23. EL OFICINISTA DEL CORREDOR DE BOLSA

Poco después de casarme compré una consulta médica en el distrito de Paddington. El anciano señor Farquhar, a quien se la adquirí, había tenido en tiempos una excelente clientela, pero la edad y el baile de San Vito, mal que padecía, la habían mermado considerablemente. Como es comprensible, el público se rige por el principio de que quien tenga la pretensión de curar a otros debe estar él mismo sano, y mira con recelo al médico cuya propia enfermedad está fuera del alcance de sus drogas. Así pues, a medida que mi predecesor se debilitaba, su consulta disminuía, de modo que cuando se la compré había bajado de 1.200 visitas a poco más de 300 al año. Sin embargo, yo confiaba en mis energías y juventud, y tenía la convicción de que en pocos años la consulta estaría de nuevo repleta.

Los tres meses siguientes estuve muy ocupado y vi poco a mi amigo Sherlock Holmes, pues tenía demasiado trabajo para ir a verle a Baker Street y él no solía desplazarse salvo por motivos profesionales. Me sorprendió mucho, por tanto, cuando una mañana de junio, mientras leía el British Medical Journal después del desayuno, oí el timbre de la puerta y a continuación el agudo y algo estridente tono de voz de mi antiguo compañero.

—Mi querido Watson —dijo al entrar en el cuarto—. Me alegra verle. Espero que la señora Watson se haya recuperado de la agitación que acompañó a nuestra aventura de El signo de los cuatro.

—Ambos estamos bien, gracias —respondí dándole la mano calurosamente.

—También confío en que las preocupaciones de una consulta médica no le hayan hecho perder el interés que sentía por nuestros problemillas de deducción —dijo sentándose en la mecedora.

—Al contrario. La noche pasada, sin ir más lejos, estuve repasando mis apuntes y clasificando algunos de nuestros resultados.

—Espero que no considere su colección cerrada.

—En modo alguno. Nada me gustaría más que aumentar mis experiencias.

—¿Hoy, por ejemplo?

—Sí, hoy mismo si quiere.

—¿Y a tanta distancia de aquí como Birmingham?

—Por supuesto.

—¿Y la consulta?

—Atiendo a la de un vecino cuando él se ausenta. Por tanto siempre está dispuesto a pagarme el favor.

—Perfecto —dijo Holmes, recostándose en la silla y mirándome detenidamente a través de los párpados entreabiertos—. Veo que no ha estado bien últimamente. Los resfriados de verano siempre son muy latosos.

—Me tuve que quedar en casa tres días la semana pasada a causa de un enfriamiento. Pero pensé que ya no quedaban señales de él.

—Y así es. Tiene usted un aspecto muy saludable.

—Entonces, ¿cómo lo ha notado?

—Mi querido amigo, ya conoce mis métodos.

—¿Lo dedujo, acaso?

—Por supuesto.

—¿De qué?

—De sus zapatillas.

Eché una ojeada a las zapatillas de piel nuevas que llevaba.

—¿Pero cómo diablos…? —comencé, mas Holmes me interrumpió sin dejarme acabar la pregunta.

—Lleva unas zapatillas nuevas —dijo—. No pueden tener más de unas cuantas semanas. La suela, sin embargo, está un poco chamuscada. Por un momento pensé que se las podía haber mojado y que se habían quemado al secarlas. Pero cerca del tacón tienen un pequeño círculo de papel con el distintivo del zapatero. De haberse mojado las zapatillas, esto se hubiera caído. Por tanto deduje que usted había permanecido sentado con las piernas estiradas y los pies junto al fuego, algo que, de no estar enfermo, no hubiera hecho, ni siquiera teniendo en cuenta lo húmedo que está resultando junio.

Al igual que con todas las deducciones de Holmes, la cosa parecía sencillísima cuando te la explicaba. Leyó en mi rostro este pensamiento y la sonrisa que esbozó estaba teñida de amargura.

—Me temo que me delato cuando explico las cosas —dijo—. Los resultados sin mención de las causas impresionan mucho más. ¿Está, pues, dispuesto a acompañarme a Birmingham?

—Naturalmente. ¿Cuál es el caso?

—Se lo explicaré todo en el tren. Mi cliente nos espera afuera en un carruaje. ¿Puede venir usted ahora mismo?

—Un instante.

Dejé una nota a mi vecino, subí al piso de arriba para explicar el asunto a mi mujer y me reuní con Holmes en la puerta.

—¿Su vecino es también médico? —preguntó señalando la placa de cobre.

—Sí. Compró una consulta como yo.

—¿Una que ya existía?

—Igual que la mía. Ambas han estado aquí desde que se construyeron las casas.

—¡Pero usted compró la mejor!

—Creo que sí. Pero ¿cómo lo ha sabido?

