ayudó a educar a esos sobrinos. «No hay peor pobreza que la de la gente venida a menos, porque se debe aparentar lo que no se tiene», había confesado Nívea a su primo Severo en uno de esos momentos de súbita lucidez que la caracterizaban. Era cuatro años menor, pero mucho más madura; fue ella quien marcó el tono de ese cariño de niños, conduciéndolo con mano firme a la relación romántica que compartían cuando Severo partió a los Estados Unidos. En los caserones enormes donde transcurrían sus vidas sobraban rincones perfectos para amarse. Tanteando en las sombras, los primos descubrieron con torpeza de cachorros los secretos de sus cuerpos. Se acariciaban con curiosidad, averiguando las diferencias, sin saber por qué él tenía esto y ella aquello, aturdidos por el pudor y la culpa, siempre callados, porque lo que no formulaban en palabras era como si no hubiera sucedido y fuera menos pecado. Se exploraban de prisa y asustados, conscientes de que no podrían admitir esos juegos de primos ni en el confesionario, aunque por ello se condenaran al infierno. Había mil ojos espiándolos. Las viejas criadas que los vieran nacer protegían esos inocentes amores, pero las tías solteras velaban como cuervos; nada escapaba a esos ojos secos cuya única función era registrar cada instante de la vida familiar, a esas lenguas crepusculares que divulgaban los secretos y aguzaban las querellas, aunque siempre en el seno del clan. Nada salía de las paredes de esas casas. El primer deber de todos era preservar el honor y buen nombre de la familia. Nívea se había desarrollado tarde y a los quince años todavía tenía cuerpo de niña y un rostro inocente, nada en su aspecto revelaba la fuerza de su carácter: de corta estatura, regordeta, con grandes ojos oscuros como único rasgo memorable, parecía insignificante hasta que abría la boca. Mientras sus hermanas se ganaban el cielo leyendo libros píos, ella leía a escondidas los artículos y libros que su primo Severo le pasaba bajo la mesa y los clásicos que le prestaba su tío José Francisco Vergara. Cuando casi nadie hablaba de eso en su medio social, ella sacó de la manga la idea del sufragio femenino. La primera vez que lo mencionó en un almuerzo de familia, en casa de don Agustín del Valle, se produjo una deflagración de espanto. «¿Cuándo van a votar las mujeres y los pobres en este país?», preguntó Nívea de sopetón, sin acordarse de que los niños no abrían la boca en presencia de los adultos. El viejo patriarca Del Valle dio un puñetazo sobre la mesa que hizo volar las copas y le ordenó ir de inmediato a confesarse.
Nívea cumplió calladamente la penitencia impuesta por el sacerdote y anotó en su diario, con su pasión habitual, que no pensaba descansar hasta conseguir derechos elementales para las mujeres, aunque la expulsaran de su familia. Había tenido la suerte de contar con una maestra excepcional, sor María Escapulario, una monja con un corazón de leona escondido bajo el hábito, quien había notado la inteligencia de Nívea. Ante esa muchacha que todo lo absorbía con avidez, que cuestionaba lo que ni ella misma se había preguntado nunca, que la desafiaba con un razonamiento inesperado para sus años, y que parecía a punto de estallar de vitalidad y salud dentro de su horrendo uniforme, la monja se sentía recompensada como maestra. Nívea valía por si sola el esfuerzo de haber enseñado por años a una multitud de niñas ricas con mente pobre. Por cariño hacia ella, sor María Escapulario violaba sistemáticamente el reglamento del colegio, creado con el propósito especifico de convertir a las alumnas en criaturas dóciles. Mantenía con ella conversaciones que hubieran espantado a la madre superiora y al director espiritual del colegio.
—Cuando yo tenía tu edad había sólo dos alternativas: casarse o entrar al convento —dijo sor María Escapulario.
—¿Por qué eligió lo segundo, madre?
—Porque me daba más libertad. Cristo es un esposo tolerante…
—Las mujeres estamos fritas, madre. Tener hijos y obedecer, nada más —suspiro Nívea.
—No tiene que ser así. Tú puedes cambiar las cosas —replicó la monja.
—¿Yo sola?
—Sola no, hay otras chicas como tú, con dos dedos de frente. Leí en un periódico que ahora hay algunas mujeres que son médicos, imagínate.
—¿Dónde?
—En Inglaterra.
Eso está muy lejos.
—Cierto, pero si ellas pueden hacerlo allá, algún día se podrá hacer en Chile. No te desanimes, Nívea.
—Mi confesor dice que pienso mucho y rezo poco, madre.
—Dios te dio cerebro para usarlo; pero te advierto que el camino de la rebelión está sembrado de peligros y dolores, se requiere mucho valor para recorrerlo. No está de más pedir a la Divina Providencia que te ayude un poco… —la aconsejó sor María Escapulario. Tan firme llegó a ser la determinación de Nívea, que escribió en su diario que renunciaría al matrimonio para dedicarse por completo a la lucha por el sufragio femenino. Ignoraba que tal sacrificio no sería necesario, pues se casaría por amor con un hombre que la secundaría en sus propósitos políticos.
Severo subió al barco con aire agraviado para que sus parientes no sospecharan lo contento que estaba de irse de Chile —no fueran a cambiar de idea— y se dispuso a sacar el mayor provecho posible a esa aventura. Se despidió de su prima Nívea con un beso robado, después de jurarle que le enviaría libros interesantes por medio de un amigo, para eludir la censura de la familia, y que le escribiría cada semana. Ella se había resignado a una separación de un año, sin sospechar que él había hecho planes para quedarse en los Estados Unidos el mayor tiempo posible. Severo no quiso amargar más la despedida anunciando esos propósitos, ya se lo explicaría a Nívea por carta, decidió. De todos modos ambos estaban demasiado jóvenes para casarse. La vio de pie en el muelle de Valparaíso, rodeada por el resto de la familia, con su vestido y su bonete color aceituna, haciéndole adiós con la mano y sonriendo a duras penas. «No llora y no se queja, por eso la amo y la amaré siempre», dijo Severo en voz alta contra el viento, dispuesto a vencer las veleidades de su corazón y las tentaciones del mundo a punta de tenacidad. «Virgen Santísima, devuélvemelo sano y salvo», suplicó Nívea, mordiéndose los labios, vencida por el amor, sin acordarse para nada que había jurado permanecer célibe hasta cumplir su deber de sufragista.
El joven Del Valle manoseó la carta de su abuelo Agustín desde Valparaíso hasta Panamá, desesperado por abrirla, pero sin atreverse a hacerlo, porque le habían inculcado a sangre y fuego que ningún caballero pone ojo en carta ni mano en plata. Finalmente la curiosidad pudo más que el pundonor —se trataba de su destino, razonó— y con la navaja de afeitar rompió cuidadosamente el sello, luego expuso el sobre al vapor de una tetera y lo abrió con mil precauciones. Así descubrió que los planes del abuelo incluían mandarlo a una escuela militar norteamericana. Era una lástima, agregaba el abuelo, que Chile no estuviera en guerra con algún país vecino, para que su nieto se hiciera hombre con las armas en la mano, como era debido. Severo tiró la carta al mar y escribió otra en sus propios términos, la colocó dentro del mismo sobre y vertió laca derretida sobre el sello roto.
En San Francisco su tía Paulina lo esperaba en el muelle acompañada por dos lacayos y Williams, su pomposo mayordomo. Iba ataviada con un sombrero de disparate y una profusión de velos volando al viento, que de no haber sido ella tan pesada la habrían elevado por los aires. Se echó a reír a gritos cuando vio al sobrino descender por la plancha con el Cristo en brazos, luego lo estrechó contra su pecho de soprano, ahogándolo en la montaña de sus senos y en su perfume de gardenias.
—Lo primero será deshacernos de esa monstruosidad —dijo señalando al Cristo—. También habrá que comprarte ropa, nadie anda en esa facha por estos lados —agregó.
—Este traje era de mi papá —aclaró Severo, humillado.
—Se nota, pareces un enterrador —comentó Paulina y apenas lo hubo dicho recordó que no hacía mucho que el muchacho había perdido a su padre—. Perdóname, Severo, no quise ofenderte. Tu padre era mi hermano preferido, el único en la familia con el cual se podía hablar.
—Me ajustaron algunos de sus trajes, para no perderlos —explicó Severo con la voz quebrada.
—Empezamos mal. ¿Puedes perdonarme?
—Está bien, tía.
A la primera oportunidad que se presentó, el joven le pasó la falsa carta del abuelo Agustín. Ella le echó una mirada más bien distraída.
—¿Qué decía la otra? —preguntó.
Con las orejas coloradas, Severo intentó negar lo que había hecho, pero ella no le dio tiempo de enredarse en mentiras.
—Yo habría hecho lo mismo, sobrino. Quiero saber qué decía la carta de mi padre para contestarle, no para hacerle caso.
—Que me mande a una escuela militar o a la guerra, si es que hay una por estos lados.
—Llegas tarde, ya la hubo. Pero ahora están masacrando a los indios, en caso que te interese. No se defienden mal los indios; fíjate que acaban de matar al general Custer y a más de doscientos soldados del Séptimo de Caballería en Wyoming. No se habla de otra cosa. Dicen que un indio llamado lluvia en la Cara, mira qué nombre tan poético, había jurado vengarse del hermano del general Custer y que en esa batalla le arrancó el corazón y se lo devoró. ¿Todavía tienes ganas de ser soldado? —se rio entre dientes Paulina del Valle.
—Nunca he querido ser militar, esas son ideas del abuelo Agustín.
—En la carta que falsificaste dice que quieres ser abogado, veo que el consejo que te di años atrás no cayó en el vacío. Así me gusta, niño. Las leyes americanas no son como las chilenas, pero eso es lo de menos. Serás abogado. Entrarás de aprendiz al mejor bufete de California, para algo han de servir mis influencias —aseguró Paulina.
—Estaré en deuda con usted por el resto de mi vida, tía —dijo Severo, impresionado.
—Cierto. Espero que no se te olvide, mira que la vida es larga y nunca se sabe cuándo tendré necesidad de pedirte un favor.
—Cuente conmigo, tía.
Al otro día Paulina del Valle se presentó con Severo en la oficina de sus abogados, los mismos que la habían servido por más de veinticinco años ganando enormes comisiones, y les anunció sin preámbulos que esperaba ver a su sobrino trabajando con ellos a partir del lunes próximo para aprender el oficio. No pudieron negarse. La tía instaló al joven en su casa, en una asoleada habitación del segundo piso, le compró un buen caballo, le asignó una mesada, le puso un profesor de inglés y procedió a presentarlo en sociedad, porque según ella no había mejor capital que las conexiones.
—Dos cosas espero de ti, fidelidad y buen humor.
—¿No espera también que estudie?
—Ese es tu problema, muchacho. Lo que hagas con tu vida no me incumbe para nada.
Sin embargo, en los meses siguientes Severo comprobó que Paulina seguía de cerca sus progresos en la firma de abogados, llevaba la cuenta de sus amistades, contabilizaba sus gastos y conocía sus pasos incluso antes que él los diera. Cómo hacía para saber tanto, era un misterio, a menos que Williams, el impenetrable mayordomo, hubiera organizado una red de vigilancia. El hombre dirigía un ejército de criados, que hacían sus tareas como silenciosas sombras, vivían en un edificio separado al fondo del parque de la casa y tenían prohibido dirigir la palabra a los señores de la familia, salvo que fueran llamados. Tampoco podían hablar con el mayordomo sin pasar antes por el ama de llaves. A Severo le costó entender esas jerarquías, porque las cosas en Chile eran mucho más simples. Los patrones, aun los más déspotas como su abuelo, trataban a sus empleados con dureza, pero atendían sus necesidades y los consideraban parte de la familia. Nunca vio que despidieran a una criada. Esas mujeres entraban a trabajar en la casa en la pubertad y se quedaban hasta la muerte.
El palacete en Nob Hill era muy distinto a los caserones conventuales en los cuales había transcurrido su infancia, de gruesos muros de adobe y lúgubres puertas acerrojadas, con escasos muebles atracados a las paredes desnudas. En casa de su tía Paulina habría sido tarea imposible llevar un inventario de su contenido, desde los picaportes y llaves de los baños de plata maciza, hasta las colecciones de figurillas de porcelana, cajas rusas lacadas, marfiles chinos, y cuanto objeto de arte o de codicia estaba de moda. Feliciano Rodríguez de Santa Cruz compraba para impresionar a las visitas, pero no era un bárbaro, como otros magnates amigos suyos que adquirían libros por peso y cuadros por color para combinarlos con los sillones. Por su lado Paulina no sentía apego alguno por aquellos tesoros; el único mueble que había encargado en su vida era su cama y lo había hecho por razones que nada tenían que ver con la estética o el boato. Lo que le interesaba era el dinero, simple y llanamente; su desafío consistía en ganarlo con astucia, acumularlo con tenacidad e invertirlo sabiamente. No se fijaba en las cosas que adquiría su marido ni dónde las colocaba y el resultado era una casona ostentosa, donde sus habitantes se sentían extranjeros. Las pinturas eran enormes, macizos los marcos, esforzados los temas —Alejandro Magno a la conquista de Persia— pero también había cientos de cuadros menores organizados por temas, que daban nombre a las habitaciones: el salón de caza, el de las marinas, el de las acuarelas. Las cortinas eran de pesado terciopelo con abrumadores flecos y los espejos venecianos reflejaban hasta el infinito las columnas de mármol, los altos jarrones de Sévres, las estatuas de bronce, las urnas rebosantes de flores y frutas. Existían dos salones de música con finos instrumentos italianos, aunque en esa familia nadie sabía usarlos y a Paulina la música le daba dolor de cabeza, y una biblioteca de dos pisos. En cada rincón había escupideras de plata con iniciales de oro, porque en esa ciudad fronteriza era perfectamente aceptable lanzar escupitajos en público.
Feliciano tenía sus habitaciones en el ala oriental y su mujer las suyas en el mismo piso, pero en el otro extremo de la mansión. Entre ambas, unidas por un ancho pasillo, se alineaban los aposentos de los hijos y los huéspedes, todos vacíos menos el de Severo y otro que ocupaba Matías, el hijo mayor, el único que aún vivía en la casa. Severo del Valle, acostumbrado a la incomodidad y al frío, que en Chile se consideraban buenos para la salud, demoró varias semanas en habituarse al abrazo oprimente del colchón y las almohadas de plumas, al verano eterno de las estufas y la sorpresa cotidiana de abrir la llave del baño y encontrarse con un chorro de agua caliente. En la casa de su abuelo los retretes eran casuchas malolientes al fondo del patio y en las madrugadas de invierno el agua para lavarse amanecía escarchada en las palanganas.
La hora de la siesta solía sorprender al joven sobrino y a la incomparable tía en la cama mitológica, ella entre las sábanas, con sus libracos de contabilidad a un lado y sus pasteles al otro, y él sentado a los pies entre la náyade y el delfín, comentando asuntos familiares y negocios. Sólo con Severo se permitía Paulina tal grado de intimidad, muy pocos tenían acceso a sus habitaciones privadas, pero con él se sentía totalmente a gusto en camisa de dormir. Ese sobrino le daba satisfacciones que nunca le dieron sus hijos. Los dos menores hacían vida de herederos, gozando de empleos simbólicos en la dirección de las empresas del clan, uno en Londres y el otro en Boston. Matías, el primogénito, estaba destinado a encabezar la estirpe de los Rodríguez de Santa Cruz y del Valle, pero no tenía la menor vocación para ello; lejos de seguir los pasos de sus esforzados padres, de interesarse en sus empresas o echar hijos varones al mundo para prolongar el apellido, había hecho del hedonismo y el celibato una forma de arte. «No es más que un tonto bien vestido», lo definió Paulina una vez ante Severo, pero al comprobar lo bien que se llevaban su hijo y su sobrino, trató con ahínco de facilitar esa naciente amistad. «Mi madre no da puntada sin hilo, debe estar planeando que me salves de la disipación», se burlaba Matías. Severo no pretendía echarse encima la tarea de cambiar a su primo, por el contrario, le hubiera gustado parecerse a él; en comparación se sentía tieso y fúnebre. Todo en Matías lo asombraba, su estilo impecable, su ironía glacial, la ligereza con que gastaba dinero sin reparo.
—Deseo que te familiarices con mis negocios. Esta es una sociedad materialista y vulgar, con muy poco respeto por las mujeres. Aquí sólo valen fortuna y contactos, para eso te necesito: serás mis ojos y orejas —anunció Paulina a su sobrino, a los pocos meses de su llegada.
—No entiendo nada de negocios.
—Pero yo si. No te pido que pienses, eso me toca a mí. Tú callas, observas, escuchas y me cuentas. Luego haces lo que yo te diga sin hacer muchas preguntas, ¿estamos claros?
