Thorson recorría el camino a paso lento, pasando ante tumbas con cruces y lápidas, algunas medio hundidas en la tierra o bien torcidas o desgastadas por las inclemencias del tiempo. Estaban cubiertas de musgo y pertenecían a sepulturas tan antiguas que sus inscripciones, ya borrosas, apenas se podían leer. Las fechas se remontaban a comienzos del siglo anterior, a tiempos remotos. Thorson las miró y le pareció que había sobrevivido a la mayoría. Algunas eran de los tiempos de la guerra. Desde su regreso a Islandia, solía visitar con frecuencia el cementerio recorriendo en innumerables ocasiones aquel mismo camino hacia aquella sepultura. Antes caminaba más ligero, ahora le costaba más recorrerlo. Los años pasaban, cada uno similar al anterior, ya que en Islandia había encontrado la paz y el sosiego que tanto ansiara una vez terminada la guerra. Lo único que le sorprendía era su longevidad. Thorson se detuvo junto a la tumba. Se encontraba mejor que en otras ocasiones, como si por fin tuviera buenas noticias que comunicar, aunque supiera que llegaban ya con demasiado retraso.
A pesar de todo el tiempo transcurrido desde el suceso, Thorson nunca logró olvidarse de Jónatan y Rósamunda. Un día, mientras hojeaba los periódicos sentado a la mesa de la cocina, sus ojos dieron con un obituario dedicado a una mujer de la que se decía que estuvo empleada varios años en el taller de costura donde Rósamunda trabajaba cuando murió. Reconoció el nombre y recordó su cara al ver la fotografía que acompañaba el artículo. Decidió asistir al entierro. Se trataba de la amiga de Rósamunda. Flóvent y él habían ido a su casa y fue ella quien les habló de la violación. Thorson era consciente de que no quedaban muchas personas con vida que recordaran los hechos relacionados con el asesinato de Rósamunda, y su número se reducía con rapidez. Él mismo era ya muy mayor y sabía que pronto no quedaría nadie que conociera o se interesara por la aciaga suerte de la muchacha.
Cuando Thorson llegó a la iglesia esta estaba repleta de gente. Tomó asiento en los bancos del fondo. Después de que el sacerdote impartiera la misa desafinando y un coro mixto cantara himnos fúnebres, se ofreció un banquete mortuorio en la casa parroquial de la iglesia. Thorson se encontró allí con un viejo conocido del gremio de ingenieros. Habían trabajado juntos en la construcción de un puente en los arenales situados al este de Vík í Mýrdal cuando se cortó la carretera circular en 1974. Mencionaron a la difunta, que trabajó en el gabinete del ingeniero, y Thorson le explicó que la conocía de una época anterior, cuando aprendía el oficio en un taller de costura relacionado con la antigua investigación de un homicidio. El ingeniero se moría de curiosidad y Thorson le contó por encima el caso de Rósamunda y resultó que el ingeniero conocía a una mujer llamada Geirlaug que era buena amiga de la hija de la modista dueña del taller. El ingeniero no recordaba su nombre.
—Vaya —dijo Thorson—, ¿así que tenía hijos?
—Una hija única, creo —informó el ingeniero—. ¿No hubo algo turbio en torno a aquel caso del Teatro Nacional? Geirlaug lo mencionó alguna vez.
—¿Turbio en qué sentido?
—No lo recuerdo bien.
—¿Algo que tuviera que ver con la modista?
—Sí, seguramente.
—Entonces, ¿Geirlaug llegó a hablar con ella de ese tema? —preguntó Thorson.
—Sí, o con su hija, creo.
Unos días más tarde, Thorson resolvió ponerse en contacto con Geirlaug para que le facilitara el nombre de la hija de la dueña del taller. Sin mayor problema la halló y esta le contó que la hija se llamaba Petra. A Thorson le entraron algunas dudas sobre si debía contactar con ella. Finalmente dio el paso y Petra lo recibió cordialmente, lo invitó a su casa y allí le relató lo que ni él ni Flóvent nunca llegaron a averiguar: que Rósamunda se negaba a llevar encargos al domicilio de Reikiavik de un diputado que más tarde habría tenido un papel fundamental, junto a su hijo Hólmbert, a la hora de implicar a Jónatan en el asesinato y conseguir que Flóvent suspendiera la investigación.
