17. EL ROSTRO AMARILLO

Gracias a las dotes singulares de mi compañero he podido oír la narración de los numerosos casos que sirven de base a estas crónicas. En ocasiones incluso he llegado a representar el papel de actor en algún extraño drama. No es extraño, pues, que al publicarlos me recree más en sus éxitos que en sus fracasos, y ello no tanto en aras de su reputación —si bien es cierto que su energía y versatilidad se aguzaban justamente en sus momentos más críticos—, cuanto porque donde él no tenía éxito sucedía a menudo que los demás tampoco, y el relato quedaba inacabado para siempre. Sin embargo, de cuando en cuando ocurría que, aunque él se equivocara, la verdad llegaba a descubrirse. Tengo anotados una media docena de casos de estos, de entre los cuales el asunto de La Segunda Mancha y el que me propongo relatar ahora presentan mayor interés.

Sherlock Holmes era un hombre que no solía hacer ejercicio por simple placer. Pocas personas serán capaces de mayores esfuerzos musculares, y era sin duda uno de los mejores boxeadores de su peso que jamás he visto. Pero consideraba el ejercicio corporal una pérdida de energías, y no era frecuente que se moviera salvo que lo requiriera algún objetivo profesional. En esos casos era de todo punto incansable e infatigable. Es asombroso que bajo estas circunstancias se mantuviera en forma, pero su dieta era de lo más frugal, y sus costumbres tan sencillas, que rayaban en la austeridad. No tenía vicios, salvo el uso ocasional de la cocaína, y recurría a la droga solo como protesta ante la monotonía de la existencia, cuando escaseaban los casos y los periódicos no ofrecían interés.

Un día, a comienzos de la primavera, se había relajado tanto que me acompañó a pasear al parque, donde los olmos mostraban los primeros brotes verdes, y las pegajosas puntas de los castaños empezaban a estallar en hojas palmeadas. Caminamos juntos durante dos horas, en silencio la mayor parte del tiempo, como corresponde a dos hombres que se conocen íntimamente. Eran casi las cinco cuando regresábamos a Baker Street.

—Perdón, señor —dijo nuestro criado al abrirnos la puerta—, ha venido un caballero preguntando por usted. Holmes me miró con reproche.

—¿Ve lo que ocurre por ir de paseo? —dijo—. ¿Se ha ido, pues, ese caballero?

—Sí, señor.

—¿No le hizo usted pasar?

—Sí, señor, y entró.

—¿Cuánto tiempo estuvo esperando?

—Media hora, señor. Era un caballero muy inquieto, señor, estuvo moviéndose y paseando todo el tiempo que se quedó aquí. Por fin salió al pasillo y gritó: «¿Es que no va a volver nunca ese hombre?». Esas fueron sus mismas palabras, señor. «No tendrá usted que esperar mucho más», le dije yo. «Pues esperaré fuera, me estoy ahogando aquí», dijo y se largó a pesar de lo que yo le decía.

—Bueno, bueno, hizo usted lo que pudo —dijo Holmes mientras nos encaminábamos a nuestro cuarto—. Pero es una lata, Watson. Necesitaba urgentemente un caso, y a la vista de la impaciencia del hombre este parecía poder tener importancia. Pero ¿qué es esto? Esta no es su pipa, Watson. Debe de habérsele olvidado. Es de buen brezo, con un hermoso cañón de los que los tabacaleros llaman ámbar. Me pregunto cuántos cañones de auténtico ámbar habrá en Londres. Algunos dicen que el distintivo es que tengan una mosca. Esto de poner falsas moscas en el ámbar es realmente una rama del comercio. Debía de andar muy distraído para olvidarse una pipa que evidentemente valora mucho.

—¿Cómo sabe que la valora mucho? —pregunté.

—Bueno, calculo que el precio original de la pipa debe de andar por los siete chelines y medio. Como ve, la han arreglado dos veces, una en la parte del cañón, que es de madera, y otra en la parte del ámbar. Como puede observar, cada uno de estos arreglos se ha hecho en plata, y deben de haber costado más que la pipa. El hombre tiene que apreciarla mucho cuando prefiere remendarla antes que comprarse una nueva por el mismo precio.

—¿Hay algo más? —pregunté, pues Holmes estaba dando vueltas a la pipa y la miraba con ese aire pensativo tan característico suyo.

La sostuvo en alto y le dio unos golpecitos con el índice, largo y fino, como lo hubiera hecho un profesor que conferenciara sobre un hueso.

—Las pipas tienen a veces un extraordinario interés —dijo—. No hay nada que tenga más individualidad, salvo quizá los relojes y los cordones de los zapatos. Pero aquí las muestras no son ni muy marcadas ni muy importantes. El dueño parece un hombre fornido, zurdo, con una dentadura magnífica, algo descuidado y con poca necesidad de practicar la economía.

Mi amigo dio esta información como sin darle importancia, pero advertí que miraba de reojo para ver si había seguido su razonamiento.

—¿Piensa usted que alguien que use una pipa de siete chelines debe estar económicamente desahogado? —pregunté.