—No me pida que haga trampas, tía —replicó dignamente Severo.
—Veo que has oído algunos chismes sobre mi… Mira, hijo, las leyes fueron inventadas por los fuertes para dominar a los débiles, que son muchos más. Yo no tengo obligación de respetarlas. Necesito un abogado de total confianza para hacer lo que me dé la gana sin meterme en líos.
—En forma honorable, espero… —le advirtió Severo.
—¡Ay, niño! Así no vamos a llegar a ninguna parte. Tu honor estará a salvo, siempre que no exageres —replicó Paulina.
Así sellaron un pacto tan fuerte como los lazos de sangre que los unían. Paulina, quien lo había acogido sin grandes expectativas, convencida de que era un tunante, única razón para que se lo enviaran desde Chile, se llevó una favorable sorpresa con ese sobrino listo y de nobles sentimientos. En pocos años Severo aprendió a hablar inglés con una facilidad que nadie más había demostrado en su familia, llegó a conocer las empresas de su tía como la palma de su mano, cruzó dos veces los Estados Unidos en tren —una de ellas amenizada por un ataque de bandoleros mexicanos— y hasta le alcanzó el tiempo para convertirse en abogado.
Con su prima Nívea mantenía una correspondencia semanal, que con los años fue definiéndose como intelectual, más que romántica. Ella le contaba de la familia y de la política chilena; él le compraba libros y recortaba artículos sobre los avances de las sufragistas en Europa y los Estados Unidos. La noticia de que se había presentado al Congreso norteamericano una enmienda para autorizar el voto femenino fue celebrada por ambos en la distancia, aunque estuvieron de acuerdo que imaginar algo semejante en Chile equivalía a la demencia. «¿Qué gano con estudiar y leer tanto, primo, si no hay lugar para la acción en la vida de una mujer? Dice mi madre que será imposible casarme porque ahuyento a los hombres, que me arregle bonita y cierre la boca si deseo un marido. Mí familia aplaude la menor muestra de conocimiento en mis hermanos —y digo menor porque ya sabes cuán brutos son— pero lo mismo en mí se considera jactancia. El único que me tolera es mi tío José Francisco, porque le doy ocasión de hablarme de ciencia, astronomía y política, temas sobre los cuales le gusta perorar, aunque mis opiniones nada le importan. No imaginas cómo envidio a los hombres como tú, que tienen el mundo por escenario», escribía la joven. El amor no ocupaba más que un par de líneas en las cartas de Nívea y un par de palabras en las de Severo, como si tuvieran el tácito acuerdo de olvidar las intensas y apresuradas caricias en los rincones. Dos veces al año Nívea le enviaba una fotografía suya, para que viera cómo iba convirtiéndose en mujer, pero él prometía hacerlo y siempre lo olvidaba, tal como olvidaba decirle que tampoco esa Navidad regresaría a casa. Otra más apurada por casarse que Nívea habría afinado las antenas para ubicar un novio menos escurridizo, pero ella jamás dudó de que Severo del Valle sería su marido. Tal era su certeza, que esa separación arrastrada por años no la preocupaba demasiado; estaba dispuesta a esperar hasta el fin de los tiempos. Por su parte Severo guardaba el recuerdo de su prima como símbolo de todo lo bueno, noble y puro.
El aspecto de Matías podía justificar la opinión de su madre de que era sólo un tonto bien vestido, pero de tonto nada tenía. Había visitado todos los museos importantes de Europa, sabía de arte, podía recitar cuanto poeta clásico existía y era el único que usaba la biblioteca de la casa. Cultivaba su propio estilo, mezcla de bohemio y de dandy; del primero tenía el hábito de la vida nocturna y del segundo la manía por los detalles del vestir. Era considerado el mejor partido de San Francisco, pero se profesaba resueltamente soltero; prefería una conversación trivial con el peor de sus enemigos, a una cita con la más atrayente de sus enamoradas. Con las mujeres lo único que había en común era la procreación, un propósito de por si absurdo, decía. Ante los apremios de la naturaleza prefería una profesional, de las muchas que existían a mano. No se concebía velada entre caballeros que no concluyese con un brandy en el bar y una visita a un burdel; había más de un cuarto de millón de prostitutas en el país y un buen porcentaje de ellas se ganaba la vida en San Francisco, desde las míseras sing-song girls de Chinatown, hasta finas señoritas de los estados del sur, lanzadas por la Guerra Civil a la vida galante. El joven heredero, tan poco permisivo con las debilidades femeninas, hacía gala de paciencia con la grosería de sus amigos bohemios; era otra de sus singularidades, como su afición a los delgados cigarrillos negros, que encargaba a Egipto, y a los crímenes literarios y reales. Vivía en el palacete paterno de Nob Hill y disponía de un lujoso piso en pleno centro, coronado por una buhardilla espaciosa, que llamaba la garvonniere, donde pintaba de vez en cuando y hacía fiestas con frecuencia. Se mezclaba con el mundillo bohemio, unos pobres diablos que sobrevivían sumidos en una escasez estoica e irremediable, poetas, periodistas, fotógrafos, aspirantes a escritores y artistas, hombres sin familia que pasaban la existencia medio enfermos, tosiendo y conversando, vivían a crédito y no usaban reloj, porque el tiempo no se había inventado para ellos. A espaldas del aristócrata chileno se burlaban de sus ropas y modales, pero lo toleraban porque siempre podían acudir a él para unos cuantos dólares, un trago de Whisky o un lugar en la buhardilla donde pasar una noche de neblina.
—¿Has notado que Matías tiene modales de marica? —comentó Paulina a su marido.
—¡Cómo se te ocurre decir una barbaridad tan grande de tu propio hijo! ¡Jamás ha habido uno de esos en mi familia o en la tuya! —replicó Feliciano.
—¿Conoces algún hombre normal que combine el color de la bufanda con el papel de las paredes? —bufó Paulina.
—¡Bueno, carajo! ¡Eres su madre y a ti te toca buscarle novia! Este muchacho ya tiene treinta años y sigue soltero. Más vale que consigas una pronto, antes que se nos vuelva alcohólico, tuberculoso o algo peor —advirtió Feliciano, sin saber que ya era tarde para tibios recursos de salvación.
En una de esas noches de ventisca helada propias del verano en San Francisco, Williams, el mayordomo de chaqueta con colas, golpeó a la puerta de la habitación de Severo del Valle.
—Disculpe la molestia, señor —murmuro con un discreto carraspeo, entrando con un candelabro de tres velas en su mano enguantada.
—¿Qué pasa, Williams? —preguntó Severo alarmado, porque era la primera vez que alguien interrumpía su sueño en esa casa.
—Me temo que hay un pequeño inconveniente. Se trata de don Matías —dijo Williams con esa pomposa deferencia británica, desconocida en California, que siempre sonaba más irónica que respetuosa.
Explicó que a esa hora tardía había llegado a la casa un mensaje enviado por una dama de dudosa reputación, una tal Amanda Lowell, a quien el señorito solía frecuentar, gente de «otro ambiente», como dijo. Severo leyó la nota a la luz de las velas: sólo tres líneas pidiendo ayuda de inmediato para Matías.
—Debemos avisar a mis tíos, Matías puede haber sufrido un accidente —se alarmó Severo del Valle.
—Fíjese en la dirección, señor, es en pleno Chinatown. Me parece preferible que los señores no se enteren de esto —opinó el mayordomo.
—¡Vaya! Pensé que usted no tenía secretos con mi tía Paulina.
—Procuro evitarle molestias, señor.
—¿Qué sugiere que hagamos?
—Si no es mucho pedir, que se vista, coja sus armas y me acompañe.
Williams había despertado a un mozo de cuadra para que alistara uno de los coches, pero deseaba mantener el asunto lo más callado posible y él mismo tomó las riendas y se dirigió sin vacilar por calles oscuras y vacías rumbo al barrio chino, guiado por el instinto de los caballos, porque el viento apagaba a cada rato los faroles del vehículo. Severo tuvo la impresión de que no era la primera vez que el hombre andaba por esas callejuelas. Pronto dejaron el coche y se internaron a pie por un pasaje que desembocaba en un patio en sombras, donde imperaba un extraño y dulce olor, como a nueces tostadas. No se veía ni un alma, no había más sonido que el viento y la única luz se filtraba entre las rendijas de un par de ventanucos a nivel de la calle. Williams encendió una cerilla, leyó una vez más la dirección en el papel y luego empujó sin ceremonias una de las puertas que daba al patio. Severo, con la mano en el arma, lo siguió. Entraron a una habitación pequeña, sin ventilación, pero limpia y ordenada, donde apenas se podía respirar por el aroma denso del opio. Alrededor de una mesa central había compartimientos de madera, alineados contra las paredes, uno encima de otro como las literas de un barco, cubiertos por una esterilla y con un pedazo de madera ahuecado a modo de almohada. Estaban ocupados por chinos, a veces dos por cubículo, recostados de lado frente a pequeñas bandejas que contenían una caja con una pasta negra y una lamparita ardiendo. La noche estaba muy avanzada y ya la droga había surtido su efecto en la mayoría; los hombres yacían aletargados, deambulando en sus sueños, sólo dos o tres aún tenían fuerzas para untar una varilla metálica en el opio, calentarlo en la lámpara, cargar el minúsculo dedal de la pipa y aspirar a través de un tubo de bambú.
—¡Dios mío! —murmuró Severo, quien había oído hablar de eso, pero no lo había visto de cerca.
—Es mejor que el alcohol, si me permite decirlo —replicó Williams—. No induce a la violencia y no hace daño a otros, sólo al que fuma. Fíjese cuánto más tranquilo y limpio es esto que cualquier bar.
Un chino viejo vestido con túnica y anchos pantalones de algodón les salió al encuentro cojeando. Los ojillos rojos apenas asomaban entre las arrugas profundas de la cara, tenía un bigote mustio y gris, como la trenza flaca que le colgaba a la espalda, todas las uñas, menos la del pulgar y el índice, eran tan largas que se enrollaban sobre si mismas, como colas de algún antiguo molusco, la boca parecía un hueco negro y los pocos dientes que le quedaban estaban teñidos por el tabaco y el opio. Aquel bisabuelo patuleco se dirigió a los recién llegados en chino y ante la sorpresa de Severo, el mayordomo inglés le contestó con un par de ladridos en la misma lengua. Hubo una pausa larguísima en la que nadie se movió. El chino mantuvo la mirada de Williams, como si estuviera estudiándolo y finalmente estiró la mano donde el otro depositó varios dólares, que el viejo se guardó en el pecho bajo la túnica, luego cogió un cabo de vela y les hizo señas de seguirlo. Pasaron a una segunda sala y enseguida a una tercera y una cuarta, todas similares a la primera, caminaron a lo largo de un retorcido corredor, bajaron por una breve escalera y se encontraron en otro pasillo. Su guía les hizo señas de esperar y desapareció por algunos minutos, que parecieron interminables. Severo, sudando, mantenía el dedo en el gatillo del arma amartillada, alerta y sin atreverse a decir ni media palabra. Por fin volvió el bisabuelo y los condujo por un laberinto hasta que se hallaron frente a una puerta cerrada, que se quedó contemplando con absurda atención, como quien descifra un mapa, hasta que Williams le pasó un par de dólares más, entonces la abrió. Entraron a una pieza más pequeña aún que las otras, más oscura, más llena de humo y más oprimente, porque estaba bajo el nivel de la calle y carecía de ventilación, pero en lo demás idéntica a las anteriores. En las literas de madera había cinco americanos blancos, cuatro hombres y una mujer madura, pero aún espléndida, con una cascada de pelo rojo desparramado a su alrededor como un escandaloso manto. A juzgar por sus finas ropas, eran personas solventes. Todos estaban en el mismo estado de feliz estupor, menos uno que yacía de espaldas respirando apenas, con la camisa desgarrada, los brazos abiertos en cruz, la piel color de tiza y los ojos volteados hacia arriba. Era Matías Rodríguez de Santa Cruz.
—Vamos, señor, ayúdeme —ordenó Williams a Severo del Valle. Entre los dos lo levantaron con esfuerzo, cada uno paso un brazo del hombre inconsciente sobre su cuello y así lo llevaron, como un crucificado, la cabeza colgando, el cuerpo lacio, los pies arrastrando por el piso de tierra apisonada. Rehicieron el largo camino de vuelta por los estrechos pasillos y atravesaron uno a uno los sofocantes cuartos, hasta que se hallaron de pronto al aire libre, en la pureza inaudita de la noche, donde pudieron respirar a fondo, ansiosos, aturdidos. Acomodaron a Matías como pudieron en el coche y Williams los condujo a la garvonniere cuya existencia Severo suponía que el empleado de su tía ignoraba. Mayor fue su sorpresa cuando Williams sacó una llave, abrió la puerta principal del edificio y luego sacó otra para abrir la del ático.
—Esta no es la primera vez que usted rescata a mi primo, ¿verdad, Williams?
—Digamos que no será la última —respondió.
Colocaron a Matías sobre la cama que había en un rincón, detrás de un biombo japonés, y Severo procedió a empaparlo con paños mojados y sacudirlo para que regresara del cielo donde estaba instalado, mientras Williams partía en busca del médico de la familia, después de advertir que tampoco sería conveniente informar a los tíos de lo que había ocurrido.
—¡Mi primo se puede morir! —exclamó Severo, todavía tembloroso.
—En ese caso habrá que decírselo a los señores —concedió Williams cortésmente.
Matías estuvo cinco días debatiéndose en espasmos de agonía, envenenado hasta el tuétano. Williams llevó un enfermero al ático para que lo cuidara y se las arregló para que su ausencia no fuera motivo de escándalo en la casa. Este incidente creó un extraño vinculo entre Severo y Williams, una tácita complicidad que jamás se traducía en gestos o palabras. Con otro individuo menos hermético que el mayordomo, Severo habría pensado que compartían cierta amistad o al menos se tenían simpatía, pero en torno al inglés se alzaba una muralla impenetrable de reserva. Comenzó a observarlo. Trataba a los empleados bajo sus órdenes con la misma fría e impecable cortesía con que se dirigía a sus patrones y así lograba atemorizarlos. Nada escapaba a su vigilancia, ni el brillo de los cubiertos de plata labrada ni los secretos de cada habitante de esa inmensa casa. Resultaba imposible calcular su edad o sus orígenes, parecía detenido eternamente en la cuarentena de su vida y salvo el acento británico, no había indicios de su pasado. Se cambiaba los guantes blancos treinta veces al día, su traje de paño negro lucía siempre recién planchado, su alba camisa del mejor lino holandés estaba almidonada como cartulina y los zapatos relucían como espejos. Chupaba pastillas de menta para el aliento y usaba agua de colonia, pero lo hacía con tanta discreción, que la única vez que Severo percibió el olor de menta y lavanda fue cuando se rozaron al levantar a Matías inconsciente en el fumadero de opio. En esa ocasión también notó sus músculos duros como madera bajo la chaqueta, los tendones tensos en el cuello, su fuerza y flexibilidad, nada de lo cual calzaba con la actitud de lord inglés venido a menos de ese hombre.
