CAPÍTULO 6

Tobías Gregson da una prueba de lo que es capaz

Los periódicos del día siguiente venían llenos de noticias de lo que ellos calificaban de El misterio de Brixton. Todos traían un largo relato del suceso, y algunos insertaban, además, artículos editoriales sobre el mismo. Encontré en ellos algunos datos que me resultaron nuevos. Tengo todavía en mi libro de recortes una abundante cantidad de fragmentos y de extractos relativos al caso. He aquí un resumen condensado de los mismos:

El Daily Telegraph hacía notar que pocas veces se había dado en la historia del crimen una tragedia de características tan extrañas. El apellido alemán de la víctima, la ausencia de todo otro móvil y la siniestra inscripción en la pared, todo, en suma, lo señalaba como obra de refugiados políticos y de revolucionarios. Las organizaciones socialistas tenían en Norteamérica muchas ramas, y el difunto había, sin duda, infringido sus leyes no escritas, siendo por ello perseguido a muerte. Después de aludir a la ligera al Vehmgericht, al acqua tofana, a los Carbonarios, a la marquesa de Brinvilliers, a la teoría darwiniana, a los principios de Malthus y a los asesinos de la carretera de Ratcliff, terminaba el artículo poniendo en guardia al Gobierno y solicitando una vigilancia más estrecha sobre los extranjeros residentes en Inglaterra.

El Standard comentaba el hecho de que esta clase de crímenes era cosa corriente bajo los gobiernos liberales. Se producían como consecuencia del desasosiego reinante en el ánimo de las masas y por el debilitamiento consiguiente de toda autoridad. El muerto era un caballero norteamericano que había residido por espacio de algunas semanas en la metrópoli. Se había hospedado en la pensión de madame Charpentier, en Torquay Terrace, Camberwell. Lo acompañaba en sus viajes su secretario particular, el señor Joseph Stangerson. Los dos se despidieron de la dueña de la casa el martes día 4 del corriente, y marcharon a la estación de Euston con el propósito manifiesto de tomar el expreso de Liverpool. Fueron vistos más tarde juntos en el andén. Nada más se sabe de los mismos hasta que, según se ha relatado, se encontró el cadáver del señor Drebber en una casa deshabitada de la carretera de Brixton, a muchas millas de distancia de Euston. Cómo fue el ir allí y de qué manera encontró la muerte son cuestiones que se hallan todavía envueltas en el misterio. Nada se sabe de las andanzas de Stangerson. Nos complace que el señor Lestrade y el señor Gregson, de Scotland Yard, hayan concentrado sus actividades en este caso, y se predice confiadamente que estos funcionarios, tan bien conocidos, harán pronto luz en el suceso.

El Daily News hacía notar que no cabía la menor duda de que se trataba de un crimen político. El despotismo y el odio a lo liberal de que se hallaban animados los gobiernos continentales habían empujado a nuestras costas una cantidad de hombres que pudieran haberse convertido en excelentes ciudadanos si no viviesen amargados por el recuerdo de todo cuanto habían sufrido. Rige entre esta clase de personas un severo código del honor, pagándose con la muerte cualquier quebrantamiento del mismo. Es preciso realizar los mayores esfuerzos para dar con el paradero del secretario, Stangerson, y para averiguar algunos detalles relativos a las costumbres del muerto. Se ha dado ya un gran paso gracias a haberse descubierto la dirección de la casa en que había estado alojado, y este éxito se debía por completo a la agudeza y a la energía del señor Gregson, de Scotland Yard.

Sherlock Holmes y yo leímos todas estas noticias juntos a la hora del desayuno, y mi compañero pareció extraordinariamente divertido con su lectura.

—Ya le dije que, ocurriese lo que ocurriese, era seguro que Lestrade y Gregson se anotarían sus buenos tantos.

—Eso depende del resultado final.

—El resultado final no tiene ninguna importancia en esto, bendito de Dios. Si se atrapa al hombre, eso habrá ocurrido gracias a sus esfuerzos; si se nos escapa, eso habrá ocurrido a pesar de todos sus esfuerzos. Si sale cara, gano yo, y si sale cruz, pierde usted. Hagan lo que hagan, tendrán partidarios. Un sot trouve toujours un plus sot qui l’admire.

