Si se piensa que Sherlock Holmes se mantuvo en activo durante veintitrés años, y que durante diecisiete de ellos se me permitió colaborar con él y tomar nota de sus hazañas, se comprenderá que tengo a mi disposición un enorme volumen de material. El problema siempre ha estado, no en encontrar, sino en elegir. Tengo una larga fila de archivos que llenan toda una estantería, y carpetas llenas de documentos, que constituyen una verdadera cantera para quien quiera estudiar, no solo los crímenes, sino los escándalos sociales y oficiales del final de la era victoriana. Con respecto a estos últimos, puedo asegurar a los autores de esas cartas angustiadas, que ruegan que no se toque el honor de sus familias o la reputación de sus antepasados famosos, que no tienen nada que temer. La discreción y el elevado sentido del honor profesional que siempre han caracterizado a mi amigo siguen influyendo a la hora de seleccionar estas crónicas, y jamás incurriremos en un abuso de confianza. Sin embargo, debo mostrar mi más enérgica repulsa a los intentos que últimamente se han llevado a cabo para apoderarse de estos documentos y destruirlos. Conocemos el origen de estas afrentas y, si se repiten, estoy autorizado por el señor Holmes a decir que se hará pública toda la historia del político, el faro y el cormorán amaestrado. Hay, por lo menos, un lector que entenderá lo que digo.
No sería razonable suponer que todos estos casos dieron ocasión a Holmes de lucir sus extraordinarias dotes de instinto y observación, que es lo que pretendo hacer destacar en estas crónicas.
A veces tuvo que esforzarse mucho para recoger el fruto, mientras que otras veces caía con facilidad en su regazo. Pero, con frecuencia, las tragedias humanas más terribles se daban precisamente en los casos que ofrecían menos oportunidades de lucimiento personal, y es uno de ellos el que me propongo narrar ahora. He alterado ligeramente los nombres y lugares, pero, por lo demás, los hechos ocurrieron tal como aquí se relata.
Una mañana, a finales de 1896, recibí una nota urgente de Holmes solicitando mi presencia. Cuando llegué, lo encontré sentado en una atmósfera cargada de humo, en compañía de una anciana rolliza y de aspecto maternal, que parecía la típica patrona de pensión y estaba sentada frente a él, en su correspondiente butaca.
—Le presento a la señora Merrilow, de South Brixton —dijo mi amigo, haciendo un gesto con la mano—. A la señora Merrilow no le importa que fume, Watson, en caso de que quiera usted entregarse a ese asqueroso vicio suyo. La señora Merrilow tiene una historia muy interesante que contar, en cuyo futuro desarrollo podríamos necesitar de su presencia.
—Si puedo ayudar en algo…
—Comprenderá usted, señora Merrilow, que, si tengo que ir a ver a la señora Ronder, prefiera llevar un testigo. Tendrá usted que explicárselo a ella antes de que lleguemos.
—Dios le bendiga, señor Holmes —dijo nuestra visitante—. Está tan ansiosa de verle que podría venir acompañado de la parroquia entera.
—En tal caso, llegaremos a primera hora de la tarde. Antes de empezar, vamos a ver si tengo bien todos los datos. Así, mientras los repasamos, el doctor Watson podrá ponerse al corriente de la situación. Dice usted que la señora Ronder es inquilina suya desde hace siete años, y que en todo este tiempo solo le ha visto la cara una vez.
—¡Y ojalá no se la hubiera visto! —exclamó la señora Merrilow.
—Según he creído entender, estaba espantosamente mutilada.
—Es que ni siquiera podía decirse que fuera una cara, señor Holmes. Era horrorosa. El lechero la vio una vez, curioseando por la ventana, y del susto se le cayó el cántaro, derramando la leche por todo el jardín. Imagínese cómo será la cara. Cuando yo la vi, fue porque la pillé desprevenida. Se tapó a toda prisa y luego dijo: «Ahora, señora Merrilow, ya sabe al fin por qué nunca me levanto el velo».