Los primos Severo y Matías sólo tenían en común las facciones patricias y el gusto por los deportes y la literatura, en lo demás no parecían de la misma sangre; tan hidalgo, arrojado e ingenuo era el primero, como cínico, indolente y libertino el segundo, pero a pesar de sus temperamentos opuestos y los años que los separaban, hicieron amistad. Matías se esmero en enseñar esgrima a Severo, quien carecía de la elegancia y velocidad indispensables para ese arte, e iniciarlo en los placeres de San Francisco, pero el joven resultó mal compañero para la juerga porque se dormía de pie; pasaba catorce horas al día trabajando en el bufete de abogados y en el tiempo sobrante leía y estudiaba. Solían nadar desnudos en la piscina de la casa y desafiarse en torneos de lucha cuerpo a cuerpo. Danzaban uno en torno al otro, expectantes, aprontándose para el salto y finalmente se agredían brincando enlazados, rodando, hasta que uno conseguía someter al otro, aplastándolo contra el suelo. Quedaban mojados de sudor, jadeando, excitados. Severo se apartaba de un empujón, desconcertado, como si el pugilato hubiera sido un inadmisible abrazo. Hablaban de libros y comentaban los clásicos. Matías amaba la poesía y cuando estaban solos recitaba de memoria, tan conmovido por la belleza de los versos que corrían lágrimas por sus mejillas. También en esas ocasiones Severo se turbaba, porque la intensa emoción del otro le parecía una forma de intimidad prohibida entre hombres. Vivía pendiente de los adelantos científicos y los viajes exploratorios, que comentaba con Matías en un vano intento de interesarlo, pero las únicas noticias que lograban mellar la armadura de indiferencia de su primo eran los crímenes locales. Matías mantenía una curiosa relación, basada en litros de Whiskey, con Jacob Freemont, un viejo e inescrupuloso periodista, siempre corto de dinero, con quien compartía la misma mórbida fascinación por el delito. Freemont todavía conseguía publicar reportajes policiales en los periódicos, pero había perdido definitivamente su reputación hacía muchos años, cuando invento la historia de Joaquín Murieta, un supuesto bandido mexicano en los tiempos de la fiebre del oro. Sus artículos crearon un personaje mítico, que exaltó el odio de la población blanca contra los hispanos. Para aplacar los ánimos, las autoridades ofrecieron recompensa a un tal capitán Harry Love para dar caza a Murieta. Después de tres meses recorriendo California en su búsqueda, el capitán optó por una solución expedita: mató a siete mexicanos en una emboscada y volvió con una cabeza y una mano. Nadie pudo identificar los despojos, pero la hazaña de Love tranquilizó a los blancos. Los macabros trofeos aún estaban expuestos en un museo, aunque había consenso en que Joaquín Murieta fue una monstruosa creación de la prensa en general y de Jacob Freemont en particular. Ese y otros episodios en que la pluma falaz del periodista embrolló la realidad, acabaron por darle bien ganada fama de embustero y cerrarle las puertas. Gracias a su extraña conexión con Freemont, reportero de crímenes, Matías lograba ver las víctimas asesinadas antes de que fueran levantadas del sitio y presenciar las autopsias en la morgue, espectáculos que repugnaban su sensibilidad tanto como la excitaban. De esas aventuras al submundo del crimen salía borracho de horror, se iba directamente al baño turco, donde pasaba horas sudando el olor de la muerte pegado a su piel, y después se encerraba en su garvonniere a pintar desastrosas escenas de gente despedazada a cuchillazos.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Severo la primera vez que vio los dantescos cuadros.
—¿No te fascina la idea de la muerte? El homicidio es una tremenda aventura y el suicidio es una solución práctica. Juego con la idea de ambos. Hay algunas personas que merecen ser asesinadas, ¿no te parece? Y en cuanto a mi, bueno, primo, no pienso morir decrépito, prefiero poner fin a mis días con el mismo cuidado con que escojo mis trajes, por eso estudio los crímenes, para entrenarme.
—Estás demente y además no tienes talento —concluyó Severo.
—No se requiere talento para ser artista, sólo audacia. ¿Has oído hablar de los impresionistas?
—No, pero si esto es lo que pintan esos pobres diablos, no van a llegar lejos. ¿No podrías buscar un tema más agradable? ¿Una chica bonita, por ejemplo?
Matías se echó a reír y le anunció que el miércoles habría una chica verdaderamente bonita en su garvonniere, la más bella de San Francisco, según aclamación popular, agregó. Era una modelo que sus amigos se peleaban por inmortalizar en arcilla, lienzos y placas fotográficas, con la esperanza adicional de hacerle el amor. Se cruzaban apuestas a ver quien sería el primero, pero por el momento nadie había logrado ni tocarle una mano.
—Sufre de un defecto detestable: la virtud. Es la única virgen que queda en California, aunque eso es de cura fácil. ¿Te gustaría conocerla?
Así fue como Severo del Valle volvió a ver a Lynn Sommers. Hasta ese día se había limitado a comprar en secreto postales con su imagen en las tiendas para turistas y esconderlas entre las páginas de sus libros de leyes, como un vergonzoso tesoro. Rondó muchas veces la calle del salón de té en la Plaza de la Unión para verla de lejos y llevó a cabo discretas indagaciones a través del cochero, quien a diario buscaba los dulces para su tía Paulina, pero nunca se atrevió a presentarse honradamente ante Eliza Sommers a pedirle permiso para visitar a su hija. Cualquier acción directa le parecía una irreparable traición a Nívea, su dulce novia de toda la vida; pero otra cosa sería encontrarse con Lynn por casualidad, decidió, puesto que en ese caso sería una jugarreta de la fatalidad y nadie podría hacerle reproches. No se le pasó por la mente que la vería en el estudio de su primo Matías en tan raras circunstancias.
Lynn Sommers resultó el producto afortunado de razas mezcladas. Debió llamarse Lin-Chien, pero sus padres decidieron anglicanizar los nombres de sus hijos y darles el apellido de la madre, Sommers, para facilitarles la existencia en los Estados Unidos, donde los chinos eran tratados como perros. Al mayor lo llamaron Ebanizer, en honor de un antiguo amigo del padre, pero le decían Lucky —afortunado— porque era el chiquillo con más suerte que se había visto en Chinatown. A la hija menor, nacida seis años más tarde, la llamaron Lin como homenaje a la primera mujer de su padre, enterrada en Hong Kong muchos años atrás, pero al inscribirla le dieron ortografía inglesa: Lynn. La primera esposa de Tao-Chien, que legó su nombre a la niña, fue una frágil criatura de minúsculos pies vendados, adorada por su marido y muy joven derrotada por la consunción. Eliza Sommers aprendió a convivir con el recuerdo pertinaz de Lin y acabó por considerarla un miembro más de la familia, una especie de invisible protectora que velaba por el bienestar de su hogar. Veinte años antes, cuando descubrió que estaba encinta una vez más, rogó a Lin que la ayudara a llevar el embarazo a término, porque ya había sufrido varias perdidas y no cabían muchas esperanzas de que su naturaleza agotada retuviera a la criatura. Así se lo explicó Tao-Chien, quien en cada ocasión había puesto al servicio de su mujer sus recursos de zhong-yi además de llevarla a los mejores especialistas en medicina occidental de California.
—Esta vez nacerá una niña sana —le aseguró Eliza.
—¿Cómo sabes? —preguntó su marido.
—Porque se lo pedí a Lin.
Eliza siempre creyó que la primera esposa la sostuvo durante el embarazo, le dio fuerzas para dar a luz a su hija y luego, como un hada, se inclinó sobre la cuna para ofrecer al bebé el don de la hermosura. «Se llamará Lin», anunció la agotada madre cuando tuvo por fin a su hija en los brazos; pero Tao-Chien se asustó: no era buena idea darle el nombre de una mujer muerta tan joven. Finalmente transaron en cambiar la ortografía para no tentar a la mala suerte. «Se pronuncia igual, es lo único que importa», concluyó Eliza.
Por el lado de su madre, Lynn Sommers tenía sangre inglesa y chilena, por el de su padre llevaba genes de los chinos altos del norte. El abuelo de Tao-Chien, un humilde curandero, había legado a sus descendientes varones su conocimiento de plantas medicinales y conjuros mágicos contra diversos males del cuerpo y de la mente. Tao-Chien, el último en esa estirpe, enriqueció la herencia paterna entrenándose como zhong-yi junto a un sabio de Cantón, y mediante una vida de estudio, no sólo de la medicina china tradicional, sino de todo lo que caía en sus manos sobre la ciencia médica de Occidente. Se había labrado un sólido prestigio en San Francisco, lo consultaban doctores americanos y tenía una clientela de varias razas, pero no le permitían trabajar en los hospitales y su práctica estaba limitada al barrio chino, donde compró una casa grande que servía de clínica en el primer piso y residencia en el segundo. Su reputación lo protegía: nadie interfería en su actividad con las sing-song girls, como llamaban en Chinatown a las patéticas esclavas del tráfico sexual, todas niñas de cortos años. Tao-Chien se había echado al hombro la misión de rescatar a cuantas pudiera de los burdeles. Los tongs —bandas que controlaban, vigilaban y vendían protección en la comunidad china— sabían que él compraba a las pequeñas prostitutas para darles una nueva oportunidad lejos de California. Lo habían amenazado un par de veces, pero no tomaron medidas más drásticas porque tarde o temprano cualquiera de ellos podía necesitar los servicios del célebre zhong-yi. Mientras Tao-Chien no acudiera a las autoridades americanas, actuara sin bulla y salvara a las chicas una a una, en una paciente labor de hormiga, podían tolerarlo, porque no hacía mella en los enormes beneficios del negocio. La única persona que trataba a Tao-Chien como un peligro público era Ah-Toy, la alcahueta de más éxito en San Francisco, dueña de varios salones especializados en adolescentes asiáticas. Ella sola importaba centenares de criaturas al año, ante los ojos impasibles de los funcionarios yanquis debidamente sobornados. Ah-Toy odiaba a Tao-Chien y, tal como había dicho muchas veces, prefería morir antes que volver a consultarlo. Lo había hecho una sola vez, vencida por la tos, pero en esa oportunidad los dos comprendieron, sin necesidad de formularlo en palabras, que serían enemigos mortales para siempre. Cada sing-song girl rescatada por Tao-Chien era una espina clavada bajo las uñas de Ah-Toy, aunque la chica no le perteneciera. Para ella, tanto como para él, esa era una cuestión de principios.
Tao-Chien se levantaba antes del amanecer y salía al jardín, donde realizaba sus ejercicios marciales para mantener el cuerpo en forma y la mente despejada. Enseguida meditaba durante media hora y luego encendía el fuego para la tetera. Despertaba a Eliza con un beso y una taza de té verde, que ella sorbía lentamente en la cama. Ese momento era sagrado para los dos: la taza de té que bebían juntos sellaba la noche que habían compartido en estrecho abrazo. Lo que sucedía entre ellos tras la puerta cerrada de su pieza compensaba todos los esfuerzos del día. El amor de ambos comenzó como una suave amistad tejida sutilmente en medio de una maraña de obstáculos, desde la necesidad de entenderse en inglés y saltar por encima de los prejuicios de cultura y raza, hasta los años de diferencia en edad. Vivieron y trabajaron juntos bajo el mismo techo durante más de tres años antes de atreverse a traspasar la frontera invisible que los separaba. Fue necesario que Eliza anduviera en círculos miles de millas en un viaje interminable persiguiendo a un amante hipotético que se le escapaba entre los dedos como una sombra, que por el camino dejara en jirones su pasado y su inocencia, y que enfrentara sus obsesiones ante la cabeza decapitada y macerada en ginebra del legendario bandido Joaquín Murieta, para comprender que su destino estaba junto a Tao-Chien. El zhong-yi, en cambio, lo supo mucho antes y la esperó con la callada tenacidad de un amor maduro.
La noche en que por fin Eliza se atrevió a recorrer los ocho metros de pasillo que separaban su habitación de la de Tao-Chien, sus vidas cambiaron por completo, como si un hachazo hubiera cortado de raíz el pasado. A partir de esa noche ardiente no hubo la menor posibilidad ni tentación de vuelta atrás, sólo el desafío de labrarse un espacio en un mundo que no toleraba la mezcla de razas. Eliza llegó descalza, en camisa de dormir, tanteando en la sombra, empujó la puerta de Tao-Chien segura de hallarla sin llave, porque adivinaba que él la deseaba tanto como ella a él, pero a pesar de esa certeza iba asustada ante la irreparable finalidad de su decisión. Había dudado mucho en dar aquel paso, porque el zhong-yi era su protector, su padre, su hermano, su mejor amigo, su única familia en esa tierra extraña. Temía perderlo todo al convertirse en su amante; pero ya estaba ante el umbral y la ansiedad por tocarlo pudo más que las argucias de la razón. Entró en la habitación y a la luz de una vela, que había sobre la mesa, lo vio sentado con las piernas cruzadas sobre la cama, vestido con túnica y pantalón de algodón blanco, esperándola. Eliza no alcanzo a preguntarse cuantas noches habría pasado él así, atento al ruido de sus pasos en el pasillo, porque estaba aturdida por su propia audacia, temblando de timidez y anticipación. Tao-Chien no le dio tiempo de retroceder. Le salió al encuentro, le abrió los brazos y ella avanzó a ciegas hasta estrellarse contra su pecho, donde hundió la cara aspirando el olor tan conocido de ese hombre, un aroma salino de agua de mar, aferrada a dos manos a su túnica porque se le doblaban las rodillas, mientras un no de explicaciones le brotaba incontenible de los labios y se mezclaba con las palabras de amor en chino que murmuraba él. Sintió los brazos que la levantaban del suelo y la colocaban con suavidad sobre la cama, sintió el aliento tibio en su cuello y las manos que la sujetaban, entonces una irreprimible zozobra se apoderó de ella y empezó a tiritar, arrepentida y asustada.
Desde que muriera su esposa en Hong Kong, Tao-Chien se había consolado de vez en cuando con abrazos precipitados de mujeres pagadas. No había hecho el amor amando desde hacía más de seis años, pero no permitió que la prisa lo encabritara. Tantas veces había recorrido el cuerpo de Eliza con el pensamiento y tan bien la conocía, que fue como andar por sus suaves hondonadas y pequeñas colinas con un mapa. Ella creía haber conocido el amor en brazos de su primer amante, pero la intimidad con Tao-Chien puso en evidencia el tamaño de su ignorancia. La pasión que la trastornara a los dieciséis años, por la cual atravesó medio mundo y arriesgó varias veces la vida, había sido un espejismo que ahora le parecía absurdo; entonces se había enamorado del amor conformándose con las migajas que le daba un hombre más interesado en irse que en quedarse con ella. Lo buscó durante cuatro años, convencida de que el joven idealista que conociera en Chile se había transformado en California en un bandido fantástico de nombre Joaquín Murieta. Durante ese tiempo Tao-Chien la esperó con su proverbial sosiego, seguro de que tarde o temprano ella cruzaría el umbral que los separaba. A él le tocó acompañarla cuando exhibieron la cabeza de Joaquín Murieta para diversión de americanos y escarmiento de latinos. Creyó que Eliza no resistiría la vista de aquel repulsivo trofeo, pero ella se plantó ante el frasco donde reposaba el supuesto criminal y lo miró impasible, como si se tratara de un repollo en escabeche, hasta que estuvo bien segura de que no era el hombre a quien ella había perseguido durante años. En verdad daba igual su identidad, porque en el largo viaje siguiendo la pista de un romance imposible, Eliza había adquirido algo tan precioso como el amor: libertad. «Ya soy libre», fue todo lo que dijo ante la cabeza. Tao-Chien entendió que por fin ella se había desembarazado del antiguo amante, que le daba lo mismo si vivía o había muerto buscando oro en los faldeos de la Sierra Nevada; en cualquier caso ya no lo buscaría más y si el hombre apareciera algún día, ella sería capaz de verlo en su verdadera dimensión. Tao-Chien le tomó la mano y salieron de la siniestra exposición. Afuera respiraron el aire fresco y echaron a andar en paz, dispuestos a empezar otra etapa de sus vidas.
La noche en que Eliza entró a la habitación de Tao-Chien fue muy diferente a los abrazos clandestinos y precipitados con su primer amante en Chile. Esa noche descubrió algunas de las múltiples posibilidades del placer y se inició en la profundidad de un amor que habría de ser el único para el resto de su vida. Con toda calma Tao-Chien fue despojándola de capas de temores acumulados y recuerdos inútiles, la fue acariciando con infatigable perseverancia hasta que dejó de temblar y abrió los ojos, hasta que se relajó bajo sus dedos sabios, hasta que la sintió ondular, abrirse, iluminarse; la oyó gemir, llamarlo, rogarle; la vio rendida y húmeda, dispuesta a entregarse y a recibirlo a plenitud, hasta que ninguno de los dos supo ya dónde se encontraban, ni quiénes eran, ni dónde terminaba él y comenzaba ella. Tao-Chien la condujo más allá del orgasmo, a una dimensión misteriosa donde el amor y la muerte son similares.
Sintieron que sus espíritus se expandían, que los deseos y la memoria desaparecían, que se abandonaban en una sola inmensa claridad. Se abrazaron en ese extraordinario espacio reconociéndose, porque tal vez habían estado allí juntos en vidas anteriores y lo estarían muchas veces más en vidas futuras, como sugirió Tao-Chien. Eran amantes eternos, buscarse y encontrarse una y otra vez era su karma, dijo emocionado; pero Eliza replicó riendo que no era nada tan solemne como el karma, sino simples ganas de fornicar, que en honor a la verdad hacía unos cuantos años que se moría de ganas de hacerlo con él y esperaba que de ahora en adelante a Tao no le fallara el entusiasmo, porque esa sería su prioridad en la vida. Retozaron esa noche y buena parte del día siguiente, hasta que el hambre y la sed los obligaron a salir de la habitación trastabillando, ebrios y felices, sin soltarse las manos por miedo a despertar de pronto y descubrir que habían andado perdidos en una alucinación.
