Final
Se nos había advertido que todos nosotros debíamos comparecer el jueves ante los magistrados; pero cuando llegó ese día no hubo necesidad de nuestro testimonio. El juez de más alta categoría se había hecho cargo del asunto, y Jefferson Hope había sido llamado ante un tribunal en el que se le iba a hacer estricta justicia. La misma noche que siguió a su captura estalló el aneurisma, y a la mañana siguiente fue encontrado caído en el suelo de la celda; su rostro estaba revestido de una plácida sonrisa, como si en los momentos de su agonía hubiera vuelto la mirada hacia una vida útil y hacia una tarea debidamente cumplida.
—Esta muerte sacará de quicio a Gregson y Lestrade —hizo notar Holmes cuando charlábamos la noche siguiente sobre el caso—. ¿En qué va a quedar ahora la gran propaganda suya?
—Yo no veo que ellos hayan tenido mucho que hacer en su captura —le contesté.
—No tiene importancia alguna lo que usted haga en este mundo —me respondió con amargura mi compañero—. La cuestión es lo que puede usted hacer creer a los demás que usted ha realizado. No importa —prosiguió, después de una pausa, en tono más alegre—. Por nada del mundo habría yo querido perderme esta investigación. Es el mejor caso de todos los que yo recuerdo. Aunque sencillo, hubo en él varios detalles muy aleccionadores.
—¡Sencillo! —exclamé.
—Sí; la verdad es que no se le puede calificar de otro modo —dijo Sherlock Holmes sonriéndose al ver mi sorpresa—. La prueba de su intrínseca sencillez es que me fue posible atrapar al criminal en menos de tres días sin ninguna ayuda, salvo algunas deducciones muy corrientes.
—Es cierto —le dije.
—Ya le tengo explicado que todo aquello que se sale de lo vulgar no resulta un obstáculo, sino que es más bien una guía. El gran factor, cuando se trata de resolver un problema de esta clase, es la capacidad para razonar hacia atrás. Esta es una cualidad muy útil y muy fácil, pero la gente no se ejercita mucho en ella. En las tareas corrientes de la vida cotidiana resulta de mayor utilidad el razonar hacia adelante, y por eso se la desatiende. Por cada persona que sabe analizar, hay cincuenta que saben razonar por síntesis.
—Confieso que no le comprendo —le dije.
—No esperaba que me comprendiese. Veamos si puedo plantearlo de manera más clara. Son muchas las personas que, si usted les describe una serie de hechos, le anunciarán cuál va a ser el resultado. Son capaces de coordinar en su cerebro los hechos, y deducir que han de tener una consecuencia determinada. Sin embargo, son pocas las personas que, diciéndoles usted el resultado, son capaces de extraer de lo más hondo de su propia conciencia los pasos que condujeron a ese resultado. A esta facultad me refiero cuando hablo de razonar hacia atrás; es decir, analíticamente.
—Entiendo —dije.
—Pues bien: este era un caso en el que se nos daba el resultado, y en el que teníamos que descubrir todo lo demás nosotros mismos. Voy a intentar exponerle las diferentes etapas de mi razonamiento. Empecemos por el principio. Llegué a la casa, como usted sabe, a pie y con el cerebro libre de toda clase de impresiones. Empecé, como es natural, por examinar la carretera, y descubrí, según se lo tengo explicado ya, las huellas claras de un carruaje, y este carruaje, como deduje de mis investigaciones, había estado allí en el transcurso de la noche. Por lo estrecho de la marca de las ruedas me convencí de que no se trataba de un carruaje particular, sino de uno de alquiler. El cabriolé de alquiler es mucho más estrecho que la berlina particular.
»Fue ese el primer punto que anoté. Avancé luego despacio por el sendero del jardín, y dio la casualidad de que se trataba de un suelo de arcilla, extraordinariamente apto para que se marquen en el mismo las huellas. A usted le parecería, sin duda, una simple franja de barro pisoteado, pero todas las huellas que había en su superficie encerraban un sentido para mis ojos entrenados. En la ciencia detectivesca no existe una rama tan importante y tan olvidada como el arte de reconstruir el significado de las huellas de pies. Descubrí las fuertes pisadas de los guardias, pero vi también las huellas de dos hombres que habían pisado primero el jardín. Era cosa fácil afirmar que habían pasado antes que los otros, porque en algunos sitios estas huellas habían quedado borradas del todo al pisar los segundos encima. Así es como fabriqué mi segundo eslabón, que me informó de que los visitantes nocturnos habían sido dos, uno de ellos notable por su estatura (lo que calculé por la anchura de su zancada) y el otro elegantemente vestido, a juzgar por la huella pequeña y elegante que dejaron sus botas.