—Esta —dijo Holmes vaciando la cazuela en la palma de su mano— es una mezcla de tabaco Grosvenor, a ocho peniques la onza. Dado que podía fumar excelente tabaco por la mitad de dinero, está claro que no necesita economizar.

—¿Y respecto a los otros puntos?

—Tiene la costumbre de encender la pipa con un mechero de gas o una lámpara. Observe que está chamuscada por un lado. Una cerilla no hace eso: ¿por qué iba alguien a acercar la cerilla al costado de la pipa? Pero es imposible encenderla con una lámpara sin chamuscar la cazuela. Y es el lado derecho, de lo cual deduzco que es zurdo. Si usted acerca su pipa a la lámpara, verá cómo, al ser diestro, arrima el lado izquierdo a la llama de forma instintiva. Quizá en alguna ocasión lo haga al revés, pero no como norma. Esta, sin embargo, siempre se ha encendido por el lado derecho. En segundo lugar, tiene el ámbar mordisqueado. Eso requiere una dentadura buena y un tipo fornido y enérgico. Pero, si no me equivoco, le oigo subir la escalera, de modo que tendremos algo más interesante que su pipa para estudiar.

Un instante después se abrió la puerta, y un joven alto penetró en la estancia. Vestía de gris, pero con discreción, y en la mano llevaba un sombrero de ala ancha. Yo le hubiera echado unos treinta años, aunque en realidad tenía algunos más.

—Disculpen —dijo nuestra visita, un poco desconcertado—, debí haber llamado a la puerta. Sí, debí llamar. Lo que pasa es que estoy algo inquieto, y hay que achacar a eso mi actitud.

Se pasó la mano por la frente como quien está medio mareado, y después, más que sentarse, cayó en la silla.

—Veo que lleva un par de noches sin dormir —dijo Holmes con esa llaneza suya tan genial—. Eso altera más incluso que el trabajo o el placer. ¿Me permite preguntarle en qué puedo servirle?

—Quería su consejo. No sé qué hacer y es como si mi vida entera se estuviera deshaciendo.

—¿Quiere contratarme como detective?

—No solo. Quisiera su opinión de hombre sensato, de hombre de mundo. Quiero saber qué tengo que hacer a continuación. Espero, por todos los santos, que usted pueda decírmelo.

Las palabras le salían a borbotones, precipitadamente, y me dio la impresión de que el mero hecho de hablar le resultaba penoso en extremo, y que era su voluntad la que se imponía a sus impulsos.

—Es algo delicado —dijo—. A uno le disgusta hablar de cosas íntimas con desconocidos. Parece horrible comentar con dos hombres a quienes jamás he visto antes la conducta de mi esposa. Es horrible tener que hacerlo. Pero he llegado al final de la cuerda y necesito que alguien me aconseje.

—Mi querido señor Grant Munro… —comenzó Holmes.

Nuestro visitante saltó de la silla.

—¡Cómo! —exclamó—. ¿Sabe mi nombre?

—Si desea mantener el incógnito —dijo Holmes sonriendo—, le sugeriría que dejara de escribir su nombre en el forro del sombrero, o que mantenga vuelta la copa hacia la persona con quien habla. Iba a decirle que mi amigo y yo hemos escuchado innumerables secretos extraños en esta habitación y que hemos tenido la fortuna de poder llevar la paz a muchas almas apesadumbradas. Puesto que el tiempo puede resultar un factor importante, le ruego me comunique los hechos sin más demora.

De nuevo nuestro visitante se pasó la mano por la frente como si le fuera harto difícil. De cada uno de sus gestos y expresiones deduje que era hombre reservado y contenido, con un punto de orgullo en su personalidad, más dispuesto a ocultar sus heridas que a exponerlas. Abruptamente, con un brusco movimiento del puño que mantenía cerrado y como quien lanza al viento la reserva, comenzó.

—Estos son los hechos, señor Holmes —dijo—. Estoy casado desde hace tres años. Durante ese tiempo mi mujer y yo nos hemos querido mucho y hemos sido más felices que jamás pareja alguna. No hemos tenido una sola diferencia de palabra, pensamiento o hecho. Pero desde el lunes pasado ha surgido de repente una barrera entre los dos, y descubro que hay algo en su vida y en sus pensamientos de lo cual sé tan poco como si de una mujer que se cruza conmigo en la calle se tratara. Estamos distanciados y quiero saber por qué.

»Hay una cosa que quiero señalar antes de proseguir, señor Holmes: Effie me quiere. Me niego a que haya equívocos a ese respecto. Me quiere con toda su alma, y nunca tanto como ahora. Lo sé, lo noto. No quiero discutir sobre eso. Un hombre sabe bien cuándo una mujer le quiere. Pero hay entre nosotros este secreto, y no volveremos a ser los mismos en tanto no se esclarezca.

—Le ruego me dé los datos, señor Munro —dijo Holmes con algo de impaciencia.