—Por los peldaños, amigo mío. Los suyos están tres pulgadas más gastados que los del vecino. Pero permítame que le presente a este caballero, mi cliente, el señor Hall Pycroft. Cochero, azuce el caballo; tenemos el tiempo justo para coger el tren.

El hombre que vi frente a mí era un joven bien parecido, de tez clara, rostro abierto y sincero y un pequeño bigote rubio. Llevaba un reluciente sombrero de copa y un traje negro que le daban el aspecto de lo que era, un eficaz joven de negocios, perteneciente a esa clase que se ha dado en llamar cockney, pero que es la que nutre nuestros ejércitos de voluntarios y resultan ser mejores atletas y deportistas que los de cualquier otro estamento social de estas islas. Su semblante redondo y rubicundo parecía de natural alegre, pero me dio la impresión de que fruncía la comisura de los labios como si estuviera disgustado. Pero hasta que estuvimos sentados en nuestro compartimento de primera, avanzando hacia Birmingham, no pude saber cuál era el problema que le había impulsado a dirigirse a Holmes.

—Tenemos setenta minutos por delante —comentó Holmes—. Quiero, señor Hall Pycroft, que le cuente a mi amigo su interesante experiencia tal y como me la ha contado a mí, incluso con más detalle, a ser posible. Me resultaría muy útil oír la secuencia de los hechos de nuevo. Watson, es un caso que puede tener mucha miga o ninguna, pero que al menos ofrece algún rasgo fuera de lo común y outré, de esos que usted y yo apreciamos tanto. Bien señor Pycroft, no le interrumpo más.

Nuestro joven compañero me miró con un destello en los ojos.

—Lo peor de la historia es que yo quedo como un imbécil —dijo—. Quizá a la larga todo salga bien; de todos modos yo no podía hacer otra cosa. Pero, si me han echado y no saco nada a cambio, pensaré que soy un idiota. No se me da muy bien contar las cosas, doctor Watson, pero la historia es así:

»Estaba empleado en Coxon & Woodhouse, de Draper’s Cardens, pero a principios de la primavera, y con el asunto del préstamo venezolano, que sin duda recordará, se vieron estafados. Llevaba con ellos cinco años y el viejo Coxon me dio un informe fenomenal cuando llegó la quiebra, pero, claro, nos echaron a todos los oficinistas, los veintisiete que éramos. Probé aquí y allá, pero éramos muchos en busca de lo mismo y durante largo tiempo no encontré nada. En Coxon ganaba tres libras semanales y tenía ahorradas unas setenta, pero pronto se me acabaron. Estaba ya casi al final de la cuerda y apenas podía comprar ni los sellos ni los sobres para responder a los anuncios. Tenía las suelas de los zapatos desgastadas de tanto subir y bajar escaleras y seguía igual que al principio, sin trabajo.

»Por fin vi una vacante en Mawson & Williams, la importante correduría de la calle Lombard. Supongo que E. C. no está muy en su línea, pero puedo asegurarle que es una de las empresas más modernas de Londres. Había que contestar al anuncio solo por carta. Envié mi solicitud y mis méritos sin la menor esperanza de obtener el puesto. A vuelta de correo me llegó la respuesta indicándome que si iba el lunes siguiente podría empezar de inmediato, siempre y cuando mi aspecto externo fuera satisfactorio. Nadie sabe cómo funcionan estas cosas. Hay quien dice que el director mete la mano en el montón y saca la primera que encuentra. Sea como fuere, me había tocado a mí esta vez y jamás volveré a sentirme tan contento. Me aumentaban una libra a la semana y el trabajo era poco más o menos el mismo que en Coxon.

»Y ahora llego a lo raro del asunto. Yo vivía en Hampstead, en el 17 de Potter’s Terrace. Bueno, pues la noche después de que me ofrecieran esto, estaba sentado fumando, cuando subió la patrona con una tarjeta que decía "Arthur Pinner, agente financiero". No había oído antes ese nombre y no sabía qué podía querer de mí, pero, claro, le indiqué que le hiciera subir. Entró; era un tipo de estatura media, moreno, de ojos negros y barba oscura y la nariz brillante. Tenía ademanes rápidos y hablaba en tono tajante como el que conoce el valor del tiempo.

»—El señor Hall Pycroft, supongo.

»—Sí, señor —contesté acercándole una silla.

»—Antiguo empleado de Coxon & Woodhouse, ¿no?

»—Sí, señor.

»—Y ahora trabaja para Mawson, ¿verdad?

»—Así es.

»—Bien. El caso es que he oído hablar extraordinariamente de sus habilidades financieras. ¿Se acuerda de Parker, que era el gerente de Coxon? No cesa de alabarle a usted.

»Esto me halagó. Siempre había funcionado bien en la oficina, pero nunca soñé que pudieran hablar de mí de ese modo entre la gente de negocios.

