18. EL INTÉRPRETE GRIEGO

Durante mi largo y profundo conocimiento del señor Sherlock Holmes nunca le había oído hablar de sus familiares y casi nunca de sus primeros años. Esta reticencia por su parte había ayudado a aumentar el efecto, en cierto modo inhumano, que me producía, hasta tal punto que algunas veces me encontré observándolo como si se tratara de un fenómeno aislado, un cerebro sin corazón, tan carente de comprensión por los problemas humanos como superior en inteligencia. Su aversión por las mujeres y sus pocas ganas de hacer nuevos amigos eran ambos rasgos típicos de su carácter, pero ninguno de ellos tan acusado como su tendencia a suprimir toda referencia a su propia familia. Llegué a creer que era un huérfano al que no le quedaba ningún pariente vivo; pero un día, para mi sorpresa, empezó a hablarme de su hermano.

Fue una tarde de verano después del té; la conversación, que había ido saltando de modo inconexo desde los clubes de golf hasta las causas del cambio en la oblicuidad de la eclíptica, vino a dar por último a la cuestión del atavismo y de las aptitudes hereditarias. El punto que discutíamos era hasta qué punto un don determinado en una persona se debe a la herencia o a su primer aprendizaje.

—En su caso —dije yo—, por todo lo que usted me ha dicho, parece obvio que su facultad para la observación y su peculiar facilidad para la deducción se deben a su propio aprendizaje sistemático.

—Hasta cierto punto —contestó pensativo—. Mis antepasados pertenecían a la aristocracia del campo y parecen haber tenido un modo de vida similar al que es normal entre la gente de esa clase. Sin embargo, el que yo haya salido así es algo que llevo en las venas y puede que proceda de mi abuela, que era hermana de Vernet, el artista francés. Cuando el arte corre por las venas de alguien, puede tomar las formas más extrañas. —¿Pero cómo sabe que es hereditario?

—Porque mi hermano Mycroft lo posee y en un grado más alto que yo.

Esto era realmente nuevo para mí. Si había en Inglaterra otro hombre con semejantes poderes, ¿cómo podía ser que ni la policía ni el público en general hubieran oído hablar de él? Se lo pregunté, dejando caer que era la modestia de mi amigo la que le hacía reconocer que su hermano era superior a él. Holmes se rió ante mi sugerencia.

—Querido Watson —dijo—, no estoy de acuerdo con aquellos que ponen a la modestia entre las virtudes. Para la mente lógica todas las cosas han de verse exactamente como son, y cuando uno se minusvalora, se aparta tanto de la verdad como cuando exagera sus propios poderes. Por tanto, al decir yo que Mycroft tiene mejores facultades de observación que yo, debe usted dar por supuesto que estoy diciendo la verdad exacta y literal.

—¿Es más joven que usted?

—Siete años mayor.

—¿Y cómo es que resulta desconocido?

—Oh, es muy conocido en su propio círculo.

—¿Cuál es, pues?

—Bueno, en el «Club Diógenes», por ejemplo.

Nunca había oído hablar de esa institución y se me debió de notar en la cara porque Sherlock Holmes sacó un reloj.

—El «Club Diógenes» es el club más raro de Londres, y Mycroft uno de sus miembros más raros. Siempre está allí entre las cinco menos cuarto y las ocho menos veinte. Son las seis ahora, así que, si le apetece dar una vuelta aprovechando esta bella tarde, le enseñaría con mucho gusto las dos curiosidades.

Cinco minutos más tarde estábamos en la calle, caminando hacia Regent Circus.

—Se preguntará —dijo mi amigo— por qué Mycroft no usa sus facultades para trabajar de detective. Es incapaz.

—¡Pero si pensé que usted había dicho…!

—Dije que era superior a mí en observación y deducción. Si el arte del detective empezara y terminara en el razonamiento desde un sillón, mi hermano sería el mejor agente que haya existido nunca. Pero no tiene ambiciones ni energía. No se movería para verificar sus propias soluciones y preferiría que pensaran que estaba en un error a tomarse la molestia de demostrar que tenía razón. Una y otra vez le he planteado problemas, obteniendo siempre una explicación que más tarde me demostraría que era la acertada. Y, sin embargo, fue absolutamente incapaz de resolver la parte práctica a la que tiene uno que dedicarse antes de poder exponer el caso ante un juez o un jurado.

—¿No es su profesión, pues?

—En absoluto. Lo que para mí es un medio de vida no es para él sino el simple hobby de un diletante. Tiene una extraordinaria facilidad para los números y trabaja revisando la contabilidad de cierto departamento gubernamental. Mycroft vive en Pall Malí, y todas las mañanas, con solo dar la vuelta a la esquina, ya está en su trabajo, en Whitehall. Lleva años sin hacer otro ejercicio que este y no se le ve en otro lugar excepto en el «Club Diógenes», que está justo enfrente de sus habitaciones.

—No recuerdo ese nombre.

—Con toda probabilidad. Hay muchos hombres en Londres que ya sea por su timidez, ya sea por misantropía, no desean encontrarse con sus semejantes. Pero esto no quita para que les guste leer las últimas noticias arrellanados en cómodos sillones. En provecho de este tipo de personas se creó el «Club Diógenes» y ahora cuenta entre sus miembros a los hombres más insociables de toda la ciudad. No se permite que ningún miembro repare en la presencia de otro. No se permite charlar bajo ninguna circunstancia y tres ofensas puestas en conocimiento del comité directivo exponen al charlatán a la expulsión. Mi hermano fue uno de los fundadores y yo mismo encuentro esa atmósfera muy relajante.

