5. EL PACIENTE RESIDENTE

Al echar una mirada a las, en cierto modo, incoherentes series de historias con las que he procurado ilustrar unas cuantas de las peculiaridades mentales de mi amigo, el señor Sherlock Holmes, me he quedado impresionado al comprobar todas las dificultades que he encontrado para escoger ejemplos que ilustren todos los aspectos de mi objetivo. Se debe esto a que en aquellos casos en los que Holmes llevó a cabo ciertos tour-de-force de razonamiento analítico y demostró el valor de sus métodos de investigación, los propios hechos habían sido tan leves o tan comunes, que no me sentía justificado al exponerlos ante el público. Por otro lado, ha sucedido a menudo que él se ha visto metido en investigaciones en las que se presentaban hechos de una importancia y un dramatismo notables, pero en los que el intercambio de opiniones —algo que él siempre hace a la hora de determinar las causas— fue menos pronunciado de lo que yo —como biógrafo suyo— hubiera podido desear. Un pequeño asunto cuya crónica escribí bajo el título de Estudio en escarlata, y aquel otro posterior conectado con la pérdida del Gloria Scott, pueden servir de ejemplo de estos Escila y Caribdis que siempre amenazarán a su historiador. Puede ser que, en el asunto que estoy a punto de empezar, el papel jugado por mi amigo no sea muy destacado; pero, aun así, el hilo de los acontecimientos es tan notable, que no puedo resignarme a omitirlo en esta serie.

No puedo estar seguro de la fecha exacta, pues algunos de mis memorandos al respecto se han extraviado, pero debió de ser hacia el final del primer año durante el cual Holmes y yo compartimos habitaciones en Baker Street.

Había sido un día de octubre cerrado y lluvioso, hacía un tiempo tempestuoso propio de octubre y los dos nos habíamos quedado todo el día en casa, yo porque temía enfrentarme al cortante viento otoñal con mi quebrantada salud, mientras que él estaba sumido en una de aquellas complicadas investigaciones químicas que tan profundamente le absorbían mientras se entregaba a ellas. Al atardecer, sin embargo, la rotura de un tubo de ensayo puso un final prematuro a su búsqueda y le hizo abandonar su silla con una exclamación de impaciencia y el ceño fruncido.

—¡Qué día más poco saludable, Watson! —dijo mi amigo—. Pero la tarde ha traído algo de brisa. ¿Le apetecería salir a dar una vuelta por Londres?

Yo estaba harto de nuestro pequeño cuarto de estar y consentí encantado. Estuvimos vagando durante tres horas viendo el siempre cambiante calidoscopio de la vida tal como fluye y refluye por Fleet Street y el Strand. La característica charla de Holmes, con su profunda observación de los detalles y su sutil poder de deducción, me mantenía divertido y cautivado.

Dieron las diez antes de que estuviéramos de vuelta en Baker Street. Una berlina esperaba a la puerta.

—¡Hum!, es la de un médico, y un médico de cabecera, según veo —dijo Holmes—. No hace mucho que ejerce, pero ha tenido la ocasión de hacer un buen negocio. Imagino que viene a consultarnos. ¡Qué suerte que hayamos vuelto!

Yo estaba lo bastante familiarizado con los métodos de Holmes para poder seguir su razonamiento y para ver que la naturaleza y estado de los diversos instrumentos médicos que había en la cesta de mimbre que colgaba de la lámpara dentro de la berlina le habían proporcionado los datos para su rápida deducción. La luz encendida arriba en nuestra ventana mostraba que esta tardía visita era de verdad para nosotros. Con cierta curiosidad sobre lo que podría hacer venir a un colega médico a vernos a tales horas, seguí a Holmes al interior de nuestro sanctasanctórum.

Un hombre pálido, de rostro afilado y con patillas rojizas, se levantó de una silla al lado del fuego cuando entramos. Su edad no pasaba de los treinta y tres o treinta y cuatro años, pero su expresión ojerosa y su mal color hablaban por él de una vida que le había agotado todas las fuerzas, robándole su juventud. Sus maneras demostraban cierto nerviosismo y timidez, como las de un caballero sensible, y la fina y blanca mano que posó en la repisa de la chimenea al levantarse era más de un artista que de cirujano. Su indumentaria era sobria y un poco triste; una levita negra, pantalones oscuros y un toque de color en la corbata.

—Buenas noches, doctor —dijo Holmes vivamente—. Me alegra ver que solo lleva unos minutos esperando.

—¿Ha hablado ya con mi cochero?

—No, ha sido la vela que hay en ese velador la que me lo ha indicado. Le ruego que vuelva a sentarse y me haga saber en qué puedo servirle.

—Me llamo Percy Trevelyan —dijo nuestro visitante—, soy médico y vivo en el 403 de Brook Street.

—¿Es usted el autor de una monografía sobre ciertas oscuras lesiones del sistema nervioso? —pregunté yo.