»Esta última deducción quedó confirmada al entrar en la casa. Allí tenía delante de mí al hombre bien calzado. Por consiguiente, si había existido asesinato, este había sido cometido por el individuo alto. El muerto no tenía en su cuerpo herida alguna, pero la expresión agitada de su rostro me proporcionó la certeza de que él había visto lo que le venía encima. Las personas que fallecen de una enfermedad cardiaca, o por cualquier causa natural repentina, jamás tienen en sus facciones señal alguna de emoción. Cuando olisqué los labios del muerto pude percibir un olorcillo agrio, y llegué a la conclusión de que se le había obligado a ingerir un veneno. Deduje también que le habían obligado a tomarlo por la expresión de odio y de temor que tenía su rostro. Había llegado a este resultado por el método de la exclusión, porque ninguna otra hipótesis se ajustaba a los hechos. No vaya usted a imaginarse que se trata de una idea inaudita. No es, en modo alguno, cosa nueva, en los anales del crimen, obligar a la víctima a ingerir el veneno. Cualquier toxicólogo recordará en seguida los casos de Dolsky, en Odessa, y de Leturier, en Montpellier.
»A continuación se me presentó el gran interrogante del móvil. Este no había sido el robo, puesto que no lo habían despojado de nada. ¿Se trataría, pues, de política o mediaba una mujer? Tal era el problema con que me enfrentaba. Desde el primer instante me sentí inclinado a esta última suposición. Los asesinos políticos tienen por costumbre darse a la fuga en cuanto han realizado su cometido. Este asesinato, por el contrario, había sido llevado a cabo de un modo muy pausado, y quien lo perpetró había dejado huellas suyas por toda la habitación, mostrando con ello que había estado presente desde el principio hasta el fin. Ofensa que exigía un castigo tan metódico era, por fuerza, de tipo privado, y no político. Al descubrirse en la pared aquella inscripción, me incliné más que nunca a mi punto de vista. Estaba demasiado claro que aquello era una añagaza. Pero la cuestión quedó zanjada al encontrarse el anillo. Sin duda alguna, el asesino se sirvió del mismo para obligar a su víctima a hacer memoria de alguna mujer muerta o ausente. Al llegar a este punto fue cuando pregunté a Gregson si en su telegrama a Cleveland había indagado acerca de algún punto concreto de la vida anterior del señor Drebber. Usted recordará que me contestó negativamente.
»Procedí a continuación a escudriñar con mucho cuidado la habitación, y el resultado me confirmó en mis opiniones respecto a la estatura del asesino, y me proporcionó los detalles adicionales referentes al cigarro de Trichinopoly y a la largura de las uñas. Al no ver señales de lucha, llegué, desde luego, a la conclusión de que la sangre que manchaba el suelo había brotado de la nariz del asesino debido a su emoción. Pude comprobar que la huella de la sangre coincidía con la de sus pisadas. Es cosa rara que una persona, como no sea de temperamento sanguíneo, sufra ese estallido de sangre por efecto de la emoción, y por ello aventuré la opinión de que el criminal era, probablemente, hombre robusto y de cara rubicunda. Los hechos han demostrado que mi juicio era correcto.
»Cuando salimos de la casa procedí a realizar lo que Gregson había olvidado. Telegrafié a la Jefatura de Policía de Cleveland, circunscribiendo mi pregunta a lo relativo al matrimonio de Enoch Drebber. La contestación fue terminante. Me informaba de que ya con anterioridad había acudido Drebber a solicitar la protección de la ley contra un antiguo rival amoroso, llamado Jefferson Hope, y que este Hope se encontraba en Europa. Sabía, pues, que ya tenía en mis manos la clave del misterio, y solo me quedaba atrapar al asesino.
