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Konráð dejó el coche junto a la residencia. Había estado llamando a varias instituciones parecidas en el área capitalina hasta averiguar en cuál se encontraba Hólmbert. No tenían a ningún otro anciano de aquella edad tan avanzada con ese nombre. Konráð explicó que era un conocido de fuera de Reikiavik que quería visitarlo y habló un momento con una mujer que trabajaba en la residencia. Ella conocía un poco a Hólmbert, era bastante parlanchina y le contó que estaba cada vez peor, que había decaído, sobre todo en las últimas semanas, así que se podía decir que estaba ya en otro planeta y, de hecho, necesitaba cuidados continuos, pues no se valía por sí mismo. Lo tenían bien atendido. La mujer animó a Konráð a visitar a Hólmbert, las visitas así eran siempre bien recibidas a pesar de que, evidentemente, el enfermo quizá no se percatara de ellas. En la mayoría de los casos, sus parientes apreciaban, no obstante, un gesto así. Konráð preguntó si Hólmbert recibía muchas visitas, pero la mujer le dijo que la mayoría de sus amigos ya estaban muertos y que su familia no era muy numerosa.

Konráð entró en el vestíbulo de la residencia y en el mostrador de información le hicieron saber que Hólmbert se encontraba en la cuarta planta. El ambiente allí era similar al de la residencia donde se encontraba Vigga. Los empleados andaban ajetreados mientras los enfermos caminaban lentamente, unos sin ayuda y otros con andadores, unos vestidos y otros en bata. En las habitaciones unos enfermos dormían mientras que otros leían o escuchaban la radio y miraban a Konráð cuando este pasaba por delante.

Hólmbert no estaba en su habitación y cuando Konráð preguntó por él, le informaron de que se encontraba en la sala de estar. Lo llevaban allí por las mañanas en silla de ruedas y él se entretenía viendo lo primero que pusieran en la televisión. Konráð preguntó si dependía de la silla de ruedas y le explicaron que ahora ya prácticamente casi siempre. También quiso saber si pudo haber salido del hospital recientemente y le confirmaron que llevaba al menos dos meses sin hacerlo.

—Me temo que su enfermedad se encuentra en un estadio muy avanzado, pobre —se compadeció la enfermera.

Konráð encontró por fin a Hólmbert en la sala de estar, donde este seguía con atención los dibujos animados de la pantalla sentado en su silla de ruedas. La imagen no tenía sonido, por lo que Hólmbert se limitaba a mirar los dibujos y parecía divertirse con ello. Llevaba unas alpargatas y un grueso batín a cuadros azules que dejaba asomar sus piernas, cadavéricas y raquíticas. Le quedaban algunos mechones de pelo descolorido en la cabeza y en su rostro despuntaba una barba de varios días. Sus ojos pequeños habían perdido el color, como su pelo; sus mejillas estaban chupadas y sus labios, invisibles, rodeaban una boca arrugada y fruncida. Ni siquiera miró a Konráð cuando se sentó junto a él en una silla.

—¿Hólmbert? —dijo Konráð.

El hombre no le respondió y continuó mirando el televisor sin inmutarse.

—¿Hólmbert? —repitió.

Hólmbert seguía sin mirarlo, con los ojos clavados en la televisión.

Konráð solo conocía por encima la enfermedad de alzhéimer, aunque se informó cuanto pudo sobre ella en Internet. Sabía que se trataba de un trastorno cerebral que afectaba primero a la memoria a corto plazo y más adelante a la de largo plazo. La enfermedad evolucionaba con el tiempo hacia pérdidas de capacidad cognitiva, era incurable, aunque existían nuevos fármacos que mitigaban su intensidad, y podía causar la muerte del paciente en menos de una década. Poco a poco, el trastorno hacía que el paciente quedara desvalido y terminara perdiendo el habla. En especial, la enfermedad afectaba moralmente a los familiares, que debían ver cómo un ser querido, sano y fuerte, caía en las garras de un deterioro psíquico y físico.

—Me gustaría saber si podría preguntarte sobre un antiguo caso que se remonta a los años de la guerra —dijo Konráð—. De hecho, guarda relación con dos chicas. Una de ellas se llamaba Rósamunda. La otra, Hrund. ¿Recuerdas esos nombres?