—¿Sabe usted algo de su vida?
—Absolutamente nada.
—¿No traía ninguna referencia cuando llegó a su casa?
—No, señor, pero pagó a toca teja, y en abundancia. Puso sobre la mesa el importe de un trimestre por adelantado, y sin discutir las condiciones. En estos tiempos, una pobre mujer como yo no puede permitirse el lujo de rechazar una oportunidad como esa.
—¿Le dio alguna razón para haber escogido su casa?
—Mi casa está bastante apartada de la carretera y está más aislada que la mayoría. Además, yo solo admito a un huésped y no tengo familia. Me imagino que habría probado otras casas y decidió que la mía era la que más le convenía. Lo que busca es que la dejen en paz, y está dispuesta a pagar por ello.
—Dice usted que en ningún momento ha dejado ver su cara, excepto en una ocasión y por accidente. Pues sí que es curiosa la historia, la mar de curiosa, y no me extraña que quiera usted que la investigue.
—Yo no quiero, señor Holmes. Yo me doy por satisfecha con cobrar el alquiler. Jamás podría encontrar una inquilina más tranquila y que cause menos problemas.
—Entonces, ¿cómo ha tomado esta iniciativa?
—Es por su salud, señor Holmes. Parece estar en las últimas. Y algo terrible le ronda por la mente. A veces grita «¡Asesino, asesino!», y otra vez la oí chillar «¡Bestia inhumana! ¡Monstruo!». Era por la noche y se le oía en toda la casa. Me dio escalofríos. Así que fui a verla por la mañana y le dije: «Señora Ronder, si hay algo que la atormenta, para eso están la Iglesia y la policía. Entre unos y otros, algo podrán ayudarla». «¡Por amor de Dios, la policía no! —dijo ella—. Y la Iglesia no puede alterar el pasado. Sin embargo —añadió—, quedaría más tranquila si alguien supiera la verdad antes de que yo muera». «Pues entonces —dije yo—, si no quiere hablar con la policía, está ese detective del que leemos tantas cosas»… con perdón de usted, señor Holmes. Y ella se apuntó a la idea de inmediato. «¡Ese es el hombre adecuado! —dijo—. ¿Cómo no se me ocurrió antes? Hágalo venir, señora Merrilow, y, si acaso no quisiera venir, dígale que soy la esposa de Ronder, el del espectáculo de fieras. Dígale eso y mencione el nombre de Abbas Parva». Aquí lo tengo, tal como ella lo escribió: Abbas Parva. «Eso le hará venir, si es la clase de hombre que creo que es».
—Desde luego que iré —comentó Holmes—. Muy bien, señora Merrilow. Me gustaría charlar un rato con el doctor Watson. Eso nos tendrá ocupados hasta la hora de comer. A eso de las tres puede contar con vernos en su casa de Brixton.
En cuanto nuestra visitante salió de la habitación con sus andares de pato —no existe otro modo de describir el método de locomoción de la señora Merrilow—, Holmes se lanzó con frenética energía sobre el montón de libros de consulta que había en un rincón. Durante unos minutos se oyó un constante rozar de hojas y por fin, con un gruñido de satisfacción, encontró lo que buscaba. Estaba tan excitado que no se levantó, sino que se sentó en el suelo como una especie de Buda, con las piernas cruzadas, rodeado de gruesos volúmenes y con uno de ellos abierto sobre las rodillas.
—En su momento, este caso me tuvo intrigado, Watson. Lo demuestran todas estas anotaciones que escribí al margen. Confieso que no pude sacar nada en claro y, sin embargo, estaba convencido de que el juez de instrucción se equivocó. ¿No se acuerda usted de la tragedia de Abbas Parva?
—Nada en absoluto, Holmes.