—Le contaré lo que sé de la historia de Effie. Aunque joven (tenía veinticinco años), era ya viuda cuando la conocí. Su nombre era entonces señora Hebron. De joven marchó a América y vivió en la ciudad de Atlanta, donde se casó con Hebron, abogado con una buena clientela. Tuvieron una criatura, pero hubo una grave epidemia de fiebre amarilla a causa de la cual murieron tanto el marido como el hijo. He visto su certificado de defunción. Esto la hizo rechazar América y regresó aquí para vivir con una tía soltera en Pinner, Middlesex. Debo mencionar que su marido la había dejado bien económicamente y que tenía un capital de cuatro mil quinientas libras, que él había invertido tan certeramente, que le rentaba un siete por ciento. Llevaba solo seis meses en Pinner, cuando la conocí; nos enamoramos y nos casamos pocos meses después. Yo soy comerciante de lúpulo y tengo unos ingresos de unas setecientas u ochocientas libras, con lo que nos encontramos bien situados, y alquilamos una bonita casita en Norbury que costaba ochenta libras al año. Para lo cerca que está de la ciudad, nuestro pequeño lugar era muy rural. Cerca había una posada y dos casas, y otra nada más cruzar el prado que hay enfrente de nosotros. Salvo estas, no hay más casas hasta la mitad de camino de la estación. En determinadas épocas del año, mi negocio me llevaba a la ciudad, pero durante el verano tenía menos trabajo y era entonces cuando mi mujer y yo nos sentíamos más a gusto con nuestra vida rural. Le digo que nada ensombreció nuestra relación hasta que comenzó este maldito asunto.

»Antes de proseguir, hay algo que debo decirle. Cuando nos casamos, mi mujer me cedió todos sus bienes, muy en contra de mi voluntad, pues, en caso de que mis negocios no marcharan bien, la situación iba a ser incómoda. Sin embargo, así lo quería y así se hizo. Pues bien, hace unas seis semanas vino y me dijo:

»—Jack, cuando aceptaste mi dinero, me dijiste que si alguna vez necesitaba parte de él debía pedírtelo.

»—Por supuesto —le contesté—. Es tuyo.

»—Bien: necesito cien libras.

»Esto me sorprendió un poco; había imaginado que lo que quería sería un traje nuevo o algo similar.

»—Pero ¿para qué lo necesitas?

»—Me dijiste —contestó en tono juguetón— que solo serías mi banquero, y ya sabes que los banqueros nunca hacen preguntas.

»—Si es que hablas en serio, por supuesto que las tendrás —respondí.

»—Sí, sí, hablo en serio.

»—¿Y no quieres decirme para qué las quieres?

»—Quizá algún día, pero de momento no, Jack.

»De forma que me tuve que contentar con eso, aunque era la primera vez que había secretos entre nosotros. Le di un cheque y no volví a pensar en el asunto. Puede que no tenga nada que ver con lo que pasó a continuación, pero creí apropiado decírselo.

»Bien. Ya le he dicho que hay una casita cerca de la nuestra. Solo las separa un prado, pero para llegar hasta ella hay que ir por la carretera y luego seguir por un sendero. Un poco más allá hay un bosquecillo de abetos, y a mí me gustaba pasear hasta él, pues los árboles son siempre acogedores. La casita llevaba deshabitada ocho meses, y era una lástima, pues era bonita, de dos plantas y tenía un porche antiguo de madreselva. Muchas veces la he contemplado pensando en el bonito hogar que haría.

»El lunes pasado estaba paseando por allí al atardecer, cuando me crucé con una camioneta vacía que iba por el sendero y vi que en el césped, al lado del porche, habla una pila de alfombras y otros enseres. Estaba claro que por fin habían alquilado la casita. Seguí andando y luego me paré. La miré indolentemente pensando en qué tipo de personas serían las que venían a vivir tan cerca de nosotros. Y, mientras miraba, de repente me di cuenta de que una cara me observaba desde una de las ventanas del segundo piso.

»No sé lo que vi en aquel rostro, que sentí escalofríos, señor Holmes. Me encontraba un poco apartado, de modo que no pude ver las facciones con nitidez, pero tenía algo de inhumano. Esa fue mi impresión, y me acerqué rápidamente para ver mejor a la persona que me observaba. Pero en ese momento el rostro desapareció de manera tan brusca, que parecía como si lo hubiera absorbido la oscuridad del cuarto. Me detuve allí durante cinco minutos, meditando el asunto e intentando analizar mis impresiones. No sabía si el rostro era de un hombre o una mujer. Pero fue el color lo que más me impresionó. Era un lívido color amarillo y había en él algo rígido que hacía que pareciera sorprendentemente poco natural. Me encontraba tan desasosegado, que me propuse averiguar algo más acerca de los nuevos inquilinos. Me acerqué a la puerta y llamé. La abrió de inmediato una mujer alta y enjuta, de expresión dura y prohibitiva.

»—¿Qué quiere usted? —me preguntó con acento norteño.

