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Konráð cerró el cajón del archivador y a continuación abrió el siguiente. No había perdido la esperanza de encontrar algún informe policial sobre la muerte de la joven llamada Rósamunda. El fragmento del interrogatorio realizado a Ingiborg se encontraba en una carpeta que, de otra manera, estaría vacía.

La carpeta estaba identificada únicamente con un número y archivada en el año 1944. Revisó todo lo que era posible encontrar en el registro de la policía en relación con aquel año pero no obtuvo ningún resultado. Se le ocurrió ampliar la búsqueda e inspeccionar los informes de los años anteriores y posteriores por si se hubiera traspapelado algún documento. Estaba plenamente convencido de que debían existir informes sobre un caso de tal gravedad. Solo era cuestión de encontrarlos.

Pensó en las palabras de Petra, la hija de la dueña del taller de costura para el que Rósamunda trabajaba, y en el desconcierto del viejo Thorson al saber que a Rósamunda le daba miedo una casa concreta de Reikiavik. Según lo que la madre de Petra le contó a su hija, se trataba de un hogar de la alta burguesía, el domicilio de un diputado, gente prominente en la vida de la ciudad, de buenos clientes del taller a los que la modista adulaba. «Oddfellows y rotarios», afirmó Petra cuando se despidieron. Le había dado los nombres de aquellas personas a Thorson y era de suponer que este habría intentado contactar con ellas, después de tantas décadas.

—Me alegro de que hayas venido —dijo Petra cuando Konráð se despidió de ella—. Espero haberte servido de alguna ayuda. A mi madre le atormentaba todo esto antes de fallecer. Le remordía la conciencia porque creía no haber contado todo lo que sabía.

—No tenía que haberse preocupado demasiado —respondió Konráð por decir algo.

—Mi madre creía haber causado una catástrofe —comentó Petra— y pensaba que ya era demasiado tarde para arreglarla. Ardía en deseos de quitarse el cargo de conciencia. ¿Crees que Stefán, o Thorson, como tú lo llamas, se vio perjudicado por lo que ella calló?

—No, difícilmente —aseguró Konráð con ánimo de reconfortarla.

—¿Y alguna otra persona? Mi madre sostenía que nunca se arrestó a nadie.

—Cierto, yo tampoco he encontrado nada al respecto.

—Quizá debió haber dicho toda la verdad en ese momento —dudó Petra.

—No quería andar haciendo insinuaciones sin ninguna base, como tú dices. Para ella hubiera sido una decisión difícil.

—¿Alguna vez llegarás a esclarecer lo que sucedió?

—No lo sé. Tal vez ha transcurrido demasiado tiempo.

Konráð sacaba las carpetas una por una y pasaba las hojas con la esperanza de dar con el nombre de Rósamunda, o con el de Thorson, o con el de algún estudiante universitario relacionado con el caso. Aquí y allá aparecía el agente llamado Flóvent, aunque sin guardar ninguna relación con Rósamunda. Flóvent se ocupó de investigar asaltos, narcotráfico, robos de coches, agresiones y algún que otro crimen de mayor índole hasta que su nombre dejaba de aparecer en los informes policiales después de la guerra.

Mientras Konráð revisaba documentos y abría carpetas de los años de la ocupación militar, le vino a la cabeza la «situación». Recordaba un artículo publicado hacía poco donde se explicaba que, en la mayoría de los casos, las mujeres que se encontraban en la «situación» tenían mala reputación, pero aquella actitud fue cambiando con el tiempo gracias a la influencia de los movimientos de liberación de la mujer. El artículo decía que, durante la guerra, las mujeres habían conseguido indudablemente liberarse de la autoridad del hombre islandés, arraigada en una sociedad granjera ancestral. Se volvieron más independientes que en ninguna época anterior y ese era el principal motivo por el que la oposición contra la «situación» fuera tan férrea. La mujer que lavaba ropa para el ejército era una trabajadora autónoma con salario. Ya no estaba subyugada al patrón de la casa y no necesitaba procurarse un marido sacado de alguna granja islandesa de tejado de hierba, sino que, de repente, se le brindaba la oportunidad de ver el cielo y navegar hacia lugares remotos del brazo de un hombre extranjero. Se despertaba en ellas el anhelo de vivir aventuras. Por si fuera poco, los soldados eran generalmente educados y atractivos y, según las islandesas, los preferían con diferencia a sus compatriotas.