—Pues por entonces estaba usted conmigo. Claro que yo mismo tenía una información muy superficial, porque no tenía datos en que apoyarme y ninguna de las partes solicitó mis servicios. ¿Quiere leer lo que publicó la prensa?
¿No puede usted hacerme un resumen?
—Eso está hecho. Lo más probable es que se vaya acordando según se lo cuento. El nombre de Ronder, por supuesto, le resultará familiar. Era el rival de Wombwell y de Sanger, una de las mayores estrellas de circo de la época. Sin embargo, parece ser que se dio a la bebida, y tanto él como su espectáculo andaban de capa caída cuando se produjo la tragedia. La caravana se había detenido a pasar la noche en Abbas Parva, que es un pueblecito de Berkshire, y allí ocurrió el espantoso suceso. Iban rumbo a Wimbledon, viajando por carretera, y estaban simplemente acampando, sin intención de actuar, porque es un sitio tan pequeño que no habría compensado montar el espectáculo.
»Entre sus atracciones había un magnífico león del norte de África. Se llamaba Rey del Sahara, y Ronder y su esposa solían hacer un número dentro de su jaula. Mire, aquí tiene una fotografía del espectáculo, y se dará cuenta de que Ronder era un tipo gordo y porcino, mientras que su esposa era una mujer espléndida. En la investigación se dijo que el león ya había dado algunas señales de peligrosidad, pero, como suele suceder, la familiaridad conduce al descuido, y nadie prestó mucha atención.
»Ronder y su mujer tenían la costumbre de dar de comer al león por la noche. A veces iba uno, y a veces, los dos, pero no dejaban que nadie más lo hiciera, porque creían que, mientras fueran ellos los que le llevaban la comida, el león los consideraría sus benefactores y jamás los atacaría. Aquella noche en particular, hace siete años, fueron los dos y ocurrió algo terrible, cuyos detalles jamás se han aclarado del todo.
«Parece que todo el campamento se despertó a eso de la medianoche por los rugidos de la fiera y los gritos de la mujer. Todos los técnicos y empleados salieron corriendo de sus tiendas con linternas, y a la luz de estas contemplaron una escena espantosa. Ronder estaba tendido, con la parte posterior del cráneo aplastada y profundas marcas de zarpazos en el cuero cabelludo, a unos diez metros de la jaula, que estaba abierta. Junto a la puerta de la jaula estaba la señora Ronder, caída de espaldas, con la fiera gruñendo encima de ella. Le había desgarrado la cara de tal manera que todos pensaron que no sobreviviría. Varios de los artistas del circo, capitaneados por Leonardo, el forzudo, y Griggs, el payaso, hicieron retroceder al animal con palos largos. El león saltó al interior de su jaula y la cerraron al instante. Es un misterio cómo pudo escaparse. Se supuso que la pareja intentaba entrar en la jaula, pero que la fiera había saltado sobre ellos en cuanto abrieron la puerta. No hubo ningún otro testimonio de interés, excepto que la mujer, delirando a causa del dolor, no paraba de gritar «¡Cobarde, cobarde!» mientras la llevaban al carromato en el que vivían. Pasaron seis meses hasta que estuvo en condiciones de declarar, pero la investigación cumplió todos los trámites, con el consiguiente veredicto de muerte accidental.
—¿Cabía otra alternativa? —pregunté yo.
—Buena pregunta. Pues, en realidad, había un par de detalles que tenían preocupado al joven Edmunds, de la comisaría de Berkshire. ¡Un chico listo aquel! Luego lo destinaron a Allahabad. Así fue como me puse en contacto con el caso, porque se pasó por aquí y nos fumamos unas pipas comentando el asunto.
—¿Un tipo flaco y de pelo rubio?
—Exacto. Ya sabía yo que acabaría por encontrar la pista.
—¿Y qué le preocupaba?