»—¿Tiene buena memoria?

»—Bastante —respondí con modestia.

»—¿Se ha mantenido en contacto con la Bolsa mientras ha estado sin empleo? —me preguntó.

»—Sí. He leído las cotizaciones a diario.

»—Eso es señal de interés —exclamó—. Así es como se prospera. No le importará que lo compruebe, ¿verdad? Vamos a ver. ¿A cómo está Ayrshires?

»—Oscilan de ciento cinco a ciento cinco y cuarto.

»—¿Y New Zealand Consolidated?

»—A ciento cuatro.

»—¿Y British Broken Hills?

»—Entre siete y siete con seis.

»—¡Magnífico! —exclamó, levantando las manos—. Esto encaja perfectamente con todo lo que me han dicho. ¡Chico, chico! Es demasiado bueno para ser un oficinista en Mawson.

»Esta salida me sorprendió bastante, como puede suponer.

»—Bueno —respondí—, hay quienes no me tienen en tan alto concepto como usted, señor Pinner. Bien que me ha costado poder encontrar este empleo, y estoy contento.

»—¡Tonterías! Está usted muy por encima de él. No ocupa usted el lugar que le corresponde. Le voy a proponer algo, que, aunque es poco comparado con su talento, es como la noche y el día respecto de la oferta de Mawson. Veamos. ¿Cuándo empieza allí?

»—El lunes.

»—¡Hum! Me atrevo a decir que no va a ir.

»—¿Que no voy a ir a Mawson?

»—No, señor. Ese día ya será usted gerente de la Compañía Ferretera Franco-Midland, Sociedad Limitada, que tiene ciento treinta y cuatro sucursales en pueblos y ciudades francesas, sin contar una en Bruselas y otra en San Remo.

»Esto me dejó sin respiración.

»—Nunca oí hablar de esa empresa —dije.

»—Es harto probable. Se ha mantenido todo muy en silencio, pues el capital era todo privado y es algo demasiado bueno para airearlo al público. Harry Pinner, mi hermano, es el promotor y también es director adjunto. Sabe que estoy metido en el ajo aquí y me pidió que encontrara alguien eficaz, pero barato, un joven con empuje, con garbo. Parker me habló de usted y así es como vine aquí esta noche. Para empezar, solo podemos ofrecerle la miseria de quinientas libras.

»—¡Quinientas libras anuales! —grité.

»—Solo eso al principio, pero tendrá una comisión del uno por ciento en todos los negocios que hagan sus representantes, y puedo darle mi palabra de que eso superará su sueldo.

»—Pero es que yo no sé nada sobre ferreterías.

»—Pero sabe de números.

»La cabeza me daba vueltas y apenas podía mantenerme quieto en la silla. De repente me surgió una pequeña duda.

»—Seré sincero con usted —dije—. Mawson no me da más de doscientas anuales, pero es algo muy seguro. Lo suyo, en fin, conozco tan poco de su empresa que…

»—¡Muy inteligente! —exclamó como en un arrebato de júbilo—. Es justo el hombre que buscamos. No se deja convencer así como así, y eso está muy bien. Aquí tiene un billete de cien libras; si cree que podemos entendernos, puede quedarse con ellas como anticipo de su primer sueldo.

»—Esto es muy de agradecer. ¿Cuándo empiezo a trabajar?

»—Esté en Birmingham mañana a la una en punto del mediodía —dijo—. Aquí en el bolsillo tengo una nota para que la lleve a mi hermano. Le encontrará en el número 126 B de la calle Corporation, donde están situadas temporalmente las oficinas de la compañía. Naturalmente, él es quien debe confirmarle a usted en su puesto, pero, entre nosotros, le aseguro que no habrá problemas.

»—Verdaderamente no sé cómo agradecerle esto, señor Pinner —dije.

»—No es nada. Solo le ofrezco lo que se merece. Hay un par de cosillas, meras formalidades, que debo arreglar con usted. ¿Tiene ahí un papel? Por favor, escriba: "Estoy dispuesto a trabajar como director gerente para la Compañía Ferretera Franco-Midland, Sociedad Limitada, con un salario mínimo de 500 libras".

»Hice lo que me pidió y se metió el papel en el bolsillo.

»—Un detalle más —me dijo—. ¿Qué piensa hacer de lo de Mawson?

»Con tanta alegría se me había olvidado Mawson por completo.

»—Escribiré y declinaré la oferta —dije.

»—Eso es justamente lo que no quiero que haga. Tuve un enfrentamiento con el gerente de Mawson acerca de usted. Fui a pedirle informes sobre usted y estuvo muy incorrecto, acusándome de intentar engatusarle para que no aceptara el puesto y todo eso. Finalmente casi me enfadé. "Si quieren gente buena —dije—, deberían pagarles bien". "Preferiría estar con nosotros, aunque el sueldo sea menor", me contestó. "Le apuesto cinco libras a que, cuando le haga yo mi oferta, no volverán a saber nada de él". "Vale —me contestó—. Nosotros le sacamos del arroyo, y no nos dejará con tanta facilidad", fueron las palabras que empleó.

