27. EL HOMBRE ENCORVADO

Sucedió una noche de verano, unos meses después de mi matrimonio; yo estaba sentado junto a la chimenea fumándome una última pipa y cabeceando sobre una novela, porque había tenido un día de trabajo agotador. Mi mujer ya se había retirado, y el ruido de la puerta principal al cerrarse un momento antes me indicó que los sirvientes también se habían retirado. Me levanté del asiento y, cuando ya estaba vaciando la ceniza de la pipa en el cenicero, de repente oí que llamaban repetidamente a la puerta.

Miré el reloj. Eran las doce menos cuarto. No podía tratarse de una visita a tales horas. Evidentemente era un paciente, lo que posiblemente me supondría una noche en vela. Con una expresión malhumorada en el rostro fui al hall y abrí la puerta. Para mi asombro, era Sherlock Holmes quien se encontraba ante mí en el umbral.

—¡Ah, Watson! —dijo—. Esperaba que no fuera demasiado tarde para cogerle todavía despierto.

—Mi querido amigo, pase, por favor.

—Parece sorprendido, ¡y no me extraña! Aliviado, también, me imagino. ¡Hum!, así que sigue usted fumando la misma mezcla de tabaco Arcadia de sus días de soltero. Esa esponjosa ceniza esparcida sobre su batín no deja lugar a dudas. Se adivina fácilmente que se acostumbró al uniforme, Watson; nunca será considerado como un ciudadano de buena familia, mientras no pierda la costumbre de llevar el pañuelo en la manga. ¿Podría alojarme esta noche?

—Con mucho gusto.

—Me dijo que disponía de espacio como para alojar a un soltero, y veo que por el momento no tiene a ningún caballero de visita; por lo menos eso es lo que está proclamando su perchero.

—Me encantaría que se quedara.

—Gracias. Ocuparé, pues, la percha vacía. Siento ver que ha tenido a algún tipo de operario británico trabajando en la casa. Son un símbolo de desgracia. Espero que no sean las cañerías.

—No, el gas.

—¡Ah! Ha dejado dos huellas de los clavos de sus botas en el linóleo; se ven ahí, donde le da la luz. No, gracias, cené algo en Waterloo; pero con mucho gusto me fumaría una pipa con usted.

Le ofrecí mi petaca y, sentándose frente a mí, fumó un rato en silencio. Yo era totalmente consciente de que nada, salvo un asunto de importancia, le hubiera hecho venir a verme a tales horas, conque esperé con paciencia hasta que tuviera a bien tocar el asunto.

—Veo que se encuentra ahora bastante ocupado profesionalmente —dijo, mirándome profundamente.

—Sí, he tenido un día muy ocupado —contesté—. Puede parecerle una locura —añadí—, pero no sé realmente cómo ha podido deducirlo.

Holmes se rió entre dientes.

—Tengo la ventaja de conocer sus costumbres, mi querido Watson —dijo—. Cuando tiene que hacer pocas visitas, va usted a pie y, cuando tiene muchas, utiliza un coche de punto. Al ver que sus botas, aunque usadas, no están sucias en absoluto, no me cabe duda de que en este momento está usted lo suficientemente ocupado para que el uso del coche de punto quede justificado.

—¡Excelente! —exclamé.

—Elemental —dijo él—. Se trata de uno de esos casos en los que la persona que los plantea puede producir un efecto que parezca extraordinario a su vecino, solo porque a este último se le ha escapado precisamente ese puntito que es la base de la deducción. Lo mismo puede decirse, mi querido amigo, de algunas de esas pequeñas crónicas que usted escribe: tienen un efecto totalmente engañoso, dependiendo, como depende, de que usted se reserva para sí algunos factores del problema sin llegar a compartirlos nunca con el lector. En este momento me encuentro en la posición de esos mismos lectores, ya que tengo en las manos varios hilos de uno de los más extraños casos que jamás hayan dejado perpleja a una mente humana y, sin embargo, me faltan esos dos o tres que son totalmente necesarios para completar mi teoría. ¡Pero los tendré, Watson, los tendré!

Le brillaron los ojos y un ligero rubor coloreó sus mejillas. Por un instante, solo por un instante, había levantado el velo, dejando al descubierto su profunda, su intensa naturaleza. Cuando le miré de nuevo, su cara había vuelto a tomar esa compostura de indio piel roja que hacía que tantos le consideraran más como una máquina que como un ser humano.

—El problema presenta características de interés —dijo—; incluso diría que cuenta con características de un interés fuera de lo corriente. Y he estudiado el asunto y por el momento no le he encontrado una solución. Si usted pudiera acompañarme a dar este último paso, me prestaría una gran ayuda.

—Me encantaría.

—¿Podría acercarse mañana hasta Aldershot?

—Jackson, sin duda, se hará cargo de mi clientela.

—Muy bien. Quiero tomar el tren que sale a las once y diez de Waterloo.

—Me dará tiempo.

—Entonces, si no tiene demasiado sueño, le haré un breve resumen de lo que se ha logrado y de lo que queda por hacer.

—Tenía sueño antes de que usted llegara. Ahora estoy bastante despierto.

