Confieso que sentí un estremecimiento al oír estas palabras. La excitación que se manifestaba en la voz del doctor mostraba que también él estaba profundamente afectado por lo que nos había dicho. Holmes se inclinó hacia adelante, lleno de excitación, y en sus ojos podía percibirse el duro brillo que los caracterizaba cuando estaba muy interesado por algo.
—¿Las vio usted?
—Con tanta claridad como le estoy viendo a usted.
—¿Y no dijo nada?
—¿Para qué?
—¿Cómo es que nadie más las vio?
—Las marcas se encontraban a unas veinte yardas del cuerpo y nadie reparó en ellas. Supongo que yo tampoco lo hubiera hecho de no haber conocido la leyenda.
—¿Hay muchos perros pastores en el páramo?
—Sin duda; pero este no era un perro pastor.
—¿Dice usted que era grande?
—Enorme.
—¿Pero no se había acercado al cuerpo?
—No.
—¿Cómo estaba la noche?
—Húmeda y desapacible.
—¿Pero no llovía?
—No.
—¿Cómo es el paseo?
—Hay dos hileras antiguas de setos de tejo; tienen unos doce pies de altura y resultan impenetrables. Por el centro discurre el paseo, que tiene unos ocho pies de anchura.
—¿Hay algo entre los setos y el paseo?
—Sí, a cada lado hay una franja de hierba de unos seis pies de anchura.
—Creo entender que el seto está cortado en un punto por una puerta.
—Sí; el portillo que da al páramo.
—¿Hay alguna otra abertura?
—Ninguna.
—¿De modo que, para penetrar en el Paseo de los Tejos, uno ha de hacerlo desde la casa o por la puerta del páramo?
—Hay una salida por el pabellón situado en el extremo.
—¿Había llegado Sir Charles hasta este punto?
—No; yacía a unas cincuenta yardas de distancia.
—Dígame ahora, doctor Mortimer, un detalle que tiene mucha importancia: ¿vio usted las marcas en el paseo y no en la hierba?
—En esta no hubiera podido verse ninguna huella.
—¿Estaban en el lado del paseo más próximo a la puerta de salida del páramo?
—Sí; estaban en el borde del paseo, en el mismo lado en que se encuentra la puerta del páramo.
—Está usted despertando profundamente mi curiosidad. Otro detalle: ¿estaba cerrado el portillo?
—Cerrado y con el candado echado.
—¿Qué altura tiene?
—Unos cuatro pies.
—¿Podría haber saltado alguien por encima?
—Sí.
—¿Y qué marcas vio usted junto al portillo?
—Ninguna en particular.
—¡Dios mío! ¿No lo examinó nadie?
—Lo hice yo mismo.
—¿Y no encontró nada?
—Todo estaba muy confuso. Evidentemente, Sir Charles había permanecido allí durante cinco o diez minutos.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque por dos veces había caído ceniza de su puro.
—¡Excelente! He aquí, Watson, un colega que aplica perfectamente nuestros métodos. Pero ¿y las marcas?
—Había dejado marcadas sus propias huellas por toda la pequeña superficie de grava, pero no pude distinguir otras que no fuesen las suyas.
Holmes se golpeó dos veces las rodillas con la mano en un gesto de impaciencia.
—¡Si yo hubiera podido estar allí! —gritó—. Evidentemente, es un caso de verdadero interés y que ofrecía unas oportunidades inmensas para un experto científico. El sendero de grava, en el que tantas cosas hubiera podido leer yo, ha sido lavado durante este tiempo por la lluvia y alterado por las pisadas de los zapatones de campesinos curiosos. ¡Oh, doctor Mortimer, doctor Mortimer; y pensar que usted no me llamó! Ha de reprochársele no haberlo hecho.
—Yo no podía llamarle a usted, míster Holmes, sin dar publicidad a estos hechos, y ya le he explicado mis razones para no hacerlo. Además…
—¿Por qué duda usted?
—Hay un reino en el cual el más astuto y experimentado de los detectives se encuentra desamparado.
—¿Quiere decir usted que la cosa es sobrenatural?
—No he dicho positivamente eso.
—Pero, evidentemente, lo piensa.
—Desde la tragedia, míster Holmes, han llegado a mis oídos varios incidentes cuya explicación resulta difícil de conciliar con el orden establecido de la naturaleza.