El caso de Rósamunda llevaba acompañando a Thorson desde que este se despidiera de Flóvent, un día de lluvia a la orilla del puerto de Reikiavik. Lo siguió durante toda la guerra y también durante los primeros años de la posguerra, cuando él, finalizada la contienda, ya no pertenecía al ejército y estaba de vuelta en casa, en Canadá, donde vivió por un tiempo y terminó sus estudios de ingeniería. Thorson cumplió su sueño de construir puentes y, cuando falleció su padre tras un breve período ingresado en el hospital, decidió probar suerte y envió solicitudes de trabajo a Islandia. Le ofrecieron un puesto como ingeniero y volvió al país con el plan inicial de quedarse allí unos años y tratar de encontrar la paz interior tras los tiempos de guerra. Su madre había notado algunos cambios en él desde su regreso tras participar en los conflictos en Europa. Percibía en él tristeza, ansiedad y tensión, algo que no era normal en su hijo. Thorson nunca hablaba mucho sobre su participación en las batallas, decía que no era nada de lo que vanagloriarse. No obstante, le otorgaron una medalla del ejército canadiense en honor a su valentía, aunque él decía no ser ningún héroe y que los compañeros caídos y que tanto echaba de menos eran, mucho más que él, los auténticos héroes.
—¿Qué vas a hacer en Islandia? —le preguntó su madre que, más que otra cosa, intentaba disuadirlo de su viaje.
—Me encuentro bien allí —contestó Thorson.
—¿Crees que volverás aquí algún día?
—Supongo. Ahora siento que tengo la necesidad de volver allí. Encontrar de nuevo aquella calma. Apartado del mundo. Creo que me podría ir bien.
—¿Seguro que no te lo quieres pensar mejor? —miraba con pena a su hijo mientras este se hacía la maleta.
—Creo que no —respondió Thorson—. He recordado mucho a Islandia desde que me fui y me gustaría ver el país de nuevo.
—¿Es esa chica de la que me hablaste? ¿Crees que tienes que hacer algo más por el caso? ¿Por eso quieres marcharte?
Thorson le había contado a su madre el caso de Rósamunda una tarde en la que se encontraba desmoralizado y quería apartar su mente de la guerra. Desde su marcha de Islandia se acordaba a menudo de los años en Reikiavik, cuando trabajaba para la Policía Militar y colaboraba con Flóvent. Recordaba el final inconcluso de su última investigación y se devanaba los sesos pensando en su desenlace y en si podrían haber actuado de otro modo. Nunca pudo quitarse del todo ese pensamiento de la cabeza porque se culpaba a sí mismo de lo sucedido. Debería haber vigilado mejor a Jónatan. Debería haberse percatado de la situación en que el muchacho se encontraba y haber reaccionado en consecuencia. Sabía que Flóvent se sentía aún peor que él. Sobraban las palabras al respecto.
Dos días después de la trágica muerte de Jónatan, los antiguos compañeros de pesquisas se encontraron en la orilla del puerto de Reikiavik. Thorson se disponía a abandonar el país. Flóvent quería despedirse de él. Le contó con todo detalle la visita al diputado y le dijo que, probablemente, la investigación del caso ya no proseguiría. Thorson tenía poco que añadir. Vio lo afligido que se encontraba Flóvent y comprendió lo poco que le importaba a su amigo que no lo fueran a penalizar por haber cometido un error en su trabajo. El diputado se había encargado de asegurar a las autoridades policiales que no habría repercusiones por parte de la familia de Jónatan con relación a lo sucedido.
Los dos amigos se dieron la mano bajo un gélido torrente de lluvia islandesa y prometieron volver a encontrarse tras el fin de la guerra. Apenas podían oírse. El puerto estaba pletórico de actividad, junto a ellos pasaban filas de militares y sus palabras quedaron ahogadas entre gritos, estruendos y los pasos de los soldados con sus armas.
—No —respondió Thorson a su madre mientras cerraba la maleta—. Tengo que ir… siento que necesito cambiar de aires. Aquí no me encuentro en paz. Me resulta difícil de explicar, pero en el momento en que peor estaban las cosas, en el punto álgido de las batallas, cuando estas eran más feroces que nunca y la muerte estaba presente en cualquier rincón, pensaba en Islandia. Pensaba en la calma. Ese país está envuelto en una extraña serenidad y en un silencio que siempre he deseado volver a sentir.
Una de las primeras cosas que hizo Thorson al regresar a Islandia fue buscar a Flóvent. Recordaba dónde estaba su casa, en el oeste de la ciudad. Un día fue hasta allí, llamó a la puerta y enseguida reconoció a su padre, que salió a la puerta. Una vez habían estado juntos en la esquina del Pasaje de las Sombras. Se saludaron y el hombre lo invitó a pasar, lo recordaba por ser el compañero de trabajo de Flóvent. El anciano le contó que ya no valía para ningún trabajo, era demasiado mayor. Tuvo que dejar el puerto e iba tirando con una especie de subvención municipal.
—¿No mantuviste el contacto con mi hijo? —preguntó el hombre cuando supo el motivo de su visita.
—No, por desgracia. Queríamos vernos de nuevo después de la guerra, pero nuestro encuentro se fue retrasando. Pensé en escribirle, pero no llegué a hacerlo nunca.
—Entonces, ¿no te han llegado noticias?
—¿Noticias de qué?
