La mesa del desayuno quedó limpia desde temprano y Holmes, embutido en su bata, estaba esperando la llegada de la visita prometida. Nuestros clientes llegaron a su cita con puntualidad, pues el reloj acababa de dar las diez cuando apareció el doctor Mortimer seguido por el joven baronet. Este era un hombre bajo, avispado y de ojos negros; tendría unos treinta años, su complexión era fuerte, poseía unas cejas espesas y negras, un rostro fuerte y un carácter combativo. Llevaba un traje de tweed de tonos rojizos y su aspecto era el de una persona que ha pasado la mayor parte de su vida al aire libre. No obstante, en su mirar reposado y en la tranquila serenidad de su porte había algo que demostraba que se trataba de un caballero.
—Les presento a Sir Henry Baskerville —dijo el doctor Mortimer.
—¡Oh, sí! —dijo el joven—. Y lo extraño del caso es, míster Holmes, que, aun cuando su amigo no me hubiese propuesto venir a visitarle esta mañana, yo lo habría hecho personalmente. Sé que usted resuelve pequeños enigmas, y esta mañana yo he tenido uno que requiere más atención de la que soy capaz de prestarle.
—Le ruego que tome asiento, Sir Henry. Si no he entendido mal, afirma usted que ha tenido una experiencia digna de mención después de su llegada a Londres…
—Nada de importancia, míster Holmes. Lo más probable es que se trate de una broma. Es esta carta (si es que podemos llamarla así), que me llegó esta mañana.
Colocó un sobre en la mesa y todos nos inclinamos a mirarlo. Era de calidad corriente y de un color grisáceo. La dirección, «Sir Henry Baskerville, Northumberland Hotel», estaba escrita con caracteres toscos. El matasellos rezaba: «Charing Cross», y la fecha correspondía a la tarde anterior.
—¿Quién sabía que iba a ir al Hotel Northumberland? —preguntó Holmes, mirando directamente a nuestro visitante de un modo penetrante.
—Nadie pudo saberlo, ya que lo decidimos después de reunirme con el doctor Mortimer.
—Pero, sin duda alguna, el doctor Mortimer ya se hospedaba allí…
—No; he estado en casa de un amigo —dijo el doctor—. No había la más ligera indicación de que pensásemos ir a ese hotel.
—¡Hum! Hay alguien que me parece muy interesado en sus movimientos.
Sacó del sobre medio folio de papel, doblado en cuatro, lo extendió y colocó en la mesa. En el centro del papel había una sola línea, formada por palabras impresas que habían sido recortadas y pegadas en él. Decía: «Si tienen valor para usted su vida o su razón, deberá alejarse del páramo». La palabra «páramo» estaba escrita con tinta.
—Ahora —dijo Sir Henry Baskerville—, tal vez pueda usted decirme, míster Holmes, qué diablos quiere decir esto y quién se toma tanto interés por mis asuntos.
—¿Qué cree usted, doctor Mortimer? Tendrá que aceptar que en esto no hay nada absolutamente que sea sobrenatural.
—No, señor; pero podría proceder muy bien de alguien que estuviese convencido de que el asunto es sobrenatural.
—¿Qué asunto? —preguntó impetuosamente Sir Henry—. Me parece que todos ustedes, caballeros, saben más acerca de mis cosas que yo mismo.
—Le prometo, Sir Henry, que, antes de que usted haya salido de esta habitación, habremos compartido con usted nuestros conocimientos —dijo Sherlock Holmes—. Con su permiso, ahora vamos a limitarnos al problema que tenemos entre manos, a este interesantísimo documento, que debe de haberse preparado y echado al correo ayer por la tarde. ¿Tiene usted el Times de ayer, Watson?
—Está aquí, en el rincón.
—Perdone que le moleste… Déme la página anterior, con los artículos de fondo.
Paseó ágilmente su mirada por ella, recorriendo las columnas arriba y abajo.