La pasión que los unía desde aquella noche y que alimentaban con extraordinario cuidado, los sostuvo y protegió en los momentos inevitables de adversidad. Con el tiempo esa pasión fue acomodándose en la ternura y la risa, dejaron de explorar las doscientas veintidós maneras de hacer el amor porque con tres o cuatro tenían suficiente y ya no era necesario sorprenderse mutuamente. Mientras más se conocían, mayor simpatía compartían. Desde esa primera noche de amor durmieron en apretado nudo, respirando el mismo aliento y soñando los mismos sueños; pero sus vidas no eran fáciles, habían estado juntos durante casi treinta años en un mundo donde no había cabida para una pareja como ellos. En el transcurso de los años esa pequeña mujer blanca y aquel chino alto llegaron a ser una visión familiar en Chinatown, pero nunca fueron totalmente aceptados. Aprendieron a no tocarse en público, a sentarse separados en el teatro y a caminar en la calle con varios pasos de distancia. En ciertos restaurantes y hoteles no podían entrar juntos y cuando fueron a Inglaterra, ella a visitar a su madre adoptiva, Rose Sommers, y él a dictar conferencias sobre acupuntura en la clínica Hobbs, no pudieron hacerlo en la primera clase del buque ni compartir el camarote, aunque por las noches ella se escabullía sigilosa para dormir con él. Se casaron discretamente por el rito budista, pero su unión carecía de valor legal. Lucky y Lynn aparecían registrados como hijos ilegítimos reconocidos por el padre. Tao-Chien había conseguido convertirse en ciudadano después de infinitos trámites y sobornos, era uno de los pocos que lograron sacar la vuelta al Acta de Exclusión de los Chinos, otra de las leyes discriminatorias de California. Su admiración y lealtad por la patria adoptiva eran incondicionales, tal como lo demostró en la Guerra Civil, cuando cruzó el continente para presentarse de voluntario en el frente y trabajar de ayudante de los médicos yanquis durante los cuatro años del conflicto, pero se sentía profundamente extranjero y deseaba que, aunque toda su vida transcurriera en América, su cuerpo fuera enterrado en Hong Kong.
La familia de Eliza Sommers y Tao-Chien residía en una casa espaciosa y confortable, más sólida y de mejor factura que las demás de Chinatown. A su alrededor se hablaba principalmente cantonés y todo, desde la comida hasta los periódicos era chino. A varias cuadras de distancia estaba La Misión, el barrio hispano, donde Eliza Sommers solía deambular por el placer de hablar castellano, pero su día transcurría entre americanos en las inmediaciones de la Plaza de la Unión, donde estaba su elegante salón de té. Con sus pasteles ella había contribuido al principio para mantener a la familia, porque buena parte de los ingresos de Tao-Chien terminaban en manos ajenas: lo que no se iba en ayudar a los pobres peones chinos en tiempos de enfermedad o desgracia, podía terminar en los remates clandestinos de niñas esclavas. Salvar a esas criaturas de una vida de ignominia había pasado a ser a misión sagrada de Tao-Chien, así lo entendió Eliza Sommers desde el comienzo y lo aceptó como otra característica de su marido, otra de las muchas razones por las cuales lo amaba. Montó su negocio de pasteles para no atormentarlo con peticiones de dinero; necesitaba independencia para dar a sus hijos la mejor educación americana, pues deseaba que se integraran por completo en los Estados Unidos y vivieran sin las limitaciones impuestas a los chinos o a los hispanos. Con Lynn lo consiguió, pero con Lucky sus planes fracasaron, porque el muchacho estaba orgulloso de su origen y no pretendía salir de Chinatown.
Lynn adoraba a su padre —imposible no amar a ese hombre suave y generoso— pero se avergonzaba de su raza. Se dio cuenta muy joven de que el único lugar para los chinos era su barrio, en el resto de la ciudad eran detestados. El deporte favorito de los muchachos blancos era apedrear celestiales o cortarles la trenza después de molerlos a palos. Como su madre, Lynn vivía con un pie en China y el otro en los Estados Unidos, las dos hablaban sólo inglés y se peinaban y vestían a la moda americana, aunque dentro de la casa solían usar túnica y pantalón de seda. Poco tenía Lynn de su padre, salvo los huesos largos y los ojos orientales, y menos aún de su madre; nadie sabía de dónde surgía su rara belleza. Nunca le permitieron jugar en la calle, como hacia su hermano Lucky porque en Chinatown las mujeres y niñas de familias pudientes vivían totalmente recluidas. En las escasas ocasiones en que andaba por el barrio, iba de la mano de su padre y con la vista clavada en el suelo, para no provocar a la muchedumbre casi enteramente masculina. Ambos llamaban la atención, ella por su hermosura y él porque se vestía como yanqui. Tao-Chien había renunciado hacía años a la típica coleta de los suyos y andaba con el pelo corto engominado hacia atrás, de impecable traje negro, camisa de cuello laminado y sombrero de copa. Fuera de Chinatown, sin embargo, Lynn circulaba plenamente libre, como cualquier muchacha blanca. Se educó en una escuela presbiteriana, donde aprendió los rudimentos del cristianismo, que sumados a las prácticas budistas de su padre, acabaron por convencerla de que Cristo era la reencarnación de Buda. Iba sola de las clases de piano y a visitar a sus amigas del colegio, y por las tardes se instalaba en el salón de té de su madre, donde hacía sus tareas escolares y se entretenía releyendo las novelas románticas que compraba por diez centavos o que le enviaba su tía abuela Rose de Londres. Fueron inútiles los esfuerzos de Eliza Sommers por interesarla en la cocina o en cualquier otra actividad doméstica: su hija no parecía hecha para los trabajos cotidianos.
Al madurar Lynn mantuvo su rostro de ángel forastero y el cuerpo se le llenó de curvas perturbadoras. Habían circulado por años fotografías suyas sin mayores consecuencias, pero todo cambió cuando a los quince años aparecieron sus formas definitivas y adquirió conciencia de la atracción devastadora que ejercía sobre los hombres. Su madre, aterrada ante las consecuencias de ese tremendo poder, intentó dominar el impulso de seducción de su hija, machacándole normas de modestia y enseñándole a caminar como soldado, sin mover los hombros ni las caderas, pero todo resultó inútil: los varones de cualquier edad, raza y condición se volteaban para admirarla. Al comprender las ventajas de su hermosura, Lynn dejó de maldecirla, como había hecho de pequeña y decidió que sería modelo de artistas por un corto tiempo, hasta que llegara un príncipe sobre su caballo alado para conducirla a la dicha matrimonial. Sus padres habían tolerado durante su infancia las fotos de hadas y columpios como un capricho inocente, pero consideraron un riesgo inmenso que luciera ante las cámaras su nuevo porte de mujer. «Esto de posar no es un oficio decente, sino pura perdición», determinó Eliza Sommers tristemente, porque se dio cuenta de que no lograría disuadir a su hija de sus fantasías ni protegerla de la trampa de la belleza. Planteó sus inquietudes a Tao-Chien, en uno de esos momentos perfectos en que reposaban después de hacer el amor, y él le explicó que cada cual tiene su karma, no es posible dirigir las vidas ajenas, sólo enmendar a veces el rumbo de la propia; pero Eliza no estaba dispuesta a permitir que la desgracia la pillara distraída. Siempre había acompañado a Lynn cuando posaba para los fotógrafos, cuidando la decencia —nada de pantorrillas desnudas con pretextos artísticos— y ahora que la chica tenía diecinueve años, estaba dispuesta a duplicar su celo.
—… hay un pintor que anda detrás de Lynn. Pretende que pose para un cuadro de Salomé —anunció un día a su marido.
—¿De quién? —preguntó Tao-Chien levantando apenas la vista de la Enciclopedia de Medicina.
—Salomé, la de los siete velos, Tao. Lee la Biblia.
—Si es de la Biblia debe estar bien, supongo —murmuró él distraído.
—¿Sabes cómo era la moda en tiempos de san Juan Bautista? ¡Si me descuido pintarán a tu hija con los senos al aire!
—No te descuides entonces —sonrió Tao abrazando a su mujer por la cintura, sentándola sobre el libraco que tenía en las rodillas y advirtiéndole que no se dejara amedrentar por los trucos de la imaginación.
—¡Ay Tao! ¿Qué vamos a hacer con Lynn?
—Nada, Eliza, ya se casará y nos dará nietos.
—¡Es una niña todavía!
—En China ya estaría pasada para conseguir novio.
—Estamos en América y no se casará con un chino —determinó ella.
—¿Por qué? ¿No te gustan los chinos? —se burló el zhong-yi.
—No hay otro hombre como tú en este mundo, Tao, pero creo que Lynn se casará con un blanco.
—Los americanos no saben hacer el amor, según me cuentan.
—Tal vez tú puedas enseñarles —se sonrojo Eliza, con la nariz en el cuello de su marido.
Lynn posó para el cuadro de Salomé con una malla de seda color carne debajo de los velos, ante la mirada infatigable de su madre, pero Eliza Sommers no pudo plantarse con la misma firmeza cuando ofrecieron a su hija el inmenso honor de servir de modelo para la estatua de La República, que se levantaría en el centro de la Plaza de la Unión. La campaña para juntar fondos había durado meses, la gente contribuía con lo que podía, los escolares con unos centavos, las viudas con unos dólares y los magnates como Feliciano Rodríguez de Santa Cruz con cheques suculentos. Los periódicos publicaban a diario la suma alcanzada el día anterior, hasta que se juntó suficiente para encargar el monumento a un famoso escultor traído especialmente de Filadelfia para aquel ambicioso proyecto. Las familias más distinguidas de la ciudad competían en fiestas y bailes para dar al artista ocasión de escoger a sus hijas; ya se sabía que la modelo de La República sería el símbolo de San Francisco y todas las jóvenes aspiraban a semejante distinción. El escultor, hombre moderno y de ideas atrevidas, buscó a la muchacha ideal durante semanas, pero ninguna lo satisfizo. Para representar a la pujante nación americana, formada de valerosos inmigrantes venidos de los cuatro puntos cardinales, deseaba alguien de razas mezcladas, anunció. Los financistas del proyecto y las autoridades de la ciudad se espantaron; los blancos no podían imaginar que gente de otro color fuera completamente humana y nadie quiso oír hablar de una mulata presidiendo la ciudad encaramada sobre el obelisco de la Plaza de la Unión, como pretendía aquel hombre. California estaba a la vanguardia en materia de arte, opinaban los periódicos, pero lo de la mulata era mucho pedir. El escultor estaba a punto de sucumbir a la presión y optar por una descendiente de daneses, cuando entró por casualidad a la pastelería de Eliza Sommers, dispuesto a consolarse con un éclair de chocolate, y vio a Lynn. Era la mujer que tanto había buscado para su estatua: alta, bien formada, de huesos perfectos, no sólo tenía la dignidad de una emperatriz y un rostro de facciones clásicas, también tenía el sello exótico que él deseaba. Había en ella algo más que armonía, algo singular, una mezcla de oriente y occidente, de sensualidad e inocencia, de fuerza y delicadeza, que lo sedujo por completo. Cuando informó a la madre que había elegido a su hija para modelo, convencido de que hacía un tremendo honor a aquella modesta familia de pasteleras, se encontró con una firme resistencia. Eliza Sommers estaba harta de perder su tiempo vigilando a Lynn en los estudios de los fotógrafos, cuya única tarea consistía en apretar un botón con el dedo. La idea de hacerlo ante ese hombrecillo que planeaba una estatua en bronce de varios metros de altura le resultaba agobiante; pero Lynn estaba tan orgullosa ante la perspectiva de ser La República, que no tuvo valor para negarse. El escultor se vio en aprietos para convencer a la madre de que una breve túnica era el atuendo apropiado en este caso, porque ella no veía la relación entre la república norteamericana y la vestimenta de los griegos, pero finalmente transaron en que Lynn posaría con piernas y brazos desnudos, pero con los senos cubiertos.
Lynn vivía ajena a las preocupaciones de su madre por cuidar su virtud, perdida en su mundo de fantasías románticas. Salvo por su inquietante aspecto físico, en nada se distinguía; era una joven común y corriente, que copiaba versos en cuadernos de páginas rosadas y coleccionaba miniaturas en porcelana. Su languidez no era elegancia, sino pereza y su melancolía no era misterio, sino vacuidad. «Déjenla en paz, mientras yo viva, a Lynn nada le faltará», había prometido Lucky muchas veces, porque fue el único en darse cuenta cabal de cuán tonta era su hermana.
Lucky, varios años mayor que Lynn, era chino puro. Salvo en las raras oportunidades en que debía hacer algún trámite legal o tomarse una fotografía, se vestía con blusón, pantalones sueltos, una faja en la cintura y zapatillas con suela de madera, pero siempre con sombrero de vaquero. Nada tenía del porte distinguido de su padre, la delicadeza de su madre o la belleza de su hermana; era bajo, paticorto, con la cabeza cuadrada y la piel verdosa, sin embargo resultaba atrayente por su irresistible sonrisa y su optimismo contagioso, que provenía de la certeza de estar marcado por la buena suerte. Nada malo podía ocurrirle, pensaba, tenía la felicidad y la fortuna garantizadas por nacimiento. Había descubierto ese don a los nueve años, jugando fan-tan en la calle con otros muchachos; ese día llegó a la casa anunciando que a partir de ese momento su nombre sería Lucky —en vez de Ebanizer— no volvió a contestar a quien lo llamara por otro. La buena suerte lo siguió por todos lados, ganaba en cuantos juegos de azar existían y aunque era revoltoso y atrevido, nunca tuvo problemas con los tongs o con las autoridades de los blancos. Hasta los policías lo trataban con simpatía. Mientras sus compinches recibían palos, él salía de los líos con un chiste o un truco de magia, de los muchos que podía realizar con sus prodigiosas manos de malabarista. Tao-Chien no se resignaba a la ligereza de cascos de su único hijo y maldecía aquella buena estrella que le permitía evadir los esfuerzos de los mortales comunes y corrientes. No era felicidad lo que deseaba para él sino trascendencia. Le angustiaba verlo pasar por este mundo como un pájaro contento, porque con esa actitud se le iba a estropear el karma. Creía que el alma avanza hacia el cielo a través de la compasión y el sufrimiento, venciendo con nobleza y generosidad los obstáculos, pero si el camino de Lucky era siempre fácil, ¿cómo iba a superarse? Temía que en el futuro se reencarnara en sabandija. Tao-Chien pretendía que su primogénito, quien debía ayudarlo en la vejez y honrar su memoria después de su muerte, continuara la noble tradición familiar de curar, soñaba incluso con verlo convertido en el primer médico chino-americano con diploma; pero Lucky sentía horror por las pócimas malolientes y agujas de acupuntura, nada le repugnaba tanto como las enfermedades ajenas y no lograba entender el disfrute de su padre ante una vejiga inflamada o una cara salpicada de pústulas. Hasta que cumplió dieciséis años y se lanzó a la calle, debió asistir a Tao-Chien en el consultorio, donde este le machacaba los nombres de los remedios y sus aplicaciones y procuraba enseñarle el arte indefinible de tomar los pulsos, balancear la energía e identificar humores, sutilezas que al joven le entraban por una oreja y salían por otra, pero al menos no lo traumatizaban, como los textos científicos de medicina occidental que su padre estudiaba con ahínco. Las ilustraciones de cuerpos sin piel, con músculos, venas y huesos al aire, pero con calzones, así como las operaciones quirúrgicas descritas en sus más crueles detalles, lo horrorizaban. No le faltaban pretextos para alejarse del consultorio, pero siempre estaba disponible cuando se trataba de esconder a una de las miserables sing-song girls, que su padre solía llevar a la casa. Esa actividad secreta y peligrosa estaba hecha a su medida. Nadie mejor que él para trasladar las muchachitas exánimes bajo las narices de los tongs, nadie más hábil para sustraerlas del barrio apenas se recuperaban un poco, nadie más ingenioso para hacerlas desaparecer para siempre en los cuatro vientos de la libertad. No lo hacía derrotado por la compasión, como Tao-Chien, sino exaltado por el afán de torear el riesgo y poner a prueba su buena suerte.