»—Soy su vecino. Vivo en aquella casa —dije, indicándole mi hogar—. Veo que acaban de trasladarse: así que pensé que si les podía ayudar en…

»—Ya se lo diremos cuando nos haga falta —respondió cerrándome la puerta abruptamente.

«Molesto por el rudo desaire, me di la vuelta y regresé a casa. Aunque intenté pensar en otras cosas, durante toda la noche me volvía una y otra vez la imagen de la ventana y la aspereza de la mujer. Decidí no decirle nada a mi mujer, pues es persona nerviosa y emocional, y no deseaba que compartiera la desagradable sensación que yo sentía. Le comenté, sin embargo, antes de dormirme, que la casita se había alquilado, a lo cual no me contestó.

»Por lo general tengo un sueño muy profundo. En mi familia siempre se han hecho bromas acerca de que no había nada que pudiera despertarme durante la noche. Sin embargo, aquella noche, quizá por la excitación que me había producido mi pequeña aventura, no lo sé, dormí peor que de costumbre. Medio en sueños, me di cuenta vagamente de que algo ocurría en el dormitorio y poco a poco me hice cargo de que mi mujer se había vestido y se estaba poniendo la capa y el sombrero. Estaba a punto de murmurar unas palabras de somnolienta sorpresa o reprimenda ante lo inoportuno de aquella acción, cuando de repente mis ojos entreabiertos se posaron sobre su rostro, iluminado por la luz de la vela, y enmudecí de asombro. Tenía una expresión que jamás le había visto antes, una expresión que la hubiera creído incapaz de adoptar. Estaba mortecinamente pálida, respiraba con agitación, y mientras se colocaba la capa miraba furtivamente hacia la cama para ver si me había despertado. Después, creyéndome aún dormido, salió a hurtadillas de la habitación y un instante más tarde escuché un chirrido que solo podía provenir de los goznes de la puerta principal. Me senté en la cama y golpeé en la cabecera con los nudillos para cerciorarme de que estaba de verdad despierto. Saqué el reloj de debajo de la almohada. Eran las tres de la madrugada. ¿Qué diablos tendría que hacer mi mujer por el campo a las tres de la mañana?

«Durante unos veinte minutos le di vueltas al asunto, intentando encontrar una explicación plausible. Cuanto más lo pensaba, más inexplicable me parecía. Seguía meditando sobre ello, cuando oí que la puerta se cerraba de nuevo suavemente y que subía por la escalera.

»—Pero por todos los santos, Effie, ¿dónde has estado? —le pregunté cuando entró.

»Al oírme, se sobresaltó y profirió un grito entrecortado que me perturbó aún más que todas las otras cosas, pues había en ambos actos algo de indescriptible culpabilidad. Mi esposa había sido siempre una mujer de carácter sincero y abierto y me dio un escalofrío el verla entrar a escondidas en su propia habitación, gritar y retraerse cuando le hablaba su propio marido.

»—¿No duermes, Jack? —dijo con una risa nerviosa—. Creía que no había nada que pudiera hacerte despertar.

»—¿Dónde has estado? —pregunté con más severidad.

»—No me extraña que estés sorprendido —dijo, y pude ver que le temblaban los dedos al desabrocharse la capa—. No recuerdo haber hecho nada semejante en toda mi vida. Sentí como si me ahogara, y tenía una auténtica necesidad de respirar el aire fresco. Creo de verdad que me hubiera desmayado, de no salir. Me quedé en la puerta unos instantes y ahora ya me he recobrado del todo.

«Mientras me contaba esta historia no me miró ni una sola vez, y el tono de su voz era muy distinto al habitual en ella. Me resultaba evidente que lo que me decía era falso. No respondí nada. Dolido, volví el rostro hacia la pared, la mente llena de mil dudas y sospechas. ¿Qué era lo que mi mujer me ocultaba? ¿Dónde había ido en su extraña expedición? Sentí que no recobraría la paz hasta saberlo, y sin embargo estaba reacio a preguntarle de nuevo cuando ya me había dicho una falsedad. El resto de la noche di vueltas y más vueltas en la cama, formulando teoría tras teoría, cada una más improbable que la anterior.

»Ese día debía ir al centro, pero me encontraba demasiado descentrado para poder prestar atención a los asuntos del negocio. Mi mujer parecía tan disgustada como yo mismo, y por las miradas que me echaba comprendí que ella sabía que no la había creído y que no sabía qué hacer. Apenas intercambiamos una palabra durante el desayuno. Inmediatamente después salí a dar un paseo, con el fin de pensar sobre el asunto al fresco aire de la mañana.

»Me llegué hasta el Cristal Palace, paseando por allí durante una hora, y estaba de vuelta en Norbury a la una. Ocurría que el camino que debía tomar pasaba por delante de la casita, y me detuve un instante a mirar a las ventanas para ver si volvía a aparecer el extraño rostro que me había observado el día anterior. Allí estaba cuando, imagínese mi sorpresa, señor Holmes, ¡la puerta se abrió de repente y salió mi mujer!

