Sherlock Holmes discurre
Aquel fue uno de esos momentos dramáticos para los que vivía mi amigo. Faltaría a la verdad si dijera que se mostró sorprendido, o al menos excitado, por aquella asombrosa noticia. Aunque no existía ni una pizca de crueldad en su singular temperamento, no cabe duda de que estaba endurecido por la prolongada sobreestimulación. Pero aunque sus emociones estuvieran embotadas, sus percepciones intelectuales estaban extraordinariamente activas. No hubo en él ninguna señal del horror que yo había sentido al oír la brusca declaración; su rostro mostraba más bien la tranquila e interesada compostura del químico que ve cómo en una solución sobresaturada se forman cristales que van cayendo al fondo.
—¡Curioso! —dijo—. ¡Curioso! —No parece usted sorprendido.
—Interesado sí, Mac, pero sorprendido no. ¿Por qué habría de sorprenderme? Recibo un comunicado anónimo de una fuente que me consta que es importante, advirtiéndome de que un peligro amenaza a cierta persona. Al cabo de una hora, me entero de que dicho peligro se ha materializado y que la persona en cuestión ha muerto. Me interesa, pero, como ve, no me sorprende.
En pocas y breves frases, explicó al inspector lo referente a la carta y el mensaje en clave. MacDonald estaba sentado con la barbilla apoyada en las manos y sus grandes cejas rubias formando una apretada maraña amarilla.
—Pensaba ir a Birlstone esta mañana —dijo—. Había venido a preguntarles si les gustaría venir conmigo…, a usted y a su amigo. Pero, por lo que me dice, tal vez trabajaríamos mejor aquí en Londres.
—Yo creo que no —dijo Holmes.
—¡Demonios, Holmes! —exclamó el inspector—. Dentro de uno o dos días, los periódicos no hablarán más que del misterio de Birlstone, pero ¿dónde está el misterio si hay un hombre en Londres que profetizó el crimen antes de que se cometiera? Lo único que tenemos que hacer es echarle el guante a ese hombre y el resto saldrá solo.
—No lo dudo, Mac, pero ¿cómo se propone echarle el guante al tal Porlock?
MacDonald examinó la carta que Holmes le había entregado.
—Franqueada en Camberwell…; eso no nos ayuda mucho. Y dice usted que el nombre es falso. No es gran cosa para empezar, la verdad. ¿No me ha dicho que le había enviado dinero?
—Dos veces.
—¿Y cómo?
—En cartas a la oficina de Correos de Camberwell.
—¿Y no se tomó la molestia de ver quién las recogía?
—No.
El inspector parecía sorprendido y un poco disgustado.
—¿Por qué no?
—Porque yo siempre cumplo mi palabra. Cuando me escribió por primera vez, le prometí que no intentaría seguirle la pista.
—¿Cree que hay alguien detrás de él?
—Me consta que lo hay.
—¿Ese profesor Moriarty del que le he oído hablar?
—Exacto.
El inspector MacDonald sonrió y sus párpados temblaron al mirar hacia mí.
—No le ocultaré, señor Holmes, que en el C. I. D. pensamos que está usted un poquitín obsesionado con ese profesor. He hecho algunas investigaciones al respecto. Parece ser un hombre muy respetable, culto y de gran talento.
—Me alegro de que al menos le reconozca el talento.
—Hombre, es que es imposible no reconocerlo. Después de oír lo que usted opinaba, me propuse verlo. Tuve una conversación con él acerca de los eclipses…, aunque no me explico cómo nos pusimos a hablar de ello. Pero tenía un foco reflector y un globo terráqueo y me lo dejó todo claro en un minuto. Me prestó un libro, pero no me importa decir que está un poco por encima de mis conocimientos, a pesar de que recibí una buena educación en Aberdeen. El hombre habría podido ser un gran predicador con esa cara delgada, ese pelo gris y esa manera tan solemne de hablar. Cuando me puso la mano en el hombro al despedirnos, era como un padre bendiciendo al hijo que se dispone a salir al mundo frío y cruel.
Holmes soltó una risita y se frotó las manos.
—¡Estupendo! —dijo—. ¡Estupendo! Dígame, amigo MacDonald, supongo que esa agradable y conmovedora entrevista tuvo lugar en el despacho del profesor.
—Así es.
—Bonita habitación, ¿verdad?
—Muy bonita. Elegante de verdad, señor Holmes.