Antes de alcanzar los diecinueve años Lynn Sommers ya había rechazado varios pretendientes y estaba acostumbrada a los homenajes masculinos, que recibía con desdén de reina, pues ninguno de sus admiradores calzaba con su imagen del príncipe romántico, ninguno decía las palabras que su tía abuela Rose Sommers escribía en sus novelas, a todos los juzgaba ordinarios, indignos de ella. Creyó encontrar el destino sublime al cual tenía derecho cuando conoció el único hombre que no la miró dos veces, Matías Rodríguez de Santa Cruz. Lo había visto de lejos en algunas oportunidades, por la calle o en el coche con Paulina del Valle, pero no habían cruzado palabra, él era bastante mayor, vivía en círculos donde Lynn no tenía acceso y de no ser por la estatua de La República tal vez no se hubieran topado nunca. Con el pretexto de supervisar el costoso proyecto, se daban cita en el estudio del escultor los políticos y magnates que contribuyeron a financiar la estatua. El artista era amante de la gloria y la buena vida; mientras trabajaba, aparentemente absorto en el fundamento del molde donde se vaciaría el bronce, disfrutaba de la recia compañía masculina, las botellas de champaña, las ostras frescas y los buenos cigarros que traían las visitas. Sobre una tarima, iluminada por una claraboya en el techo por donde se filtraba luz natural, Lynn Sommers se equilibraba en la punta de los pies con los brazos en alto, en una postura imposible de mantener por más de unos minutos, con una corona de laurel en una mano y un pergamino con la constitución americana en la otra, vestida con una ligera túnica plisada que le colgaba de un hombro hasta las rodillas, revelando el cuerpo tanto como lo cubría. San Francisco era un buen mercado para el desnudo femenino; todos los bares exponían cuadros de rotundas odaliscas, fotografías de cortesanas con el trasero al aire y frescos de yeso con ninfas perseguidas por incansables sátiros; una modelo totalmente desnuda habría provocado menos curiosidad que esa chica que rehusaba quitarse la ropa y no se separaba del ojo avizor de su madre. Eliza Sommers, vestida de oscuro, sentada muy tiesa en una silla junto a la tarima donde posaba su hija, vigilaba sin aceptar ni las ostras ni la champaña con que intentaban distraerla. Esos vejetes acudían motivados por la lujuria, no por amor al arte, eso estaba claro como el agua. Carecía de poder para impedir su presencia, pero al menos podía asegurarse de que su hija no aceptara invitaciones y, en lo posible, no se riera de las bromas ni contestara las preguntas desatinadas. «No hay nada gratis en este mundo. Por esas baratijas pagaras un precio muy caro», le advertía cuando la chica se enfurruñaba al verse obligada a rechazar un regalo.
Posar para la estatua resultó un proceso eterno y aburrido, que dejaba a Lynn con calambres en las piernas y entumecida de frío. Eran los primeros días de enero y las estufas en los rincones no lograban entibiar ese recinto de techos altos, cruzado de corrientes de aire. El escultor trabajaba con abrigo puesto y desquiciante lentitud, deshaciendo hoy lo hecho ayer, como si no tuviera una idea acabada, a pesar de los centenares de esbozos de La República pegados en las paredes.
Un martes aciago apareció Feliciano Rodríguez de Santa Cruz con su hijo Matías. Le había llegado la noticia de la exótica modelo y pensaba conocerla antes que levantaran el monumento en la plaza, saliera su nombre en el diario y la chica se convirtiera en una presa inaccesible, en el caso hipotético de que el monumento llegara a inaugurarse. Al paso que iba, bien podía suceder que antes de vaciarlo en bronce los opositores del proyecto ganaran la batalla y todo se disolviera en la nada; había muchos inconformes con la idea de una república que no fuera anglosajona. El viejo corazón de truhán de Feliciano todavía se agitaba con el olor de la conquista, por eso estaba allí. Tenía más de sesenta años, pero el hecho de que la modelo aún no cumplía los veinte no le parecía un obstáculo insalvable; estaba convencido que había muy poco que el dinero no pudiera comprar. Le bastó un instante para evaluar la situación al ver a Lynn sobre la tarima, tan joven y vulnerable, tiritando bajo su túnica indecente, y el estudio lleno de machos dispuestos a devorarla; pero no fue compasión por la chica o temor a la competencia entre antropófagos lo que detuvo su impulso inicial de enamorarla, sino Eliza Sommers. La reconoció al punto, a pesar de haberla visto muy pocas veces. No sospechaba que la modelo de quien tantos comentarios había oído, fuera hija de una amiga de su mujer.
Lynn Sommers no percibió la presencia de Matías hasta media hora más tarde, cuando el escultor dio por terminada la sesión y ella pudo desprenderse de la corona de laurel y el pergamino y descender de la tarima. Su madre le puso una manta sobre los hombros y le sirvió una taza de chocolate, guiándola tras el biombo donde debía vestirse. Matías estaba junto a la ventana observando la calle ensimismado; los suyos eran los únicos ojos que en ese momento no estaban clavados en ella. Lynn notó al punto la belleza viril, juventud y buena cepa de ese hombre, su ropa exquisita, su porte altivo, el mechón de pelo castaño cayendo en cuidadoso desorden sobre la frente, las manos perfectas con anillos de oro en los meñiques. Asombrada al verse así ignorada, fingió tropezar para llamar su atención. Varias manos se aprontaron a sostenerla, menos las del dandy en la ventana, quien apenas la barrió con la vista, totalmente indiferente, como si ella fuera parte del amueblado. Y entonces Lynn, con la imaginación a galope, decidió, sin tener ninguna razón a la cual aferrarse, que ese hombre era el galán anunciado durante años en las novelas de amor: había encontrado finalmente su destino. Al vestirse tras el biombo tenía los pezones duros como piedrecillas.
La indiferencia de Matías no era fingida, en verdad no reparó en la joven, estaba allí por motivos muy alejados de la concupiscencia: debía hablar de dinero con su padre y no encontró otra ocasión para hacerlo. Estaba con el agua al cuello y necesitaba de inmediato un cheque para cubrir sus deudas de juego en un garito de Chinatown. Su padre le había advertido que no pensaba seguir financiando tales diversiones y, de no haber sido un asunto de vida o muerte, como le habían hecho saber claramente sus acreedores, se las habría arreglado para ir sacándole lo necesario de a poco a su madre. En esta ocasión, sin embargo, los celestiales no estaban dispuestos a esperar y Matías supuso acertadamente que la visita donde el escultor pondría a su padre de buen humor y sería fácil obtener lo que pretendía de él. Fue varios días más tarde, en una parranda con sus amigos bohemios, cuando se enteró de que había estado en presencia de Lynn Sommers, la joven más codiciada del momento.
Tuvo que hacer un esfuerzo por recordarla y llegó a preguntarse si sería capaz de reconocerla si la viera en la calle. Cuando surgieron las apuestas a ver quien sería el primero en seducirla, se anotó por inercia y luego, con su insolencia habitual, anunció que lo haría en tres etapas. La primera, dijo, sería conseguir que fuera a la garvonniere sola para presentarla a sus compinches, la segunda sería convencerla de posar desnuda delante de ellos, y la tercera hacerle el amor, todo en el plazo de un mes. Cuando invitó a su primo Severo del Valle a conocer a la mujer más bonita de San Francisco en la tarde del miércoles, estaba cumpliendo la primera parte de la apuesta. Había sido fácil llamar a Lynn con una seña discreta por la ventana del salón de té de su madre, esperarla en la esquina cuando ella salió con algún pretexto inventado, caminar con ella un par de cuadras por la calle, decirle unos cuantos piropos, que habrían provocado hilaridad en una mujer con más experiencia, y citarla en su estudio advirtiéndole que acudiera sola. Se sintió frustrado porque supuso que el desafío sería más interesante. Antes del miércoles de la cita ni siquiera tuvo que esmerarse demasiado en seducirla, bastaron unas miradas lánguidas, un roce de los labios en su mejilla, unos soplidos y frases resabidas en su oído, para desarmar a la chiquilla que temblaba ante él, lista, para el amor. A Matías ese deseo femenino de entregarse y sufrir le resultaba patético, era justamente lo que más detestaba de las mujeres, por eso se avenía tan bien con Amanda Lowell, quien tenía la misma actitud suya de desfachatez ante los sentimientos y de reverencia ante el placer. Lynn, hipnotizada como ratón ante una cobra, tenía al fin un destinatario para el arte florido de las esquelas de amor y sus estampas de doncellas mustias y galanes engominados. No sospechaba que Matías compartía esas misivas románticas con sus amigotes. Cuando Matías quiso mostrárselas a Severo del Valle, este rehusó. Aún ignoraba que eran enviadas por Lynn Sommers, pero la idea de burlarse del enamoramiento de una joven ingenua le repugnaba. «Por lo visto sigues siendo un caballero, primo, pero no te preocupes, eso se cura tan fácilmente como la virginidad», comentó Matías.
Severo del Valle asistió a la invitación de su primo ese miércoles memorable para conocer a la mujer más bonita de San Francisco, como este le había anunciado, y se encontró con que no era el único convocado para la ocasión; había por lo menos media docena de bohemios bebiendo y fumando en la garvonniere y la misma mujer de pelo rojo que viera por unos segundos un par de años atrás, cuando fue con Williams a rescatar a Matías en un fumadero de opio. Sabía de quién se trataba, porque su primo le había hablado de ella y su nombre circulaba en el mundo de los espectáculos frívolos y la vida nocturna. Era Amanda Lowell, gran amiga de Matías, con quien solía burlarse a coro del escándalo que desencadenó en los tiempos en que era la amante de Feliciano Rodríguez de Santa Cruz. Matías le había prometido que a la muerte de sus padres le regalaría la cama de Neptuno que Paulina del Valle encargo a Florencia por despecho. De la vocación de cortesana poco le quedaba a la Lowell, en su madurez había descubierto cuán petulantes y aburridos son la mayoría de los hombres, pero con Matías tenía una profunda afinidad, a pesar de sus fundamentales diferencias. Ese miércoles se mantuvo aparte, recostada en un sofá, bebiendo champaña, consciente de que por una vez el centro de atención no era ella. Había sido invitada para que Lynn Sommers no se encontrara sola entre hombres en la primera cita, porque podría retroceder intimidada.
A los pocos minutos golpearon la puerta y apareció la famosa modelo de La República envuelta en una capa de pesada lana con un capuchón sobre la cabeza. Al quitarse el manto vieron un rostro virginal coronado por cabello negro partido al centro y peinado hacia atrás en un mono sencillo. Severo del Valle sintió que el corazón le daba un brinco y toda la sangre se le agolpaba en la cabeza, retumbándole en las sienes como un tambor de regimiento. Jamás imaginó que la víctima de la apuesta de su primo fuera Lynn Sommers. No pudo decir ni una palabra, ni siquiera saludarla como hacían los demás; retrocedió hasta un rincón y allí permaneció durante la hora que duró la visita de la joven, con la mirada fija en ella, paralizado de angustia. No le cabía duda alguna sobre el desenlace de la apuesta de ese grupo de hombres. Vio a Lynn Sommers como un cordero sobre la piedra del sacrificio, ignorante de su suerte. Una oleada de odio contra Matías y sus secuaces le subió desde los pies, mezclada con una rabia sorda contra Lynn. No podía comprender cómo la muchacha no se daba cuenta de lo que estaba sucediendo, cómo no veía la trampa de esos halagos de doble sentido, del vaso de champaña que le llenaban una y otra vez, de la perfecta rosa roja que Matías le prendía en el pelo, todo tan predecible y vulgar que daba náuseas. «Debe ser tonta sin remedio», pensó asqueado con ella tanto como con los demás, pero vencido por un amor ineludible que durante años había estado esperando la oportunidad de germinar y ahora reventaba, aturdiéndolo.
—¿Te pasa algo, primo? —preguntó Matías burlón, pasándole un vaso.
No pudo contestar y debió voltear la cara para disimular su intención asesina, pero el otro había adivinado sus sentimientos y se dispuso a llevar la broma más lejos. Cuando Lynn Sommers anunció que debía partir, después de prometer que regresaría a la semana siguiente para posar ante las cámaras de esos «artistas», Matías le pidió a su primo que la acompañara. Y así fue como Severo del Valle se encontró a solas con la mujer que había logrado mantener a raya el porfiado amor de Nívea. Anduvo con Lynn las pocas cuadras que separaban el estudio de Matías del salón de té de Eliza Sommers, tan trastornado que no supo cómo iniciar una conversación banal. Era tarde para revelarle la apuesta, sabía que Lynn estaba enamorada de Matías con la misma terrible ofuscación con que él lo estaba de ella. No le creería y se sentiría insultada y, aunque le explicara que para Matías ella era apenas un juguete, igual iría derecho al matadero, ciega de amor. Fue ella quien rompió el incómodo silencio para preguntarle si él era el primo chileno que Matías había mencionado. Severo comprendió cabalmente que esa joven no tenía el más leve recuerdo del primer encuentro años atrás, cuando pegaba estampas en un álbum a la luz de los vitrales de una ventana, no sospechaba que la amaba desde entonces con la tenacidad del primer amor, tampoco se había fijado que él rondaba la pastelería y se le cruzaba a menudo en la calle. Sus ojos simplemente no lo habían registrado. Al despedirse le pasó su tarjeta de visita, se inclinó en el gesto de besarle la mano y balbuceó que si alguna vez lo necesitaba por favor no vacilara en llamarlo. A partir de ese día eludió a Matías y se hundió en el estudio y el trabajo para apartar de su mente a Lynn Sommers y la humillante apuesta. Cuando su primo lo invitó el miércoles siguiente a la segunda sesión, en la cual estaba previsto que la muchacha se desnudaría, lo insultó. Por varias semanas no pudo escribir ni una línea a Nívea y tampoco podía leer sus cartas, que guardaba sin abrir, agobiado por la culpa. Se sentía inmundo, como si él también participara en la bravata de mancillar a Lynn Sommers.
Matías Rodríguez de Santa Cruz ganó la apuesta sin esmerarse, pero por el camino le falló el cinismo y sin quererlo se vio atrapado en lo que más temía en este mundo: un lío sentimental. No llegó a enamorarse de la bella Lynn Sommers, pero el amor incondicional y la inocencia con que ella se le entregó, lograron conmoverlo. La joven se colocó en sus manos con total confianza, dispuesta a hacer lo que le pidiera, sin juzgar sus propósitos o calcular las consecuencias. Matías calibró el poder absoluto que ejercía sobre ella, cuando la vio desnuda en su buhardilla, roja de turbación, cubriéndose el pubis y los senos con los brazos, al centro del circulo de sus compinches, quienes fingían fotografiarla sin disimular la excitación de perros en celo que aquella jugarreta despiadada les producía. El cuerpo de Lynn no tenía la forma de reloj de arena tan de moda entonces, nada de caderas y senos opulentos separados por una cintura imposible, era delgada y sinuosa, de piernas largas y pechos redondos de pezones oscuros, tenía la piel color de fruta estival y un manto de cabello negro y liso que le caía hasta la mitad de la espalda. Matías la admiró como otro de los muchos objetos de arte que coleccionaba, le pareció exquisita, pero comprobó satisfecho que no ejercía sobre él ninguna atracción. Sin pensar en ella, sólo por presumir ante sus amigos y por ejercicio de crueldad, le indicó que apartara los brazos. Lynn lo miró por unos segundos y luego obedeció lentamente, mientras le corrían lágrimas de vergüenza por las mejillas. Ante ese llanto inesperado se hizo un silencio helado en la habitación, los hombres apartaron la vista y aguardaron con las cámaras en la mano, sin saber qué hacer, por un tiempo que pareció muy largo. Entonces Matías, abochornado por primera vez en su vida, tomó un abrigo y cubrió a Lynn, envolviéndola en sus brazos. «¡Váyanse! Esto se ha terminado», ordenó a sus huéspedes, que empezaron a retirarse uno a uno, desconcertados.
A solas con ella, Matías la sentó sobre sus rodillas y empezó a mecerla como a un niño, pidiéndole perdón con el pensamiento, pero incapaz de formular las palabras, mientras la joven seguía llorando callada. Por último la condujo con suavidad detrás del biombo, a la cama, y se acostó con ella abrazándola como un hermano, acariciándole la cabeza, besándola en la frente, perturbado por un sentimiento desconocido y omnipotente que no sabía nombrar. No la deseaba, sólo quería protegerla y devolverle intacta su inocencia, pero la suavidad imposible de la piel de Lynn, su cabello vivo envolviéndolo y su fragancia de manzana lo derrotaron. La entrega sin reservas de ese cuerpo núbil que se abría al contacto de sus manos logró sorprenderlo y sin saber cómo se encontró explorándola, besándola con una ansiedad que ninguna mujer le había provocado antes, metiéndola la lengua en la boca, las orejas, por todos lados, aplastándola, penetrándola en una vorágine de pasión incontenible, cabalgándola sin misericordia, ciego, desbocado, hasta que reventó dentro de ella en un orgasmo devastador. Durante un brevísimo instante se encontraron en otra dimensión, sin defensas, desnudos en cuerpo y espíritu. Matías alcanzó a tener la revelación de una intimidad que hasta entonces había evitado sin saber siquiera que existiera, traspasó una última frontera y se encontró al otro lado, desprovisto de voluntad. Había tenido más amantes —mujeres y hombres— de los que convenía recordar, pero nunca había perdido así el control, la ironía, la distancia, la noción de su propia intocable individualidad, para fundirse simplemente con otro ser humano. En cierta forma, él también entregó la virginidad en ese abrazo. El viaje duró apenas una milésima fracción de tiempo, pero fue suficiente para aterrorizarlo; regresó a su cuerpo exhausto y de inmediato se parapetó en la armadura de su sarcasmo habitual. Cuando Lynn abrió los ojos él ya no era el mismo hombre con quien había hecho el amor, sino el de antes, pero ella carecía de experiencia para saberlo. Adolorida, ensangrentada y dichosa, se abandonó al espejismo de un amor ilusorio, mientras Matías la mantenía abrazada, aunque ya su espíritu andaba lejos. Así estuvieron hasta que se fue por completo la luz en la ventana y ella comprendió que debía regresar donde su madre. Matías la ayudó a vestirse y la acompañó hasta las cercanías del salón de té. «Espérame, mañana vendré a la misma hora», susurró ella al despedirse.