—Resumiré la historia todo lo que se pueda sin omitir nada que sea vital al caso. Puede que incluso ya haya usted leído algo sobre el asunto. Se trata del supuesto asesinato del coronel Barclay, de los «Royal Mallows», en Aldershot, caso que estoy investigando.

—No sé nada sobre ese asunto.

—Todavía no ha atraído mucho la atención de la gente, salvo de un modo local. Los hechos datan de dos días atrás. Brevemente son estos:

»El "Royal Mallows" es, como usted sabe, uno de los regimientos irlandeses más famosos del ejército británico. Hizo prodigios tanto en Crimea como en las insurrecciones de la India y desde entonces ha venido distinguiéndose cada vez que se le ha presentado la ocasión. Hasta el lunes por la noche estaba al mando de James Barclay, un valeroso veterano que inició su carrera como soldado raso y que ascendió al rango de oficial debido a la bravura que demostró con ocasión de las insurrecciones, llegando a mandar el regimiento en el que una vez había desfilado con el mosquetón al hombro.

»El coronel Barclay había contraído matrimonio siendo sargento, y su mujer, cuyo nombre de soltera era Nancy Devoy, era hija de un antiguo sargento del ejército perteneciente al mismo cuerpo. Así pues, hubo, como puede imaginarse, cierto choque cuando la joven pareja (porque todavía eran jóvenes) se encontró en un nuevo medio social. Sin embargo, parece que no tardaron en adaptarse, y creo que la señora Barclay fue siempre muy bien aceptada entre las damas del regimiento, lo mismo que su marido lo era entre sus colegas oficiales. Puedo añadir que era una mujer de una gran belleza y que incluso ahora, cuando ya lleva casada más de treinta años, sigue teniendo una llamativa apariencia.

»La vida familiar del coronel Barclay parece haber sido uniformemente feliz. El mayor Murphy, a quien debo la mayoría de los hechos con los que cuento, asegura que nunca ha habido una falta de entendimiento entre la pareja. En conjunto piensa que el afecto que Barclay sentía por su mujer era mayor que el que esta sentía por Barclay. En cuanto se separaba de ella un día se encontraba profundamente desasosegado. A ella, por otro lado, aunque le quería mucho y le era fiel, el cariño no le suponía ningún obstáculo. Pero en el regimiento se los consideraba como el verdadero modelo de pareja de mediana edad. No había nada en sus relaciones mutuas que pudiera preparar a la gente para la tragedia que se avecinaba.

»El propio coronel Barclay parece haber tenido algunos rasgos singulares en su carácter. Su humor habitual era el de un viejo soldado jovial y dinámico, pero dicen que en alguna ocasión se mostró capaz de una violencia y un rencor considerables. No obstante, parece ser que nunca había mostrado con su mujer este lado de su carácter. Otro hecho que sorprendió al mayor Murphy y a tres de los cinco oficiales con los que hablé era el particular tipo de depresión que de vez en cuando le sobrevenía. Según la expresión del mayor, a menudo la sonrisa desaparecía de su boca, como arrebatada por una mano invisible, cuando se había unido a las bromas y chanzas de la mesa de oficiales. Durante días sin fin, cuando se sentía prisionero de este humor, se hundía en la más profunda melancolía. Esto y cierto matiz de superstición eran los únicos rasgos inusuales de su carácter que habían observado sus colegas oficiales. Esta última peculiaridad tomaba la forma de una profunda aversión a quedarse solo, especialmente después de anochecer. Esta pueril característica en una naturaleza como la suya, visiblemente varonil, había dado lugar a comentarios y conjeturas.

»El primer batallón de los "Royal Mallows" (que es el antiguo 117) lleva varios años estacionado en Aldershot. Los oficiales casados viven en barracones, y el coronel, durante todo el tiempo que duró su cargo, ocupó una villa llamada Lachine, situada a media milla del North Camp. La casa tiene terreno propio a su alrededor, pero su parte oeste no se encuentra a más de treinta yardas de la carretera. La servidumbre está formada por un cochero y dos criadas. Estos, con sus señores, eran los únicos ocupantes de Lachine, ya que los Barclay no tenían hijos ni solían alojar visitantes.

»Paso ahora a narrarle lo que sucedió en Lachine entre las nueve y las diez de la noche del lunes pasado.

»La señora Barclay pertenecía, según parece, a la Iglesia Católica y tenía mucho interés en la institución del Gremio de San Jorge, que se había formado en conexión con la Capilla de Watt Street, con el fin de suministrar a los pobres la ropa que otros desechaban. Aquella noche a las ocho tenía lugar una reunión del Gremio, y la señora Barclay se apresuró después de la cena a asistir a esta. El cochero la oyó, al salir, hacerle a su marido las observaciones de costumbre, asegurándole que en seguida estaría de vuelta. Tras esto fue a buscar a la señorita Morrison, una joven que vive en la villa de al lado, y las dos se encaminaron juntas hacia la reunión. Esta duró cuarenta minutos, y a las nueve y cuarto la señora Barclay volvió a casa, habiendo dejado al pasar a la señorita Morrison ante la puerta de la suya.