—¿Se sentó usted delante de su escritorio?
—Exacto.
—¿Le daba el sol en los ojos, y el rostro de él quedaba en la sombra?
—Bueno, era ya tarde, pero recuerdo que la lámpara estaba orientada hacia mi cara.
—Seguro que sí. ¿Se fijó por casualidad en un cuadro que había sobre la cabeza del profesor?
—Se me escapan pocas cosas, Holmes. Puede que lo haya aprendido de usted. Sí, vi el cuadro: una mujer joven, con la cabeza apoyada en las manos, que te mira de soslayo.
—Es un cuadro de Jean-Baptiste Greuze.
El inspector se esforzó por parecer interesado.
—Jean-Baptiste Greuze —continuó Holmes, juntando las yemas de los dedos y arrellanándose bien en su asiento— fue un artista francés que floreció entre los años 1750 y 1800. Me refiero, desde luego, a su carrera profesional. La crítica moderna ha respaldado con creces la elevada opinión que tenían de él sus contemporáneos.
La mirada del inspector estaba cada vez más perdida.
—¿No sería mejor que…? —dijo.
—Estamos en ello —le interrumpió Holmes—. Todo lo que estoy diciendo tiene una relación directa y vital con eso que usted ha llamado el misterio de Birlstone. En cierto modo, podríamos incluso decir que constituye el centro mismo del misterio.
MacDonald sonrió con desgana y me dirigió una mirada suplicante.
—Sus pensamientos, Holmes, corren con una rapidez un poco excesiva para mí. Omite usted uno o dos eslabones y yo no puedo llenar el vacío. ¿Qué clase de relación puede existir entre ese difunto pintor y el suceso de Birlstone?
—A un detective, todo conocimiento le resulta útil —contestó Holmes—. Incluso un dato trivial, como que en 1865 se subastara en la sala Portalis un cuadro de Greuze, titulado La Jeune Filie á l’Agneau, por el que se pagaron nada menos que cuatro mil libras, es capaz de iniciar en su cabeza toda una cadena de reflexiones.
Estaba claro que así era. El inspector ya parecía sinceramente interesado.
—Me permito recordarle —continuó Holmes— que el salario del profesor se puede averiguar consultando varios libros de toda confianza. Gana setecientas libras al año.
—Entonces, ¿cómo pudo comprar…?
—Efectivamente. ¿Cómo pudo?
—Sí, eso es muy curioso —dijo el inspector, pensativo—. Siga hablando, señor Holmes. Le estoy cogiendo gusto. Esto está muy bien.
Holmes sonrió. Siempre le agradaba la admiración sincera, como le ocurre a todo verdadero artista.
—¿Qué me dice de Birlstone? —preguntó.
—Aún tenemos tiempo —dijo el inspector, consultando su reloj—. Tengo un coche a la puerta, y no tardaremos ni veinte minutos en llegar a la estación Victoria. Pero siguiendo con ese cuadro… me parece recordar, señor Holmes, que una vez me dijo que nunca había coincidido con el profesor Moriarty.
—Pues no, nunca.
—Entonces, ¿cómo es que conoce sus habitaciones?
—Ah, esa es otra cuestión. He estado tres veces en su casa: en dos de ellas le estuve esperando con diferentes pretextos y me marché antes de que él llegara. Y la otra…, bueno, lo de esa vez no puedo contárselo a un inspector de policía. En esta última ocasión me tomé la libertad de registrar sus papeles, con resultados completamente inesperados.
—¿Encontró algo comprometedor?
—Absolutamente nada. Eso fue lo que me sorprendió. Sin embargo, ahora ya sabe a qué venía lo del cuadro. Eso demuestra que es un hombre muy rico. ¿Cómo adquirió su fortuna? No está casado. Tiene un hermano más joven, que es jefe de estación en el oeste de Inglaterra. Su cátedra le proporciona setecientas libras al año. Y posee un Greuze.
—¿Y bien?
—Pues que la deducción está clara.
—¿Quiere usted decir que tiene grandes ingresos y que tiene que tratarse de ganancias ilegales?
—Exacto. Desde luego, tengo otras razones para pensar así. Docenas de sutiles hilos que conducen vagamente hacia el centro de la telaraña donde acecha inmóvil el monstruo venenoso. Solo he mencionado el Greuze para situar el tema en el contexto de lo que usted mismo ha observado.