Nada supo Severo del Valle de lo sucedido ese día ni de los hechos que siguieron, hasta tres meses más tarde. En abril de 1879 Chile declaró la guerra a sus vecinos, Perú y Bolivia, por un asunto de tierras, salitre y soberbia. Había estallado la Guerra del Pacífico. Cuando la noticia llegó a San Francisco, Severo se presentó ante sus tíos anunciando que partía a luchar.
—¿No quedamos en que nunca volverías a pisar un cuartel? —Le recordó su tía Paulina.
—Esto es distinto, mi patria está en peligro.
—Tú eres un civil.
—Soy sargento de reserva —explicó él.
—La guerra habrá terminado antes de que alcances a llegar a Chile. Veamos que dicen los periódicos y qué opina la familia. No te precipites —aconsejó la tía.
—Es mi deber —replicó Severo, pensando en su abuelo, el patriarca Agustín del Valle, quien había muerto recientemente reducido al tamaño de un chimpancé, pero con el mal carácter intacto.
—Tu deber está aquí, conmigo. La guerra es buena para los negocios. Este es el momento de especular con azúcar —replicó Paulina.
—¿Azúcar?
—Ninguno de esos tres países la produce y en tiempos malos la gente come más dulce —aseguró Paulina.
—¿Cómo sabe, tía?
Por experiencia propia, muchacho.
Severo partió a empacar sus maletas, pero no se fue en el barco que zarpó hacia el sur días más tarde, como planeaba, sino a finales de octubre. Esa noche su tía le anunció que debían recibir una extraña visita y esperaba que él estuviera presente, porque su marido andaba de viaje y ese asunto podía requerir los buenos consejos de un abogado. A las siete de la tarde Williams, con el aire desdeñoso que usaba cuando se veía obligado a servir a gente de inferior condición social, hizo entrar a un chino alto, de pelo gris, vestido de negro riguroso, y una mujercita de aspecto juvenil y anodino, pero tan altiva como el mismo Williams. Tao-Chien y Eliza Sommers se encontraron en la sala de las fieras, como la llamaban rodeados de leones, elefantes y otras bestias africanas que los observaban desde sus marcos dorados en las paredes. Paulina veía a Eliza con frecuencia en la pastelería, pero jamás se habían encontrado en otra parte, pertenecían a mundos separados. Tampoco conocía a ese celestial, que a juzgar por la forma en que la tomaba del brazo, debía ser su marido o su amante. Se sintió ridícula en su palacete de cuarenta y cinco habitaciones, vestida de raso negro y cubierta de diamantes, ante esa pareja modesta que la saludaba con sencillez, manteniendo la distancia. Se fijó que su hijo Matías los recibía turbado, con una inclinación de cabeza, sin tenderles la mano, y se mantenía separado del grupo detrás de un escritorio de Jacaranda, aparentemente absorto en la limpieza de su pipa. Por su parte Severo del Valle adivinó sin asomo de duda la razón de la presencia de los padres de Lynn Sommers en la casa y quiso encontrarse a mil leguas de allí. Intrigada y con las antenas alertas, Paulina no perdió tiempo ofreciendo algo de beber, hizo un gesto a Williams para que se retirara y cerrara las puertas. «¿Qué puedo hacer por ustedes?», preguntó. Entonces Tao-Chien procedió a explicar, sin alterarse, que su hija Lynn estaba encinta, que el autor del agravio era Matías y que esperaba la única reparación posible. Por una vez en su vida la matriarcal Del Valle perdió el habla. Se quedó sentada, boqueando como una ballena varada, y cuando por fin le salió la voz fue para emitir un graznido.
—Madre, no tengo nada que ver con esta gente. No los conozco y no sé de qué hablan —dijo Matías desde el escritorio de jacarandá, con su pipa de marfil tallado en la mano.
—Lynn nos ha contado todo —lo interrumpió Eliza poniéndose de pie, con la voz quebrada, pero sin lágrimas.
—Si es dinero lo que quieren… —empezó a decir Matías, pero su madre lo atajó con una mirada feroz.
—Les ruego que perdonen —dijo dirigiéndose a Tao-Chien y Eliza Sommers—. Mi hijo está tan sorprendido como yo. Estoy segura de que podemos arreglar esto con decencia, como corresponde…
—Lynn desea casarse, por supuesto. Nos ha dicho que ustedes se aman —dijo Tao-Chien, también de pie, dirigiéndose a Matías, quien respondió con una breve carcajada, que sonó como ladrido de perro.
—Ustedes parecen gente respetable —dijo Matías—. Sin embargo, su hija no lo es, como cualquiera de mis amigos puede atestiguar. No sé cuál de ellos es responsable de su desgracia, pero ciertamente no soy yo.
Eliza Sommers había perdido por completo el color, tenía una palidez de yeso y temblaba, a punto de caerse. Tao-Chien la tomó con firmeza del brazo y sosteniéndola como a una inválida la condujo a la puerta. Severo del Valle creyó morirse de angustia y de vergüenza, como si él fuera el único culpable de lo sucedido. Se adelantó a abrirles y los acompañó hasta la salida, donde los aguardaba un coche de alquiler. No se le ocurrió nada que decirles. Cuando regresó al salón alcanzó a oír el final de la discusión.
—¡No pienso tolerar que haya bastardos de mi sangre sembrados por allí! —gritó Paulina.
—Defina sus lealtades, madre. ¿A quién va a creer, a su propio hijo o a una pastelera y un chino? —Replicó Matías saliendo con un portazo.
Esa noche Severo del Valle se enfrentó con Matías. Poseía suficiente información para deducir los hechos y pretendía desarmar a su primo mediante un tenaz interrogatorio, pero no fue necesario porque este soltó todo de inmediato. Se sentía atrapado en una situación absurda de la cual no era responsable, dijo; Lynn Sommers lo había perseguido y se le había entregado en bandeja; él nunca tuvo realmente la intención de seducirla, la apuesta había sido sólo una fanfarronada. Llevaba dos meses intentando desprenderse de ella sin destruirla, temía que hiciera una tontería, era una de esas jóvenes histéricas capaces de lanzarse al mar por amor, explicó. Admitió que Lynn era apenas una niña y había llegado virgen a sus brazos, con la cabeza llena de poemas azucarados y completamente ignorante de los rudimentos del sexo, pero repitió que no tenía ninguna obligación con ella, que nunca le había hablado de amor y mucho menos de matrimonio. Las muchachas como ella siempre traían complicaciones, agregó, por eso las evitaba como a la peste. Jamás imaginó que el breve encuentro con Lynn traerla tales consecuencias. Habían estado juntos en contadas ocasiones, dijo, y le había recomendado que después se hiciera lavados con vinagre y mostaza, no podía suponer que fuera tan asombrosamente fértil. En todo caso, estaba dispuesto a correr con los gastos del crío, el costo era lo de menos, pero no pensaba darle su apellido, porque no había prueba alguna de que fuera suyo. «No me casaré ahora ni nunca, Severo. ¿Conoces a alguien con menos vocación burguesa que yo?», concluyó.
Una semana más tarde Severo del Valle se presentó en la clínica de Tao-Chien después de haber dado mil vueltas en la cabeza a la escabrosa misión que le había encargado su primo. El zhong-yi acababa de atender al último paciente del día y lo recibió a solas en la salita de espera de su consultorio, en el primer piso. Escuchó impasible el ofrecimiento de Severo.
—Lynn no necesita dinero, para eso tiene a sus padres —dijo sin reflejar ninguna emoción—. De todos modos agradezco su preocupación, señor Del Valle.
—¿Cómo está la señorita Sommers? —preguntó Severo, humillado por la dignidad del otro.
—Mi hija aún piensa que hay un malentendido. Está segura de que pronto el señor Rodríguez de Santa Cruz vendrá a pedirla en matrimonio, no por deber, sino por amor.
—Chien, no sé qué daría por cambiar las circunstancias. La verdad es que mi primo no tiene buena salud, no puede casarse. Lo lamento infinitamente… —murmuró Severo del Valle.
—Nosotros lo lamentamos más. Para su primo Lynn es sólo una diversión; para Lynn él es su vida —dijo suavemente Tao-Chien.
—Me gustaría darle una explicación a su hija, señor Chien. ¿Puedo verla, por favor?
—Debo preguntarle a Lynn. Por el momento no desea ver a nadie, pero le haré saber si cambia de opinión —replicó el zhong-yi, acompañándolo a la puerta.
Severo del Valle aguardó durante tres semanas sin saber ni una palabra de Lynn, hasta que no pudo aguantar más la impaciencia y fue al salón de té a suplicar a Eliza Sommers que le permitiera hablar con su hija. Esperaba encontrar una impenetrable resistencia, pero ella lo recibió envuelta en su aroma de azúcar y vainilla con la misma serenidad con que lo había atendido Tao-Chien. Al principio Eliza se culpó por lo ocurrido: se había descuidado, no había sido capaz de proteger a su hija y ahora su vida estaba arruinada. Lloró en brazos de su marido, hasta que él le recordó que a los dieciséis años ella había sufrido una experiencia similar: el mismo amor desmesurado, el abandono del amante, la preñez y el terror; la diferencia era que Lynn no estaba sola, no tendría que escapar de su casa y cruzar medio mundo en la bodega de un barco detrás de un hombre indigno, como hizo ella. Lynn había acudido a sus padres y ellos tenían la suerte enorme de poder ayudarla, había dicho Tao-Chien. En China o en Chile su hija estaría perdida, la sociedad no tendría perdón para ella, pero en California, tierra sin tradición, había espacio para todos. El zhong-yi reunió a su pequeña familia y explicó que el bebé era un regalo del cielo y debían esperarlo con alegría; las lágrimas eran malas para el karma, dañaban a la criatura en el vientre de la madre y la señalaban para una vida de incertidumbre. Ese niño o niña sería bienvenido; su tío Lucky y él mismo, su abuelo, serían dignos sustitutos del padre ausente. Y en cuanto al amor frustrado de Lynn, bueno, ya pensarían en eso más adelante, dijo. Parecía tan entusiasmado ante la perspectiva de ser abuelo, que Eliza se avergonzó de sus gazmoñas consideraciones, se secó el llanto y no volvió a recriminarse. Si para Tao-Chien la compasión por su hija contaba más que el honor familiar, igual debía ser para ella, decidió; su deber era proteger a Lynn y lo demás carecía de importancia. Así lo manifestó amablemente a Severo del Valle ese día en el salón de té. No entendía las razones del chileno para insistir en hablar con su hija, pero intercedió en su favor y finalmente la joven aceptó verlo. Lynn apenas lo recordaba, pero lo recibió con la esperanza de que viniera como emisario de Matías.
En los meses siguientes las visitas de Severo del Valle al hogar de los Chien se convirtieron en una costumbre. Llegaba al anochecer, cuando terminaba su trabajo, dejaba su caballo amarrado en la puerta y se presentaba con el sombrero en una mano y algún regalo en la otra, así se fue llenando la habitación de Lynn de juguetes y ropa de bebé. Tao-Chien le enseñó a jugar mah-jong y pasaban horas con Eliza y Lynn moviendo las hermosas piezas de marfil. Lucky no participaba, porque le parecía una pérdida de tiempo jugar sin apostar, en cambio Tao-Chien sólo jugaba en el seno de su familia, porque en su juventud había renunciado a hacerlo por dinero y estaba seguro de que si rompía esa promesa le ocurriría una desgracia. Tanto se habituaron los Chien a la presencia de Severo, que cuando se atrasaba consultaban el reloj, desconcertados. Eliza Sommers aprovechaba para practicar con él su castellano y hacer recuerdos de Chile, ese lejano país donde no había puesto los pies en más de treinta años, pero seguía considerando su patria. Comentaban los pormenores de la guerra y los cambios políticos: después de varias décadas de gobiernos conservadores, habían triunfado los liberales y la lucha para doblegar el poder del clero y conseguir reformas había dividido a cada familia chilena. La mayoría de los hombres, por católicos que fueran, ansiaban modernizar al país, pero las mujeres, mucho más religiosas, se volvían contra sus padres y esposos por defender a la iglesia. Según explicaba Nívea en sus cartas, por muy liberal que fuera el gobierno, la suerte de los pobres seguía siendo la misma, y agregaba que, tal como siempre, las mujeres de clase alta y el clero manipulaban las cuerdas del poder. Separar a la iglesia del Estado era sin duda un gran paso adelante, escribía la muchacha a espaldas del clan Del Valle, que no toleraba ese tipo de ideas, pero siempre eran las mismas familias quienes controlaban la situación. «Fundemos otro partido, Severo, uno que busque justicia e igualdad», escribía, animada por sus conversaciones clandestinas con sor María Escapulario.
En el sur del continente la Guerra del Pacífico continuaba, cada vez más cruenta, mientras los ejércitos chilenos se aprontaban para iniciar la campaña en el desierto del norte, un territorio tan agreste e inhóspito como la luna, donde abastecer a las tropas resultaba tarea titánica. La única forma de llevar a los soldados hasta los sitios donde se librarían las batallas era por mar, pero la escuadra peruana no estaba dispuesta a permitirlo. Severo del Valle pensaba que la guerra iba definiéndose en favor de Chile, cuya organización y ferocidad parecían imbatibles. No era sólo armamento y carácter guerrero los que determinarían el resultado del conflicto, explicaba a Eliza Sommers, sino el ejemplo de un puñado de hombres heroicos que logró enardecer el alma de la nación.
—Creo que la guerra se decidió en mayo, señora, en un combate naval frente al puerto de Iquique. Allí una vetusta fragata chilena peleó contra una fuerza peruana muy superior. Al mando iba Arturo Prat, un joven capitán muy religioso y más bien tímido, que no participaba en las parrandas y calaveradas del ambiente militar, tan poco distinguido que sus superiores no confiaban en su valor. Ese día se convirtió en el héroe que galvanizó el espíritu de todos los chilenos.
Eliza conocía los detalles, los había leído en un ejemplar atrasado del Times de Londres, donde el episodio fue descrito como «… uno de los combates más gloriosos que jamás hayan tenido lugar; un viejo buque de madera, casi cayéndose a pedazos, sostuvo la acción durante tres horas y media contra una batería de tierra y un poderoso acorazado y concluyó con su bandera al tope». El buque peruano al mando del almirante Miguel Grau, también un héroe de su país, embistió a toda marcha a la fragata chilena, atravesándola con su espolón, momento que aprovechó el capitán Prat para saltar al abordaje seguido por uno de sus hombres. Ambos murieron minutos después, baleados sobre la cubierta enemiga. Con el segundo espolonazo saltaron varios más, emulando a su jefe, y también perecieron acribillados; al final tres cuartos de, la tripulación sucumbieron antes de que la fragata se hundiera. Tan disparatado heroísmo transmitió valor a sus compatriotas e impresionó tanto a sus enemigos, que el Almirante Grau repetía atónito «¡Cómo se baten estos chilenos!».
—Grau es un caballero. Recogió personalmente la espada y las prendas de Prat y se las devolvió a la viuda —contó Severo—, y agregó que a partir de esa batalla la consigna sagrada en Chile era «luchar hasta vencer o morir», como aquellos valientes.
—Y usted, Severo, ¿no piensa ir a la guerra? —le preguntó Eliza.