»—¡El muy insolente! —exclamé—. Pero si no le he visto en mi vida. ¿Por qué iba yo a tener ninguna consideración con él? Por supuesto que no escribiré si usted prefiere que no lo haga.

»—Estupendo, lo ha prometido, ¿eh? —dijo, levantándose de la silla—. Bien, pues estoy encantado de haberle encontrado a mi hermano alguien tan eficaz. Aquí tiene el adelanto de cien libras y aquí está la carta. Tome nota de la dirección, 126 B de la calle Corporation, y recuerde que tiene la cita para mañana a la una. Buenas noches y que tenga la suerte que se merece.

»Creo que fue eso todo lo que pasó. Se puede figurar, doctor Watson, lo feliz que yo estaba ante semejante buena suerte. Me pasé media noche abrazándome a mí mismo de alegría, y al día siguiente partí para Birmingham en un tren que me llevara allí con tiempo suficiente para la cita. Dejé mis cosas en un hotel de New Street y me encaminé a la dirección que me habían dado.

Llegaba con un cuarto de hora de antelación, pero pensé que no tendría importancia. El 126 B era como un pasadizo entre dos grandes tiendas, que desembocaba en una escalera de piedra de caracol; esta subía a numerosos inmuebles, alquilados como oficinas o despachos de profesionales. Los nombres de quienes los ocupaban estaban pintados al pie del muro, pero allí no figuraba la Compañía Ferretera Franco-Midland, Sociedad Limitada. Por unos instantes me quedé mudo, el corazón se me subió a la garganta: pensé si todo aquello no sería una broma pesada. De pronto se me acercó un caballero y se dirigió a mí. Se parecía mucho al tipo de la noche anterior, tenía el mismo aspecto y la misma voz, pero no llevaba barba y tenía el pelo más claro.

»—¿Es usted el señor Hall Pycroft? —me preguntó.

»—Sí —respondí.

»—Le esperaba, pero es un poco antes de la hora. He recibido una nota de mi hermano poniéndole por las nubes.

»—Estaba buscando su oficina.

»—Todavía no la hemos montado, puesto que solo hace una semana que hemos cogido esto temporalmente. Suba conmigo y hablaremos del asunto.

»Le seguí hasta el final de una escalera muy larga, y allí, justo debajo del tejado, había un par de pequeñas habitaciones vacías y mugrientas, sin cortinas y sin alfombras, a las cuales me hizo pasar. Había esperado una gran oficina con mesas relucientes y filas de oficinistas, del tipo de los que yo estaba acostumbrado, y me figuro que debí reflejar mi asombro ante el panorama de las dos sillas de pino y la mesa que, junto con una papelera y una estantería, componían el mobiliario.

»—No se descorazone, señor Pycroft —dijo el hombre a quien acababa de conocer, al ver la cara que puse—. No se ganó Zamora en una hora, y tenemos mucho dinero detrás de nosotros, aunque no tengamos una oficina muy lujosa aún. Le ruego que tome asiento y me dé la carta.

»Se la entregué y la leyó cuidadosamente.

»—Parece haberle causado una gran impresión a mi hermano Arthur —dijo—. Y es un juez bastante agudo. Está encantado con Londres y yo con Birmingham, pero en esta ocasión seguiré su consejo. Le ruego se considere definitivamente empleado.

»—¿Cuáles son mis obligaciones?

»—A la larga, se encargará del enorme almacén de París, que lanzará un aluvión de loza a las tiendas de ciento treinta y cuatro delegaciones en Francia. La compra se ultimará antes de una semana, y entretanto usted permanecerá en Birmingham y se pondrá a trabajar.

»—¿En qué?

»A modo de respuesta sacó de un cajón un libraco rojo.

»—Esta es una guía de París —dijo—, con la profesión a continuación del nombre. Quiero que se la lleve a casa y señale todos los vendedores de artículos de ferretería y sus direcciones. Me sería de gran utilidad el tenerlos.

»—Debe de haber listas ya clasificadas —sugerí.

»—No son de fiar. Su sistema es distinto del nuestro. Póngase a hacerlo y tenga las listas completas para el lunes a las doce. Buenos días, señor Pycroft. Si continúa demostrando este celo e inteligencia, encontrará buenos amos.