—Bueno, señor Holmes, reconozco que lo que dice es interesante. Más que interesante: es fascinante. Pero acláreme un poco más las cosas, si es que puede: ¿hablamos de estafa, de falsificación de moneda, de robo? ¿De dónde sale el dinero?
—¿No ha leído nada sobre Jonathan Wild?
—Vaya, el nombre me suena. Un personaje de una novela, ¿no? No me interesan demasiado los detectives de novela. Son gente que hace cosas sin que tú veas nunca cómo las hacen. Eso es solo inspiración, no oficio.
—Jonathan Wild no era detective, y tampoco sale en ninguna novela. Era un genio del crimen, y vivió en el siglo pasado… hacia 1750, más o menos.
—Entonces no me sirve de nada. Yo soy un hombre práctico.
—Mire, Mac, la cosa más práctica que podría hacer usted en su vida sería encerrarse durante tres meses y leer durante doce horas al día los anales del crimen. Todo ocurre en ciclos, incluso el profesor Moriarty. Jonathan Wild fue la fuerza oculta de los delincuentes de Londres, a los que vendía su talento y su organización por una comisión del quince por ciento. La vieja rueda sigue girando y vuelve a aparecer el mismo radio. Todo se ha hecho ya antes y se volverá a hacer. Le voy a contar una o dos cosas sobre Moriarty que tal vez le interesen.
—Ya lo creo que me interesan.
—Resulta que sé quién es el primer eslabón de su cadena. Una cadena en uno de cuyos extremos se encuentra este Napoleón descarriado; en el otro, centenares de luchadores derrotados, carteristas, chantajistas y fulleros; y entre medias, toda clase de delitos. Su jefe de estado mayor es el coronel Sebastian Moran, tan encubierto, protegido e inaccesible a la justicia como el propio Moriarty. ¿Cuánto cree que le paga este?
—Me gustaría saberlo.
—Seis mil al año. Le paga por su cerebro, ¿sabe usted? El principio norteamericano de los negocios. Me enteré de este detalle por pura casualidad. Gana más que el primer ministro. Esto le dará una idea de las ganancias de Moriarty y la escala a la que opera. Otro detalle: hace poco me propuse seguir la pista a algunos de los cheques de Moriarty. Cheques normales e inocentes, con los que paga sus facturas domésticas. Se cobraron en seis bancos diferentes. ¿No le produce esto ninguna impresión?
—Es raro, desde luego. Pero ¿qué deduce usted de ello?
—Que no quiere que corran rumores sobre su riqueza. No quiere que nadie sepa cuánto tiene. No me cabe duda de que tiene unas veinte cuentas bancarias, y el grueso de su fortuna debe de estar en el extranjero, probablemente en el Deutsche Bank o en el Crédit Lyonnais. Si alguna vez dispone usted de uno o dos años libres, le recomiendo que estudie al profesor Moriarty.
A medida que avanzaba la conversación, el inspector MacDonald se iba mostrando cada vez más impresionado. Estaba absorto, de puro interesado. Por fin, su inteligencia práctica de escocés le hizo volver de golpe al asunto presente.
—Bueno, eso puede esperar —dijo—. Nos ha distraído usted con sus interesantes anécdotas, señor Holmes. Pero lo verdaderamente importante es lo que ha dicho acerca de una conexión entre el profesor y este crimen, que usted deduce del aviso que ha recibido del tal Porlock. ¿Hay algo más que pueda ayudarnos en nuestro problema práctico actual?
—Podemos hacernos alguna idea sobre los móviles del crimen. Por lo que dijo al llegar, deduzco que se trata de un asesinato inexplicable o, al menos, inexplicado. Ahora bien, suponiendo que la fuente del crimen sea la que sospechamos, pueden existir dos móviles diferentes. En primer lugar, debo decirle que Moriarty gobierna a su gente con mano de hierro. Su disciplina es terrible, y en su código solo existe un castigo: la muerte. Pues bien, podríamos suponer que el asesinado, ese Douglas cuyo destino inminente era conocido por uno de los subordinados del archicriminal, había traicionado de algún modo al jefe. Y ha sufrido su castigo de manera que todos se enteren, aunque solo sea para infundirles un miedo mortal. —Bien, esa es una hipótesis, señor Holmes.
—La otra es que su muerte fue planeada por Moriarty como parte normal de sus negocios. ¿Se ha robado algo?