—Si, lo haré muy pronto —replicó el joven avergonzado, sin saber qué esperaba para cumplir con su deber. Entretanto Lynn fue engordando sin perder ni un ápice de su gracia o su belleza. Dejó de usar los vestidos que ya no le cruzaban y se acomodó en las alegres túnicas de seda compradas en Chinatown. Salía muy poco, a pesar de la insistencia de su padre de que caminara. A veces Severo del Valle la recogía en coche y la llevaba a pasear al Parque Presidio o a la playa, donde se instalaban sobre un chal a merendar y leer, él sus periódicos y libros de leyes, ella las novelas románticas en cuyos argumentos ya no creía, pero que aún le servían de refugio. Severo vivía al día, de visita en visita a casa de los Chien, sin otro objetivo que ver a Lynn. Ya no le escribía a Nívea. Muchas veces había tomado la pluma para confesarle que amaba a otra, pero destruía las cartas sin enviarlas porque no encontraba las palabras para romper con su novia sin herirla de muerte. Además Lynn no le había dado jamás señales que pudieran servirle de punto de partida para imaginar un futuro con ella. No hablaban de Matías, tal como este jamás se refería a Lynn, pero la pregunta estaba siempre suspendida en el aire. Severo se cuidó de no mencionar en casa de sus tíos su nueva amistad con los Chien y supuso que nadie lo sospechaba, excepto el estirado mayordomo Williams, a quien no tuvo que decírselo, porque lo supo igual como sabía todo lo que ocurría en aquel palacete. Severo llevaba dos meses llegando tarde y con una sonrisa idiota pegada en la cara, cuando Williams lo condujo al desván y a la luz de una lámpara de alcohol le mostró un bulto envuelto en sábanas. Al descubrirlo se vio que era una cuna resplandeciente.
—Es de plata labrada, plata de las minas de los señores en Chile. Aquí han dormido todos los niños de esta familia. Si quiere se la lleva —fue todo lo que dijo.
Avergonzada, Paulina del Valle no apareció más por el salón de té, incapaz de pegar los trozos de su larga amistad con Eliza Sommers, hecha añicos. Debió renunciar a los dulces chilenos, que durante años habían sido su debilidad, y resignarse a la pastelería francesa de su cocinero. Su fuerza avasalladora, tan útil para barrer con los obstáculos y cumplir sus propósitos, ahora se volvía en su contra; condenada a la parálisis, se consumía de impaciencia, el corazón le daba brincos en el pecho. «Los nervios me están matando, Williams», se quejaba, convertida en una mujer achacosa por primera vez. Razonaba que con un marido infiel y tres hijos tarambanas lo más probable era que hubiera un buen número de niños ilegítimos con su sangre desparramados por aquí y por allá, no había para que atormentarse tanto; sin embargo, esos bastardos hipotéticos carecían de nombre y rostro, en cambio a este lo tenía ante las narices. ¡Si al menos no hubiera sido Lynn Sommers! No podía olvidar la visita de Eliza y ese chino cuyo nombre no lograba recordar; la visión de esa digna pareja en su salón la penaba. Matías había seducido a la chica, ninguna argucia de la lógica o la conveniencia podía rebatir esa verdad que su intuición aceptó desde el primer momento. Las negativas de su hijo y sus comentarios sarcásticos sobre la escasa virtud de Lynn sólo habían reforzado su convicción. El niño que esa joven llevaba en el vientre provocaba en ella un huracán de sentimientos ambivalentes, por un lado una ira sorda contra Matías y por otro una inevitable ternura por ese primer nieto o nieta. Apenas Feliciano regresó de su viaje, le contó lo ocurrido.
—Estas cosas pasan a cada rato, Paulina, no hay necesidad de armar una tragedia. La mitad de los chiquillos de California son bastardos. Lo importante es evitar el escándalo y cerrar filas en torno a Matías. La familia está primero —fue la opinión de Feliciano.
—Ese niño es de nuestra familia —arguyó ella.
—¡Aún no ha nacido y ya lo incluyes! Conozco a esa tal Lynn Sommers. La vi posando casi desnuda en el taller de un escultor, exhibiéndose al centro de una rueda de hombres, cualquiera de ellos puede ser su amante ¿Es que no lo ves?
—Eres tú quien no lo ve, Feliciano.
—Esto se puede convertir en un chantaje de nunca acabar. Te prohíbo que tengas el menor contacto con esa gente y si se acercan por aquí, yo me haré cargo del asunto —resolvió Feliciano en un santiamén.
A partir de ese día Paulina no volvió a mencionar el tema delante de su hijo o su marido, pero no pudo contenerse y terminó confiando en el fiel Williams, quien poseía la virtud de escucharla hasta el final y no dar su opinión, a menos que se la solicitara. Si pudiera ayudar a Lynn Sommers se sentiría un poco mejor, pensaba, pero por una vez su fortuna no servía de nada.
Esos meses fueron desastrosos para Matías, no sólo el lío con Lynn le alborotaba la bilis, también se le acentuó tanto el sufrimiento en las articulaciones, que ya no pudo practicar esgrima y debió renunciar también a otros deportes. Solía despertar tan adolorido que se preguntaba si no habría llegado ya el momento de contemplar el suicidio, idea que alimentaba desde que supo el nombre de su mal, pero cuando salía de la cama y empezaba a moverse se sentía mejor, entonces retornaba con nuevos bríos su gusto por la vida. Se le hinchaban las muñecas y las rodillas, le temblaban las manos y el opio dejó de ser una diversión en Chinatown para convertirse en una necesidad. Fue Amanda Lowell, su buena compañera de jarana y única confidente, quien le enseñó las ventajas de inyectarse morfina, más efectiva, limpia y elegante que una pipa de opio: una dosis mínima y al instante la angustia desaparecía para dar paso a la paz.
El escándalo del bastardo en camino terminó de arruinarle el ánimo y a mediados del verano anunció de pronto que partía en los próximos días a Europa, a ver si un cambio de aire, las aguas termales de Italia y los médicos ingleses podían aliviar sus síntomas. No añadió que pensaba encontrarse con Amanda Lowell en Nueva York para continuar la travesía juntos, porque su nombre jamás se pronunciaba en la familia, donde el recuerdo de la escocesa pelirroja provocaba indigestión a Feliciano y una rabia sorda a Paulina. No sólo sus achaques y el deseo de alejarse de Lynn Sommers motivaron el viaje precipitado de Matías, sino nuevas deudas de juego, como se supo poco después de su partida, cuando un par de chinos circunspectos aparecieron en la oficina de Feliciano para advertirle con la mayor cortesía, que o bien pagaba la cifra que su hijo debía, con los intereses del caso, o algo francamente desagradable sucedería a algún miembro de su honorable familia. Por toda respuesta el magnate los hizo sacar en vilo de su oficina y lanzar a la calle, luego llamó a Jacob Freemont, el periodista, experto en los bajos mundos de la ciudad. El hombre lo escuchó con simpatía, porque era buen amigo de Matías, y enseguida lo acompañó a ver al jefe de la policía, un australiano de turbia fama que le debía ciertos favores, y le pidió que resolviera el asunto a su modo. «El único modo que conozco es pagando», replicó el oficial, y procedió a explicar cómo con los tongs de Chinatown no se metía nadie. Le había tocado recoger cuerpos abiertos de arriba abajo, con las vísceras nítidamente empacadas en una caja a su lado. Eran venganzas entre celestiales, por supuesto, añadió; con los blancos al menos procuraban que pareciera accidente. ¿No se había fijado cuánta gente moría quemada en inexplicables incendios, destrozada por patas de caballos en una calle solitaria, ahogada en las aguas tranquilas de la bahía o aplastada por ladrillos que caían de modo inexplicable desde un edificio en construcción? Feliciano Rodríguez de Santa Cruz pagó.
Cuando Severo del Valle notificó a Lynn Sommers que Matías había partido a Europa sin planes de regresar en un futuro cercano, se echó a llorar y siguió haciéndolo durante cinco días, a pesar de los tranquilizantes administrados por Tao-Chien, hasta que su madre le dio dos bofetones en la cara y la obligó a enfrentar la realidad. Había cometido una imprudencia y ahora no tenía más remedio que pagar las consecuencias; ya no era una chiquilla, iba a ser madre y debía estar agradecida de tener una familia dispuesta a ayudarla, porque otras en su condición acababan tiradas en la calle ganándose la vida de mala manera, mientras sus bastardos iban a parar a un orfelinato; había llegado la hora de aceptar que su amante se había hecho humo, tendría que hacer de madre y padre para el crío y madurar de una vez por todas, porque en esa casa ya estaban hartos de soportar sus caprichos; llevaba veinte años recibiendo a manos llenas; no pensara que iba a pasar la existencia echada en una cama quejándose; a limpiarse la nariz y vestirse, porque iban a salir a caminar y así lo harían dos veces al día sin falta lloviera o tronara, ¿había oído? Si, Lynn había oído hasta el final con los ojos desorbitados por la sorpresa y las mejillas ardiendo por las únicas cachetadas que había recibido en su vida. Se vistió y obedeció muda. A partir de ese momento la cordura le cayó encima de golpe y porrazo, asumió su suerte con pasmosa serenidad, no volvió a quejarse, se tragó los remedios de Tao-Chien, daba largas caminatas con su madre y hasta fue capaz de reírse a carcajadas cuando supo que el proyecto de la estatua de La República se había ido al carajo, como explicó su hermano Lucky, pero no sólo por falta de modelo, sino porque el escultor se escapo al Brasil con la plata.
A finales de agosto Severo del Valle se atrevió por fin a hablar de sus sentimientos con Lynn Sommers. Para entonces ella se sentía pesada como un elefante y no reconocía su propia cara en el espejo, pero a los ojos de Severo estaba más bella que nunca. Volvían acalorados de un paseo y él sacó su pañuelo para secarle a ella la frente y el cuello, pero no alcanzó a terminar el gesto. Sin saber cómo se encontró inclinado, sujetándola con firmeza por los hombros y besándola en la boca en plena calle. Le pidió que se casaran y ella le explicó con toda sencillez que nunca amaría a otro hombre, sólo a Matías Rodríguez de Santa Cruz.
—No le pido que me ame, Lynn, el cariño que yo siento por usted alcanza para los dos —replicó Severo en la forma algo ceremoniosa en que siempre la trataba—. El bebé necesita un padre. Deme la oportunidad de protegerlos a ambos y le prometo que con el tiempo llegaré a ser digno de su cariño.
—Dice mi padre que en China las parejas se casan sin conocerse y aprenden a amarse después, pero estoy segura de que no sería mi caso, Severo. Lo lamento mucho… —replicó ella.
—No tendrá que vivir conmigo, Lynn. Apenas usted dé a luz me iré a Chile. Mi país está en guerra y ya he postergado demasiado mi deber.
—¿Y si no vuelve de la guerra?
—Al menos su hijo tendrá mi apellido y la herencia de mi padre, que aún tengo. No es mucha, pero será suficiente para educarse. Y usted, querida Lynn, tendrá respetabilidad…
Esa misma noche Severo del Valle escribió a Nívea la carta que no había podido escribirle antes. Se lo dijo en cuatro frases, sin preámbulos ni excusas, porque comprendió que ella no lo toleraría de otro modo. Ni siquiera se atrevió a pedirle perdón por el desgaste en amor y tiempo que esos cuatro años de noviazgo epistolar significaban para ella, porque esas cuentas mezquinas resultaban indignas del corazón generoso de su prima. Llamó a un criado para que pusiera la carta en el correo al día siguiente y luego se echó vestido sobre la cama, extenuado. Durmió sin sueños por primera vez en mucho tiempo.
Un mes más tarde Severo del Valle y Lynn Sommers se casaron en una breve ceremonia, en presencia de la familia de ella y de Williams, único miembro de su casa a quien Severo invitó. Sabía que el mayordomo se lo diría a su tía Paulina y decidió esperar que ella diera el primer paso preguntándoselo. No lo anunció a nadie, porque Lynn le había pedido la mayor discreción hasta después que naciera el niño y hubiera recuperado su aspecto normal; no se atrevía a presentarse con ese vientre de zapallo y la cara salpicada de manchas, dijo. Esa noche Severo se despidió de su flamante mujer con un beso en la frente y partió como siempre a dormir en su cuarto de soltero.
Esa misma semana se libró en las aguas del Pacífico otra batalla naval y la escuadra chilena inutilizó los dos acorazados enemigos. El almirante peruano, Miguel Grau, el mismo caballero que meses antes devolviera la espada del capitán Prat a su viuda, murió tan heroicamente como este. Para el Perú fue un desastre, porque al perder el control marítimo las comunicaciones quedaron cortadas y sus ejércitos fraccionados y aislados. Los chilenos se adueñaron del mar, pudieron transportar sus tropas hasta los puntos neurálgicos del norte y cumplir el plan de avanzar por territorio enemigo hasta ocupar Lima. Severo del Valle seguía las noticias con la misma pasión del resto de sus compatriotas en los Estados Unidos, pero su amor por Lynn superaba con creces su patriotismo y no adelantó su viaje de regreso.
En la madrugada del segundo lunes de octubre amaneció Lynn con la camisa empapada y dio un grito de horror, porque creyó haberse orinado. «Mala cosa, se rompió la bolsa demasiado pronto», dijo Tao-Chien a su mujer, pero ante su hija se presentó sonriente y tranquilo. Diez horas después, cuando las contracciones eran apenas perceptibles y la familia estaba agotada de jugar mah-jong para distraer a Lynn, Tao-Chien decidió echar mano de sus hierbas. La futura madre bromeaba desafiante: ¿eran esos los dolores de parto de los cuales tanto la habían advertido? Resultaban más soportables que los retortijones de barriga producidos por la comida china, dijo. Estaba más aburrida que incomoda y tenía hambre, pero su padre sólo le permitió tomar agua y las tisanas de hierbas medicinales, mientras le aplicaba acupuntura para acelerar el alumbramiento. La combinación de drogas y agujas de oro surtió efecto y al anochecer, cuando se presentó Severo del Valle a su visita diaria, encontró a Lucky en la puerta, demudado, y la casa sacudida por los gemidos de Lynn y el alboroto de una comadrona china, que hablaba a gritos y corría con trapos y jarros de agua. Tao-Chien toleraba a la comadrona porque en ese campo ella tenía más experiencia que él, pero no le permitió que torturara a Lynn sentándosele encima o dándole puñetazos en el vientre, como pretendía. Severo del Valle se quedó en la sala, aplastado contra la pared tratando de pasar desapercibido. Cada quejido de Lynn le taladraba el alma; deseaba huir lo más lejos posible, pero no podía moverse de su rincón ni articular palabra. En eso vio aparecer a Tao-Chien, impasible, vestido con su pulcritud habitual.
—¿Puedo esperar aquí? ¿No molesto? ¿Cómo puedo ayudar? —balbuceó Severo, secándose la transpiración que le corría por el cuello.
—No molesta en absoluto, joven, pero no puede ayudar a Lynn, tiene que hacer su trabajo sola. En cambio puede ayudar a Eliza, que está un poco alterada.
Eliza Sommers había pasado por la fatiga de dar a luz y sabía, como toda mujer, que ese era el umbral de la muerte. Conocía el viaje esforzado y misterioso en que el cuerpo se abre para dar paso a otra vida; recordaba el momento en que se empieza a rodar sin frenos por una pendiente, pulsando y pujando fuera de control, el terror, el sufrimiento y el asombro inaudito cuando por fin se desprende el niño y aparece a la luz.
Tao-Chien, con toda su sabiduría de zhong-yi, tardó más que ella en darse cuenta de que algo andaba muy mal en el caso de Lynn. Los recursos de la medicina china habían provocado fuertes contracciones, pero la criatura venía mal colocada y estaba trancada por los huesos de su madre. Era un parto seco y difícil, como explicó Tao-Chien, pero su hija era fuerte y todo era cuestión de que Lynn mantuviera la calma y no se cansara más de lo necesario; era una carrera de resistencia, no de velocidad, agregó. En una pausa, Eliza Sommers, tan agotada como la misma Lynn, salió de la habitación y se encontró con Severo en un pasillo. Le hizo un gesto y él la siguió, desconcertado, al cuartito del altar, donde no había estado antes. Sobre una mesa baja había una sencilla cruz, una pequeña estatua de Kuan-Yin, diosa china de la compasión, y al centro un vulgar dibujo a tinta de una mujer con una túnica verde y dos flores sobre las orejas. Vio un par de velas encendidas y platillos con azua, arroz y pétalos de flores. Eliza se arrodilló ante el altar sobre un cojín de seda color naranja y pidió a Cristo, a Buda y al espíritu de Lin, la primera esposa, que acudieran a ayudar a su hija en el parto. Severo se quedó de pie atrás, murmurando sin pensar las oraciones católicas aprendidas en su infancia. Así estuvieron un buen rato, unidos por el miedo y el amor a Lynn, hasta que Tao-Chien llamó a su mujer para que lo ayudara, porque había despedido a la comadrona y se disponía a dar vuelta al bebé y sacarlo a mano. Severo se quedó con Lucky fumando en la puerta, mientras Chinatown despertaba poco a poco.