—Bueno, a decir verdad, nos preocupaba a los dos. Resultaba tan condenadamente difícil reconstruir los hechos… Considérelo desde el punto de vista del león. Se encuentra libre y ¿qué es lo que hace? Da media docena de saltos hacia delante, llegando hasta Ronder. Ronder da media vuelta para huir (los zarpazos estaban en la parte posterior de la cabeza), pero el león lo derriba. Y a continuación, en lugar de seguir adelante y escapar, regresa hasta donde está la mujer, al lado de la jaula, se le echa encima y le come la cara. Por otra parte, los insultos de la mujer delirante parecen dar a entender que su marido le había fallado de alguna manera. ¿Qué podía haber hecho el pobre diablo para ayudarla? ¿Se da cuenta de la dificultad?
—Perfectamente.
—Y aún había otra cosa más. Me acabo de acordar ahora. Parece que alguien declaró que, al mismo tiempo que el león rugía y la mujer chillaba, un hombre empezó a dar gritos de terror.
—Sería Ronder, sin duda alguna.
—Teniendo el cráneo aplastado, no parece probable que fuera él. Hubo al menos dos testigos que mencionaron gritos de hombre mezclados con los de la mujer.
—Supongo que en aquel momento todo el campamento estaría dando gritos. En cuanto a los otros detalles, creo poder sugerir una solución.
—Me gustaría mucho escucharla.
—Los dos estaban juntos, a diez metros de la jaula, cuando el león se escapó. El hombre echó a correr y fue derribado. A la mujer se le ocurrió la idea de meterse en la jaula y cerrar la puerta. Era el único refugio posible. Corrió hacia la jaula y, justo cuando llegaba, el león la alcanzó de un salto, derribándola. Estaba irritada con su marido por haber enfurecido a la fiera al echar a correr. Si le hubieran hecho frente, podrían haberla sometido. Por eso gritaba «¡Cobarde!».
—¡Magnífico, Watson! Su diamante no tiene más que un fallo.
—¿Qué fallo, Holmes?
—Si los dos estaban a diez metros de la jaula, ¿cómo pudo escapar el león?
—Es posible que tuvieran algún enemigo que lo dejó suelto.
—¿Y por qué iba a atacarlos con esa ferocidad, si estaba acostumbrado a jugar con ellos y hacer numeritos con ellos dentro de su jaula?
—Puede que ese mismo enemigo hiciera algo para enfurecerlo. Holmes adoptó una expresión pensativa y permaneció callado unos momentos.
—Bueno, Watson, le diré algo a favor de su teoría: Ronder era un hombre que tenía muchos enemigos. Edmunds me dijo que cuando estaba bebido se ponía terrible. Era un tipo grandote y fanfarrón, que se metía con todo el que se le ponía por delante. Es muy posible que esos gritos de «¡Monstruo!» que ha mencionado nuestra visitante fueran reminiscencias nocturnas del amado difunto. Sin embargo, nuestras especulaciones son pura frivolidad mientras no dispongamos de todos los datos. Tengo en el aparador una perdiz fría y una botella de Montrachet. Renovemos nuestras energías antes de que les exijamos un nuevo esfuerzo.
Cuando nuestro cabriolé nos depositó ante la casa de la señora Merrilow, encontramos a la rolliza dama bloqueando con su cuerpo la puerta abierta de su humilde y retirada morada. Saltaba a la vista que su principal preocupación era la posibilidad de perder una inquilina tan conveniente, y antes de hacernos pasar nos imploró que no dijéramos ni hiciéramos nada que pudiera provocar tan indeseable desenlace. Por fin, después de haberla tranquilizado al respecto, nos guió por una escalera recta y mal alfombrada y nos hizo pasar a la habitación de la misteriosa inquilina.