—No, que yo sepa.
—De haber sido así, eso pesaría claramente en contra de la primera hipótesis y a favor de la segunda. Moriarty podría haberlo organizado porque le prometieran una parte del botín o bien porque le pagaran una cantidad fija por encargarse de ello. Las dos cosas son posibles. Pero tanto si se trata de una como de la otra, o de una tercera combinación, es en Birlstone donde debemos buscar la solución. Conozco demasiado bien a nuestro hombre como para suponer que haya podido dejar aquí algo que pueda conducirnos hacia él.
—¡Entonces, a Birlstone tendremos que ir! —exclamó MacDonald, saltando de su asiento—. ¡Caramba, es más tarde de lo que creía! Caballeros, puedo darles cinco minutos para prepararse y nada más.
—Nos sobra con eso —dijo Holmes, poniéndose en pie de un salto y cambiando apresuradamente su batín por una chaqueta—. Y mientras vamos de camino, Mac, voy a pedirle que tenga la amabilidad de contármelo todo.
«Todo» resultó ser decepcionantemente poco, y aun así había lo suficiente para convencernos de que el caso que teníamos delante bien merecía el atento escrutinio de un experto. Holmes se fue animando, frotándose las delgadas manos, mientras escuchaba los escasos pero extraordinarios detalles. Dejábamos atrás una larga serie de semanas estériles, y aquí, por fin, había material adecuado para ejercitar aquellas extraordinarias facultades que, como todos los dones especiales, se convierten en una molestia para su poseedor cuando no se utilizan. Aquel cerebro, afilado como una navaja de afeitar, se embotaba y oxidaba con la inacción. Cuando oía la llamada al trabajo, los ojos de Sherlock Holmes echaban chispas, sus pálidas mejillas adquirían un tono más cálido, y todas sus ansiosas facciones brillaban con una luz interior. Inclinado hacia delante en el coche, escuchó con gran atención el breve resumen que hizo MacDonald del problema que nos aguardaba en Sussex. El inspector, según nos explicó, solo contaba con un informe escrito que le habían enviado en el tren que lleva la leche a primera hora de la mañana. White Masón, el jefe de policía del pueblo, era amigo personal de MacDonald, y por eso este fue informado con mucha más celeridad que la habitual en Scotland Yard cuando la policía de provincias necesita su ayuda. Por lo general, al experto de la capital se le pide que siga un rastro que ya está muy frío.
La carta que nos leyó decía:
Querido inspector MacDonald:
En sobre aparte se envía la solicitud oficial de sus servicios. Esto es para que lo lea usted. Telegrafíeme en qué tren de la mañana puede venir a Birlstone, y yo iré a recibirle, o haré que alguien vaya si yo estoy demasiado ocupado. Este caso es una bomba. No pierda ni un minuto en entrar en acción. Si le es posible traer al señor Holmes, tráigalo, por favor, que se va a encontrar algo a la medida de sus gustos. Si no hubiera un muerto por medio, cualquiera pensaría que todo el asunto se ha montado para lograr un efecto teatral. Le doy mi palabra: es una bomba.
—Su amigo no parece nada tonto —comentó Holmes.
—No, señor. En mi opinión, White Masón es un hombre muy avispado.
—Bueno, ¿tiene usted algo más?
—Solo sé que él nos dará todos los detalles cuando le veamos.
—Entonces, ¿cómo sabe que hay un señor Douglas que ha sido asesinado de un modo espantoso?
—Eso venía en el informe oficial. Y no decía «espantoso». Ese no es un término oficialmente aceptado. Mencionaba el nombre de John Douglas y decía que había sido herido en la cabeza por un disparo de escopeta. También comunicaba la hora a la que se dio la alarma, que fue cerca de la medianoche pasada. Añadía que se trataba sin duda de un caso de asesinato, pero que no se había practicado ninguna detención, y que el caso presentaba algunas características muy desconcertantes y fuera de lo normal. Por el momento, eso es absolutamente todo lo que tenemos, señor Holmes.
—Entonces, con su permiso, vamos a dejarlo así, señor Mac. La tentación de elaborar hipótesis prematuras a partir de datos insuficientes es la ruina de nuestra profesión. Por el momento, solo veo dos cosas seguras: que hay un gran cerebro en Londres y un hombre muerto en Sussex. Y lo que vamos a buscar es la cadena que une las dos cosas.