»Al verla me quedé mudo de asombro, pero mi emoción no fue nada comparada con la que reflejaba su rostro, cuando nuestras miradas se encontraron. Por un instante pareció como si quisiera volver a entrar en la casa, pero luego, al darse cuenta de lo inútil que resultaría cualquier intento de disimular, se adelantó hacia mí con el semblante pálido y un temor en los ojos que desmentía la sonrisa que sus labios esbozaban.

»—¡Jack! —exclamó—. He venido a ver si nuestros vecinos necesitaban ayuda. ¿Por qué me miras así? ¿No estarás enfadado conmigo?

»—¿Así que es aquí donde viniste anoche? —dije.

»—¿Qué quieres decir? —exclamó.

»—Viniste aquí. Estoy seguro. ¿Quiénes son estas gentes, para que tengas que venir a verlos a tales horas?

»—No he estado aquí antes.

»—¿Cómo puedes decirme una cosa que sabes que es mentira? —exclamé yo—. La voz misma te cambia al hablar. ¿Cuándo he tenido un secreto contigo? Entraré en esa casa y llegaré al final del asunto.

»—¡No, Jack, no, por el amor de Dios! —balbuceó con incontrolable emoción.

»Y, cuando me dirigí a la puerta, me cogió del brazo y me retuvo con vigor.

»—Te ruego que no lo hagas, Jack —exclamó—. Te juro que algún día te lo contaré todo, pero el resultado de que traspases esa puerta solo puede ser la desgracia.

»Entonces, cuando intenté desasirme, se aferró a mí, presa de frenesí.

»—Confía en mí, Jack —gritó—. Confía en mí solo esta vez, no tendrás ocasión de arrepentirte. Sabes que jamás te ocultaría nada, si no fuera por tu bien. Nuestras vidas están en juego. Si regresas a casa conmigo no sucederá nada. Si insistes en entrar en esa casa, todo habrá acabado entre nosotros.

»Había tal desesperación e insistencia en sus gestos, que me detuve y permanecí ante la puerta en actitud irresoluta.

»—Confiaré en ti con una condición, con una sola condición —dije finalmente—, y es que este misterio termine desde este momento. Tienes todo el derecho a guardar tu secreto, pero debes prometerme que no habrá más visitas nocturnas, ni sucederá nada más sin mi conocimiento. Estoy dispuesto a olvidar lo pasado, si me prometes que no habrá más secretos en el futuro.

»—Estaba segura de que confiarías en mí —dijo con un suspiro de alivio—. Se hará lo que tú quieras. ¡Vamonos, vámonos a casa!

»Aún me seguía tirando del brazo cuando me alejó de la casa. Mientras caminábamos miré hacia atrás y allí estaba aquel lívido rostro amarillo observándonos desde la ventana de arriba. ¿Qué unía a aquella criatura con mi mujer? ¿Qué vinculación tenía con ella la tosca y ruda mujer que yo había visto el día anterior? Era un extraño misterio, y sabía que mi mente no conocería de nuevo la paz en tanto no lo hubiera resuelto.

»Los dos días siguientes me quedé en casa, y mi mujer pareció ser fiel a su promesa, pues, que yo sepa, no se movió de allí. El tercer día, sin embargo, me trajo amplias pruebas de que su solemne promesa no bastaba para alejarla de aquella secreta influencia que la apartaba de su marido y de su obligación.

»Ese día yo había ido a la ciudad, pero regresé en el tren de las 14.48 en lugar de en el de las 15.36, que era el que acostumbraba a coger. Cuando entré en casa, la criada salió a mi encuentro con cara asustada.

»—¿Dónde está la señora? —pregunté.

»—Creo que ha salido a dar un paseo —respondió.

»De inmediato me asaltaron las sospechas. Subí corriendo arriba para asegurarme de que no estaba en la casa. Por casualidad miré por una de las ventanas y vi que la criada con quien acababa de hablar cruzaba el prado corriendo en dirección a la casita. Vi claramente lo que significaba todo. Mi mujer se había dirigido allí, diciéndole a la muchacha que la avisara si yo regresaba. Lleno de rabia bajé corriendo y la seguí, decidido a acabar con el asunto para siempre. Vi a mi mujer y a la criada avanzar por el sendero, pero no me detuve a hablar con ellas. El secreto que empañaba mi vida estaba en la casita. Juré que, pasara lo que pasara, iba a dejar de ser un secreto. Ni siquiera llamé a la puerta, sino que tiré del picaporte y entré.

»En la planta baja todo estaba en silencio. En la cocina una tetera hervía al fuego y un inmenso gato negro se arrebujaba en un cesto, pero no había señales de la mujer que había visto antes. Corrí hacia la otra habitación, mas estaba igualmente desierta. Subí arriba, pero solo encontré dos habitaciones vacías. No había absolutamente nadie en toda la casa. Los muebles y cuadros eran de lo más corriente, salvo los de la habitación a cuya ventana había visto asomarse el extraño rostro. Esa era cómoda y elegante, y todas mis sospechas se tornaron en una amarga y punzante ira cuando vi sobre la chimenea una fotografía de mi mujer de cuerpo entero que le habían hecho a petición mía hacía solo tres meses.