Así hablando llegamos a Pall Malí, tomándolo por el lado de St. James. Sherlock Holmes se paró ante una puerta a poca distancia del Carlton y, advirtiéndome que no hablara, entró delante en el hall. A través del panel de cristal eché una mirada a una grande y lujosa habitación, en la que un considerable número de hombres se encontraban leyendo el periódico, cada uno en su propio rinconcito. Holmes me hizo pasar a una pequeña habitación que daba a Pall Malí y, luego de dejarme solo un momento, volvió con una persona a la que en seguida identifiqué como su hermano.

Mycroft era mucho más alto y robusto que Sherlock. Su cuerpo era muy voluminoso, pero su cara, aunque maciza, seguía conservando algo de esa agudeza que es tan característica en la de su hermano. Sus ojos, de un gris claro acuoso, parecían no perder nunca esa mirada lejana e introspectiva que yo había observado en los de Sherlock cuando ejercía a fondo sus facultades.

—Encantado de conocerlo —dijo, alargando hacia mí su ancha y suave mano, parecida a una aleta de foca—. Desde que usted es su cronista, oigo hablar de Sherlock por todas partes. A propósito, Sherlock, esperaba que hubieras venido por aquí la semana pasada a consultarme sobre el caso de Manor House. Pensé que debías de andar un poco perdido.

—No, lo resolví —dijo mi amigo sonriendo.

—Fue Adams, por supuesto.

—Sí, era él.

—Estaba seguro desde el principio —se sentaron juntos al lado de la ventana—. Este es el lugar adecuado para el que desee estudiar a la humanidad —dijo Mycroft—. ¡Mira qué tipos tan magníficos! Mira esos dos hombres que vienen hacia acá.

—¿El marcador de billar y el otro?

—Exacto. ¿Qué piensas del otro?

Los dos hombres se pararon enfrente de la ventana. Unas manchas de tiza en el bolsillo del chaleco eran los únicos signos que percibí en uno de ellos que tuvieran algo que ver con los billares. El otro era un tipo pequeño, oscuro; llevaba el sombrero echado hacia atrás y varios paquetes debajo del brazo.

—Un soldado, por lo que veo —dijo Sherlock.

—Recién licenciado —observó el otro.

—Sirvió en la India, veo.

—Un oficial sin mando.

—Imagino que en la Artillería Real —dijo Sherlock.

—Es viudo.

—Con un hijo.

—Hijos, hermano, hijos.

—¡Venga ya! —dije yo sonriendo—. Esto es demasiado.

—Ciertamente —contestó Holmes—, no es difícil saber que un hombre con ese porte, con esa expresión de autoridad y que está tan quemado por el sol, es algo más que un soldado raso y que acaba de volver de la India.

—El que no hace mucho que ha abandonado el servicio nos lo indica el hecho de que todavía lleva las «botas de munición», como suelen llamar al tipo que él lleva puestas —observó Mycroft.

—No camina como lo hacen los de caballería, pero solía llevar el sombrero a un lado de la cabeza, según lo indica esa rayita de piel más clara que tiene junto a la ceja. Por su peso sabemos que no puede ser un zapador. Está en Artillería.

—Además, por supuesto, de su riguroso luto deducimos que ha perdido a alguien muy querido. El hecho de que esté haciendo él mismo la compra parece indicar que pudiera ser su mujer. Ha comprado cosas para niños, como podrá usted observar. Lleva un sonajero, lo cual indica que uno de ellos es todavía muy pequeño. La mujer murió probablemente de parto. Del hecho de que lleve un cuaderno de dibujo bajo el brazo deducimos que tiene otro hijo en quien pensar.

Empecé a entender lo que quería decir mi amigo cuando dijo que su hermano poseía facultades todavía más profundas que las que él mismo tenía. Me miró de reojo y sonrió. Mycroft tomó rapé de una caja hecha con un caparazón de tortuga y sacudió los granos que le habían caído sobre el abrigo con un gran pañuelo de seda rojo.

—A propósito, Sherlock —dijo—, tengo algo que va a gustarte. Se trata de un singularísimo problema sobre el que me han pedido que dé mi opinión. Realmente no tengo fuerza suficiente para seguirlo, salvo que lo hiciera de un modo bastante incompleto, pero me dio la base para ciertas agradables especulaciones. Si te apetece oír los hechos…

—Mi querido Mycroft, me encantaría.

El hermano escribió unas palabras en una hoja de su cuadernillo de notas y, tirando de la campanilla, se lo dio al camarero.

—Le he pedido al señor Melas que cruce la calle —dijo—. Vive encima de mi casa y le conozco un poco, lo cual hizo que un día viniera a verme totalmente perplejo. El señor Melas es de origen griego, según creo, y es un notable lingüista. Se gana la vida en parte como intérprete en los tribunales y en parte como gula de esos ricos orientales que van a parar a los hoteles de Northumberland Avenue. Creo que dejaré que él mismo les cuente su extraordinaria experiencia a su manera.