»Hay en Lachine una habitación que se utiliza como cuarto para el desayuno. Da a la carretera y tiene una gran puerta de fuelle acristalada que se abre sobre el césped. Este tiene treinta yardas y solo está separado del camino por un bajo muro sobre el que han tendido un alambre. A esta habitación se dirigió la señora Barclay al volver a casa. Las persianas no estaban bajadas, porque la habitación rara vez se usaba por la noche, pero la señora Barclay encendió ella misma la lámpara, llamó después al timbre y le dijo a Jane Steward, la doncella, que le trajera una taza de té, lo cual era algo bastante opuesto a sus costumbres habituales. El coronel estaba sentado en el comedor, pero, al oír que su mujer había vuelto, fue a reunirse con ella en el cuarto de desayuno. El cochero le vio atravesar el hall y entrar en la habitación. Ya no volvieron a verle con vida.

»El té que había pedido ella se le subió al cabo de diez minutos, pero la doncella, al acercarse a la puerta, se sorprendió al oír las voces de sus señores, quienes estaban teniendo un terrible altercado. Llamó a la puerta sin recibir contestación alguna, e incluso giró el pomo de la cerradura, pero solo para descubrir que estaba cerrada con llave por dentro. Como era natural, bajó corriendo a decírselo a la cocinera, y las dos mujeres y el cochero subieron al hall y escucharon la disputa, que seguía siendo tumultuosa. Todos están de acuerdo en que solo se oían dos voces, la de Barclay y la de su mujer. El tono de voz de Barclay era bajo y brusco, de modo que ninguno de los que estaban escuchando pudo oír nada de lo que dijo. El de su mujer, por otro lado, era más amargo y, cuando alzaba la voz, se le podía oír claramente: "Cobarde —repetía una y otra vez—. ¿Qué se puede hacer? Devuélveme mi vida. ¡Nunca volveré a respirar el mismo aire que tú respiras! ¡Cobarde! ¡Cobarde!". Estos eran retazos de su conversación, que terminó al lanzar el hombre un súbito y pavoroso grito y la mujer un chillido penetrante que retumbó por toda la casa. Convencido de que había sucedido alguna tragedia, el cochero se lanzó contra la puerta intentando forzarla, mientras dentro continuaban los chillidos. Le fue imposible, sin embargo, abrirse camino y las muchachas estaban demasiado asustadas para poder prestarle ninguna ayuda. No obstante, tuvo una idea repentina, salió corriendo por la puerta principal y rodeó el césped, llegando hasta el lugar al que se abría la puerta acristalada. Un lado de la puerta estaba abierto, lo cual, creo, es bastante normal en verano, y entró en la habitación sin dificultad. Su señora había dejado de gritar y se encontraba tendida inconsciente en un diván, mientras el infortunado militar, con los pies colgándole por encima del brazo del sillón y la cabeza en el suelo junto al guardafuegos de la chimenea, yacía muerto en medio de un charco formado por su propia sangre.

»Lo primero que se le ocurrió al cochero, tras descubrir que no podía hacer nada por su amo, fue abrir la puerta. Pero aquí se le presentó una inesperada y singular dificultad. La llave no estaba puesta en la cerradura, ni pudo encontrarla en toda la habitación. Así pues, volvió a salir por la ventana y, tras pedir socorro a un policía y a un médico, volvió a la casa. La señora, sobre quien naturalmente recaían todas las sospechas, fue trasladada a su habitación, todavía inconsciente. Acomodaron el cuerpo del coronel sobre el sofá e hicieron un cuidadoso examen del escenario de la tragedia.

»Se descubrió que la herida que había sufrido el coronel era un corte mellado, de dos pulgadas de largo, en la parte posterior de la cabeza, herida evidentemente causada al haberle asestado un golpe fuerte con algún tipo de arma contundente. No fue difícil adivinar qué arma podía haber sido. En el suelo, cerca del cuerpo, estaba tirado un peculiar garrote de madera labrada con un mango de hueso. El coronel poseía una variada colección de armas traídas de los diferentes países en los que había luchado, y la policía supone que el garrote se encontraba entre sus trofeos. Los sirvientes niegan haberlo visto antes, pero es posible que lo hayan pasado por alto entre las numerosas curiosidades que hay en la casa. Ninguna otra cosa de importancia descubrió la policía en la habitación, salvo el hecho inexplicable de que ni en la persona de la señora Barclay, ni en el cuerpo de la víctima, ni en toda la habitación se encontró la llave que faltaba. Finalmente tuvo que abrir la puerta un cerrajero de Aldershot.

»Así estaban las cosas, Watson, cuando el martes por la mañana, a petición del mayor Murphy, fui a Aldershot para ayudar a la policía en sus esfuerzos. Creo que reconocerá que el caso presentaba ya un cierto interés, pero en seguida mis observaciones me hicieron darme cuenta de que, en realidad, era todavía más extraordinario de lo que hubiera podido parecer a primera vista:

»Antes de examinar la habitación, hice un interrogatorio cruzado a los criados, pero solo conseguí sacar los hechos que ya he dado a conocer. Jane Stewart, la doncella, recordó otro detalle de interés. Recordará que, al oír la disputa, ella bajó y volvió con los otros criados. Dice que, en ese momento, cuando estaba todavía sola, las voces de sus amos eran tan bajas que apenas oyó nada y más por sus tonos que por sus palabras juzgó que habían reñido. Sin embargo, al presionarla, recordó que había oído la palabra "David" pronunciada dos veces en boca de la dama. Este punto es de máxima importancia, ya que puede llevarnos hasta las razones de la inesperada disputa. El nombre del coronel, como recordará, era James.