Era un cuarto estrecho, mal ventilado y con olor a cerrado, como era de esperar teniendo en cuenta que su ocupante casi nunca salía de él. Como por un acto justiciero del destino, la mujer había pasado de tener fieras encerradas en jaulas a convertirse ella misma en una fiera enjaulada. Estaba sentada en una butaca destartalada, en el rincón más oscuro de la habitación. Largos años de inactividad habían quitado esbeltez a su figura, pero en otra época debía de haber sido hermosa, y todavía se la veía lozana y voluptuosa. Un tupido velo oscuro le cubría el rostro, pero estaba cortado a la altura del labio superior, dejando ver una boca perfecta y una barbilla delicadamente redondeada. No me costó imaginar que hubiera sido, efectivamente, una mujer muy especial. También su voz era agradable y bien modulada.
—Conque le suena mi nombre, señor Holmes —dijo—. Ya pensé que eso le haría venir.
—Así es, señora, aunque no sé cómo sabía usted que me interesaba su caso.
—Me enteré cuando recuperé la salud y me tomó declaración el señor Edmunds, el policía del condado. Me temo que le mentí. Tal vez habría hecho mejor contándole la verdad.
—Decir la verdad suele ser lo mejor. Pero ¿por qué le mintió?
—Porque de ello dependía la suerte de otra persona. Ya sé que era un miserable, pero no me sentía capaz de cargar su perdición sobre mi conciencia. Habíamos estado tan unidos… ¡tan unidos!
—¿Y ese impedimento ha desaparecido?
—Sí, señor. La persona a la que me refiero ha muerto.
—En tal caso, ¿por qué no le cuenta a la policía todo lo que sabe?
—Porque todavía hay que pensar en otra persona. Y esa otra persona soy yo. No podría soportar el escándalo y la publicidad que se derivarían de una investigación policial. No me queda mucho de vida, pero quisiera morir tranquila. Y sin embargo, me gustaría encontrar un hombre de buen criterio, a quien contar mi terrible historia, para que se comprenda todo cuando yo ya no esté.
—Me halaga usted, señora. Pero al mismo tiempo, soy una persona responsable. No puedo prometerle que, después de que usted haya hablado, no vaya a sentir que mi deber es poner el caso en conocimiento de la policía.
—No creo que lo haga, señor Holmes. Conozco demasiado bien su carácter y sus métodos, porque he seguido su carrera durante varios años. La lectura es el único placer que el destino me ha permitido conservar, y no se me escapa casi nada de lo que ocurre en el mundo. Pero, en cualquier caso, correré el riesgo en cuanto al uso que pueda usted hacer de mi tragedia. Contándolo se aliviará mi alma.
—Mi amigo y yo la escucharemos con mucho gusto.
La mujer se incorporó y sacó de un cajón la fotografía de un hombre. No cabía duda de que se trataba de un acróbata profesional, un hombre con un físico espléndido, retratado con sus poderosos brazos cruzados sobre el abombado pecho y una sonrisa asomando bajo un poblado bigote: la sonrisa satisfecha de un conquistador impenitente.
—Este es Leonardo —dijo.
—¿Leonardo el forzudo, el que prestó declaración?
—El mismo. Y este…, este es mi marido.
Era un rostro lamentable: un cerdo humano, o más bien un jabalí humano, porque su bestialidad era impresionante. Era fácil imaginarse aquella boca inmunda rechinando los dientes y echando espuma en un arrebato de furia, y aquellos ojillos crueles irradiando pura malignidad al mirar el mundo. Un rufián, un bravucón, una bestia…, todo aquello estaba escrito en aquel rostro de macizas mandíbulas.