Konráð sonrió para sí mismo pensando en los zafios islandeses y continuó buscando, dando marcha atrás en el tiempo, a la joven que quizás había tenido que pagar por aquella liberación recién obtenida. Iba por el año 1941 cuando encontró dos hojas sueltas escritas a mano y sin numerar. No estaban archivadas con otros documentos puesto que en ellas no constaba ni fecha ni autor, y parecía que se hubieran extraviado y acabado allí durante algún traslado o labor de limpieza. Quizá simplemente se olvidaron de tirarlas con otros desechos. La letra era buena y legible y a Konráð le pareció que las hojas hacían referencia a un interrogatorio realizado a un hombre cuyo nombre no se mencionaba. No se trataba de un informe propiamente dicho sino más bien de las anotaciones de un policía. Se relataba que el hombre había sido trasladado desde su casa para interrogarlo y más tarde se le encerró en la prisión de Skólavörðustígur a pesar de sus firmes protestas. Durante el interrogatorio se reveló que llegó a conocer a «la joven del norte», tal y como se expresaba, y requirió los servicios del taller de costura Sporið, donde trabajaba Rósamunda. Según el texto, cursaba estudios nórdicos en la Universidad de Islandia, mostraba un gran interés por los cuentos y leyendas populares islandeses y estaba escribiendo un trabajo sobre esa temática. Al final de las anotaciones figuraban tres palabras escritas con otro bolígrafo que no concordaban con el tono árido del texto y parecían una coletilla salida del mismo corazón del autor de la frase: «Terminó en tragedia».

No aparecía más información en aquellas hojas. Konráð volvió a buscar otros informes mecanografiados con la firma de Flóvent y comprobó que la letra con la que estaban escritas las dos hojas podía ser la suya. Continuó buscando en el archivador, abriendo cajones y revisando informes, pero sus esfuerzos no dieron resultado. No tenía ni idea de a quién se hacía referencia con «la joven del norte» pero, al parecer, aquel universitario llegó a ser sospechoso del asesinato de Rósamunda pese a que el caso no quedó resuelto con su detención. Nunca lo llevaron a los tribunales. No se encontró a ningún culpable. Parecía como si la investigación hubiera cesado en pleno desarrollo. ¿Guardaba aquel hombre algún vínculo con los burgueses de los que hablaba Petra? Existía un diputado de por medio. ¿Se habría suspendido la investigación a causa de algún tipo de presión política?

Un estudiante que cursaba estudios nórdicos.

Universitario.

¿Acaso aquel hombre que no se mencionaba era el universitario de quien habló Thorson en casa de Petra?

Konráð dejó de hurgar en los archivos de la policía dos horas después, cuando se hizo evidente que aquella búsqueda de información estaba siendo infructuosa. Se acercó a ver a Marta, su antigua compañera de trabajo, y esta le hizo saber que la investigación sobre la muerte de Thorson apenas progresaba. Sobre el escritorio de Marta se amontonaban una pila de grabaciones realizadas por cámaras de seguridad de las proximidades de la casa de Thorson. Llevaban la identificación de una tienda, un banco y un colegio de los alrededores.

—Estamos empezando a considerar si debemos revisarlas —dijo Marta señalando las grabaciones mientras se ponía el abrigo—. Por si vemos a algún conocido nuestro. De lo contrario, no sabremos qué andamos buscando.

—Que os divirtáis —le deseó Konráð.

—¿Tienes algo para nosotros?

—Nada definitivo por ahora.

—Creemos que el anciano se suicidó.

—¿Se asfixió a sí mismo? ¿Se puede hacer eso?

—Era mayor y estaba débil —informó Marta, que iba a toda prisa porque llegaba tarde a una reunión y no disponía de tiempo para hablar con él—. Estamos en punto muerto. No hemos encontrado a nadie que tuviera razones para hacerle daño. No se asaltó su domicilio. No han robado nada. Nos hace falta el móvil del crimen. No tiene ningún pariente aquí, no contaba con ningún grupo de amigos, que nosotros sepamos. Por otra parte, tal vez temiera acabar ingresado en una residencia de esas para inválidos, ¿sabes lo que quiero decir?

—No, él no pensaba en nada de eso —afirmó Konráð—. Precisamente estaba investigando el antiguo caso de la chica del Teatro Nacional, que ya había llevado en su momento cuando trabajaba en la Policía Militar durante la guerra. Creo que estaba haciendo progresos y que es ahí donde podemos encontrar las razones que expliquen la manera en que terminaron sus días. El móvil, como tú lo llamas.

—Muy bien. ¿Puedes enviarnos un informe al respecto? —preguntó Marta—. Y lo miramos.

Marta respondió al teléfono que sonaba sobre su escritorio y, al mismo tiempo, comenzó a sonar su móvil.