»En ese momento había yo llegado mentalmente a la conclusión de que el hombre que había entrado en la casa con Drebber no era otro que el mismo cochero del carruaje. Las marcas que descubrí en la carretera me demostraron que el caballo se había movido de un lado a otro de una manera que no lo habría hecho de haber estado alguien cuidándolo. ¿Dónde, pues, podía estar el cochero, como no fuese dentro de la casa? Además, es absurdo suponer que ninguna persona que se encuentre en su sano juicio cometa un crimen premeditado a la vista misma, como si dijéramos, de una tercera persona que sabe que lo delatará. Y, por último, si alguien quiere seguirle los pasos a otra persona en sus andanzas por Londres, ¿qué mejor medio puede adoptar que el de hacerse conductor de un coche público? Todas estas consideraciones me llevaron a la conclusión de que a Jefferson Hope habría de encontrarlo entre los aurigas de la metrópoli.
»Si él había trabajado de cochero, no había razón para suponer que hubiese dejado ya de serlo. Todo lo contrario: desde el punto de vista suyo, cualquier cambio repentino podría atraer la atención hacia su persona. Lo probable era que, por algún tiempo al menos, siguiese desempeñando sus tareas. Tampoco había razón para suponer que actuase con un nombre falso. ¿Para qué iba a cambiar el suyo en un país en el que este no era conocido por nadie? Por eso organicé mi cuerpo de detectives vagabundos, y los hice presentarse de una manera sistemática a todos los propietarios de coches de alquiler de Londres, hasta que huronearon dónde estaba el hombre tras el que yo andaba. Aún está fresco en la memoria de usted el recuerdo del éxito que obtuvieron y de lo rápidamente que yo me aproveché del mismo. El asesinato de Stangerson fue un episodio completamente inesperado, pero que en cualquier caso habría resultado difícil de evitar. Gracias al mismo, como usted ya sabe, entré en posesión de las píldoras, cuya existencia había conjeturado. Como usted ve, el todo constituye una cadena de consecuencias lógicas sin una ruptura ni una grieta.
—¡Es asombroso! —exclamé—. Es preciso que sus méritos sean reconocidos públicamente. Debería usted publicar un relato del caso. Si usted no lo hace, lo haré yo por usted.
—Usted, doctor, puede hacer lo que le venga en gana —me contestó—. ¡Fíjese! Eche un vistazo a esto —agregó, entregándome un periódico.
Era el Echo del día, y el párrafo que Holmes me señalaba se refería al caso en cuestión.
«El público —decía— ha perdido un plato sensacional con la repentina muerte del individuo llamado Hope, sospechoso de haber asesinado al señor Enoch Drebber y al señor Joseph Stangerson. Es probable que ya nunca se hagan públicos los detalles del caso, aunque nosotros nos hemos enterado por fuente muy autorizada de que el crimen fue consecuencia de una vieja y romántica enemistad, en la que intervinieron el amor y el mormonismo. Según parece, ambas víctimas pertenecieron en su juventud a los Santos de los Últimos Días, y también Hope procede de Salt Lake City. Aunque este caso no hubiera producido ningún otro efecto, servirá, por lo menos, para poner de manifiesto del modo más elocuente la eficacia de nuestra Policía detectivesca, enseñando a todos los extranjeros que obrarán prudentemente saldando sus cuestiones personales en su propio país, sin traerlas al territorio británico. Es un secreto a voces que el mérito de esta inteligente captura se debe por completo a los funcionarios de Scotland Yard, señores Lestrade y Gregson. El criminal fue detenido, según parece, en las habitaciones de un tal Sherlock Holmes, persona que, a título de aficionado, ha demostrado poseer algún talento en la especialidad detectivesca, y que, con maestros como aquellos, podría quizá llegar, con el tiempo, a adquirir hasta cierto punto su misma habilidad. Se espera que, a título de reconocimiento de sus servicios, se organice en honor de dichos funcionarios alguna clase de homenaje».
—¿No se lo dije yo desde el principio? —exclamó Sherlock Holmes, echándose a reír—. El resultado de todo nuestro Estudio en escarlata es ese: ¡conseguir para ellos un homenaje!
—No importa —le contesté—. Yo he anotado en mi diario todos los hechos, y el público los sabrá. Confórmese, mientras tanto, con la conciencia del éxito, igual que aquel romano avaro:
Populus me sibilat, at mihi plaudo Ipse domi, simul ac nummos contemplor in arca. [El pueblo me silba, pero yo me aplaudo en casa, mientras admiro mis dineros en el arca] Horacio, Sátiras, 1,166-67. |