»Lo que más profundamente impresionó tanto a los criados como a la policía era la contorsión de la cara del coronel. Según sus declaraciones, esta se había quedado con la expresión de miedo y horror más espantosa que pueda manifestar un semblante humano. Más de uno se desmayó con solo verlo, de tan terrible como era el efecto que producía. Era casi seguro que había previsto su destino y que este le había causado el mayor de los horrores. Esto, por supuesto, encajaría totalmente con la teoría de la policía, si el coronel pudiera haber visto a su mujer atacarle con fines asesinos. Ni siquiera suponía una objeción fatal el hecho de que estuviera herido por detrás, ya que pudiera haberse vuelto para evitar el golpe. Ninguna información pudo conseguirse de la dama, que se encontraba en ese momento aquejada de un ataque agudo de encefalitis.

»Supe por la policía que la señorita Morrison, quien, como recordará usted, salió aquella noche con la señora Barclay, negaba tener conocimiento alguno sobre lo que hubiera podido provocar el mal humor con el que su compañera había vuelto a casa.

«Habiendo recopilado estos hechos, Watson, me fumé varias pipas mientras los consideraba, tratando de separar los que eran cruciales de los que tan solo eran circunstanciales. No cabía duda de que la parte del caso más distintiva y sugestiva era la peculiar desaparición de la llave de la puerta. Una búsqueda minuciosa no había conseguido encontrarla en la habitación. Así pues, debían de habérsela llevado. Pero ni el coronel ni su esposa podían haberla cogido. Esto estaba absolutamente claro. Por tanto, tenía que haber entrado en la habitación una tercera persona. Y esa tercera persona solo podía haber entrado por la ventana. Me pareció que un cuidadoso examen de la habitación y del césped posiblemente revelaría algunas huellas de esa misteriosa persona. Ya conoce usted mis métodos, Watson. No dejé ni uno solo sin utilizar en mi investigación, terminándola con el descubrimiento de ciertas huellas, aunque estas eran muy distintas a las que yo hubiera esperado. Hubo un hombre en la habitación y este cruzó el césped desde la carretera. Pude conseguir cinco claras huellas de sus pies: una en la misma carretera, en el punto en donde había saltado el bajo muro; dos en el césped, y dos, muy débiles, en la vidriera de la ventana por la que había entrado. Aparentemente había cruzado el césped corriendo, porque las marcas de las punteras eran mucho más profundas que las de los talones. Pero no era el hombre el que me sorprendía. Era su acompañante.

—¡Su acompañante!

Holmes sacó del bolsillo una hoja de papel de seda y la desenvolvió con cuidado sobre sus rodillas.

—¿Qué opina de esto?

El papel estaba cubierto de huellas de pisadas de algún animal pequeño. Tenía cinco holladuras bien marcadas, un indicio de uñas largas y toda la huella no sería más larga que una cuchara de postre.

—Es un perro —dije yo.

—¿Ha oído alguna vez que los perros se suban por las cortinas? Encontré huellas evidentes de que esta criatura había hecho tal cosa.

—¿Un mono, entonces?

—Pero esto no es la huella de un mono.

—¿Qué puede ser, en ese caso?

—Ni un perro, ni un gato, ni un mono, ni ninguna criatura que nos sea familiar. He intentado reconstruirla por las medidas. Aquí tiene cuatro huellas en las que el animal ha estado parado. Ya ve que no mide menos de quince pulgadas desde las patas delanteras a las traseras. Añádale a esto la longitud del cuello y la cabeza y tendrá una criatura de no mucho menos de dos pies de largo, posiblemente más si tiene cola. Pero ahora observe estas otras medidas. El animal ha estado moviéndose y aquí tenemos la medida de su zancada. En todos los casos no mide más de tres pulgadas. Esto nos da, como usted ve, una indicación de un cuerpo largo con unas cortas patas pegadas a este. No han tenido con nosotros la consideración de dejar tras de sí algún pelo de su cuerpo. Pero su aspecto general debe de ser como he indicado, puede subir por una cortina y es un carnívoro.

—¿Cómo deduce esto?

—Porque trepó por la cortina. En la ventana había colgada una jaula con un canario y su objetivo parece haber sido llegar hasta el pájaro.

—¿Qué animal era entonces?

—¡Ah! Si le pudiera dar un nombre, habría avanzado considerablemente hacia la resolución del caso. En conjunto era probablemente una criatura de la familia de la comadreja o del armiño, aunque todavía más larga que cualquiera de las que yo he visto.

—¿Pero qué tiene que ver con el crimen?