—Ya no redacto informes para la policía —constató Konráð despidiéndose secamente—. Ya sabes dónde encontrarme.

Se preguntó si podría obtener más información de la vieja Vigga y decidió pasarse a saludarla una vez más. Se veía bastante ajetreo por los pasillos, ancianos que caminaban con torpeza, muchos de ellos con andador, y empleados que iban a la carrera con bandejas y cuencos. De fondo se escuchaba música de la radio. Vigga estaba acostada en el mismo sitio y dormía ajena al trajín de los pasillos. Konráð se sentó junto a ella. No quería despertarla. Había preguntado a un empleado y este le contó que Vigga nunca recibía visitas y que, por eso, un día le resultó bastante llamativo ver a un hombre mayor sentado junto ella, y ahora también Konráð se encontraba por segunda vez junto a su cama.

Konráð llevaba unos veinte minutos allí, pasando las hojas de una infumable revista de decoración cuando, de pronto, percibió que ella se despertaba a medias. Dejó la revista. Vigga abrió los ojos y lo miró.

—¿Vigga?

—¿Quién eres? —preguntó Vigga con voz débil.

—Me llamo Konráð, vine a verte el otro día. ¿Te acuerdas?

Vigga negó con la cabeza.

—¿Quién eres? —preguntó de nuevo.

—Me llamo Konráð. Seguro que no te acuerdas de mí pero vivía en tu mismo barrio cuando era niño. Luego me mudé.

Vigga no mostró ningún signo de recordarle, ni del pasado ni del presente.

—Vine a verte hace poco para preguntarte sobre un hombre llamado Stefán. Era militar aquí, en Reikiavik, durante la Segunda Guerra Mundial y en aquel entonces se llamaba Thorson. Trabajaba en la Policía Militar. ¿Le recuerdas? ¿Recuerdas haber hablado con él?

—¿Lo conozco? —preguntó Vigga, de pronto, trataba de usted a Konráð.

—No, seguramente no. Ha pasado mucho tiempo. El Thorson del que te hablo quería saber si podías ayudarle con un caso que estuvo investigando durante la guerra, el de una joven hallada muerta junto al Teatro Nacional. Cuando vine a verte, mencionaste a otra…

—¿Trabaja usted para esa institución? —preguntó Vigga—. No, voy por mi cuenta. No sé si hablaste algo con Thorson, pero me dijiste que hubo otra chica más, una joven que desapareció. Me dijiste que nunca encontraron sus huesos y luego nombraste a los elfos.

—La atacaron los elfos —afirmó Vigga levantando a duras penas la cabeza de la almohada y mirando fijamente a Konráð.

—¿A quién?

—A la joven del norte. Se llamaba Hrund. Nunca la encontraron. Se arrojó a la cascada. ¿Su padre era médium?

La pregunta le pilló desprevenido.

—No —respondió Konráð.

—¡Sí que lo era!

—No, él…

—¡Un médium estafador!

—No lo era. Pertenecía a la Sociedad de Estu…

—Sinvergüenza —masculló Vigga entre dientes, y volvió a apoyarse en la almohada—. ¡Era un maldito sinvergüenza!

—¿Vigga?

No le respondió. Sus ojos se cerraron de nuevo.

—¡Vigga!

Tres cuartos de hora más tarde Konráð se puso en pie y se marchó. Vigga seguía profundamente dormida. Había estado esperando sentado a que despertara para preguntarle más acerca de Hrund, la joven del norte. Cualquier cosa que decía Vigga era para él un rompecabezas. Los elfos atacaron a Hrund y esta se arrojó a la cascada. No sabía en absoluto de quién le estaba hablando, a no ser que se tratara de la misma chica que Vigga ya mencionara en su visita anterior, la joven desaparecida cuyos restos nunca se encontraron.

Se hallaba de nuevo en el asiento del coche y, cuando se disponía a arrancar, le vinieron a la cabeza las dos hojas halladas en los archivos de la policía escritas a mano con letra que parecía ser la de Flóvent. En ellas se decía que un universitario interrogado en sus dependencias decía conocer a «la joven del norte».

¿Se referiría a Hrund?

Recordó el relato de su padre sobre aquella fallida sesión de espiritismo. Entre tanta conmoción, nadie recordaba que el médium le confesó después haber sentido la presencia de otra chica que acompañaba a Rósamunda a la que sin duda le había ocurrido una desgracia. Ahora Konráð, que no era ningún crédulo, se preguntaba si se habría referido a la misma chica a quien Vigga llamaba Hrund.