—Es de suma importancia este artículo sobre el mercado libre. Con su permiso, voy a leerles un extracto del mismo: «Tal vez se imagina usted que su propio comercio o su industria se verán incrementados si tienen un arancel protector; pero hay razón para creer que, con dicha legislación, a la larga, la riqueza deberá alejarse del país, se reducirá el valor de nuestras importaciones y bajará el nivel general de vida de esta isla». ¿Qué piensa de esto, Watson? —exclamó alegremente Holmes, mientras se frotaba las manos con satisfacción—. ¿No cree usted que se trata de una opinión admirable?
El doctor Mortimer contempló a Holmes con aire de interés profesional y Sir Henry me miró con ojos intrigados.
—No sé mucho acerca de aranceles y de cosas por el estilo —dijo el joven—; pero me parece que nos hemos apartado un poco de nuestro camino, por lo que respecta a la nota.
—Al contrario; yo creo que estamos precisamente en la senda correcta, Sir Henry. Aquí, Watson sabe más que usted acerca de mis métodos, pero diría que ni siquiera él ha comprendido el significado de esta frase.
—No, confieso que no veo la relación.
—Sin embargo, estimado Watson, hay una relación tan estrecha, que una frase se deduce de la otra. «Usted», «su», «o», «su», «si», «tienen», «razón», «para», «deberá», «alejarse», «del», «valor», «vida». ¿No ven ahora de dónde proceden estas palabras?
—¡Diablos, tiene razón! ¡Qué agudeza la suya! —exclamó Sir Henry.
—Y, por si quedase alguna duda, esta se aleja si nos fijamos en que «si tienen», «o su» y «deberá alejarse del» se han recortado formando una pieza.
—Bien, pues… ¡Sí, es cierto!
—Realmente, míster Holmes, esto supera todo lo que yo hubiera podido imaginar —exclamó el doctor Mortimer, mientras miraba atónito a mi amigo—. Hubiera podido comprender que alguien dijera que las palabras procedían de un periódico; pero que usted dijese el nombre de este y añadiese que eran del artículo de fondo, ha sido una de las cosas más notables que jamás he visto. ¿Cómo pudo hacerlo usted?
—Supongo, doctor, que usted sabría distinguir el cráneo de un negro del de un esquimal.
—¡Claro!
—¿Cómo lo haría?
—Porque esta es mi afición principal. Las diferencias son evidentes: la prominencia supraorbital, el ángulo facial, la curva del maxilar, la…
—Pues esta otra es mi principal afición. Para mí hay tanta diferencia entre el emplomado de los tipos de imprenta bourgeois que utiliza el Times y la pobre impresión de un periódico barato de tarde, como para usted entre un negro y un esquimal. El conocimiento de los tipos de imprenta es una de las más elementales ramas de conocimiento del especialista en delitos, si bien confieso que en cierta ocasión, cuando era muy joven, confundí el Leeds Mercury con el Western Morning News. Pero un artículo de fondo del Times es completamente evidente y esas palabras no podían proceder de otro lugar. Y como el trabajo se realizó ayer, lo más probable era que procediesen del ejemplar de ayer.
—Por lo que deduzco de su hipótesis, míster Holmes —dijo Sir Henry Baskerville—, alguien recortó el mensaje con unas tijeras…
—Tijeras cortaúñas —dijo Holmes—. Puede usted ver que se trata de unas tijeras de hoja muy corta, ya que hubieron de accionarlas dos veces para cortar «deberá alejarse del».
—Es cierto. Así pues, alguien recortó el mensaje con unas tijeras cortaúñas, lo pegó con pasta…
—Con goma —dijo Holmes.
—… con goma en el papel. Pero me gustaría saber por qué se escribió a mano la palabra «páramo».
—Porque no pudo encontrarla impresa. Todas las demás palabras eran sencillas y podían encontrarse en cualquier ejemplar, pero «páramo» es menos corriente.
—¡Vaya! Lógicamente, eso lo explica. ¿Ha leído algo más en el mensaje, míster Holmes?