Al cabo de unos minutos se nos unió un hombre bajo y corpulento cuya tez olivácea y cabello negro como el carbón proclamaban su origen sureño, aunque su modo de hablar era el de un caballero educado en Inglaterra. Le estrechó con impaciencia la mano a Sherlock Holmes y sus oscuros ojos despidieron destellos de placer cuando se dio cuenta de que el especialista estaba ansioso por oír su historia.

—Creo que la policía no me cree, palabra que no —dijo lamentándose—. Solo porque nunca han oído hablar de algo semejante, piensan que no puede ser. Pero sé que no volveré a estar a gusto hasta que no sepa qué ha sido de aquel pobre hombre con la escayola pegada a la cara.

—Soy todo oídos —dijo Sherlock Holmes.

—Estamos a miércoles por la tarde —dijo el señor Melas—; bueno, entonces fue el lunes por la noche, solo hace dos días, como ve, cuando sucedió todo esto. Yo soy intérprete, como quizá mi vecino, aquí presente, ya le haya dicho. Traduzco todos los idiomas, o casi todos, pero como soy griego de nacimiento y tengo apellido griego, me han asociado especialmente con esta lengua. Durante muchos años fui el principal intérprete griego de Londres y mi nombre se conoce en todos los hoteles.

»Sucede, y bastante a menudo, que, ya sea a causa de extranjeros que se encuentran en dificultades, o de viajeros que llegan a altas horas de la madrugada, envían a buscarme a horas muy raras. No me sorprendí, por tanto, cuando el lunes por la noche un tal señor Latimer, un joven que iba vestido muy a la moda, subió a mis habitaciones y me pidió que le acompañara en un taxi que nos estaba esperando a la puerta. Había venido a verlo por asuntos de negocios un amigo griego, dijo, y como este no hablaba su lengua materna, se hacían indispensables los servicios de un intérprete. Me dio a entender que su casa estaba un poco lejos, en Kensington, y parecía tener mucha prisa, apresurándome para que entrara en el taxi no bien habíamos bajado a la calle.

»Digo en el taxi, pero en seguida me sobrevino la duda de si no había montado en un carruaje particular. Era ciertamente más espacioso que los coches de punto ordinarios, que son la deshonra de Londres, y los accesorios, aunque un poco raídos, eran de muy buena calidad. El señor Latimer se sentó frente a mí y partimos cruzando Charing Cross y subiendo por Shaftesbury Avenue. Salimos a Oxford Street, y yo iba ya a aventurar una observación a propósito de la vuelta que estábamos dando para ir a Kensington, cuando ante la extraña conducta de mi compañero contuve las palabras.

»Empezó por sacar de su bolsillo una formidable cachiporra rellena de plomo y la agitó varias veces de arriba a abajo como si estuviera probando su peso y su fuerza. Después la dejó sin decir una sola palabra al lado suyo en el asiento. Tras esto subió las ventanas de ambos lados, las cuales, para mi sorpresa, estaban recubiertas de papel, con el fin de impedir que alguien viera que yo iba dentro.

»—Siento mucho taparle la vista, señor Melas —dijo—. El hecho es que no tengo la intención de que usted vea hacia dónde nos dirigimos. Sería para mí un trastorno el que usted consiguiese volver allí en otra ocasión.

«Como puede imaginarse, me quedé totalmente estupefacto ante semejantes modales. Mi compañero era un tipo fuerte y de anchas espaldas y yo no tenía la menor posibilidad de salir victorioso en una pelea con él, eso sin contar el arma.

»—Es un modo de comportarse muy raro, señor Latimer —tartamudeé—. Supongo que será usted consciente de que lo que está haciendo es ilegal.

»—Sin duda me estoy tomando ciertas libertades —dijo—, pero será recompensado. Ahora bien, tengo que advertirle, señor Melas, que si en cualquier momento de esta noche intenta dar una alarma o hacer algo que vaya contra mis intereses, se encontrará metido en un lío. Le ruego que recuerde que nadie sabe dónde está y que tanto en este carruaje como en mi casa, usted está en mi poder.

»Sus palabras eran pausadas, pero había algo de amenazante en su chirriante modo de decirlas. Me quedé sentado en silencio, preguntándome qué demonios sería la razón que le llevaba a raptarme de un modo tan extraordinario. Fuera la que fuese, estaba claro que no me serviría de nada resistirme, y lo único que podía hacer era esperar y ver lo que sucedía.

«Estuvimos viajando durante casi dos horas, sin que yo tuviera el menor indicio de hacia dónde nos dirigíamos. A ratos, por el traqueteo de las piedras, sabía que íbamos por un camino adoquinado; otras veces la suave y silenciosa manera de avanzar me sugería que lo estábamos haciendo por asfalto, pero salvo estas variaciones de sonido, no había nada que me pudiera ayudar a hacerme una idea de dónde estábamos. El papel que tapaba las ventanas era impenetrable a la luz, y en el cristal delantero habían echado una cortina azul. Eran las siete y cuarto cuando salimos de Pall Malí y mi reloj señalaba las nueve menos diez cuando por fin paramos. Mi compañero bajó la ventanilla y yo vislumbré un portón bajo en forma de arco, sobre el que había una lámpara encendida. Se abrió de golpe, al mismo tiempo que me daban prisa para que descendiera del carruaje, y me encontré en el interior de la casa con una vaga impresión de haber atravesado un césped con árboles a los lados al entrar. No me aventuraría a decir si se trataba de un terreno público o privado.

