La misma tarde del día en que arrestaron formalmente a Jónatan volvieron a llevarlo al despacho de Flóvent y Thorson. No quería comer ni ponerse en contacto con ningún amigo o familiar. Se negó a ayudar a Flóvent a localizarlos, no quiso darle sus datos. Parecía pensar que pronto le dejarían marcharse a casa. También rechazó la asistencia de un abogado, pero Flóvent se encargó de llamar a uno para que lo ayudara, e iba a encontrarse con él aquella misma tarde. Se esmeraba en crear un ambiente distendido, trataba de ganarse al muchacho y le parecía que Jónatan se había calmado algo a lo largo del día.
—¿Adónde sueles ir a observar aves? —preguntó Flóvent una vez sentados.
—Sobre todo a Seltjarnarnes, es el sitio más interesante. También al acantilado de Skarfaklettur, junto a Sund. O a Nauthólsvík.
—¿Y siempre llevas los prismáticos contigo?
—Sí.
—¿Ves algo más que aves en tus excursiones?
—¿Qué quieres decir?
—¿A personas?
—Sí, claro. A veces.
—¿Militares?
—Sí, también. Hay mucho movimiento a lo largo de toda la costa.
—¿Ves alguna vez a mujeres en tus caminatas?
—No me dedico a observarlas. No espío a la gente. No utilizo los prismáticos con ese propósito, si es a eso a lo que te refieres.
—Decías que no tienes ninguna opinión acerca de lo que llamamos la «situación», cuando las mujeres islandesas se ven con militares, salen con ellos y se casan y cosas así. ¿Qué te parece todo eso?
—No opino nada en particular, no pienso mucho en ello.
—¿No te da rabia?
—No. No tiene nada que ver conmigo. No sé por qué me lo preguntáis. Claro… claro que es una situación peculiar y hay muchos que no están nada contentos con ella, pero yo no le doy muchas vueltas. Ninguna. No entiendo por qué me preguntáis al respecto.
—¿Te encontrabas con Rósamunda en tus excursiones para avistar aves?
—Ya os he dicho cientos de veces que no la conocía.
—Poco antes de que muriera contó que alguien la agredió y violó —explicó Thorson—. El agresor le sugirió que echara la culpa a los elfos de lo sucedido. ¿Por qué crees que le ordenó algo así?
—No lo sé.
—Pero tus intereses se centran en los cuentos populares y los elfos, ¿no se te ocurre por qué motivo pudo mencionarlos?
—No lo sé. No conocía a esa chica. No sé de qué me hablas.
—¿La forzaste?
—No, no la conocía. Yo… vosotros…
—¿La presionaste para que abortara?
Jónatan se quedó callado.
—¿La agrediste? ¿La atacaste y le dijiste que se inventara historias sobre que los causantes eran los elfos o, de lo contrario, le ocurriría algo peor?
—No.
—¿No fue esa la misma táctica que empleaste con Hrund en el norte? La forzaste, la violaste y le dijiste que culpara a los elfos.
—Eso no es cierto.
—¿Puedes decirnos dónde está Hrund? —preguntó Flóvent.
—¿Cómo lo voy a saber? No le hice nada.
—¿Tuviste algún contacto con ella después de que dijera haber sufrido la agresión?
—No. Os lo he dicho ya, apenas la conocía. Solo me encontré con ella algunas veces en la gasolinera por casualidad.
—¿Y conocías a Rósamunda, la chica del taller de costura?
—No.
—Pero fuiste allí para que te arreglaran los pantalones.
—No conozco a nadie en ese taller. Seguro que hay mucha gente más, aparte de mí, que va allí para que le arreglen la ropa.
—Puede que la conocieras sin que nadie más lo supiera, igual que conocías a Hrund. Contabas con la discreción de ambas.
—A Hrund la conocía muy poco, os lo he repetido una y otra vez. Y no conocía a Rósamunda. ¿Lo entendéis? Estáis cometiendo un grave error y mientras lo enmendáis me gustaría irme a casa.
—A su familia le sería de gran ayuda que nos dijeras dónde se encuentran los restos de Hrund —insistió Flóvent.
—Pero ¿es que no escucháis lo que os digo? No le hice nada en absoluto. Nada. Me quiero ir de aquí. No me siento bien en este sitio. No puedo pasar aquí más tiempo. Todo esto me resulta incómodo e incomprensible. No concibo que podáis pensar que soy capaz de hacer daño a alguien. Matar a alguien. Es… No me cabe en la cabeza cómo se os ha podido ocurrir semejante idea.
