Una fuga para salvar la vida
La mañana que siguió a su entrevista con el profeta mormón, John Ferrier marchó a Salt Lake City, y habiendo encontrado al conocido suyo que partía en dirección a las montañas de Nevada, le confió un mensaje destinado a Jefferson Hope. Prevenía en el mismo al joven del peligro que los amenazaba y de lo indispensable que era que regresase. Hecho lo cual se sintió más tranquilo y regresó a su hogar con el corazón aligerado.
Al llegar cerca de la granja se sorprendió de encontrar sendos caballos atados a los dos pilares de la puerta exterior. Y aún más se sorprendió cuando, ya dentro de su casa, se encontró con que dos jóvenes habían tomado posesión de su cuarto de estar. Uno de ellos, de rostro pálido y alargado, estaba arrellanado en la mecedora, descansando los pies encima de la estufa. El otro, un joven de cuello de toro y de rasgos faciales toscos y abotargados, permanecía en pie delante de la ventana, con las manos hundidas en los bolsillos, y silbaba un himno popular. Ambos saludaron a Ferrier con una inclinación de cabeza, y el de la mecedora dio principio a la conversación.
—Quizá usted no nos conoce —dijo—. Ese que ve usted ahí es el hijo del Anciano Drebber, y yo soy Joseph Stangerson, el mismo que hizo el viaje con ustedes por el desierto cuando el Señor alargó su mano y los recogió dentro de la verdadera congregación de sus fieles.
—Y eso mismo hará a su debido tiempo con todos los pueblos —dijo el otro con voz nasal—. El Señor muele lentamente, pero muele fino.
John Ferrier hizo una fría inclinación. Había adivinado a qué venían sus visitantes.
—Hemos venido —dijo Stangerson—, por consejo de nuestros padres, a pedir la mano de vuestra hija para el que usted y ella elijan de nosotros dos. Como yo solo tengo cuatro esposas y el hermano Drebber tiene siete, creo que tengo más derecho que él.
—No, no, hermano Stangerson —gritó el otro—. No se trata de cuántas esposas tiene cada uno de nosotros, sino del número de ellas que es capaz de mantener. Yo soy el más rico de los dos, porque mi padre me ha cedido ya sus molinos.
—Pero mis perspectivas son mejores —contestó acaloradamente el otro—. Cuando el Señor se lleve a mi padre, pasarán a mis manos su curtiduría y su fábrica de artículos de cuero. Además, tengo más años que tú y ocupo en la Iglesia una posición más elevada.
—La que ha de decidir es la moza —le replicó Drebber, haciendo una mueca a su propia imagen reflejada en el espejo—. Dejaremos todo a su propia elección.
John Ferrier había permanecido durante todo este diálogo reconcomiéndose de ira en el umbral de la puerta y conteniéndose a duras penas para no descargar su fusta en las espaldas de sus dos visitantes.
—Escuchadme —exclamó al fin, avanzando hacia ellos—. Cuando mi hija os llame podéis venir, pero hasta entonces no quiero ver por aquí vuestras caras.
Los dos jóvenes mormones se le quedaron mirando con asombro. Aquella pugna que sostenían entre sí por la doncella constituía a sus ojos el más alto honor para la joven y para el padre.
—Esta habitación tiene dos salidas —les gritó Ferrier—: Una es la puerta, y la otra, la ventana. ¿Cuál de las dos preferís?
Su rostro moreno tenía una expresión tal de ferocidad, y sus enjutas manos parecían tan amenazadoras, que sus visitantes se pusieron en pie de un salto y emprendieron una retirada presurosa. El anciano granjero los siguió hasta la puerta.
—Cuando os hayáis puesto de acuerdo sobre cuál de los dos ha de ser, me lo comunicáis —dijo burlonamente.
—Pagará usted esto muy caro —gritó Stangerson, blanco de furor—. Ha desafiado usted al Profeta y al Consejo de los Cuatro. Le pesará hasta el fin de sus días.
—La mano del Señor se asentará pesadamente sobre usted —le gritó el joven Drebber—. ¡Se alzará y lo aplastará!
—Yo mismo empezaré el aplastamiento —exclamó Ferrier, furioso.
Y si Lucy no le hubiera agarrado del brazo y se lo hubiera impedido, habría echado a correr escaleras arriba en busca de su escopeta. Antes de que el padre pudiera desembarazarse de su hija, el ruido de los cascos de los caballos le advirtió que ellos estaban ya fuera de su alcance.