—Por ejemplo…
—Supe que antes de que sucediera este terrible acontecimiento varias personas habían visto en el páramo un ser que encaja con el demonio de los Baskerville y que no podía ser animal alguno conocido por la ciencia. Todas las personas que lo vieron coincidieron en que era un ser enorme, luminoso, pálido y espectral. He interrogado a estos hombres (uno de ellos es un terco campesino; otro, un herrero, y el tercero, un labrador del páramo) y todos explican la misma historia acerca de esta terrorífica aparición, que se corresponde exactamente con el sabueso diabólico de la leyenda. Le aseguro que por el distrito impera el terror y que difícilmente se encontrará un hombre que se atreva a cruzar el páramo durante la noche.
—¿Y usted, un experto hombre de ciencia, cree que es sobrenatural?
—Yo no sé qué creer.
Holmes se encogió de hombros.
—Hasta la fecha he limitado mis investigaciones a este mundo —dijo—. He combatido, modestamente, el mal, pero tal vez resultaría una labor demasiado ambiciosa emprenderla con el propio Padre del Mal. No obstante, ha de admitir usted que unas pisadas son algo material.
—El sabueso que las imprimió fue lo bastante material como para desgarrar la garganta de un hombre; sin embargo, también fue diabólico.
—Veo que en buena parte se ha pasado usted al terreno de los que creen en lo sobrenatural. En fin, dígame una cosa, doctor Mortimer: si usted tiene estas ideas, ¿por qué ha venido, pues, a consultarme? Me dice que es inútil investigar la muerte de Sir Charles y, al mismo tiempo, desea que lo haga.
—No dije que desease que usted lo hiciera.
—Entonces, ¿en qué puedo ayudarle?
—Aconsejándome qué debo hacer con Sir Henry Baskerville, que llegará a la estación de Waterloo… —el doctor Mortimer consultó su reloj— exactamente dentro de una hora y cuarto.
—¿Es él el heredero?
—Sí; a la muerte de Sir Charles hicimos indagaciones acerca de este joven y descubrimos que se había dedicado a la agricultura en el Canadá. A juzgar por los testimonios que nos han llegado, es una persona excelente en todos los sentidos. Estoy hablando en estos momentos no como médico, sino como depositario y ejecutor del testamento de Sir Charles.
—Supongo que no habrá ningún otro pretendiente…
—No; el otro único pariente al que hemos podido seguir la pista fue Rodger Baskerville, el más joven de los tres hermanos, de los cuales Sir Charles fue el mayor. El segundo hermano, que murió joven, es el padre de Sir Henry. El tercero, Rodger, fue la oveja negra de la familia. Había heredado la misma disposición de los antiguos Baskerville y, según dicen, era idéntico al retrato que conserva la familia del primitivo Hugo. Inglaterra se le quedó demasiado pequeña y escapó a Centroamérica, donde murió de fiebre amarilla en 1876. Henry es el último de la familia y dentro de una hora y cinco minutos me reuniré con él en la estación de Waterloo. He recibido un cable anunciando su llegada a Southampton esta mañana. Así pues, míster Holmes, ¿qué me aconseja que haga con él?
—¿Por qué no habría de ir al hogar de sus padres?
—Parece natural que lo haga, ¿verdad? No obstante, tenga en cuenta que todos los Baskerville que van allí se enfrentan con un destino aciago. Estoy seguro de que, si Sir Charles hubiese hablado conmigo antes de su muerte, me hubiese aconsejado no llevar a ese lugar fatídico al último vástago de la antigua estirpe, heredero de una gran riqueza. Y, sin embargo, no puede negarse que la prosperidad de todo el pobre y yermo campo vecino depende de la presencia de esa persona. Toda la noble labor llevada a cabo por Sir Charles se vendrá por tierra si la mansión se queda vacía. Temo que mi obvio interés por el asunto pueda influir excesivamente sobre mi decisión; tal es el motivo por el que le planteo a usted el caso y le solicito su consejo.
—Dicho con palabras simples —manifestó Holmes, después de reflexionar unos momentos—, la cuestión es esta: según su opinión, existe un agente diabólico que hace de Dartmoor un lugar inseguro para un Baskerville, ¿no es así?
—Al menos, me atrevería a decir que existen ciertas pruebas de que pueda ser así.
—Exactamente; pero es evidente que, de ser correcta su teoría de lo sobrenatural, el mal podría abatirse sobre este joven tanto en Londres como en Devonshire. Resultaría demasiado inconcebible un diablo que poseyese un simple poder local, constreñido, por ejemplo, a la sacristía de una parroquia.
—Usted, míster Holmes, plantea la cuestión de un modo más petulante de lo que quizá lo haría si hubiese mantenido un contacto personal con estas cosas. Así pues, creo entender que su opinión es que este joven estará tan a salvo en Devonshire como en Londres. Llega dentro de cincuenta minutos. ¿Qué recomendaría?