Hólmbert no reaccionó. Continuó viendo la televisión como si se encontrara a solas en la habitación.

—¿Hólmbert? ¿Te acuerdas de Rósamunda? ¿Te acuerdas de una joven llamada Rósamunda que trabajaba en un taller de costura?

Los dibujos animados terminaron y comenzaron otros. Konráð vio que un hombre caminaba deprisa por el pasillo en dirección a la sala de estar. Estimó que tendría más de cincuenta años. Llevaba un traje oscuro, era delgado y atractivo. Konráð lo observó mientras se acercaba y pensó que entraría en alguna habitación pero, en su lugar, entró precipitadamente en la sala de estar y le preguntó con cierta brusquedad quién era él.

—Abajo me dijeron que mi padre tenía una visita, ¿quién eres?

—Me llamo Konráð. —Se levantó con la mano extendida para saludar al hombre. Se dieron un breve apretón de manos.

—¿Y con qué motivo visitas a mi padre? ¿De qué lo conoces?

—A decir verdad no lo conozco —respondió Konráð—. ¿Eres…?

—Soy su hijo. Me llamo Benjamín. Entonces, ¿qué haces aquí si no lo conoces?

—Quería saber si había recibido recientemente la visita de un hombre llamado Thorson. También puede que utilizara el nombre de Stefán Þórðarson.

—¿Thorson? ¿Stefán?

—Sí, aunque, por lo que veo, tu padre no podrá servirme de mucha ayuda. Te doy mis condolencias. Es una enfermedad muy dura.

—Gracias. Lo es.

—¿Sabes si el hombre del que te hablo, Thorson, vino a visitarlo?

—¿Thorson? No, no tengo conocimiento de ello. Puede ser que lo hiciera sin que yo lo supiera. Mi padre contaba con muchos amigos y no los conozco a todos.

—No, claro. Estoy examinando un antiguo caso judicial de la época de la Segunda Guerra Mundial y pensé que quizás él podría darme alguna información al respecto. Aunque, seguramente, es imposible.

—Ya no tiene sentido preguntarle nada. No sirve de nada hablar con él.

—¿Puedo preguntarte si conoces el caso?

—¿De la Segunda Guerra Mundial?

—Sí —contestó Konráð—. Una chica que fue asesinada, se llamaba Rósamunda.

—En mi familia conocemos el caso —admitió Benjamín—. Pero no llego a entender en qué te atañe a ti.

—Yo trabajaba para la Policía Judicial, pero ahora estoy retirado. Me pidieron que reuniera información sobre Thorson, o Stefán. Seguramente habrás visto noticias sobre él en los medios de comunicación, lo hallaron muerto en su domicilio y se baraja la posibilidad de que alguien lo asfixiara.

Benjamín asintió con la cabeza.

—Lo he visto en las noticias.

—Sé que Thorson habló con tu tío, Magnús, el que vive en Borgarnes. Lo que salió a la luz en su conversación hizo que, probablemente, Thorson viniera a encontrarse con tu padre no hace mucho. Tengo la firme sospecha de que Thorson vino aquí, a la residencia, para verse con él.

—No tengo conocimiento de ello.

—¿Y tú?

—¿Qué ocurre conmigo?

—¿Te encontraste con Thorson?

—No.

—¿Estás seguro?

—¿Que si estoy seguro? ¿Es que tienes algún motivo para cuestionar lo que digo? —Konráð se encogió de hombros—. ¿Por orden de quién estás aquí realmente?

—Estoy colaborando con la policía, ya te lo he dicho. Puedes llamar a la jefa de guardia de la Policía Judicial. Se llama Marta y te lo puede confirmar.

—Si quieres puedes probar a preguntar a los empleados sobre ese Thorson —recomendó Benjamín—. Posiblemente se acuerden de él. Yo no lo vi. Por otra parte, hace décadas que Magnús no se pone en contacto con mi padre y no sé hasta qué punto te puede resultar una fuente fiable. Rompieron del todo sus relaciones y no me costaría creer que Magnús quisiera desacreditar a mi padre.

—¿Quieres decir que Magnús cuenta mentiras sobre Hólmbert?

—Lo último que pretendo hacer es hablar de nuestros asuntos familiares con un absoluto desconocido —afirmó Benjamín—. Y, si no te importa, me gustaría sentarme tranquilamente junto a mi padre.