En la madrugada del martes nació la criatura. La madre, mojada en sudor y temblando, luchaba por dar a luz, pero ya no gritaba, se limitaba a jadear, atenta a las indicaciones de su padre. Por fin apretó los dientes, se aferró a los barrotes de la cama con una decisión brutal, entonces asomó un mechón de pelo oscuro. Tao-Chien cogió la cabeza y tiró con firmeza y suavidad hasta que salieron los hombros, giró el cuerpecito y lo extrajo rápidamente con un solo movimiento, mientras con la otra mano desprendía la tripa morada en torno al cuello. Eliza Sommers recibió un pequeño bulto ensangrentado, una niña minúscula, con la cara aplastada y la piel azul. Mientras Tao-Chien cortaba el cordón y se afanaba con la segunda parte del parto, la abuela limpió a la nieta con una esponja y le palmoteo la espalda hasta que empezó a respirar. Cuando oyó el grito que anunciaba el ingreso al mundo y comprobó que adquiría un color normal, la colocó sobre el vientre de Lynn. Exhausta, la madre se irguió sobre un codo para recibirla, mientras su cuerpo seguía pulsando, y se la puso al pecho, besándola y dándole la bienvenida en una mezcolanza de inglés, español, chino y palabras inventadas. Una hora más tarde Eliza llamó a Severo y a Lucky para que conocieran a la niña. La encontraron durmiendo apacible en la cuna de plata labrada que había pertenecido a los Rodríguez de Santa Cruz, vestida de seda amarilla, con un gorro rojo, que le daba el aspecto de un duende diminuto. Lynn dormitaba, pálida y tranquila, entre sábanas limpias, y Tao-Chien, sentado a su lado, vigilaba su pulso.
—¿Qué nombre le pondrán? —preguntó Severo del Valle, conmovido.
—Lynn y usted deben decidirlo —replicó Eliza.
—¿YO?
—¿No es usted el padre? —preguntó Tao-Chien haciéndole un guiño de burla.
—Se llamará Aurora porque nació al amanecer —murmuró Lynn sin abrir los ojos.
—Su nombre en chino es Lai-Ming, quiere decir amanecer —dijo Tao-Chien.
—Bienvenida al mundo Lai-Ming, Aurora del Valle… —sonrió Severo, besando a la chiquita en la frente, seguro de que ese era el día más feliz de su vida y esa criatura arrugada vestida de muñeca china era tan hija suya como si en verdad llevara su sangre. Lucky tomó a su sobrina en brazos y procedió a soplarle su aliento de tabaco y salsa de soya en la cara.
—¡Qué haces! —exclamó la abuela, tratando de arrebatársela de las manos.
—Le echo aire para traspasarle mi buena suerte. ¿Qué otro regalo que valga la pena puedo dar a Lai-Ming? —se rio el tío.
A la hora de la cena, cuando llegó Severo del Valle a la mansión de Nob Hill con la noticia de que se había casado con Lynn Sommers hacía una semana y que ese día había nacido su hija, el desconcierto de sus tíos fue como si hubiera depositado un perro muerto sobre la mesa del comedor.
—¡Y todos echándole la culpa a Matías! Siempre supe que él no era el padre, pero nunca imagine que fueras tú —escupió Feliciano apenas se repuso un poco de la sorpresa.
—No soy el padre biológico, pero soy el padre legal. La niña se llama Aurora del Valle —aclaró Severo.
—¡Esto es un atrevimiento imperdonable! ¡Has traicionado a esta familia, que te acogió como un hijo! —bramó su tío.
—No he traicionado a nadie. Me he casado por amor.
—Pero ¿no estaba enamorada de Matías esa mujer?
—Esa mujer se llama Lynn y es mi esposa, le exijo que la trate con el debido respeto —dijo Severo secamente, poniéndose de pie.
—¡Eres un idiota, Severo, un completo idiota! —lo insultó Feliciano, saliendo a grandes trancos furiosos del comedor.
El impenetrable Williams, quien entraba en ese momento a supervisar el servicio de los postres, no pudo evitar una rápida sonrisa de complicidad antes de retirarse discretamente. Paulina oyó incrédula la explicación de Severo de que dentro de unos días partiría a la guerra en Chile, Lynn se quedaría viviendo con sus padres en Chinatown y, si las cosas resultaban bien, regresaría en el futuro para asumir su papel de esposo y padre.
—Siéntate, sobrino, hablemos como la gente. Matías es el padre de esa niña, ¿verdad?
—Pregúnteselo a él, tía.
—Ya veo. Te casaste para sacar la cara por Matías. Mi hijo es un cínico y tú eres un romántico… ¡Mira que arruinar tu vida por una quijotada! —Exclamó Paulina.
—Se equivoca, tía. No he arruinado mi vida, por el contrario, creo que esta es mi única oportunidad de ser feliz.
—¿Con una mujer que ama a otro? ¿Con una hija que no es tuya?
—El tiempo ayudará. Si vuelvo de la guerra, Lynn aprenderá a quererme y la niña creerá que soy su padre.
—Matías puede volver antes que tú, —anotó ella.
—Eso no cambiaría nada.
—A Matías le bastaría una palabra para que Lynn Sommers lo siga hasta el fin del mundo.
—Es un riesgo inevitable, —replicó Severo.
—Has perdido la cabeza, sobrino. Esa gente no es de nuestro medio social —decretó Paulina Del Valle.
—Es la familia más decente que conozco tía, —le aseguró Severo.
—Veo que no has aprendido nada conmigo. Para triunfar en este mundo hay que sacar cuentas antes de actuar. Eres un abogado con un futuro brillante y llevas uno de los apellidos más antiguos de Chile. ¿Crees que la sociedad aceptará a tu mujer? ¿Y tu prima Nívea, no está esperándote acaso? —preguntó Paulina.
—Eso terminó —dijo Severo.
—Bueno, ya metiste la pata a fondo, Severo, supongo que es tarde para arrepentimientos. Vamos a tratar de componer las cosas hasta donde podamos. El dinero y la posición social cuentan mucho aquí y en Chile. Te ayudaré como pueda, por algo soy la abuela de esa niña ¿cómo dijiste que se llama?
—Aurora, pero sus abuelos le dicen Lai-Ming.
—Lleva el apellido Del Valle, es mi deber ayudarla, en vista de que Matías se ha lavado las manos en este lamentable asunto.
—No será necesario, tía. He dispuesto todo para que Lynn reciba el dinero de mi herencia.
—La plata nunca está de más. Al menos podré ver a mi nieta, ¿verdad?
—Se lo preguntaremos a Lynn y sus padres —prometió Severo del Valle.
Estaban todavía en el comedor cuando apareció Williams con un mensaje urgente anunciando que Lynn había sufrido una hemorragia y temían por su vida, que acudiera de inmediato. Severo salió disparado rumbo a Chinatown. Al llegar a la casa de los Chien encontró a la pequeña familia reunida en torno a la cama de Lynn, tan quietos que parecían estar posando para un cuadro trágico. Por un instante lo sacudió una loca esperanza al ver todo limpio y ordenado, sin rastros del parto, nada de paños sucios ni olor a sangre, pero luego vio la expresión de dolor en los rostros de Tao, Eliza y Lucky.
En la habitación el aire se había vuelto liviano; Severo aspiró hondamente, ahogándose, como en la cumbre de una montaña. Se acercó temblando al lecho y vio a Lynn tendida con las manos sobre el pecho, los párpados cerrados y las facciones transparentes: una bella escultura en alabastro color ceniza. Le tomó una mano, dura y fría como hielo, se inclinó sobre ella y notó que su respiración era apenas perceptible y tenía los labios y los dedos azules, le besó la palma en un gesto interminable, mojándola con sus lágrimas, derrotado por la tristeza. Ella alcanzó a balbucear el nombre de Matías y enseguida suspiró un par de veces y se fue con la misma ligereza con que había pasado flotando por este mundo. Un silencio absoluto acogió al misterio de la muerte y por un tiempo imposible de medir esperaron inmóviles, mientras el espíritu de Lynn terminaba de elevarse. Severo sintió un alarido largo que surgía del fondo de la tierra y lo traspasaba desde los pies hasta la boca, pero no lograba salir de sus labios. El grito lo invadió por dentro, lo ocupó enteramente y estalló dentro de su cabeza en una silenciosa explosión. Se quedó allí, arrodillado junto a la cama llamando a Lynn sin voz, incrédulo ante el destino que le había arrebatado de sopetón a la mujer con la cual soñó por años, llevándosela justo cuando creía haberla conseguido. Una eternidad más tarde sintió que le tocaban el hombro y se encontró con los ojos demudados de Tao-Chien, «está bien, está bien», le pareció que murmuraba, y vio más atrás a Eliza Sommers y a Lucky, sollozando abrazados, y comprendió que era un intruso en el dolor de esa familia. Entonces se acordó de la niña. Fue a la cuna de plata tambaleándose como un borracho, tomó a la pequeña Aurora en brazos, la llevó hasta la cama y la acercó al rostro de Lynn, para que dijera adiós a su madre. Luego se sentó con ella en el regazo, meciéndola sin consuelo.
Al enterarse Paulina del Valle de que Lynn Sommers había muerto, tuvo una oleada de alegría y alcanzó a emitir un grito de triunfo, antes de que la vergüenza por tan ruin sentimiento la hiciera aterrizar. Siempre había deseado una hija. Desde su primer embarazo soñó con la niña que llevaría su nombre, Paulina, y sería su mejor amiga y su compañera. Con cada uno de los tres varones que dio a luz se sintió estafada, pero ahora, en la madurez de su existencia, le caía este regalo en la falda: una nieta que ella podría criar como hija, alguien a quien brindar todas las oportunidades que el cariño y el dinero podían ofrecer, pensaba, alguien que la acompañara en su vejez. Con Lynn Sommers fuera del cuadro, ella podía obtener a la criatura en nombre de Matías. Estaba celebrando aquel imprevisible golpe de fortuna con una taza de chocolate y tres pasteles de crema, cuando Williams le recordó que legalmente la pequeña aparecía como hija de Severo del Valle, única persona con derecho a decidir su futuro. Mejor aún, concluyó ella, porque al menos su sobrino estaba allí mismo, mientras que traer a Matías de Europa y convencerlo de reclamar a su hija sería tarea a largo plazo. No anticipó jamás la reacción de Severo cuando le explicó sus planes.
—Para efectos legales tú eres el padre, así es que puedes traer a la niña mañana mismo a esta casa —dijo Paulina.
—No lo haré, tía. Los padres de Lynn se quedarán con su nieta mientras yo voy a la guerra; quieren criarla y yo estoy de acuerdo —replicó el sobrino en un tono terminante, que ella no le había oído antes.
—¿Estás loco? ¡No podemos dejar a mi nieta en manos de Eliza Sommers y ese chino! —Exclamó Paulina.
—¿Por qué no? Son sus abuelos.
—¿Quieres que se críe en Chinatown?
—Nosotros podemos darle educación, oportunidades, lujo, un apellido respetable. Nada de eso pueden darle ellos.
—Le darán amor —replicó Severo.
—¡Yo también! Acuérdate que me debes mucho, sobrino. Esta es tu oportunidad de pagarme y hacer algo por esa niñita.
—Lo siento, tía, ya está decidido. Aurora se quedará con sus abuelos maternos.
Paulina de Valle tuvo una de las tantas pataletas de su vida. No podía creer que ese sobrino a quien suponía su aliado incondicional, que se había convertido en otro hijo para ella, pudiera traicionarla de manera tan vil. Tanto gritó, insultó, razonó en vano y se sofocó, que Williams debió llamar un médico para que le administrara una dosis de tranquilizantes apropiada a su tamaño y la durmiera por un buen rato. Cuando despertó, treinta horas más tarde, su sobrino ya estaba a bordo del vapor que lo llevaría a Chile. Entre su marido y el fiel Williams lograron convencerla de que no era el caso recurrir a la violencia, como pensaba, porque por muy corrupta que fuera la justicia en San Francisco, no había asidero legal para arrebatar el bebé a los abuelos maternos, teniendo en cuenta que el supuesto padre así lo había determinado por escrito. Le sugirieron que tampoco usara el recurso tan manido de ofrecer dinero por la chiquilla, porque podía volverse en su contra y darle como un piedrazo en los dientes. El único camino posible era la diplomacia hasta que volviera Severo del Valle y entonces podrían llegar a un acuerdo, le aconsejaron, pero ella no quiso oír razones y dos días más tarde se presentó en el salón de té de Eliza Sommers con una proposición que, estaba segura, la otra abuela no podía rechazar. Eliza la recibió de luto por su hija, pero iluminada por el consuelo de esa nieta, que dormía plácidamente a su lado. Al ver la cuna de plata que había sido de sus hijos instalada junto a la ventana, Paulina tuvo un sobresalto, pero enseguida se acordó que le había dado permiso a Williams para entregársela a Severo y se mordió los labios, pues no estaba allí para pelear por una cuna, por valiosa que fuese, sino a negociar por su nieta. «No gana quien tiene la razón, sino quien regatea mejor», solía decir. Y en este caso no sólo le parecía evidente que la razón estaba de su lado, sino que nadie le ganaba en el arte del regateo.
Eliza sacó al bebé de la cuna y se lo pasó. Paulina sostuvo aquel minúsculo paquete, tan liviano que parecía sólo un envoltorio de trapos, y creyó que le estallaba el corazón con un sentimiento completamente nuevo.
«Dios mío, Dios mío», repitió aterrada ante esa vulnerabilidad desconocida que le ablandaba las rodillas y le atravesaba un sollozo en el pecho. Se sentó en un sillón con su nieta medio perdida en su enorme regazo, meciéndola, mientras Eliza Sommers ordenaba el té y los dulces que le servía antes, en los tiempos en que era su más asidua cliente en la pastelería. En esos minutos Paulina Del Valle alcanzó a recuperarse de la emoción y a colocar su artillería en postura de ataque. Empezó por dar el pésame por la muerte de Lynn y procedió a admitir que su hijo Matías era sin duda el padre de Aurora, bastaba ver a la criatura para saberlo: era igual a todos los Rodríguez de Santa Cruz y del Valle. Lamentaba mucho, dijo, que Matías estuviera en Europa por motivos de salud y no pudiera reclamar a la niña todavía. Luego planteó su deseo de quedarse con la nieta, en vista de que Eliza trabajaba tanto, disponía de poco tiempo y de menos recursos, sin duda le sería imposible dar a Aurora el mismo nivel de vida que esta tendría en su casa de Nob Hill. Lo dijo en el tono de quien otorga un favor, disimulando la ansiedad que le cerraba la garganta y el temblor de las manos. Eliza Sommers replicó que agradecía tan generosa proposición pero estaba segura de que con Tao-Chien podían hacerse cargo de Lai-Ming, tal como Lynn les había pedido antes de morir. Por supuesto, agregó, Paulina sería siempre bienvenida en la vida de la niña.
—No debemos crear confusión respecto a la paternidad de Lai-Ming —añadió Eliza Sommers—. Tal como usted y su hijo aseguraron hace unos meses, él no tuvo nada que ver con Lynn. Recordará que su hijo manifestó claramente que el padre de la niña podía ser cualquiera de sus amigos.
—Son cosas que se dicen en el calor de la discordia, Eliza. Matías lo dijo sin pensar… —balbuceó Paulina.
—El hecho de que Lynn se casara con el señor Severo del Valle prueba que su hijo decía la verdad, Paulina. Mi nieta, no tiene lazos de sangre con usted, pero le repito que puede verla cuando desee. Mientras más personas le tengan cariño, mejor para ella.
En la media hora siguiente las dos mujeres se enfrentaron como gladiadores, cada una en su estilo. Paulina del Valle pasó de la zalamería al hostigamiento, del ruego al recurso desesperado del soborno y cuando todo le falló, a la amenaza, sin que la otra abuela se moviera ni medio centímetro de su posición, excepto para tomar suavemente a la pequeña y devolverla a la cuna. Paulina no supo cuándo se le fue la rabia a la cabeza, perdió por completo el control de la situación y acabó chillando que ya iba a ver Eliza Sommers quiénes eran los Rodríguez de Santa Cruz, cuánto poder tenían en esa ciudad y cómo podían arruinarle su estúpido negocio de pasteles y a su chino también, que a nadie le convenía convertirse en enemiga de Paulina del Valle y que tarde o temprano le quitaría a la chiquilla, que de eso podía estar completamente segura, porque aún no había nacido quien se le pusiera por delante. De un manotazo barrió con las finas tazas de porcelana y los dulces chilenos, que aterrizaron por el suelo en una nube de azúcar impalpable, y salió bufando como un toro de lidia. Una vez en el coche, con la sangre agolpada en las sienes y el corazón pateándole bajo las capas de grasa aprisionadas en el corsé, se echó a llorar a sollozo partido, como no había llorado desde que le puso pestillo a la puerta de su habitación y se quedó sola en la gran cama mitológica. Tal como entonces, le había fallado su mejor herramienta: la habilidad para regatear como mercader árabe, que tanto éxito le había aportado en otros aspectos de su vida. Por ambicionar demasiado, lo había perdido todo.