—Le recomiendo, caballero, que tome un coche, llame a su perro, que está arañando la puerta de la calle, y se dirija a la estación de Waterloo para recibir a Sir Henry Baskerville.
—¿Y luego?
—Luego no le diga nada en absoluto hasta que yo haya tomado una decisión al respecto.
—¿Cuánto tiempo tardará usted en decidirse?
—Veinticuatro horas. Me sentiré muy honrado si mañana a las diez acude usted aquí, doctor Mortimer; y será de gran ayuda para nuestros planes futuros que se traiga consigo a Sir Henry Baskerville.
—Así lo haré, míster Holmes.
Apuntó la cita en el puño de su camisa y se apresuró a salir con su extraño aire distraído y atisbante. Holmes le detuvo en el alto de la escalera.
—Una pregunta más, doctor Mortimer: ¿dice usted que, con anterioridad a la muerte de Sir Charles Baskerville, varias personas vieron aquella aparición en el páramo?
—La vieron tres personas.
—¿La ha visto alguien después de la muerte?
—No he oído de nadie.
—Gracias. Buenos días.
Holmes regresó a su asiento con tranquilo aspecto de satisfacción interna, indicio de que tenía ante sí una misión que le gustaba.
—¿Va a salir, Watson?
—A no ser que pueda ayudarle.
—No, estimado colega; es a la hora de la acción cuando recurro a su ayuda. Pero esto es espléndido, único, desde varios puntos de vista. Cuando pase por casa de Bradley, haga el favor de decir que me envíen una libra del tabaco de pipa más fuerte que tengan. Sería también conveniente que no regresase hasta la noche; entonces, me gustaría cambiar impresiones acerca de este interesantísimo problema que se nos ha planteado esta mañana.
Sabía yo que la soledad y el encierro eran muy necesarios para mi amigo en las horas de intensa concentración mental, durante las cuales calibraba las más pequeñas pruebas existentes, elaboraba distintas alternativas, sopesaba unas frente a otras y decidía qué puntos eran esenciales y cuáles carecían de importancia. Así pues, pasé el día en mi club y no regresé a Baker Street hasta la noche. Eran casi las nueve cuando me encontré de nuevo en el salón.
Cuando abrí la puerta, mi primera impresión fue la de que se había declarado un incendio: la habitación estaba tan llena de humo, que apenas podía verse la luz de la lámpara que había en la mesa. Sin embargo, mis temores se calmaron cuando hube entrado, ya que se trataba del humo acre de un tabaco fuerte y ordinario que se me agarró a la garganta e hizo que me pusiera a toser. A través de la niebla percibí una vaga visión de Holmes; llevaba puesta su bata, estaba acurrucado en un sillón y en los labios tenía su pipa de arcilla negra. Alrededor de él había varios papeles enrollados.
—¿Se ha resfriado, Watson? —dijo.
—No; es esta atmósfera envenenada.
—Ahora que lo dice, supongo que está un poco cargada.
—¿Cargada nada más? Es intolerable.
—¡Abra la ventana, pues! Veo que ha pasado todo el día en el club.
—¡Vaya, Holmes!
—¿No tengo razón?
—Desde luego. ¿Pero cómo…?
—Emana de usted, Watson, un frescor tan agradable, que supone un placer para mí ejercer a su costa los pequeños poderes que poseo. Un caballero sale en un día borrascoso y húmedo y regresa, por la noche, con lustre aún en su sombrero y sus botas. Así pues, no se ha movido usted en todo el día. Pero, como es un hombre que no tiene amigos íntimos, ¿dónde ha podido estar? ¿No es evidente?
—Bueno, es bastante evidente.
—El mundo está lleno de cosas evidentes que nadie observa ni por casualidad. ¿Dónde cree usted que he estado yo?
—Tampoco se ha movido.
—Al contrario: he estado en Devonshire.
—¿En espíritu?
—Exactamente. Mi cuerpo no se ha movido de este sillón; y lamento observar que, en mi ausencia, ha consumido dos grandes jarras de café y una increíble cantidad de tabaco. Después de que usted se marchó, mandé a buscar a la tienda de Stamford las hojas del mapa oficial correspondiente a dicha parte del páramo por la cual ha revoloteado mi espíritu todo el día. Me enorgullezco de decir que no podría perderme por esa zona.
—Un mapa a gran escala, supongo.