—¿Qué diablos es eso? —exclamé, porque en ese mismo instante nos llegó desde el vestíbulo y desde las escaleras el ruido precipitado de muchos pasos, acompañado de expresiones ruidosas de disgusto por parte de nuestra patrona.

—Es la división de Baker Street del cuerpo de detectives de la Policía —dijo muy serio mi compañero.

Aún no había acabado de hablar cuando se precipitaron en nuestro cuarto media docena de muchachos vagabundos, de los más desaseados y harapientos que hasta entonces habían visto mis ojos.

—¡Atención! —gritó Holmes con voz aguda, y los seis sucios pilluelos formaron en línea, como otras tantas estatuillas indecorosas—. En adelante me enviaréis a Wiggins solo para que venga a informarme de lo que haya, y los demás tendréis que quedaros en la calle. ¿Lo habéis averiguado ya, Wiggins?

—No, señor; todavía no —contestó uno de los muchachos.

—Tampoco me lo esperaba. Seguid con la tarea hasta que lo averigüéis. He aquí vuestro jornal —Holmes dio a cada uno un chelín—. Y ahora, largo de aquí, y ya veremos si la próxima vez me traéis mejores noticias.

Los despidió con un movimiento de la mano, y echaron a correr escaleras abajo como ratas; un instante después oíamos sus voces chillonas en la calle.

—De cualquiera de estos pequeños mendigos se puede conseguir una suma de trabajo superior al que rinde una docena de hombres de las fuerzas de Policía —hizo notar Holmes—. La sola presencia de una persona con aspecto de funcionario basta para sellar la boca a cualquiera. Sin embargo, estos mozalbetes se meten por todas partes y lo escuchan todo. Son como linces; lo único que les hace falta es tener organización.

—¿Y los va a emplear usted en este caso de la carretera de Brixton? —le pregunté.

—Sí; hay un detalle que deseo conocer. Es simplemente cuestión de tiempo. ¡Hola! ¡Ahora sí que nos vamos a enterar de ciertas cosas que supondrán un castigo! Por ahí viene Gregson, con una expresión beatífica retratada en todos los rasgos de su cara. Me consta que viene a visitarnos. ¡Sí, ya se detiene! ¡Ahí está!

Resonó un violento campanillazo, y pocos segundos después el detective de cabellos rubios subía por las escaleras, saltándolas de tres en tres escalones, hasta que irrumpió en nuestro cuarto de estar.

—¡Felicíteme, querido compañero! —exclamó dando apretones a la mano insensible de Holmes—. He dejado todo el asunto tan claro como la luz del día.

El expresivo rostro de mi compañero pareció cubrirse con un velo de ansiedad, y preguntó:

—¿De modo que ya está usted en la verdadera pista?

—¡En la verdadera pista! ¡Pero, señor mío, si ya tenemos a nuestro hombre bajo candado y cerradura!

—¿Y cómo se llama?

—Arthur Charpentier, subteniente de las fuerzas navales de Su Majestad —exclamó Gregson, frotándose con gran prosopopeya sus manos regordetas y enarcando el pecho.

Sherlock Holmes dejó escapar un suspiro de alivio y se relajó con una sonrisa.

—Tome asiento y pruebe uno de estos cigarros —dijo—. Estamos impacientes por saber cómo se las ha arreglado usted. ¿Quiere tomar un whisky con agua?

—No tengo inconveniente —contestó el detective—. Los tremendos esfuerzos por los que he pasado en los últimos dos días me han dejado exhausto. No se trata, como comprenderán ustedes, de los esfuerzos físicos tanto como de la tensión cerebral. Usted, señor Holmes, se dará cuenta de ello, porque tanto usted como yo trabajamos con el cerebro.

—Me honra usted mucho —contestó Holmes con gran seriedad—. Y ahora, oigamos de qué manera llegó usted a tan satisfactorio resultado.

El detective tomó asiento en el sillón y empezó a dar caladas, complacido, a su cigarro. De pronto, y en el paroxismo del placer, se dio una palmada en el muslo, exclamando:

—Lo más divertido del caso es que ese tonto de Lestrade, que se cree tan listo, se ha lanzado por una pista completamente equivocada. Anda a la búsqueda del secretario Stangerson, que tiene tanta relación con el crimen como un niño que no ha nacido todavía. No me cabe duda de que ya le habrá echado el guante.

