Tras indagar una vez más en Internet, Konráð averiguó la fecha del fallecimiento del diputado que Petra había mencionado y su esposa, así como que ambos dejaban tras de sí hijos y nietos. Era una familia conocida, a él ya le sonaban sus nombres cuando Petra los mencionó y, al buscar información sobre ellos, corroboró que uno de sus hijos llegó a ser una figura notable en política, que alcanzó el cargo de ministro y destacó notablemente en la política nacional. De los cinco vástagos del matrimonio, cuatro hijos y una hija, solo dos de los varones quedaban con vida. Uno de estos había muerto en torno a los sesenta años. Konráð leyó las necrológicas que le habían dedicado y vio que había fallecido de muerte súbita en su propia casa. En una de ellas se mencionaba que tenía problemas de corazón. Su hermano y su hermana habían fallecido en su senectud, según se desprendía de sus correspondientes necrológicas. Los hijos de todos ellos estaban repartidos por todo el país, así como en Gran Bretaña y Australia.
Konráð decidió empezar visitando al más joven de los dos hermanos vivos. Residía en un bloque de pisos para ancianos en Borgarnes y, como le apetecía escaparse de Reikiavik, Konráð se subió al coche el día después de su visita a Vigga y puso rumbo a Borgarnes. Tardó cerca de dos horas en llegar porque, en lugar de meterse por el túnel subterráneo, prefirió seguir el camino más largo y bordear Hvalfjörður para disfrutar del viaje. Hacía buen día y pocos coches optaban por circular por la carretera después de que la inauguración del túnel de Hvalfjörður les evitara ese tramo. El fiordo estaba en calma y la superficie del mar se veía lisa como un espejo. Konráð hizo una parada en las viejas barracas militares cercanas a la estación ballenera, en la hondonada junto al restaurante Þyrill. Ahora que apenas circulaba tráfico por el fiordo, el restaurante parecía un negocio fantasma.
Las barracas que quedaban en pie desde el final de la guerra estaban pintadas de rojo y se encontraban en buen estado. Konráð recordó haber leído no hacía mucho que los empleados de la compañía ballenera Hvalur usaban algunas de ellas como casas de verano. Las recorrió en su coche y trató de imaginarse el aspecto que tenía la zona durante la guerra, cuando el número de barracas era mucho mayor, los buques militares armados navegaban en el fiordo y el lugar era un hervidero de vida. Ahora solo reinaba la calma, rasgada por algún que otro coche que pasaba a toda prisa hacia cualquier otro sitio. Sobrevolando la antigua estación ballenera, una gaviota solitaria planeaba en el viento, como si se dedicara a otear en busca de los desaparecidos tiempos de apogeo.
Konráð llegó a Borgarnes pasado el mediodía y no tardó en encontrar el bloque de pisos que buscaba. Bajó la cuesta que accedía al edificio y aparcó el automóvil. En el telefonillo del portal figuraba el nombre de la persona con quien quería hablar. Konráð no había avisado de su llegada y, por lo tanto, cuando llamó al timbre no sabía si el hombre estaría en casa. Esperó un buen rato antes de volver a apretar el botón pero no contestó nadie. Llamó al timbre del apartamento de al lado y respondió una mujer. Dijo no haber visto a su vecino aquel día, pero que a esa hora iba a veces a la piscina.
Konráð le dio las gracias, se subió de nuevo al coche y condujo en dirección a la piscina. Borgarnes le gustaba desde siempre. El pueblo era bonito, la gente amable y, además, se hacían numerosas referencias de él en las sagas. Lo único que le irritaba era el continuo flujo de viajeros que abarrotaban los comercios, ya que era una de las paradas por excelencia para aquellos que se dirigían hacia el oeste o el norte del país.
No vio salir de la piscina a nadie de la edad del hombre y volvió conduciendo lentamente por la calle principal. Reparó en un hombre mayor que salía de un centro comercial con una bolsa de plástico en una mano y una pequeña bolsa de deporte en la otra. Pensó en seguirlo, pero este se metió en un vehículo que conducía una mujer y salió del pueblo.
Regresó al bloque de pisos, llamó al timbre del portal y de pronto oyó un ruido en el telefonillo.
—¿Sí?
—¿Es el domicilio de Magnús?
—Sí, soy yo.