«Permanecí en la casa el tiempo suficiente para asegurarme de que estaba completamente vacía. Luego la abandoné con un peso en el corazón, como el que jamás había sentido antes. Mi mujer salió al recibidor cuando entré en casa, pero estaba demasiado dolido e irritado como para hablar con ella. Pasé de largo y me dirigí a mi despacho. Sin embargo, ella me siguió y entró antes de que pudiera cerrar la puerta.

»—Siento haber roto mi promesa, Jack —dijo—, pero, si conocieras las circunstancias, estoy segura de que me perdonarías.

»—¡Entonces cuéntamelo todo! —dije.

»—¡No puedo, Jack, no puedo! —exclamó.

»—Hasta que no me digas quién ha estado habitando esa casa y quién es la persona a quien le has dado la fotografía, no puede haber confianza entre nosotros —dije, y abandoné la casa.

»Eso fue ayer, señor Holmes. No la he visto desde entonces, ni he vuelto a saber nada de todo este extraño asunto. Es la primera sombra que se levanta entre nosotros, y me ha perturbado tanto, que no sé qué es lo mejor que podría hacer. De repente se me ocurrió esta mañana que usted era el hombre idóneo para aconsejarme, así que me he dirigido a usted y me he puesto en sus manos completamente, sin reservas. Si hay algo que no he expresado con suficiente claridad, le ruego me lo pregunte. Pero sobre todo, dígame pronto lo que he de hacer, pues no puedo soportar esta desgracia.

Holmes y yo habíamos seguido este relato con el máximo interés. Había sido expuesto de la entrecortada y brusca manera típica de quien se encuentra bajo la influencia de una extrema ansiedad. Mi compañero permaneció ahora en silencio unos momentos, descansando la barbilla en las manos, absorto en sus pensamientos.

—Dígame —dijo finalmente—, ¿podría jurar que el rostro que vio en la ventana era el de un hombre?

—Todas las veces que lo vi me encontraba a cierta distancia, de modo que me sería imposible decirlo.

—De todos modos, parece que le sorprendió desagradablemente.

—Parecía tener un color irreal, y había una extraña rigidez en las facciones. Cuando me acerqué, desapareció de repente.

—¿Cuánto tiempo hace que su mujer le pidió cien libras?

—Casi dos meses.

—¿Ha visto en alguna ocasión una fotografía de su primer marido?

—No. Hubo un gran incendio en Atlanta poco después de su muerte y se quemaron todos los papeles de mi esposa.

—Y, sin embargo, ella tenía un certificado de defunción. ¿Dice usted que lo ha visto?

—Sí, sacó un duplicado después del incendio.

—¿Conoció alguna vez a alguien que la conociera en América?

—No.

—¿Ha hablado en alguna ocasión de volver allí?

—No.

—¿Ni ha recibido ninguna carta?

—Que yo sepa, no.

—Gracias. Ahora quisiera pensar un rato sobre el asunto. Si la casita está habitualmente desierta, quizá tengamos dificultades. Si por el contrario, y tal y como yo espero, ayer se avisó a sus inquilinos de su llegada y estos salieron antes de que usted entrara, puede que ahora hayan vuelto, con lo cual esclareceríamos todo con mucha facilidad. Le aconsejo, pues, que regrese a Norbury y que vuelva a examinar las ventanas de la casita. Si piensa que está habitada, no entre a la fuerza; mándenos a mi amigo y a mí un telegrama. Estaremos con usted antes de una hora a partir del momento en que lo recibamos y entonces podremos llegar al fondo del asunto con rapidez.

—¿Y si sigue vacía?

—En ese caso yo iré allí mañana para hablar con usted. Adiós, y sobre todo no se preocupe hasta que sepa que realmente tiene motivos para ello.

—Me temo que es un mal asunto, Watson —dijo mi compañero cuando regresó de acompañar al señor Grant Munro hasta la puerta—. ¿Usted qué cree?

—Suena feo.

—Sí, y, o estoy muy equivocado, o hay chantaje de por medio.

—Y ¿quién es el chantajista?

—Pues debe de ser esa criatura que habita el único cuarto cómodo de toda la casa y tiene colgada la fotografía de la señora Munro encima de su chimenea. Vive Dios, Watson, que hay algo muy atrayente en ese rostro lívido asomado a la ventana. No me hubiera perdido el caso por nada del mundo.

—¿Tiene alguna teoría?

—Sí, una teoría provisional. Pero me extrañaría que no fuera la correcta. El primer marido de esa mujer está en esa casa.

—¿Qué le hace pensar eso?