Esa idea cosquilleó de tal manera a Gregson, que rompió a reír hasta que casi se ahogaba.

—¿Y cómo se las arregló usted para acertar con la clave?

—Escuche, se lo voy a contar todo. Claro está, doctor Watson, que esto ha de quedar estrictamente entre nosotros. La primera dificultad con que tuvimos que luchar fue la de descubrir sus antecedentes en Norteamérica. Yo bien sé que hay personas que habrían esperado a que les llegase contestación a sus anuncios o a que los interesados se presentasen a proporcionar voluntariamente información. Esa no es la manera de trabajar que tiene Tobías Gregson. ¿Recuerda usted el sombrero que encontramos junto al cadáver?

—Sí —dijo Holmes—. Era de John Underwood e hijos, Camberwell Road, 129.

Gregson pareció de pronto alicaído, y dijo:

—No creía que se hubiese fijado usted en ello. ¿Estuvo en esa dirección?

—No.

—¡Ah! —exclamó Gregson con voz de alivio—. Nunca hay que desdeñar las posibilidades, por pequeñas que parezcan.

—Nada es pequeño para una inteligencia grande —sentenció Holmes.

—Pues bien: me presenté en la casa Underwood y pregunté a este señor si había vendido un sombrero de tal medida y de tales características. Revisó todos sus libros y dio en el acto con él. Había enviado el sombrero a un tal señor Drebber, que se alojaba en la pensión Charpentier, en Torquay Terrace. Así conseguí la dirección del muerto.

—¡Ingenioso, sumamente ingenioso! —murmuró Sherlock Holmes.