—Hay uno o dos indicios, a pesar de que han hecho lo posible por eliminar todas las pistas. Observará que la dirección está escrita con una caligrafía muy burda y, sin embargo, el Times es un periódico que raramente se encuentra en manos que no sean las de personas altamente educadas. Debemos suponer, pues, que ha sido compuesta por un hombre culto que desea pasar por persona inculta; su esfuerzo por ocultar su propia caligrafía sugiere, por otra parte, que su escritura podría ser reconocida, o llegar a ser conocida, por usted. Observará además que las palabras no están pegadas formando una línea recta, sino que unas están mucho más altas que otras. Por ejemplo, «vida» está bastante fuera del lugar correcto. Esto puede indicar una falta de cuidado o también agitación y prisa por parte de quien las cortó. En conjunto, me inclino por la segunda hipótesis, ya que el asunto era evidentemente importante y es poco probable que el que compuso tal carta fuese descuidado. Si tenía prisa, se plantea el interesante interrogante de por qué la tenía, ya que, echando la carta por la mañana temprano, hubiera llegado a Sir Henry antes de que saliera del hotel. ¿Temía el que la compuso una interrupción… y de quién?
—Estamos adentrándonos ahora en la región de las suposiciones —dijo el doctor Mortimer.
—Diga más bien en la región donde sopesamos las probabilidades y elegimos la más factible. Es el uso científico de la imaginación, pero disponemos siempre de algunas bases materiales para iniciar nuestras especulaciones. Por otra parte, aunque usted lo llame suposición, estoy casi seguro de que esta dirección se escribió en un hotel.
—¿Pero cómo puede afirmarlo?
—Si la examina con cuidado, se dará cuenta de que tanto la pluma como la tinta causaron problemas al que escribió. La pluma ha derramado tinta en dos ocasiones en una misma palabra y se ha secado tres veces en una dirección corta, lo cual indica que el tintero tenía poca tinta. Raramente un tintero o una pluma particulares se encuentran en tal estado, y la combinación de ambas cosas es bastante rara. Pero ya conoce las plumas y los tinteros de hotel, donde precisamente es difícil encontrar algo distinto. Sí, tengo muy pocas dudas al afirmar que, si pudiésemos examinar las papeleras de los hoteles situados en la zona de Charing Cross, hasta encontrar los restos del Times mutilado, podría caer directamente en nuestras manos la persona que envió este singular mensaje. Pero…, ¡hola! ¿Qué es esto?
Estaba examinando el papel sobre el cual habían pegado las palabras y lo mantenía a una distancia de una o dos pulgadas de sus ojos.
—¿Y bien?
—Nada —contestó mientras lo dejaba de lado—. Es una hoja de papel en blanco, en la que ni siquiera aparece la filigrana. Creo que hemos deducido todo lo que se puede sacar en limpio de esta curiosa nota. Y ahora, Sir Henry, ¿le ha sucedido alguna otra cosa interesante desde que llegó a Londres?
—¿Por qué? No, míster Holmes. Yo creo que no.
—¿No se ha fijado si le sigue alguien o si le observan?
—Me da la sensación de haber penetrado en el meollo de una novela barata —comentó nuestro visitante—. ¿Por qué diablos habían de seguirme o de observarme?
—Ahí vamos a parar. ¿No tiene nada más que informarnos antes de que nos adentremos en este asunto?
—Bueno, depende de lo que usted considere que merece la pena de informar.
—Creo que lo merece cualquier cosa que se salga de la rutina de la vida cotidiana.
Sir Henry sonrió.
—Todavía no sé muchas cosas acerca de la vida británica, ya que he pasado casi toda mi vida en los Estados Unidos y en el Canadá. Pero supongo que perder una bota no forma parte de la rutina cotidiana en este país.
—¿Ha perdido una bota?
—Señor mío —exclamó el doctor Mortimer—, solamente se ha extraviado. La encontrará cuando regrese al hotel. ¿Qué utilidad tiene molestar a míster Holmes con pequeñeces de este tipo?
—Bueno, él me ha preguntado acerca de cualquier cosa que se salga de la rutina diaria.
—Exactamente —dijo Holmes—, por muy trivial que pueda parecerle el incidente. ¿Dice que ha perdido una bota?
—En fin, al menos se me ha extraviado. Puse las dos, anoche, en el exterior de mi puerta y por la mañana solamente había una. Del individuo que las limpia no obtuve ninguna razón que tuviese sentido. Lo peor de todo es que acababa de comprar el par anoche, en The Strand, y ni siquiera las he estrenado.