»Dentro había una lámpara de gas coloreada, pero estaba tan baja, que pude ver muy poco excepto que el hall tenía un respetable tamaño y había cuadros colgados. A la mortecina luz pude distinguir que la persona que nos había abierto la puerta era un hombre de mediana edad, bajo, de aspecto mezquino y ligeramente encorvado de hombros. Cuando se volvió, me di cuenta de que llevaba gafas, porque estas se reflejaron a la luz de la lámpara.

»—¿Es este el señor Melas, Harold? —dijo.

»—Sí.

»—¡Bien hecho, bien hecho! Espero que no tenga mala voluntad, señor Melas, pero no podemos continuar sin usted. No le pesará tratarnos lealmente; pero, ¡Dios le libre de intentar alguna artimaña con nosotros!

«Hablaba de un modo espasmódico y nervioso, soltando de vez en cuando una tonta risita, pero en cierto modo me inspiró más miedo que el otro.

»—¿Qué quieren de mí? —pregunté yo.

»—Solo que le haga unas preguntas a un caballero griego que nos visita y que nos traduzca las respuestas. Pero no le diga más de lo que se le ordena que le diga —y aquí volvió a soltar una de sus tontas risitas—; o más le valdría no haber nacido.

«Mientras hablaba abrió la puerta y me condujo a una habitación que parecía estar ricamente amueblada, pero aquí de nuevo la única luz que había era la que daba una lámpara encendida solo a medias. Ciertamente se trataba de una gran estancia y la manera de hundirse mis pies en la alfombra al avanzar me daba una idea del lujo del lugar. Pude vislumbrar algo de las sillas de terciopelo, de la alta chimenea de mármol blanco y de lo que parecía ser un juego de armaduras japonesas en uno de los lados de la habitación. Había una silla justo debajo de la lámpara, y el hombre de más edad me hizo una seña para que me sentara en ella. El joven nos había dejado, pero volvió a aparecer de repente por otra puerta, conduciendo a un caballero ataviado con un batín que le quedaba bastante holgado. Este avanzó lentamente hacia nosotros. Cuando llegó al círculo que formaba la mortecina luz de la lámpara y al verlo con más claridad, me quedé horrorizado de su aspecto. Estaba terriblemente pálido y demacrado y tenía los ojos saltones y brillantes de un hombre cuyo espíritu es mayor que sus fuerzas; pero, más que cualquier signo de debilidad física, lo que me impresionó fue que su cara estaba grotescamente entrecruzada con escayola y que un gran amasijo de lo mismo le sellaba la boca.

»—¿Tienes la pizarra, Harold? —exclamó el hombre de más edad, después de que aquel extraño se dejara caer más que sentarse en una silla—. ¿Le has desatado las manos? Entonces, ahora dale el lápiz. Usted le hará las preguntas, señor Melas, y él escribirá las respuestas. Pregúntele en primer lugar si está dispuesto a firmar los papeles.

»El hombre lanzó fuego por los ojos.

»—Nunca —escribió en griego en la pizarra.

»—¿Bajo ninguna condición? —pregunté yo, ordenado por nuestro tirano.

»—Solo si un sacerdote griego que conozco la casara en mi presencia.

»El hombre soltó una malévola risita.

»—¿Sabe lo que le espera en ese caso?

»—No me preocupa lo que pueda sucederme.

»Estos son ejemplos de las preguntas y respuestas que compusieron nuestra extraña conversación medio hablada, medio escrita. Tuve que preguntarle una y otra vez si firmaría el documento. Una y otra vez obtuve la misma respuesta. Pero de repente tuve una feliz idea. Empecé a añadir algunas frases de mi cosecha a cada pregunta, inocentes al principio, para probar si nuestros compañeros sabían algo de griego, y después, al ver que no daban signos de saber nada, inicié un juego más peligroso. Nuestra conversación fue más o menos así.

»—No saca nada con su obstinación. ¿Quién es usted?

»—No me importa. Soy un extranjero en Londres.

»—Su destino depende de usted. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

»—Que suceda lo que tenga que suceder. Tres semanas.

»—La propiedad no puede ser suya. ¿Qué le aflige?

»—No cederé ante la villanía. Me están matando de hambre.

»—Le dejaremos en libertad si firma. ¿Qué casa es esta?

»—Nunca firmaré. No lo sé.

»—No le está haciendo ningún favor a ella. ¿Cómo se llama?

»—Deje que ella me lo diga. Kratides.

»—La verá si firma. ¿De dónde es usted?

»—Entonces no la veré nunca. Atenas.

»Cinco minutos más, señor Holmes, y le hubiera sonsacado toda la historia delante de sus narices. Mi siguiente pregunta iba destinada a aclarar el asunto, pero en ese momento se abrió la puerta y entró en la habitación una mujer. No la pude ver con la suficiente claridad para poder decirle algo más que era alta y grácil, tenía el pelo negro e iba ataviada con un traje blanco largo y flojo.