»Regresé al hotel con el libro bajo el brazo y sentimientos muy encontrados en mi corazón. Por un lado tenía un empleo fijo y tenía cien libras en el bolsillo. Por otro, el aspecto de las oficinas, la ausencia del nombre en la pared y otros puntos chocantes en un hombre de negocios me habían causado una mala impresión con respecto a la posición de mis patrones. Fuera como fuese, tenía mi dinero, de modo que me puse a trabajar. Todo el domingo estuve con ello y sin embargo el lunes no había pasado de la "H". Fui a ver a mi patrón, que se hallaba en el cuarto desmantelado del otro día, y me dijo que continuara con lo mismo hasta el miércoles, cuando debía volver. El miércoles tampoco lo había terminado, de modo que seguí con ello hasta el viernes, es decir, ayer, en que se lo llevé al señor Harry Pinner.

»—Muchas gracias —dijo—. Me temo que no calibré suficientemente la dificultad de la labor. Estas listas me serán de enorme utilidad.

»—Me llevaron bastante tiempo —dije.

»—Y ahora —dijo— quiero que haga unas listas de las tiendas de muebles, pues en ellas también se vende loza.

»—Muy bien.

»—Venga mañana a las siete de la tarde para decirme cómo va. No trabaje demasiado. Le harían bien un par de horas en una sala de fiestas por la noche tras todos sus esfuerzos.

»Al decir esto soltó una carcajada; un escalofrío me recorrió el cuerpo al ver que tenía la segunda muela del lado izquierdo con un empaste de oro muy malo.

Sherlock Holmes se frotó las manos con fruición y yo miré a nuestro cliente con cara de asombro.

—Bien puede sorprenderse, doctor Watson, pero la cosa es así. Verá, cuando hablé en Londres con el otro tipo, se rió al saber que no volvería con Mawson. Bien, pues al hacerlo, observé que tenía la muela empastada de la misma manera. En ambas ocasiones el brillo del oro me atrajo la atención. Cuando relacioné eso con que la voz y el tipo eran los mismos, y que solo cambiaban aquellas cosas que se podían alterar con una peluca o con una navaja, no tuve ninguna duda de que se trataba de la misma persona. Ya sé que es normal que dos hermanos se parezcan, pero no que tengan la misma muela empastada de la misma manera. Me saludó al marcharme y me encontré en la calle, sin apenas saber si andaba con los pies o con la cabeza. Volví a mi hotel, metí la cabeza dentro de una jofaina de agua fría e intenté razonarlo todo. ¿Por qué me había traído a Birmingham, por qué había llegado antes que yo, y por qué se había escrito una carta a sí mismo? Era demasiado complicado para mí y no le veía ningún sentido. Y de pronto se me ocurrió que lo que para mí no eran más que tinieblas podía ser claridad meridiana para el señor Holmes. Tuve el tiempo justo de llegar a Londres en el tren de la noche, verle esta mañana y traerlos a los dos conmigo a Birmingham.

Cuando el oficinista del corredor de bolsa concluyó su emocionante relato, se hizo el silencio. Luego Sherlock Holmes me guiñó el ojo, recostándose sobre los almohadones con una expresión de júbilo, aunque crítica, en el rostro, como el entendido que acaba de tomar el primer buen sorbo de un buen vino.

—Está bastante bien, ¿verdad, Watson? —dijo—. Hay algunos toques que me complacen mucho. Supongo que estará de acuerdo conmigo en que una entrevista con el señor Arthur Harry Pinner en las oficinas temporales de la Compañía Ferretera Franco-Midland, Sociedad Limitada, sería una experiencia bastante interesante para nosotros, ¿no?

—Pero, ¿cómo lo haremos?

—Muy fácilmente —dijo Hall Pycroft animadamente—. Serán dos amigos míos que están buscando trabajo, y nada más natural que el que yo les presente al director, ¿no?

—¡Exactamente! —dijo Holmes—. Me gustaría ver a este caballero e intentar sacar algo en claro de todo este pequeño juego suyo. ¿Qué cualidades posee usted, amigo mío, que hicieron que sus servicios fueran tan inestimables? O quizá…

Comenzó a mordisquearse las uñas y a mirar distraídamente por la ventana, y apenas pudimos arrancarle ni una palabra más hasta que estuvimos en New Street.

Esa tarde a las siete bajábamos los tres por la calle Corporation camino de las oficinas de la compañía.

—Es inútil que lleguemos demasiado pronto —nos dijo nuestro cliente—. Parece que solo viene aquí con el propósito de verme, y el lugar está desierto el resto del tiempo.

—Algo muy sugerente —comentó Holmes.

—¡Por Júpiter, ya se lo dije! —exclamó Pycroft—. Ahí va, caminando delante de nosotros.

Señaló a un hombre no muy alto, rubio y bien vestido, que caminaba apresuradamente por la otra acera. Mientras le observábamos, miró hacia un chaval que anunciaba la última edición del periódico de la tarde y, sorteando autobuses y coches, se abalanzó sobre él para comprarle un ejemplar. Luego, con él en la mano, desapareció dentro del edificio.