—Acto seguido fui a visitar a madame Charpentier —prosiguió el detective—. La hallé muy pálida y afligida. Se hallaba presente también su hija, muchacha de una belleza extraordinaria; además, tenía los ojos enrojecidos y le temblaban los labios mientras yo le hablaba. No se me escapó ese detalle. Empecé a pensar que había gato encerrado. Usted, señor Holmes, conoce ya esa sensación que uno experimenta cuando se ha dado con la pista exacta: es como un estremecimiento nervioso. «¿Se ha enterado usted de la muerte misteriosa del señor Enoch J. Drebber, de Cleveland, al que ha tenido en su pensión últimamente?», le pregunté. La madre asintió con la cabeza. Parecía incapaz de pronunciar una palabra. La hija rompió a llorar. Yo tuve más que nunca la sensación de que aquella gente sabía algo del asunto. «¿A qué hora salió el señor Drebber de su casa para ir a tomar el tren?», le pregunté. «A las ocho —contestó, tragando saliva para dominar su excitación—. Su secretario, el señor Stangerson, dijo que había dos trenes, uno a las nueve y cuarto y otro a las once. Iba a tomar el primero». «¿Y fue esa la última vez que usted lo vio?». Al hacerle yo esta pregunta se operó en el rostro de la mujer un cambio espantoso. Se puso completamente lívida. Tardó algunos segundos en poder pronunciar una sola palabra: «Sí». Y cuando la pronunció lo hizo con voz ronca y forzada. Reinó por un instante el silencio, hasta que la hija habló con voz tranquila y clara, y dijo: «Madre, de la mentira nunca puede salir nada bueno. Seamos sinceras con este caballero. Nosotras volvimos a ver al señor Drebber». «¡Que Dios te perdone! —exclamó madame Charpentier, alzando las manos y cayendo de espaldas en su silla—. Acabas de asesinar a tu hermano». «Arthur prefiere que digamos la verdad», contestó con firmeza la muchacha. «Lo mejor que ustedes pueden hacer es contármelo todo —les dije—. Las confidencias a medias son peores que el silencio. Además, ustedes no saben de qué cosas estamos nosotros enterados». «¡Caigan las consecuencias sobre tu cabeza, Alicia! —exclamó la madre y, volviéndose hacia mí, agregó—: Se lo contaré todo, señor. No crea que mi emoción al pensar en mi hijo se deba a que yo tema en modo alguno que él haya podido tener una participación en este terrible suceso. Mi hijo es por completo inocente. Sin embargo, mi angustia procede de que a los ojos de usted y a los ojos de los demás pueda parecer comprometido, cosa que es, sin la menor duda, imposible. Ni por la nobleza de su manera de ser, ni por su profesión, ni por sus antecedentes, ha podido intervenir en el suceso». «Lo mejor que usted puede hacer es confiarme todos los hechos —le contesté—. Tenga la seguridad de que, si su hijo es inocente, nada perderá con ello». «Alicia, quizá sea mejor que nos dejes a solas», dijo ella, y su hija se retiró. Acto seguido, prosiguió la madre: «Pues bien, señor: mi propósito no era informaros de todo esto; pero, ya que mi pobre hija lo ha revelado, no me queda otra alternativa. Una vez decidida a hablar, se lo contaré todo, sin omitir ningún detalle». «Es lo mejor que usted puede hacer», le dije. «El señor Drebber ha permanecido en nuestra casa cerca de tres semanas. Él y su secretario, el señor Stangerson, viajaron por el continente. En sus baúles pude ver una etiqueta de “Copenhague”, lo que demostraba que la última ciudad en la que se habían detenido había sido esa. Stangerson era hombre tranquilo y reservado; pero lamento tener que decir que su jefe era muy distinto: de costumbres vulgares y de maneras rudas. La noche misma de su llegada se emborrachó de muy mala manera, y puede decirse que era raro verlo sobrio después de las doce de cualquier día. Trataba a las doncellas con una libertad y con una familiaridad por demás desagradables. Y lo peor fue que adoptó muy pronto igual actitud hacia mi hija, Alicia, y más de una vez le dirigió la palabra en forma que ella, afortunadamente, es demasiado inocente para comprender. En una ocasión llegó hasta abrazarla por la fuerza, insolencia que obligó a su propio secretario a echarle en cara su conducta cobarde». «¿Y por qué aguantaron ustedes todo esto? —le pregunté—. ¿Es que no pueden desembarazarse de sus inquilinos cuando bien les parece?». La señora Charpentier se ruborizó al oír mi oportuna pregunta, y dijo: «¡Ojalá lo hubiese despedido el día mismo en que llegó! Pero la tentación era muy viva, porque me pagaban cada uno una libra diariamente, es decir, catorce libras semanales, y nos encontramos en temporada baja. Soy viuda, y me ha costado mucho dinero la carrera de mi hijo en la Marina. Me dolía perder ese dinero. Obré como mejor me pareció. Pero esto último que hizo era excesivo y, por ello, le comuniqué que debía marcharse. Por eso se marchó». «¿Y qué más?». «Me sentí aliviada cuando le vi marchar. Precisamente en estos momentos, mi hijo se encontraba con permiso; pero no le dije nada de todo lo ocurrido, porque es de carácter violento y quiere con pasión a su hermana. Cuando se marcharon y cerré la puerta sentí como si me hubiesen quitado un peso del alma. Pero, ¡ay!, aún no había pasado una hora cuando sonó la campanilla de la puerta y vi que el señor Drebber había vuelto. Estaba muy excitado y, con toda evidencia, bebido. Se metió en la habitación en que estaba yo sentada con mi hija e hizo algunas observaciones incoherentes sobre que había perdido el tren. Se dirigió a Alicia y, en mi propia presencia, le propuso que se fugase con él, diciéndole: "Eres ya mayor de edad y no hay ley alguna que te lo impida. Tengo dinero suficiente y de sobra. No te importe nada por la vieja, y vente conmigo ahora mismo. Vivirás como una princesa". La pobre Alicia estaba tan asustada, que se apartó de él, y entonces la agarró por la muñeca y trató de arrastrarla hacia la puerta. Yo grité, y en ese instante entró mi hijo Arthur en la habitación. No sé lo que entonces ocurrió. Oí juramentos y los ruidos confusos de una riña. Estaba demasiado aterrada para levantar la cabeza. Cuando alcé la vista, Arthur estaba en el umbral de la puerta con una garrota en la mano y riéndose. "No creo que este buen señor vuelva a molestarnos —dijo—. Voy tras él para ver qué es lo que hace". Dicho lo cual, cogió el sombrero y marchó calle adelante. A la mañana siguiente nos enteramos de la muerte misteriosa del señor Drebber». Tal fue el relato que salió de labios de la señora Charpentier, entre muchos jadeos y pausas. Hablaba a veces tan bajo, que apenas si podía captar sus palabras. Sin embargo, tomé unas cuantas notas en taquigrafía de todo lo que había dicho para que no hubiese posibilidad de equivocación.