»—¡Harold! —dijo en un inglés chapurreado—, no puedo estar alejada un rato más. Me siento tan sola allá arriba solamente con… ¡Oh, Dios mío, pero si es Paul!

»Estas últimas palabras las dijo en griego, y en ese mismo momento el hombre, haciendo un convulsivo esfuerzo, rompió la escayola que le tapaba la boca y, gritando: "¡Sophy! ¡Sophy!", se lanzó a sus brazos. No obstante, su abrazo no duró más que un instante, porque el joven agarró a la mujer y la empujó fuera de la habitación, mientras el viejo dominó fácilmente a su demacrada víctima y la arrastró fuera por la otra puerta. Me dejaron solo un momento en la habitación y salté del asiento con la vaga idea de que quizá podría conseguir una pista sobre la casa en que me encontraba. Afortunadamente, sin embargo, no di paso alguno porque, al mirar hacia arriba, vi al hombre de más edad en el umbral de la puerta con los ojos clavados en mí.

»—Esto será todo, señor Melas —dijo—. Supongo que se dará cuenta de que hemos depositado en usted nuestra confianza sobre un asunto privado. No le hubiéramos molestado de no haber sido porque el amigo nuestro que habla griego y que fue quien inició estas conversaciones se ha visto forzado a volver al Este. Nos era bastante necesario encontrar a alguien que ocupara su puesto y tuvimos la suerte de enterarnos de sus facultades como intérprete.

»Yo hice una ligera inclinación de cabeza.

»—Aquí tiene usted cinco soberanos —dijo acercándose a mí—, los cuales, espero, serán un honorario suficiente. Pero recuerde —añadió, dándome unos golpecitos en el pecho y riéndose con aquella tonta risa suya— que, si se entera una persona, una sola persona, fíjese bien, de algo de todo esto, bueno, en ese caso ¡que Dios se apiade de su alma!

»No puedo decirles el horror y la repugnancia que me inspiraba aquel hombre de aspecto insignificante. Lo veía mejor ahora al darle directamente la luz de la lámpara. Sus rasgos eran inquisitivos y cetrinos y tenía una rala barbita puntiaguda. Echaba la cabeza hacia adelante al hablar y los labios y párpados se le crispaban continuamente como los de un hombre con el baile de San Vito. No pude evitar el pensar que su insidiosa risita era asimismo un síntoma de alguna enfermedad nerviosa. Sin embargo, el terror que provocaba su cara residía en los ojos; estos eran fríos, con el color y el brillo del acero, y miraban desde lo más profundo con una maligna, inexorable crueldad.

»—Sabremos si se lo dice a alguien —dijo—. Tenemos nuestros propios medios de información. Ahora el carruaje está esperándolo y mi amigo le acompañará en su viaje de regreso.

»Me hicieron atravesar el hall y entrar en el vehículo a toda prisa, y de nuevo tuve una visión momentánea de los árboles y del jardín. El señor Latimer iba pisándome los talones y ocupó su lugar frente a mí sin decir una palabra. Volvimos a hacer un interminable recorrido, con las ventanas subidas, hasta que por último, justo después de medianoche, el carruaje se detuvo.

»—Bájese aquí, señor Melas —dijo mi compañero de viaje—. Siento dejarle tan lejos de su casa, pero no hay otra alternativa. Cualquier intento por su parte de seguir el carruaje, no terminaría sino en un grave daño para usted.

»Abrió la puerta mientras hablaba y apenas había tenido tiempo de bajarme, cuando el cochero hizo sonar su fusta y el carruaje desapareció traqueteando. Miré alrededor sorprendido. Me encontraba en una especie de terreno comunal baldío, en el que sobresalían oscuras matas de aliaga. A lo lejos se extendía ante mí una hilera de casas, con alguna luz encendida aquí y allá en las ventanas de los dormitorios. Por el otro lado vi las señales rojas del ferrocarril.

»El carruaje que me había llevado hasta allí ya se había perdido de vista. Estaba parado, mirando a mi alrededor y preguntándome dónde demonios estaría, cuando vi que alguien venía hacia mí en la oscuridad. Al acercarse me di cuenta de que era un maletero de los ferrocarriles.

»—¿Podría decirme qué lugar es este? —pregunté.

»—Es el terreno comunal de Wandsworth —dijo él.

»—¿Hay trenes desde aquí a Londres?

»—Si corriera una milla más o menos, hasta Clapham Junction —dijo—, llegará a tiempo de coger el último tren a la estación Victoria.

»Este fue el final de mi aventura, señor Holmes. No sé dónde estuve ni con quién hablé, salvo lo que le he contado. Pero sé que está teniendo lugar un juego sucio y quiero ayudar a ese infeliz si puedo. Le conté la historia al señor Mycroft Holmes a la mañana siguiente y posteriormente a la policía.

Tras escuchar esta extraordinaria narración nos quedamos un rato en silencio. Luego, Sherlock miró a su hermano.

—¿Has dado algún paso? —preguntó.

Mycroft cogió un Daily News que estaba sobre el velador.

—«Se recompensará a quien pueda dar alguna información sobre el paradero de un caballero griego llamado Paul Kratides de Atenas, que no habla inglés. Igualmente se recompensará a quien dé información sobre una dama griega cuyo nombre de pila es Sophy. X 2473». Esto ha aparecido en todos los periódicos. Sin respuesta.