—¿Cómo se explica, si no, su frenética ansiedad para que su segundo marido no entre allí? Según lo veo, los hechos son los siguientes: esta mujer se casó en América. Su marido desarrolló algún odioso vicio, o digamos, contrajo alguna enfermedad horrible, convirtiéndose en un leproso o un idiota. Finalmente ella huyó de él, regresó a Inglaterra, cambió de nombre y empezó a pensar en una nueva vida. Llevaba casada tres años, y creía que su situación era muy segura, pues le había enseñado a su marido el certificado de defunción de un señor cuyo nombre había adoptado. De repente su primer marido descubrió su paradero, o quizá lo hiciera alguna mujer poco escrupulosa que se había unido al inválido. Escriben a la mujer y amenazan con delatarla. Ella pide cien libras e intenta comprarlos. A pesar de esto viene a Inglaterra y, cuando por casualidad Grant Munro menciona que hay nuevos inquilinos en la casa, ella sospecha que son sus perseguidores. Espera hasta que su marido esté dormido y entonces se encamina a intentar suplicarles que la dejen en paz. No tiene éxito, de modo que a la mañana siguiente vuelve a ir, que es cuando, como nos ha dicho su marido, él la encuentra. Ella le promete no regresar, pero dos días más tarde la esperanza de quitarse de encima a los odiados vecinos puede más que ella, aún hace otro intento, llevándoles la fotografía que ellos posiblemente habían exigido. En medio de la entrevista entra la criada diciendo que el señor acaba de llegar, ante lo que la esposa, sabiendo que se dirigiría sin demora a la casita, hace salir a los vecinos por la puerta trasera, seguramente con la advertencia de que se dirigieran al bosquecillo de abetos cercano. Y así, cuando él llega, encuentra el lugar abandonado. Pero me sorprendería mucho que aún lo estuviera esta tarde cuando Munro vaya allí. ¿Qué opina de mi teoría?

—Es todo una conjetura.

—Pero que encaja con los hechos. Cuando surjan nuevos hechos que no encajen, habrá tiempo entonces de rectificar. De momento, en tanto no tengamos noticias de nuestro amigo de Norbury, no podemos hacer nada.

No tuvimos que esperar mucho. Acabábamos de tomar el té cuando llegó un telegrama que decía:

La casita sigue habitada. He vuelto a ver el rostro. Los espero en el tren de las siete; no haré nada hasta su llegada.

Nos estaba esperando en el andén cuando llegamos. A la luz de los faroles pudimos comprobar que estaba muy pálido y que temblaba de agitación.

—Siguen allí, señor Holmes —dijo, poniendo la mano en el brazo de mi amigo—. Vi luces encendidas cuando venía hacia aquí. Lo solucionaremos ahora de una vez por todas.

—¿Qué plan tiene? —preguntó Holmes, mientras caminábamos por la oscura carretera bordeada de árboles.

—Voy a entrar y veré quién hay en la casa. Quiero que ustedes estén allí como testigos.

—¿Está decidido a hacerlo, a pesar de la advertencia de su mujer de que es mejor que no intente desvelar el misterio?

—Sí, estoy absolutamente decidido.

—Creo que hace bien. Cualquier verdad es preferible a la duda indefinida. Vayamos allí directamente. Por descontado que, legalmente, no tenemos razón, pero creo que merece la pena.

Era una noche muy oscura y, cuando dejamos la carretera para coger la estrecha senda llena de baches, comenzó a chispear. Sin embargo, el señor Grant Munro avanzaba con impaciencia y nosotros íbamos tropezando detrás como mejor podíamos.

—Esas son las luces de mi casa —murmuró, indicando un resplandor entre los árboles—, y esta es la casita en la que voy a entrar.

Mientras hablaba, doblamos un recodo en la senda y allí mismo se encontraba el edificio. Una franja amarilla que rompía la oscuridad nos indicó que la puerta estaba entreabierta; en la planta de arriba se veía una ventana bien iluminada. De repente una oscura silueta se recortó en el cristal.

—Ahí está la criatura —exclamó Grant Munro—. Ustedes mismos ven que hay alguien allí. Síganme, lo sabremos todo.

Nos acercamos a la puerta, pero de pronto una mujer surgió de las sombras y se detuvo en el centro del rayo de luz que salía por la puerta. No veía su cara, pero extendía los brazos en actitud suplicante.

—¡Por el amor de Dios, Jack, no lo hagas! —gritó—. Tenía el presentimiento de que vendrías esta noche. Por favor, no te precipites. Confía en mí una vez más y no te arrepentirás.

—¡He confiado en ti demasiado tiempo, Effie! —dijo con severidad—. ¡Suéltame! Tengo que entrar. Mis amigos y yo arreglaremos esto para siempre.

La empujó a un lado y nosotros le seguimos. Cuando abrió la puerta, una anciana se abalanzó sobre él intentando impedir su entrada, pero Munro la apartó, y un instante después nos encontrábamos todos subiendo la escalera. Grant Munro entró precipitadamente en la habitación iluminada, y Holmes y yo pisándole los talones.