—¡Ahí va! —exclamó Pycroft—. Ha entrado en las oficinas de la Compañía. Subamos y haré las presentaciones con la mayor facilidad posible.

Subimos detrás de él hasta encontrarnos frente a una puerta entreabierta, a la cual llamó nuestro cliente. Una voz que procedía del interior nos dijo que pasáramos, y pasamos a una habitación casi vacía, tal y como nos la había descrito Hall Pycroft. El hombre que habíamos visto en la calle estaba sentado a la única mesa, con el periódico vespertino abierto ante él. Cuando levantó el rostro para mirarnos me pareció que jamás había visto un semblante que mostrara tales señales de dolor, de algo aún más allá del dolor: del horror que pocos hombres experimentan a lo largo de sus vidas. Tenía la frente bañada en sudor, las mejillas hundidas y mortalmente pálidas, la mirada extraviada. Miró a su oficinista como si no le reconociera y supe, por el asombro que este reflejaba en su rostro, que no era este el aspecto usual de su patrono.

—Parece enfermo, señor Pinner —exclamó.

—Sí, no me encuentro muy bien —contestó el otro haciendo evidentes esfuerzos por recobrar la compostura, y humedeciéndose los labios secos antes de hablar—. ¿Quiénes son estos caballeros que ha traído consigo?

—Uno es el señor Harris, de Bermondsey, y el otro es el señor Price, de aquí —le respondió al punto nuestro cliente—. Son unos amigos míos y hombres de experiencia, pero llevan un tiempo sin trabajo y confiaba en que quizá usted pudiera darles un empleo en la Compañía.

—Es muy posible, muy posible —exclamó el señor Pinner con una mueca horrenda—. Sí, no tengo ninguna duda de que podremos hacer algo por ustedes. ¿Cuál es su oficio, señor Harris?

—Soy contable —dijo Holmes.

—Bien, necesitaremos algo en esa línea. ¿Y usted, señor Price?

—Soy oficinista —respondí.

—Abrigo todas las esperanzas de que la Compañía pueda emplearlos. Se lo comunicaré en cuanto lo tengamos decidido. Y ahora les ruego que se vayan. ¡Por Dios, déjenme solo!

Estas últimas palabras le salieron a borbotones, como si de repente se hubiera roto la reserva que se estaba imponiendo. Holmes y yo nos miramos el uno al otro y Hall Pycroft se acercó a la mesa.

—Se olvida usted, señor Pinner, de que me había citado aquí para darme instrucciones —dijo.

—Por supuesto, señor Pycroft, por supuesto —respondió el otro en tono más tranquilo—. Espéreme aquí un instante y no hay razón alguna para que sus amigos no se queden con usted. Tardo tres minutos y estaré a su entera disposición, si me permiten abusar de su paciencia de este modo.

Se levantó con aire cortés, y con una pequeña inclinación de cabeza salió por una puerta al final de la habitación, que cerró tras él.

—¿Qué pasa ahora? ¿No nos irá a dar esquinazo? —susurró Holmes.

—Imposible —contestó Pycroft.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque esa puerta da a un cuarto interior.

—¿Sin salida?

—Sí.

—¿Está amueblado?

—Ayer estaba vacío.

—¿Entonces qué diablos está haciendo? Hay algo en todo este asunto que no alcanzo a comprender. Si hubo jamás un hombre medio muerto de terror, ese hombre es Pinner. ¿Qué puede haberle asustado tanto?

—¿Sospechará que somos detectives? —sugerí.

—Eso es, seguro que es eso —dijo Pycroft.

Holmes sacudió la cabeza.

—No es que palideciera al vernos. Ya lo estaba cuando entramos en la habitación —dijo—. Es posible que…

Sus palabras se vieron interrumpidas por unos nudillos llamando a la puerta del fondo.

—¿Por qué demonios llama a su propia puerta? —preguntó el oficinista.

De nuevo volvimos a escuchar el mismo ruido, más fuerte esta vez.

Todos teníamos la vista fija en la puerta cerrada. Miré a Holmes y vi que su expresión se endurecía y que, inclinado hacia delante, escuchaba con intensa emoción. De repente oímos un sordo gorgoteo, seguido de una especie de tabaleo sobre la madera. Holmes cruzó la habitación de un salto y empujó la puerta. Estaba cerrada por dentro. Siguiendo su ejemplo nos lanzamos contra ella con todas nuestras fuerzas. Se soltó un gozne, luego el otro y la puerta se vino abajo. Saltando por encima de ella nos encontramos en la habitación contigua.

Estaba vacía.