—¿Qué te parece la embajada griega?

—He preguntado. No saben nada.

—En ese caso un cable a la policía de Atenas.

—Sherlock tiene la energía de toda la familia —dijo Mycroft volviéndose hacia mí—. Bueno, coge tú el caso y dime lo que saques en limpio.

—Ciertamente —contestó mi amigo, levantándose de la silla—. Te lo diré y al señor Melas también. Mientras tanto, señor Melas, yo que usted estaría en guardia, porque está claro que ellos deben de saber por estos anuncios que usted los ha traicionado.

Al volver hacia casa, Holmes se paró en una oficina de Telégrafos y envió varios cables.

—Ya ve, Watson, que no hemos echado a perder la tarde —observó—. Algunos de mis casos más interesantes me han llegado a través de Mycroft. El caso que acabamos de oír, aunque no tiene más que una explicación posible, no deja por ello de contar con algunas características interesantes.

—¿Tiene alguna esperanza de resolverlo?

—Bueno, sabiendo lo que sabemos, sería raro que no consiguiéramos descubrir el resto. Usted mismo debe de haberse formado ya alguna teoría que explique los hechos que acabamos de oír.

—De un modo bastante vago, sí.

—¿Qué idea tiene, pues?

—Me parece obvio que esa muchacha griega ha sido raptada por el joven inglés llamado Harold Latimer.

—¿Raptada de dónde?

—De Atenas, quizá.

Sherlock Holmes movió la cabeza.

—Ese joven no hablaba ni una palabra de griego. La muchacha hablaba inglés bastante bien, de lo que se deduce que ella llevaba algún tiempo en Inglaterra y que él no había estado nunca en Grecia.

—Bien, entonces podemos presuponer que ella había venido a Inglaterra de visita y que ese Harold la persuadió a huir con él.

—Eso es más probable.

—Entonces el hermano (porque ésa es, supongo, la relación que hay entre ellos) llega desde Grecia e interfiere. Imprudentemente se pone en las manos del joven y de su socio de más edad. Se apoderan de él y utilizan la violencia con el fin de hacerle firmar unos documentos según los cuales la fortuna de la muchacha, de la cual él debe de ser el administrador, pasaría a ser de ellos. Él se niega a hacerlo. Con el fin de poder negociar con él, tienen que conseguir un intérprete y se deciden por este señor Melas, después de haberlo intentado previamente con otro. A la muchacha no le dicen nada de la llegada de su hermano, descubriéndolo por un mero accidente.

—Excelente, Watson —exclamó Holmes—. Realmente pienso que no está usted lejos de la verdad. Ya ve que tenemos todas las cartas en la mano y que lo único que tenemos que temer es un acto de violencia repentino por su parte. Si nos dan tiempo daremos con ellos.

—¿Pero cómo vamos a descubrir dónde se encuentra la casa?

—Bueno, si nuestras conjeturas son correctas y si el nombre de la muchacha es, o era, Sophy Kratides, no deberíamos encontrar muchas dificultades para seguirle la pista. Esa tiene que ser nuestra principal esperanza, porque el hermano es un recién llegado. Está claro que ha pasado algún tiempo desde que este Harold inició sus relaciones con la muchacha, algunas semanas seguramente, ya que al hermano le dio tiempo de enterarse y venir. Si han estado viviendo en el mismo lugar durante este tiempo, es posible que tengamos alguna respuesta al anuncio que puso Mycroft.

Así hablando, habíamos llegado a nuestra casa de Baker Street; Holmes subió las escaleras primero y, al abrir la puerta de nuestra habitación, dio un respingo de sorpresa. Al mirar por encima de su hombro, yo me quedé igualmente sorprendido. Su hermano Mycroft estaba sentado en el sillón fumando.

—¡Pasa, Sherlock! ¡Entre usted, caballero! —dijo de un modo afable, sonriendo ante nuestros sorprendidos rostros—. No esperabas semejante energía por mi parte, ¿verdad, Sherlock? Pero en cierto modo este caso me atrae.

—¿Cómo has venido hasta aquí?

—Os adelanté en un coche de punto.

—¿Ha sucedido algo nuevo?

—He tenido una respuesta al anuncio.

—¡Ah!

—Sí, llegó unos minutos después de que os hubierais ido.

—¿Y con qué efecto?

Mycroft Holmes sacó una hoja de papel.

—Aquí está —dijo—; escrita a pluma en un lujoso papel color crema por un hombre de mediana edad de débil constitución.

Señor —dice—, en respuesta a su anuncio con fecha de hoy, tengo a bien informarle que conozco muy bien a la dama en cuestión. Si no tuviera inconveniente en visitarme, le podría dar algunos detalles relativos a su penosa historia. En este momento vive en The Myrtles, Beckenham. Suyo afectísimo,

J. Davenport.

—La carta tiene el matasellos de Lower Brixton —dijo Mycroft Holmes—. ¿No crees, Sherlock, que deberíamos ir allí ahora y enterarnos de esos detalles?

—Mi querido Mycroft, la vida del hermano vale más que la historia de la hermana. Creo que lo que debemos hacer es ir a Scotland Yard a buscar al inspector Gregson e irnos derechos a Beckenham. Sabemos que están conduciendo a un hombre a la muerte y una hora puede ser vital.