—¡Los muy canallas e hipócritas! —exclamó, enjugándose el sudor de la frente—. Muchacha, preferiría verte enterrada antes que convertida en la mujer de ninguno de los dos.
—Y yo también, padre —contestó ella, mimosa—. Pero Jefferson no tardará en estar aquí.
—Sí. No tardará mucho en venir. Cuanto antes, mejor, porque ignoramos qué medida tomarán a continuación.
Era ya hora de que alguien capaz de aconsejar y de prestar ayuda acudiese en socorro del anciano y valeroso granjero y de su hija adoptiva. En toda la historia de la colonia no se había dado un caso de desobediencia tan flagrante a la autoridad de los Ancianos. Cuando las faltas pequeñas se castigaban con tal rigor, ¿qué suerte le esperaba a aquel archirrebelde? Ferrier sabía que de nada iban a servir su riqueza y su posición social. Otros tan ricos y tan bien conocidos como él habían desaparecido de pronto, pasando sus bienes a manos de la Iglesia. Era un hombre valeroso, pero temblaba pensando en las amenazas pavorosas, vagas y confusas que se le venían encima. Era capaz de hacer frente con la boca apretada a cualquier peligro conocido, pero aquella incertidumbre lo acobardaba. Sin embargo, ocultó sus temores a su hija, afectando dar poca importancia a todo el asunto, aunque Lucy, con la mirada penetrante del amor, advertía claramente la intranquilidad de su padre.
Esperaba Ferrier recibir algún mensaje o reconvención de Young a propósito de su conducta, y no se equivocaba, aunque llegó de una manera inesperada. Con gran sorpresa suya, al levantarse al día siguiente por la mañana, encontró un papelito prendido en la colcha con un alfiler, justamente encima de su pecho. En él se leía, escrito con grandes letras desmañadas, lo siguiente:
«Se te dan veintinueve días para que te corrijas, y después…».
Los puntos suspensivos inspiraban mayor miedo que cualquier amenaza. Lo que a John Ferrier produjo vivo desasosiego fue el pensar cómo pudo ser introducido aquel aviso en su habitación, porque la servidumbre dormía en una dependencia apartada de la casa y las puertas y ventanas se hallaban bien cerradas. Arrugó en su mano el papel y nada dijo a su hija, pero aquel incidente le heló el corazón. Estaba claro que los veintinueve días eran los que restaban del mes que Young le había prometido. ¿De qué servían la fortaleza y el valor contra un enemigo armado de poderes tan misteriosos? La misma mano que había prendido el alfiler habría podido atravesarle el corazón, y él no hubiera sabido nunca quién lo había matado.
Mayor aún fue su sobresalto a la mañana siguiente. Se hallaban sentados desayunando, cuando de pronto Lucy dio un grito de sorpresa y señaló hacia arriba. En el centro del techo, garabateado quizá con un palo quemado, veíase el número veintiocho. Aquello resultaba ininteligible para su hija, que no le encontró ningún sentido. Aquella noche, Ferrier permaneció levantado e hizo ronda y guardia armado de su escopeta. Nada vio ni oyó; pero por la mañana encontró pintado en la parte exterior de la puerta de la casa un gran número veintisiete.
De esa manera fueron pasando los días, y con la misma seguridad con que llegaban las mañanas descubría Ferrier que sus invisibles enemigos habían hecho su anotación marcando en algún sitio visible el número de días que aún le quedaban del mes de gracia. Unas veces, los números fatídicos aparecían en las paredes; otras, en los suelos, y de cuando en cuando, en pequeños rótulos pegados en la puerta del jardín o en la verja. A pesar de toda su vigilancia, John Ferrier no llegaba a descubrir de qué manera le llegaban aquellas advertencias. Al descubrirlas apoderábase de él un espanto que llegaba casi a ser supersticioso. Llegó a estar ojeroso y desasosegado, tomando sus ojos la expresión de azaramiento de un animal acosado. Ya no tenía en la vida sino una sola esperanza, y esta era la de que llegase el joven cazador de Nevada.