Sus pálidas mejillas se sonrojaron de placer al oír que yo conocía su obra.

—Oigo tan raramente hablar de este trabajo, que pensé que ya sería algo muerto —dijo—. Mis editores me han dado un descorazonador informe sobre su venta. Presumo que usted es médico, ¿no es así?

—Cirujano de la Armada retirado.

—Mi hobby han sido siempre las enfermedades nerviosas. Desearía que estas constituyeran mi especialidad, pero, por supuesto, un hombre ha de tomar al principio lo que puede conseguir. Sin embargo, esto está al margen del problema, señor Holmes, y yo aprecio bastante su valioso tiempo. El hecho es que en mi casa de Brook Street se ha venido sucediendo una singular cadena de acontecimientos y hoy ha llegado a tal extremo, que sentí que no podía esperar ni una hora más sin pedirle consejo y ayuda.

Sherlock Holmes se sentó y encendió su pipa.

—Sea usted bienvenido para ambas cosas —dijo—. Le ruego que me dé un informe detallado de cuáles son las circunstancias que le han perturbado.

—Una o dos son tan triviales —dijo el doctor Trevelyan—, que realmente me da casi vergüenza mencionarlas. Pero el asunto es tan inexplicable y el reciente giro que ha tomado el asunto es tan elaborado, que se lo expondré todo para que juzgue usted lo que es esencial y lo que no.

»Para empezar, me veo obligado a decir algo sobre mi carrera. Estudié en la Universidad de Londres, sabe usted, y estoy seguro de que no va a pensar que me alabo indebidamente si le digo que mis profesores consideraban que mi carrera era prometedora. Después de graduarme, continué dedicándome a la investigación, ocupando un puesto sin importancia en el hospital de King’s College, y tuve la fortuna de levantar un considerable interés por mi investigación sobre la patología de la catalepsia, ganando finalmente el premio y la medalla Bruce Pinkerton por la monografía sobre las lesiones nerviosas a la que su amigo acaba de aludir. No exageraría demasiado si dijera que en aquel momento la impresión general era que una distinguida carrera se presentaba ante mí.

»Pero para esto tenía que sortear el grandísimo escollo de la falta de dinero. Como en seguida comprenderán, un especialista que quiera apuntar alto está obligado a iniciar su consulta en una de las calles de la docena que componen el barrio de Cavendish Square, lo cual significa pagar una enorme renta y hacer un gran desembolso inicial para el mobiliario. Además de esos gastos preliminares, ha de contar con mantenerse durante algunos años y con alquilar un carruaje presentable y un caballo. Esto estaba más allá de mis posibilidades y lo único que podía hacer era esperar que tras diez años habría ahorrado lo suficiente para permitirme colgar la placa de médico especialista a mi puerta. Sin embargo, de repente, un inesperado incidente hizo que se abrieran ante mí nuevas perspectivas.

»Este fue la visita de un caballero de nombre Blessington, absoluto desconocido para mí. Apareció en mi habitación una mañana y en un instante se metió de lleno en el negocio que le traía.

»—¿Es usted el mismo Percy Trevelyan que ha hecho una carrera tan brillante y que ha ganado recientemente un gran premio? —dijo.

»Yo asentí con la cabeza.

»—Contésteme con franqueza —continuó—, porque va en su propio interés, como en seguida verá. Cuenta usted con la inteligencia precisa para ser un hombre de éxito. ¿Tiene el mismo tacto?

»No pude evitar el sonreír ante la brusquedad de la pregunta.

»—Confío en tener la parte que me corresponde.

»—¿Alguna mala costumbre? ¿No tiene inclinación a la bebida?

»—¡Por Dios, señor!

»—¡Bien, pues! ¡Eso está pero que muy bien! Pero quería preguntarle algo. Con todas esas cualidades, ¿por qué no ejerce?

»Me encogí de hombros.

»—Venga, venga —dijo con su característica rapidez—. La vieja historia. Más en su cabeza que en sus bolsillos, ¿no? ¿Qué diría si yo le propusiera abrirle una consulta en Brook Street?

»Le miré atónito.

»—Oh, es por mi propio bien, no por el suyo —exclamó—. Le seré totalmente franco y, si le va bien lo que voy a proponerle, a mí también me irá. Tengo unos cuantos cientos de libras para invertir, sabe, y creo que lo haré con usted.

»—Pero, ¿por qué? —dije con un hilo de voz.

»—Bueno, es igual que cualquier especulación y más segura que la mayoría.

»—¿Y qué tengo que hacer yo?

»—Se lo diré. Yo cogeré la casa, la amueblaré, pagaré el servicio y me encargaré de llevarla. Todo lo que usted tiene que hacer es gastar el sillón de la consulta. Le daré dinero de bolsillo y todo lo que necesite. De lo que gane me dará a mí las tres cuartas partes y usted se quedará con el resto.