—Si no se las llegó a poner, ¿por qué las sacó para que se las limpiasen?
—Eran unas botas marrones y nunca se las había abrillantado. Por eso las saqué.
—Así pues, al llegar ayer a Londres, ¿salió inmediatamente a comprar un par de botas?
—Hice bastantes compras. Aquí, el doctor Mortimer, fue conmigo. Verá usted: si he de convertirme en señor de mi casa señorial en Denvonshire, debo vestir de acuerdo con mi rango, y posiblemente me he vuelto un poco descuidado en el Oeste. Entre otras cosas, compré esas botas marrones (pagué diez dólares por ellas) y me han robado una, incluso antes de estrenarlas.
—El robo de una bota parece ser algo inútil —dijo Sherlock Holmes—. Le confieso que soy de la opinión del doctor Mortimer de que no tardará en aparecer la bota perdida.
—Y ahora, caballeros —dijo decididamente el baronet—, me parece que ya he hablado bastante acerca de lo poco que sé. Es hora de que cumplan su promesa y me den una información completa en torno al asunto que tenemos entre manos.
—Su petición es razonable —respondió Holmes—. Creo, doctor Mortimer, que lo mejor será que explique su historia del mismo modo que nos la describió a nosotros.
Animado de este modo, nuestro amigo científico sacó del bolsillo los documentos y expuso todo el caso, igual que lo había hecho la mañana anterior. Sir Henry escuchó con profunda atención, lanzando de cuando en cuando exclamaciones de sorpresa.
—Bueno, parece ser que ha llegado a mis manos una herencia que lleva consigo una venganza —dijo cuando se hubo concluido la larga narración—. Naturalmente, he oído hablar del sabueso desde que era niño. Es la historia favorita de la familia, si bien jamás pensé anteriormente en tomarla en serio. Pero, con respecto a la muerte de mi tío… Bueno, tengo un enorme lío en la cabeza y todavía no puedo ver claro. Parece que usted no ha llegado a una conclusión definitiva con respecto a si el caso es de la incumbencia de un policía o de un clérigo.
—Exacto.
—Por otra parte, tenemos la cuestión de la carta que recibí en el hotel. Supongo que ahora encaja en la situación.
—Parece ser que hay alguien que sabe más que nosotros acerca de lo que ocurre en el páramo —dijo el doctor Mortimer.
—También —intervino Holmes— que hay alguien que no se encuentra predispuesto en contra de usted, ya que le pone en guardia frente al peligro.
—También puede que tenga motivos para asustarme y hacer que me vaya.
—Bueno, en realidad también eso es posible. Estoy en deuda con usted, doctor Mortimer, por haberme presentado un problema que tiene tantas alternativas interesantes. Pero el detalle práctico que ahora hemos de decidir es, Sir Henry, si es o no aconsejable que vaya usted a Baskerville Hall.
—¿Por qué no habría de hacerlo?
—Parece existir un peligro.
—¿Se refiere al peligro de ese diablo familiar, o a un peligro procedente de seres humanos?
—Bueno, eso es precisamente lo que hemos de averiguar.
—Sea lo que fuere, mi respuesta sigue siendo la misma. No hay, míster Holmes, diablos en los infiernos ni hombres en la tierra que me impidan ir al hogar de mi gente; puede considerar que esta es mi respuesta definitiva.
Arrugó el entrecejo y su rostro enrojeció mientras hablaba. Era evidente que aún se conservaba el fiero temperamento de los Baskerville en este último representante.
—Entre tanto —siguió diciendo—, apenas he tenido tiempo para reflexionar acerca de todo lo que me han dicho. Resulta una ardua labor para un hombre tener que comprender y decidir en una misma sesión. Me gustaría disponer de una hora para tomar una decisión con tranquilidad. Bien, mire usted, míster Holmes; ahora son las once y media y voy a regresar directamente a mi hotel. ¿Qué le parece si usted y su amigo, el doctor Watson, se reúnen a comer con nosotros a las dos? Entonces podré decirle con más claridad de qué modo me afecta esto.
—¿No tiene usted ningún inconveniente, Watson?
—Ninguno.