—También eso está todavía oscuro. Pero se dará usted cuenta de que hemos avanzado mucho. Sabemos que un hombre estuvo en la carretera observando la pelea de los Barclay: las persianas estaban subidas y la luz encendida. Sabemos también que atravesó el césped corriendo, entró en la habitación, acompañado por un extraño animal y que, o bien golpeó al coronel o, lo que es igualmente posible, que el coronel se desmayó de miedo al verlo, hiriéndose en la cabeza con una esquina del guardafuegos del hogar. Finalmente contamos con el curioso hecho de que el intruso se llevó la llave al abandonar el lugar.

—Parece que sus descubrimientos han terminado por oscurecer el asunto más de lo que estaba —dije yo.

—Bastante. Lo que sin duda han mostrado mis descubrimientos es que el caso es mucho más profundo de lo que se conjeturó en un principio. He examinado detenidamente la cuestión y he llegado a la conclusión de que tengo que abordar el problema desde otro lado. Pero así, Watson, no le dejo irse a la cama cuando en realidad podría decirle todo esto mañana camino de Aldershot.

—Gracias, pero ha ido demasiado lejos para detenerse ahora.

—Estaba casi seguro de que cuando la señora Barclay salió de casa a las siete y media no estaba en absoluto reñida con su marido. Nunca se mostraba ostentosamente afectiva, como creo haber indicado ya, pero el cochero la oyó charlar con el coronel en términos amistosos. Ahora bien, es igualmente cierto que, inmediatamente después de su vuelta, se dirigió a la habitación en la que tenía menos posibilidades de ver a su marido, se refugió en una taza de té, como haría una mujer que se sintiera nerviosa y, finalmente, cuando él vino a su encuentro, estalló en violentas recriminaciones. Así pues, entre las siete y media y las nueve sucedió algo que había modificado completamente sus sentimientos hacia él. Pero la señorita Morrison estuvo con ella durante esa hora y media. Era absolutamente cierto que, pese a sus negativas, tenía que saber algo sobre el asunto.

»Mi primera conjetura fue que posiblemente había habido alguna historia entre esa joven y el viejo soldado, historia que quizá esta última había confesado ahora a la mujer del coronel. Esto explicaría tanto el enfado con que había regresado la dama, como la negativa de la muchacha a que hubiera ocurrido algo. Tampoco sería totalmente incompatible con la mayoría de las palabras que se les había sorprendido diciendo. Pero estaba la referencia a David y estaba también el reconocido afecto que el coronel sentía por su mujer, hechos ambos que pesaban en contra de dicha conjetura; y ¿qué decir de la trágica intrusión del otro hombre, que, por supuesto, podría no tener conexión alguna con lo que había sucedido antes? No es fácil orientarse, pero en conjunto me incliné a desechar la idea de que hubiera habido algo entre el coronel y la señorita Morrison, aunque estaba más convencido que nunca de que la joven tenía la pista que nos llevaría a descubrir qué era lo que había hecho que la señora Barclay empezara a odiar a su marido. Tomé, por tanto, la determinación de ir a ver a la señorita Morrison y explicarle que estaba perfectamente seguro de que ella conocía los hechos, asegurándole que, de no aclararse el asunto, su amiga, la señora Barclay, podría verse en el banquillo de los acusados con una pena capital sobre ella.

»La señorita Morrison es una muchacha tímida, etérea, de ojos tímidos y cabello rubio; no encontré, sin embargo, que le faltara perspicacia y sentido común. Se sentó y recapacitó durante un rato después de que yo hubiera hablado y luego, volviéndose hacia mí con un enérgico aire de resolución, rompió a hablar haciendo una importante declaración, la cual resumiré en beneficio suyo.

»—Prometí a mi amiga que no diría nada del asunto y una promesa es una promesa —dijo—. Pero, si de verdad puedo ayudarla cuando recae sobre ella una acusación tan seria y cuando la enfermedad, pobrecita, ha sellado su boca, en ese caso creo que no tengo por qué mantener mi promesa. Le diré exactamente lo que sucedió el lunes por la noche. Volvíamos de la misión de Watt Street a eso de las nueve menos cuarto. Teníamos que pasar en nuestro camino de vuelta por Hudson Street, que es una calle muy tranquila. Solo hay un farol en toda la calle, situado en el lado izquierdo y, al acercarnos a este, vi a un hombre que venía hacia nosotras; tenía la espalda muy encorvada y acarreaba algo parecido a una caja colgado de un hombro. Parecía deforme, porque llevaba la cabeza gacha y caminaba con las rodillas dobladas; íbamos a adelantarle, cuando alzó la vista hacia nosotras justo en el lugar alumbrado por el farol, y al hacerlo se detuvo y, con una voz espantosa, exclamó: "¡Dios mío, pero si es Nancy!" La señora Barclay se puso pálida y, de no haberla sujetado a tiempo aquella horrorosa criatura, hubiera caído desmayada. Iba yo a llamar a la policía, pero ella, para mi sorpresa, le habló de un modo bastante cortés: "Pensé que habías muerto hace treinta años, Henry", dijo con voz temblorosa. "Y así ha sido", dijo él, y fue algo horrible oír el tono en que lo dijo. Tenía un rostro oscuro, temible, y un brillo en los ojos que se me aparecen en sueños. El cabello y las patillas empezaban a blanquearle y tenía el rostro lleno de arrugas como una manzana seca. "Adelántate un poco, querida —dijo la señora Barclay—. Quiero tener unas palabras con este hombre. No hay nada que temer". Trataba de hablar con entereza, pero seguía estando muy pálida, y las palabras salían con dificultad de sus temblorosos labios. Hice lo que me dijo y hablaron durante unos minutos. Tras esto avanzó por la calle hacia mí con la mirada ardiente, y entonces vi al desgraciado tullido que, parado junto a la farola, agitaba en el aire sus puños cerrados con fuerza. Ella no dijo nada hasta que llegamos a mi puerta, cuando, cogiéndome de la mano, me rogó que no le contara a nadie lo que había sucedido."Es un viejo amigo mío que ha venido a menos", dijo. Tras prometerle que no se lo diría a nadie, me dio un beso y desde entonces no he vuelto a verla. Ahora ya le he contado toda la verdad y sepa usted que, si se lo oculté a la policía, fue porque no me di cuenta del peligro en que se encontraba mi querida amiga. Ahora sé que el que se sepa todo no puede ser sino un beneficio para ella.