»Era extraño, señor Holmes, el ofrecimiento con que se me acercaba aquel hombre. No voy a aburrirle con la narración de todo lo que regateamos y negociamos. Terminó con que yo me fui a vivir a esa casa cerca del día de la Anunciación y empecé a ejercer casi de acuerdo con las mismas condiciones que él había sugerido. Él se vino a vivir conmigo en calidad de paciente residente. Al parecer, tenía el corazón débil, y necesitaba una supervisión médica constante. Convirtió las dos mejores habitaciones del primer piso en un cuarto de estar y un dormitorio para él. Todas las tardes a la misma hora entraba en la consulta, examinaba los libros, dejaba cinco chelines y tres peniques por cada guinea que yo había ganado y se llevaba el resto a la caja fuerte de su habitación.

»Puedo decir con seguridad que nunca tuvo la ocasión de lamentar su especulación. Fue un éxito desde el principio. Unos cuantos buenos casos y la reputación que había ganado en el hospital me pusieron rápidamente a la cabeza de la especialidad, convirtiéndole en estos dos últimos años en un hombre muy rico.

»Esto es lo que puedo decirle, señor Holmes, respecto a mi historia pasada y a mis relaciones con el señor Blessington. Solo me queda por contarle lo que ha sucedido para hacerme venir aquí esta noche.

»Hace unas semanas el señor Blessington bajó a la consulta a verme; venía, según me pareció entonces, en un estado de agitación considerable. Me habló de que habían cometido un robo, dijo, en el West End y recuerdo que parecía estar innecesariamente preocupado por ello, llegando a decir que no podíamos dejar pasar ni un día sin poner cerrojos en las ventanas y en las puertas. Durante una semana siguió teniendo este peculiar estado de inquietud, vigilando continuamente por las ventanas, y dejó de dar el corto paseo que solía anunciar la hora de su cena. Lo que me sorprendía de su comportamiento era que tenía un miedo mortal a algo o a alguien, pero cuando le preguntaba acerca de ello se ponía tan ofensivo conmigo que me vi obligado a abandonar el tema. Según fue pasando el tiempo pareció que sus miedos se fueron desvaneciendo, y ya había renovado sus antiguas costumbres, cuando un nuevo acontecimiento le redujo al lastimoso estado de postración en el que ahora se encuentra.

»He aquí lo sucedido: hace dos días recibí la carta que ahora le leeré. No trae fecha ni la dirección del remitente.

«Un noble ruso que ahora reside en Inglaterra —dice— estaría encantado de ponerse en las manos del doctor Percy Trevelyan. Lleva varios años siendo víctima de ataques de catalepsia en los que, como todo el mundo sabe, el doctor Trevelyan es una autoridad. Propone ir a verle mañana a eso de las seis y cuarto de la tarde, si es que es esta una hora conveniente para el doctor Trevelyan».

»Esta carta me interesó profundamente, porque la principal dificultad en el estudio de la catalepsia la constituye la propia rareza de la enfermedad. Puede usted creer, pues, que yo estaba en el consultorio cuando a la hora fijada el criado hizo entrar al paciente.

»Era un hombre mayor, delgado, recatado y vulgar, en ningún aspecto la concepción que uno se forma de un noble ruso. Pero todavía me asombró más el aspecto de su acompañante. Era un joven alto, sorprendentemente guapo, con un rostro oscuro y agresivo y unos miembros y un tórax hercúleos. Iba sujetando al otro por el brazo cuando entraron y le ayudó a sentarse con una ternura que no hubiera esperado de un hombre con semejante aspecto.

»—Perdone que haya entrado, doctor —dijo en un inglés balbuciente—. Este es mi padre y su salud es para mí un problema agobiante.

»Me emocionó esta ansiedad del hijo para con el padre.

»—¿Le gustaría quizá quedarse durante la consulta? —dije.

»—Por nada del mundo —exclamó con un gesto de horror—. Es para mí más doloroso de lo que puedo expresar. Si tuviera que ver a mi padre con uno de esos horribles ataques que le dan, estoy seguro de que no podría seguir viviendo. Mi propio sistema nervioso es muy sensible. Con su permiso, me quedaré en la sala de espera mientras examina a mi padre.

«Asentí, por supuesto, y el joven se retiró. El paciente y yo nos sumergimos en una conversación sobre su caso, y fui tomando notas exhaustivas. Su inteligencia no era muy sobresaliente y sus respuestas eran frecuentemente oscuras, cosa que atribuí a su limitado conocimiento de la lengua. Sin embargo, de repente, mientras yo estaba escribiendo sentado a mi mesa, dejó de contestar a mis preguntas y, al volverme hacia él, me chocó ver que estaba sentado muy derecho en la silla y me miraba con un rostro absolutamente inexpresivo y rígido. Esta misteriosa enfermedad había vuelto a apoderarse de él.