—Desde luego —se excusó Konráð—, y perdona las molestias. Solo una cosa más: has reconocido enseguida el caso de Rósamunda, ¿puedo preguntarte por qué?

—Si te lo cuento, ¿nos dejarás tranquilos?

—Por supuesto.

—Nuestros parientes más cercanos sí conocieron la suerte que corrió Rósamunda, pero no así muchos de los que no pertenecían a la familia —explicó Benjamín sin intentar disimular su impaciencia—. La policía dio enseguida con el hombre que la asesinó. Se llamaba Jónatan y era un amigo de la familia. La noticia nos afectó sobremanera, como te podrás imaginar. Jónatan murió en manos de la policía, en un momento dado se les escapó y lo atropelló un coche. Fue algo trágico, tanto el hecho de que le hubiera causado la muerte a la chica, evidentemente, como lo que le ocurrió a él. Mi abuelo, que era diputado y tenía bastante influencia, movió las piezas necesarias para que no se difundiera la noticia. Habló personalmente con los padres de la muchacha y les explicó los inconvenientes que podría causar aquella desgracia. No sabemos cómo dieron con aquel desgraciado. Mi abuelo se encargó de asegurarse de que no existiera ningún motivo por el que nuestra familia se viera metida en un escándalo.

Konráð escuchó con atención sus palabras sobre Jónatan y aquel silenciamiento, y entendió por qué motivo era imposible encontrar cualquier cosa relacionada con el caso en los documentos policiales. La policía debía haber estado muy segura de su acusación ya que aceptó que el crimen de Rósamunda quedara resuelto de aquella manera. O bien el diputado mostró la suficiente autoridad como para que el tema se cerrara con discreción.

—Creo que el tal Thorson del que te hablo —dijo Konráð— recibió alguna información nueva sobre tu padre. Él se encargó de la investigación en su día, trabajaba aquí, en la Policía Militar, y no se lo pudo quitar jamás de la cabeza porque tal vez le parecía que nunca había quedado cerrado del todo. ¿Conoces la historia de una chica llamada Hrund que vivía en Öxarfjörður?

En ese instante, escucharon un sonido procedente del anciano y miraron hacia él.

—¿… ósamu…?

Ambos miraron fijamente a Hólmbert. Continuaba contemplando los dibujos animados, pero era evidente que intentaba decir algo. Estaba inmerso en su propio mundo, no se había dado cuenta de la presencia de su hijo y todavía sabía menos de la existencia de Konráð.

—¿… ós… am… un? —oyeron que susurraba con voz ronca hacia el televisor.

—Papá, soy yo, tu hijo, Benjamín.

Hólmbert no se inmutó y continuó con la mirada fija en la televisión.

—¿Hólmbert? —preguntó Konráð—. ¿Me oyes?

El anciano seguía sentado sin moverse, como si los dos hombres de la habitación no tuvieran nada que ver con él.

—¿Qué intentaba decir? —preguntó Konráð.

—No lo sé. Deberías marcharte.

—¿No te ha parecido que decía…?

—Podría ser cualquier cosa —le interrumpió Benjamín. Se le había agotado la paciencia—. ¿Puedo pedirte que lo dejes en paz? Es… te rogaría que nos dejaras solos.

Se situó junto a la puerta de la sala de estar.

—Si fueras tan amable de salir.

Konráð decidió ceder.

—Faltaría más, perdona las molestias, no quería incordiaros —dijo mientras salía hacia el pasillo y escuchaba el portazo a sus espaldas.

Ya fuera de la residencia sacó su móvil y llamó a Marta.

—¿Qué ocurre ahora? —quiso saber esta.

—¿No tenías unas grabaciones de las cámaras de seguridad cercanas a la casa del viejo Stefán?

—Sí, tengo las grabaciones, pero no valen para nada.

—¿Por qué?

—Porque no sabemos qué estamos buscando. Solo hay gente que viene y va y que no sé quién es.

—Déjame echarles un vistazo.

—¿Qué has descubierto?

—No lo tengo claro, pero necesitaría verlas. Al menos sé lo que estoy buscando.

—Entonces date prisa en venir —pidió Marta—. Me quiero ir a casa.