»Aquí estaba su declaración, Watson, y para mí, como usted puede imaginar, era como un poco de luz en una noche oscura. Todo lo que hasta entonces habían sido hechos sin conexión alguna empezaron a ocupar un lugar en una secuencia que yo comenzaba a vislumbrar. Obviamente, el siguiente paso que di fue buscar al hombre que había producido semejante impresión en la señora Barclay. No sería muy difícil encontrarlo, si todavía estaba en Aldershot. No tiene muchos habitantes y era bastante seguro que un hombre deforme hubiera atraído la atención. La búsqueda me llevó un día, y por la noche, esta misma noche, Watson, he dado con él. El hombre se llama Henry Wood y vive en una pensión, en la misma calle en que lo encontraron las damas. Solo lleva cinco días en el lugar. Haciéndome pasar por un agente de registros, tuve ocasión de cotillear un poco con la patrona. El hombre tiene el oficio de actor y prestidigitador, y anda por la noche de una cantina en otra representando su pequeño espectáculo. Acarrea en la caja cierta criatura que parecía causar no poca inquietud a la patrona. La usa, según esta, en algunos de sus trucos. Esto es lo que la mujer fue capaz de contarme, como también que, viendo lo torcido que está, se maravilla uno de que este hombre pueda seguir viviendo, y que en algunas ocasiones habla una lengua extraña y que las dos noches pasadas le había oído gemir y llorar en su habitación. En lo que se refiere al dinero, todo estaba en orden, pero al pagar el depósito, le había dado algo que parecía un florín falso. Me lo enseñó, y se trataba de una rupia india.

»Así que ahora, querido amigo, ya puede usted ver exactamente la situación y por qué lo necesito. Está totalmente claro que, después de que las damas lo dejaran, ese hombre las siguió de lejos, vio la disputa entre marido y mujer por la ventana, entró precipitadamente, y la criatura que llevaba en la caja se le escapó. Todo eso es cierto. Pero él es la única persona en el mundo que puede decirnos lo que sucedió en esa habitación.

—¿Y pretende preguntarle?

—Desde luego; pero en presencia de un testigo.

—¿Y soy yo ese testigo?

—Si es usted tan amable de prestarse a ello. Si él puede aclarar el asunto, tanto mejor. Si se niega, no nos quedará otra alternativa que pedir una orden de detención.

—Pero, ¿cómo sabe que seguirá allí cuando vayamos nosotros?

—Puede estar seguro de que he tomado precauciones. Tengo a uno de mis chicos de Baker Street montando guardia; se le habrá pegado como una lapa e irá donde él vaya. Nos reuniremos con él mañana en Hudson Street; y, mientras tanto, sería yo el criminal si no le dejara irse a dormir ya.

Era mediodía cuando nos encontramos en el escenario de la tragedia y, bajo la dirección de mi compañero, en seguida nos encaminamos a Hudson Street. Pese a su capacidad para ocultar sus sentimientos, no me costó darme cuenta de que Holmes se encontraba en un estado de contenida emoción, mientras que yo sentía ese hormigueo de placer, medio deportivo, medio intelectual, que experimento cuando me uno a sus investigaciones.

—Esta es la calle —dijo él, al entrar en una corta calle en la que se alineaban dos hileras de casas de ladrillos de dos pisos—. ¡Ah!, aquí viene Simpson a darnos noticias.

—Está en casa y sin novedad, señor Holmes —gritó un pequeño golfillo, que vino corriendo hacia nosotros.

—Está bien, Simpson —dijo Holmes, dándole unas palmaditas en la cabeza—. Entremos, Watson. Esta es la casa.

Le hizo pasar su tarjeta con un mensaje de que había venido para un asunto importante, y un momento después nos encontrábamos cara a cara con el hombre que habíamos venido a ver. A pesar de que hacía un tiempo cálido, estaba acurrucado junto al fuego, y la pequeña habitación parecía un horno. El hombre estaba sentado en una silla, totalmente torcido y encogido de un modo tal, que daba una sensación de deformidad indescriptible, pero el rostro que volvió hacia nosotros, aunque estropeado y atezado, debió de haber sido en su momento considerablemente bello. Nos miró con desconfianza desde sus biliosos ojos y, sin hablar o levantarse, señaló dos sillas.