—Es triste que tengas que enterarte de esto así, pero mi querido Flóvent falleció. Hace unos dos años.
—¡¿Que está muerto?!
—Dejó de trabajar en la policía algo después de aquel caso vuestro, consiguió trabajo como funcionario administrativo, en Hacienda, y trabajó allí hasta que ingresó en el hospital.
—¿Qué estás diciendo? ¿Cómo…?
—Llevaba un tiempo con dolores de estómago, aunque no les hacía mucho caso. Más tarde se supo que tenía cáncer. —El anciano se frotó los ojos con la mano—. Tuvo una muerte terrible. Una muerte absolutamente terrible, pobre hijo. Está enterrado en el cementerio de Suðurgata. No muy lejos de su madre y su hermana.
—No lo sabía —se lamentó Thorson—. Te acompaño en el sentimiento.
—Gracias. Así fueron las cosas. Pobre hijo mío.
—Yo…, esto es lo último que me esperaba, si he de serte sincero.
—Nadie conoce su futuro, por supuesto que no.
Thorson no sabía qué decir y el padre de Flóvent se quedó absorto en sus pensamientos. Así permanecieron un largo rato, en medio de un silencio que solo rompía el goteo de un grifo en la cocina cada vez que una gota caía sobre el fregadero.
—¿Hablaba contigo alguna vez sobre el caso de la joven que fue hallada en el Teatro Nacional? —preguntó Thorson finalmente.
—Rara vez lo hacía. Creo que evitaba ese tema. No quería pensar en eso. Por su manera de actuar, me daba la sensación de que aquello no llegó a cerrarse del todo, pero él no sabía qué más podía hacer al respecto.
—¿Qué es lo que no llegó a cerrarse?
—No lo sé. Me daba cuenta de que no estaba satisfecho con el desenlace del caso. Supongo que tenía que ver con el accidente que sufrió vuestro prisionero.
—Sí, aquello no terminó bien.
—Eso decía él. Siempre me pareció que mi querido Flóvent había envejecido antes de tiempo, y creo que fue por aquel maldito caso.
—Fue una investigación difícil.
—Le afectó amargamente. Creo que nunca estuvo del todo contento con la solución que encontrasteis y estoy convencido de que incluso quería retomarlo antes de fallecer. Pero, claro, nunca recibiste su carta.
—¿Su carta?
—Te escribió, pero le devolvieron la carta. No sabía adónde enviarla, así que la remitió a tu división, pero no sirvió de nada. Tiene que estar aquí, por algún lado. La encontré entre sus cosas después de su muerte.
El hombre entró en su dormitorio y volvió con un sobre dirigido a Thorson que le entregó. Thorson lo abrió y leyó la carta.
Reikiavik, 13 de diciembre de 1947
Querido Thorson:
Espero que esta misiva llegue a tus manos. No sé si sigues vivo ahora que ha concluido la guerra, pero quería hacer el intento de averiguarlo.
En los últimos años he pensado mucho en ti y en nuestra colaboración. No sé si te he agradecido suficientemente tu ayuda, disposición y apoyo, y me gustaría hacerlo ahora.
Solo puedo tratar de imaginarme las calamidades que tienes que haber sufrido durante la contienda. He leído mucho sobre la invasión en Normandía y creo hacerme a la idea, si bien solo superficialmente, de la batalla que habrás visto ante tus ojos.
Nuestro último caso no abandona mi mente ni un solo momento. Creo que alcanzamos la conclusión correcta, pero en ocasiones me invade la sospecha de que pudimos haberlo hecho mejor. Posiblemente debimos estudiar el caso desde otra perspectiva. Puede que esta carta no sea sino la voz de mis remordimientos por lo que le sucedió a aquel muchacho. Me ha costado asumir cómo terminó todo. Naturalmente, su familia del norte no salía de su estupor tras escuchar la noticia sobre Jónatan, pero no nos culpó de lo ocurrido una vez que conoció todos los detalles.
Nuestro principal testigo y punto de apoyo en todo esto ha sido el hijo del diputado, Hólmbert. Ha confirmado todas nuestras sospechas sobre Jónatan, lo cual debería reconfortarme. Pero de alguna manera no me quedo tranquilo.
En fin, camarada, te agradecería si pudieras enviarme, aunque fuera una sola línea, para hacerme saber cómo te encuentras. Me haría sentir mejor.
Tu amigo,
FLÓVENT
Thorson miró la tumba de su viejo amigo, se persignó y rezó una pequeña plegaria. El padre de Flóvent yacía un poco más adelante y, al otro lado de su tumba, se hallaba una de las fosas comunes excavadas durante la epidemia de gripe española que arrasó el país. Thorson sabía que allí, bajo tierra, yacían la madre y la hermana de Flóvent.
«Descanse en paz», se leía en la lápida de Flóvent, y Thorson sabía que si en algún sitio cobraba sentido aquel ruego, era en esa lápida.