El número veinte se había hecho quince, y el quince, diez, y aún no había noticias del ausente. Uno tras otro, los números iban achicándose, y aún no había señales de aquel. Cada vez que se oía en el camino a un jinete, o cada vez que un carretero gritaba a su tiro, el anciano granjero corría a la puerta exterior pensando que al fin le llegaba el socorro. Pero cuando vio que el cinco se convertía en cuatro, y el cuatro, en tres, perdió todos los ánimos y perdió toda esperanza de salvación. Abandonado a sí mismo, y con escaso conocimiento de las montañas que rodeaban la colina, tenía la certidumbre de su impotencia. Los caminos más frecuentes hallábanse sometidos a estricta guardia y vigilancia, y nadie podía circular por ellos sin orden expresa del Consejo. Adondequiera que se volviese, no veía modo de esquivar el golpe que le amenazaba. Pero, a pesar de todo, ni un momento vaciló el anciano en su resolución de perder la vida antes de consentir en lo que él creía que era una deshonra para su hija.
Hallábase solo cierto anochecer, meditando profundamente en sus dificultades y buscando en vano una salida de las mismas. Aquella mañana había aparecido en la pared de su casa el número dos, y el día siguiente sería el postrero del plazo otorgado. ¿Qué ocurriría entonces? Toda clase de fantasías confusas y terribles poblaban su imaginación. Y su hija, ¿qué sería de ella después de la desaparición del padre? ¿No había manera de escapar de la red invisible que los envolvía? Ferrier dejó caer la cabeza sobre la mesa y sollozó al pensar en su impotencia.
¿Qué era aquello? Había oído en medio del silencio un ruido como si arañasen suavemente, muy bajito, pero con toda claridad, en el silencio de la noche. Era en la puerta de la casa. Ferrier salió al vestíbulo sin hacer el menor ruido y escuchó con gran atención. Durante unos instantes hubo una pausa y luego se repitió aquel ruido suave e insidioso. Con seguridad que alguien daba leves golpecitos en uno de los paneles de la puerta. ¿Sería algún asesino de medianoche que venía a poner en ejecución las órdenes criminales del tribunal secreto? ¿O sería algún enviado que estaba escribiendo la notificación de que había llegado el último día de gracia? John Ferrier tuvo la sensación de que era preferible la muerte inmediata a aquella expectación que le quebrantaba los nervios y le helaba el corazón. Saltó hacia adelante, corrió el cerrojo y abrió de par en par la puerta.
Todo era calma y silencio en el exterior. La noche era serena y las estrellas centelleaban brillantes en lo alto. El jardincillo frontero estaba allí ante los ojos de Ferrier, limitado por la cerca y la puerta exterior; pero ni allí ni en el camino divisábase ningún ser humano. Ferrier miró a derecha e izquierda con un suspiro de alivio, hasta que, dirigiendo por casualidad la mirada al suelo, vio con asombro, delante de sus propios pies, boca abajo en el suelo, el cuerpo de un joven con los brazos y las piernas abiertos todo lo que daban de sí.
Aquella visión lo enervó de tal manera, que tuvo que apoyarse contra la pared, llevándose la mano a la garganta para ahogar el impulso que sintió de gritar. Su primera idea fue que aquel cuerpo caído por tierra era el de algún herido o moribundo; pero mientras estaba mirándolo observó que avanzaba reptando y que se metía en el vestíbulo con la rapidez silenciosa de una serpiente. Una vez dentro de la casa, el hombre se puso en pie de un salto, cerró la puerta y descubrió ante el asombrado granjero la cara valerosa y la expresión resuelta de Jefferson Hope.
—¡Santo Dios! —jadeó John Ferrier—. ¡Qué susto me has dado! ¿Qué es lo que te obligó a venir de esa manera?
—Déme de comer —contestó el otro con voz ronca—. Llevo cuarenta y ocho horas sin tiempo para comer un bocado o tomar una sopa.
Se arrojó sobre la carne fría y el pan, restos de la cena del dueño de la casa, que aún quedaban encima de la mesa, y se los comió vorazmente. Una vez saciado, preguntó:
—¿Lo resiste bien Lucy?
—Sí. Ella no está enterada del peligro —contestó su padre.
—Perfectamente. La casa está vigilada por todas partes. Esa es la razón por la que llegué hasta ella arrastrándome por el suelo. Son gente endiabladamente lista, pero no lo bastante para apoderarse de un cazador washoe.
Una vez que se convenció de que ya contaba con un colaborador abnegado, John Ferrier se sintió otro hombre. Agarró la mano curtida del joven y la estrechó cordialmente, diciéndole:
—Eres un hombre de quien se puede estar orgulloso. No son muchos los que habrían sido capaces de venir a compartir nuestro peligro y nuestras dificultades.