—Mejor recogemos al señor Melas de camino hacia allá —sugerí yo—; podríamos necesitar un intérprete.

Mientras hablaba abrió el cajón de la mesa y me di cuenta de que se metía furtivamente un revólver en el bolsillo.

—Sí —dijo en contestación a mi mirada—. Por lo que sabemos, yo diría que vamos a enfrentarnos con una banda muy peligrosa.

Ya casi había oscurecido cuando nos encontramos en Pall Malí, en las habitaciones del señor Melas. Un caballero acababa de venir a buscarlo y se había ido.

—¿Puede usted decirme adonde? —preguntó Mycroft Holmes.

—No lo sé, señor —contestó la mujer que había abierto la puerta—. Lo único que sé es que se alejó en un carruaje con un caballero.

—¿Dio algún nombre el caballero?

—No, señor.

—¿No era un hombre joven, alto, guapo y de piel oscura?

—Oh, no, señor, era un hombre bajito, con gafas, delgado de cara, pero muy agradable en sus maneras; no paraba de reírse mientras hablaba.

—¡Vamos! —exclamó Sherlock Holmes bruscamente—. Esto se está poniendo serio —observó cuando nos dirigíamos hacia Scotland Yard—. Estos hombres han vuelto a apoderarse de Melas. No es un hombre que tenga mucha fuerza física, como ellos bien saben por su experiencia de ayer por la noche. Ese villano fue capaz de aterrorizarle en cuanto estuvo delante de él. Sin duda quieren sus servicios profesionales; pero, tras haberle utilizado, están dispuestos a castigarle por lo que consideran una traición.

Esperábamos que cogiendo el tren llegaríamos a Beckenham antes que si íbamos en el carruaje, o por lo menos nos llevaría el mismo tiempo. Al llegar a Scotland Yard, sin embargo, pasó más de una hora antes de que consiguiéramos dar con el inspector Gregson y de que completáramos las formalidades legales que nos permitirían entrar en la casa. Eran las diez menos cuarto cuando llegamos al puente de Londres y las diez y media cuando los cuatro nos apeamos en el andén de Beckenham. Tras un recorrido de media hora en coche de punto llegamos a The Myrtles, una gran casa oscura que se levantaba a espaldas de la carretera en medio de su propio terreno. Allí despedimos al taxi y subimos juntos el camino que llevaba hasta la casa.

—No hay luz en las ventanas —observó el inspector—. La casa parece desierta.

—Nuestros pájaros han volado y el nido está vacío —dijo Holmes.

—¿Por qué dice usted eso?

—Un carruaje con mucho peso de equipaje ha pasado por aquí durante la última hora. El inspector se rió:

—Ha visto las huellas de las ruedas a la luz de la lámpara del portón, ¿pero de dónde sale el equipaje?

—Puede ser que usted se haya dado cuenta de las mismas huellas en la dirección de llegada. Pero las de salida son mucho más profundas, tanto, que podemos decir con certeza que el carruaje llevaba un peso considerable.

—Va usted un poco más lejos que yo —dijo el inspector encogiéndose de hombros—. No será fácil forzar esta puerta. Pero lo intentaremos si no conseguimos hacer que alguien nos conteste.

Golpeó con fuerza el llamador y tiró de la campanilla sin éxito alguno. Holmes había desaparecido, pero volvió al cabo de unos minutos.

—He abierto una ventana —dijo.

—Es una suerte que esté usted del lado de la justicia y no en contra —observó el inspector al ver de qué modo tan inteligente había forzado mi amigo el pestillo—. Bueno, creo que en estas circunstancias podemos entrar sin esperar a que nos inviten.

Uno tras otro nos fuimos abriendo paso en el gran apartamento, que era evidentemente el mismo que aquel en el que se había encontrado el señor Melas. El inspector había encendido su linterna y con esa luz pudimos ver las dos puertas, la cortina, la lámpara y el juego de armaduras japonesas, tal como él lo había descrito. Sobre la mesa había dos vasos vacíos, una botella de brandy vacía y los restos de una comida.

—¿Qué es eso? —preguntó Holmes de repente.

Todos nos quedamos quietos y escuchamos. Desde algún lugar por encima de nuestras cabezas nos llegó el lejano sonido de alguien que se estaba quejando. Holmes corrió hacia la puerta y salió al hall. El lúgubre ruido provenía del piso de arriba. Se lanzó escaleras arriba, el inspector y yo pisándole los talones, mientras que su hermano Mycroft nos seguía todo lo rápido que le permitía su pesado cuerpo.

En el segundo piso nos dimos de cara con tres puertas y era de la del centro de donde salía el siniestro sonido, que a ratos se hundía en un monótono murmullo para volver después a subir hasta un agudo gimoteo. Holmes abrió de golpe la puerta y se precipitó en el interior, pero volvió a salir al cabo de un momento con una mano en la garganta.

—¡Es carbón! —exclamó—. Dejemos que se aclare.