»Tuve en primer lugar, como acabo de decir, un sentimiento de lástima y horror. Mi segundo sentimiento me temo que fue más bien de satisfacción profesional. Tomé las notas del pulso y la temperatura de mi paciente, probé la rigidez de sus músculos y examiné sus reflejos. No había nada anormal en todo ello, lo cual concordaba con mis experiencias anteriores. Había obtenido buenos resultados en casos parecidos con la inhalación de nitrito de amilo, y al presente parecía una oportunidad admirable para probar sus virtudes. Tenía la botella abajo, en mi laboratorio; corrí a buscarla escaleras abajo. Tardé un poco en encontrarla, pongamos cinco minutos, y volví. Imagine mi sorpresa al encontrar que la habitación estaba vacía y que el paciente se había ido.

»Por supuesto, lo primero que hice fue abalanzarme a la sala de espera. El hijo también se había ido. La puerta de la calle estaba cerrada, pero no con llave. El criado que abre la puerta a los pacientes es un chico nuevo y bastante lento. Espera abajo y sube para acompañar a los pacientes hasta la puerta, cuando yo toco el timbre de la consulta. No oyó nada y el asunto quedó en un misterio. El señor Blessington volvió de su paseo poco después; últimamente he conseguido la costumbre de comunicarme con él lo menos posible.

»Bueno, pensé que nunca más volvería a saber del ruso y de su hijo, conque puede usted imaginarse mi sorpresa cuando esta tarde a la misma hora entraron ambos en mi consultorio, tal como habían hecho antes.

»—Sentía que debía pedirle excusas por mi brusca desaparición de ayer, doctor —dijo mi paciente.

»—Confieso que me quedé muy sorprendido —dije yo.

»—Bueno —observó él— el hecho es que, cuando vuelvo en mí tras los ataques, se me forma una especie de nube en la mente que me impide recordar lo que ha sucedido antes. Me desperté en la que me pareció una habitación muy extraña y me encaminé hacia la calle como mareado mientras usted estaba ausente.

»—Y yo —dijo el hijo—, al ver a mi padre pasar por delante de la sala de espera, pensé naturalmente que la consulta había terminado. Hasta que llegamos a casa no nos dimos cuenta del verdadero estado de las cosas.

»—Bueno —dije yo riéndome—, no ha pasado nada, salvo que me dejaron terriblemente sorprendido; así que, si usted, señor, tuviera la bondad de entrar en la sala de espera, yo con mucho gusto continuaría la consulta que ayer interrumpimos de un modo tan brusco.

»Durante media hora más o menos estuve hablando con el anciano caballero sobre sus síntomas, tras lo cual, habiéndole hecho una receta, le vi marcharse del brazo de su hijo.

«Como he dicho, el señor Blessington generalmente escoge esta hora del día para salir a hacer un poco de ejercicio. Entró poco después y subió. Al cabo de un momento le oí bajar corriendo las escaleras y se precipitó en mi consultorio con el aspecto de un hombre que se ha vuelto loco por el pánico.

»—¿Quién ha estado en mi habitación? —exclamó.

»—Nadie —dije yo.

»—¡Eso es mentira! —vociferó—. Suba y mire.

»Hice caso omiso de su grosería, porque parecía que el miedo le hubiera sacado de sus casillas. Cuando subí con él, me señaló varias pisadas marcadas en la liviana alfombra.

»—¿Intenta usted decir que son mías? —gritó.

»Eran ciertamente mucho más grandes que las que él pudiera haber dejado y evidentemente bastante recientes. Ha llovido mucho durante esta tarde, como sabe, y mis pacientes eran la única gente que había venido. Debía de haberse dado el caso, pues, de que el hombre que estaba esperando en la sala había subido, por alguna razón desconocida, mientras yo estaba ocupado con el otro, a la habitación de mi paciente residente. No habían tocado ni cogido nada, pero las pisadas mostraban que la intrusión era un hecho del que no cabía duda.

»El señor Blessington parecía más excitado por el asunto de lo que yo hubiera creído posible, aunque, por supuesto, esto bastaba para perturbar la paz de cualquiera. De hecho, se sentó en un sillón y se puso a llorar, y apenas pude conseguir que hablara coherentemente. Sugirió que viniera a verle a usted y yo, por supuesto, en seguida vi que era algo apropiado, porque el incidente es ciertamente bastante especial, aunque él parece estar dándole más importancia de la que tiene. Solo con que viniera conmigo en la berlina, conseguiría al menos calmarlo un poco, aunque difícilmente espero que pueda explicar este notable acontecimiento.