—Quizá deberías esperar hasta recibir asistencia legal —sugirió Flóvent—. Un abogado puede aconsejarte sobre tus siguientes pasos.
—No quiero ningún abogado. Me gustaría que terminarais con esto. Quiero irme a casa. Tengo que asistir a clase. Esto es absurdo. Un verdadero disparate.
Flóvent sacó las hojas que había encontrado en el domicilio de Jónatan y las dejó sobre la mesa, delante de él. Thorson ya conocía su contenido. Jónatan las miró sin inmutarse.
—¿Son tuyas? —preguntó Flóvent.
Jónatan no respondió.
—¿Es esta tu letra?
—Sí —respondió Jónatan—. Es mi letra. ¿De dónde las has sacado?
—De tu apartamento. Si son tuyas, sabrás de qué se habla en ellas.
—Claro —contestó Jónatan—. Estoy recopilando información para mi trabajo. ¿Las cogiste de mi apartamento?
—Proceden de un antiguo registro de sentencias judiciales, ¿no es cierto?
—Sí.
—He revisado el juicio. Lo has copiado casi textualmente del libro.
—Desde luego. Es una fuente bibliográfica.
—¿Te importa decirnos en torno a qué gira el caso? ¿De qué trata el proceso?
—Deberías saberlo si las has leído —contestó Jónatan.
—Se trata de un caso de violación —explicó Flóvent.
—Sí.
—Sobre una joven y un trabajador.
—Sí.
—Y unas circunstancias bastante singulares en vista de lo que estamos investigando.
—Sobre eso no puedo decir nada —dijo Jónatan.
—¿Quieres que te lo recuerde? —preguntó Flóvent.
—Haz lo que te parezca —respondió Jónatan—. Me trae sin cuidado. Quiero que me dejéis marchar. No he hecho nada malo. ¡Nada!
Flóvent miró un momento a Jónatan y, a continuación, comenzó a resumir el contenido de lo que el estudiante copió del libro de sentencias. Se trataba de un caso judicial de la primera mitad del siglo XIX. Giraba en torno a una joven sirvienta de una granja del sur de Islandia criada entre historias de elfos y aleccionada para reconocer las rocas y colinas de los alrededores donde, según la gente, se hallaban sus asentamientos. Una vez la enviaron a hacer un recado entre granjas y tuvo que recorrer un largo camino. Cuando regresó a casa por la tarde, se encontró con un trabajador de una alquería vecina, estaban no muy lejos de una colina donde se decía que vivían los elfos. Ella conocía al trabajador, que ya intentara cortejarla en otras ocasiones, y cuando este comenzó a flirtear con ella, allí, a los pies de la colina, y a hacerle arrumacos y decirle que quería acostarse con ella, esta se negó en redondo. Cuando pretendió reemprender su camino, el hombre la agarró y quiso someterla a su voluntad a pesar de todo. Forcejearon duramente. Le provocó lesiones en la cara y en el cuerpo y le rasgó y arrancó la ropa antes de salirse con la suya. El trabajador la amenazó y la advirtió de que si lo delataba le pasaría algo peor, no le costaría nada acabar con ella si contaba lo ocurrido. Cuando ella le preguntó cómo iba a justificar su aspecto, él miró hacia la colina y le sugirió culpar a los elfos de lo sucedido. La mujer retomó el camino hacia su casa e hizo como le había dicho él, y unos la creyeron y otros no, entre ellos su madre, que finalmente le sonsacó a su hija toda la verdad. La joven delató al trabajador, que confesó su crimen y recibió su castigo.
—¿Lo he dicho todo correctamente? —preguntó Flóvent tras concluir su relato.
—Ese es solo uno de los aspectos que estoy investigando en mi trabajo —matizó Jónatan—. La variedad de formas en que se manifiestan las creencias populares. Ahí se registra un caso que me pareció interesante.
—¿No quieres reconocer que tú mismo has hecho uso de esa idea?
—No, no entiendo… No sé qué se supone que tengo que decir. Esto es un sinsentido.
—¿No le sugeriste a Hrund que hiciera lo mismo que se relata en ese juicio? ¿Y no pasó lo mismo con Rósamunda tiempo después?
—¡No! ¡No son más que estupideces tuyas!
—¿Estás diciendo que la idea no ha salido de aquí? —preguntó Flóvent agitando las hojas.
—No sé de qué hablas —negó Jónatan—. No lo sé. Solo quiero que me dejéis ir.