—Ha dado usted en mitad del blanco, por vida mía —le contestó el joven cazador—. Siento respeto por usted; pero si se encontrase solo y metido en este asunto, lo pensaría dos veces antes de introducir mi cabeza en semejante nido de avispas. Es Lucy la que me trae aquí, y creo que antes de que ella sufra daño alguno, habrá en Utah un Hope menos.
—¿Qué es lo que debemos hacer?
—Mañana es su último día, y están perdidos como no se actúe esta misma noche. Tengo una mula y dos caballos esperándonos en la cañada del Águila. ¿De qué dinero dispone usted?
—De dos mil dólares en oro y cinco mil en billetes.
—Eso bastará. Yo cuento con otro tanto para agregar a esa suma. Tenemos que ponernos en camino para Carson City cruzando por las montañas. Lo mejor es que despierte usted a Lucy. Es una suerte que los criados no duerman en la casa.
Mientras Ferrier estuvo ausente, preparando a su hija para el viaje inmediato, Jefferson Hope recogió todos los comestibles que halló a mano, haciendo con ellos un bulto pequeño, y llenó de agua un cántaro de barro, sabiendo por experiencia que los pozos son escasos en la montaña y muy distantes unos de otros. Tuvo apenas tiempo de completar sus preparativos antes de que el granjero volviese con su hija, ya vestida y dispuesta para la marcha. Los enamorados cambiaron entre sí saludos calurosos, pero breves, porque los minutos eran preciosos y mucho lo que quedaba por hacer.
—Es preciso que nos pongamos en marcha inmediatamente —dijo Jefferson Hope, hablando en voz baja, pero resuelta, como quien tiene conciencia de la gravedad del peligro y ha templado su corazón para hacerle frente—. Las entradas de la parte de delante y de la parte de atrás se hallan vigiladas; pero, si obramos con cautela, podemos salir por la ventana lateral y avanzar a campo traviesa. Una vez en el camino, estaremos a dos millas de la cañada donde nos esperan los caballos. Pero cuando amanezca, nos encontraremos a mitad de camino, en plena montaña.
—¿Y si nos cortan el paso? —preguntó Ferrier.
Hope dio unas palmadas en la empuñadura del revólver, que sobresalía por la parte delantera de su zamarra.
—Si son demasiados para nosotros, nos llevaremos por delante a dos o tres de ellos —dijo con sonrisa siniestra.
Habían apagado todas las luces del interior de la casa, y Ferrier examinó desde la ventana envuelta en la oscuridad los campos que habían sido suyos y que iban ahora a dejar abandonados para siempre. Había venido durante mucho tiempo preparando su ánimo para el sacrificio, y el pensamiento de la honra y de la felicidad de su hija pesó más que cualquier dolor que le produjese ver deshecha su fortuna. Todo ofrecía un aspecto sosegado y tan feliz: los árboles, que susurraban, y los anchos trigales silenciosos; resultaba difícil convencerse de que a través de todo ello acechaba un ansia asesina. Sin embargo, el rostro pálido y la firmeza de expresión del joven cazador daban a entender que al acercarse a la casa había visto lo suficiente para saber a qué atenerse.
Ferrier cargó con el talego del oro y de los billetes. Jefferson Hope, con las escasas provisiones y el agua; en tanto que Lucy llevaba en un lío pequeño los objetos más valiosos. Abrieron la ventana muy despacio y con mucho tiento, esperaron hasta que una negra nube oscureció algo la noche, y entonces pasaron uno tras otro por la ventana al pequeño jardín. Con el aliento en suspenso y agachándose, avanzaron a tientas hasta cruzarlo y se colocaron al abrigo del seto, que fueron contorneando hasta llegar a un estrecho espacio abierto en un trigal. En el instante en que llegaban a este punto, el joven agarró a sus dos acompañantes y los arrastró hasta la sombra, donde permanecieron silenciosos y temblorosos.
Agradecidos podían estar a que su entrenamiento en las praderas le había dado a Jefferson el oído de un lince. Apenas él y sus amigos se habían agazapado cuando oyeron, a distancia de algunas yardas de donde ellos estaban, el hucheo melancólico de una lechuza de montaña, grito al que contestó inmediatamente y a corta distancia otro hucheo. En seguida surgió una figura vaga y borrosa del espacio abierto en el trigal hacia donde ellos se dirigían, y esa sombra lanzó otra vez el grito quejumbroso que servía de señal y que hizo que saliese de la oscuridad un segundo individuo.