—Es realmente emocionante —comentó Sherlock Holmes bostezando—. ¿Y qué ocurrió después?

—Cuando la señora Charpentier acabó de hablar —prosiguió el detective— me di cuenta de que todo el caso estaba pendiente de un solo punto. Clavándole la mirada de un modo que siempre me ha dado resultado con las mujeres, le pregunté a qué hora había regresado su hijo. «No lo sé», me contestó. «¿Que no lo sabe usted?». «No, porque tiene llave y entra sin llamar». «¿Fue después de que ustedes se acostaran?». «Sí». «¿Y a qué hora lo hicieron?». «A eso de las once». «¿De modo que su hijo faltó por lo menos dos horas?». «Sí». «¿Y quizá cuatro o cinco?». «Sí». «¿Y qué estuvo haciendo en todo ese tiempo?». «Lo ignoro», me contestó, y perdió hasta el color de los labios. Después de esto no quedaba por hacer más que una cosa. Averigüé dónde estaba el teniente Charpentier, me hice acompañar de dos agentes y lo detuve. Cuando le di un golpecito en el hombro invitándole a que nos acompañase, tranquilamente nos contestó con la mayor imperturbabilidad: «Supongo que me detienen en relación con la muerte de ese canalla de Drebber». Nosotros no le habíamos dicho una sola palabra del asunto, por lo que esa alusión al mismo resultaba por demás sospechosa.

—Muchísimo —dijo Holmes.

—Aún llevaba la pesada garrota con la que, según explicó su madre, había salido en pos de Drebber. Era una gruesa tranca de roble.

—¿Y cuál es, según eso, la hipótesis de usted?

—La de que siguió a Drebber hasta la carretera de Brixton. Una vez allí, se enzarzaron otra vez en un altercado, y Drebber recibió en el curso de este un garrotazo, quizá en la boca del estómago, que lo mató sin dejar señal del golpe. La noche era tan lluviosa, que no andaba nadie por allí, y entonces Charpentier arrastró el cadáver de su víctima hasta el interior de la casa deshabitada. La vela, la sangre, la inscripción en la pared y el anillo bien pudieran ser otros tantos ardides para lanzar a la Policía por una pista falsa.

—¡Magnífico trabajo! —dijo Holmes con voz alentadora—. La verdad sea dicha, Gregson: progresa usted. Todavía llegaremos a hacer de usted algo importante.

—Me envanezco de haber llevado la cosa limpiamente —contestó el detective con orgullo—. El joven hizo voluntariamente la declaración de que, cuando llevaba un rato siguiendo a Drebber, este se dio cuenta de ello y tomó un coche para huir de él. Cuando regresaba a casa, tropezó con un antiguo camarada de a bordo y dieron un gran paseo. Al preguntarle que dónde vivía ese antiguo camarada de a bordo, no supo dar una contestación satisfactoria. Creo que todo encaja perfectamente. Lo que a mí me divierte es pensar en Lestrade, que salió tras una pista falsa. Me temo que no vaya lejos; pero ¡por Júpiter!, que aquí tenemos a nuestro hombre.

En efecto, era Lestrade, quien, mientras hablábamos, había subido por las escaleras y entraba ahora en la habitación. Sin embargo, no se observaban ahora en él la viveza y el garbo que constituían, por lo general, un rasgo distintivo en sus maneras y en su vestir. En su cara advertíanse la turbación y el desconcierto, y traía las ropas desarregladas y sucias. Parecía evidente que venía con el propósito de consultar con Sherlock Holmes, porque la presencia de su colega lo llenó de embarazo y cortedad. Se quedó en pie en el centro de la habitación, manoseando nerviosamente el sombrero y sin saber qué hacer. Por último, dijo:

—Este caso es de lo más extraordinario. Sí, es un asunto de lo más incomprensible.

—¿De modo, señor Lestrade, que se ha convencido de ello? —exclamó Gregson con acento de triunfo—. Ya pensaba yo que llegaría usted a esa conclusión. ¿Consiguió dar con el paradero del señor Joseph Stangerson, el secretario?

—El secretario, señor Joseph Stangerson —contestó con mucha gravedad Lestrade—, fue asesinado esta mañana, a eso de las seis, en el hotel Halliday’s Prívate.