—Estas dos fotografías les ayudarán a entender la historia, caballeros. Yo era una pobre chica de circo, criada en el serrín de la pista, que daba saltos por el aro antes de cumplir diez años. Cuando me hice mujer, este hombre me amó, si es que a su lujuria se le podía llamar amor, y en un mal momento me casé con él. A partir de aquel día, viví en un infierno, y él era el demonio que me atormentaba. No había nadie en el circo que no supiera lo mal que me trataba. Me abandonaba para irse con otras. Y si me quejaba, me ataba y me azotaba con su fusta de montar. Todos me compadecían y todos le odiaban, pero ¿qué podían hacer? Todos le tenían miedo, del primero al último, porque era terrible en todo momento, pero, cuando se emborrachaba, llegaba a ser sanguinario. Le detenían constantemente por agresión y por crueldad con los animales, pero tenía mucho dinero y las multas no significaban nada para él. Los mejores artistas nos fueron abandonando y el circo empezó a venirse abajo. Solo Leonardo y yo lo manteníamos a flote, con ayuda del pequeño Jimmy Griggs, el payaso. Pobre hombre, qué pocos motivos tenía para hacer bromas, pero hizo lo que pudo para que las cosas siguieran funcionando.
»Por entonces, Leonardo se fue metiendo cada vez más en mi vida. Ya ven ustedes cómo era. Ahora sé qué pobre era el espíritu encerrado en aquel cuerpo espléndido, pero comparado con mi marido parecía el arcángel Gabriel. Yo le daba lástima y me ayudó, hasta que nuestra amistad se convirtió en amor…, un amor profundo, profundo y apasionado, el tipo de amor con el que yo había soñado, pero sin tener esperanzas de sentirlo. Mi marido sospechaba, pero creo que además de fanfarrón era un cobarde, y Leonardo era precisamente el único hombre al que tenía miedo. Se vengó a su manera, torturándome más que nunca. Una noche, mis gritos hicieron acudir a Leonardo a la puerta de nuestro carromato. Aquella noche estuvimos al borde de la tragedia, y mi amante y yo no tardamos en darnos cuenta de que era inevitable. Mi marido no merecía vivir. Así que planeamos matarlo.
«Leonardo tenía un cerebro astuto y calculador. Fue él quien lo planeó. No lo digo para echarle a él la culpa, porque yo estaba dispuesta a colaborar hasta el final. Pero a mí jamás se me habría ocurrido un plan semejante. Hicimos un garrote (bueno, lo hizo Leonardo), y en la cabeza, que era de plomo, insertó cinco largos clavos de acero, con las puntas hacia fuera, espaciados igual que las zarpas de un león. Aquello serviría para asestarle a mi marido el golpe mortal, y sin embargo parecería que había sido obra del león, al que pensábamos soltar.
»Una noche negra como el carbón, mi marido y yo fuimos, como de costumbre, a dar de comer a la fiera. Llevábamos carne cruda en un cubo de cinc. Leonardo estaba al acecho tras la esquina del carromato grande, por donde teníamos que pasar para llegar a la jaula. Pero no actuó con rapidez y pasamos de largo antes de que pudiera golpear; así que nos siguió de puntillas y entonces oí el crujido que provocó el garrote al aplastar el cráneo de mi marido. Al oír aquel sonido, mi corazón dio un salto de alegría. Eché a correr y solté el pestillo que sujetaba la puerta de la jaula del león.
»Y entonces ocurrió la catástrofe. No sé si sabrán ustedes con qué rapidez pueden estos animales olfatear la sangre humana, y lo mucho que les excita. En un instante, algún extraño instinto había informado a la fiera de que había muerto un ser humano. En cuanto corrí la puerta de barrotes, saltó fuera y se me echó encima en un segundo. Leonardo podría haberme salvado. Si se hubiera dado prisa y hubiera golpeado a la fiera con el garrote, podría haberla dominado. Pero le faltó valor. Le oí gritar de terror y le vi dar la vuelta y echar a correr. En aquel mismo instante, los dientes del león se clavaron en mi cara. Su aliento caliente y fétido ya me había intoxicado, y apenas si tuve conciencia del dolor. Empujé con las palmas de las manos, intentando apartar de mí aquellas enormes mandíbulas espumeantes y manchadas de sangre, mientras chillaba pidiendo socorro. Me di cuenta de que el campamento se ponía en movimiento y luego recuerdo vagamente que un grupo de hombres, Leonardo, Griggs y algún otro, me sacaba de entre las zarpas de la fiera. Aquel fue mi último recuerdo, señor Holmes, durante muchos meses de dolor. Cuando recobré el sentido y me miré al espejo, maldije a aquel león…, ¡oh, cómo lo maldije!…, no por haberme arrancado mi belleza, sino por no haberme quitado la vida. Solo tenía un deseo, señor Holmes, y disponía de dinero suficiente para cumplirlo. Deseaba cubrir mi pobre rostro para que nadie pudiera verlo, y vivir donde ningún conocido pudiera encontrarme. Era lo único que podía hacer… y es lo que he hecho. Como un pobre animal herido que se ha arrastrado hasta su agujero para morir allí…, así ha terminado Eugenia Ronder.