—Mañana a medianoche —dijo el primero, que parecía ser el que mandaba—. Cuando el chotacabras grite tres veces.
—Perfectamente —contestó el otro—. ¿Debo decírselo al hermano Drebber?
—Pásale la orden, y que él se la pase a los demás. ¡Nueve a siete!
—¡Siete a cinco! —replicó el otro.
Y las dos sombras se alejaron en diferentes direcciones. Era evidente que las últimas palabras dichas constituían una especie de seña y contraseña. En cuanto sus pasos se apagaron a lo lejos, Jefferson Hope saltó en pie y, ayudando a sus acompañantes a pasar por el espacio libre, los condujo a través de los campos a toda velocidad, sosteniendo y casi llevando en vilo a la muchacha cuando esta parecía desfallecer.
—¡De prisa, de prisa! —jadeaba el joven de cuando en cuando—. Estamos cruzando la línea de centinelas y todo depende de nuestra velocidad. ¡De prisa!
Una vez en el camino, avanzaron rápidamente. Tan solo tropezaron con una persona, y se las compusieron para deslizarse hasta un campo, evitando así el ser reconocidos. Antes de alcanzar la población, el cazador se metió por un sendero estrecho y escarpado que conducía hacia las montañas. En medio de la oscuridad aparecieron por encima de ellos dos picachos negros y mellados; el desfiladero que cruzaba entre los picachos era la cañada del Águila, en la que los estaban esperando los caballos. Jefferson Hope, guiado por un instinto certero, fue siguiendo su camino por entre los grandes peñascos y a lo largo de lechos secos de ríos, hasta que llegó a un apartado rincón, oculto a la vista por rocas, donde los fieles animales habían quedado sujetos a estacas. Montaron en una mula a la muchacha, y al viejo Ferrier en uno de los caballos, con su talego de dinero, y Jefferson fue guiando al otro por un sendero escarpado y peligroso.
Para quien no estuviera acostumbrado a enfrentarse con la Naturaleza en sus más salvajes humores, aquel camino era desconcertante. A un lado se erguía un enorme espigón de piedra de más de mil pies de altura, negro, ceñudo y amenazador, con elevadas columnas de basalto sobre su arrugada superficie, como costillas de algún monstruo petrificado. A la otra mano, un caos salvaje de peñascales y rocalla hacía imposible todo avance. Entre lo uno y lo otro se alargaba el sendero irregular, tan angosto en algunos lugares, que se veían obligados a caminar en fila india, y tan escabroso, que solo unos jinetes entrenados podían cruzarlo. Sin embargo, a pesar de todos los peligros y dificultades, los corazones de los fugitivos latían alegremente, porque cada paso que daban aumentaba la distancia que los separaba del terrible despotismo de que venían huyendo.
Sin embargo, pronto tuvieron una prueba de que se hallaban todavía dentro de la jurisdicción de los Santos. Habían llegado a la zona más salvaje y más desolada de aquel paso, cuando la muchacha dejó escapar un grito sobresaltado y señaló con el dedo hacia arriba. Encima de una roca que dominaba el camino, destacándose como una sombra bien definida sobre el fondo del firmamento, estaba un centinela solitario. Los vio tan pronto como ellos a él, y su grito militar de «¿Quién vive?» resonó en la cañada silenciosa.
—Viajeros que marchan a Nevada —dijo Jefferson Hope, con la mano en el rifle, que colgaba de su montura.
Vieron cómo el vigilante solitario ponía el dedo en el gatillo de su fusil y los miraba desde lo alto como si no le satisficiese su contestación.
—¿Con qué permiso? —preguntó.
—Con el de los Cuatro Santos —contestó Ferrier.
Su experiencia le había enseñado que era aquella la más alta autoridad a la que podían hacer referencia.
—Nueve a siete —gritó el centinela.
—Siete a cinco —contestó Jefferson Hope rápidamente, recordando la contraseña que había oído en el jardín.
—Adelante, y que el Señor os acompañe —dijo la voz desde lo alto.
A partir de aquel puesto, el sendero se ensanchó y los caballos pudieron ponerse al trote. Al volverse a mirar hacia atrás vieron al solitario vigilante apoyado en su fusil, y comprendieron que habían dejado atrás el puesto avanzado del pueblo elegido y que tenían ante ellos la libertad.