—Entonces, allí estaremos. ¿Les llamo un coche?
—Preferiría pasear, pues este asunto me ha confundido un tanto.
—Le acompañaré en su paseo con mucho gusto —dijo su compañero.
—Así pues, hasta las dos. Adiós y buenos días.
Oímos los pasos de nuestros visitantes mientras bajaban la escalera y el golpe de la puerta de la calle al cerrarse. En un instante, Holmes se transformó de un lánguido soñador en un hombre de acción.
—¡Rápido, Watson, póngase las botas y el sombrero! ¡No tenemos ni un momento que perder!
Penetró en su habitación a toda prisa, vestido con su bata, y a los pocos segundos estaba de vuelta vestido con una levita. Nos apresuramos a bajar las escaleras y salimos a la calle. El doctor Mortimer y Baskerville eran aún visibles, a unas doscientas yardas por delante de nosotros, encaminándose hacia Oxford Street.
—¿Voy corriendo y los detengo?
—Nada de eso, querido Watson. Me satisface plenamente su compañía, si es que la mía no le molesta a usted. Nuestros amigos han obrado cuerdamente, ya que la mañana es excelente para dar un paseo.
Aceleró el paso hasta que hubimos acortado en la mitad la distancia que nos separaba de ellos. De este modo, manteniéndonos a cien yardas detrás de ellos, seguimos hasta Oxford Street y, luego, bajamos por Regent Street. En cierta ocasión, nuestros amigos se detuvieron para contemplar un escaparate y Holmes hizo otro tanto. Poco después lanzó una exclamación de satisfacción; seguí la dirección de su afanosa mirada y vi un coche de pescante trasero, con un pasajero en su interior, que se había detenido en el otro lado de la calle y en ese momento se ponía de nuevo en marcha.
—¡Ahí está nuestro hombre, Watson! ¡Vamos a estudiarlo detenidamente en el caso de que no podamos hacer otra cosa!
En aquel momento percibí una espesa barba negra y un par de ojos penetrantes que nos miraban desde la ventanilla del coche. De pronto se abrió la trampilla superior del coche, gritó algo al cochero y el vehículo se lanzó en una precipitada huida a lo largo de Regent Street. Holmes buscó ansiosamente otro coche, pero no se veía ninguno vacío. Se lanzó, entonces, en una loca persecución en medio de la corriente del tráfico, pero la delantera era demasiado grande y el coche se perdió de vista.
—¡Vaya! —dijo Holmes con acritud, cuando, jadeante y blanco de enojo, pudo salir de entre la marea de vehículos—. ¿Ha visto usted qué mala suerte y, al mismo tiempo, qué mal lo he hecho? Amigo Watson, si es usted un hombre honrado, deberá dejar testimonio también de esto y sopesarlo frente a mis éxitos.
—¿Quién era el hombre?
—No tengo ni idea.
—¿Un espía?
—Bueno, por lo que se nos ha dicho, es evidente que Baskerville ha sido estrictamente vigilado desde que llegó a la ciudad. ¿De qué otro modo hubieran podido saber tan rápidamente que había elegido el Hotel Northumberland? Si le siguieron el primer día, era de suponer que lo hicieran también el segundo. Tal vez se haya dado usted cuenta de que en dos ocasiones me acerqué a la ventana mientras el doctor Mortimer leía la historia.
—Sí, lo recuerdo.
—Intentaba ver si había alguien apostado en la calle, pero no vi a nadie. Nos estamos enfrentando con un hombre inteligente, Watson. Este asunto cala muy hondo, y aunque no sé aún si nos las tenemos que ver con un agente benevolente o malevolente, siempre tengo en cuenta el poder y la intención existentes. Cuando salieron nuestros amigos, los seguí inmediatamente con la esperanza de descubrir a su invisible acompañante. Es tan astuto, que no se confió en ir a pie, sino que se valió de un coche para así seguirlos o adelantarlos y, de ese modo, no despertar sus sospechas. Este método tenía la ventaja de que, si ellos tomaban un coche, él ya estaba en condiciones de seguirlos. Tiene, no obstante, una evidente desventaja.
—Se pone en manos del cochero.