Era una estancia acogedora, bien amueblada. En la mesa había dos velas encendidas y otras dos ardían encima de la repisa de la chimenea. En un rincón, inclinada sobre un pupitre, estaba sentada una niña pequeña. Cuando entramos, tenía el rostro vuelto hacia la pared; llevaba un vestido rojo y guantes blancos. Cuando se volvió hacia nosotros, lancé un grito de sorpresa y horror. El rostro que contemplamos era de una extraña y lívida tonalidad y las facciones carecían por completo de toda expresión. Un instante más tarde, el misterio quedaba aclarado. Con una carcajada, Holmes pasó la mano por detrás de la oreja de la criatura y arrancó de su faz una fina máscara, dejando al descubierto una niña negra como el carbón, que al reírse de nuestro asombro mostró su blanquísima dentadura.

Me eché a reír ante la alegría que ella reflejaba, pero Grant Munro, agarrándose el cuello con la mano, estaba como petrificado.

—¡Santo cielo! —exclamó—. ¿Qué significa esto?

—Yo te diré lo que significa —dijo su mujer entrando en la habitación con una expresión de orgullo y firmeza en el rostro—. En contra mía, me has obligado a decírtelo, y ahora ambos nos tendremos que aguantar. Mi marido murió en Atlanta. Pero mi hija no.

—¿Tu hija?

Se quitó el medallón que le pendía del cuello.

—Nunca has visto esto abierto.

—Creí que no se abría.

Tocó un resorte y, al abrirse el medallón, quedó al descubierto el retrato de un hombre, muy bien parecido y de aspecto inteligente, pero con inconfundibles rasgos de ascendencia africana.

—Este es John Hebron, de Atlanta —dijo la mujer—, y hombre más noble jamás pisó la tierra. Me desvinculé de mi raza para casarme con él, pero no me arrepentí de ello ni una sola vez, mientras viví con él. Fue una mala suerte que nuestra única hija saliera a él y no a mí. Suele ser así en este tipo de matrimonios, y la pequeña Lucy es, con mucho, más morena de lo que jamás lo fuera su padre. Pero negra o rubia, es mi hija, y su madre la adora.

Al oír estas palabras la niña corrió hacia su madre y se acurrucó contra su pecho.

—La dejé en América —continuó—, solo porque estaba delicada de salud, y el cambio podía haberla perjudicado. La dejé al cuidado de una fiel escocesa que había sido criada nuestra. Ni por un instante se me pasó por la imaginación renegar de ella. Pero, cuando el azar hizo que te conociera a ti, Jack, y me enamoré de ti, temí decirte lo de mi hija. Dios me perdone, pero pensé que te podría perder, y no tuve el valor de contártelo. Tenía que escoger entre los dos, y en mi debilidad escogí en contra de mi pequeña. Durante tres años he mantenido en secreto su existencia, pero sabía por la criada que estaba bien. Por fin tuve el deseo irrefrenable de volver a verla. En vano luché contra él. Aunque conocía el peligro que esto suponía, decidí que viniera, aunque solo fuera por unas semanas. Envié cien libras e instrucciones respecto de la casita, con el fin de que llegaran como unos vecinos cualquiera, sin que yo apareciera vinculada a ellas para nada. Extremé tanto las precauciones, que ordené que la niña no saliera durante el día y que se le taparan la cara y las manos, para que incluso quienes la pudieran ver asomada a la ventana no cotillearan acerca de la llegada de una negrita al vecindario. Quizá hubiera sido mejor no ser tan cauta, pero estaba medio loca de terror de pensar que tú descubrieras la verdad.

»Fuiste tú el primero en decirme que la casita estaba habitada. Debí haber esperado hasta el día siguiente, pero no podía dormir de emoción, y por fin salí, sabiendo cuan difícil era que te despertaras. Pero me viste marchar y ese fue el principio de mis problemas. Al día siguiente mi secreto estaba en tus manos, pero noblemente te resististe a utilizar tu ventaja. Tres días más tarde, sin embargo, Lucy y la criada pudieron escaparse por la puerta de atrás por los pelos, cuando tú entrabas por la de delante. Esta noche por fin lo sabes todo, y yo te pregunto: ¿Qué va a ser de nosotras, de mi hija y de mí?

Juntó las manos y esperó la respuesta.

Dos largos minutos transcurrieron antes de que Grant Munro rompiera el silencio y, cuando llegó, su respuesta fue una que siempre me ha emocionado recordar. Cogió en brazos a la pequeña, le dio un beso, y luego, aún sosteniendo a la criatura, extendió la otra mano hacia su esposa y se encaminó a la puerta.

—Creo que podremos hablar de esto más cómodamente en casa —dijo—. No soy un hombre demasiado bondadoso, Effie, pero creo que lo soy más de lo que has pensado.

Holmes y yo lo seguimos hasta el sendero, y, al salir, mi amigo me cogió del brazo.

—Creo —dijo— que somos más útiles en Londres que en Norbury.

No dijo otra palabra sobre el caso hasta entrada la noche cuando, con la vela ya encendida, se encaminaba a su cuarto.

—Watson —dijo—, si alguna vez piensa que estoy empezando a tener demasiada confianza en mí mismo o que me tomo menos molestias con los casos de lo que estos merecen, hágame el favor de susurrarme al oído «Norbury», y le quedaré muy agradecido.


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