Sherlock Holmes había escuchado este largo relato con una intensidad que me indicaba que le había interesado profundamente. Su rostro estaba más impasible que nunca, pero los párpados le caían más pesadamente que de costumbre sobre los ojos, y las volutas de humo que salían de su pipa se hacían más espesas, como si quisiera enfatizar con ello los momentos importantes en la narración del doctor. Cuando nuestro visitante concluyó, Holmes saltó de la silla sin decir una palabra, me dio mi sombrero, cogió el suyo de encima de la mesa y siguió al doctor Trevelyan hacia la puerta. En un cuarto de hora nos dejaba ante la residencia del doctor en Brook Street, una de esas casas sombrías de fachada lisa que uno asocia con la clientela del West End. Nos abrió la puerta un pequeño criado y en seguida empezamos a subir por una escalera ancha y bien alfombrada.

Pero una singular interrupción nos hizo detenernos. La luz que había en lo alto de la escalera se apagó de golpe, y en la oscuridad se oyó una voz aguda, temblorosa.

—Tengo una pistola —gritó—. Les doy mi palabra de que dispararé si se acercan.

—Esto es realmente indignante, señor Blessington —gritó el doctor Trevelyan.

—Ah, ¿es usted, doctor? —dijo la voz, dando un suspiro de alivio—. Pero esos caballeros, ¿son lo que pretenden ser?

Éramos conscientes de que nos escrutaba detenidamente en la oscuridad.

—Sí, sí, está bien —dijo la voz por último—. Pueden subir, y lo siento si mis precauciones los han molestado.

Volvió a encender la luz de gas de la escalera y vimos ante nosotros un hombre de una apariencia singular; su aspecto, así como su voz, revelaban que estaba como un cencerro. Estaba muy gordo, pero, al parecer, en algún momento lo había estado más, porque la piel de la cara le colgaba en flojas bolsas como si se tratara de las mejillas de un sabueso. Tenía un color enfermizo y su fino cabello rubio parecía que se le había puesto de punta con la intensidad de su emoción. Tenía una pistola en la mano, pero se la echó al bolsillo al acercarnos nosotros.

—Buenas noches, señor Holmes —dijo—. Puede estar seguro de que le estoy muy agradecido por haber venido. Nadie ha necesitado nunca su consejo más de lo que lo necesito yo ahora. Supongo que el doctor Trevelyan ya le habrá hablado de esta injustificable intrusión en mis habitaciones, ¿no es así?

—Más o menos —dijo Holmes—. ¿Quiénes son esos dos hombres, señor Blessington, y por qué desean molestarle?

—Bueno, bueno —dijo nervioso el paciente residente—, por supuesto es difícil decirlo. Difícilmente puede esperar que yo conteste a eso, señor Holmes.

—¿Quiere decir que no lo sabe?

—Pase, por favor. Tenga la bondad de entrar aquí.

Nos condujo hasta su habitación, que era grande y cómodamente amueblada.

—¿Ve usted esto? —dijo señalando a una gran caja negra situada en la cabecera de su cama—. Nunca he sido un hombre rico, señor Holmes; no he hecho más que una inversión en mi vida, como les puede muy bien decir el doctor Trevelyan. Pero no creo en los banqueros. Nunca confiaré en un banquero, señor Holmes. Entre nosotros, lo poco que tengo está en esa caja, conque ya puede comprender lo que significa para mí el que unos desconocidos consigan entrar por la fuerza en mi habitación.

Holmes miró a Blessington de ese modo interrogante que es característico en él y sacudió la cabeza.

—No puedo ayudarle si intenta engañarme —dijo.

—Pero si le he dicho todo.

Holmes, con una expresión de indignación en el rostro, se dio media vuelta.

—Buenas noches, doctor Trevelyan —dijo.

—¿Y no me aconseja nada? —exclamó Blessington, quebrándosele la voz.

—Lo que le aconsejo, señor, es que diga la verdad.

Al cabo de un minuto nos encontrábamos en la calle caminando hacia casa. Habíamos cruzado Oxford Street y ya habíamos llegado a la mitad de Harley Street sin que yo hubiera conseguido sacarle ni una palabra a mi amigo.

—Siento haberle traído a semejante empresa descabellada, Watson —dijo por último—. De todos modos, es un caso interesante en el fondo.

—No sé qué pensar —confesé.

—Bueno, es bastante evidente que hay dos hombres, más quizá, pero dos al menos, que por alguna razón están determinados a hacerse con este tal Blessington. No me cabe la menor duda de que tanto en la primera ocasión como en la segunda ese hombre entró en la habitación de Blessington, mientras su compinche, por medio de una ingeniosa estratagema, mantenía al doctor alejado de toda interferencia.

—¿Y la catalepsia?

—Una imitación fraudulenta, Watson, aunque no me atrevería a insinuarle tal cosa a nuestro especialista. Yo mismo lo he hecho.

—¿Y entonces?