Pero nuestro desconcierto no duró más que un instante. En una esquina, la más cercana al cuarto que acabábamos de abandonar, había una segunda puerta. Holmes se abalanzó sobre ella y la abrió. En el suelo estaban tirados un abrigo y un chaleco, y de un gancho situado detrás de la puerta, con los tirantes alrededor del cuello, colgaba el director de la Compañía Ferretera Franco-Midland. Tenía las piernas encogidas, la cabeza le pendía en horrible ángulo y el chocar de los tacones contra la puerta era lo que había producido el ruido que interrumpió nuestra conversación. En un instante le cogí por la cintura y le levanté, mientras Holmes y Pycroft desataban los tirantes hundidos ya entre los pliegues lívidos de su cuello. Le llevamos al otro cuarto y le tumbamos. Tenía el rostro de color ceniza y los labios hinchados y amoratados, una horrenda reliquia de lo que era apenas cinco minutos antes.

—¿Qué piensa usted, Watson? —preguntó Holmes.

Me incliné sobre él para examinarle. Tenía el pulso débil y entrecortado, pero iba respirando mejor y un pequeño temblor de los párpados dejaba entrever el blanco de los ojos.

—Se ha librado por segundos —respondí—, pero vivirá. Abra esa ventana y denme agua.

Le desabroché el cuello de la camisa, eché agua fría sobre su rostro y le moví los brazos arriba y abajo hasta conseguir que respirara de forma natural.

—Ahora ya solo es cuestión de tiempo —dije levantándome.

Holmes estaba junto a la mesa, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y la barbilla descansándole sobre el pecho.

—Supongo que ahora deberíamos llamar a la policía —dijo—, pero confieso que me gusta darles el caso solucionado cuando llegan.

—Es un absoluto misterio para mí —dijo Fycroft, rascándose la cabeza—. No sé para qué querían traerme hasta aquí y ahora…

—¡Bah! Todo eso está muy claro —dijo Holmes con impaciencia—. Es esto último lo que me desconcierta.

—Entonces, ¿el resto lo entiende?

—Creo que está bastante claro. ¿Usted qué opina, Watson?

Me encogí de hombros.

—Le confieso que estoy fuera de órbita —respondí.

—Si examina los hechos, me parece que solo se puede llegar a una conclusión.

—¿Cuál?

—Bien. Todo el asunto descansa sobre dos puntos. El primero es el haberle hecho a Pycroft escribir una declaración mediante la cual entraba al servicio de esta absurda Compañía. ¿No ven cuan esclarecedor es eso?

—Me temo que no.

—Bueno, veamos. ¿Para qué querían que la escribiera? Es evidente que no era por razones comerciales, pues estos arreglos suelen hacerse de forma verbal y no hay razón alguna bajo la capa del cielo para que este fuese una excepción. ¿No comprende, mi querido joven, que tenían mucho interés en obtener una muestra de su letra y no tenían otro medio de conseguirlo?

—¿Y para qué?

—Justamente, ¿para qué? Cuando tengamos esa respuesta, habremos avanzado un poco en nuestro pequeño problema. ¿Para qué? Solo hay una respuesta. Alguien quería imitar su caligrafía, para lo cual necesitaba previamente tener una muestra. Si pasamos al segundo punto, vemos que arroja luz sobre el primero y viceversa. Me refiero a la petición que le hizo Pinner de que no rechazara el puesto, sino que dejara que el director de aquella importante empresa esperara a que un tal señor Hall Pycroft, a quien no había visto, se personara en las oficinas el lunes por la mañana.

—¡Santo Cielo! —exclamó nuestro cliente—. ¡Qué ciego he sido!

—Ahora entenderá lo de la caligrafía. Suponga que alguien se presentara por usted, y que tuviera una letra distinta a la de su solicitud. Se habría descubierto el juego. Pero en el ínterin el impostor aprendió a imitársela y así estaba a salvo, pues me imagino que nadie de la oficina le había visto a usted antes, ¿no?

—Ni un alma —suspiró Hall Pycroft.

—Bien. Por supuesto era de suma importancia el que usted no se echara atrás e impedirle que hablara con alguien que pudiera decirle que tenía un doble suyo trabajando en las oficinas de Mawson. Por tanto le dieron un generoso adelanto sobre su sueldo y le enviaron a los Midlands, donde le dieron suficiente trabajo para entretenerle, de forma que no pudiera ir a Londres y estropearles su juego. Todo ello está muy claro.

—Pero ¿por qué iba este hombre a hacerse pasar por su propio hermano?

—Eso también está bastante claro. Evidentemente solo hay dos personas metidas en el asunto, y el otro está haciéndose pasar por usted en la oficina. Este representó el papel de la persona que le contrató y luego se encontró con que no le podía proporcionar un patrono sin incluir a un tercero en el asunto. Y eso no estaba dispuesto a hacerlo. Cambió de aspecto todo lo que pudo, y confió en que el parecido, que usted sin duda notaría, lo atribuyera a un aire de familia. De no ser por la feliz coincidencia de la muela de oro, nunca se habrían levantado sus sospechas.