—Creo que es usted el señor Henry Wood, recién llegado de la India —dijo Holmes afablemente—. He venido para hablar con usted sobre ese asuntillo de la muerte del coronel Barclay.

—¿Por qué tengo yo que saber algo de eso?

—Eso es lo que quiero comprobar. Supongo que ya sabe usted que, a no ser que el asunto se aclare, la señora Barclay, que es una vieja amiga suya, será con toda probabilidad juzgada por asesinato.

El hombre se estremeció violentamente.

—No sé quién es usted —exclamó—, ni cómo ha llegado a saber lo que sabe, pero ¿juraría que es verdad lo que está diciendo?

—Como que solo están esperando a que vuelva en sí para detenerla.

—¡Dios mío! ¿Es usted de la policía?

—No.

—¿A qué se dedica, pues?

—El ver que la justicia se cumple es un asunto que nos atañe a todos.

—Le doy mi palabra de que ella es inocente.

—¿Entonces es usted el culpable?

—No, no lo soy.

—¿Quién mató entonces al coronel Barclay?

—Fue la justa Providencia quien lo mató. Pero piense que, si le hubiera destrozado el cráneo, como mi corazón me lo pedía, no le hubiera dado más que su merecido. De no haber sido su propia conciencia de culpa la que le fulminó, es muy probable que su sangre pesara ahora sobre mis espaldas. ¿Quiere que le cuente la historia? Bueno, no sé por qué no voy a hacerlo, ya que no hay nada en ello que pueda avergonzarme.

»Fue así, caballero. Usted me ve ahora con las espaldas como un camello y las costillas torcidas, pero hubo un tiempo en el que el cabo Henry Wood era el hombre más elegante del batallón 117 de Infantería. Estábamos en la India entonces, acuartelados en un lugar que llamaremos Bhurtee. Barclay, el que murió el otro día, era sargento en la misma compañía que yo, y la reina del regimiento —¡ay!, y la muchacha más delicada que haya pisado aquella tierra— era Nancy Devoy, la hija del sargento del regimiento. La amaban dos hombres y ella amaba a uno; va usted a sonreír cuando, viendo esta pobre cosa acurrucada junto al fuego, me oiga decir que me quería por mi belleza.

»Bueno, aunque ella me quería a mí, su padre la instigaba a que se casara con Barclay. Yo no era sino un chico atolondrado, imprudente, y él poseía una educación y ya estaba destinado a lucir el sable. Pero la muchacha me era fiel, y parece que la hubiera conseguido, cuando estallaron las insurrecciones y todo el país se soliviantó.

«Nuestro regimiento estaba sitiado en Bhurtee con media batería de artillería, una compañía de sikhs y cantidad de civiles y mujeres. Nos rodeaban diez mil rebeldes, tan ansiosos como una jauría de terriers alrededor de una rata enjaulada. Hacia la segunda semana de sitio se nos acabó el agua y empezamos a plantearnos el intentar comunicar con la columna del general Neill que estaba avanzando por el país. Era nuestra única posibilidad, porque con todas aquellas mujeres y niños no podíamos esperar abrirnos camino luchando; así pues, me ofrecí voluntario para salir y prevenir al general Neill de nuestro peligro. Aceptaron mi ofrecimiento, y discutí el asunto con el sargento Barclay, quien se suponía que conocía el terreno mejor que cualquier otro hombre, y me dibujó una ruta por la que conseguiría pasar a través de las líneas rebeldes. Esa misma noche, a las diez, emprendí mi viaje. Había mil vidas que salvar, pero solo pensaba en una cuando salté el muro aquella noche.

»Seguí un camino que corría por una torrentera seca, que me resguardara de los centinelas enemigos, pero al torcer un recodo reptando fui a dar con seis de ellos que me estaban esperando agazapados en la oscuridad. En ese mismo instante me dieron un golpe que me dejó totalmente aturdido y me ataron de pies y manos. Pero el verdadero golpe lo sentí en el corazón y no en la cabeza, porque al volver en mí escuché todo lo que pude entender de su conversación, y fue suficiente para comprender que mi camarada, el mismo que había decidido el camino que tenía que seguir, me había traicionado por medio de un criado nativo, lanzándome en manos del enemigo.