—Exactamente.
—¡Qué lástima no haber tomado el número!
—Querido Watson, tal vez haya sido torpe, pero no creo que usted se pueda imaginar en serio que olvidé tomar el número. Nuestro hombre es el 2704, pero esto no tiene utilidad para nosotros por el momento.
—No logro ver qué otra cosa pudo haber hecho usted.
—Al observar el coche, debí haber dado la vuelta inmediatamente y caminar en dirección contraria. Entonces habría tomado tranquilamente un segundo coche y hubiera seguido al primero a una distancia prudencial; o, mejor aún, hubiera podido encaminarme al Hotel Northumberland para esperarlos allí. Cuando nuestro desconocido hubiera seguido a Baskerville hasta ese punto, habríamos tenido la oportunidad de practicar con él su mismo juego y ver adonde se encaminaba. La verdad es que, por culpa de una indiscreta impaciencia (de la que se ha aprovechado nuestro rival con una energía y una rapidez extraordinaria) nos hemos descubierto y hemos perdido a nuestro hombre.
Durante esta conversación habíamos ido caminando lentamente Regent Street abajo, y hacía rato que el doctor Mortimer había desaparecido en unión de su compañero.
—Ya no hay razón para seguirlos —dijo Holmes—. Su sombra ha volado y no volverá. Hemos de ver, pues, qué otras bazas tenemos en nuestras manos, y las jugaremos con decisión. ¿Podría usted estar seguro de la cara del hombre que iba en el coche?
—Solo de la barba.
—Lo mismo me pasa a mí… De lo cual deduzco que probablemente era postiza. Un hombre inteligente que realiza una misión tan delicada no tiene necesidad de una barba, a no ser para ocultar sus facciones. ¡Venga, Watson!
Penetró en uno de los despachos de recaderos del distrito, donde el encargado le recibió efusivamente.
—¡Ah, Wilson! ¡Ya veo que no ha olvidado el pequeño caso en que tuve la buena suerte de ayudarle!
—No, señor, desde luego que no. Salvó mi buen nombre y quizá, incluso, mi vida.
—Exagera usted, amigo. Creo recordar, Wilson, que entre sus muchachos había uno llamado Cartwright, el cual demostró tener cierta habilidad durante la investigación.
—Sí, señor; aún está con nosotros.
—¿Podría llamarle? ¡Gracias! Le agradecería que me cambiase este billete de cinco libras.
Obedeciendo la llamada del director, apareció un muchacho de catorce años, con cara inteligente y avispada, quien permaneció en pie observando con reverencia al famoso detective.
—¿Puede darme el directorio de hoteles? —pidió Holmes—. ¡Gracias! Mira, Cartwright, aquí están los nombres de veintitrés hoteles, todos ellos en las proximidades de Charing Cross. ¿Ves?
—Sí, señor.
—Irás a cada uno de ellos.
—Sí, señor.
—En cada caso empezarás por dar un chelín al portero. Aquí tienes veintitrés chelines. —Sí, señor.
—Le dirás que quieres ver las papeleras de ayer; que se ha perdido un telegrama importante y que lo estás buscando. ¿Comprendes?
—Sí, señor.
—Pero lo que realmente vas a buscar es una página central del Times de ayer, en la que verás unos agujeros recortados con unas tijeras. Aquí tienes un ejemplar del Times, y esta es la página. La podrás recordar fácilmente, ¿verdad?
—Sí, señor.
—En cada caso, el portero llamará al conserje, a quien también darás un chelín. Aquí tienes veintitrés chelines más. Este último, posiblemente, te diga, en veinte de los veintitrés casos, que ya han quemado o retirado los papeles del día anterior. En los otros tres casos te enseñarán un montón de papeles, entre los cuales buscarás esta página del Times. Hay muchísimas probabilidades de que no la encuentres. Aquí hay otros diez chelines para casos de emergencia. Mándame un telegrama a Baker Street, antes de la noche, informándome. Y ahora, Watson, solo nos queda saber por un cable la identidad del cochero, el número 2704; después nos dejaremos caer en una de las galerías de pintura de Bond Street y pasaremos el rato hasta la hora de ir al hotel.