—Por pura casualidad Blessington estaba fuera en ambas ocasiones. La razón de que escogieran una hora tan inusual para la consulta era obviamente para asegurarse de que no habría otro paciente esperando en la sala de espera. Lo único que sucedió, sin embargo, es que esta hora coincidía con la del paseo de Blessington, lo que demuestra que no conocen bien sus costumbres cotidianas. Por supuesto, si hubieran ido simplemente en busca de un botín, habrían hecho, al menos, algún intento para encontrarlo. Además puedo leer en los ojos cuándo un hombre teme por su pellejo. Es posible que este tipo se haya hecho dos rencorosos enemigos, cual parecen serlo estos, sin enterarse. No obstante, tengo por cierto que él sí sabe quiénes son esos hombres y que, por razones que solo él conoce, lo calla. Es posible que mañana lo encontremos más comunicativo.

—¿No habría otra alternativa —sugerí yo—, grotescamente improbable, sin duda, pero con todo concebible? ¿Podría ser que toda la historia del ruso cataléptico y su hijo no fuera sino una maquinación del doctor Trevelyan, quien estuvo, para sus propios fines, en las habitaciones de Blessington?

Vi a la luz de las farolas de gas que Holmes sonreía, divertido por esta salida mía.

—Mi querido amigo —dijo—, esta fue una de las primeras soluciones que se me ocurrieron, pero en seguida pude estar en situación de corroborar la narración del doctor. Ese joven dejó huellas en la alfombra de la escalera, lo cual hizo innecesario el que yo pidiera que me enseñaran las que había dejado en la habitación. Si le digo que los zapatos de este intruso terminaban en punta cuadrada en vez de hacerlo, como los de Blessington, en una aguda punta redondeada y que eran casi una pulgada y tres tercios más largos que los del doctor, reconocerá que no hay lugar a dudas sobre su individualidad. Pero ahora dejemos dormir el asunto, porque mucho me sorprendería que mañana por la mañana no tuviéramos nuevas noticias de Book Street.

La profecía de Sherlock Holmes se cumplió rápidamente y de un modo dramático. Al día siguiente a las siete y media de la mañana, con las primeras tenues y borrosas luces del día, allí estaba de pie junto a mi cama, en batín.

—Tenemos una berlina esperándonos, Watson —dijo.

—¿Qué pasa, pues?

—El asunto de Brook Street.

—¿Hay alguna noticia?

—Trágicas, pero ambiguas —dijo subiendo la persiana—. Mire esto —era una hoja de un cuaderno de notas en la que se leía: «Por Dios, vengan rápidamente: P. T»., garabateado a lápiz—. Nuestro amigo el doctor se encontraba en un apuro cuando escribió esto. Vamos, querido amigo, porque es un asunto urgente.

En un cuarto de hora más o menos estábamos de nuevo en la casa del médico. Él salió corriendo a nuestro encuentro con una expresión de horror en el rostro.

—¡Menudo asunto! —exclamó, echándose las manos a la cabeza.

—¿Qué ha pasado?

—¡Blessington se ha suicidado!

Holmes soltó un silbido.

—Sí, se ha colgado durante la noche.

Habíamos entrado, y el doctor nos condujo a lo que evidentemente era su sala de espera.

—Casi no sé ni lo que hago —exclamó—. La policía ya está arriba. Esto me ha trastornado terriblemente.

—¿Cuándo lo descubrieron?

—Todas las mañanas le suben una taza de té a la habitación. Cuando la doncella entró esta mañana a eso de las siete, se encontró con que el infortunado tipo estaba colgado en medio de la habitación. Había atado la cuerda al gancho del que solía colgar la pesada lámpara y había saltado desde la misma caja que nos enseñó ayer.

Holmes se quedó profundamente pensativo durante un momento.

—Con su permiso —dijo por último—, me gustaría subir y estudiar el asunto.

Subimos ambos seguidos por el doctor.

Al atravesar el umbral de la habitación, tuvimos una visión horrorosa. Ya he hablado de la impresión de flaccidez que daba Blessington. Esta se exageraba e intensificaba al verlo balancearse colgado del gancho, hasta tal punto que su apariencia casi había dejado de ser humana. El cuello se le había alargado, como el de un pollo desplumado, y contrastaba con el resto de su cuerpo, haciéndolo parecer más obeso y deforme si cabe. No llevaba más que la larga camisa de dormir, de la que solo sobresalían sus hinchados tobillos y desgarbados pies. De pie, tras él, un elegante inspector de policía tomaba notas en su cuadernillo.

—Ah, señor Holmes —dijo cuando entró mi amigo—. Encantado de verlo por aquí.

—Buenos días, Lanner —contestó Holmes—. Estoy seguro de que no pensará que soy un intruso. ¿Sabe algo de los acontecimientos que han desembocado en este asunto de hoy?

—Algo me han dicho.

—¿Se ha formado alguna opinión?

—Por lo que veo, el miedo hizo que este hombre perdiera la razón. La cama muestra indicios de haber sido usada; la huella dejada es lo suficientemente profunda para saberlo. A eso de las cinco de la mañana es cuando más frecuentes son los suicidios. Debió de ser sobre esa hora cuando se colgó. Parece haber sido algo bastante deliberado.