Cuando la desdichada mujer terminó de contar su historia, permanecimos en silencio un buen rato. Luego, Holmes extendió su largo brazo y le dio unas palmaditas en la mano, en una muestra de simpatía que muy pocas veces he visto en él.
—¡Pobre chica! ¡Pobre chica! —dijo—. Desde luego, los caprichos del destino son difíciles de entender. Si después de esta vida no existe algún tipo de compensación, entonces el mundo es una burla cruel. ¿Y qué fue de ese Leonardo?
—No le volví a ver ni supe nada más de él. A lo mejor no es justo que le guarde tanto rencor. Amar a esta cosa que el león había dejado sería como amar a uno de los monstruos que exhibíamos por todo el país. Pero el amor de una mujer no es algo de lo que una pueda desprenderse con facilidad. Él me había abandonado entre las garras del león, me había dejado sola en momentos de necesidad y, sin embargo, no fui capaz de entregarlo a la horca. No fue por mí, lo que pudiera pasarme a mí me tenía sin cuidado. ¿Qué podía ser más espantoso que la vida que llevo? Pero me interpuse entre Leonardo y su destino.
—¿Y ahora ha muerto?
—Se ahogó el mes pasado, cuando se bañaba cerca de Márgate. Leí el suceso en los periódicos.
—¿Y qué hizo con aquel garrote con cinco garras, que es la parte más original e ingeniosa de toda la historia?
—No podría decírselo, señor Holmes. Cerca del campamento hay una hondonada caliza, y en su fondo hay una charca verdosa y muy profunda. Puede que en el fondo de esa charca…
—Bueno, eso ahora no tiene importancia. Es un caso cerrado.
—Sí —dijo la mujer—. Un caso cerrado.
Nos habíamos levantado para marcharnos, pero había algo en la voz de la mujer que atrajo la atención de Holmes, que se dirigió velozmente hacia ella.
—Su vida no le pertenece —dijo—. Aparte las manos de eso.
—¿De qué le sirvo ya a nadie?
—¿Y usted qué sabe? En un mundo impaciente, el ejemplo del que sufre con paciencia es la más preciosa de las lecciones.
La respuesta de la mujer fue terrible. Se alzó el velo y avanzó hacia la luz.
—Me gustaría saber si usted podría sufrir esto con paciencia —dijo.
Era horroroso. No hay palabras para describir lo que queda de la cara cuando la cara misma desaparece. Dos ojos castaños, vivos y hermosos, miraban tristemente desde aquella espantosa ruina, haciendo que el efecto resultara aún más terrible. Holmes levantó una mano en un gesto de compasión y protesta, y los dos salimos de la habitación.
Dos días después, cuando pasé a visitar a mi amigo, me señaló con cierto orgullo un frasquito azul que había sobre la repisa de la chimenea. Lo cogí y vi que tenía una etiqueta roja con la indicación de veneno. Cuando lo abrí se esparció un agradable olor a almendra.
—¿Ácido prúsico? —dije.
—Exacto. Ha llegado por correo. Con el siguiente mensaje: «Le envío mi tentación. Seguiré su consejo». Creo, Watson, que no nos será difícil adivinar el nombre de la valiente mujer que lo envió.