—Muy grande —desenrolló una sección y la colocó sobre sus rodillas—. Aquí está el distrito que nos interesa en especial. Ahí, en el centro, está Baskerville Hall.
—¿Hay arbolado alrededor?
—Exactamente. Aunque no esté marcado con su nombre, supongo que el Paseo de los Tejos debe de encontrarse a lo largo de esta línea; como usted observará, el páramo se extiende a la derecha del mismo. El pequeño grupo de casas que se señala aquí es la aldea de Grimpen, donde reside nuestro amigo el doctor Mortimer. Como puede ver, no hay más que unas cuantas viviendas diseminadas en un radio de cinco millas. Aquí se encuentra Lafter Hall, que se menciona en la leyenda. En este punto aparece indicada una casa que puede ser la residencia del naturalista… Stapleton; creo recordar que este es su nombre. En esta parte del páramo hay dos casas de labranza: High Tor y Foulmire. Más allá, a catorce millas de distancia, está la prisión de Princetown. En torno a estos puntos diseminados se extiende el páramo, desolado y yermo. Este es, pues, el escenario donde se representó la tragedia y donde podemos ayudar a que se represente de nuevo.
—Debe ser un lugar salvaje.
—Sí; el emplazamiento merece la pena. Si el diablo decidió realmente meter baza en los asuntos del hombre…
—Así que se inclina usted por la explicación sobrenatural.
—Los agentes del diablo pueden ser de carne y hueso, ¿no es cierto? Para empezar, hay dos cuestiones que nos están esperando. La primera es saber si se cometió realmente un delito. La segunda es conocer cuál fue el delito y cómo se cometió. Lógicamente, de ser correctas las suposiciones del doctor Mortimer, nos estaríamos enfrentando con unas fuerzas ajenas a las leyes naturales, y, por lo tanto, nuestra investigación tiene un límite. Pero estamos obligados a agotar todas las demás hipótesis antes de recurrir a esta. Creo que deberíamos cerrar otra vez esa ventana, si no le importa. Resulta singular, pero encuentro que un ambiente cargado ayuda a que se concentre el pensamiento. Aún no he llegado al extremo de encerrarme en una caja para pensar, pero ese es el resultado lógico de mis convicciones. ¿Ha dado usted vueltas al caso?
—Sí, he pensado mucho acerca de él en el transcurso del día.
—¿Y qué cree?
—Que es desconcertante.
—Tiene, evidentemente, una personalidad propia. Hay en él detalles muy peculiares. Con respecto, por ejemplo, a las pisadas, ¿qué deduce de ellas?
—Mortimer dice que el hombre había caminado de puntillas en aquella parte del paseo.
—Se limitó a repetir lo que algún necio manifestó en el curso de la investigación judicial. ¿Por qué una persona había de caminar de puntillas por el paseo?
—¿Pues qué, entonces?
—Iba corriendo, Watson… Iba corriendo desesperadamente; corría para salvar su vida; corrió hasta que su corazón estalló y cayó muerto rostro en tierra.
—¿Y de qué escapaba?
—Ahí reside nuestro problema. Hay indicios de que el hombre estaba loco de terror, incluso antes de que empezase a correr.
—¿En qué se basa para decirlo?
—Presumo que la causa de su terror procedía del páramo. De ser así, lo cual parece ser lo más probable, solo un hombre que hubiera perdido el juicio correría desde la casa, en lugar de hacerlo hacia la misma. Si puede tomarse como cierta la declaración hecha por el gitano, corrió pidiendo ayuda en la dirección desde la cual era menos probable que la recibiera. Y, por otra parte, ¿a quién esperaba aquella noche, y por qué lo hacía en el paseo y no en su propia casa?
—¿Cree usted que estaba esperando a alguien?
—El hombre era anciano y estaba enfermo. Podemos comprender que diese un paseo todas las noches, pero el terreno estaba encharcado y la noche era inclemente. ¿Es lógico que esperase cinco o diez minutos, como el doctor Mortimer, con más sentido práctico del que yo le hubiese atribuido, dedujo de la ceniza de su puro?
—Pero Sir Charles salía todas las noches.
—No creo probable que esperase en la puerta del páramo todas las noches. Por el contrario, tenemos pruebas de que evitaba el páramo. Aquella noche esperó en dicho punto. Era la noche anterior a su venida a Londres. El asunto empieza a adquirir forma, Watson; empieza a hacerse coherente. Haga el favor de alcanzarme el violín y dejemos de pensar en este asunto hasta mañana, en que tendremos la ventaja de reunimos con el doctor Mortimer y Sir Henry Baskerville.