—Yo diría que lleva unas tres horas muerto, a juzgar por la rigidez de sus músculos —dije yo.

—¿Ha notado algo particular en la habitación? —preguntó Holmes.

—Encontré un destornillador y algunos tornillos en el lavabo. También parece que ha fumado mucho. Aquí tengo cuatro colillas que recogí de la chimenea.

—¡Hum! —dijo Holmes—. ¿Tiene usted su boquilla?

—No, no he visto ninguna boquilla.

—¿Su pitillera, entonces?

—Sí, estaba en el bolsillo de su levita.

Holmes la abrió y olió el único cigarro que quedaba.

—Oh, este es un puro habano y estos otros son puros de esos que importan los holandeses de sus colonias occidentales. Van normalmente envueltos en paja, sabe usted, y, para su largura, son más finos que los de cualquier otra marca.

Tomó las cuatro colillas y las examinó con su lupa de bolsillo.

—Dos de estos han sido fumados con boquilla y dos sin ella. Dos han sido cortados con un cuchillo poco afilado y los otros dos tienen marcas de haber sido mordidos por unos buenos dientes. Esto no es un suicidio, señor Lanner. Es un asesinato profundamente planeado a sangre fría.

—¡Imposible! —examinó el inspector.

—¿Por qué?

—¿Por qué iba alguien a asesinar a un hombre de un modo tan torpe como ahorcándolo?

—Eso es lo que tenemos que descubrir.

—¿Cómo entraron?

—Por la puerta principal.

—Estaba atrancada esta mañana.

—Entonces la atrancaron después de que se fueran.

—¿Cómo lo sabe?

—Vi sus huellas. Perdone un momento, quizá le pueda dar más información sobre el asunto.

Se encaminó hacia la puerta y girando la cerradura la examinó metódicamente como es su costumbre. Después sacó la llave, que estaba por dentro, y también la examinó. La cama, la alfombra, las sillas, la repisa de la chimenea, el cuerpo muerto y la cuerda fueron uno tras otro examinados, hasta que por último se consideró satisfecho, y con mi ayuda y la del inspector desató al desventurado y lo tendió respetuosamente en el suelo cubriéndolo con una sábana.

—¿Qué me dice de esta cuerda? —pregunté.

—La han cortado de aquí —dijo el doctor Trevelyan, sacando un largo rollo de debajo de la cama—. El fuego le ponía muy nervioso y siempre tenía esto a su lado con el fin de poder escapar por la ventana en el caso de que las escaleras estuvieran en llamas.

—Esto debe de haberles evitado problemas —dijo pensativo Holmes—. Sí, los hechos reales son muy sencillos y me sorprendería que no pudiera darles asimismo esta tarde las razones que los han producido. Me llevaré esa fotografía de Blessington que está sobre la repisa, porque puede ayudarme en mi investigación.

—Pero no nos ha dicho nada —exclamó el doctor.

—Oh, no hay ninguna duda en lo que se refiere a la secuencia de los acontecimientos —dijo Holmes—. Había tres personas involucradas en el asunto: el joven, el viejo y un tercero sobre cuya identidad no tengo ninguna pista. Los dos primeros, apenas preciso decirlo, son los mismos que se hicieron pasar por un conde ruso y su hijo, de modo que podemos dar una descripción de ellos bastante completa. Un compinche les abrió la puerta de la casa. Si me permite darle un consejo, inspector, este sería que arrestara usted al criado, quien, según creo, acaba de entrar a su servicio, doctor.

—Nadie ha podido encontrar a ese joven pícaro —dijo el doctor Trevelyan—. La doncella y la cocinera han estado buscándolo hasta ahora.

Holmes se encogió de hombros.

—Ha jugado un papel no carente de importancia en este drama —dijo—. Los tres hombres, tras subir la escalera de puntillas, el más viejo, primero; el joven, detrás, y el desconocido detrás de ambos…

—¡Querido Holmes! —salté yo.

—Oh, no cabe ninguna duda a juzgar por la superposición de las pisadas. Tenía la ventaja de que ayer por la noche estuve viendo de quién era cada cual. Subieron, pues, al cuarto del señor Blessington, cuya puerta encontraron cerrada con llave. No obstante, sirviéndose de un alambre, forzaron la cerradura. Incluso sin lupa podrán ustedes ver, por los rasguños que tiene esta muesca, el lugar en el que presionaron.

»Al entrar en la habitación lo primero que hicieron debió de ser amordazar al señor Blessington. Él debía de estar dormido, o puede que se quedara tan paralizado por el terror que no fuera capaz de gritar. Estas paredes son muy gruesas y es probable que su chillido, si es que tuvo tiempo de darlo, nadie lo oyera.