Hall Pycroft sacudía en el aire los puños cerrados.

—¡Dios mío! Mientras a mí me engatusaban de esta forma, ¿qué habrá estado haciendo el otro Hall Pycroft en Mawson? ¿Qué podríamos hacer, señor Holmes? ¡Dígame!

—Hemos de telegrafiarles.

—Cierran a las doce los sábados.

—No importa, hay un guarda permanente debido al valor de los títulos que guardan. Recuerdo que alguien me lo comentó.

—Muy bien, telegrafiaremos para ver si todo marcha bien, y confirmar que un oficinista de nombre Hall Pycroft está trabajando allí. Hasta ahí todo está claro; lo que no lo está tanto es por qué uno de estos rufianes, al vernos, salió del cuarto para ahorcarse.

—El periódico —croó una voz a nuestras espaldas.

El hombre se había ya incorporado un poco, cadavérico y horrible, pero con un atisbo de lucidez asomándole a los ojos. Con manos temblorosas se frotaba la ancha línea rojiza que le rodeaba la garganta.

—¡Claro! ¡El periódico! —chilló Holmes enormemente excitado—. ¡Qué idiota he sido! Estaba tan preocupado por la entrevista que no se me ocurrió ni por un momento pensar en el periódico. Seguro que allí descubrimos el secreto.

Lo abrió sobre la mesa y un grito triunfal salió de sus labios.

—¡Mire esto, Watson! —exclamó—. Es el periódico londinense, la primera edición del vespertino Evening Standard. Aquí está lo que buscamos. Mire los titulares: «Crimen en el centro bursátil de Londres. Asesinato en Mawson & Williams. Frustrado un gran robo. Arrestado el criminal». Tenga, Watson, estamos ansiosos por saberlo todo, así que, si hace el favor, léanoslo.

Dado el lugar que ocupaba el periódico, parecía ser el único tema de importancia en la capital y el relato era el que sigue:

Un desesperado intento de robo, que culminó con la muerte de un hombre y la captura del criminal, ha tenido lugar esta tarde en la City. Desde hace ya algún tiempo, Mawson & Williams, la famosa financiera, ha sido la depositaría de valores que suman en total más de un millón de libras esterlinas. El director, consciente de la responsabilidad que sobre él pesaba a consecuencia de los enormes intereses que estaban en juego, había hecho instalar las más modernas cajas de seguridad, y un vigilante armado permanecía en el edificio día y noche. Al parecer, la semana pasada, se contrató a un nuevo oficinista, llamado Hall Pycroft. Esta persona ha resultado ser nada menos que Beddington, el famoso estafador y ladrón que, junto con su hermano, acaba de salir de la cárcel tras cumplir una condena de cinco años. Por medios aún desconocidos, y bajo un nombre supuesto, consiguió este empleo en las oficinas, empleo que utilizó para hacerse con moldes de las diversas cerraduras y para adquirir un total conocimiento de la situación de las cajas de seguridad.

Es costumbre en la empresa que los sábados los oficinistas salgan a las doce. Por ello el sargento Tusón, de la policía de la City, se sorprendió al ver bajar las escaleras, a la una y veinte del mediodía, a un caballero que llevaba un bolso de viaje. Sospechando algo, el sargento le siguió y con la ayuda del policía Pollock consiguió, tras una feroz resistencia, arrestarle. Al momento quedó claro que se acababa de perpetrar un audaz y gigantesco robo. En el bolso se encontraron acciones de una compañía ferroviaria americana por valor de casi cien mil libras, así como gran cantidad de pagarés de compañías mineras y otras sociedades. Al examinar el local se encontró el cadáver del infortunado vigilante dentro de una de las cajas fuertes más grandes, donde, de no ser por la eficacia del sargento Tusón, hubiera permanecido hasta el lunes. Tenía el cráneo destrozado al haber sido golpeado por la espalda con un atizador. No hay duda de que Beddington consiguió volver a entrar pretextando que se había dejado algo, y tras asesinar al vigilante, saqueó la caja de seguridad mayor y pretendía escaparse con el botín. Su hermano, con quien suele trabajar, aún no ha aparecido en este trabajo, si bien es aún demasiado pronto para asegurarlo. No obstante, la policía está llevando a cabo investigaciones para descubrir su paradero.

—Bien, podremos ahorrarle trabajo a la policía en ese sentido —dijo Holmes, mirando hacia la figura arrebujada junto a la ventana—. La naturaleza humana es una extraña mezcla, Watson. Ya ve que incluso un villano y un asesino puede llegar a inspirar tal afecto como para que su hermano opte por el suicidio cuando sabe que se juega el pescuezo. Pero no tenemos elección. Señor Pycroft, el doctor y yo permaneceremos de guardia mientras usted, si tiene la amabilidad, va a buscar a la policía.


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