Al asomarse vimos que la única luz que había en la habitación la daba una débil llama azul que ardía vacilante en un pequeño brasero de latón en medio de la habitación. A su alrededor, en el suelo, se percibía un oscuro círculo con una tonalidad plomiza, artificial, mientras que entre las sombras vimos las vagas siluetas de dos figuras acurrucadas contra la pared. De la puerta abierta humeaba una horrible exhalación venenosa que nos hizo toser y jadear. Holmes se abalanzó a abrir el tragaluz de la escalera para que entrara aire fresco y luego, precipitándose en el interior de la habitación, subió la ventana y arrojó el trípode de latón al jardín.

—En seguida podremos entrar —jadeó saliendo flechado de nuevo—. ¿Dónde hay una vela? Dudo que podamos encender una cerilla en esta atmósfera. Manten la luz en la puerta, y los sacaremos. ¡Venga, Mycroft!

De una carrera llegamos a donde estaban los hombres y los arrastramos fuera, al descansillo. Ambos tenían los labios azules y estaban inconscientes, con las caras hinchadas y congestionadas y los ojos protuberantes. De hecho, sus rasgos estaban tan deformados, que, a no ser por la negra barba y corpulenta figura, no hubiéramos reconocido nunca en uno de ellos al intérprete griego, del que tan solo hacía unas pocas horas nos habíamos despedido en el «Club Diógenes». Estaba atado de pies y manos y tenía un ojo marcado por un golpe violento. El otro, que estaba atado de un modo similar, era un hombre alto y estaba demacrado hasta el último extremo; le habían pegado en la cara varias tiras de escayola, lo cual le daba un aspecto grotesco. Había dejado de quejarse cuando le sacamos, y con una sola mirada me di cuenta de que nuestra ayuda había llegado demasiado tarde, por lo menos para él. El señor Melas, sin embargo, todavía vivía, y en menos de una hora, con la ayuda de amoniaco y brandy, tuve la satisfacción de verle abrir los ojos y de saber que mi mano le había rescatado del oscuro valle al que llevan todos los caminos.

Lo que tenía que contarnos era una historia muy sencilla. El visitante, al entrar en sus habitaciones, se había sacado de la manga un vergajo, asustándole tanto con la amenaza de una muerte inevitable e instantánea, que había conseguido raptarle por segunda vez. Verdaderamente aquel risueño rufián había producido un efecto casi mesmeriano sobre el infortunado lingüista, porque este no podía hablar de él sin que le temblaran las manos y le palidecieran las mejillas. Le habían llevado con toda rapidez a Beckenham, sirviendo de nuevo como intérprete en una segunda entrevista, todavía más dramática que la anterior, en la que los dos ingleses habían amenazado a su prisionero con una muerte instantánea si no se avenía a sus peticiones. Finalmente, viendo que de nada valían las amenazas con él, le arrojaron de nuevo a su prisión y, tras reprochar al señor Melas su traición, que había aparecido en los anuncios de los periódicos, le dejaron inconsciente de un bastonazo, no recordando él nada de lo sucedido después hasta que nos vio inclinados a su alrededor.

Y este fue el singular caso del intérprete griego, cuya explicación se halla todavía envuelta en cierto misterio. Pudimos descubrir, tras ponernos en contacto con el caballero que había respondido al anuncio, que la infortunada muchacha provenía de una rica familia griega y que había venido a Inglaterra a visitar a unos amigos. Una vez aquí, había conocido a un joven llamado Harold Latimer, que había llegado a tener cierto ascendiente sobre ella, terminando por convencerla de que huyera con él. Sus amigos, extrañados por este suceso, se habían quedado tranquilos tras avisar a su hermano en Atenas y se habían lavado las manos en el asunto. El hermano, al llegar a Inglaterra, se puso imprudentemente en manos de Latimer y de su socio, cuyo nombre era Wilson Kemp, un hombre con oscuros antecedentes. Estos dos, al darse cuenta de que, debido a su desconocimiento de la lengua, este estaba totalmente desamparado en sus manos, le habían hecho prisionero, intentando, mediante la crueldad y el hambre, que les cediera las propiedades suyas y de su hermana. Le habían tenido en la casa sin el conocimiento de la muchacha, y la escayola que le habían pegado en la cara tenía la finalidad de que esta no lo pudiera reconocer en caso de un encuentro fortuito. No obstante, su intuición femenina le reconoció rápidamente a través del disfraz, cuando, con ocasión de la primera visita del intérprete, le había visto por primera vez. La pobre muchacha, sin embargo, también estaba prisionera, porque no había nadie más en la casa salvo el hombre que hacía de cochero y su mujer, ambos instrumentos de los conspiradores. Al ver que se sabía el secreto y dándose cuenta de que el prisionero no se iba a dejar coaccionar, los dos villanos habían huido, con la chica, de la casa amueblada que habían alquilado, avisando solo con unas horas de anticipación. Antes se habían vengado, según creían, tanto del hombre que los había desafiado, como del que los había traicionado.

Meses después nos llegó, procedente de Budapest, un curioso recorte de periódico. Hablaba del trágico final que habían encontrado dos ingleses que viajaban acompañados de una mujer. Parece ser que habían aparecido apuñalados y la policía húngara es de la opinión de que habían tenido una disputa en la que se habían herido entre sí mortalmente. Holmes, sin embargo, me parece que tiene una opinión diferente sobre este asunto y sigue manteniendo todavía hoy que, si se pudiera dar con la muchacha, se sabría de qué modo llegaron a ser vengadas las injusticias infligidas contra ella y su hermano.


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