»Tras haberle sujetado, es evidente que mantuvieron una conversación de un tipo u otro. Probablemente fue algo parecido a un proceso judicial. Tuvo que haber durado un rato, porque fue entonces cuando se fumaron estos cigarros. El viejo se sentó en esa silla de mimbre; fue él quien utilizó la boquilla. El joven se sentó en algún lugar por esa zona; estuvo echando la ceniza contra la cómoda. El tercer tipo estuvo paseándose arriba y abajo de la habitación. Blessington, creo, estaba sentado en la cama; pero de esto no tengo una absoluta certeza.

»Bueno, todo acabó tras coger a Blessington y colgarlo. Tenían el asunto tan preparado de antemano, que para mí que trajeron con ellos algún tipo de polea que les sirviera de horca. El destornillador y los tornillos eran, a mi modo de ver, para colocarla. Sin embargo, al ver el gancho de la lámpara se evitaron esta tarea. Una vez terminado su trabajo se fueron, y su compinche atrancó la puerta tras ellos.

Todos habíamos escuchado con gran interés este esquema de los hechos que habían tenido lugar la noche pasada; hechos que Holmes había deducido partiendo de signos tan sutiles y minúsculos que, incluso tras habérnoslos indicado, apenas podíamos seguir sus razonamientos. El inspector se marchó corriendo al instante a investigar sobre el paradero del criado, mientras Holmes y yo volvíamos a desayunar a Baker Street.

—Volveré sobre las tres —dijo cuando terminamos de comer—. Me reuniré aquí a esa hora con el inspector y con el doctor y espero haber aclarado para entonces todos los puntos oscuros que el caso pueda todavía presentar.

Nuestros visitantes llegaron a la hora prevista, pero hasta las cuatro menos cuarto mi amigo no hizo su aparición. No obstante, por la expresión que traía al entrar, vi que todo le había ido bien.

—¿Nuevas noticias, inspector?

—Hemos cogido al chico, señor.

—Excelente; y yo los he cogido a ellos.

—¡Los ha cogido! —exclamaron los tres.

—Bueno, al menos tengo su identidad. El llamado Blessington es, según creo, muy conocido en los cuarteles generales de la policía, y lo mismo lo son sus agresores. Sus nombres son Biddle, Hayward y Moffat.

—La banda del Banco Worthingdon —exclamó el inspector.

—Justamente —dijo Holmes.

—Entonces Blessington tiene que haber sido Sutton.

—Exacto —dijo Holmes.

—¡Vaya! Visto así, el asunto queda más claro que el agua.

Pero Trevelyan y yo nos mirábamos asombrados.

—Posiblemente recuerden ustedes el gran asunto del Banco Worthingdon —dijo Holmes—; había cinco hombres implicados, estos cuatro y un quinto llamado Cartwright. Asesinaron a Robin, el vigilante, y los ladrones huyeron llevándose setecientas libras. Esto fue en 1875. Arrestaron a los cinco, pero no se pudieron demostrar pruebas definitivas contra ellos. Este Blessington o Sutton, que era el peor de la banda, se hizo confidente de la policía. A partir de su declaración, ahorcaron a Cartwright y los otros tres fueron condenados a penas de quince años cada uno. Cuando salieron el otro día, lo que ha ocurrido algunos años antes del final de su pena, se dispusieron, como pueden ustedes darse cuenta, a darle caza al traidor y a vengar en él la muerte de su camarada. Dos veces intentaron dar con él y fracasaron; la tercera, como ven, les salió bien. ¿Hay algo más que pueda explicarles?

—Creo que lo ha dejado todo muy claro —dijo el doctor—. No me cabe duda de que aquel día que estaba tan inquieto era el mismo día en que había leído en el periódico su puesta en libertad.

—Seguro. Todo lo que dijo sobre el robo no era más que un pretexto.

—¿Pero por qué no podía decírselo a usted?

—Bueno, mi querido amigo, conociendo el rencoroso carácter de sus asociados, estaba intentando ocultárselo a todo el mundo mientras pudiera. Su secreto era algo vergonzoso y no podía resignarse a divulgarlo. Por muy malvado que fuera, seguía, no obstante, viviendo bajo la protección de las leyes británicas, y no dudo, inspector, y usted convendrá conmigo en ello, que aunque esa protección puede fracasar en el ejercicio de su custodia, la espada de la justicia sigue estando levantada para vengar la maldad.

Tales fueron los singulares hechos en relación con el paciente residente y el doctor de Brook Street. Desde aquella noche la policía no ha vuelto a ver a los tres asesinos, y en Scotland Yard se supone que se encontraban entre los pasajeros del desafortunado vapor Norah Creina que se perdió hace algunos años con todo el mundo a bordo junto a las costas portuguesas, algunas millas al norte de Oporto. El proceso contra el criado se desestimó por falta de pruebas y hasta ahora ningún periódico o similar había tratado en toda su extensión lo que se denominó El misterio de Brook Street.


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