—Me llamo Konráð y me gustaría hablar contigo un momento. Se trata de tus padres.
Unos segundos después la puerta que daba acceso a los ascensores zumbó. El hombre le había abierto. Esperaba a Konráð en el umbral de su apartamento, en el tercer piso. Se dieron la mano y Magnús le invitó a pasar, dijo que acababa de llegar de la piscina. Konráð fingió que era la primera vez que oía hablar de la piscina.
—¿De qué conocías a mis padres? —preguntó el hombre mientras acompañaba a Konráð al salón—. ¿Eres un genealogista?
El apartamento era de reducidas dimensiones, contaba con un salón con cocina americana y un pequeño dormitorio. Las vistas daban a Borgarfjörður y Hafnarfjall.
Magnús se conservaba bien a pesar de su edad avanzada, tenía la espalda recta y era ágil, estaba completamente calvo, su cara era redonda y su estatura mediana. Konráð pensó que probablemente le sentaba bien nadar.
—No —respondió—, no tengo ningún interés en la genealogía. Me interesan más los antiguos casos criminales…
—¿Casos criminales? —le interrumpió Magnús.
—Sí, uno de los que he estado estudiando últimamente se remonta a la Segunda Guerra Mundial en Reikiavik —explicó Konráð.
—Vaya. ¿Y esa es la razón por la que has venido hasta aquí?
—Sí. Se trata del caso de una empleada de un taller de costura que fue hallada muerta detrás del Teatro Nacional. Se llamaba Rósamunda. Creo que la gente mayor de Reikiavik aún recuerda el caso.
—Algo me parece recordar yo también —contestó el hombre pensativo.
—¿Puedo preguntarte si has recibido recientemente la visita de otro hombre que venía de Reikiavik, como yo, y se llamaba Stefán? En otros tiempos se llamaba Thorson.
—No, no conozco al tal Stefán. O Thorson. No recibo muchas visitas. Mis dos hijas viven en Australia. Se mudaron allí durante la crisis de los sesenta y no les apetece mucho venir volando hasta aquí, al frío del norte. ¿Cuál… por qué habría querido hablar conmigo?
—Durante la guerra Thorson era policía del ejército e investigó la muerte de la chica del Teatro Nacional.
—¿Y eso en qué me concierne?
—Siguió investigando el caso hasta su muerte, acaecida hace poco. Quizás hayas oído en las noticias hablar de un anciano que encontraron muerto en su domicilio, posiblemente asesinado. Se trata del mismo Thorson.
—No sigo mucho las noticias y sigo sin entender en qué me incumbe el caso.
—Disculpa, trataré de explicártelo: la chica del Teatro Nacional fallecida durante la guerra trabajaba en un taller de costura de Reikiavik bastante importante llamado Sporið, tenía toda clase de clientes, grandes y pequeños, por así decirlo. El tal Thorson del que te hablo descubrió hace poco que la chica se había negado en una ocasión a llevar un encargo a una casa de Reikiavik. La familia que allí vivía hacía negocios con aquel taller.
—¿Thorson? —interrumpió el hombre pensativo—. ¿Dices que era policía militar?
—Lo era. Pertenecía al ejército canadiense pero, por lo que he averiguado, trabajaba para el norteamericano, para su cuerpo de policía aquí en Islandia.
El hombre no le había ofrecido asiento a Konráð y todavía estaban ambos de pie.
—A lo mejor estarías mejor sentado —sugirió Konráð.
—Pues sí. Debo reconocer que estoy cansado después de nadar —comentó mientras tomaba asiento en un sillón—. ¿Y qué decías sobre la chica? ¿Se negaba a ir a qué casa?
—Era la casa de tus padres. Probablemente tuvo alguna experiencia traumática al llevar un envío allí y a partir de entonces se negó a regresar —detalló Konráð.
El hombre no pareció darse cuenta del significado de sus palabras.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó.
—Supongo que para Thorson significaba que, por alguna razón, a la muchacha le daba miedo alguien de aquella casa. Pudo ser una de las razones por las que no quería volver.
—¿Por qué? ¿Qué le daba miedo?
—Esperaba que tú pudieras responder a esa pregunta —dijo Konráð.
—¿Yo? No sé de lo que me hablas, amigo mío. No tengo ni idea de qué podría temer.