—Se trata de un caso de idénticas características al que estamos investigando —dijo Flóvent—, y hemos encontrado estas notas en tu casa. ¿Acaso es simple casualidad?
—No sé qué se supone que tengo que pensar —respondió Jónatan—. No entiendo a qué viene todo esto. Todo lo que decís me resulta imposible de entender.
—Nos gustaría contactar con tu familia —intervino Thorson—. ¿Por qué no nos quieres decir cómo podemos localizar a tus padres? Seguramente querrán saber cómo te encuentras. Quizás hayan empezado a preocuparse por ti. ¿Sueles estar en contacto con ellos?
—Esto no tiene nada que ver con ellos. Yo… no quiero que sepan que estoy en la cárcel.
—¿Y tus hermanos? ¿Hablas con ellos?
—No tengo hermanos. ¿Os importaría dejarme marchar? ¿Podríais poner fin ya a esta locura?
—¿Por qué no quieres contarnos nada acerca de ti? —preguntó Thorson—. Quizás así te conozcamos mejor y podamos acabar antes con esto.
—No os puedo decir nada. Lo usáis todo en mi contra. Todo. Si llevo mis pantalones a arreglar, entonces me convierto en un criminal altamente peligroso que debe permanecer en la cárcel. ¿Qué creéis que os puedo contar? Lo tergiversáis todo de la peor manera.
—Está bien —cedió Flóvent amablemente—. Haz lo que creas conveniente. Averiguaremos de quién eres hijo y nos pondremos en contacto con los tuyos tanto si quieres como si no. Con suerte lo haremos esta misma tarde. Pensaba que nos facilitarías el trabajo, pero puedes actuar como te parezca.
Flóvent se levantó y llamó al carcelero, que llegó y acompañó a Jónatan de vuelta a su celda, al fondo del corredor. Escucharon el portazo de la pesada puerta antes de salir hacia Skólavörðustígur. Sobre la entrada a la prisión ardía un farol de cristal y los agentes se detuvieron para hablar acerca de cuáles serían sus siguientes pasos. Una nieve fina caía sobre las calles y las casas mientras el pavimento se cubría de hielo.
—Quiere ponérnoslo difícil —afirmó Thorson.
—Tal vez porque sabe que está en apuros —conjeturó Flóvent mientras miraba pasar por su lado tres jeeps marrones del ejército.
Flóvent había reparado en que a la entrada del puerto se anclaban más buques militares que antes y se veía más actividad de lo habitual en las tropas. Thorson le dijo que pronto comenzaría el traslado de las mismas hasta Gran Bretaña, desde donde se suponía que iba a tener lugar una invasión del continente. Si los aliados lograban posicionarse allí y continuaba la retirada de los alemanes en los campos de batalla del este, sería de esperar que faltara menos para el fin de las hostilidades. Posiblemente, la guerra terminaría en el plazo de un año. Por un lado, a Flóvent le consolaba pensar que por fin remitiría la espantosa situación que vivía Europa y el mundo entero, pero también albergaba la esperanza de que las cosas volvieran a su cauce en Islandia y todo fuera como antes de estallar la guerra, aunque aquella idea no era más que un sueño. A medida que avanzaba la guerra, más se convencía de que nada volvería a ser como antes.
Parecía como si Thorson leyera sus pensamientos mientras observaba a los jeeps.
—Los traslados de las tropas ya han comenzado —confirmó.
—El comienzo del final.
—Esperemos.
—¿Te vas? ¿Sabes cuándo?
—Muy pronto. Me han dado la orden esta mañana.
—Vas a participar en los combates, no debe de ser muy agradable pensar en ello.
—No, no lo es.
—Los alemanes os recibirán con dureza.
—Sí. Pero no saben dónde vamos a tomar tierra. No lo sabe nadie, para que así…
—Les podáis pillar por sorpresa.
—Esa es la idea.
—¿Qué harás después de la guerra?
—No lo sé.
—No te hace gracia hablar de ello —aventuró Flóvent.
Thorson se encogió de hombros como si le diera igual.
—Entiendo —dijo Flóvent—. No es… No se trata de un viaje de placer.
—Dan por hecho que caerán muchos hombres mientras se toman posiciones en la costa, al menos los primeros días.
—¿No puedes hacer nada para evitar marcharte?
—¿Evitarlo? —Thorson contemplaba abstraído cómo caía la fina nieve—. Fui yo quien solicitó que me enviaran allí.