»Bueno, no es necesario que me demore en esta parte. Ahora ya sabe usted de lo que era capaz James Barclay. Bhurtee fue liberado al día siguiente por el general Neill, pero los rebeldes me llevaron con ellos en su retirada y pasaron largos años antes de que volviera a ver un rostro blanco. Me torturaron, intenté escapar y me capturaron y torturaron de nuevo. Ustedes mismos pueden ver el estado en que me dejaron. Algunos que huían a Nepal me llevaron con ellos y después pasamos a Darjeeling. Allí los habitantes de las colinas asesinaron a los rebeldes que me tenían y me hicieron su esclavo por algún tiempo, hasta que conseguí escapar: pero en lugar de ir hacia el sur, tuve que ir hacia el norte, hasta que me encontré entre los afganos. Anduve errante por allí durante varios años y finalmente volví al Punjab, donde viví casi siempre entre los nativos, ganándome la vida con los trucos de prestidigitación que había aprendido. ¿De qué me serviría a mí, un desgraciado tullido, volver a Inglaterra o darme a conocer a mis camaradas? Ni siquiera mi deseo de venganza me impulsó a hacerlo. Prefería que Nancy y mis antiguos camaradas pensaran que Harry Wood había muerto con la espalda derecha a que le vieran vivir y arrastrarse con un bastón como un chimpancé. Nunca dudaron de que yo hubiera muerto y contribuí a ello. Supe que Barclay se había casado con Nancy y que estaba ascendiendo rápidamente, pero ni siquiera eso me hizo hablar.

»Pero, cuando uno se va haciendo viejo, añora la tierra. Durante años no dejé de soñar con los brillantes prados y verdes setos de Inglaterra. Por último decidí volver a verlos antes de morir. Ahorré lo suficiente para poder llegar, viniéndome después aquí, donde están los soldados, porque conozco sus costumbres y sé cómo divertirlos, y de este modo poder ganar lo suficiente para mantenerme.

—Su narración es de lo más interesante —dijo Sherlock Holmes—. Ya conozco su encuentro con la señora Barclay y su mutuo reconocimiento. Tras lo cual, pienso yo, usted la siguió hasta su casa y vio por la ventana un altercado entre ella y su marido, durante el que ella sin duda le echó en cara su comportamiento con usted. Le vencieron su propios sentimientos, cruzó el césped corriendo e irrumpió delante de ellos.

—Lo hice, señor, y, al verme, él se puso como no había visto nunca hasta ahora ponerse a un hombre, y cayó dándose con la cabeza en el guardafuegos de la chimenea. Pero ya había muerto antes de caer. Leí la muerte en su cara tan claramente como puedo leer lo que hay escrito sobre el fuego. La simple visión de mi persona fue como una bala que atravesó su culpable corazón.

—¿Y después?

—Entonces Nancy se desmayó y yo le arrebaté de las manos la llave de la puerta para abrirla y pedir ayuda. Pero cuando iba a hacerlo me pareció mejor dejarla tranquila e irme, porque el asunto podría ponerse oscuro, y de todos modos mi secreto se sabría si me cogían. En mi apresuramiento me eché la llave al bolsillo y dejé caer un bastón mientras intentaba coger a Teddy, que se había subido por la cortina. Cuando conseguí meterlo en su caja, de la que se había escapado, eché a correr lo más rápido que pude.

—¿Quién es Teddy? —preguntó Holmes.

El hombre se inclinó y levantó un tipo de conejera que había en el rincón. Al instante se deslizó una bella criatura de un color marrón rojizo, delgada, ágil, con las patas de un armiño, una larga nariz y el par de ojos más delicado que yo haya visto en la cabeza de animal alguno.

—Es una mangosta —exclamé.

—Bueno, algunos los llaman así, otros los llaman icneumón —dijo el hombre—. Cazadores de serpientes es como yo los llamo, y Teddy es sorprendentemente rápido con las cobras. Tengo aquí una sin colmillos, y Teddy la caza todas las noches para delicia de la gente en las cantinas. ¿Algo más, señor?

—Bueno, tendríamos que recurrir de nuevo a usted si la señora Barclay se encontrara en apuros.

—En ese caso, por supuesto, acudiría con mucho gusto.

—Pero, en caso contrario, no hay razón para levantar un escándalo contra un hombre muerto, por muy ilícitamente que haya obrado. Tiene usted, al menos, la satisfacción de saber que durante treinta años de su vida su conciencia le estuvo reprochando amargamente su perversa acción. Ah, por ahí va el mayor Murphy. Adiós, Wood; quiero saber si ha sucedido algo desde ayer.

Nos dio tiempo de alcanzar al mayor Murphy antes de que llegara a la esquina.

—Ah, Holmes —dijo—, supongo que sabrá que todo este lío no ha terminado en nada.

—¿Qué ha sucedido, pues?

—La investigación acaba de finalizar. Las pruebas médicas mostraron que la muerte se debió a una apoplejía. Ya ve, era un caso bastante sencillo, después de todo.

—¡Oh, sí!, muy superficial —dijo Holmes sonriendo—. Vamos, Watson, creo que ya no somos necesarios en Aldershot.

—Hay una cosa —dije yo, cuando nos dirigíamos hacia la estación—. Si el nombre del marido era James y el otro era Henry, ¿a qué venía hablar de un tal David?

—Solo esa palabra debería haberme bastado para explicar toda la historia, de haber sido yo ese razonador ideal que a usted tanto le gusta describir. Era evidentemente un reproche.

—¿Un reproche?

—Sí, David se descarriaba un poco de vez en cuando, ¿no es verdad?, y en una ocasión en la misma dirección que el sargento Barclay. ¿Recuerda usted el asunto de Urías y Betsabé? Mis conocimientos bíblicos están un poco oxidados, pero encontrará usted la historia en el primero o en el segundo libro de Samuel.


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